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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.28 Ciudad de México sep./dic. 2008

 

Saberes y razones

 

COMENTARIO

 

Acompañamientos a una teoría de la complejidad

 

Follow-Ups for a Complexity Theory

 

Claudio Esteva Fabregat

 

El Colegio de Jalisco, Jalisco, México. esteva@cljal.edu.mx.

 

Este artículo tiene origen en el reconocimiento de que el proceso social de la cultura cabe estudiarlo por medio del empleo de parejas conceptuales. Es decir, en dicotomías que definen categorías y códigos ideacionales, enfoques y epistemologías que afectan a la percepción y entendimiento del campo dinámico de la cultura. O sea, termodinámica-entropía, caos-incertidumbre, azar-predicción, orden-desorden, complejidad-simplicidad, integración-sistema, orgánico-superorgánico, fuerza-energía, redes-relaciones, cultural-social, holismo-ecología, disipación-cambio, difusión-evolución, diferencia-igualdad, información-sociedades avanzadas, y otras que figuran como ingredientes o acompañamientos en los que las ciencias físicas y naturales tienden a converger en el trato con episodios cognitivos que afectan a la unidad de la ciencia-una. Sugiero, por lo tanto, la conveniencia de fundar campos mayores de intercambio conceptual entre las ciencias.

 

REFLEXIÓN PRIMERA Y A MODO DE HEURÍSTICA

Los trabajos epistemológicos sobre complejidad, cuando parten de las ciencias físicas y pasan a ser contenidos adoptados por las ciencias culturales, en este caso por la antropología cultural en sus diálogos con la etnología y la antropología social, suelen sugerir el desarrollo de metáforas de lo material y, con esto último, la seducción que ejercen los lenguajes de la física se convierte en parte teórica del quehacer de quienes transportan los conceptos de aquélla a la idea de construir mejor los enfoques del empirismo y del positivismo. La seducción de lo físico en la explicación de los fenómenos sociales existe desde tiempos lejanos, y el naturalismo ha sido parte de dicha seducción. En los episodios de su reverberación orgánica contemporánea, la metáfora consiste en acentuar el dominio de la razón crítica, por una parte, y por otra, en entender la complejidad desde la perspectiva de ideas de precisión que sólo pueden darse aproximándose al uso de las matemáticas. El lenguaje de las ciencias físicas tiene mucho de exigencias o requisitos de este tipo, y en el propósito de igualárseles en términos de formulación científica de los datos, las matemáticas suelen ocupar los espacios intelectuales de una nostalgia en la que la omisión del reino de las matemáticas cuando uno trata con cuestiones allegadas al estudio de complejidades se convierte en asunto o problema de cantidad.

Quizá desde el método cualitativo de las ciencias culturales, en este particular de la antropología en sus disciplinas más afines a la creación de modelos cualitativos (la etnografía en lo fundamental), la cuestión de las matemáticas no es problema estratégico cuando se piensa la organización de los datos de campo dentro de un marco de ideas donde la precisión máxima, la de las matemáticas, se piensa como etnográficamente poco significativa cuando se trata de patrones culturales, de áreas culturales, de rasgos y complejos culturales, o de explicación cultural de la conducta social. Quizá, y por añadidura, el hecho de que la diversidad y la complejidad apuntan a definir estructuras sociales consideradas como variabilidades internas —las de diferenciación de individuos y grupos, las de estratificación y movilidad, las de códigos ideacionales múltiples—, significadas, asimismo, por la riqueza conceptual de las instituciones y de las organizaciones del conocimiento, hacen que se conviertan en razón de número y distribución desigual de los recursos cognitivos, de las energías en éstos y, en consecuencia, la causa cuantitativa nos aproxima a entender la realidad cuantitativamente.

Éstas son razones suficientes como para significar que, en la ocasión, los puntos referenciales de la epistemología moderna, mientras se aproximan al estudio de la complejidad y no disponen de otros antecedentes de trato con ella que no sean los producidos por las ciencias físicas y naturales, y mientras tienden a realizarse dentro del trato con los números, los logaritmos y las realizaciones matemáticas, al mismo tiempo se proponen dar cuenta de los hechos de realidad conforme a los recursos del enfoque cualitativo, lo cual es también una verdad tan cultural como la del método cualitativo. De hecho, significarse en la precisión de los números es también un modo de aproximarse a la realidad, y aunque a muchos siempre los números nos han parecido ser insuficientes para explicarla, siempre nos parecerá una experiencia mejor que desistir del intento de precisarla.

En todo caso, en mí permanece la idea de que el traslado de los símbolos de la física a una construcción metafórica de la realidad cultural por lo menos sirve para añadir nuevos elementos al desarrollo de la razón crítica. Lo veo en el sentido de reconocer que es desde esta última que, tarde o temprano, convenceremos a los practicantes de las "ciencias duras" de que no hay "ciencias blandas", de que las primeras no son más ciencias que las segundas, pues mientras haya que seguirse preguntando hasta dónde no aciertan unas lo que aciertan otras, en términos de precisión también los números se vuelven parcos cuando se trata de indagar en los cuerpos ontológicos, también los socioculturales, del ser humano.

La conceptualización del sistema focal, la del conocimiento verificado, o conforme a posiciones del mundo físico representado, básicamente, por imágenes de la termodinámica y la entropía, por agregados de caos, orden, desorden, incertidumbre, azar, sistemas, redes, predicción y demás referentes de la energía, viene a demostrar que la introducción de una epistemología cuyo referente estratégico es el de la realización de las fuerzas físicas en estados de repercusión sobre el mundo de la naturaleza, pero también de las energías culturales contenidas en las aplicaciones de la ciencia, constituye un modelo epistemológico capaz de construir emergencias suficientemente críticas para remover las conciencias de la estabilidad en la dirección de nuevas estrategias. En lo fundamental, aquí se puede reconocer una primera representación, la de que los traslados conceptuales de unas ciencias físicas que se realizan en torno de los conceptos que acabamos de allegar introducen en nuestras experiencias una reflexión, aquella que percibe una realidad dinámica construida en términos del mundo material, donde la termodinámica es su referente y la entropía su causa de cambio.

Como acabamos de manifestar, este enfoque no supone necesariamente que la física sea el modo de articular las fenomenologías culturales. Sin embargo, si los procedimientos de la explicación física del mundo afectan a la explicación cultural, es indudable que dicho enfoque bien merece que nos ocupemos de sus resultados en las ciencias naturales de la cultura, las antropologías. Es desde esta perspectiva que trataremos sobre enfoques que nos parecen, por otra parte, legítimos. A este respecto, es evidente que interviene mi propio pensamiento en estas cuestiones, por lo cual no repetimos literalmente el modo de decir y realizar sintácticamente lo que escriben otros autores. Lo que hacemos aquí es traducir a nuestro estilo y representación semántica lo que pensamos acerca de la complejidad, en función de tres autores: René Millán, Carlos Reynoso y Leonardo Tyrtania, no tanto porque sean únicos en el tratamiento de la complejidad, sino porque coinciden en el hecho de tratarla desde la perspectiva de ser el eco inequívoco de una propuesta que nos llega desde la filosofía de la ciencia y, en este caso, de su adopción por las diversas ciencias de campo, culturales y sociales, representadas por sus respectivas presentaciones epistemológicas.

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A veces, y para entenderme a mí mismo, incluyo reflexiones adscritas al argumento de que conciliar lo que se dice con lo que se piensa es asunto de significación, pero en el caso de la epistemología la inteligencia objetiva domina sobre la subjetiva. Es desde esta perspectiva como la conciliación intercientífica parece hallarse dentro del estadio evolutivo en el que nos estamos situando cada vez más los que trabajamos desde la cultura como sistema de formas que, ya dadas, configuran relaciones de objetividad.

En la reflexión comenzamos a entender la necesidad de orientarnos por otros registros, el de las ciencias socioculturales, por lo menos en la idea de que si en éstas toda competición equivale a producción de complejidad por causa de la confusión social que deriva de emprender logros de estatus desde las diferencias individuales de posición y situación, la incidencia de competición, medida en términos de termodinámica y de entropía, conduce a referirme al hecho de que en estas competiciones por la consecución de riqueza y poder, uno aprende a subrayar cualidades entre cantidades estadísticas; uno aprende, por lo mismo, a observar diferencias indudables entre los modos de competir, diferentes modos de energía personal, pero también diferentes actitudes, gestos y lenguajes que no se definen por energía. Es cierto, por otra parte, que la energía muscular no es índice universal de estatus; es, sin embargo, índice de competición deportiva y, habitualmente, de orgullo de fuerza personal. En general, y en la historia, la energía mecánica de origen cultural es símbolo de inteligencia humana, de evolución cultural, y no es toda ella fuerza física del cuerpo humano. Precisamente por no serlo es por lo que es cultural.

Aparte de lo que decimos, hay que apuntar al hecho de que sobre la problemática que suscita la idea de complejidad en la antropología hay, indudablemente, poca literatura fuera del discurso valorativo del evolucionismo. Sin embargo, algunos de los trabajos que podemos consultar han inquietado a grupos de antropólogos interesados en el estudio de las sociedades urbanas cuando se han iniciado en la investigación de éstas según los resultados de unas primeras emergencias de problemas epistemológicos designados como enfoques que amenazan con romper el esquema de los perfiles tradicionales propios del enfoque cualitativo.

Desde esta primera perspectiva, Murdock y Provost (1973:379) habrían estado interesados en tratar cuestiones de complejidad cuando en uno de los trabajos relacionados con el inventario del Human Relations Area Files se dirigieron a ofrecer pistas para estudiarla. Éstas mostraron que la complejidad es relativa a la combinatoria que resulta de la aplicación de ciertas variables, para ellos estratégicas, como serían, específicamente: 1) la escritura y archivos; 2) el lugar de convivencia territorial; 3) las tecnologías productivas; 4) el grado de urbanización; 5) la especialización tecnológica; 6) los medios de transporte; 7) la riqueza en dinero; 8) la diversidad social de las poblaciones; 9) la integración política entendida en forma de control jurisdiccional, y 10) la estratificación social.

