I. La imparcialidad
En los sistemas de tradición romano-germánica uno de los criterios más usados tanto para decidir la admisión de pruebas periciales como para su valoración ha sido la imparcialidad del perito entendida, en términos sumamente generales, como la ausencia de cierta relación del experto con las partes. La jurisprudencia y la dogmática procesal han derivado de la ausencia de relación del perito con una de las partes una serie de consecuencias sobre el contenido o el resultado de la prueba pericial, sin explicitar el mínimo fundamento de esa inferencia. Como ejemplo de ello, consideremos la sentencia del Tribunal Supremo español de 5 de noviembre de 1998:
Todo acto declaratorio de ruina legal encuentra su causa en una situación de hecho para cuya apreciación son esenciales los informes periciales, a valorar —artículo 632 de la Ley de Enjuiciamiento Civil— a la luz de las reglas de la sana crítica, siendo uno de los criterios básicos a tener en cuenta, el de la independencia de los técnicos autores de los informes, respecto a los intereses en juego, lo que, desde luego, viene a servir de suficiente garantía a la imparcialidad de sus apreciaciones, siendo evidente que conforme a ese criterio, los dictámenes presuntamente más objetivos son, en principio, los de los técnicos municipales y los de los peritos procesales nombrados por insaculación o por acuerdo entre las partes…
O el criterio histórico también de la jurisprudencia española que afirma que “deben preferirse los dictámenes [emitidos] por organismos oficiales o por peritos no designados por las partes”; dado “que la pericia judicial se antoja más objetiva e imparcial que la pericial de parte, la cual adolece de excesiva complacencia para quien la contrató.” 1 Mientras, en la dogmática, por ejemplo, Botter (1982, p. 84), enumera las supuestas ventajas que tiene un perito imparcial de designación judicial: ayuda al juez de los hechos a llegar a un resultado correcto, aumenta la predictibilidad de las decisiones, ayuda en la valoración del caso, pone a disposición expertos cualificados y fiables que, de otra manera, se rehusarían a participar y provee de un peritaje que disminuirá el tiempo del proceso.
La idea que parece subyacer tanto a los criterios jurisprudenciales citados como a lo dicho por Botter es que el perito, dada la relación con una de las partes, no tomará en consideración, o no explicitará, todo lo que podría y/o debería, sino solo parte de ese todo; o que tergiversará de alguna manera la información completa y/o correcta que posee. Pero, si esto es así, es posible identificar situaciones en que pudiera considerarse como parcial a un experto (o a los resultados de su actuación como tal) independientemente de su relación con la parte que lo contrató. Basta pensar, por ejemplo, en el caso de ciertos peritos institucionales que tienen interiorizados los fines u objetivos de las instituciones para las que trabajan y cuyo acercamiento a la información del caso no es neutral; o en los casos en que la información que se brinda al experto para la realización de su labor es incompleta y, por ende, sus conclusiones parciales. Ejemplos como estos mostrarían que la parcialidad de la prueba pericial va más allá de los mecanismos de nombramiento de los peritos, presentándose situaciones de parcialidad de una prueba pericial en las cuales la relación con las partes es irrelevante (o contingente).
Pese a la importancia que tradicionalmente se le ha atribuido a la imparcialidad de los peritos para determinar la admisibilidad y valoración de este tipo de pruebas, el concepto usado por la doctrina y la jurisprudencia ha estado vinculado a una noción extremadamente restrictiva de la misma que no se hace cargo de aspectos relevantes a considerar y, por ello, el diseño de diversos modelos procesales no ha hecho cuanto podría hacer para enfrentar esta cuestión. El ejemplo paradigmático lo constituye quizá la asunción de que el perito seleccionado con un sistema imparcial es por ese mero hecho mejor que cualquier experto presentado por las partes, sin atender siquiera a los criterios bajo los cuales ha sido seleccionado, obviando que lo que es imparcial es el sistema de selección y no necesariamente el experto seleccionado.
Posiblemente parte de la restricción sufrida se debe a cierta concepción sobre lo que es ser experto. Algunas veces se acusa al perito de ser parcial (o no ser objetivo) considerando que todo aquel que ostente ciertas credenciales debería llegar a una única respuesta correcta, dejando así de lado las inferencias realizadas por este, como si ser experto fuera fundamentalmente ostentar ciertas credenciales. O, quizá peor aún, obviando que el experto es una persona que como cualquier otra tiene circunstancias personales, un carácter y sentimientos que pudieran llegar a afectar su proceso de conocimiento, incluso de manera inconsciente, ante las que se debe estar permanentemente al tanto.
Los diferentes tipos de im/parcialidad que serán abordados tienen una relación directa con otros conceptos y problemas de la prueba pericial, tales como la confiabilidad, la expertise misma o incluso el valor probatorio que se atribuye a las afirmaciones periciales. 2 Por ejemplo, como se verá, un sujeto puede ser experto aunque un tercero no le atribuya confiabilidad, pero tal confiabilidad dependerá de la información que se tenga sobre su autoridad teórica y sus incentivos para actuar de cierta manera. Ahora bien, pese a todo ello, un buen experto/perito puede cometer errores inferenciales en un caso concreto por tomar en cuenta solo una parte de la información disponible o siendo inconsciente de que sus emociones o su carácter han contaminado su proceso de conocimiento.
El objetivo de este trabajo es entonces ahondar en tres tipos de parcialidad, distinguiendo no solamente los diferentes problemas en cada uno de ellos, sino también: (i) introducir en el mismo debate otras tres cuestiones estrechamente relacionadas, como son la confiabilidad de un experto, qué es ser experto o la expertise y los desacuerdos entre expertos; y, (ii) analizar los mecanismos procesales con que los diversos sistemas jurídicos cuentan (o deberían contar) para hacer frente a dichas cuestiones.
Para lograr el objetivo que me propongo seguiré el siguiente itinerario. En primer lugar, analizaré someramente lo que identifico como “im/parcialidad de origen” que, como lo he dicho antes, es donde suele centrarse el análisis tradicional del tema y donde, paradójicamente, pese a ser muy claro el concepto, es poco fructífero el sistema actual para lograr lo que parece proponerse: tener peritos oficiales confiables. En segundo lugar abordaré la “im/parcialidad cognitiva”, a la que identifico así por su incidencia en el proceso de conocimiento que debe llevar a cabo un experto para realizar afirmaciones relevantes sobre el caso concreto, tanto en lo que respecta a la información considerada como a las inferencias realizadas a partir de la misma. Este segundo apartado será dividido en dos partes con la finalidad de mostrar que en ese proceso de conocimiento realizado por un experto están en juego estructuras profundas de lo que significa ser experto y que, precisamente, un mal entendimiento al respecto podría explicar por qué se ha prestado tanta atención a la relación perito-parte para dar cuenta de la parcialidad pericial. Y, finalmente, en un tercer apartado se analizará la “im/parcialidad disposicional”, a la que identifico de tal manera porque alude a ciertas disposiciones que puede sufrir un experto, como cualquier otro ser humano, y que pudiera de diversos modos contaminar su proceso de conocimiento con cuestiones que van más allá de su expertise.
Soy consciente de que cada uno de los temas abordados ameritaría en sí mismo un trabajo; sin embargo, me parece que es necesario realizar un panorama amplio de aquellas actuaciones que pudieran ser identificadas como “parciales” en una prueba pericial, desambiguando el término “im/parcialidad” y mostrando la complejidad de las diversas fuentes de parcialidad, los posibles mecanismos para afrontarlas y sus consecuencias en un elemento de juicio que cada vez es más determinante en los procesos judiciales actuales, la prueba pericial.
II. La imparcialidad de origen
Como ya se ha dicho anteriormente, la imparcialidad de origen hace alusión a la ausencia de relación directa (o indirecta) con las partes por su selección como experto que aportará información relevante sobre los hechos del caso. Entendido así, conceptualmente un perito de parte es parcial y, por el contrario, un perito seleccionado de alguna manera por el juez es imparcial. Efectivamente, un perito seleccionado por una parte, en principio, siempre le beneficiará a esta —en caso contrario no lo hubiera seleccionado o presentado—. Sin embargo, a partir de ello no puede inferirse de ninguna manera que la razón que ese perito otorgue a las partes no pueda estar sustantivamente justificada, siendo entonces completamente irrelevante su parcialidad de origen. Pero, entonces, ¿en qué sentido la imparcialidad de origen resultaría relevante epistemológicamente, si es que lo es?
Una posible respuesta al punto anterior podría depender de aquello que se entienda por ser experto o por lo que constituye el conocimiento experto. Por ejemplo, si se parte de la idea de que el conocimiento experto es algo así como un conjunto sistematizado de creencias justificadas, verdaderas, compartidas o aceptadas al menos por una importante parte de cierta comunidad de expertos, entonces bastaría con seleccionar de manera imparcial a uno de esos miembros para tener el conocimiento verdadero, real, válido, genuinamente experto, etc. Quizá bajo tal concepción se han desarrollado en algunos sistemas jurídicos ciertos mecanismos para la selección imparcial del experto, como un posible acuerdo entre las partes, el sorteo, la insaculación o, más común actualmente, la designación por lista corrida dentro un listado oficial de peritos previamente conformado. 3 Sin embargo —nótese aquí el cambio— ya no estamos hablando de un perito imparcial, sino de la selección imparcial de un perito.
Lo anterior tiene dos grandes problemas: primero, la propia concepción del conocimiento experto, que retomaré en el siguiente epígrafe dada su importancia directa para la imparcialidad cognitiva; y, segundo, que casi todos los sistemas mencionados terminan dejando directamente a la suerte la decisión de quién será el perito en un caso concreto. Y en este contexto hay que analizar las implicaciones epistemológicas de este origen imparcial del llamado perito oficial. Para ello consideremos como ejemplo aquellos sistemas que designan al perito utilizando listados de expertos previamente conformados.
La conformación de un listado de supuestos expertos disponibles para actuar como peritos en un proceso judicial, evidentemente, puede realizarse a partir de criterios muy diversos que no necesariamente aseguran ni siquiera la expertise de los sujetos en ellos incorporados, por no hablar de la calidad de su trabajo en general y menos aún de la calidad de su participación en procesos judiciales concretos. Algunas veces tales listados obedecen simplemente a la satisfacción de requisitos formales, a la filiación a cierta agrupación o incluso a la mera disponibilidad para participar en la arena jurisdiccional. En ocasiones, tales listados son realizados por los propios órganos (administrativos) de los poderes judiciales y otras veces son realizados por los colegios u otras organizaciones de expertos. Si bien es cierto que debería haber una importante diferencia entre un listado que ha sido conformado por legos observando ciertas formas de carácter más bien administrativo 4 y un listado que ha sido conformado por los propios expertos siguiendo criterios más sustantivos, 5 la evaluación necesaria para pasar a formar parte del listado es realizada generalmente por un tercero con total independencia del caso concreto para el cual ciertos conocimientos especializados son relevantes y sin que el juez del caso tenga (o se interese en tener) información sobre el procedimiento seguido para ello. 6
Es relativamente fácil intuir que en general tales listados estarán conformados por expertos de muy diversa calidad o, en el peor de los casos, por personas que han satisfecho los requisitos formales mínimos. Sin embargo, pese a ello, estamos usando la insaculación, el sorteo o la lista corrida para seleccionar al sujeto que fungirá como perito en un caso, sin preocuparnos mínimamente por la idoneidad del sujeto o, menos aún, por si es el mejor de los expertos disponibles. Es más, el sistema sólo asegura que la selección entre un conjunto de personas es imparcial, pero ni siquiera asegura que el seleccionado es de hecho imparcial o se comportará de forma imparcial en el transcurso del proceso judicial. Entre ello y tirar una moneda al aire parece que hay poca diferencia.
En un escenario así tiene total sentido la crítica que Champod y Vuille (2010, p. 30) realizan a los sistemas de tradición romano-germánica respecto a cierta actitud “laissez – faire” en cuestiones de admisibilidad de peritos oficiales pese al gran uso que de ellos se ha hecho en tales contextos jurídicos, promoviendo una especie de fe en un perito por la sola razón de que se le presume competente e imparcial por su origen. 7 Peor aún, nadie termina siendo responsable de la decisión sobre quién será el perito en un caso; no lo son quienes hacen los listados, ni tampoco el juez; y si después de que aquel ha realizado todas la operaciones periciales, e incluso ha comparecido a la práctica de las pruebas, resulta que no ha satisfecho las necesidades epistémicas del caso —por ejemplo, porque no era el experto más adecuado para hacerlo— todo termina “simplemente” en una perdida de recursos económicos, temporales y hasta cognitivos que posiblemente hubiesen podido evitarse en muchos casos si la selección se hubiese hecho de manera racional.
¿Lo anterior sugeriría que debe ser el propio juez quien elija al experto del caso cuando se trate, obviamente, de este tipo de pruebas periciales? Sí, al menos sugiere que el juez debe ser responsable de la decisión de quién es el experto nombrado para el caso, sea porque él mismo ha considerado que se trata del mejor experto disponible o porque, por ejemplo, considera que la comunidad experta que señala al experto es confiable. Y para esa toma de decisión, importantísima muchas veces para decidir el caso mismo, el sistema debería ofrecer a los jueces las herramientas adecuadas, incluso quizá en función de la complejidad de la expertise implicada; por ejemplo, estableciendo relaciones con instituciones confiables que auxilien adecuadamente a los jueces o trabajando para ir recabando información relevante sobre cómo han actuado los expertos que han participado como peritos seleccionados por los jueces.
Seguramente muchos defensores de los sistemas imparciales de designación de peritos se preguntarán si al dejar al juez elegir al perito no se podría poner en peligro la propia imparcialidad judicial. La respuesta a ello no puede ser más que afirmativa, subrayando la potencialidad del podría, básicamente de la misma manera que cualquier otro tipo de decisiones que deben tomar los juzgadores, empezando por la decisión de llamar o no a un experto en ejercicio de sus poderes probatorios. Por eso, más allá de preocuparnos porque el juez tiene que elegir al experto, deberíamos ocupamos en cómo el juez toma tal decisión y, desde luego, por las herramientas que tienen las partes para participar de tal decisión. 8
Con todo lo dicho hasta aquí, entonces, es dable concluir que el hecho de que el perito no sea elegido por las partes, en sí mismo nada dice sobre la calidad de un experto y menos aún de una prueba pericial. Ahora bien, la imparcialidad de origen del experto abre la posibilidad de que la introducción misma de conocimiento experto se realice con componentes epistemológicos serios que fundarían una diferencia importante entre el perito de parte y los peritos seleccionados bajo ciertos criterios por el juez. Tal diferencia sería de carácter epistemológico si y sólo si la decisión sobre qué experto será el perito en un caso concreto se funda en razones prima facie para creer en este respecto a P.
Así pues, el punto distintivo del perito seleccionado por el juez no radicaría en su selección imparcial de origen, sino concretamente en los criterios empleados para su selección. Y, en este sentido, el tema clave es la confiabilidad del perito; o, dicho en términos más concretos, que cuando a los jueces les corresponda seleccionar al experto, tal selección sea el resultado de haber valorado dos condiciones conjuntamente necesarias y suficientes sobre aquél: su autoridad teórica específica sobre aquellas cuestiones relevantes para los hechos del caso y los motivos que le pudieran llevar a actuar encapsulando un interés en la averiguación de la verdad en el transcurso del proceso judicial. Así entonces la denominación “perito de confianza de los jueces” daría cuenta de una cuestión sustantiva, 9 y no meramente de su pertenencia a una institución o su mera selección con un sistema imparcial.
