I. Introducción
Una rápida revisión por los principales manuales del ramo muestra un relativo consenso en torno a considerar y/o explicar las normas jurídicas como un tipo de entidad abstracta1. Esta tendencia se vincula con una clásica distinción entre disposición y norma, la cual es atribuida por unos a G. Tarello y por otros a J. Bentham2. De ahí que, en la actualidad, un canon teórico jurídico consista en sostener de manera general, aunque no única ni exclusiva, que las normas son lo expresado o atribuido a los textos dictados por la autoridad.
Sin embargo, más allá del acuerdo, aún no existe una gran discusión en torno a qué implica que las normas jurídicas sean entendidas como un tipo de entidad abstracta, específicamente, como los significados atribuidos a, o expresados por, los textos revestidos de autoridad normativa3. Quizá la omisión sea parcialmente explicada porque, en el propio debate filosófico, más allá de algunos ejemplos ampliamente compartidos, todavía no hay una articulación teórica respecto de qué subyace a la dicotomía concreto/ abstracto, sino más bien distintas maneras de explicar la distinción. Cuestión que torna difícil determinar qué se captura con esta clasificación4.
De ahí que este trabajo se sitúa en el intersticio entre dos problemáticas no suficientemente abordadas y se propone comenzar a enmendar uno de dichos vacíos explicativos. Esto a través del análisis de, por un lado, la idea compartida entre los teóricos del derecho de entender las normas jurídicas como entidades abstractas y, por otro lado, la propuesta filosófica fregeana encaminada a delinear las categorías de lo concreto y lo abstracto.
Por tanto, el objetivo central del trabajo está en determinar si corresponde (o no) entender las normas jurídicas como objetos abstractos, y cuáles serían las precisiones y alcances de esta determinación. De esta manera, se busca (i) explicitar las diferentes posibilidades bajo las cuales un objeto puede ser considerado como “abstracto”, (ii) mostrar los desafíos existentes al tiempo de caracterizar un objeto como “abstracto”, (iii) vincular determinadas concepciones de las normas jurídicas con específicos criterios de distinción entre objetos concretos y abstractos, y (iv) destacar la relevancia de una mayor precisión al tiempo de atribuir un carácter abstracto a las normas jurídicas.
Para alcanzar dicho propósito el artículo se distribuye en cinco apartados. Uno dedicado a precisar qué concepción (de la naturaleza) de las normas jurídicas entiende a estas como objetos abstractos. Otro centrado en determinar qué se entenderá por “objeto”, “abstracto” y “objeto abstracto”. Luego, un apartado destinado a mostrar cómo la teoría jurídica ha gestionado sus compromisos con entidades abstractas. Y a partir de los anteriores apartados revisar si las normas jurídicas positivas superan los criterios fijados para los objetos abstractos. Finalmente, a modo de cierre, algunas conclusiones provisorias.
II. La naturaleza de las normas
A través de la locución “normas sociales” es posible aludir a un amplio y heterogéneo conjunto de normas y/o fenómenos normativos. Dentro de este conjunto, una primera distinción realizada tanto por filósofos de las ciencias sociales como por la teoría del derecho consiste en diferenciar entre normas formales y no-formales, según los primeros; mientras que los segundos aludirían a sus fuentes como formales o materiales5. De esta manera, se diferencian las normas de creación estatal, por un lado, y las normas que no derivan de los órganos/instituciones del Estado, por el otro, en razón de sus rasgos distintivos, v.gr., los criterios de su origen, persistencia y cambio.
Las normas que integran este heterogéneo conjunto pueden ser estudiadas desde múltiples perspectivas y, específicamente en relación con la pregunta ontológica (qué son las normas o cuál es su naturaleza), se puede encontrar una amplia variedad de respuestas. Por ejemplo, las normas no-formales (y a veces también las formales) han sido caracterizadas como (i) prácticas sociales, (ii) deseos y (iii) actitudes normativas; mientras que las normas formales han sido entendidas como (iv) actos, (v) oraciones y (vi) sentidos, entre otras. Si bien cada una de estas categorías merece atención por sí misma, en este trabajo únicamente me centro en el segundo grupo (formales), entre otras razones, por ser (grosso modo) los términos en los cuales generalmente se presenta la cuestión ontológica dentro de nuestra tradición iusfilosófica6.
Así, las concepciones o teorías de las normas que son excluidas del presente análisis tienen un claro componente conductual; mientras que las concepciones o teorías que son objeto del presente artículo muestran una fuerte influencia lógica. Esta última se manifiesta en que todas ellas se realizan dentro de un mismo marco explicativo, el cual distingue entre: (i) oraciones entendidas como conjuntos de palabras que expresan cabalmente una idea; (ii) proposición entendida como el significado o contenido de una oración; y (iii) enunciado entendido como una oración escrita o proferida en un contexto determinado7.
Dentro de las oraciones se debe diferenciar entre oraciones-tipo y oraciones-caso, las primeras se presentan al escribir o decir las mismas palabras que expresan cabalmente una idea en el mismo orden; mientras que, las segundas aparecen con cada aparición escrita u oral del conjunto de palabras que expresan cabalmente una idea. Por ejemplo, en este párrafo la oración “palabras que expresan cabalmente una idea” es solo una oración-tipo que se ha presentado tres veces como oración-caso. Es importante recordar que las oraciones-tipo son distintas de las proposiciones, porque “A mayor que B” y “B menor que A” son oraciones-tipo distintas que expresan la misma proposición (Hospers 1982 [1967], pp. 29-30.
A partir de los distintos usos del lenguaje, más allá de sus diferencias, los autores están de acuerdo en asumir que las normas son expresables a través del lenguaje pero no pueden ser reducidas a este, es decir, el lenguaje sería el ropaje utilizado por las normas, junto a ello existe acuerdo en realizar dos distinciones: (i) diferenciar entre la formulación de norma y la norma, siendo la primera la expresión o entidad lingüística y la segunda el objeto de la controversia, porque las posiciones varían en atención a qué aspecto del fenómeno lingüístico es enfatizado; y (ii) diferenciar entre proposición normativa y norma, con el objeto de explicitar la conocida ambigüedad de las oraciones deónticas8.
Por consiguiente, existe acuerdo respecto de que las normas requieren del lenguaje para su ocurrencia, pero se desacuerda sobre su grado de dependencia y, también, sobre qué aspectos del lenguaje tienen una mayor preponderancia en su ocurrencia. De ahí que, a partir de las precisiones reseñadas, a modo ejemplar, las principales propuestas sugieren las posiciones que paso a reconstruir esquemáticamente.
Normas como oraciones-caso. Según Hernández (2002, pp. 136-138), las leyes o disposiciones son entidades lingüísticas factuales, es decir, oraciones-inscripciones. Al ser oraciones son expresiones bien formadas con sentido completo y al ser inscripciones están plasmadas (inscritas) en un soporte que, dada la configuración de nuestros derechos positivos, generalmente, es un texto escrito. Por tanto, el texto de la ley, o la ley, es un hecho lingüístico.
Así, desde su punto de vista, el derecho está únicamente integrado por entidades jurídicas positivas y estas entidades jurídicas son leyes. Estas últimas son entidades proposicionales integrantes de los cuerpos jurídicos y constituyen enunciados-inscripción. Entendidas de esta manera, las oraciones jurídicas son inscripciones (entidades lingüísticas factuales) realizadas sobre un soporte físico (papel u otro material), de modo que tienen todas las propiedades de las entidades físicas. Por lo tanto, las entidades jurídicas son enunciados-inscripción-jurídicos (Hernández 2002, pp. 138-143).