Importa destacar como ejemplo que la temática de la estratificación social, tan reconocida por la antropología evolucionista del siglo XIX, actualmente suele resistirse a la idea de que tenga estructura suficiente como para explicar la complejidad. A este respecto, y en mi opinión, no sería el componente alusivo de aquella complejidad que pudiéramos entender desde la estructura social. En realidad, y en términos de complejidad, es significativo el papel de la especialización tecnológica, distribuida en forma de división técnica del trabajo, de los contenidos cognitivos de ésta, pues son éstos los que reflejan en forma de representación de rol/estatus las relaciones sociales que definen el modo de funcionar los sistemas de conocimiento aplicados a la actividad social de la cultura.

Es en la ejecución social de dichos contenidos donde se atiende a la solución de los problemas cotidianos de la sociedad, pues ésta es la forma que conduce a registrar la distribución social de las cantidades productivas, las cuales se dan en términos de importancia técnica consolidada en su papel de realización individual y colectiva de la vida humana.

Las variables físicas son, pues, importantes en términos de energía directamente muscular, como lo son también cuando las vinculamos con la inteligencia que resulta de convertir la fuerza natural en energía cultural. En la sociedad avanzada de nuestro tiempo, paradójicamente precaria considerada en términos de la estabilidad relativa que conlleva la escasa sensibilidad ética de los actos que emanan del pensamiento capitalista, uno puede ser acumulativamente rico en términos de dinero y, al mismo tiempo, gastar menos energía que otro individuo configurado por una información y densidad de actuación inteligente más rica que la del rico registrado por la revista Forbes. Cuando uno advierte la mediocridad cognitiva que distingue a los ricos en dinero en comparación con la complejidad de los desarrollos intelectuales que acompañan a la filosofía del mundo científico, uno aprende también a entender que los valores culturales se ajustan directamente a la producción de energía, pero también a la producción de energía simbólica.

Asimismo, uno suele agregar a este entendimiento la idea de la inteligencia aplicada, y a este respecto los valores de situación de la inteligencia suelen registrar alternativas individuales, no siempre dirigidas al logro de acumulación de riqueza como medio de realización individual. Basta con subrayar el valor social de las vocaciones profesionales —en especial las de los científicos, intelectuales y pensadores—, en contraste con los que se orientan al logro directo de beneficios económicos. En las combinatorias que resultan del empleo por los individuos de la energía personal que les conduce al éxito social por medio de logros económicos hay, por lo tanto, matices de realización diferenciados. En este particular pienso asimismo en el tendero que se enriquece por acumulación de un ahorro de centavo a centavo, y en el sabio que, con su modesto salario, es menos rico que el tendero o que el rico de Forbes. Este último en especial, que desde la comparación aplasta con su opulencia sin ciencia ni virtud de vicio prodigioso a los que tienen más complejidad inteligente.

Por esta razón, si el análisis de la evolución realizado en forma lineal por la física y la biología muestra que la idea de caos es consustancial con la presencia de sistemas dinámicos conducidos hacia la producción de desequilibrios sistemáticos, es propio de la antropología emprender el estudio de los casos culturales desde la etnografía comparada, en particular porque desde ésta las cuestiones relacionadas con la energía aluden al reconocimiento de que en la historia evolutiva de nuestra especie dicha energía la encontramos diferenciada culturalmente, a partir de los ajustes ambientales realizados por el hombre en función de la naturaleza, la de su entorno adaptativo. Sin embargo, cabe registrar otro hecho fundamental: el del papel progresivo de la cultura produciendo energías tecnológicas suficientes como para sustituir a la naturaleza en ambientes de transformación cultural de la naturaleza. El curso de la evolución humana hay que considerarlo, por lo tanto, como una hazaña de nuestra especie, una en la que dicho logro también hay que entenderlo como una realización de entropía cultural, la que resulta de los controles científicos aplicados a la apropiación de los recursos de mucha de la naturaleza que nos es próxima en la capacidad de transformarla.

Debo adelantar que, en la medida en que nuestros autores acuden a la explicación dialéctica del desarrollo evolutivo conforme a leyes originadas en las actuaciones de la termodinámica, representando expansiones de la entropía que acoge la disipación de una parte de la energía constantemente reorganizada, en dicha medida el enfoque prevaleciente es el propio del materialismo. Por otra parte, en la medida en que el tratamiento del concepto de cultura es secundario o sucesivo respecto de la idea de energía, también el universal dominante es la forma material auto-organizada de las fuerzas materiales expresadas, asimismo, en forma de conceptos de auto-organización de éstas, de termodinámica y de entropía. Si la forma cultural de estas fuerzas recibe el nombre de energía, es evidente que ésta es diferente: es el resultado de una transformación de aquellas fuerzas naturales en formas de conocimiento aplicadas al control de las mismas. En este contexto, se trata de fuerzas materiales convertibles, asimismo, en energía dispuesta en forma de redes de distribución o de relaciones científicas, de sistemas y conceptos de orden y control organizado de algunas fuerzas de la naturaleza. De este modo, el papel de la materialidad organizada ejerce el papel histórico decisivo de la energía entendida como proceso de transformación de los ambientes naturales, los cuales incorpora la cultura en forma sucesiva de orden-desorden-orden, que sería el modo histórico de fundarse las transformaciones de la naturaleza.

Un aspecto estimulante de este enfoque es el de que, pensando en términos de cultura, los antropólogos han diseñado la evolución cultural en forma multilineal. Los sistemas adaptativos no son dinámicamente unilineales: son ubicuos en el sentido de producirse en forma auto-organizada a partir del hecho de construirse en la idea del anti-caos. Esta idea también incluye la complejidad en los sistemas simples. En éstos las termodinámicas y las entropías tendrían expresión local. Por lo mismo, las homogeneidades culturales vendrían a ser la proyección social humana de adaptaciones tróficas a los ambientes locales. En este punto, los contenidos culturales de las sociedades humanas podemos pensarlos como productos de las derivas dialécticas resultantes de los encuentros de nuestra especie con la naturaleza y con sus respectivos recursos. A este tenor, las actuaciones mutuas tendrían el carácter original de una representación parcial de la naturaleza en la cultura, y viceversa. La dialéctica fundamental sería la que resulta de las participaciones incluidas en dicha viceversa.

La cantidad de presencia dialéctica de recursos materiales obtenidos por cada grupo humano tiene el valor de una representación específica de dichos recursos en la cultura local. Por eso, la proporción de recursos conseguidos fuera del marco local, traídos a éste por medio de transportes materiales o de ideas conectadas con la experiencia de otros lugares, viene a ser un modo de expresar la difusión y, con ésta, las influencias recibidas por un grupo local de otro situado en un diferente espacio territorial. El hecho es que la evolución cultural aparece combinando evoluciones culturales diferentes. Conforme a eso, la interacción entre sociedades diferentes es fuente de emergencias y de complejidades dotadas de nuevas propiedades.

Por esta razón, la apropiación por difusión de recursos foráneos, dados en forma de transportes materiales, sociales e intelectuales, concierne a pensar categorías evolutivas donde las termodinámicas están dispuestas en forma de culturas producidas desde las ciencias y tecnologías de transformación de las energías locales. El seguimiento de las transformaciones culturales nos permite entender que la evolución cultural, cada vez más, es el resultado de una realización consciente de los grupos humanos, por lo cual los resultados de las termodinámicas y sus entropías en la complejidad de las funciones cognitivas que acumula el pensamiento humano aplicado son, en realidad, asunto de intervención humana. En este punto, la dirección de las ciencias y de las tecnologías tanto como incrementa el desarrollo termodinámico al mismo tiempo se convierte en medio entrópico dentro de la naturaleza desde las adquisiciones de energía que procuran los modos científicos de inversión y despilfarros de naturaleza que ocasionan las expansiones de las primeras.

En sí misma, y en su expresión estructural, la complejidad es un fenómeno cuantitativo. Teniendo en cuenta que los elementos que se integran en una sociedad suelen hacerlo por medio de apoyos organizados, aunque asimétricos en los reconocimientos diferenciales que son propios del interior social humano, la complementariedad suele ser también asunto de organización. Las contradicciones que puedan darse en los sistemas complejos podemos situarlas dentro del mundo de la dialéctica, de la competencia por el estatus, del conflicto de clases y de los que emergen de la incorporación de grupos étnica y culturalmente diferentes en el interior del discurso social de la modernidad.

Siendo cuantitativa la complejidad, sólo los elementos que no se mueven por sí mismos —los culturales en el caso— son reversibles o reproducibles. Me refiero aquí a los estrictamente culturales, o sea, ya dados, y que tienen existencia social pero que, sin embargo, pertenecen al ámbito de una clase de producción social definida como cultura material, organización predictiva de ésta por medio de las rutinas productivas, y especies del sistema normativo que definen las reglas de actuación de los individuos y de los grupos. Este conjunto suele ser socialmente funcional porque tiende a ser el resultado de los consensos intrasociales que rigen la actividad de los individuos en forma de sistemas de acción. La complejidad interior es, pues, asunto de cantidad de redes y de relaciones entre los elementos. En la medida en que se repiten como formas de experiencia social, reproducen la forma cultural de las sociedades.

Se trata de un orden asociativo pensado en forma de reproducción, especialmente cuando también se reproducen las condiciones que conducen a la existencia de un sistema de acción. Aunque los productos sociales de la cultura suelen ofrecer más complejidad que los estrictamente culturales, por ser los primeros individuales y orgánicos a la vez, los de carácter superorgánico o que no se mueven por sí mismos existen fuera de aquéllos en la medida en que sólo se expresan y tienen sentido en la actividad del individuo.

En la complejidad hay, pues, identidades culturales definidas por la información que resulta de la socialización de cada generación por otra que le es anterior. De este modo, las fuentes cognitivas de la conducta tienen en común el hecho de que actúan como condición para ser uno aceptado socialmente. Se da, en este caso, autocontrol, el cual se ajusta a consensos que regularizan la actividad cultural, de modo que aquél podemos considerarlo como una variable definida dentro del control social. En estas circunstancias, la forma cultural es un referente para la acción, está presente en ésta, por lo cual cuando hablamos de formas culturales nos referimos a elementos apropiados para la realización de una actividad. Obviamente, cada actividad repercute en otra, de manera que el conjunto de los sucesos activos está relacionado con las cantidades de variables que se corresponden con la estructura organizada de cada sociedad. Los grados de complejidad resultan ser el efecto de la cantidad social y cultural que interviene en las actividades que definen un orden funcional.

