SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.36 número140Environmental Policies for Agricultural Pollution ControlFlexibles y disciplinados: Los trabajadores brasileños frente a la reestructuración productiva índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Problemas del desarrollo

versión impresa ISSN 0301-7036

Prob. Des vol.36 no.140 Ciudad de México ene./mar. 2005

 

Reseñas

 

Trade Secrets: Intellectual Piracy and the Origins of American Industrial Power, Doron S. Ben-Atar

 

Roberto Guerra Milligan*

 

New Haven, Yale University Press, 2004. 281 pp.**

 

*Investigador del IIEC, UNAM.

 

Para sir Joseph Whitworth, industrial de mediados del siglo XIX, paladín de la alta precisión en las máquinas-herramienta, la razón principal del éxito tecnológico de Estados Unidos se encontraba en el uso generalizado de máquinas. En cualquier área de trabajo en la cual sea posible introducir una, los estadounidenses recurren a ella de manera universal y de buena gana, apuntaba sir Joseph, pensando que había dado con la clave de tan espectacular éxito. Sin embargo, las investigaciones del profesor de historia de la universidad de Fordham, Doron S. Ben-Atar, lo condujeron, casi por azar, a otra explicación.

Mientras preparaba un estudio acerca de las políticas comercial y diplomática de la era de Jefferson, el profesor encontró algo que llamó su atención: casi todo evidenciaba que la piratería tecnológica de la época se realizaba no sólo con pleno conocimiento, sino también con el apoyo total de los funcionarios federales y estatales de la joven república. Por inesperado, el descubrimiento le causó sorpresa; sus indagaciones previas habían mostrado a unos líderes políticos con sentimientos encontrados respecto de todo lo tocante al naciente capitalismo de mercado, y en rebeldía contra la madre patria para preservar el sencillo y virtuoso orden social del nuevo mundo.

Pero, a diferencia de esa imagen algo insulsa y aséptica de los próceres de Estados Unidos, ahora tenía ante sí a verdaderos zorros, sin pizca de dudas y, en cambio, con una seguridad total sobre lo correcto y justificado de la piratería y el contrabando de tecnología. Enterarse de esto a todos nos causa un poco de malestar y desasosiego, no en vano hemos sido formados también en el folclor de nuestros vecinos, gente honrada, si es que existe ésta en el mundo, respetuosa de la ley, noble de corazón y profundamente religiosa, pero como pudo haber dicho el espejo de la caballería, "cosas veredes, Sancho".

Según la conseja popular, George Washington nunca dijo una mentira, pero la investigación de Ben-Atar, en cambio, revela algo peor: que promovió la importación de tecnología europea a Estados Unidos sin considerar la dimensión legal del asunto. A mi parecer, aquellos padres de la patria tenían una gran virtud de la que hablaremos más adelante. Por ahora, veamos con un ejemplo cuáles eran las condiciones en las que les tocó actuar a los prohombres de aquel país.

Resulta que, en 1793, Eli Whitney, nacido en Massachussets, inventa la despepitadora de algodón, de la cual rápidamente unos sembradores de Georgia robaron un modelo y la reprodujeron en grandes cantidades en todo el sur de Estados Unidos. Aunque en 1794 el inventor obtuvo una patente, nunca logró mayores beneficios de su creación, y apenas alcanzó a compensar sus enormes gastos, resultado de los múltiples litigios entablados con los algodoneros del sur.

Las condiciones de la época tuvieron mucho que ver con estos malos resultados, eran tantas las máquinas que venían de Inglaterra y del resto de Europa —en especial de países enemigos de la corona inglesa, la cual se encargaba de promover el paso ilegal de tecnología del continente hacia sus colonias— que los abogados de los infractores de la patente de Whitney daban por un hecho que ésta también provenía del viejo continente, y presentaban testigos que juraban haber visto antes la despepitadora en Suiza o en Irlanda. La práctica común de la época era, pues, traer a América de forma ilegal los inventos europeos y reclamarlos como originarios, primero de la colonia y, luego, del nuevo país.

En un rápido paréntesis quiero mencionar que Ben-Atar da a entender que con la despepitadora de Whitney, la industria del algodón pasó a ser menos intensiva en mano de obra, juicio que no comparten T.K. Derry y Trevor I. Williams en su Historia de la tecnología desde 1750hasta 1900, en la cual señalan que, al menos en un principio, la máquina era movida a mano y que, al parecer, extendió la esclavitud en Estados Unidos por varias generaciones más, lo cual apoyan con cifras del creciente número de esclavos desde la introducción de dicho artefacto hasta 1850.

Por otra parte, la historia de Eli Whitney no termina con la despepitadora. Aunque el autor no lo menciona, el inventor pasó a trabajar en otro campo —uno por el cual Estados Unidos ha sentido una debilidad tan grande que ahora es la base de su fortaleza—, el de las armas de fuego. Cuando Whitney presentó su fusil de piezas intercambiables, nadie dudó de la originalidad de su invento, siendo que, ahora sí, el sistema había sido creación europea, en concreto de un armero de París. Durante la Exhibición de 1851, en Londres, el sistema americano, como se conoció a la fabricación mediante piezas que pueden ser sustituidas, captó la atención de los visitantes, que admiraron los rifles producidos de esta manera.