Para el nombramiento del perito de confianza, el juez tendría pues la responsabilidad de atribuir prima facie autoridad teórica al experto, 10 no pudiéndose poner en una relación de confianza con alguien cuya expertise desconozca, considere cuestionable o que solo presuponga, 11 esperando en el mejor de los escenarios que la falta de autoridad teórica sea expuesta y/o reconocida durante el juicio. Cuando se trata de un perito de confianza de los jueces, parte de las razones que lleven a su nombramiento deben ser razones para creer en su testimonio y no meramente condiciones para determinar que un individuo cumple con ciertos requisitos formales para fungir de perito. Vale la pena notar que no se trata de una evaluación del contenido del testimonio, que aún ni siquiera se habría brindado, sino de evaluar la información que se tenga sobre que el experto sabe cómo llevar a cabo las actividades relevantes para conocer la verdad de una proposición P; y, además, que existan criterios socialmente compartidos para evaluar la corrección de P. 12
La primera cuestión, i.e., valorar que el experto sabe cómo llevar a cabo ciertas actividades supone, obviamente, que haya información sobre el ejercicio de la propiedad disposicional de la expertise relevante del sujeto en cuestión que permita realizar tal evaluación. Y esta puede ser obtenida, por ejemplo, a partir de la conformación de cierto historial del experto por el propio juez; a partir de un historial jurídico-institucional o de cierto juicio fundado ofrecido por una comunidad experta. Cada uno de estos mecanismos en abstracto tiene ventajas e inconvenientes, 13 el punto clave es conocer los antecedentes relevantes del sujeto qua experto que arrojen información sobre su ejercicio en las actividades que llevará a cabo para conocer la verdad de una proposición.
Por otro lado, por lo que hace a la valoración de los motivos del experto que pudieran llevarle a actuar encapsulando el interés en la averiguación de la verdad durante el proceso judicial, en primer lugar, habría que decir que la conducta del perito cobra relevancia debido a que en el momento de su designación, cuando el juez decide confiar en él, aún no se han llevado a cabo las operaciones periciales, y por ello en ese momento importa evaluar los intereses del perito para actuar de determinada forma. Esos intereses no tienen por qué coincidir con los del juez, sino que deberían valorarse los incentivos positivos y negativos que el mantenimiento de la relación con el juez o con los jueces brinda al perito. 14 Así pues, asumo que, en parte, una jueza debería confiar en un perito si piensa que a este le interesa mantener su relación con ella y, por ello, actuará de forma confiable en todo aquello relevante sobre X. Aunque el interés del perito pudiera ni siquiera ser la relación en sí misma, sino las consecuencias de la misma, por ejemplo, en la pérdida de reputación que tendría si pierde la confianza de una jueza o juez.
Más allá de los esfuerzos individuales que pueda hacer cada experto para resultar confiable o cada juez para ofrecer los incentivos adecuados, cabría poner mayor atención en los incentivos institucionales que se tienen o se pueden desarrollar a efectos de motivar a los expertos a buscar la verdad sobre los hechos del caso en el que participan. 15 Solo por citar un par de ejemplos, se podría conformar un listado de malos peritos, con consecuencias no solo para la reputación de los mismos, sino para futuras participaciones en el contexto judicial; en cambio, como incentivo positivo, podrían publicarse los trabajos realizados por los expertos para la resolución de un caso, buscando que su impacto vaya más allá de un caso. Todo esto, por cierto, supondría un sistema en el que realmente nos preocupamos porque el experto seleccionado sea confiable y no simplemente por la selección imparcial de algún tipo de experto.
Entonces, recapitulando, la confiabilidad de un perito está compuesta por su autoridad teórica y su disposición para actuar de forma correcta. La atribución de autoridad teórica es el juicio que hacemos a partir de cierta información sobre que alguien es (o no) experto; obviamente ese alguien podría ser experto aun cuando un tercero no le atribuya la citada autoridad. Sin embargo, un experto podría justificadamente tener autoridad teórica dado su historial y, aun así, cometer errores en un caso —por ejemplo, debido a que solo se le ha dado una parte de la información—. Y un experto podría tener todos los incentivos para buscar la verdad en un caso concreto, pero siendo inconsciente de sus emociones, circunstancias o carácter, fracasar en el intento por contaminaciones independientes a su expertise. Ahora bien, la identificación de las parcialidades no siempre se podrá llevar a cabo a efectos de seleccionar a un experto, por lo que su tratamiento va mucho más allá de la selección de un perito confiable.
III. La parcialidad cognitiva
La parcialidad cognitiva, como lo he dicho antes, consistiría en que el perito haya fundado su actuación en información incompleta, parcial, bien porque teniéndola no la consideró relevante, bien porque no la tuvo a disposición. Al menos se dan dos situaciones en donde esta parcialidad puede tener lugar: cuando la información sobre los hechos del caso que funda una actuación pericial es incompleta y cuando el experto parte de ciertas predisposiciones teóricas en disputa al interior de un área de conocimiento. La primera impacta directamente sobre la calidad de las afirmaciones que el experto pudiera realizar, pero al menos en algunos casos pudiese tener un fácil remedio. En cambio, la segunda amerita una discusión más extensa sobre qué es ser un experto, dada la obviedad de que todo experto tiene un andamiaje teórico-conceptual.
Comencemos con la parcialidad del peritaje debida a la información incompleta sobre el caso. El primer paso es enfatizar otra obviedad: para poder identificar la incompletitud en cuestión se precisa que el perito especifique de la manera más clara posible toda la información que sobre el caso ha considerado, explicitando tales cuestiones en su informe pericial. Pero esta responsabilidad no solo recae en el perito, las partes y el propio juez deben también especificar cuál es la información que le están brindando al experto, además de qué es lo que le están pidiendo que haga. Respecto al primer punto, como el lector ya lo adivinará, vuelve a tener sentido la distinción entre prueba pericial de parte y prueba pericial realizada por un perito de confianza de los jueces, pues uno de los aspectos que diferencian a la primera radica precisamente en que las partes no sólo establecen los extremos del peritaje, sino que también son éstas las que ofrecen la información sobre la que se fundará la prueba pericial respectiva. Por el contrario, cuando se trata del perito de confianza de los jueces, son estos quienes deberán controlar las necesidades epistémicas del caso y quienes pondrán a disposición del experto la información que consideren relevante para que realice sus operaciones periciales. Entiéndase bien, no estoy aludiendo a la relación perito-parte en sí misma, sino al acceso a la información que un experto tiene en función de quién se la brinda.
Por otro lado, respecto al segundo punto antes aludido, i.e. especificar qué se le pide al perito que haga, vale la pena recordar que un experto puede informar sobre alguna(s) de las siguientes cuestiones: generalizaciones independientes a los hechos particulares del caso (aunque relevantes para este); los hechos del caso como instancia de una generalización independiente o, bien, directamente sobre los hechos particulares del caso. 16 Si pensamos, como ejemplo, en los múltiples casos sucedidos en distintos países donde la cuestión litigiosa era si la talidomida causó daños congénitos a una persona, se correspondería al tipo de preguntas siguientes respectivamente: ¿es la talidomida teratogena?; ¿los daños congénitos de Juan Pérez podrían (hipotéticamente) haber sido ocasionados por la ingesta de talidomida que su madre hizo durante su embarazo?; y, ¿los daños congénitos de Juan Pérez fueron de hecho ocasionados por la ingesta de talidomida que su madre hizo durante su embarazo? Evidentemente, aunque puedan diferenciarse las cuestiones anteriores, están interrelacionadas entre sí, sobre todo cuando, como sucede en muchos de los procesos judiciales, el objetivo por el que se llama al experto es el análisis de los hechos particulares del caso.
Entre las tres situaciones descritas hay una diferencia en cuanto a sus efectos para la parcialidad cognitiva, pues mientras la primera podría afectar directamente a la consideración de experto para el caso, las segundas podrían tener una explicación precisamente en la fuente de la información que funda la actuación del perito. Es decir, si llamamos a un experto para que nos informe exclusivamente sobre si la talidomida es (o no) teratógena y este solo ofrece parte de la información disponible, podrían surgir dudas sobre si es realmente un experto en el tema. Volveré sobre todas estas cuestiones más adelante, por ahora me interesan las situaciones donde el experto tiene que aplicar sus conocimientos a los hechos del caso concreto a partir de información brindada por quien lo selecciona.
La selección de quién será el perito es realizada, evidentemente, en una etapa muy temprana del proceso judicial donde la información que pudieran tener tanto las partes como el juez pudiera ser incompleta y, una vez avanzado el asunto, entonces ser de diferentes maneras complementada. Una situación así podría generar una contradicción no sólo en el propio informe pericial, sino entre este y lo declarado por el perito en juicio oral. Ante tal situación, el tratamiento actual de las contradicciones sugiere que el hecho de su existencia conlleve en sí mismo una disminución de su valor probatorio. Sin embargo, en mi opinión, tal contradicción debería ser tratada de manera distinta a lo que sucede, por ejemplo, con la prueba testimonial, cuyo objetivo es que el testigo describa hechos pasados. ¿Por qué? Precisamente, dado que se le pide al testigo que describa hechos pasados, no puede haber cambios justificados en sus afirmaciones sin que resulte afectada directamente (en mayor o menor grado) su calidad; en cambio, las contradicciones en el transcurso de una prueba pericial, en sí mismas, no denotan una menor calidad, es indispensable que los expertos expliquen el porqué de éstas a efectos de saber su importancia e implicaciones para la fiabilidad de la prueba en cuestión. Es más, en un mundo ideal los propios expertos deberían hacer explícitas tales contradicciones desde el momento en que son conscientes de ellas.
Ahora bien, el avance de un proceso judicial y la identificación de nueva información como resultado de ello, podría hacer posible la necesidad de que los peritos realicen nuevas operaciones periciales cuando se trata del análisis de los hechos concretos del caso, y aquí surgiría una importante cuestión sobre los límites de las pruebas admitidas: hasta dónde se puede ampliar la información inicialmente admitida. Desafortunadamente, la respuesta dependerá totalmente del sistema jurídico en cuestión, de la jurisdicción en que se esté llevando el caso y/o de qué tipo de nueva información se trate. Sobre este último punto, por ejemplo, si atendemos a la dinamicidad de la empresa científica y de la tecnología, rápidamente podríamos identificar el problema que representan nuevos descubrimientos científico-tecnológicos para las decisiones judiciales tomadas con fundamento en un conjunto de pruebas que no los consideraba. 17 No hay que olvidar que el conocimiento científico es siempre susceptible de ser modificado; y, aquí, como regla general, tal como sugiere Tuerkheimer (2011, p. 554), entre más dependiente haya sido la decisión judicial del conocimiento experto, los cambios en este son más problemáticos.
Hasta aquí se han tratado las contradicciones en una misma prueba pericial, pero también podrían existir este tipo de contradicciones —o mejor dicho, desacuerdos— entre distintas pruebas periciales. Y aunque esta circunstancia se suele también imputar a la “parcialidad de origen” de un experto, podría tener fundamento más bien en que no se trata de “pares epistémicos” o “pares intelectuales”. 18 Esta noción, proveniente de la literatura sobre los desacuerdos teóricos, señalaría que dos individuos pueden ser identificados como “pares epistémicos” respecto una cuestión determinada si tienen una familiaridad semejante con las pruebas y los argumentos relevantes para el problema planteado (Kelly, 2005, p. 175). Y aquí podría haber casos medianamente claros, como cuando un médico generalista es comparado con un médico especialista en un caso donde la especialidad correspondiente esté implicada, aunque la mayoría de los casos son más complejos.
¿Qué debería hacer el juez si considera que los peritos no son pares epistémicos? El juez deberá tomar el informe pericial del mejor perito como parámetro únicamente para la práctica en contradicción de los demás informes periciales, sin descuidar que también el informe pericial de este debe ser analizado. En caso de que sí sean pares epistémicos, entonces, la mejor solución sería acudir a una especie de careo entre peritos a efectos de que intenten acordar sobre cuáles son sus posibles desacuerdos y el fundamento de éstos. 19 Ahora bien, un punto clave aquí es que no bastaría con que el juez decida sobre la paridad epistémica entre los peritos sino que, además, los propios peritos razonablemente se reconozcan como pares. Si el juez considera que son pares epistémicos, pero ellos mismos fundadamente no se reconocen como tales, nuevamente el careo entre ellos sería la mejor opción.
No todas las situaciones de desacuerdos entre los expertos pueden ser abordadas ni mucho menos resueltas con la idea de “par epistémico” y sus implicaciones. Hay desacuerdos genuinos entre los expertos que son mucho más profundos y complejos que la familiaridad de éstos con las pruebas relevantes, pues tienen origen en preconcepciones o predisposiciones teórico-conceptuales de los distintos expertos; lo que sucede, por ejemplo, cuando se dice que provienen de escuelas de pensamiento distintas. En tal contexto, suele surgir la pregunta: ¿cuán objetivo es el conocimiento experto al menos en aquellos casos en que hay escuelas de pensamiento diversas?
Llegados a este punto, hay que distinguir un conjunto de proposiciones que pueden ser identificadas como conocimiento y lo que es ser experto. Al menos en el contexto jurídico-procesal, no acudimos a las proposiciones, necesitamos de un sujeto para conocerlas e interpretarlas y, en esta línea, habría que tener medianamente claro lo que esos sujetos “hacen”.
Ser experto es una propiedad disposicional, es saber cómo llevar a cabo cierto tipo de actividades, no sólo poseer un conjunto de conocimientos proposicionales (saber que). Por ello, ser experto no es reducible a ningún criterio formal consistente en calificaciones, credenciales o acreditaciones. Aunque muchas veces saber cómo presupone cierto conocimiento proposicional, no supone hacer dos cosas a la vez: tener presentes las proposiciones adecuadas y poner en práctica lo que indican (Ryle, 1949, p. 42). Como bien afirma Ryle (1949, p. 47):
… una habilidad no es un acto. En consecuencia, no es algo observable ni tampoco no observable. Llegar a reconocer que una acción es el ejercicio de cierta habilidad, es apreciarla a la luz de un factor que no puede fotografiarse. Pero esto no se debe a que sea un acontecimiento oculto o fantasmal, sino a que no es un acontecimiento. Es una disposición o complejo de disposiciones… La teoría tradicional ha construido erróneamente la distinción de tipos existentes entre disposición y ejercicio, al bifurcar míticamente las causas mentales no observables y sus efectos físicos observables.
Así pues, tener una propiedad disposicional consiste en tener la capacidad permanente de reaccionar de cierta forma bajo circunstancias o condiciones apropiadas, no consiste en encontrarse en un estado particular o en experimentar determinado cambio, pues no se trata de un simple episodio. Por ello, cuando se dice que una persona sabe hacer algo, no se está diciendo que en un momento determinado está haciendo algo o que algo le está pasando, sino que es capaz de (o propensa a) hacer ciertas cosas cuando es necesario, en ciertos tipos de situaciones.
Entonces, ser experto no es sólo poseer información correcta, sino tener la capacidad o disposición para utilizarla adecuadamente cuando se requiera (Goldman, 2001, p. 91), bien para observar, interpretar o inferir. Y aquí tiene cabida uno de los problemas más tradicionales en la filosofía, la relación entre hechos, cognición y valores. Para ponerlo de relieve en el ámbito de la prueba pericial y el conocimiento experto que supone, abordemos una distinción que explícita o implícitamente suele asumirse en el tema: hechos y opiniones. 20
Sobre todo en el ámbito del common law, para caracterizar a la prueba pericial se ha recurrido a la distinción entre hechos y opiniones, siendo las pruebas periciales usualmente categorizadas como “expert evidence of opinion”. 21 Tapper (2010, p. 530), por ejemplo, considera que una opinión es cualquier inferencia que se haga a partir de los hechos que han sido percibidos; y, en este sentido, la prueba pericial sería una especie de excepción en un sistema jurídico que presupone que hacer inferencias sobre los hechos del caso es una función del juzgador. Se suele afirmar que tal excepción se funda en que al tratarse de información experta los juzgadores no tienen el conocimiento o las habilidades necesarias para hacer las inferencias adecuadas. Por ello, a diferencia de los peritos, se supone que los testigos deben únicamente afirmar aquello que hayan percibido por ellos mismos, sin realizar ninguna inferencia a partir de estos hechos.
Ahora bien, la distinción entre hechos y opiniones no solo está presente en el common law. Devis Echandia (1972, p. 53), por ejemplo, afirma que “[a]l perito no se le pide que exponga cuáles son las opiniones científicas o técnicas de los principales expertos mundiales, sino cuál es su personal opinión; aquellas apenas pueden servirle para la opinión de ésta”. 22 Más recientemente la literatura procesal española, siguiendo a Montero Aroca, ha distinguido entre dictámenes científicos objetivos y dictámenes científicos de opinión. En los primeros, la función del perito supuestamente sería “simplemente verificar la exactitud de alguna afirmación de hecho efectuada por la parte… haciéndose ello por medio de lo que podríamos llamar un experimento que siendo objetivo sólo pueda dar un resultado”; en los segundos, en cambio, “se trata de apreciar o valorar un hecho o alguna circunstancia del mismo, lo que supone ineludiblemente la realización de un verdadero juicio” (Montero Aroca, 2007, p. 346). 23
Son varias las objeciones que se puede hacer a la anterior clasificación planteada por Montero Aroca; así, por ejemplo, que parece ingenua la alusión a un experimento, cuando son múltiples los análisis que muchas veces se deben llevar a cabo y en los que los resultados de unos condicionan los resultados de los otros, etc. Sin embargo, hay dos grandes cuestiones a resaltar a partir de ésta, por un lado, el carácter público de los hechos y, por otro, la ambigüedad del término “hecho”, cuyo análisis permite objetar la citada distinción.
Los hechos suelen concebirse como algo ontológicamente separado de las opiniones, en tanto que los primeros formarían parte del mundo externo mientras las segundas no sólo implicarían esta representación sino una interpretación subjetiva. Y, por ello, las opiniones serían en sí mismas susceptibles de error. Ahora bien, “[b]uena parte de nuestra visión del mundo depende de nuestro concepto de objetividad y de la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo” (Searle, 1995, p. 27). Así, según Searle, es importante diferenciar un sentido epistémico y uno ontológico de la distinción objetivo-subjetivo o, en términos de González Lagier (2005, p. 25), entre:
a. La tesis de la objetividad ontológica: El mundo es independiente de sus observadores. Esto es, las cosas son como son, con independencia de lo que sabemos de ellas y de cómo las vemos. y
b. La tesis de la objetividad epistemológica: Por medio de los sentidos normalmente tenemos un acceso fiel a esa realidad.
La conjunción de ambas tesis nos llevaría, según González Lagier, a un objetivismo ingenuo en el que se supone que los hechos son plenamente objetivos y los conocemos porque de alguna manera “impactan” en nuestra conciencia. 24 Si las pruebas provenientes de la percepción son objetivas en este sentido podrían entonces proveer a las personas de aquello que necesitan para decidir por sí mismos, por ejemplo, qué hipótesis o teoría aceptar. Pero, ¿qué pasa cuando las percepciones o las pruebas provenientes de los sentidos presuponen ya conocimiento experto? Se supone que un experto puede identificar y trabajar con hechos que puede observar, precisamente, gracias a su conocimiento o que debido a este puede reconocer ciertos hechos como relevantes y que el experto razona a partir de tales observaciones. En este punto, como advierte Haack (2007, p. 61):
[al] pensar en las pruebas provenientes de la percepción en la ciencia [por ejemplo], es natural hablar no de percepción sino de observación; y aquí —como cuando hablamos de las observaciones hechas por un detective o de un médico a su paciente que está ‘bajo observación’— la palabra conlleva una connotación de deliberación. La observación científica es activa, selectiva; exige talento, habilidades y algunas veces entrenamiento o cierto background, así como paciencia y mirada aguda. Muchas veces es mediada por instrumentos.
En muchos casos se tiene que disponer y manipular las cosas para producir resultados perceptibles que sean informativos, lo que influye epistemológicamente de forma significativa en los resultados experimentales que se obtengan. Así pues, se discute si lo observable es sólo aquello que se puede directamente ver, escuchar y sentir; por supuesto, suponiendo que es posible confiar en aquello que las observaciones describen si eso que se describe ha resultado de la experiencia perceptiva del observador. Bajo tal supuesto, lo único que un observador podría saber serían aquellas cosas que le impactan en sus sentidos.
Más allá de qué se identifique como prueba sensorial u observación, es necesario recalcar que las observaciones sensoriales no son siempre epistémicamente superiores a los datos producidos por un equipo experimental: muchos métodos producen pruebas no sensoriales, algunas pruebas son producidas mediante un proceso tan intrincado que es difícil saber si algo ha sido observado en sentido estricto e, incluso, es usual que se usen pruebas no sensoriales para evaluar datos sensoriales y corregir sus errores (Bogen, 2007). Esto, evidentemente, enfatiza la necesidad de contar con mayor información empírica no sólo sobre qué concretos instrumentos, aparatos, métodos, etc., son utilizados por un perito, sino sobre todo respecto cómo funcionan y cuán bien funcionan. 25
Sea en la ciencia o en otras áreas de conocimiento o en la vida cotidiana, en esa relación entre hechos, cognición y valores es necesario desambiguar el término “hecho”, i.e., distinguir entre los hechos externos como acaecimientos empíricos, los hechos percibidos como impresiones causadas por estos en nuestros sentidos y los hechos interpretados como la descripción que se hace de los datos sensoriales (González Lagier, 2005, p. 26). Como parece obvio, existe entre los tres sentidos de “hecho” una interrelación; y es particularmente importante la interrelación entre los hechos percibidos y los hechos interpretados dado que se condicionan mutuamente. 26 En palabras de González Lagier (2005, p. 28):
Por un lado, las interpretaciones se basan en los datos sensoriales que recibimos de los hechos pero, por otro lado, nuestra red de conceptos, categorías, teorías, máximas de experiencia, recuerdos, etc. (que constituyen un trasfondo necesario para interpretar los hechos) dirigen de alguna manera nuestras percepciones y actúan como criterio de selección de los datos sensoriales que recibimos.
En el ámbito jurídico-probatorio el panorama se complica aún más pues, como bien señala Damaška (1998, p. 299), los hechos o eventos que son incluidos por las partes constituyen una mezcla de cuestiones de estatus ontológico distinto y con un grado de accesibilidad cognitiva también distinto; algunos hechos existen como fenómeno natural mientras otros “hechos” son producto de convenciones sociales de complejidad muy variada. Una prueba pericial puede consistir parcialmente en inferencias que el experto deriva de los hechos y otra parte consistir en hechos a los que el derecho les otorga consecuencias jurídicas que le han sido ofrecidos por no-expertos (Roberts y Zuckerman, 2004, p. 293).
Ahora bien, cuando se destaca la interpretación que los agentes hacemos de los hechos externos no se está defendiend; por ello, una posición escéptica o ampliamente subjetiva, sino que se comparten socialmente ciertos cánones de interpretación que permiten realizar descripciones inteligibles intersubjetivamente y no sólo experiencias personales. En este sentido, el conocimiento experto tiene un aspecto social ineludible, pues las generalizaciones usadas por el experto deben ser acordes a unos estándares de aceptabilidad racional a los que esa persona se adhiere. 27 Constituyéndose, entonces, la expertise tanto por la agencia del experto en su forma de percibir el mundo como por su uso de criterios intersubjetivos diversos a la hora de interpretar aquello que percibe. 28
Así pues, el abandono del objetivismo ingenuo respecto la expertise sugiere que para conocer de unos hechos el problema no radica únicamente en la mera selección imparcial de un perito que, con una base observacional que le proporciona una supuesta experiencia neutra, contraste las afirmaciones de una teoría o hipótesis. Bajo tal supuesto, formas distintas de conocer el mundo y de interpretar eso que se percibe son parte constitutiva de ser experto; por ello, no podemos asumir que la imparcialidad cognitiva exigible a los expertos es sinónimo de que entren al proceso como una especie de tabula rasa, ello sería incompatible el carácter experto que les exigimos. 29
Si con lo hasta ahora afirmado retomamos la distinción entre hechos y opiniones planteada antes, vale decir que es difícil hablar de muchísimas cosas como si fuesen “hechos” sin que esté implicada en algún grado una inferencia, 30 por lo que sería mejor abandonar una distinción tajante entre hechos y opiniones por insuficientemente informativa y que más bien termina obscureciendo los procesos inferenciales que realiza un experto a partir de lo que observa, i.e., de sus esquemas conceptuales, sus instrumentos, etc., que deberían explicitarse adecuadamente, y de los criterios intersubjetivos que adopta. 31
¿Por qué resulta relevante, entonces, dedicar este espacio a la expertise en un trabajo sobre la im/parcialidad de los peritos? Primero, como un intento de contribuir al abandono del objetivismo ingenuo que, al menos en cuanto a la prueba pericial se refiere, sigue siendo predominante, no sólo a nivel legislativo sino también jurisprudencial y dogmático. Segundo, y principal, porque el abandono de ese objetivismo supone un reconocimiento de los desacuerdos genuinos como una cuestión independiente a la parcialidad (de origen o incluso disposicional) de un experto. Y, tercero, porque tener una comprensión mínima al respecto permite, a su vez, comprender algunas implicaciones que los desacuerdos genuinos sí pudieran tener en al menos tres escenarios donde se discuten cuestiones sobre la imparcialidad.
Una primera situación en donde valdría la pena poner atención a los esquemas cognitivos constitutivos de la expertise tiene lugar específicamente cuando se trata del perito de confianza de los jueces. En aquellas áreas del conocimiento, o parte de éstas, donde haya desacuerdos genuinos entre los expertos, los jueces deben evitar en la medida de lo posible nombrar a expertos cuya concepción sobre ciertas cuestiones relevantes para los hechos del caso se sabe de antemano determinará sus afirmaciones sobre los hechos del caso. Y ello no necesariamente por riesgos para la imparcialidad de un experto, sino porque en tal contexto la imparcialidad judicial, directa o indirectamente, corre graves peligros al elegir a un experto que de alguna manera se ha manifestado ya sobre el caso. 32
Para seguir con los jueces, la segunda situación a la que vale la pena aludir es a la siempre presente discusión de los llamados jueces expertos, es decir, los especialistas en áreas no-jurídicas que harían de jueces. 33 Pues bien, vistas las implicaciones cognoscitivas de un experto, además de los diversos problemas prácticos que la constitución de juzgados o tribunales de este tipo podría suponer, hay que considerar precisamente que su conformación podría determinar la resolución de tipos de casos en un sentido u otro, fundamentalmente cuando haya desacuerdos genuinos en el área de conocimiento a la que el juez como experto pertenece. Así pues, en algunos casos, el juzgador no tendría al menos la apariencia de imparcialidad que se le pide.
Finalmente, la tercera situación tiene lugar en la valoración de la prueba pericial, concretamente en un criterio que en los últimos años ha surgido para realizar tal labor: que un experto tenga una investigación independiente del caso, es decir, no realizada con el objetivo específico de encontrar pruebas sobre un litigio pero que de alguna manera lo apoya. 34 Quizá es precisamente porque una investigación realizada por un experto apoya la hipótesis de las partes que éstas lo seleccionan como perito, por lo que no habría en principio nada negativo en la selección. En cambio, en mi opinión, lo relevante aquí no es el hecho de la investigación misma, sino la información que se tiene sobre la calidad de ésta y que depende, entre otras cuestiones, de lo que otros expertos han dicho al respecto. Ahora bien, la selección de un experto resultará particularmente importante cuando haya poca investigación disponible que pudiera limitar las afirmaciones de un individuo, por lo que si hay varias investigaciones éstas pueden ayudar potencialmente para restringir la actuación de los expertos (Patterson, 1999, p. 1321).
Con todo lo dicho hasta aquí, podemos decir que el análisis de la imparcialidad cognitiva nos lleva, por un lado, a poner el foco en la completitud de la información que funda toda la actuación de un experto en el proceso judicial; y, por otro lado, al abandono de un objetivismo ingenuo, enfatizando la necesidad de hacer explícito el proceso de razonamiento. Ambas cuestiones ponen al descubierto la importancia de atender las inferencias periciales más allá de las credenciales y/o el origen de los expertos para atribuirle valor probatorio a las afirmaciones que éstos hacen; para ello, la práctica en contradicción de las pruebas es determinante, sobre todo cuando se cuenta con un informe claro del razonamiento seguido por el experto y cuando se tienen mecanismos procesales para buscar comprender los desacuerdos entre expertos. Precisamente, ya para concluir este epígrafe, vale la pena volver a insistir en que los desacuerdos genuinos entre los expertos no afectan la fiabilidad de ninguno de ellos, el problema jurídico radica en que los jueces no tienen la capacidad para resolver un desacuerdo de ese tipo y, en los casos en que esto suceda, solo resta usar la carga de la prueba para dar la razón a la contraparte de quien no ha presentado pruebas suficientes sobre su afirmación, fundamentalmente cuando la prueba pericial juega ahí un rol determinante.
IV. La parcialidad disposicional
La parcialidad disposicional consistiría en la disposición a causa de las circunstancias personales, el propio carácter o las emociones del sujeto que la sufre para actuar favoreciendo (perjudicando) a un tercero. 35 Estamos hablando, entonces, de cuestiones de orden personal, no profesional, que comprometen o condicionan ciertas acciones del sujeto. Así pues, esta parcialidad se predica de tales acciones del sujeto y no del sujeto mismo como una especie de rasgo personal.
Si bien, las “circunstancias”, el “carácter” y las “emociones” son cuestiones contextuales y/o subjetivas, es posible realizar ciertas generalizaciones, 36 por ejemplo, sobre la actuación esperable de un sujeto promedio en ciertas circunstancias, como cuando decimos “sabemos que en las circunstancias M todos hacemos T; o la mayoría hacemos T; o todos (o la mayoría) tenemos una tendencia a hacer T”. Este tipo de generalizaciones nos permite, pues, prever (o inferir) cierto comportamiento de los sujetos, precisamente, a partir de determinadas circunstancias o de su carácter o de sus emociones, pues constituyen patrones de respuesta característicos de los sujetos que las viven. Por ello, algunas veces no es necesaria la prueba en casos concretos de aspectos subjetivos tan difíciles de acreditar como los lazos de afectividad que crean el parentesco consanguíneo, las relaciones de pareja, la amistad, etc., sino que es tal generalización la que funda nuestras dudas en la actuación pasada o futura del sujeto. En cambio, otras veces, será indispensable mostrar algo más sobre la generalización misma o sobre el sujeto particular, bien porque aquella es endeble o porque este es una excepción a la generalización. Por ejemplo, si tomamos como generalización que no sólo los intereses directos motivan (o pueden motivar) la actuación de un sujeto, sino también sus intereses indirectos, habría que saber si X puede ser considerado como un interés indirecto relevante para motivar (o haber motivado) la actuación Y del sujeto concreto. 37
Una de las formas en que se pueden probar los aspectos en comento es mostrando inconsistencias en la actuación del sujeto entre casos técnicamente iguales, lo que exigirá una comparación entre contextos y/o sujetos. El cuestionamiento de la actuación pericial algunas veces será respecto lo ya hecho (“actuó de tal manera”) y otras respecto lo que hará (“probablemente actuará de tal manera”). En el primer caso, se podría probar la parcialidad disposicional mostrando dos cuestiones: que el experto en un contexto anterior 1 ha actuado, afirmado o realizado X, mientras en el contexto actual 2 no ha actuado, afirmado o realizado X o, peor aún, ha afirmado o realizado no-X; y que la explicación de ello radica en un cambio en sus circunstancias o carácter o sentimientos. En el segundo caso, por el contrario, habría que mostrar la posibilidad de que sus circunstancias personales o sus sentimientos o su carácter le lleven a actuar de determinada manera. Y aquí la comparación podría ser con aquellos que no sufren la parcialidad en cuestión, a efectos de poder vislumbrar lo que éstos harían. 38
El tipo de generalizaciones al que se alude puede tener dos fuentes: el conocimiento experto y ciertas creencias sociales. En el primer caso, cuando se afirma “sabemos que”, en realidad, se estaría diciendo que en determinada área del conocimiento se ha llegado a cierta conclusión sobre cómo influyen en nuestras acciones o en nuestra forma de conocer el mundo, el carácter, las emociones o ciertas circunstancias personales; de hecho, en los últimos años la psicología ha desarrollado grandes investigaciones en el tema. 39 Pero también algunas veces cuando decimos “sabemos que” estamos aludiendo a ciertas creencias sociales (no-expertas y no siempre justificadas), considerando cómo en nuestra cultura y/o sociedad solemos actuar a causa de ciertas circunstancias personales o rasgos del carácter o emociones. Así, por ejemplo, aun sin fundamento experto, en ciertas sociedades nos parece razonable evitar que familiares, amigos y enemigos de las partes actúen como peritos porque suponemos que albergan ciertas emociones que con mucha probabilidad les haría difícil evitar influencias inadecuadas en su actuación como expertos. 40 Un ejemplo de esta cuestión social, atendiendo al funcionamiento de la estructura familiar, es la determinación del grado de parentesco en que se fija el límite para fundar sospechas razonables en la conducta de los sujetos (cuarto grado, segundo grado, etc.).
Por otro lado, en lo concerniente al sujeto que sufre de una parcialidad disposicional, algunas veces este es perfectamente consciente de que la sufre, mientras otras veces podría haber sido consciente si hubiese realizado un esfuerzo razonable para ello. En ambos casos resulta totalmente fundado exigir al sujeto que realice determinadas acciones para evitar los daños o errores que su actuación podría generar o, en el caso en que los hubiese ya generado, cierto tipo de reprimenda resultaría también oportuna. Pero, ¿qué sucede cuando el propio sujeto es inconsciente de su parcialidad disposicional o, siéndolo, no toma las acciones conducentes para evitar sus efectos? 41 Al menos en esos casos, es trascendental que un tercero realice cierto señalamiento ad hominem respecto el carácter, los sentimientos y/o las circunstancias del sujeto que las sufre (o parece sufrirlas), incluso porque aun cuando este conscientemente intente decir la verdad o hacer lo correcto podría inconscientemente estar afectado. 42
Vale la pena enfatizar nuevamente el hecho de que los señalamientos ad hominem no cuestionan directamente los méritos de las afirmaciones realizadas por el experto, sino que son ataques al sujeto (sobre su carácter, sus sentimientos o sus circunstancias personales), no relacionados con su expertise o sus credenciales. 43 Precisamente por ello, pudieran incluso ser considerados como argumentos superficiales o meras técnicas de litigante para desviar la atención y evitar ir al fondo de la cuestión. Lo que podríamos esperar que suceda en las áreas de expertise y/o entre los expertos, donde este tipo de “ataques” personales deberían ser menos efectivos, persuasivos o importantes. 44 Sin embargo, en el proceso judicial el approach a tales señalamientos es distinto porque las consecuencias que podría tener una parcialidad de este tipo para las afirmaciones realizadas por el perito pudieran ser de difícil comprensión para un juez lego en la materia. Por el contrario, los expertos tienen la posibilidad de evaluar la verdad o la falsedad de los resultados del trabajo realizado con independencia de aquellos aspectos o circunstancias personales del sujeto que influyeron en su actuación; es decir, tienen el background necesario para valorar la relevancia que, por ejemplo, cierto conflicto de intereses tuvo efectivamente en el trabajo realizado por el experto. 45
En todo caso, con estos señalamientos ad hominem se pone en cuestión la actuación del sujeto y, con ello, la corrección de sus afirmaciones como experto. 46 Ahora bien, para cuestionar la imparcialidad disposicional del experto no basta cualquier duda sobre sus circunstancias, carácter o emociones, 47 sino mostrar que éstas podrían provocar (o de hecho han provocado) que su actuación no se guíe por el objetivo de la averiguación de la verdad, nuevamente a partir de la generalización en juego.
Todo lo anterior nos lleva a una cuestión crucial: ¿cuáles serían las circunstancias personales, sentimientos o carácter del sujeto relevantes para cuestionar su actuación como perito? Las características de las causas de la parcialidad disposicional, es decir, de las emociones, el carácter y las circunstancias personales hacen en suma complicado siquiera intentar realizar algún listado exhaustivo de posibles fuentes. 48 Lo único a lo que podría aspirarse es a hacer listados ejemplificativos de aquello que cualquier miembro de su sociedad reconocería como potencial causa incluso para prácticamente cualquiera que tenga que decir algo sobre ciertos hechos; por ejemplo, la existencia de una relación de parentesco, una íntima amistad o enemistad o una relación de subordinación. Sin embargo, regular casos como esos, la gran mayoría de las veces, al menos por cuestiones prácticas, parecería banal, pues si nos ponemos por un momento en la posición de un (buen) abogado difícilmente este presentaría como posible perito a la hermana o al esposo de la parte que lo contrató, aun cuando no existiría una regla que lo prohibiera o cuestionara, pues le estaría haciendo el favor a la contraparte dada la facilidad para cuestionar su actuación.
Las situaciones que permitirían cuestionar la imparcialidad disposicional del experto o perito en el caso concreto son muchas: los sentimientos religiosos en ciertos casos; un pago excesivo de las partes por la prestación de sus servicios, yendo más allá de lo que es ordinario o propio del mercado en juego, 49 o incluso una promesa de seguir contratándole o financiándole investigaciones; o la tendencia a mentir del sujeto mostrada en determinados escenarios (por ejemplo, algunos condenados por perjurio) o colectividades (v.gr. aquellos que tienen una reputación cuestionable en su comunidad). 50 Dada tal diversidad, antes que ahondar en ejemplos de parcialidad disposicional, creo que resulta más relevante centrarse en los mecanismos jurídicos concebidos para evitar la participación de expertos con alguna parcialidad disposicional o, bien, para ponerla sobre la mesa para que se le quite valor probatorio a lo afirmado por el sujeto que la sufrió. 51 Son tres los mecanismos a los que quiero hacer alusión: la abstención, la recusación y la tacha, a efectos de intentar mostrar algunas consecuencias de lo dicho hasta aquí.
El primero de ellos, la abstención, al ser un mecanismo a ejercer por el propio perito, en mi opinión, debe tener una estructura lo suficientemente abierta para permitir que sea este quien decida en qué circunstancias considera que su imparcialidad puede verse mermada por sus sentimientos, circunstancias o carácter. Desde esta perspectiva, es imposible concebir listados lo suficientemente exhaustivos para dar cuenta de ello, aunque evidentemente el legislador podría optar por algún listado ejemplificativo de causales de abstención. Aunado a ello, si la imparcialidad disposicional puede ser inconsciente o tener efectos inconscientes, entonces pareciera totalmente desaconsejable que un experto que haya sido capaz de identificar lo que él mismo considera una fuente de parcialidad de este tipo sea obligado a conocer del caso porque no puede “clasificar” su situación en alguna de las causales establecidas por el legislador. 52
El deber de abstención puede tener como consecuencia generar cierta seguridad jurídica a las partes que sabrán con anticipación, antes de seleccionar al perito, que el sistema jurídico correspondiente está interesado desde el inicio del proceso judicial en garantizar la imparcialidad disposicional de los expertos exigiéndoles a éstos que se aparten del caso si consideran que sus emociones, circunstancias o carácter pueden afectar su comportamiento en el caso concreto.
La recusación, el segundo de los mecanismos antes aludidos, está pensada para accionarse a efectos de poner en entredicho el nombramiento del perito, evitando quizá cualquier coste de una prueba que no tendrá valor probatorio. Y aquí, creo, vale la pena distinguir primero entre el perito que es de alguna manera seleccionado por el juez y el perito de parte; evidentemente, si es el juez quien está decidiendo qué experto conocerá del caso, se debe garantizar a las partes su participación para que brinden argumentos sobre por qué no están de acuerdo con tal nombramiento. Pero, ¿tiene algún sentido permitir a las partes la recusación del perito nombrado por la contraparte? Y aquí, en mi opinión, hay otra cuestión a tomar en cuenta: la fuerza de la generalización que funda la sospecha a priori. Sólo cuando dicha fuerza es muy sólida entonces tiene sentido limitar a las partes en la selección de su experto; 53 un buen ejemplo de ello es el caso (quizá paradigmático) del experto que es pariente consanguíneo inmediato de la parte que lo nombra, pues los sentimientos en juego en ese tipo de relaciones seguramente influirán en la actuación del sujeto. Y, si esto es así, entonces por economía procesal evitamos que conozca del caso un experto cuyo valor probatorio será ampliamente cuestionado. 54
Las posibles causas de parcialidad conocidas con posterioridad y, sobre todo, las conductas aparentemente parciales observadas en el transcurso del proceso judicial deben poder ser puestas sobre la mesa mediante el tercer, y último mecanismo, la tacha. Ahora bien, si se pretende distinguir la tacha de cualquier otro tipo de objeción a la prueba pericial correspondiente (mediante el principio del contradictorio), además de ser un señalamiento ad hominen y no directamente una cuestión del contenido de la prueba pericial, es porque la acusación en cuestión ameritaría escuchar a la parte (y quizá al experto cuestionado) a fin de garantizarle su derecho de defensa. En otras palabras, si bien es cierto que las causas de parcialidad disposicional sobrevenidas pueden ser parte del contradictorio entre las partes, en mi opinión, podríamos tener dos incentivos para tratarlas de forma independiente: por un lado, permitir que la parte cuyo perito esté siendo cuestionado tenga la oportunidad de reunir las pruebas necesarias para desvirtuar la acusación y no perder un elemento de juicio que le pudiese ser determinante; y, por otro lado, dejar el contradictorio (o el posible careo o debate pericial) para la discusión de cuestiones netamente sustantivas podría ayudar a los jueces a gestionar mejor la información experta en juego.
Toda esta introducción de tales señalamientos ad hominem representa la personalización de la prueba pericial, es decir, el reconocimiento de que en ella está implicada un sujeto con su carácter, sus emociones y sus circunstancias. Y pese a que esto debiese ser lo suficientemente obvio como para tener que decirlo, no siempre lo es, pues no pocas veces se afirma que un “buen experto” debe ser capaz de dejar siempre de lado todo aquello que pudiera interferir en el ejercicio de su expertise. El problema, como espero haya quedado claro ya, es que los sujetos a veces ni siquiera somos conscientes de nuestras parcialidades disposicionales; por ello, sufrirlas no necesariamente hacen desmerecer el aspecto profesional del experto, ni le hacen necesariamente corrupto o deshonesto.
V. Conclusiones
El análisis tradicional de la im/parcialidad pericial es excesivamente simplista, reduciendo el debate a una mera relación del experto con las partes, principalmente a partir de la forma de selección del experto que conocerá del caso. En cambio, en este trabajo se ha presentado a la im/parcialidad como un fenómeno más complejo que puede tener diversas fuentes y consecuencias y, por ende, los mecanismos para afrontarlos son también distintos. Así, se ha distinguido entre la im/parcialidad de origen, la im/parcialidad cognitiva y la im/parcialidad disposicional.
Con todo lo dicho anteriormente, y a efectos de recapitular, vale la pena decir que la parcialidad disposicional es (en un sentido muy importante) subjetiva, a diferencia, por ejemplo, de la imparcialidad de origen, que es institucional. Tiene también un componente social, como la imparcialidad cognitiva, pero a diferencia de esta, la parcialidad disposicional es absolutamente contextual, dependiente de cada cultura o sociedad. Y a diferencia de la parcialidad de origen y la cognitiva, la disposicional es independiente del carácter experto del agente. Esto último de alguna manera difumina la distinción entre la parcialidad disposicional que aquí estoy tratando y la parcialidad cognitiva que abordé anteriormente, puesto que ambas aluden al proceso de conocimiento del experto y son por ello cognitivas. Sin embargo, en mi opinión, sigue teniendo sentido trazar la distinción por al menos dos razones: primero, porque el fundamento de lo que estoy identificando como parcialidad disposicional no está relacionado con el carácter experto del sujeto en cuestión, sino precisamente con su individualidad; y, segundo, porque las parcialidades disposicionales podrían por alguna razón no afectar de ninguna manera el proceso de conocimiento.
Como se ha visto, un análisis más concienzudo de los distintos tipos de im/parcialidades conlleva tratar otras cuestiones afines, como la confiabilidad de un experto, la propia expertise o el valor probatorio. Así, he argumentado que el mero hecho de que un perito no sea seleccionado por una parte no nos aporta garantías sobre este ni sobre sus afirmaciones; sin embargo, la imparcialidad de origen abre la puerta para pensar un modelo de selección de expertos confiables al menos en aquellos casos en que los jueces tengan la facultad de nombramiento. Ahora bien, para valorar la calidad de una prueba pericial no basta con un análisis del experto en sentido genérico, sino que hay que poner atención en aquello que este hace en el caso concreto, fundamentalmente en la información que usa y las inferencias que realiza a partir de la misma, interesándonos en la completitud de aquella. Y, dado que el acercamiento del derecho al conocimiento experto en materia probatoria es mediante un tercero, no podemos obviar que este, como todo ser humano, pudiera tener un conjunto de disposiciones personales que pudiesen sesgar su forma de acercarse al caso concreto. Todo lo anterior cobra sentido cuando nos acercamos a la expertise despojándonos de un objetivismo ingenuo, asumiendo la posibilidad de desacuerdos genuinos entre los expertos y, sobre todo, aceptando el rol del sujeto cognoscente en la selección e interpretación del conocimiento proposicional que utiliza a lo largo de su participación en un proceso judicial y/o en sus diversas participaciones en el sistema de justicia.