Por las razones apuntadas, las formas culturales en acción son acumulativas, y lo es también la información que contiene su realización social. En este contexto, la experiencia social de la cultura es transmitida en forma de complejidad y las conexiones de ésta acuden a definir un orden funcional. Desde la razón de cada actividad social, ésta es plenamente orgánica en sus efectos individuales; es selectiva en éstos y en el hecho de que la comunidad local es la que invierte más en información. La organización empresaria o la doméstica contienen niveles de diversidad interna basada en la diferenciación de sus individuos, pero especialmente la información que transmiten es parte de la socialización que introduce niveles de complejidad en los individuos como particulares de una realización de ésta en formas especializadas de comportamiento.

La evolución multilineal primera o local nos permite pensar en una cierta convergencia histórica con la evolución unilineal, la cual podemos definir desde los intereses de la expansión global de territorios culturales dominantes. El fenómeno de la globalización conduce a la idea de un progreso de las humanidades locales hacia la evolución lineal. Empero, mientras las combinatorias que resultan de las culturas locales en intercambio con la dirección unilineal nos advierten acerca de que la globalización intensiva conduce a evoluciones parciales comunes, las adaptaciones locales continúan resistiendo los desarrollos termodinámicos que resultan de la presión de las potencias culturales que dirigen la evolución única o común vestida de globalización.

En esta perspectiva, nos hacemos la pregunta de hasta qué punto podemos entender la termodinámica como primer factor de complejidad cuando la complejidad cultural se instala como factor decisivo de la realización entrópica que acompaña al desarrollo de la energía. Quizá sea el momento de pensar en una termodinámica producida por la expansión cultural de las ideaciones dominantes, de aquellas que, mientras agotan ambientes, al mismo tiempo reparten desigualmente las energías en los individuos, en las clases y en las naciones.

Ahora estamos en condiciones de adentrarnos en la virtualidad de esta gran aventura del pensamiento que llamamos complejidad. Desde luego, la ocasión es válida, pues cuando nos referimos a energía, entropía, orden, caos, incertidumbre, sistema, redes y otras categorías conceptuales, por este medio fundamos marcos de relaciones embrionarias entre fenómenos materiales o de la naturaleza con otros de la vida social humana. Los marcos de realización, por ejemplo, de la energía y de la red de elementos que reúne a ésta con la cultura nos permiten comprender los alcances de la naturaleza sobre la cultura. De hecho, haciéndolo así estamos hablando en forma de metáfora.

Eso es lo que habitualmente sucede cuando explicamos la complejidad desde el conocimiento de aquellas redes de actividad donde cada uno de sus elementos forma parte de una estructura que los relaciona entre sí mientras que, al mismo tiempo, la estructura resultante adquiere forma de sistema, de tejido acabado cuando la acción que se le reconoce es asimilable a una regularidad de comportamiento. La metáfora es, pues, nuestro modo de trasladar a una cierta comprensión la idea de energía a una idea de actividad. En ésta, la entropía es equivalente a pensar en términos de disipación de algo material, de partículas a veces invisibles que se nos escapan de control y que, en el entretanto, se convierten en caos o desorden. Sucesivamente, la incertidumbre, el sistema y las redes podrían hablarnos directamente de ansiedad, de elementos orgánicos reunidos en una actividad desde una causa común, o de relaciones entre hilaturas que componen una tela. Todo es categorías culturales, metáforas de lo físico convertidas en razón argumental.

La regularidad a que acudimos para explicar cualquier dato plural de relación estable es específicamente compleja cuando cada uno de sus elementos contiene información susceptible de afectar a la actividad de los otros con los que efectúa relación, cuando, como es el caso en las ciencias socioculturales, la relación en sí misma es parte de un proceso de acción cuya complejidad depende del número de elementos que participan en la actividad y, por lo mismo, del tiempo y espacio que ocupan en la realización de ésta. La complejidad es también asunto de comunicación, de diversidad de ésta dada en forma de diversidad social, en el sentido de que cuanto mayor es la distribución social de una función y mayor la información que proporciona, es también más compleja la representación que producen los códigos ideacionales presentes en el sistema de acción.

Los elementos internos de todo sistema de acción suelen distribuir información más allá de sí mismos por difusión de flujos radiales, y aunque no necesariamente éstos se autoabastecen, suelen ser reconocidos como fuentes de comunicación social establecidas en casilleros o depósitos de información habitualmente accesibles a los individuos socialmente concertados en situaciones de movilidad. La complejidad es asunto de números de elementos diferentes concertados en la misma clase de información y de sociedad en estado de proceso común a todos ellos.

La cantidad y cualidad de los sistemas socioculturales complejos suele expresarse en forma de diversidad y heterogeneidad, de situaciones cuantitativas de los elementos conforme, por una parte, no son iguales entre sí, y conforme, por otra, en que las combinatorias que establecen por medio de su actividad tienden a producir resultados que son específicos a dichas combinatorias.

Los modos culturales específicos que resultan de la actividad humana son, por lo tanto, relativamente complejos según la variedad de contenidos y funciones que definen las formas económicas, de la diversidad tecnológica reunida por cada sociedad, y de la información traducida en términos cognitivos expresada, asimismo, en la cantidad y cualidad de los sistemas de acción que ocupan a los individuos y grupos de una sociedad. La energía empleada en la realización productiva tiende a manifestarse en forma de conocimientos, de diversidad concreta de la tecnología, de números funcionales de distribución social, de individuos ocupados en actividades diferenciadas.

Entiendo que es necesario este preámbulo para indicar que el enfoque epistemológico reunido en esta ocasión supone ocuparse de relaciones directamente vinculadas con formas físicas, y aunque aparentemente las formas socioculturales tienden a ser explicadas en función de la energía, de la termodinámica y del papel de la entropía en la evolución material, sin embargo, la dirección del enfoque epistemológico, fundado en versiones de las ciencias físicas, no es obstáculo que impida la conversación estratégica con las ciencias antropológicas y con las humanidades que configuran el circuito académico de la teoría cultural.

Los grupos humanos se distinguen históricamente por su producción cultural, por los hechos evolutivos que marcan su destino en el seno de la naturaleza. Las herencias que estamos recibiendo de nuestros antepasados definen, asimismo, conocimiento y pensamiento, pero también límites de actuación de nuestra especie y ecologías que son el resultado de adaptaciones mutuas entre naturaleza y cultura, y si las fuentes de nuestras historias se nos aparecen relacionadas con tecnologías específicas es también necesario entender que las fuerzas físicas que mueven el universo nos afectan directamente, y de ahí el que hablando de termodinámica y de entropía hablemos de energía, de manera que cuando nos referimos a ésta estamos desplazando nuestra atención a ideas de actividad, de trabajo humano y de productos resultantes del mismo. No hay duda, por lo tanto, de que tratamos con problemas de lenguaje, y éstos no excluyen necesariamente la cuestión epistemológica, en tanto ésta concierne a entendimientos de enfoque que nos incluyen como científicos desde la antropología y las ciencias que se ocupan del estudio de las sociedades humanas.

 

UNA EXPRESIÓN CULTURAL DE LA TERMODINÁMICA

Nuestras reflexiones sobre complejidad conducen a extendernos sobre la misma. En concreto, partimos del supuesto de que la energía está presente en las formas de evolución cultural que han alcanzado las sociedades humanas, tanto de las primeras como de las últimas que aún forman parte de nuestro presente existencial contemporáneo. Dicho presente llega a ser racionalizado en sus expresiones termodinámicas o materiales, y suelen acompañarlo de una noción ciertamente destructora de estabilidades, la de entropía y desórdenes consiguientes que, entrados en las energías organizadas, tienden a cambiar el orden existente. En el cuestionamiento primero de la complejidad, hay una pregunta importante: la de cuánta energía define la fuente cultural en su expresión productiva, y cuánta corresponde a cada ser humano según su realidad histórica, entendida ésta como medida de evolución. Asimismo, ¿cuánta energía controla el conocimiento y cuánto contribuye éste a una producción específica de energía? Explicar el estado del mundo por medio de esta clase de dinámica material es también un modo de realizar la definición evolutiva, en especial cuando la llamada auto-organización afecta la estructura de una actividad sociocultural tradicional, la cual incluye cambios en ésta y articula otras históricamente, y más eficientes en términos de energía.

Procuraremos conducir a otro perfil de significación lo que siendo físico en su forma material es, sin embargo, cultural por ser el producto de una realización del conocimiento, el cual la razón humana expresa en formas materiales, sociales, intelectuales y espirituales. En este sentido, los conceptos de termodinámica y entropía culturalmente se entienden como energía y desorden, y se reflejan, asimismo, en conductas de organización y de relaciones humanas y del estado del conocimiento en una fase histórica específica

Como en el materialismo más exigente, no hay fuerza sin materia. Ambas son inherentes entre sí (May, 1953: 112), a menos que la materia sea transformada en energía por las actuaciones humanas, que es el caso que pretendo representar, como cuando una materia —el agua— que corre por sí misma es reunida en forma de construcción hidráulica, la cual, después, equipada por tecnologías complejas, se convierte en electricidad que mueve artefactos diversos. Históricamente, en este caso, lo inherente reside en la capacidad humana de transformar fuerzas naturales auto-organizadas en energía ordenada, o sea, en potencia cultural que se organiza conforme a otro orden inherente. Al respecto, lo que importa es medir la cantidad termodinámica de fuerza acumulada en forma de energía dirigida a transformar lo que primero es una fuerza natural y luego se dirige a ser una fuerza cultural.

Por lo mismo, en términos culturales la fuerza se convierte en energía cuando es movida por los grupos humanos, y lo hace conducida a su transformación específica, definida por los usos sociales, los cuales la convierten en un modo cultural de ser lo que primero han sido fuerzas naturales. El transporte de la energía, en el ejemplo la electricidad acumulada y distribuida en industrias que la utilizan, tiene sentido en el hecho de que, al mismo tiempo, se define en forma de mecánica cultural, o sea, es un uso social de origen cultural, lo cual importa a la idea de conocimiento científicamente organizado porque en su actividad aplicada éste condiciona la actividad termodinámica y la de sus acompañamientos entrópicos. Éstos, en muchos casos, y en la tendencia histórica, acaban siendo sus productos.

A título de una primera reflexión, nos damos cuenta de que un planteamiento exclusivamente epistemológico, el de los referentes formales que acompañan al estudio del papel de la termodinámica conforme a la idea de sistema, se tiende a entenderlo como procedimiento de estudio y análisis por cuyo medio se realiza una verificación objetiva de la fuerza material disponible. El conocimiento que se obtiene desde la representación física de la naturaleza tratada, asimismo, en forma de argumento material de la realidad social está muy reconocido en los recursos de la dialéctica marxista, y desde esta perspectiva es difícil contrariarlo cuando uno se propone acercarse al conocimiento de la realidad cultural desde el determinismo de la energía.

Sin embargo, y en este caso, lo más difícil de estudiar parece darse en el punto donde cuando nos dirigimos a entender la dialéctica del sistema material, al mismo tiempo advertimos que una parte significativa de la fuerza material de que disponemos y utilizamos resulta del hecho de que el materialismo científico, operando en forma de realizaciones tecnológicas, es también parte dialéctica de una representación cultural de ella en la energía de que disponemos. De hecho, en la verificación histórica del curso seguido por esta dialéctica, podemos observar que todas las sociedades humanas, cualquiera que sea su grado de evolución alcanzado, se han comportado como seres de naturaleza específica, la cual se realiza desde ésta determinándose a sí misma en algunas fases de su historia.

Esta condición suele conducir a establecer una cierta primera representación del enfoque o método dentro de las coordenadas específicas que resultan de esta clase de adopción fenomenológica. La representación que me sugiere el tema concierne al papel del planteamiento cualitativo en las ciencias culturales cuando la termodinámica se acerca a la estadística y, ya en ésta, se aproxima a la realidad que construye el conocimiento de la complejidad.

Por lo tanto, podemos asumir que, en sus cantidades y distribuciones sociales, la termodinámica es la expresión material del estado evolutivo de la cultura de una sociedad. Esta expresión hay que entenderla en la cantidad per capita que le corresponde a cada individuo en la sociedad donde vive. La cantidad global de energía acumulada por los individuos de una sociedad expresa, por lo mismo, un valor temporal, histórico, el de la energía de que disponen y usan en escala y proporciones diferentes los individuos de la sociedad que se considera.

Siendo que no todos sus individuos son física, social y culturalmente iguales en términos de constitución, de posición social y de actividad reconocida en sus respectivas funciones técnicas dentro de sus grupos de acción, las relaciones de ésta con los valores específicos que resultan de su actividad se traducen en forma de conocimiento, pensamiento y energía. En este punto, las cantidades representadas por sus rendimientos laborales y, asimismo, por las que se corresponden con otras funciones que definen gasto de energía, difieren en términos de las expectativas de estatus, de los contenidos de realización dentro de los textos referidos a la actividad de éstos. Así, la participación social de cada individuo se definiría por la aportación de energía material, pero también del conocimiento que ésta expresa.

Habitualmente esta representación de la energía mayor en los individuos hay que entenderla más en la industria, en la agricultura y en las actividades donde se emplea más energía productiva, que en el comercio, los laboratorios, la educación, la burocracia y la dirección social integrada en la política, la religión y los diferentes comportamientos organizados del conocimiento. Por esta razón, cuando hablamos de termodinámica tratamos con valores materiales o de energía, lo cual supone que nos remitimos a un valor objetivo, aparentemente limpio de subjetividad en sí mismo, uno en el que la cantidad de energía representada por cada individuo no expresa necesariamente el valor de estatus que le reconoce su sociedad, ni tampoco el valor dinámico que tienen sus conocimientos y pensamiento.

El poder, por ejemplo, se identifica con el estatus, no con la cantidad de energía poseída y usada por los individuos que lo ejercen. Más propiamente, se identifica con la cantidad de energía social que éstos reúnen, por lo menos cuando fundamos dicho poder en términos de la influencia y la capacidad de determinación que demuestran tener sobre la voluntad de otros individuos. Las sumas de energía que reúnen los actos del poder se pueden pensar como actuaciones de éste, como determinismos específicos integrados en función del ejercicio de controles organizados vinculados, asimismo, a capacidades de control y movilización de otros individuos. En este sentido, la termodinámica del poder se demuestra en forma de las cantidades y cualidades de la apropiación que resulta de las aportaciones, individuales y de grupo, que acompañan a la proporción de aquella parte de energía que acumula el poder y de la que dispone según los grados de influencia social que ejerce sobre su sociedad de maniobra. La influencia ideológica es, por lo tanto, un modo específico de determinismo social, y la energía que reúne de los individuos que se asocian conforme a esta clase de identificación de la energía se constituye en fuente de alimentación del poder.

Adicionalmente, la energía que suma esta clase de determinismo individual se refleja, pues, en una identidad concreta, la del poder político, económico, religioso o moral, y tiende a configurarse en torno a la cantidad de energía que definen los determinismos de energía material que representan las decisiones de sus individuos. Por eso, y respectivamente, cada energía individual de apoyo a dicho poder se puede medir por la energía material que aporta a la capacidad de determinación del que la influye y decide, directa o indirectamente, según la posición de estatus del que ejerce un poder específico sobre una población o sobre parte de la misma en forma de construcción de conciencia.

En términos de termodinámica la representación de esta energía en los individuos es, por lo tanto, una manifestación material. Sin embargo, esta última es en sí insuficiente cuando la acción se ejerce sin estar determinada por una previa fundación de escalas definidas socialmente, determinadas por la estructura de las organizaciones que diseñan las dependencias interpersonales, las cuales, en términos de influencia, definen las relaciones sociales mientras, al mismo tiempo, ponen al descubierto el estado de la energía que contienen conforme a la fuerza social que reúnen.

Éstas son representaciones de escala y de estatus social de la energía. Definen los valores de distribución social de la energía desde los valores culturales que configuran las especies del poder. Éste aparece significado en función de las formas dialécticas, que son la representación de la movilidad específica de la energía según las necesidades de las respectivas formas del poder pensado en términos de escala termodinámica. En esta escala lo que importa destacar es la suma social de la cantidad material que le corresponde a cada grupo y a cada individuo entendidos como entes de determinación. En este contexto, la energía no es causa, es expresión o reflejo de un sistema de autoridad que distribuye a escala los determinismos evolutivos que se dan en la cultura, parte de los cuales se convierte en una forma de apropiación individual.

Me refiero, por lo tanto, al establecimiento de categorías de orden, desorden, caos, entropía, termodinámica, azar, sistema, redes y todo cuanto se nos ofrece en forma de energía, latente o potenciada en los usos de su transformación en otra clase de potencia, por ejemplo, la movida por la tecnología o por la pensada como estructura fundada en la idea de otro discurso, el aplicado que resulta de las verificaciones de la ciencia desde el empirismo inicial y del laboratorio en la prueba experimental. Las vinculaciones sociales de la energía son evidentes, y es aquí donde comienza a adquirir sentido la diferenciación hermenéutica que se puede reconocer en el hecho de entender la sociedad humana desde la representación de la dialéctica que ejercen entre sí la termodinámica y la entropía, pero también la de los individuos en ella.

En principio, y a título de compenetración con los asuntos que despiertan sus problemáticas, la complejidad ocupa el espacio de las transiciones, lo cual conduce fácilmente a la idea de que estamos refiriéndonos a una inestabilidad donde los desequilibrios parecen ser la pauta heurística dominante. Asimismo, hablar de complejidad comparada es equivalente a ocuparse de evolución cultural; es hacerlo desde la vertiente material del contexto de la energía y de los reflejos de ésta en su correspondiente termodinámica social. De hecho, esta clase de termodinámica se expresa en forma de actividad social y está representada por códigos ideacionales de dicha actividad. Los códigos son formas culturales distribuidas en relaciones sociales, en organizaciones de acción y en contenidos de conocimiento institucionalizados que acompañan a los individuos en su actividad. En la acción, cada actividad es una forma de energía. La suma de estas actividades supone la cantidad de energía consumida o empleada por una sociedad.

Al respecto, y conforme definimos la cuestión de la complejidad en términos de transiciones, entiendo que en las sociedades sencillas o de subsistencia éstas forman parte del proceso de socialización. Según eso, estoy refiriéndome a los procesos adaptativos de adquisición cultural que ocurren en los individuos según el género, la edad y el rol social en sus comunidades locales. De hecho, la conducta individual y colectiva en toda sociedad de subsistencia se atiene a los tres factores que acabamos de indicar, y en este sentido no parece difícil entender que las transiciones a que aludo conciernen a los cambios sucesivos que se dan en los individuos conforme avanzan en edad y pasan, por lo tanto, de los estados de dependencia propios de la lactancia a los de autonomía motora dados en forma de niñez, adolescencia, juventud, madurez hasta alcanzar la vejez y finalizar en la muerte. Estas dependencias son equivalentes a periodos históricos de los organismos humanos, y se distinguen por el hecho de que registran desarrollos de experiencia personal marcados, asimismo, por las biografías de los individuos. Los registros a que aludimos se constituyen dentro de perímetros de acción social, cuyas complejidades son relativas a la complejidad de la división del trabajo. Por esta razón, la energía que se da en ellos es básicamente muscular, y se entiende que las relaciones técnicas del grupo con las producciones naturales son intensivas, y suelen definirse por una dependencia de los recursos materiales prácticamente absoluta desde el punto de vista industrial.

En términos de industria me refiero a los grados de transformación de los productos de la naturaleza, o sea, utilización de palos dados en forma de ramas de árbol o de bejucos, de caza y alimentos cocinados, de aguas conducidas de un punto a otro, de animales cazados con jabalina, arco y flecha, trampas y peces estancados, asfixiados por productos tóxicos de naturaleza vegetal en forma suficiente para ser atontados y quedar flotando y ser atrapados en superficie. La industria en sí misma es, por lo tanto, inteligencia humana y empleo de energía específica, aquella que acompaña a los diferentes modos de colectar, cazar y adaptar los elementos naturales a las necesidades humanas en forma de técnicas concretas. En sí misma, la técnica es equivalente a unas primeras formas de energía superiores a la estrictamente muscular, y podemos definir las producciones que conducen a la satisfacción de las necesidades biológicas básicas como experiencias de complejidad primaria. Así, cuando hablamos de evolución cultural nos referimos a las distribuciones de energía empleada durante el discurso productivo material.

Este discurso es histórico en las biografías individuales y colectivas, adopta el carácter de una transición existencial, lo cual, y en este contexto, incluye las experiencias mentales de la realidad, el conocimiento y el pensamiento, relaciones sociales, organizaciones en las que se ubican los individuos, estructuras participativas, sistemas normativos, códigos ideacionales presentes en la acción, ideas concretas y ecologías específicas. Este conjunto social es culturalmente una muestra de complejidad específica, primaria cuando la comparamos con la complejidad distribuida de la civilización contemporánea. En ésta, el referente de la distribución social de los individuos conforme a su actividad económica, en la comparación histórica, viene a subrayar que las energías empleadas entre ambas son diferentes.

Por una parte, y a cuenta de los equipamientos tecnológicos, la diferencia que se da entre ambos tipos de sociedades humanas parece dirigirse a significar que mientras los ambientes o ecologías en que viven los grupos primitivos de subsistencia pueden definirse como complejidad derivada de una dependencia directa de la naturaleza, en cambio, los ambientes y ecologías donde viven los individuos de las sociedades industriales avanzadas son, básicamente, productos artificiales o estrictamente culturales. En éstos, incluso el mismo aire que respiramos está compuesto por una fuerte participación industrial, la cual, a título de resultado, se llama contaminación atmosférica.

Al socaire de este determinismo industrial, la creación cultural de termodinámica es considerable, y aunque no tenemos pruebas empíricas seleccionadas que midan suficientemente su expresión energética en forma de espacios cuantitativos de participación de naturaleza y de cultura, la mayor parte de la energía utilizada por la posmodernidad es de origen tecnológico o resultado de las derivas resultantes de la aplicación del conocimiento científico.

En este contexto, las posibilidades expansivas de una sociedad podemos entenderlas en función de la cantidad y diversidad de control cognitivo aplicado que ejercen sus científicos, lo cual se expresa en forma de políticas sociales fundadas en tecnologías aplicadas a la comodidad de sus poblaciones y a la producción de condiciones materiales relacionadas con el ejercicio del poder político y, actualmente, con la expansión de la economía de mercado y de la globalización de los consumos y demandas sociales de quienes viven dentro de estas sociedades industrializadas. La complejidad mayor —y hasta cierto punto inasequible a la observación empírica directa— se da, por lo tanto, en esta clase de sociedades, y si en su distribución social la energía define una clase de complejidad, el conocimiento aplicado define el modo cultural de organizarla.

En las sociedades humanas los campos de fuerza de la energía parecen distribuirse, por lo tanto, en forma de entropía cuando los fines aplicados de la primera se contradicen con los fines de realización de los medios sociales que la utilizan. En un caso ejemplar, el petróleo es un recurso natural susceptible de ser transformado por la tecnología industrial en producto material diverso puesto al servicio de las sociedades humanas. En términos de economía de mercado, la energía resultante de su empleo se convierte en factor de entropía, desorden o caos, cuando los precios del petróleo encarecen los productos industriales y este encarecimiento repercute en los costos del transporte y los consumidores se ven obligados a disminuir o a suspender, según los casos, la adquisición de dichos productos.

En los países democráticos las huelgas de consumidores, de los transportistas europeos en este particular, son las primeras manifestaciones de entropía o desorden social causado por una energía donde el conocimiento tecnológico de su transformación no encaja con la capacidad de compra de sus productos por parte de los consumidores de éstos. La entropía social que resulta adquiere forma de transición en un sentido: la forma política se ve obligada a recuperar su capacidad de gestión concertando subsidios y elevaciones de salarios por causa de presión social y de conflicto inherente a los desequilibrios causados por el consumo de una energía que es conflictiva cuando en el proceso de realización productiva se analizan las actuaciones del mercado de trabajo en los efectos y formas de respuesta social que resultan de sus costos económicos.

A este respecto, y utilizando un aparentemente sencillo ejemplo de problemática inherente a la complejidad de un sistema social moderno, en sus actuaciones huelguísticas los transportistas nos sugieren la idea de que la estabilidad del sistema, en la medida en que está fundado en la economía de mercado —la neoliberal en este caso—, es muy precaria porque parte del principio de que la competitividad es, por sí misma, un elemento suficiente de reorganización constante porque estimula el incremento productivo desde la capacidad tecnológica de reorganizar automáticamente la economía y poner, asimismo, a disposición de las poblaciones un mayor número de productos.

El recambio social automático está presente en la idea de la movilidad de la fuerza de trabajo; se nos dice que lo que se pierde en un sector de la actividad se gana en otro u otros, que van a resultar emergentes porque actúan como respuestas inmediatas a las pérdidas que se perciben en reconocimientos de debilidad económica transitoria en un sector mientras, al mismo tiempo, aparecen otros ciertamente más competitivos. La evolución material es constante y también lo es la selección social que deprime a unos grupos en beneficio de la expansión de otros. El progreso material está asegurado porque las tecnologías se suceden unas a otras, y en el caso se distinguen por mejorar las eficacias productivas. La razón argumental podemos medirla en términos de otro reconocimiento, el de que la movilidad es la forma social del sistema, y en la participación ideológica de esta clase de razón lo que se pretende es propiciar la rehabilitación constante del sistema fundando éste en el incremento constante de la cantidad termodinámica disponible. En este caso, el sistema social se mide por su proyección energética, y en él la entropía es una cualidad necesaria a la reproducción del mismo.

El acompañamiento del sistema social incluye, pues, la actividad de la entropía, y ésta suele expresarse en forma de protestas y resistencias de partes de la población. Las soluciones a estas problemáticas tienden a insertarse en la dinámica de las representaciones políticas, pero también en la idea de que la movilidad social es parte necesaria de la movilidad tecnológica, y ambas son razón inevitable del progreso. Con éste en marcha permanente, las realizaciones individuales son una función de los reciclajes continuos que resultan del mismo progreso, por lo cual las cualidades de adaptación que se exigen a la fuerza de trabajo más activa, la industrial, consisten en prepararla ideológicamente dentro de los criterios de movilidad cognitiva. Es obvio que el conocimiento, el de la tecnología, avanza siempre hacia el progreso material rápido, y las derivas de conflicto que éste ocasiona constituyen mediaciones internas grandemente dinámicas controladas políticamente dentro de la estructura social.

El monto de energía que éstas consumen está representado por pérdidas de cantidades de ésta en el trayecto de realización de las innovaciones, por una parte, y por otra, a cuenta de las agregaciones que resultan de una mayor demanda en los usos de energía. El logro de equilibrios termodinámicos es el propio de una transición permanente en las relaciones del sistema como agente de innovación, de readaptación y de movilidad de los códigos cognitivos que deben aprender a matizar continuamente los individuos que se ocupan dentro de los sistemas productivos industriales.

En cierto modo, el uso de la teoría del sistema industrial avanzado1 por las clases trabajadoras modernas es prácticamente muy precario, lo cual supone que la praxis cotidiana de aquéllas se define dentro de los límites de comprensión exigua que les proporciona el cambio continuo de tecnología y necesidad permanente de reciclaje por parte de su realización individual. La praxis de la protesta en los países democráticos industrialmente avanzados es muy frecuente, pero la disipación de las resistencias resulta ser un efecto de las compensaciones que prevé la asistencia del Estado en forma de subsidios a los trabajadores en paro, de jubilaciones precoces y del ejercicio democrático de los derechos de voto, opinión y organización que también actúan como fórmulas de disipación de la energía que aportan a la reproducción del sistema. Mientras tanto, y al mismo tiempo, en estas evoluciones el papel de la energía se incrementa en las sinergias que derivan de los conflictos sociales que resultan de sus empleos productivos. La complejidad está servida por la energía, y ésta podemos entenderla como entropía social permanente.

 

TESTIMONIOS EPISTEMOLÓGICOS SOBRE COMPLEJIDAD

Una cierta cordialidad intercientífica es la que resulta de leer a antropólogos y sociólogos refiriéndose a intercambios epistemológicos con las ciencias físico-matemáticas y con las naturales. Dicha cordialidad consiste en la abundancia de elementos interdisciplinarios introducidos en los textos que comentamos. La misma permite intervenir alternativamente entre ciencias académicamente ajustadas a textos de tejido empírico diferente. Por este medio epistemológico advertimos también que podemos trasladar los campos de la experiencia empírica de un texto a otro, siempre que los lenguajes de cada ciencia ocupen espacios útiles de la otra u otras; que sugieran, por lo mismo, una semejante intención heurística. En este sentido, mientras reconocemos que la naturaleza por sí misma carece de instituciones, sin embargo, asumimos que tiene energía y contiene culturas, cultivos de conocimiento que la transforman intencionalmente, como son los propios de la inteligencia humana aplicada a la producción de artefactos.

Llegados a ese punto podemos subrayar que ya Leslie A. White (1949) había enmarcado la idea de evolución cultural en el contexto comparado de los consumos de energía, dados en función de los equipamientos, tecnologías, que usaban las sociedades humanas. Los resultados cuantitativos de energía, considerados per capita, definirían indirectamente el alcance evolutivo o de progreso realizado por cada cultura en comparación con los alcanzados por otra. En cierto modo, cada uno de los expositores de sus enfoques exhibe una cierta predilección por explicar una teoría de la sociedad humana en sus mecanismos más dinámicos, los del orden sistemático que resulta de la organización de su energía y de los sistemas que concurren a diferenciarla en los usos sociales de la misma. Nos detendremos a considerarlos en el texto que agregamos, donde los autores de los trabajos que comentamos son ejes de conexión articulada o epistemológica con un producto, el de la técnica expresiva que define los intereses que acompañan a cada valor del conocimiento en relación con el estudio de la energía y de los enfoques que resultan de la organización reactiva de la complejidad.

Tomamos como referentes ideacionales de la complejidad los contenidos en los énfasis conceptuales que ocupan el trabajo de los tres autores, René Millán, Carlos Reynoso y Leonardo Tyrtania2. Los énfasis son, respectivamente, sistema, red y energía. En cada caso podemos reconocerlos en forma de dinámicas profundamente dialécticas, las propias de toda complejidad humana. Por ende, si lo que es físicamente naturaleza suele convertirse en cultura cuando intervienen los seres humanos, una cierta realización tecnológica adquiere el papel de un discurso energético cuya conclusión es, en nuestros autores, parte fundamental de la evolución humana, la cual conduce progresivamente a una mayor complejidad. Esta última es, por lo tanto, reflejo del estado evolutivo de las sociedades y de sus culturas y de sus respectivas cantidades de energía.

 

SISTEMAS, ENTORNOS E INTEGRACIONES

Las instituciones culturales de las sociedades humanas contienen normas basadas en conocimientos que producen energía, lo cual, en términos de complejidad, nos advierte acerca del hecho de que los sistemas sociales suelen ser diferentes a los entornos que constituyen los ambientes en que viven los grupos humanos. Son diferentes, en este caso, porque mientras un sistema no debe contener incongruencias, el entorno no es necesariamente una expresión del sistema, sino todo lo contrario: un sistema es consecuencia de la existencia de un entorno. En este caso, las influencias del entorno tienden a generar lo que reconocemos como adaptaciones al mismo por parte de los sistemas.

Dentro del particular de sus relaciones internas, los sistemas tienden a expansionarse desde sí mismos a partir de las aportaciones que resultan de su articulación dinámica con subsistemas que le contribuyen con efectos y necesidades específicas definidas, mayormente, por la dinámica que resulta de la actividad integrada del sistema total. Este último adquiere carácter integrador respecto de los subsistemas o sistemas parciales. Comúnmente, la diferencia con el funcionalismo se manifiesta en el sentido de que mientras éste divide a la sociedad en partes, en cambio, el sistema total suele reconstruirse desde cada una de sus partes, asimismo, diferentes por el hecho de que lo es su entorno.

De este modo, la unidad de los sistemas con el sistema total podemos apreciarla en el hecho de que los primeros responden al segundo en función de las necesidades totales del mismo. Así, la satisfacción de necesidades del sistema total es un logro de la concurrencia de todos los sistemas parciales. En este supuesto, cada subsistema se reelabora conforme a las demandas de su entorno, y es en este carácter que tiende a reconstruir la totalidad a partir de su contribución a la continuidad de la misma.

La pluralidad que podemos reconocer en la existencia de subsistemas es, obviamente, parte del sentido que podemos dar a la idea de complejidad. Por lo mismo, ésta podemos verla en forma de un multicontexto, aquel que constituyen los entornos y sus respectivos sistemas, lo cual supone que simultáneamente se dan diferentes modos de información. Desde esta noción de multicontexto, la diferenciación interna se puede reconocer en términos de formas relacionadas que, no obstante sus diferencias, permiten registrar igualdades y desigualdades en estado de vinculación.

Podemos referirnos, por lo tanto, a formas de identificación. Éstas serían: 1) La representada por segmentos, digamos clanes, diferenciados en sus descendencias. Por eso, en ellos la sociedad es el sistema y la familia es el entorno. 2) Una diferenciación dada en forma de centro y periferia. Ésta constituye una desigualdad entre sistemas o segmentos, las periferias, con un referente, el centro, y un Estado respecto de sus organizaciones. 3) Una estratificación social que separa en rango o posición de estatus al común del noble o del poder. La dualidad que registramos podemos entenderla como un orden funcional. 4) En sí la diferenciación funcional implica desigualdad entre sistemas, de manera que los subsistemas adoptan autonomía respecto de otros y de los entornos. Esto significa que no necesariamente son armónicos entre sí.

Según eso, la diferenciación y el reconocimiento de complejidad inducen a entender que se trata de contenidos funcionales adscritos a cada subsistema. Por eso, a diferencia del funcionalismo que ha definido la función como instrumento de estabilidad, en este caso dicha función es inherente a la organización del sistema más que a su entorno. Conforme a eso, el sistema incluye la observancia de un código y el reconocimiento de un programa, lo cual supone el desenvolvimiento de dicotomías tales como bueno-malo, sagrado-secular. En el caso, la dicotomía es indeterminativa y en ella el programa induce a ofrecer la orientación que lo define.

A este respecto, la forma funcional contribuye a producir una cierta autonomía en cada subsistema, lo cual permite definir la clase de vinculación que realiza con su entorno. De hecho, en su actividad, tanto sistema como subsistema acuden a representar conexiones de todo tipo, de información y situación relacionadas con su entorno, de manera que podemos entenderlos como autopoiéticos. Mientras tanto, asumen al mismo tiempo normalidad y contingencia, o desorden simultáneo dentro de un orden. En este sentido, los entornos suelen permanecer abiertos. Debido a eso, sus límites no están definidos, lo cual supone que sistema y entorno no se determinan mientras, en cambio, son interdependientes. Ésta es una razón para entender que entre sistemas no se da lo que se llama "complementariedad estructural". No hay criterio único de acción, pues cada sistema tiene sus propios lenguajes de comunicación.

En este contexto, cada sistema es funcional en el hecho de ser un auto-referente con su autonomía. Eso implica la existencia de una cierta indiferencia de los sistemas respecto de sus entornos. A veces, la circulación de los auto-referentes se interrumpe, lo cual suele entenderse como el efecto de la entrada de una exterioridad, la del entorno respecto del sistema. La entrada del entorno en el sistema se define en forma de personas, o de acontecimientos ajenos al sistema, lo cual confirma la diferenciación que supone la relación del sistema con su sociedad. De este modo, cada sistema es un auto-referente específico, de manera que las relaciones entre sistemas, por cuanto son externas, producen resultados diferentes en el seno de cada sistema. Así, el auto-referente y la externalización que pueda darse en un sistema expresan formas de comunicación específicas de esta relación. En la experiencia de la misma se incluyen las reacciones del entorno.

Cuando nos referimos al sistema total advertimos que éste se presenta en forma del mismo derecho concurriendo a actuar en sistemas diferentes, por lo cual, y en relación con el primero, hay que entender dicha presencia en diferentes entornos, de manera que su intervención en éstos se puede considerar como externa en los sistemas. En el supuesto indicado, con independencia de cómo se relaciona el sistema total con un sistema y su entorno, lo más cierto es que conserva o, más bien, no reduce, su autonomía. En ese contexto, la forma de la diferenciación define el modo de relación que se da entre sistemas, y es en los efectos como se define el modo de integración.

Vemos, pues, que en las sociedades avanzadas la articulación de sus individuos y grupos se consigue por medio de la actuación de sistemas parciales. En el contexto de sus relaciones, la noción de diferencia se traduce en interdependencia, de modo que a mayor desigualdad entre sistemas, mayor es la dependencia que mantienen los sistemas entre sí. La indeterminación mutua se nos ofrece, por lo tanto, como factor de disolución de las formalizaciones inherentes a todo sistema. En este supuesto, y paradójicamente, la integración que se da entre sistemas es el resultado de disoluciones previas, en especial porque éstas disipan la tendencia a evitar entradas ajenas al sistema. Por lo mismo, la integración se nos aparece menos predeterminada y los sistemas son menos estables. En el caso, conforme los sistemas se dirigen a ser desiguales, introducen la interdependencia, por lo cual aumentan la presión integradora. Por lo mismo, la necesidad de integración conlleva la conveniencia de relajar las estructuras o fijaciones posicionales de los sistemas.

Por esta razón, y como síntoma, la complejidad también suele mostrarnos flexibilidad, de manera que una causa de dicha flexibilidad está representada por la diferenciación y la desigualdad. Desde una perspectiva dinámica, las sociedades complejas son proclives a incrementar las complementariedades entre estructuras diferenciadas, lo cual supone que la diferencia es funcional. En este punto, la integración más que ser un requisito funcional es un recurso incorporado a la interdependencia que resulta de las conexiones entre formas sociales desiguales. Al respecto, el proceso de integración parece estarse desintegrando a la vez que reintegrándose continuamente. Es precisamente por las razones indicadas que debemos entender como funcional la diferenciación entre individuos. Cabalmente, podemos entender la diferenciación y la integración como rasgos específicos de las complementariedades. La idea es que la complejidad sociocultural adquiere sentido desde las organizaciones pensadas como sistemas, articuladas, asimismo, por medio de relaciones entre éstos.

Dichas articulaciones hay que pensarlas en términos de distribuciones de rol/estatus, pues son éstas las que mejor miden la complementariedad entre individuos más que entre sistemas. Por estas razones, la capacidad de cada rol consiste en producir comunicación interpersonal entre los que son diferentes por cuenta del estatus social. De este modo, podemos entender los sistemas como fórmulas de acción que no sólo articulan sus elementos, sino que, además, articulan relaciones entre elementos pertenecientes a otros sistemas. Así, articular sistemas entre sí también supone articular individuos entre sí.

El hecho de que cada sistema hay que entenderlo como sector del todo social también supone que por sí mismo no incluye a toda la sociedad. Más bien induce a la idea de que ciertos segmentos y fragmentos de la sociedad están más próximos entre sí que otros. Las relaciones entre éstos corresponden con necesidades del sistema total, y es en este sentido que la distribución de la sociedad tiene que ver con autonomías de acción vinculadas con procesos que unen lo diferente por medio de integraciones respectivas de tiempo y espacio distintos.

Aparece, por lo tanto, que entendemos la complejidad en forma estructural, que la entendemos por medio de combinatorias posibles, las cuales se efectúan en forma de relaciones entre los elementos que configuran formalmente la acción del sistema. Por eso, la sociedad es un modo de diversidad que se define por medio de heterogeneidades articuladas por sistemas autónomos, incluso anónimos en los individuos. El hecho es, entonces, que los sistemas sólo integran relativamente a aquellos individuos que forman parte de ellos, lo cual exime de obligación de integrarlos con los restantes. Sólo identifican formatos de información técnica y cognitiva adscritos a los contenidos que sirven para vincular individuos o elementos cuya comunicación es necesaria para realizar la acción.

Aquí la idea de reconstrucción unitaria de los sistemas conduciría a una ficción empírica, precisamente porque la complejidad no es observable simultáneamente, más bien es deducida por medio de inducciones parciales. Por eso, el hecho de que las diferencias que se dan en términos de rol/estatus conducen a producir mayores autonomías internas incluye reconocer que los entornos son más complejos en sí y entre sí que los sistemas. En el caso, las "complementariedades estructurales" se reducen cuando pensamos en la dificultad de verificar la estabilidad relativa de las regularidades sociales. En el contexto, se hace relevante el principio de que no existiendo "complementariedad estructural", la cualidad indeterminista se convierte en reconocimiento de que el entorno siempre aparece como factor de innovación más potente que el sistema formalizado. Al respecto, también es cierto que los entornos tienen más capacidad de conflicto que los sistemas con los que se intenta controlarlos.

La autonomía que atribuimos a los sistemas tiene carácter auto-referencial, lo cual significa que sus elementos están próximos entre sí. Esta cualidad asegura un mayor control de la comunicación y de la información. En el caso, incluso procura más integración, de modo que en el proceso auto-referencial se advierte más estabilidad en la autonomía que en la interdependencia con otros sistemas. Ocurre así, precisamente porque esta última suele ser causa de desigualdad. Las regularidades mayores se dan, pues, entre sistema autónomo y entorno, y son éstas las que admiten mayor cantidad de materiales etnográficos.

No hay duda, por otra parte, de que detectamos el conflicto en el punto donde aparecen los desniveles en términos de complejidad. El asunto aquí no es de funciones diferenciadas, sino de modos de comunicación desiguales resultantes de diferencias que se dan entre sistemas. De hecho, y modernamente, las causas de conflicto se dan entre sistema y entorno, especialmente cuando en las relaciones entre ambos las complejidades conciernen a desigualdades incompatibles y la selección diferenciadora contribuye a elevar el tono de la razón crítica.

El supuesto de la selección consiste en el hecho de que en sistemas complejos, aquélla no puede impedir que haya orden en la mayoría de los elementos del conjunto. Por esta razón, el orden está presente no sólo por selección, sino a despecho de ésta. En este particular, los sistemas complejos no suponen necesariamente la presencia de sistemas adaptativos (cf. Lansing, 2003:190).

Llegamos al punto en el que nos damos cuenta de que la complejidad es asunto de cuántos son los elementos que están en relación respecto de los que forman parte del sistema, pero también de los que estando fuera del mismo reciben comunicación de otros y dan información de sí a los que les son coetáneos en espacios de vinculación heurística. Las situaciones resultantes de estas relaciones entre sistemas tienen que ver con los respectivos entornos de los que depende su actividad, y en este sentido la cuestión de las cantidades de elementos diferentes que intervienen en estas relaciones se convierte en complejidad específica, pero también en asunto de estabilidad. En origen ésta es una función de la diversidad interna del entorno y es, asimismo, cuestión de cuánta es la presión que éste ejerce sobre el sistema. En términos de presión y diversidad, el entorno puede entenderse como problema cuando exige prioridades de atención al sistema y, en especial, cuando éste no ofrece recursos ajustados a las demandas del ambiente, entonces, la dirección conflictiva del entorno se vuelve amenaza para la estabilidad del sistema.

En principio, las relaciones entre entorno y sistema se configuran dentro del mismo tiempo y, en la medida en que son positivas por funcionales, se caracterizan por estar próximas a las demandas del entorno. No obstante, éste siempre tiende a presionar más que la capacidad de respuesta que demuestra tener el sistema. De ahí la complejidad hay que entenderla en función de la cantidad de relaciones que contiene, por lo que se puede suponer que cuanto mayor es la complejidad, mayor es también la formación de complejos. Esta perspectiva se integra en ideas de selección y a procesos que tienen lugar dentro de límites funcionales. La selección es, por lo tanto, permanente. Empero, la selectividad es causa de incremento de la irritabilidad del sistema.

El sistema ejerce una selección, y en ésta el propósito es producir otro orden, aquel que resulta conveniente para dar continuidad funcional a sus relaciones con el entorno y con otros sistemas. De esta manera, toda selección hay que entenderla como un proceso de ordenamiento de los elementos. De no ser así, los elementos están disponibles, pero si permanecen desordenados sus posibilidades de integración incrementan la desorientación del sistema. A tenor del supuesto de orden que mencionamos, hay: 1) sistemas en el que todos sus elementos tienen posibilidades de relacionar entre sí, y 2) sistemas dispuestos para relacionarse totalmente con otros. En el segundo caso, la complejidad está significada por coordinaciones que tienen su tiempo y proceso, de modo que su relación con el entorno es funcional en términos temporales. Eso concuerda con la idea de que hay diferencias en los efectos y en la selección que resulta de la acción de sus elementos. Dicha selección incluye contingencias, y en este caso la racionalidad es menor, por lo mismo, es mayor la improvisación.

Acudimos, por añadidura, a la idea de información, y en este sentido cabe subrayar que todo sistema equivale a una relación informada. De hecho, la autonomía que se le reconoce a un sistema tiene por fin optimizarse en relación con su entorno. De por sí éste suele ser una entidad desordenada y su información suele ser insuficiente. En el supuesto, la racionalidad que acompaña a la acción de un sistema está relacionada con su capacidad para observar el entorno. Por lo mismo, sólo puede reaccionar a la irritabilidad o protesta de dicho entorno si tiene la información suficiente como para generar acuerdos con el mismo. En este contexto, el derecho es la forma más autónoma de entender un sistema, y es así porque está desvinculado de toda dependencia derivada de la irritabilidad del entorno.

Como sea que ningún ambiente total está presente en un sistema, lo significativo resulta ser el hecho de que siempre ofrece posibilidades de creación de otros sistemas. Éste es, por lo tanto, un modo potencial de incrementar la complejidad. A este respecto, la diferenciación interna dentro de cada sistema es un medio de incrementar la complejidad, lo cual implica elevar la del entorno. En el caso, la diferenciación contribuye a producir contingencia social, pero también se reconoce que es un medio de racionalizar las relaciones con el ambiente. Por lo mismo que la complejidad no supone que todo el sistema esté necesariamente racionalizado, el orden social no siempre está completado.

Las condiciones que conducen a la integración social no suelen ser completas, pues cabe entender la dificultad que resulta del hecho de que las relaciones que conducen a la integración dependen del modo como se resuelven las diferencias entre individuos, de cómo es la complejidad y de cómo se efectúa la selección. En general, la forma que se ocupa de la organización de un orden se nos aparece en términos de elementos ensamblados. Así, la integración constituye un efecto relacionado con la complejidad, en especial con aquella que está dispuesta según diferenciaciones funcionales.

De todos modos, las sociedades complejas no contienen relaciones funcionales necesarias entre sus sistemas. Por lo mismo que los sistemas no son funcionales entre sí, sí lo son, en cambio, respecto de sus medios y fines, mientras, al mismo tiempo, no se suplen entre sí. Por estas razones, los sistemas son específicos, y en su actividad suelen atender a objetivos concretos que, aunque relevantes en sí mismos, por ser diferentes no contienen ideas de superioridad de unos sobre otros, o sea, no están jerarquizados. Deben, sin embargo, complementarse dentro de un orden general, pues entre sí tienen ritmos diferentes.

En las complejidades abiertas, la circulación de los sistemas situados dentro o en relación con sus entornos demuestra ser un medio de flexibilidad, pero ésta es también un modo de debilidad en términos de integración. Mientras tanto, no hay prioridades funcionales, pues, de hecho, aunque la conexión de las diferenciaciones puede constituir un problema estructural, la cuestión se plantea en términos de organizaciones y de participación social mientras que, al mismo tiempo, añade problemas relacionados con la información. En este sentido, según sea la clase de información que uno posee y usa, así serán las conexiones que uno realiza, pues la praxis social de la cultura nos indica que no es posible conectar simultáneamente con toda la realidad existente.

Éstas son buenas razones por las que la experiencia de la complejidad estimula la auto-organización. En este contexto, la contingencia desempeña un papel decisivo, en especial porque no existe institución que tenga la capacidad de coordinar todos los elementos de la sociedad. De ahí resulta evidente que el margen acreditado a la contingencia es superior al de las sociedades estructuralmente sencillas. En estas condiciones, los medios de controlar el orden social están contenidos en torno a criterios que combinan la funcionalidad organizada con la contingencia que uno emplea en ambientes sobre los que carece de información y de experiencia.

En todo caso, la pluralidad o multiculturalidad institucionalizadas tienden a expresarse en forma de mayores grados de libertad individual. Por lo mismo, la estratificación social se da mayormente en las organizaciones económicas, y en las políticas tiene su manifestación en el orden jurídico que concede superioridad de estatus a unos individuos sobre otros. Empero, la complejidad introduce factores críticos de libertad no tanto porque ésta sea intrínseca a la complejidad, sino porque abundan los espacios de control social abiertos a la desobediencia civil.

En este sentido, la complejidad introduce grandes hiatos o situaciones de discrepancia, por ejemplo, entre clases y entre generaciones, como también ocurre con la competición que acompaña a las metas de finalidad, escasas en su triunfo individual y causa de estimulación del conflicto entre los que han sido seleccionados negativamente y los que lo han sido positivamente. En cierto modo, la heterogeneidad de las autonomías acelera el conflicto entre la diversidad sociocultural.

La información a que estamos aludiendo la situamos en las organizaciones. Por eso, el hecho de que cada segmento social disponga de un circuito de socialización para sus individuos es también una forma de concertarlos a priori con otros que les son semejantes en términos de nivel de socialización cultural, de identidad, de reconocimiento y percepción mutua entre concurrentes sociales de la complejidad. Por eso, la pertenencia individual a sistemas y a organizaciones diversas aumenta la información. Ésta es una buena razón para que unos individuos sean más propensos a articularse con otros, en consonancia con una mayor amplitud estructural y en función de su mayor información. En todo caso, en la complejidad es fácil que la información se perciba de manera segmentada, o sea, por públicos que reciben la información de masas siendo sus individuos diferentes. En la ocasión, la selección de noticias y conocimientos adquiere dimensiones especializadas, de consenso o disentimiento acordes también con la interpretación que es propia a la fundación cultural de cada socialización.

El supuesto a que nos estamos refiriendo plantea que, si bien la información es la misma para todo un amplio grupo de personas, cada especialización social conforma un modo de expresar la recepción. Así, la pluralidad de las expresiones contingentes aumenta en la competición social cuando son diferentes los orígenes culturales, étnicos o nacionales de los protagonistas de las experiencias múltiples que registra toda complejidad. En este punto, la concurrencia de la diversidad en el logro de los mismos objetivos es también parte de un tipo de flexibilidad ofrecida por el sistema abierto que configura la realidad cotidiana de la complejidad contemporánea.