Siguiendo a Hospers, Mendonca (2000, pp. 60-61) sugiere entender la concepción de Hernández recién esbozada como oraciones-caso, porque bajo esta visión las normas constituyen una serie concreta de sonidos o trazos que se dan en el tiempo y el espacio. Por ende, la identidad de una norma descansaría en su ubicación espaciotemporal.
Normas como oraciones-tipo. En su (re)conocido libro, Alchourrón y Bulygin (1974 [1971], pp. 37, 74 y 86) sugieren que las normas son enunciados que correlacionan casos con soluciones normativas. Los enunciados son un tipo de expresiones lingüísticas que se debe considerar como bien formado con base en las reglas sintácticas de un lenguaje determinado, porque son estas reglas las que determinan cuáles son los enunciados con sentido. Esta definición de norma se puede complementar al recordar que los enunciados deónticos son las expresiones formadas por un operador deóntico seguido de una descripción de acciones o estados de cosas y, también, todo compuesto proposicional de tales expresiones son enunciados deónticos. Así, solo es necesario el plano sintáctico para identificar los enunciados. Por ejemplo, es una norma el enunciado “Si el adquirente es de mala fe, entonces está obligado a restituir el inmueble al propietario”9.
Los casos son situaciones o estados de cosas en que se presenta o no una o más propiedades relevantes y estos pueden estar caracterizados por propiedades normativas (deónticas) o por propiedades naturales. Por ejemplo, en el enunciado “Si el adquirente es de mala fe, entonces está obligado a restituir el inmueble al propietario” el caso es “mala fe del adquirente”. Y las soluciones normativas se constituyen a través de la relación entre las acciones del universo de acciones y algún operador deóntico (obligatorio, prohibido y permitido); mientras que, en el enunciado “Si el adquirente es de mala fe, entonces está obligado a restituir el inmueble al propietario” la solución normativa es “obligatorio restituir” (Alchourrón y Bulygin, 1974 [1971], pp. 37-38 y 100).
Nuevamente siguiendo a Hospers, Mendonca (2000, pp. 58-60) considera que esta concepción de las normas debe ser entendida como oraciones-tipo, ya que en ella las normas son expresiones lingüísticas más un significado definido y constante, las cuales pueden presentarse en una pluralidad de casos, es decir, puede haber distintos casos del mismo tipo de oración. Su existencia no depende de la presencia de oraciones-caso de ellas y su identidad puede descansar en similitudes tipográficas o auditivas, igualdad de significados, o bien, en la presencia de ambas igualdades.
Normas como enunciado 1. Según Bobbio (1993 [1957/58], pp. 48-49), una proposición es un conjunto de palabras con un significado como un todo (según la terminología de este trabajo “enunciado”); mientras que un enunciado es la forma gramatical y lingüística a través de la cual un significado determinado es expresado (según la terminología de este trabajo “oración”). Por ello, una misma proposición (enunciado) puede manifestarse en enunciados (oraciones) diversos y el mismo enunciado (oración) expresar proposiciones (enunciados) diversas. Cabe destacar que, al definir la proposición, se recurre a la noción de significado solo para excluir los casos de conjuntos de palabras sin un significado. Por consiguiente, una norma jurídica es un conjunto de palabras que tienen un significado, es decir, las normas jurídicas son proposiciones (enunciados) de un cierto tipo (prescriptivas), de modo que, una ley o constitución es un conjunto de ellas.
Según su forma gramatical, una proposición (enunciado) puede ser clasificada como declarativa, interrogativa, imperativa y exclamativa; en cambio, con base en el criterio de la función, una proposición puede ser una aserción, una interrogación, una orden/ mandato o una exclamación. Si bien existe cierta coincidencia entre ambos criterios (v.gr., el uso de la forma imperativa para dictar órdenes) ellos son independientes entre sí (Bobbio 1993 [1957/58], pp. 50-51).
En el caso de las órdenes, ellas serían proposiciones caracterizadas por una función especial, la cual puede ser determinada con base en las circunstancias o los contextos en todas las formas gramaticales previamente enunciadas (declarativa, interrogativa, imperativa y exclamativa). Y su función radica en influir en el comportamiento de otros para modificarlo. Además, si las principales funciones del lenguaje son descriptiva, expresiva y prescriptiva, esta última es la propia del lenguaje normativo y consiste en dar órdenes, consejos, recomendaciones, advertencias, en definitiva, influir en el comportamiento de otros y modificarlo (Bobbio 1993 [1957/58], p. 51).
Normas como enunciado 2. Por su parte, Guastini ([1996] 1999, pp. 100-101), a partir de la distinción entre disposición y norma, sostiene que la primera es un enunciado perteneciente a las fuentes de derecho; mientras que, la segunda es su contenido significativo, la cual es una variable en tanto depende de la interpretación. Si la disposición es el objeto de la interpretación, la norma es su resultado. Por ende, la norma es una disposición interpretada y, en este sentido, reformulada por el intérprete: es un enunciado del lenguaje de los intérpretes.
Es importante precisar que, en esta segunda versión de las normas como enunciados, entre disposiciones y normas no habría necesariamente una diferencia ontológica. Por ejemplo, para Guastini, esta es una distinción entre distintos tipos de enunciados, porque tanto el objeto (disposiciones) como el producto (normas) de la interpretación son enunciados que presentan entre sí una relación de sinonimia. En definitiva, entre normas, disposiciones y enunciado interpretativo se presenta homogeneidad ontológica, ya que todos son enunciados, el sentido de expresiones lingüísticas de forma gramaticalmente completa, relacionadas entre sí mediante la noción de sinonimia10.
Esta misma visión con un enfoque más restringido (y sostenida por otros autores), considera que las normas son el significado de expresiones lingüísticas usadas para prescribir, es decir, para calificar como prohibidas, obligatorias y permitidas ciertas conductas o estados de cosas resultantes de ellas. En consecuencia, solo es posible hablar de normas una vez que se haya interpretado de manera unívoca las formulaciones normativas. Por ende, las normas son expresiones interpretadas y, en consecuencia, dotadas de un significado definido (Alchourrón y Bulygin 1996, pp. 134-135).
Normas como acto 1. De acuerdo con la concepción expresiva difundida por Alchourrón y Bulygin (1979, pp. 16 y 34), la existencia de la norma requiere de un acto de prescribir, el cual puede consistir en su promulgación, es decir, realizado el acto la norma comienza a existir. Lo prescrito es el acto de prescribir realizado por un sujeto en una ocasión determinada.
Si la existencia de las normas solo depende de un acto de prescribir o momento de emisión, su existencia se puede corresponder con, por un lado, solo dicho acto y su existencia se limita al mismo, o bien, por otro lado, solo comienza a existir con el acto y no necesita nada más para continuar existiendo. En este último caso, solo se requiere que sea verdadera la proposición de que la norma ha sido promulgada, porque su existencia se presenta en una ocasión, pero no puede dejar de existir11.
De acuerdo con esta visión, el elemento prescripto o normativo se encuentra vinculado con un determinado uso que se hace de una proposición o la oración que la expresa, i.e., en el nivel pragmático aparece la diferencia entre los distintos tipos de lenguaje (descriptivo, interrogativo, prescriptivo, emotivo, etc.). Por ende, se exige la realización de un comportamiento por parte del sujeto que usa el lenguaje, en situaciones que se pueden representar a través de indicadores que no forman parte del contenido expresado, v.gr., la proposición “quien mate a otro será castigado” puede ser afirmada “⊢”, preguntada “?”o prescrita “!” (Alchourrón y Bulygin 1979, pp. 37-40).
Normas como acto 2. En su libro de publicación conjunta, Navarro y Rodríguez (2014, pp. 67-69) sugieren que únicamente en el uso del lenguaje se presenta la diferencia entre afirmar y prescribir, es decir, en la actitud proposicional adoptada en cada caso. Las normas son así instancias del lenguaje prescriptivo, es decir, las normas serían el resultado del uso prescriptivo. Por ende, cuando a través de símbolos auxiliares se marca esta diferencia pragmática del lenguaje, dichos símbolos no afectan el significado o contenido proposicional de la expresión en donde aparecen y solo explicitan el hecho de que las normas se identifican en el nivel pragmático.
A partir de lo anterior, Navarro y Rodríguez entienden que las normas realizan una selección de mundos normativamente ideales. Por ejemplo, dictar la norma “obligatorio realizar p en w*” significa que todos los mundos posibles que esta norma selecciona son tales que en ellos p es verdad y decir que hacer p es permitido en w* significa que hay, al menos, un mundo posible dentro del conjunto de los mundos normativamente ideales seleccionados por la norma en donde p es verdad (Navarro y Rodríguez 2014, pp. 72-74).
En un reciente trabajo, Navarro y Rodríguez (en prensa) denominan a esta concepción como semántico-pragmática o selectiva. En ella las normas seleccionan ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real, esto es, expresan preferencias acerca de ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real. El quid de la diferencia está en asumir que los aspectos pragmáticos del lenguaje son parte del significado, de modo que las normas son significados de formulaciones lingüísticas o prácticas sociales a través de las cuales se busca influir en el comportamiento de otros.
Normas como sentido 1. En la presentación de la conocida concepción hilética, Alchourrón y Bulygin (1979, pp. 17 y 55) sugirieron que, si las proposiciones son estados de cosas posibles, de manera análoga, las normas son prescripciones (exigencias, prohibiciones, permisiones) posibles de un estado de cosas: proposiciones con sentido normativo, las cuales pueden ser objeto de actos de promulgación y rechazo12.
De acuerdo con esta concepción semántica, las normas son el significado de ciertas afirmaciones o formulaciones de normas, de ahí que ellas se comporten como proposiciones. La diferencia no está en distintos actos, sino más bien en distintos contenidos proposicionales (Navarro y Rodríguez 2014, pp. 69-70).
En esta línea, Moreso y Vilajosana (2004, pp. 69-70) consideran que, si aceptamos que las proposiciones se nos presentan con ropaje lingüístico, ellas son entidades abstractas (y, como los números, tienen un modo de existencia distinto al de las entidades de nuestro mundo físico). De ahí que las oraciones prescriptivas expresan normas cuando son dictadas por una autoridad, es decir, las normas son los contenidos significativos de las formulaciones normativas elegidas por la autoridad. Las normas son aquello que se preserva en la traducción de oraciones prescriptivas o formulaciones normativas.
Normas como sentido 2. En un trabajo aún no publicado, Navarro y Rodríguez (en prensa), caracterizan una concepción cognoscitiva o representativa de las normas, según la cual ellas describen ciertos hechos normativos que se asumen existentes. Así, las normas jurídicas son significados de formulaciones lingüísticas o prácticas sociales que describen o registran correlaciones existentes entre el mundo real y ciertos mundos normativamente ideales, esto es, expresan nuestras creencias acerca de cuáles mundos son normativamente ideales en relación con el mundo real. Al igual que en la concepción selectiva, resulta necesario no entender que los aspectos pragmáticos del lenguaje son enteramente independientes del significado.
En resumen, de las distintas concepciones de normas previamente esbozadas, al menos cuatro de ellas de un modo claro (y no excluyente ni exhaustivo) recurren a tipos o clases de objetos abstractos para su formulación, a saber: (i) si la norma jurídica solo comienza a existir con el acto y no necesita nada más para continuar existiendo (normas-acto 1); (ii) si las normas jurídicas realizan una selección de mundos normativamente ideales (normas-acto 2); (iii); si las normas jurídicas son proposiciones (normas-sentido 1); y (iv) si las normas jurídicas describen correlaciones existentes entre el mundo real y ciertos mundos normativamente ideales (normas-sentido 2)13.
En lo que sigue, el objeto del análisis se centra en estas concepciones. Y no por constituir ejemplos paradigmáticos dentro de la teoría jurídica ni tampoco por las diferentes distinciones introducidas para refinar o diferenciar cada una de las concepciones, sino más bien porque en cada una de ellas las normas son entendidas a través de la noción de objeto abstracto.
III. Objeto, abstracto y normas jurídicas
La expresión “objeto abstracto” requiere, al menos, dos clarificaciones en torno a su uso, cada una de ellas dirigida a explicar las palabras que la integran. Por ello, en este apartado explicito qué entenderé por “objeto” y luego por “abstracto”, para así esbozar algunas ideas sobre la expresión en su conjunto.
A. Objeto
Siguiendo a Rettler y Bailey (2017), si la tarea metafísica consiste en esculpir la realidad en categorías, una pregunta es si existe alguna categoría que abarque a todas las otras. Si bien responderla presenta diferentes complejidades, se han presentado distintos candidatos como: cosas, ser, entidad, ítem, algo y objeto, entre otros14.
En este contexto, bajo una “visión paraguas” se admite la posibilidad de que exista una categoría completamente general que define la palabra “objeto” como recogiendo esta categoría. De esta manera, por la definición dada a “objeto”, cada cosa es un objeto y no hay espacio para una categoría de contraste o complementaria, por ejemplo, como un no-objeto. En ocasiones, los defensores de esta visión no emplean el término “objeto” para explicar esta categoría plenamente general, sino que se decantan por otras palabras como “entidad”, “cosa”, “individuo” o “algo” para recoger esta categoría (Rettler y Bailey, 2017).
Esta visión presenta un compromiso tanto en el plano metafísico como en el semántico. En el primero, a través de la tesis de que hay una categoría ontológica máxima general bajo la cual nada queda fuera y, en el segundo, con la tesis de que “objeto” captura dicha categoría. Las disputas sobre la primera son acerca de la existencia y extensión de esta categoría; mientras que, en relación con la segunda, son acerca del significado del término. Por ende, si bien son compromisos independientes, al asumir esta visión paraguas se acepta como improbable que “objeto” pueda ser analizado en una categoría más fundamental o primitiva, junto con aceptar que existe una conexión entre ser un objeto y ser algo que puede ser referido o pensado (Rettler y Bailey, 2017).
En este punto es posible asumir dos consideraciones en relación con las normas jurídicas. La primera se vincula con la irrelevancia terminológica, es decir, las normas jurídicas pueden ser entendidas como “objetos”, “entidades” o “cosas” abstractas sin diferencias semánticas u ontológicas. Y la segunda consiste en que, una vez que aceptamos la categoría de “objeto”, esta se instancia en aquello que puede ser referido o pensado.
Es importante explicitar las razones que fundamentan la adopción de una “visión paraguas”, las cuales son de tres tipos. Primero, las otras propuestas metafísicas constituyen un conjunto de distinciones que no se corresponden precisamente con la distinción objeto y no-objeto. Segundo, estas otras propuestas únicamente ofrecen una idea respecto de cuál podría ser el contraste o clase complementaria de los no-objeto. Y tercero, la mayoría de estas propuestas descansa en, o asume, la distinción entre objetos abstractos y concretos, de modo que resultaría circular recurrir a ellas. Por ejemplo, si la categoría complementaria (no-objeto) se puede apreciar a través de la distinción entre objeto y propiedad, no podrían aceptarse como criterios de distinción entre ellos las alusiones a que (i) el objeto está en el tiempo-espacio y las propiedades no, (ii) el objeto tiene una ubicación y las propiedades no, (iii) los objetos son concretos y las propiedades no; (iv) los objetos son percibidos por los sentidos y las propiedades no; y (v) los objetos son ininstanciables y las propiedades instanciables15.
De ahí que, a partir de lo anterior, para efectos de este trabajo me decante por la visión paraguas para calificar algo, como las normas jurídicas, como un “objeto” abstracto, en razón de constituir la clase que logra capturar con menores inconvenientes las normas jurídicas y las múltiples propuestas en torno a sus concepciones.
B. Abstracto
Según Rosen (2017), en relación con la distinción entre concreto/abstracto se produce una curiosa situación. Por un lado, se ha convertido en una distinción fundamental de la filosofía contemporánea y, por otro, aún no existe una respuesta estándar respecto de cómo entenderla, más allá de algunos ejemplos ampliamente compartidos. De ahí que un desafío actual de la filosofía esté en determinar qué subyace a esta distinción, porque sin una propuesta teórica resulta difícil saber qué se captura con ella.
Algunos sugieren que la distinción tendría un origen gramatical, el cual se encuentra en la distinción entre el sustantivo abstracto “blancura” y el sustantivo concreto “blanco”. Diferencia que no presenta ninguna correspondencia metafísica16. En cambio, otros recuerdan la distinción lockeana entre ideas abstractas y concretas, como clasificación de objetos. Sin embargo, en el contexto de la discusión filosófica durante el siglo XX y XXI, la diferenciación entre abstracto y concreto tiene un carácter distinto17.
Rosen (2017) sugiere como un hito en el desarrollo y difusión de esta distinción a los trabajos de Gottlob Frege, específicamente, su insistencia con el carácter a priori y objetivo de las verdades matemáticas, lo cual implica que los números no sean materiales (objetos concretos externos) ni ideas en la mente (entidades mentales). Si fuesen objetos materiales o propiedades de estos estarían regidos por generalizaciones empíricas; en cambio, si fuesen entidades mentales sería una ilusión la cuestión de una materia matemática común. Por ende, al igual que los pensamientos y sus componentes, los números pertenecen a un “tercer reino” distinto del mundo externo sensible y el mundo interno de la consciencia18.
La relevancia de la propuesta fregeana no debe hacernos obviar que previamente otros filósofos realizaron afirmaciones similares, dentro de los cuales destacan Bernard Bolzano (1973 [1837]) y Franz Brentano (2009 [1874]) y con posterioridad algunos de sus discípulos como Alexius Meinong y Edmund Husserl. Por lo mismo, la distinción responde a una inquietud compartida que se vincula con la necesidad semántica y/o psicológica de asumir la existencia de una clase de entidades suprasensibles objetivas. De ahí que este nuevo realismo fue absorbido a través del término “abstracto” como relativo a un habitante del citado tercer reino fregeano (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021).
Ahora bien, si en la actualidad existen distintas maneras de caracterizar e identificar los objetos abstractos, es necesario precisar cuál de ellas es asumida por los teóricos del derecho, para con base en ella evaluar su caracterización de las normas jurídicas como objetos abstractos19. De ahí que en el apartado siguiente se busquen elementos que posibiliten determinar qué concepción de lo abstracto es asumida por las posiciones teórico-jurídicas.
C. Normas jurídicas
En general, si bien la teoría jurídica ha discutido en torno a cuál es la naturaleza u ontología de las normas, esta discusión no se ha extendido hacia una preocupación en torno a qué implica entender las normas jurídicas como objetos abstractos. Obviamente, más allá de algunas excepciones y consideraciones críticas.
1. Determinar lo abstracto
Dentro de las excepciones se encuentra la preocupación de Vilajosana (2010, pp. 4756) por repensar las categorías concreto/abstracto con el propósito de compatibilizar los rasgos sistemáticos del derecho con la intuición de la dinámica jurídica. Esto lo realiza mostrando la complejidad de la dicotomía concreto/abstracto a través de los distintos sentidos de la noción de dependencia (histórica y constante) de entidades reales (espaciotemporales), intencionales e ideales. Estrategia que le posibilita sortear el error categorial de atribuir propiedades de entes concretos a objetos abstractos o viceversa como sería el caso de las normas jurídicas20.
Encontramos otra excepción en Hernández-Marín (2002, pp. 48-51), quien se esfuerza por diferenciar las entidades factuales de las entidades ideales desde una perspectiva materialista. Lo hace con base en los siguientes criterios: (i) si presentan o no una existencia espaciotemporal sometida a relaciones de causa y efecto; y (ii) si son o no cognoscibles a través de nuestros sentidos. A partir de ahí se decanta por entidades factuales para caracterizar el fenómeno jurídico a través de las leyes-inscripción.
Con igual preocupación, pero de un modo diverso, al caracterizar las concepciones oraciones-tipo y oraciones-caso, Mendonca (2000, p. 58) sugiere que la diferencia entre ellas está en que las primeras carecen de coordenadas espaciotemporales y su existencia no depende de la presencia de las oraciones-caso de ellas, pudiendo no ser nunca ejemplificadas; mientras que las segundas son localizables en el tiempo y el espacio y su existencia depende de que sean enunciadas.
Lo anterior no debe hacer olvidar que el propio Hans Kelsen (2011 [1934], pp. 44-45), en el primer capítulo de la primera edición de la “Teoría Pura del Derecho”, en relación con la validez de las normas señala criterios de diferenciación. Allí sostiene que la validez de las normas, entendida como existencia, no se presenta en la realidad natural, en el marco del espacio-tiempo, porque si la validez es el modo específico de existencia de las normas, ella no se presenta en el espacio-tiempo. Asimismo, las normas como contenidos de sentido son algo distinto del acto psíquico por el cual son queridas o pensadas. De ahí que el intento de la Teoría Pura por conocer las normas no dirige su atención hacia fenómenos corporales o procesos psíquicos.
En un libro de reciente publicación, Redondo (2018, pp. 74-77) señala que la existencia de deberes jurídicos constituye, o bien un dato ideal, o bien un dato empírico conductual. En el primer caso la existencia de entidades ideales puede ser independiente de la actividad humana, o bien, emerger a partir de ciertos actos o prácticas. Sin embargo, enfatiza que ambas visiones ideales no han estado exentas de críticas, pero si no se adhiere a ninguna de ellas, no se asume una posición positivista normativista21.
2. Dudas ante lo abstracto
Las concepciones que entienden a las normas jurídicas como objetos abstractos han sido objeto de suspicacias y críticas, incluso por sus adherentes en razón de algunas aprensiones compartidas.
Dentro de las primeras (suspicacias) está la tradicional desconfianza hacia la aceptación de objetos abstractos en nuestra ontología, la cual se ha gestionado de distintas maneras. Por ejemplo, Alchourrón y Bulygin (1974 [1971], pp. 24 y 99) expresamente sostienen que se decantan por una concepción de enunciados, la cual analiza las normas en un nivel sintáctico, no solo por sus ventajas metodológicas al aplicar el análisis lógico a expresiones lingüísticas y no a sentidos ideales o esencias, sino también porque se opone a la visión que entiende a las normas como entidades ideales (sentidos o significados). Según ellos, su opción no significa necesariamente un prejuzgamiento acerca del status ontológico de las normas, ya que solo se presupone que las normas son expresables en el lenguaje, cuestión que no parece controvertible.
En una línea similar, con el propósito de sortear las suspicacias que provoca admitir la existencia de entidades abstractas, Moreso y Vilajosana (2004, pp. 69-70) se decantan por hablar de proposiciones o normas expresadas por oraciones o formulaciones normativas de un modo semejante a como nos comprometemos con la clase de cosas y personas que instancian lo expresado. De este modo, su compromiso solo alcanzaría a reconocer la existencia de la clase de oraciones sinónimas.
A su vez, dentro de las críticas, Caracciolo (1997, pp. 167-171) sostiene que en relación con las normas-sentido 1 (hilética) no tiene sentido hablar de inexistencia, puesto que esto solo procede respecto de entidades empíricas que tienen una dimensión espaciotemporal. Por lo mismo, esta concepción no permitiría entender la existencia de las normas como pertenencia de ellas a un sistema, porque si la existencia de una norma es una condición necesaria de su pertenencia, esto solo constituye un uso metafórico de los términos para elaborar sistemas normativos, solo en el sentido de que ciertos hechos o actos son empleados para constituir conjuntos de entidades.
En sentido crítico similar, Mendonca (2000, p. 56) ha sostenido que la concepción hilética (norma-sentido 1) no captura el interés por las normas positivas, ya que tiene poco sentido determinar las condiciones de existencia de normas que no son emitidas por autoridad alguna. Y, además, en relación con la concepción norma-enunciado 1, sugiere que, si el elemento normativo está ligado al uso prescriptivo del lenguaje, no habría normas en este sentido ideal.
Por último, Navarro y Rodríguez (2014, p. 70) sugieren que una de las dificultades de las normas como sentido 1 está en que no entrega elementos para sortear la ambigüedad de las oraciones deónticas, es decir, correspondería a esta concepción ofrecer un criterio para diferenciar el significado descriptivo del significado prescriptivo de las oraciones deónticas. Sin embargo, reconocen que una manera de sortear esta dificultad es recurrir a una semántica de mundos posibles.
En este punto es posible concluir que, sin adherir a una posición teórica definida respecto de cómo elaborar la dicotomía entre concreto/abstracto, los diferentes autores reseñados caracterizan las normas jurídicas como objetos abstractos sobre la base de que estas tengan una existencia independiente de los fenómenos físicos o los procesos psíquicos, no encuadrada dentro del marco espaciotemporal ni estando sometidas a relaciones de causalidad, pudiendo incluso nunca ser ejemplificadas. Aunque en algunos casos ciertos actos o prácticas son las que posibilitan su surgimiento, pero no su existencia, en el sentido de dependencia histórica22.
IV. Objetos fregadamente abstractos y normas jurídicas
A partir de la reconstrucción realizada por M. Dummett (1973) de la obra de Frege, David Lewis (1986a) enuncia cinco y desarrolla cuatro criterios que posibilitarían diferenciar entre objetos concretos y abstractos. Y a partir de ellos, primero G. Rosen (2017) y luego J.L. Falguera, M.C. Martínez-Vidal y G. Rosen (2021) presentan una caracterización de estos últimos. Esta brevísima genealogía permite seguir la senda fregeana a partir de sus comentadores.
Al igual que otros autores citados, David Lewis (1986a, 81-82) considera que no es muy claro qué quieren decir los filósofos cuando recurren a la distinción concreto/abstracto. Aunque reconoce que hay, por un lado, casos paradigmáticos de objetos concretos (como burros, charcos, protones y estrellas) y, por otro lado, asume que la distinción implica diferenciar entre entidades de clases fundamentalmente diferentes23. De ahí la necesidad de realizar algún tipo de explicación sobre la diferenciación entre ellas. Esta puede tomar al menos cuatro vías, a saber: (i) la vía del ejemplo, (ii) la vía de la combinación, (iii) la vía negativa y (iv) la vía de la abstracción. Entre todas estas vías, las propuestas más débiles son la vía del ejemplo y la vía de la combinación24.
La vía del ejemplo construye la distinción entre abstracto y concreto solo a partir de una lista de casos paradigmáticos de ambos tipos de entidades con el propósito de que, a partir de ella, el sentido de la distinción emerja. Opción claramente insuficiente, por ejemplo en razón de que, (i) si en general se alude a burros o mulas como concretos y los números como abstractos, esto obvia el carácter controvertido de las explicaciones sobre los números, junto con omitir que son tantas las maneras en que se diferencian los burros de los números que no se logra entregar una guía para entender la distinción; y de que, (ii) si la distinción fuese primitiva o inanalizable esta sería la manera de explicarla, pero esto pondría en cuestión el interés filosófico por la distinción, v.gr., de qué manera obtenemos conocimiento o cómo logramos referir a los objetos abstractos (Lewis 1986a, p. 82; Rosen 2017).
A su vez, a través de vía de la combinación, la distinción entre abstracto y concreto se identificaría con alguna distinción metafísica tradicional como la diferenciación entre individuos y conjuntos, o bien, entre particulares y universales. Así, el término “abstracto” se usa de manera intercambiable con “universal” o “conjunto”. Sin embargo, esta práctica filosófica parece ser la excepción y no consideraría que, si los números son los objetos abstractos por excelencia, no es claro que ellos sean conjuntos o universales. Tampoco que, si los objetos abstractos no tienen ubicación, esto no ocurriría con los universales, los cuales están totalmente presentes en cada una de las ubicaciones de sus instancias. Ni tampoco considera el caso de los conjuntos impuros (conjuntos cuyos elementos son objetos concretos), porque estos tendrían una ubicación dividida en donde se encuentren sus elementos (Lewis, 1986a p. 82; Rosen 2017).
De ahí que se entiendan como las visiones más robustas para diferenciar entre abstracto y concreto a la vía negativa y la vía de la abstracción. Ambas se caracterizan por agrupar diversas propuestas o formas de entenderlas. En una versión simplificada, la vía de la abstracción sugiere que un objeto es abstracto si este es (o puede ser) referido por una idea formada a través de un proceso mental consistente en la consideración de varios objetos o ideas y a partir de omitir los rasgos que las distinguen obtener nuevas ideas (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Un ejemplo de la vía de la abstracción es la propuesta de E. Husserl denominada “intuición eidética”, “abstracción eidética” o “intuición de universal”.
No obstante, a efectos de este trabajo las normas jurídicas serán revisadas solo a la luz de los criterios que integran la vía negativa. En términos generales, la decisión se funda en que ella constituye la versión más utilizada para diferenciar entre abstracto y concreto, junto con su mayor sintonía con las preocupaciones teórico-jurídicas. Y, en términos más específicos, se debe explicitar cómo la vía negativa en su versión fregeana coincide tanto con las propuestas como con las preocupaciones y críticas formuladas por la teoría jurídica en relación con cómo entender el carácter abstracto de las normas jurídicas.
Por lo mismo, en lo que sigue se presentarán sucintamente las principales ideas fregeanas que construyen la distinción entre concreto y abstracto, para luego analizar la visión ampliamente compartida acerca de las normas jurídicas a la luz de estos criterios.
A. Objetos fregadamente abstractos25
Frege considera que el pensamiento en general, y el pensamiento matemático en particular, es el mismo en todas partes y con independencia del objeto al cual refiere. Por ende, solo su grado de pureza e independencia se determinan por las posibles influencias psicológicas o externas (como lenguajes, símbolos y signos) a las cuales estén sometidos (Frege 1973 [1884], p. 116). De ahí que sea adecuado presentar algunas ideas en torno al pensamiento en general, y luego, en relación con los números, en particular.
Pensamiento. El pensamiento es el sentido de una oración y se entiende como un juicio verdadero o falso. Al ser imperceptible, este se viste del ropaje de la oración para que seamos capaces de captarlo. Si bien toda oración expresa un sentido, no todo sentido de una oración es un pensamiento. Por ejemplo, sin ser pensamientos, están el sentido de las oraciones imperativas, las que expresan deseos, peticiones o exclamaciones (Frege 2013 [1918/19], pp. 200-201).
Los pensamientos no son ni cosas del mundo ni representaciones mentales, i.e., los pensamientos no pertenecen al mundo interior como representaciones y tampoco al mundo exterior como cosa perceptible. De ahí la necesidad de admitir un tercer reino habitado por objetos que no pueden ser percibidos por los sentidos (como las representaciones) y que no necesitan portadores (como las cosas del mundo). Las cosas que habitan este reino las captamos, a diferencia de las cosas del mundo que las vemos o las representaciones mentales que las tenemos. Por ende, si los pensamientos son captados y el “captar” se corresponde con el poder pensar, como una capacidad mental particular, esta capacidad no implica producir o crear el pensamiento. Al captar un pensamiento se entra en una relación con algo que ya existía, por ejemplo, el teorema de Pitágoras no se crea, solo se descubre y ya existía antes de ello, al igual que un planeta. Si bien la captación de un pensamiento presupone que alguien lo capta, este es solo el portador del pensar, cuya consciencia se dirige hacia el pensamiento, pero este último es independiente del primero en su existencia (atemporal) y verdad (Frege 2013 [1918/19], pp. 212-213 y 220-221).
El mundo actual es entonces aquel donde una cosa puede actuar sobre otra y cambiarla, e incluso ambas pueden experimentar una reacción a raíz de la cual también cambien. Todo lo cual sucede en el tiempo. Por lo mismo, aquello que es atemporal e inmutable no es reconocible en el mundo actual. Sin embargo, sin existir en el tiempo ni el espacio, los habitantes del tercer reino (pensamientos) pueden influir en el mundo material. Por ejemplo, cuando una persona capta un pensamiento se produce en ella una modificación de su estado mental, la cual puede estar acompañada de un actuar en un sentido determinado, actuar que modifica el mundo material (Frege 2013 [1918/19], p. 222).
Además, las palabras por sí solas no bastan para expresar el pensamiento, ya que también debe ser considerado su tiempo de emisión, pues en caso contrario no hay pensamiento. Por ende, una oración completa en todos sus aspectos incluye su determinación temporal; solo así expresa un pensamiento. Esto no significa que el pensamiento resulte afectado por el tiempo, sino que para su determinación es necesario recurrir a la temporalidad de su emisión. Por lo mismo, si las palabras con el paso del tiempo cambian su sentido, es solo un cambio lingüístico que produce un cambio de pensamiento (Frege 2013 [1918/19], p. 223)26.
En resumen, el pensamiento es inmutable y atemporal, pero no por ello es completamente inactivo, no actual o no está vinculado a nuestra temporalidad; de ser así sería completamente inexistente para nosotros. Al captar un pensamiento se entra en una relación con él, la cual entrega temporalidad y, si este es verdadero, entra además en un proceso interior que puede desembocar en el mundo exterior a través de la voluntad y la acción. Pese a esto, el pensamiento permanece intacto, porque todos estos cambios solo se producen en sus propiedades no esenciales (o accidentales), i.e., el hecho de que ese pensamiento sea captado y/o enunciado por alguien no es esencial al mismo (Frege 2013 [1918/19], pp. 224-225).
Números. Para Frege resulta claro que los fundamentos de la matemática no están en las sensaciones musculares, así como tampoco en las imágenes que aparecen en el pensamiento ni menos aún en el alma humana, sino en leyes lógicas de carácter universal. La tesis de Frege radica en sostener que las leyes de la aritmética son juicios analíticos y a priori, porque ellas no afirman conexiones entre hechos naturales ni necesitan confirmación a través del mundo exterior (Frege 1973 [1884], pp. 13-21 y 111-116)27.
Por una parte, la matemática no tiene su origen en la consideración de los objetos del mundo. Los números no son una propiedad de las cosas externas ni tampoco están copiados de la realidad. Entre otras razones porque no hay nada que no admita números, ellos pueden ser aplicados en cualquier cosa sin perder su sentido, a diferencia de las propiedades obtenidas de cosas externas, las cuales pierden su sentido al ser aplicadas otras cosas. De ahí que los números sean entendidos sin rasgos espaciales o físicos (Frege 1973 [1884], pp. 47-51 y 55).
Por otra parte, los números no son algo subjetivo, sino más bien algo objetivo, en el sentido de independientes de nuestras imágenes u otras representaciones mentales, porque los procesos mentales no pueden sustituir una definición conceptual de ellos. Objetivo se debe diferenciar de real, palpable o espacial y vincularse con lo regular, conceptual y expresable en palabras. La objetividad es la independencia de nuestras sensaciones, intuiciones, imágenes y representaciones internas, pero no de la razón, porque no se puede juzgar las cosas sin ella. Por ende, el número no es subjetivo ni sensible sino más bien objetivo con fundamento en la razón (Frege 1973 [1884], pp. 52-55)28.
Por ende, sugiere Frege (1973 [1884], pp. 121 y 123), al igual que el geógrafo, el matemático no puede crear cualquier cosa, sino que debe descubrir lo que ya está ahí y darle un nombre. Y este descubrir no es a través de la mera estipulación, ya que ella no permite su cumplimiento o satisfacción; ni tampoco es mediante estipulación libre, porque no debe haber contradicciones. Por ello, los objetos de la aritmética son dados directamente a la razón, la cual los contempla como algo propio de sí misma, sin necesidad de recurrir al mundo exterior o los sentidos. En palabras del propio Frege:
…el número no es un montón de cosas ni una propiedad de un tal montón, pero tampoco es un producto subjetivo de procesos mentales, sino que la asignación de número de un concepto expresa algo objetivo […] El número aparecía así como algo reconocible, si bien no como un objeto físico, o siquiera espacial, no tampoco como objeto del que pudiéramos formarnos una representación gracias a nuestra imaginación» (1973 [1884], p. 124)
Ahora bien, la caracterización fregeana de los objetos abstractos descansa en entenderlos como habitantes del tercer reino que comparten las siguientes características: (i) ser imperceptibles a los sentidos, pero captados por la razón; (ii) no ser cosas del mundo físico (material o exterior), pero poder tener injerencia en este; (iii) no constituir representaciones o imágenes mentales, pero admitir un portador del pensar cuya consciencia se dirige hacia el pensamiento; (iv) tener existencia atemporal, pero necesitar para su expresión completa del momento de su emisión; (v) no ser espacial, pero ser susceptibles de descubrimiento a través de la razón; y (vi) no ser reconocible en el mundo actual (mundo de causas, efectos y cambios a través del tiempo), pero con posible influencia en el mundo material. A esta caracterización se suele denominar la “vía negativa”29.
Las similitudes entre la recién esbozada caracterización de los objetos abstractos fregeanos y las normas jurídicas entendidas como objetos abstractos resulta evidente, al punto que en algunos casos se podrían cambiar las expresiones “números” o “pensamientos” por “normas jurídicas” sin subvertir las respectivas concepciones.
B. Las normas jurídicas ante la vía negativa fregeana
Con diversos matices y ajustes, es posible afirmar que los derechos positivos actualmente vigentes aún se enmarcan en el llamado “Estado Moderno de Derecho”. Este se caracteriza por el triunfo del legalismo, aspirar a un ideal de certeza, la centralización y escrituración en la creación normativa, junto con, al menos, la adopción de dos criterios fundamentales de organización del material normativo: la jerarquía normativa, sustentada en las reglas de producción, y la temporalidad, basada en la preeminencia de los productos normativos posteriores frente a los anteriores30.
En consecuencia, si aceptamos que la reconstrucción y el análisis de los conceptos jurídicos están condicionados por variables espaciotemporales, incluso las explicaciones o concepciones en torno a la naturaleza de las normas jurídicas deberían estar situadas en un contexto específico de producción y aplicación del derecho. Así, su capacidad explicativa debe ser evaluada en relación con la siguiente pregunta: ¿en qué medida logran capturar los rasgos centrales que presentan las normas jurídicas en el Estado Moderno de Derecho?31
Explicitados estos lugares comunes en torno a las normas jurídicas, es posible evaluar su caracterización como objetos abstractos a partir de la vía negativa fregeana. David Lewis (1986a, p. 80) caracteriza esta vía negativa como el enfoque donde los objetos abstractos se definen como aquellos que carecen de ciertos rasgos poseídos paradigmáticamente por objetos concretos. De ahí que se consideren como abstractos aquellos objetos que presentan, al menos, las siguientes características: (i) no ser mentales, (ii) no ser espaciales/temporales y/o (iii) no ser causales.
No mental. La noción de “objeto mental o dependiente de la mente” presenta distintos sentidos, revisaremos únicamente tres de ellos.
El primero considera que una cosa depende de la mente cuando no habría podido existir si las mentes no hubieran existido. Así, si el derecho es entendido como un fenómeno social, con base en este criterio resultaría ser un objeto mentalmente dependiente. No obstante, de acuerdo con este criterio cualquier creación humana es mental, incluyendo mesas y sillas, lo cual lo convierte en un criterio inapropiado para elaborar la distinción (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021).
El segundo criterio considera como mental un objeto si, por su propia naturaleza, existe en un momento si y solo si es el contenido u objeto de algún estado o proceso mental en ese momento (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Por ende, si no es controvertido que las leyes son promulgadas para regir por un tiempo indefinido y solo excepcionalmente y bajo ciertas circunstancias dejan de existir (vis inertie de las leyes), las normas jurídicas serían objetos no-dependientes, porque su existencia no requiere que alguien las esté pensando. Sin embargo, según este criterio entidades mentales como imágenes residuales o dolores de cabeza dejan de ser objetos mentales cuando no son necesariamente el objeto o contenido del estado mental de alguien. Situación que lo convierte en un criterio poco apropiado para trazar la distinción.
El tercero señala que los objetos dependientes de la mente existen en un momento gracias a la actividad mental de ese momento, inclusive si el objeto no es el contenido de una estado o acto mental concreto. Si se necesita de un acto de promulgación para considerar una norma cualquiera como derecho positivo, con base en este criterio las normas jurídicas serían objetos dependientes de la mente. Aunque, si los conjuntos son entidades abstractas por excelencia, incluso los conjuntos impuros, cualquier explicación que los considere como entidades concretas presentaría problemas y este parece ser el caso (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Por ejemplo, si un conjunto impuro cualquiera existe en un momento solo cuando sus miembros existen en ese momento, este será una entidad mental y, al mismo tiempo, abstracta. Ahora bien, al intercambiar “conjunto” por “sistema jurídico y/o normativo” se puede apreciar que también estos podrían ser abstractos y mentalmente dependientes.
Por último, los artefactos abstractos, como las obras literarias, no parecer estar incluidos en ninguno de los sentidos precedentes. Para su existencia estos artefactos dependen de la actividad mental de sus autores (y quizá también de sus lectores), pero se considera que podrían existir incluso si nadie está pensando en ellos en un momento determinado. De ahí que ellos dependan de la mente en un sentido no meramente causal y aun así son objetos abstractos (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Curiosamente, a partir de la misma vis inertie de las leyes, las normas jurídicas podrían ser entendidas como un objeto abstracto que no es capturado por los criterios de lo mental. Sin embargo, quienes sostienen la concepción de las normas-sentido 1 no aceptarían esta conclusión, ya que expresamente sostienen la independencia de las normas de los estados mentales o psicológicos; por su parte, quienes sostienen la concepción normas-actos 2 no podrían estar de acuerdo con esta conclusión, porque son precisamente seleccionados ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real.
No espacial o espaciotemporal. El paradigma de objeto abstracto no es espaciotemporal en un sentido directo y, en consecuencia, este criterio se ha convertido en un lugar común para diferenciar los objetos abstractos. Igualmente, es aconsejable distinguir distintos sentidos de no-espacialidad y/o no-espacio/temporal.
El primero y más sencillo consiste en sostener que los objetos abstractos no tienen ubicación, es decir, no son identificables en el espacio (Lewis 1986a, p. 83; Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Este criterio se enfrenta a la creencia ampliamente compartida en el Estado Moderno de Derecho de que las normas jurídicas están circunscritas a un territorio determinado. Sin embargo, como fue señalado en relación con los conjuntos impuros, v.gr., “si soy el único elemento de este conjunto”, se podría sugerir que la ubicación de este se corresponde con la mía. Por ende, resultaría un criterio insuficiente para trazar la dicotomía concreto/abstracto.
El segundo criterio recuerda que la teoría de la relatividad implica que el espacio y el tiempo no son separables, es decir, constituyen una única variable espacio/temporal: un objeto es abstracto si y solo si no es espaciotemporal. Al resultar ampliamente compartida la idea que el derecho positivo cambia a través del tiempo, conocida como dinámica jurídica, pareciera que con base en este sentido las normas-jurídicas positivas son objetos concretos. Si bien muchos casos paradigmáticos de objetos abstractos no son espaciotemporales (v.gr., teorema de Pitágoras), como recién se señaló, los eventos mentales pueden ser temporales, pero no espaciales, v.gr., los artefactos abstractos son propiamente objetos abstractos temporales y no espaciales. Además, si aceptamos que juegos como el ludo o parchís son objetos abstractos, con ello se debería aceptar que tienen su origen en India en un momento determinado, pero sin presentar un carácter espacial. Por consiguiente, pareciera que este criterio tampoco resulta conveniente para diferenciar entre concreto y abstracto, porque estos últimos tendrían características espacio/temporales no triviales (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Y, en el plano jurídico, esto se puede trasladar pensando, por ejemplo, en la “Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789” o la “Constitución de los Estados Unidos de América de 1787”, las cuales tienen un origen determinado y ampliamente conocido tanto en el espacio como en el tiempo.
El tercer criterio precisa o restringe el anterior sugiriendo que las entidades concretas existen en el espacio/tiempo de “una manera determinada” y los objetos abstractos no logran satisfacer esta manera determinada, es decir, un objeto es abstracto si no existe en el espacio/tiempo de esta manera. Esta manera se caracteriza a través de los objetos concretos paradigmáticos, los cuales ocupan un volumen determinado del espacio/ tiempo a través de su existencia. De ahí que un objeto es abstracto si y solo si no ocupa ninguna región espaciotemporal (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Siguiendo este criterio, las normas jurídicas logran ser objetos abstractos, pues no es posible presentarlas con algún tipo de volumen espaciotemporal; sin embargo, si al categorizar las normas como objetos abstractos lo único que se quiere decir es que ellas no presentan un volumen espaciotemporal, solo se añade con ello un rasgo trivial, como sucedería con sostener que las normas jurídicas no tienen un sabor ni un aroma.
El cuarto sentido sugiere añadir un matiz y sostener que un objeto es abstracto si y solo si este no ocupa en lo absoluto un lugar en el espacio/tiempo, o bien, lo hace por el hecho de que algunos otros elementos que no están entre sus partes ocupan esa región. Por ejemplo, si bien los juegos están implicados en el espacio/tiempo, no tiene sentido preguntar qué región del espacio/tiempo ocupan (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). En relación con las normas jurídicas este criterio parece ser algo más auspicioso, v.gr., las cuatro concepciones especificadas al finalizar la sección II podrían considerar a las normas como objetos abstractos bajo este criterio.
Sin embargo, como previamente se ha señalado, los conjuntos impuros existen donde y cuando sus miembros están, v.gr., resulta natural decir “el conjunto de libros de mi estantería”. De ahí que el tercer y cuarto criterio tampoco logren sortear las dificultades que presentan los conjuntos impuros y, además, si se consideran objetos como las estatuas u otras obras de arte, los cuales ocupan un lugar en el espacio, pero no porque sus partes estén en el espacio/tiempo, sino más bien por la materia que las constituye, dichos criterios muestran insuficiencias. Si a esto se añaden los problemas filosóficos que por sí mismos presentan los criterios de espacialidad y temporalidad, resulta adecuado continuar esta revisión y pasar al criterio causal (Rosen 2017; Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021).
No causal (causalmente ineficiente). Es necesario explicitar que si algo no está en el espacio/tiempo sería causalmente ineficiente, porque si algo es causalmente eficaz, este o alguna de sus partes presenta alguna ubicación espacio/temporal (Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Por lo mismo, en relación con las normas jurídicas, la revisión de este criterio debe asumir solo los sentidos de espacio/tiempo que capturen los rasgos centrales de las normas dictadas dentro de un Estado Moderno de Derecho. Pese a lo paradójico de la situación, al menos, revisaré dos maneras de entender este criterio.
Primero, hay quienes sugieren entender el criterio de la ineficacia causal sosteniendo que los objetos abstractos en ningún caso son causas ni efectos. No obstante, en un sentido laxo de causa y efecto, como fue señalado en relación con los artefactos abstractos, resultaría difícil sostener que no tienen ningún tipo de eficacia causal, al ser ellos creaciones humanas, al igual que con las normas jurídicas, cuyo propósito mínimo es motivar o impulsar el accionar de un individuo o colectividad. De ahí que esta manera de entender el criterio lleva a concebirlas como objetos concretos, dado su propósito o finalidad mínima, generalmente presentada como la de motivar o guiar la conducta de sus destinatarios (Falguera, Martínez-Vidal y Rosen, 2021).
Segundo, el criterio de la ineficacia causal se puede entender como una condición suficiente (y no necesaria y suficiente) para identificar objetos abstractos, es decir, si se presenta ineficacia causal estamos frente a un objeto abstracto. Por ejemplo, si los números presentan ineficacia causal podemos considerarlos como objetos abstractos, a diferencia de un objeto mental o físico. Por ende, al igual que con el criterio anterior, resulta difícil caracterizar las normas jurídicas como objetos abstractos. Y, en términos generales, al igual que con los criterios precedentes, este también debe sortear las dificultades existentes al tiempo de responder cómo entender los conjuntos impuros (Falguera, Martínez-Vidal y Rosen 2021). Por ejemplo, algunos autores sugieren que un par ordenado (o un conjunto de dos objetos en un orden específico), como la caída de Roma, puede tener relaciones de causalidad32.
Además, al igual que el criterio anterior, la ineficacia causal también presenta problemas filosóficos de mayor calado, ya que la noción de causalidad es una de las nociones que ha producido mayor controversia. En este caso uno de los desafíos centrales está en caracterizar la forma distintiva en que los objetos tienen “una participación en el orden causal”, lo cual permitiría distinguir entre las entidades concretas y abstractas, junto con precisar la diferencia fregeana entre no participar de las causas, efectos ni del tiempo (no ser reconocible en el mundo actual) y la posibilidad de tener algún tipo de influencia en el mundo material.
Ahora bien, esta esquemática revisión de las normas jurídicas a la luz de los tres criterios centrales de la vía negativa entrega, al menos, dos tipos de corolario. Uno acerca de las dificultades que presentan los criterios revisados para trazar una distinción nítida entre objetos abstractos y concretos, y que, en consecuencia, muestra las dificultades que acarrea entender a las normas jurídicas como objetos abstractos bajo la versión fregeana de la vía negativa. Por ende, el otro corolario sugiere que, si aún se desea determinar qué tipo de objetos son las normas jurídicas, es necesario abrir los horizontes hacia tres desarrollos diversos: (i) ajustar las concepciones de normas especificadas al finalizar la sección II a la cuarta versión del criterio espacio-temporal y desarrollar en detalle su compatibilidad y alcances; (ii) olvidar la visión fregeana y comenzar a explorar la compatibilidad de las concepciones de normas jurídicas con otras propuestas que han buscado trazar la dicotomía entre concreto/abstracto (v.gr., alguna manera de entender la abstracción o, quizá, alguna propuesta axiomática); y (iii) asumir algún tipo de tolerancia ontológica según el cual la distinción entre concreto y abstracto no se entienda de un modo dicotómico, exhaustiva y excluyente, y así con base en una nueva categoría concebir y explicar las normas jurídicas (como sugiere la propuesta de artefactos abstractos, como las obras literarias)33. Propuestas todas que dada su entidad requerían por sí mismas de una investigación independiente.
Por consiguiente, si el objetivo central de presente trabajo consistió en determinar si corresponde (o no) entender las normas jurídicas como objetos abstractos, este se ha cumplido en cuatro sentidos. Primero, se han mostrado las diferentes posibilidades bajo las cuales un objeto puede ser considerado como “abstracto”. Segundo, se han explicitado los desafíos y las dificultades existentes al tiempo de caracterizar un objeto como “abstracto”. Tercero, se han vinculado determinadas concepciones de las normas jurídicas con específicos criterios de distinción entre objetos concretos y abstractos. Y cuarto, a partir de lo anterior, se ha mostrado la importante necesidad de una mayor precisión a la hora de atribuir un carácter abstracto a las normas jurídicas.
V. A modo de cierre
En la búsqueda de una respuesta a la cuestión de si son las normas jurídicas entidades u objetos abstractos, se han introducido, al menos, cuatro precisiones aún no suficientemente difundidas en la literatura acerca de la naturaleza de las normas jurídica.
En un primer momento, dentro del ámbito de las normas sociales, se ha dirigido la atención hacia las denominadas normas formales o de creación estatal, y a partir de este grupo se han reconstruido algunas de las principales propuestas sobre la naturaleza de las normas jurídicas. De esta manera, se han identificado las teorías que recurren a la noción de objeto abstracto para caracterizarlas.
En un segundo momento, se ha precisado cómo entender la noción de “objeto” y se ha explicitado cuál de sus sentidos es aplicable a las normas jurídicas, a la par que se ha revisado el sentido en que las concepciones de la naturaleza de las normas jurídicas utilizan la palabra “entidad”. A partir de ahí, se ha explicitado el carácter controvertido y la falta de consenso filosófico en torno a cómo trazar la dicotomía concreto/abstracto. Situación que exige determinar cuál es la teoría o posición filosófica que se ajusta de mejor manera a las propuestas iusfilosóficas que conciben a las normas jurídicas cómo entidades abstractas. Así, a partir de los criterios empleados por los teóricos del derecho para caracterizar la naturaleza de las normas jurídicas como entidades abstractas se ha logrado explicitar su correspondencia con la propuesta fregeana de la vía negativa.
En un tercer momento, se han caracterizado rápidamente las cuatro vías que se pueden tomar para trazar la distinción entre objetos concretos y abstractos (del ejemplo, de la combinación, la vía de la abstracción y la vía negativa), para decantarse por la vía negativa en razón su afinidad o compatibilidad con los criterios usados por los teóricos del derecho al presentar sus concepciones sobre las normas jurídicas. En esta línea, se han expuesto los trazos centrales de la propuesta desarrollada por G. Frege al tiempo de caracterizar su tercer reino. Como último eslabón de este análisis se ha contrastado una visión ampliamente compartida de las normas jurídicas con los tres criterios centrales que componen la vía negativa fregeana (no mental, no espaciotemporal y no causal).
En definitiva, este recorrido intelectual muestra la escasa discusión acerca de qué implica entender las normas jurídicas como objetos abstractos, junto con los desafíos no resueltos que surgen de decantarse por una vía negativa, como hacen de manera implícita la mayoría de los autores que centran su atención en el problema de la ontología de las normas jurídicas. De esta manera, el trabajo se posiciona como un intento de disminuir el intersticio entre dos problemáticas filosóficas aún abiertas: por un lado, la de cuál es la naturaleza de las normas jurídica y, por otro, la de cómo trazar en el debate contemporáneo la distinción entre objetos concretos y abstractos.