En estas condiciones de trasiego de máquinas e inventos, Estados Unidos se convirtió en el líder industrial del mundo gracias al robo de innovaciones mecánicas y científicas de Europa, indica el estudio de Ben-Atar, cuyo enfoque se centra en el papel que jugaron las políticas de propiedad intelectual en la promoción del contrabando de tecnología, en especial, durante el periodo que va desde finales de la Colonia hasta la era del presidente Jackson. Se examina el papel de los gobiernos federales y estatales en la evolución de la concepción estadounidense acerca de la relación entre fronteras y propiedad intelectual, y se da a conocer la contradictoria —si bien para otros la palabra sería hipócrita, dice el autor— política de dicha nación.

La gran virtud que debe reconocerse a políticos como Washington, Franklin, Jefferson o Adams —que dejé para más adelante, al hablar de su estímulo y apoyo al robo de tecnología— es la claridad que tuvieron sobre la importancia del conocimiento en todas sus formas y la inflexible decisión con que se aplicaron a obtenerlo, a como diera lugar, para beneficio de su país. El mérito que tienen es importante, y mayor todavía si los comparamos con dirigentes de antes y de ahora en muchos países, que no se propusieron, ni se plantearán desarrollar bibliotecas, apoyar la enseñanza superior, la investigación y, al menos, el avance y aplicación de tecnologías, ya no digamos llevar a cabo buenas negociaciones de transferencia de tecnología, porque ello requiere cada vez más de astucia y creatividad, y ésta sólo la han tenido para el beneficio personal.

La colonia y la nueva república entendieron que, para desarrollar su economía y competir, debían cerrar la brecha tecnológica con Inglaterra y Europa, y se dedicaron a lograr esta meta luchando en tres frentes: a) educación e investigación, b) apropiación ilegal de tecnología, y c) atracción de inmigrantes calificados —artesanos europeos con experiencia en áreas industriales y mecánicas, que fueron traídos a América con todo y caja de herramientas—. Esta última idea se encuentra en Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, escrito en 1719. Cuando un tiempo después de haber sido rescatado, Robinson regresa a su isla, en la cual ha introducido la agricultura y la domesticación de cabras y en la cual dejó a modo de colonos a un grupo de españoles, cinco ingleses y unos pocos esclavos nativos, decide llevarles, aparte de herramientas y materiales, nuevos colonos, artesanos que mejorarán las condiciones de vida y de trabajo, por lo que lleva consigo a un herrero —muy útil a la comunidad, aclara, sobre todo como armero—, dos carpinteros, un sastre, un sabelotodo que rescata junto con un cura, una criada y un joven. En mayor escala, la sociedad norteamericana del momento siguió el modelo robinsoniano, y también captó personal calificado para desarrollar la industria y el comercio.

Adicionalmente, el texto de Ben-Atar también deja ver que no había una concepción única acerca de lo que convenía más al joven país, si la agricultura o la industria, si el modelo de Hamilton o el de Jefferson, y muestra, asimismo, la contienda con Europa, que sigue en el presente, por las supremacías tecnológica, científica y económica. De igual modo, cuando en el periódico leemos que se pretende patentar conocimientos tradicionales o la flora patrimonio de comunidades indígenas, o que en una disputa de patentes con Canadá —a propósito del dispositivo inalámbrico BlackBerry para el manejo de correo electrónico—, Estados Unidos quiere extender la jurisdicción de sus leyes al territorio de su vecino, o que en su suelo los derechos de autor corresponden en mucha mayor proporción a los productores que a los creadores; cuando al conocer estos casos queda claro que la conducta esencial depredadora descrita por el autor se mantiene.

Especialistas en historia del desarrollo tecnológico, así como quienes inician su preparación en el tema, y el lector curioso, todos, disfrutarían este libro hecho con una tecnología que deberíamos apropiarnos: me refiero a la utilizada para producir libros claros, legibles, que ofrecen —como Rayuela, de Cortázar—, la posibilidad de varias lecturas; en este caso, la de los especialistas, apoyada en muchas y amplias notas —de las cuales habría separado la bibliografía— y la de los interesados sólo en conocer una buena historia más de las intrigas del Tío Sam. La tecnología que hace posible esta clase de libros se llama edición y se basa en el trabajo conjunto entre el autor y un escritor profesional, el editor, quien propone modificaciones de estructura, reescritura de textos, supresiones y, en general, los cambios que transforman un pesado texto académico en una lectura ligera que conserve el rigor y cuidado de la investigación que le dio origen.

¿Fue de veras la compulsión norteamericana por las máquinas, a decir de sir Joseph Whitworth, la que convirtió a Estados Unidos en la principal potencia industrial del mundo, o fue la piratería tecnológica la que obró el milagro? Creo que nos falta el mapa del código genético social de los países, identificar los cromosomas culturales de las sociedades y sus recombinaciones para responder a esta pregunta. Pero, entre tanto, qué tal si le dan un vistazo al libro de Ben-Atar, que en alguna parte menciona que hay quienes creen que fueron muchos aspectos los que intervinieron para lograr semejante resultado.

 

Notas

** Libro disponible en la biblioteca del IIEC.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons