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Cuestiones constitucionales

versión impresa ISSN 1405-9193

Cuest. Const.  no.22 Ciudad de México ene./jun. 2010

 

Reseñas bibliográficas

 

Burgorgue-Larsen, Laurence y Úbeda de Torres, Amaya, Las decisiones básicas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Estudio y jurisprudencia, Pamplona, Civitas–Thomson Reuters, 2009, 409 pp.

 

Sergio García Ramírez

 

Investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

La lectura y el examen de un libro por la acostumbrada vía de la nota bibliográfica destinada a una publicación académica, suscita diversas reacciones en el comentarista: cercanía o distancia, coincidencia o diferencia, solidaridad o neutralidad. Sin embargo, ninguna de estas circunstancias debe privar al analista de objetividad y ponderación a la hora de formular el comentario. Por supuesto, el comentarista suele interesarse en el tema que plantea la obra, interés frecuentemente asociado a su profesión u ocupación. Igualmente, puede existir aprecio por el autor del libro, a partir del conocimiento personal y la estimación que merecen su trayectoria y sus aportaciones. Y a veces hay más que eso: verdadera simpatía y aprecio por la seriedad, acuciosidad, ecuanimidad, buen fundamento con que el autor realiza la obra.

Estos sentimientos presiden la elaboración de mi breve nota sobre una obra excelente, orientadora, bien sustentada, que debemos a dos catedráticas europeas —francesa, una; española, otra— que han aplicado su talento, trabajo y voluntad al conocimiento y la difusión de un tema cada vez más relevante y atractivo: la jurisdicción interamericana sobre derechos humanos, su pasado, presente, futuro y, en este marco, sus aportaciones —crecientemente examinadas por la doctrina constitucional e internacional, particularmente en el último lustro— a la formación de un verdadero sistema interamericano de protección de esos derechos.

En este examen acucioso y concentrado de la materia no hay —como sucede en otras ocasiones— ni benevolencia amistosa ni cacería de discrepancia y errores, reales o supuestos. La objetividad del análisis no está exenta, eso sí, de solidaridad estimulante hacia muchos aspectos del sistema jurisdiccional interamericano —en el que las tratadistas advierten, obviamente, excelencias y deficiencias—, que se juzga con honradez intelectual y rigor académico.

El rigor no ha impedido a las autoras localizar los aciertos en el desempeño de la Corte Interamericana y poner de manifiesto las novedades y los hallazgos que ésta ha logrado y ofrecido a lo largo de tres décadas de actividad cada vez más intensa. Hay claroscuro, sin duda, pero la obra comentada no se propone magnificar la región oscura o exaltar la zona iluminada. Quien está vinculado al sistema interamericano —como lo he estado yo, durante buena parte de mi vida— no puede menos que apreciar la obra de las autoras, respetar la valía de sus observaciones y sugerencias y compartir sus reflexiones.

Laurence Burgorgue–Larsen tiene en su haber una magnífica labor académica, aplicada, sobre todo, a los derechos fundamentales, el régimen constitucional y el sistema internacional. Posee una gran información y una clara comprensión de la materia que aborda este libro, que se agrega a otros muchos de los que es autora o coautora. Ha participado con éxito en numerosos encuentros internacionales sobre estas cuestiones —en México, entre muchos países— y ha promovido el interés por el sistema interamericano a través de libros, artículos, conferencias del más alto nivel. Actualmente es catedrática en la Universidad de La Sorbona (Paris I Panthéon Sorbonne). Es una catedrática e investigadora de gran calidad, ampliamente reconocida.

Amaya Úbeda de Torres recibió el premio extraordinario de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y el premio de derechos humanos "René Cassin". Se le debe, entre otras contribuciones a la literatura jurídica, una excelente obra —su tesis doctoral— en torno a la democracia y los derechos humanos desde la doble perspectiva del sistema europeo y el sistema americano, que presenta con notable sustento estos "hemisferios" diligentes de la tutela internacional de los derechos individuales. Profesora y expositora en diversas universidades, es investigadora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid.

Agregaré en este punto que tengo el privilegio de haber redactado un estudio introductorio para un libro descollante del que son coautoras Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres: Les grandes décisions de la Cour Interamericaine des Droits de l'Homme, Bruylant, Bruxelles, 2008. Esta obra constituye, en cierta forma, la "matriz" del libro cuyo comentario emprendo en estas líneas.

La obra comentada se halla dividida en dos grandes porciones: la primera (pp. 17 y ss.) abarca un estudio preliminar, que ofrece un cuidadoso panorama en torno a los temas de mayor relevancia examinados en la jurisprudencia de la Corte Interamericana; asimismo, da noticia de la bibliografía sobre distintos aspectos del sistema y se refiere, con detalle, a la composición histórica del tribunal; la segunda porción del libro (pp. 117 y ss.) lleva el epígrafe "Parte documental" y reúne los pronunciamientos más destacados de la Corte, extractados y clasificados en varios apartados, títulos y capítulos.

Los apartados aluden a "La garantía procesal" y "La garantía material"; los títulos (distribuidos en los apartados que mencioné) a "El acceso a la Corte", "Los poderes de la Corte", "Los derechos de la persona física", "Los derechos de dimensión colectiva" y "El derecho a tener y disfrutar de los derechos". Cada título se integra con sendos capítulos, que no mencionaré ahora para no extender demasiado esta nota.

En un comentario como el presente no es posible examinar todos los temas que presentan las autoras y dar puntos de vista acerca de las cuestiones significativas que proponen a la atención del lector. Por ello únicamente me atendré a algunos de aquéllos y éstas, no sin advertir que el conjunto es verdaderamente rico y sugerente (como se ha visto ya en Les grandes decisions…, cit. supra), consta en descripciones sumarias, bien elaboradas, de lectura atractiva, con apoyo puntual y minucioso en las decisiones jurisdiccionales de la Corte Interamericana, que se ofrecen como expresión —la más notable en concepto de las autoras— de esos temas y cuestiones. Es un acierto que se conserve la relación de citas y referencias que la propia Corte hace a pie de página en sus sentencias y opiniones. Esto permite ir con certeza al origen doctrinal o jurisprudencial de los criterios adoptados por el tribunal.

Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres reconocen la prelación cronológica de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (mayo de 1948) con respecto a la Declaración Universal (diciembre del mismo año) (p. 17). Aquélla fue una señal, entre otras, del movimiento que conduciría a la construcción del sistema regional, de su cimiento en ideas y proyectos que se hallaban en marcha, animando el "ambiente" americano. Hacen notar la aparición relativamente temprana, para servir a una "tarea híbrida y con una vocación puramente temporal", de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, inscrita en una "línea activista" (idem), que arrojaría muy buenos resultados —así lo considero— en los siguientes años.

Luego llegó la Corte. Dicen bien las autores que su "creación nunca hubiera podido tener lugar si su competencia para conocer de casos contenciosos hubiera sido obligatoria" (p. 20). Esta circunstancia acude a la reflexión del lector, con sentido histórico–político —que lejos de trabajar contra los derechos humanos milita a su favor—, cuando se examina el complejo tema de la cláusula facultativa, calificado, con buena expresión gráfica, como protección "a la carta" (p. 20).

Cuando la Corte surgió en la escena parecía tener un porvenir incierto. Hay que tomar en cuenta que en el paisaje latinoamericano de entonces predominaban los regímenes autoritarios, fenómeno constante en la historia del subcontinente, como también ha sido permanente la tarea de combatirlos. Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres comentan: "Pocos o casi ningún elemento hacían presagiar la subsistencia o el éxito de un sistema que evocaba el sueño panamericano jamás realizado y que parecía, pues, pertenecer más bien al campo del realismo mágico que al del realismo jurídico" (p. 18).

Sin embargo, se había puesto la pica en Flandes y el sistema prosperaría —con la Corte a bordo—, aunque fuese en forma gradual y enfrentando obstáculos e inercias formidables. En este punto me permito hacer una acotación sobre la idea de que la Corte Interamericana, cada vez más atareada, no es un tribunal permanente. En rigor, lo es, si consideramos que la permanencia es sinónimo de ejercicio sistemático, ininterrumpido, de la función jurisdiccional que tiene encomendada; en este desempeño no hay paréntesis, ni días "feriados" o largos recesos. El hecho de que el colegio de magistrados se reúna periódicamente, en periodos de sesiones —cuyo número y productividad también se han incrementado—, no impide que el despacho judicial se realice en forma ininterrumpida.

La decisión de construir con cautela el sistema jurisdiccional regional no ha frenado o distraido el rechazo por parte del tribunal —actitud que las autoras destacan— de interpretaciones que antepongan las normas del derecho interno a las disposiciones del derecho internacional de los derechos humanos, a través de reservas o declaraciones interpretativas y limitaciones de competencia que podrían minar las bases mismas del sistema. Se recuerda a este respecto la tensión que causó el caso Hilaire vs. Trinidad y Tobago, que culminó en la denuncia de la Convención Americana. El precio fue muy alto, pero era indispensable afrontarlo.

También es pertinente invocar ahora el espinoso retiro unilateral de Perú de la competencia contenciosa de la Corte, retiro que sería descalificado por el gobierno democrático que se instaló poco después en aquella república sudamericana. La enérgica decisión del tribunal —proteger la integridad e integralidad de la Corte—, sirvió a la misma causa constituyente del sistema, aunque suscitó polémicas y opiniones diversas. Este punto también figura en el libro comentado (pp. 23 y 24).

Destacaré igualmente, como lo hacen Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres, que la Corte se ha comprometido a fondo en la aplicación del principio pro homine (idem) —o pro persona, como dice frecuentemente—. No podía ser menos en el supuesto de un tribunal de derechos humanos, con todo lo que ello implica. Por este medio ha ganado en profundidad y eficacia la tutela jurisdiccional interamericana.

Páginas adelante, se examina la legitimación procesal activa en el proceso interamericano —un asunto mayor en cualquier rama del enjuiciamiento—, al que también se identifica como locus standi in judicio. A este respecto ha habido variaciones reglamentarias que favorecen la creciente presencia y actuación de los particulares ante el tribunal, no todavía el ejercicio mismo de la acción, que sigue depositado en la Comisión Interamericana y en los propios Estados, como lo estipula expresamente la Convención Americana. Esta es una diferencia relevante entre los sistemas europeo y americano (pp. 24 y ss.).

Es verdad, sin duda, que "la conquista de la intervención procesal de las víctimas, aun constituyendo un paso de gigante, sigue teniendo, sin embargo, lagunas importantes" (p. 27). En Europa hay mucho camino recorrido en un rumbo diferente del que hoy prevalece en América. Habrá que examinar con detenimiento cuál es el mejor medio de proteger el desarrollo del sistema y, esencialmente, la tutela de los derechos humanos. Sobre este extremo existe un amplio elenco de opiniones, atentas al modelo deseable y, no menos, a las circunstancias prevalecientes. La Corte ha avanzado cierto trecho —que no puede ser mucho— en el reglamento, quinto de la serie, expedido en 2009 y vigente en 2010. Ambas cosas ocurrieron con posterioridad a la aparición del libro de Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres.

La competencia material de la Corte también es objeto de consideración destacada. Aquélla interpreta y aplica la Convención Americana —consultivamente, también interpreta otros instrumentos—, y además algunas convenciones y protocolos que le confieren competencia, bajo fórmulas que no son uniformes. Se ha abstenido de aplicar otros ordenamientos internacionales, no obstante los requerimientos que ha recibido (pp. 28 y 29), especialmente en lo que concierne al derecho internacional humanitario.

En todo caso, el tribunal ha caminado hacia adelante en la exploración y afirmación de su competencia material, sin deslizarse hacia soluciones que no cuentan con clara y sólida base normativa y que pudieran enfrentar resistencias enérgicas. Esa marcha hacia adelante se traduce en la aplicación directa de ciertos instrumentos del área americana, especialmente la Convención de Belém do Pará —violencia contra la mujer— cuya primera aplicación directa ocurrió recientemente en el caso Castro Castro, que forma parte de las "respuestas positivas" de la Corte (p. 29) al asunto de su propia competencia. También se ha echado mano de instrumentos ajenos al sistema americano de derechos humanos para interpretar los mandamientos de éste, puestos en el contexto de las convicciones y las decisiones a escala mundial.

El ámbito de la competencia consultiva de la Corte Interamericana, particularmente amplia —desde la doble perspectiva de la materia sujeta a consulta y de la legitimación para formular ésta— es "un campo en el que la jurisprudencia dictada ha sido, desde un principio, pionera" (p. 30). La obra que comento refiere diversas expresiones de esa competencia consultiva, entre ellas las destinadas a la protección de ciertos conjuntos humanos o grupos en situación de mayor debilidad, vulnerabilidad o riesgo. A esto se puede agregar, actualmente, la más reciente opinión consultiva de la Corte —OC–20, de 2009— que por razón de su fecha no pudo figurar en la obra comentada, acerca de jueces ad–hoc y nacionales, punto sobre el que volveré al final de esta nota.

La reflexión sobre la víctima constituye otra cuestión central en la jurisprudencia de la Corte y en el libro examinado (pp. 34 y ss.). A este respecto son determinantes tanto el artículo 44 de la Convención Americana, que estatuye una amplísima facultad de denuncia, como el 63.1 del mismo instrumento, que atañe al sujeto lesionado. En su exploración de este tema, el tribunal ha afirmado que la víctima es el sujeto titular del derecho que aloja el bien jurídico lesionado o puesto en peligro; no siempre la persona que pudiera tener cierta relación jurídica con aquél a título de causahabiente.

Esto no mengua la protección a las personas y sus derechos; más bien obliga al rexamen del alcance subjetivo de las violaciones, como ha sucedido a propósito del acceso a la justicia —las víctimas no necesariamente son las mismas que figuran en los primeros hechos violatorios— o de la lesión a la integridad —que puede consistir en el sufrimiento causado a los familiares de la persona cuyos derechos a la vida o a la integridad física se han visto vulnerado, familiares que de esta suerte devienen víctimas.

Sigamos con otro tema descollante. Considero que la Corte posee una cuádruple atribución jurisdiccional, si se entiende esta última expresión en el estricto sentido de "decir el derecho", a saber: consultiva, contenciosa, preventiva (medidas provisionales a requerimiento de la Comisión, sin proceso en marcha) y supervisora o ejecutiva. Sobre esta última, la obra comentada señala: "Paradigma de la evolución pretoriana encarnada por la Corte Interamericana, se trata de una competencia desarrollada a pesar de la ausencia formal de una base explícita en cualquiera de los textos interamericanos" (p. 41). Así es, en efecto.

Para sostener su facultad de supervisar el cumplimiento de sentencias —y otro tanto se podría decir del cumplimiento de resoluciones de otro carácter— la Corte ha invocado, por las atribuciones inherentes a la potestad jurisdiccional y su obligación de informar a la Asamblea General de la OEA, en los términos del artículo 65 del Pacto de San José, sobre el cumplimiento que los Estados han dado a sus resoluciones. Para que esto ocurra es indispensable que el tribunal "supervise", "conozca", "se informe" acerca de los actos de cumplimiento o las omisiones en que ha incurrido el Estado. Es así como sostuvo su competencia supervisora en el caso Baena Ricardo vs. Panamá, identificado y citado por las autoras; y de esta manera ha fundado la capacidad de convocar —como lo viene haciendo desde el final de 2007— a audiencias sobre el cumplimiento de sentencias, que los Estados admiten llanamente.

Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres se refieren a las medidas provisionales (pp. 42 y 43) —cautelares, en lo que respecta a la Comisión Interamericana, a partir de su propio reglamento— que dicta el tribunal para preservar el proceso y prevenir violaciones. En efecto, se trata de otro tema fundamental, si se toma en cuenta —como lo hacen las autoras— el alcance que la Corte ha dado a esas medidas en lo que concierne a los derechos protegidos, que no son solamente la vida y la integridad física, y en lo que atañe al universo de sujetos protegidos (incluye personas no identificadas, pero individualizables, esto es, integrantes de una comunidad en riesgo).

En el panorama de las aportaciones positivas de la Corte Interamericana al desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos tiene lugar prominente el régimen de reparaciones. En este sector existe una jurisprudencia abundante y creativa (pero no caprichosa, por supuesto). Lo reconocen las distinguidas juristas de cuya obra me estoy ocupando: "El sistema interamericano ha sabido inocular savia nueva a las viejas raíces del derecho internacional general, desarrollando poderes inesperados en materia de reparaciones" (p. 44).

La interpretación judicial del esencial artículo 63.1 de la Convención ha abierto un amplio horizonte al sistema de reparaciones de fuente jurisdiccional internacional (mejor que reparaciones, diría: "consecuencias jurídicas del hecho ilícito", enunciadas en la porción condenatoria de la sentencia, que a su turno se sostiene en la porción declarativa de violaciones), que hace tiempo dejó atrás las meras sugerencias a los Estados, abordó con decisión la raíz de las violaciones —con fines reparatorios, pero también preventivos en general— y enriqueció con nuevas hipótesis indispensables el catálogo de posibles consecuencias, que no se ha confinado en las clásicas compensaciones pecuniarias por daño material e inmaterial.

No puedo referirme aquí a la gran variedad de reparaciones que reconoce la jurisprudencia de la Corte. Mencionaré una, sobre la que ponen énfasis las autoras: la reforma de disposiciones legales que contravienen la Convención Americana: "de entre todas las formas de reparación posible, el sistema interamericano ha sido pionero en el campo de la reforma del derecho interno" (p. 46). Con esta cuestión enlaza otra aportación notable del mismo tribunal: el control de convencionalidad a cargo de los tribunales internos, al que se alude en el caso Almonacid Arellano vs. Chile (p. 48). Éste marca el lazo directo entre el orden internacional y el nacional, a partir de la vinculación directa entre las normas de aquél y los deberes de aplicación del derecho al caso concreto por parte de los tribunales internos.

En la obra analizada se pasa revista, nutrida y orientadora, a los criterios sustentados por el tribunal con respecto a diversos derechos humanos específicos y a los hechos violatorios de éstos. Citaré algunos supuestos: protección de la vida frente a privación ilegal o arbitraria (asunto que condujo a explorar la noción de delitos "más graves", hipótesis en que es posible disponer sanción capital, en los términos del artículo 4o. de la Convención Americana, y la naturaleza y límites de la función penal en una sociedad democrática); desaparición forzada, un tema grave y constante, que ha sido objeto de frecuente y progresivo análisis jurisprudencial; integridad personal, donde aparecen los conceptos de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes (acertadamente, las autoras hacen ver que esta cuestión aguarda, todavía, un examen más penetrante: p. 60); y "derechos específicos de ciertas categorías de personas" (pp. 61 y ss.).

La Corte ha operado intensamente en el ámbito de esos derechos de categorías de sujetos, derechos en los que confluyen, como he escrito otras veces, el principio de juridicidad que abarca a todos los individuos sin distinción, y el principio de especificidad, que enriquece aquél con aplicaciones específicas —igualadoras o correctivas de la inequidad— a determinadas categorías de sujetos. Las tratadistas se refieren a varios temas relevantes: niños, trabajadores indocumentados, detenidos, pueblos indígenas.

En lo que toca a indígenas, hay sentencias memorables, desde la emitida en el caso Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, a la que se refieren Burgorgue–Larsen y Úbeda de Torres. En el curso de sus reflexiones jurisdiccionales, el tribunal ha pasado "de los derechos individuales al reconocimiento de la dimensión colectiva para construir un derecho propio a los pueblos indígenas" (p. 72). La Corte —que no puede ejercer tutela directa sobre derechos colectivos— ha debido reconocer los derechos (humanos) de los individuos integrantes de esas comunidades, es decir, ha identificado la fuente o el marco comunitario de los derechos individuales: la protección de éstos demanda el reconocimiento de aquéllos. Con ello, la Corte mira los derechos individuales a través del lente colectivo y atiende, con buen sustento jurídico, un problema de enormes proporciones en la experiencia de varios países latinoamericanos.

También mencionaré aquí la atención que brindan las autoras a la jurisprudencia sobre libertad de expresión, especialmente en los casos de periodistas y autores de obras diversas. En este campo, los pasos judiciales han sido vigorosos y frecuentes (pero aún está pendiente, a mi juicio, como expresé en los votos particulares que emití en los casos Herrera Ulloa vs. Costa Rica y Kimel vs. Argentina, el rechazo de la vía penal para la exigencia de responsabilidades ulteriores con motivo de los excesos en el ejercicio de la libertad de expresión).

En otro aspecto de la libertad de expresión, como derecho con signo o vertiente social, que facilita el acceso de todas las personas a la información y, en definitiva, al conocimiento y la participación democrática, en 2006, "la Corte Interamericana —dice la obra examinada— dio un salto cualitativo esencial en su jurisprudencia, consagrando en el asunto Claude Reyes un derecho nuevo: el derecho que asiste a toda persona a conocer información pública en poder del Estado" (p. 75).

Otros derechos examinados en la jurisprudencia de la Corte y en la obra de las profesoras francesa y española: derecho a la nacionalidad, derechos de participación política y "derechos que posibilitan el ejercicio de los demás derechos, los <<derechos a los derechos>>", como los denominan nuestras tratadistas (p. 81). En este campo hay reflexiones y avances apreciables: vinculación (tema sujeto a debate) entre los artículos 8o. (garantías judiciales) y 25 (protección judicial de derechos fundamentales), restricción material y personal de la jurisdicción castrense, derecho a la verdad, materia en la que "la Corte de San José ha sido pionera"; aquí "trata de dar respuesta a un pasado difícil de afrontar y que en otros muchos lugares del mundo no ha dado lugar a pronunciamiento judicial alguno" (p. 87). Al sostener que este derecho abarca el conocimiento de toda la verdad", la Corte Interamericana "se convierte, una vez más, en abanderada de la justicia en el continente americano, creando una jurisprudencia fascinante e innovadora" (p. 90).

Cuando examinan la composición histórica de la Corte Interamericana, a partir de su establecimiento en 1979, las autoras mencionan un tema que captó la opinión consultiva OC–20/2009, solicitada por el gobierno de Argentina y emitida después de la preparación y edición del libro que ahora comento: los jueces ad–hoc. ¿Es pertinente —conforme a la Convención Americana— la presencia de jueces ad–hoc en el conocimiento de contiendas desencadenadas por una denuncia individual, no por una demanda estatal (casos interestatales)? ¿Lo es la intervención (en el desempeño de la competencia contenciosa) de jueces que tienen la nacionalidad del Estado demandado?

La Corte Interamericana ha respondido negativamente a ambas interrogantes. Para ello proporciona sólidos argumentos, que acojo y analizo en un extenso voto particular concurrente, el último que emití en mi desempeño como miembro de la Corte. Estimo que en este punto —relativo a una reflexión del tribunal sobre sí mismo: su propia composición, para bien de la justicia— también hay un buen paso adelante.

Dejo aquí el comentario sobre la obra de las profesoras Laurence Burgorgue–Larsen y Amaya Úbeda de Torres, que merecería muchas páginas más, impracticables en una nota bibliográfica. Contribuye significativamente al adecuado conocimiento de la jurisdicción interamericana —señalando, como dije, el claroscuro que existe en el desarrollo de una jurisprudencia en formación, relativamente joven—, pero también, y sobre todo, al afianzamiento de un indispensable sistema supranacional de protección de los derechos humanos, que remueva escollos y promueva progresos en el ámbito de los países americanos.

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