Así, resulta evidente que la sociedad compleja es proclive a la polisemia y a la detección moral de la diversidad. En términos religiosos y políticos, es propensa a estar documentada por la circulación ideológica diversa, lo cual reduce la coherencia en las situaciones donde uno puede elegir. Por esta razón, mientras las opciones son diversas, uno también tiende a seleccionar más sus ámbitos de participación. En esos términos, las identidades son muchas, y en los sistemas los individuos también son propensos a tratar con los entornos en función de experiencias de realización diferentes.

El asunto de la diversidad incluye, por lo tanto, la idea del caos y el desorden entrópico. Introduce, por lo mismo, el desquicio social cuando el orden existente adopta irrupciones tecnológicas que cambian rutinas y sistemas de seguridad, que generan confusión y sentimientos de ineficacia social en aquellos actores que entran en la obligación de cambiar costumbres, residencias y movilidades de uso y convivencia, de experiencia de otros espacios y paisajes nuevos. En este punto, el acompañamiento incluye la idea de que la complejidad comparte asuntos de combinatoria estructural, y es en la suerte que resulta de sus efectos donde los problemas suscitados por el entorno se inscriben dentro de la realidad interna de los sistemas mismos.

 

CONSTRUCCIÓN DE REDES

No hay duda de que los planteamientos ofrecidos por Carlos Reynoso pertenecen al campo de la epistemología y a la filosofía de la ciencia. En ambas se entiende que la teoría de la complejidad aparece acompañada por una cierta relación con la idea de caos, o de un orden inestable, de manera que la comprensión de ambas se manifiesta integrada en forma reticular. Es particularmente relevante el hecho, polémico, de que la complejidad no refiere a un estudio de sistemas, sino que concierne a la noción de estructura de la realidad construida en forma de red. Por lo mismo, una red puede construir implicaciones con dos o más sistemas e incluir, por lo tanto, elementos de acción cuya relación importa a la idea de que los límites de una complejidad están supuestos en la capacidad específica de expansión e incorporación que demuestran tener desde sí sus elementos. Así, se puede pensar que el concepto de red consiste en ocuparse de una articulación de relaciones, por lo cual allí donde se acaban éstas se acaba la red. ¿Sería aquí, en este punto, donde aparece un sistema?

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El concepto de red supone, por lo tanto, la aplicación de un método analítico, uno donde desde el nivel de un trato con lo individual se pasa al trato del nivel colectivo. En el interior de lo epistemológico, ambos niveles sugieren la asunción de que el medio analítico elegido es contingente, o quizá emergente, y por esta primera definición cobra fuerza el predominio de la razón instrumental y, en ésta, la influencia de la percepción técnica. Se advierte, asimismo, que el enfoque analítico está fundado en la selección de elementos de la realidad, y ya en ella importa subrayar el hecho de que la topología que contiene adquiere propiedades universales cuando también las tiene la estructura del fenómeno.

Desde esta primera perspectiva, el entendimiento de la epistemología aplicada a lo que son productos de investigación dirigidos a generalizar contiene como punto de partida la idea de un trato con problemas, no con ontologías. Asimismo, los referentes lineales son equivalentes a conocimientos de proceso y de resultados, y cuando uno se adentra en la teoría de redes advierte pronto que, conforme se avanza en el conocimiento de relaciones, también aumenta la estructura problemática. El seguimiento de relaciones en esta última conduce a cierto grado de intratabilidad, lo cual incide en el hecho de que a partir de este punto el enfoque dominante sólo puede tratar con probabilidades y pensar en inercias aleatorias. La cuestión aparece en el punto donde, en el caso de saber que existe un problema, lo que debe averiguarse es el modo de tratarlo conforme a una teoría, a una técnica y un método.

Aparece, asimismo, que la transición que se da entre orden y caos, los cuales entendemos como actuaciones de red, muestra tendencia a que el caos se produzca conforme al estado de sus vecinos, o sea, estados de orden y desorden definidos por la conducta. En este sentido, el número de conexiones por elemento depende de la presión mayoritaria que se esté dando a nivel epistático, o sea, entre elementos de realización cultural que, en la traducción, serían equivalentes a conexiones epistáticas semejantes a las que se dan entre genes (cf. Lansing, 2003).

Estamos, pues, frente a un planteamiento provocador, específico por parte de Reynoso de un dominio ejemplar de los supuestos epistemológicos implicados en el estudio de redes. Este dominio conduce a nuestro autor a problematizar la teoría de las ciencias culturales, y abre debates en las llamadas ciencias sociales en la medida en que éstas tienen mayormente reconocido el común denominador de expresar soluciones personales, a menudo carentes de consenso entre científicos, como ocurre con la tradición del estudio de grupos caracterizada, en lo fundamental, por el desorden que recorren sus conclusiones, ciertamente origen de otras investigaciones.

Parece implícito en nuestro autor el reconocimiento de que la teoría de las redes comienza con un referente, el de ego, lo cual, según Max Glukman (Manchester), constituye un punto de partida prácticamente universal: el de que ego debe estar socialmente vinculado a cierto consenso de grupo mayor y actuaciones de conformidad con los miembros de éste. En este punto, las relaciones micro-macro definen cuestiones de dinámica sociocultural en el presente de los individuos, tan significativas como pueden serlo las que marcan el papel posicional de los elementos en el interior de la estructura y de las instituciones que definen la orientación activa de los miembros de una sociedad. Desde este supuesto, lo que se advierte es que todavía no disponemos de teoría antropológica que conduzca a tratar suficientemente la relación del grupo con la estructura global.

En el ejemplo, si la red comunicativa distingue entre elementos de propagación social como los que tienen realización directa, digamos los que resultan del trabajo y cognición técnica del mismo, es también cierto que las redes y sus lenguajes apuntan a definirse entre individuos que por proximidad social, de clase o de profesión, se articulan en grupos y dentro de éstos crean intereses de solidaridad, fuertes o débiles según el carácter que adopta el poder específico que marca la posición de clase y su correspondiente información de cultura. Hay, por eso, actos y lenguajes específicos de fuerza, los del poder y su jurisprudencia de acción específica, y actos que incorporan lenguajes, como los propios de las clases económicamente pobres, dependientes de los lazos que las vinculan con las clases fuertes.

Los particulares empíricos de la investigación de grupos conducen a la idea de que los pequeños grupos son mundos susceptibles de verificar en términos de redes cualitativas, y precisamente porque son irreales si los tratamos matemáticamente es por lo que entiendo que, aunque las relaciones en red aplicadas a grupos diferentes en el interior de una sociedad suelen dirigirse a la aplicación de modelos matemáticos, éstos no suponen la connotación sociocultural que reconoce la actividad de frecuencias próximas a regularidades de acción, sino porque tratados como focos asociativos (cf. Esteva, 2005:410 ss) conducen a significar el alcance específico de las relaciones en red.

Reynoso entiende que el azar es un modelo pobre en el caso de los estudios de red, pues resulta difícil aceptar como realidad lo que parte de una representación aleatoria. Asimismo, la idea de frecuencia y regularidad en términos de red no siempre es convincente cuando asumimos que toda complejidad incluye actos concertados, pero también contingencias o soluciones espontáneas. Eso es especialmente cierto cuando tratamos con sociedades pluriculturales, constituyentes de diversidad étnica y de clase.

En gran manera, y conforme Reynoso apunta a la idea de que dentro de la complejidad son predecibles los actos en grupo y no lo son, en cambio, los individuales, por lo menos en sus grados orgánicos o de los efectos, también es cierto que el concepto de redes tiende a incorporar simplicidad a lo que es complejo por su número. Así, lo que individualmente puede ir más allá del número que le corresponde es lo que realmente se puede expresar en medias y modos.

En muchos de sus recorridos la teoría de la complejidad suele recurrir al uso de lenguajes crípticos, por lo menos en lo que hace a los enfoques conocidos del antropólogo cualitativo, habitualmente no acostumbrado a la representación cuantitativa de la realidad compleja, por lo menos la que resulta del empleo de logaritmos y estadísticas formuladas en términos de redes integradas por elementos vinculantes.

A este respecto, auto-similitud y auto-organización se corresponden con potencias que expresan invariabilidad cuando las redes son necesarias a la manifestación de regularidades sociales. Me refiero al hecho, en este caso, de que si la auto-organización es equivalente a un modo socialmente vinculante, en esta circunstancia la proporción de regularidades hay que contarla en términos de potencias individuales de aproximación, supuestamente equipadas culturalmente en los individuos que forman parte de grupos homogéneos, por pertenecer dichos individuos a los mismos sistemas de realización social. En este contexto, aunque en términos de rol/estatus los individuos aparezcan diferenciados, sin embargo, lo son menos cuando uno piensa en complementariedades de proceso y de organización única a los efectos de contribuir a la producción de resultados que les son comunes, habitualmente reconocidos en la satisfacción de necesidades individuales que coinciden con las del grupo.

Reynoso acentúa la cuestión que plantea el estudio de redes cuando se piensa en términos de representaciones de distribución de los elementos, o de los bienes, en ellas. De hecho, lo importante es significar los síntomas que nos ofrece cada distribución en su proceso, asimismo, proceso que incluye causas y correlaciones y que, por lo tanto, constituye modos demostrables, cognitivos, cuya función consiste en comprender mejor lo que ocurre en relaciones de redes. Es propio del concepto de red arbitrar lo que estimula, o sea, conducir a la eliminación del reduccionismo y a producir, por ende, y como resultado, supuestos de integración sucesiva entre redes que pueden ser consideradas subsistemas entre sí.

En mi entender, este planteamiento de redes tiene su correlación histórica en la cantidad, paradójicamente cualitativa de las etnografías que integran organizaciones e instituciones, códigos ideacionales de eficacia marcados por la obediencia a sistemas normativos, donde la idea de integración ha estado supuesta en la idea redonda de la identidad tribal. El etnógrafo tiende a reconocer culturalmente dicha identidad tribal en todos los individuos del sistema, y dentro del parentesco las redes, todavía hoy, suelen establecer formas de relación socialmente vinculantes, las cuales unen elementos de acción de cada parte, donde la red es equivalente a un sistema de alianza. Las fuentes que acuden a conceptualizar una alianza tienden a tener comienzo en los sistemas de socialización y parecen estar adscritas a formas dinámicas de la estructura social, a las cuales distribuyen los contenidos culturales del sistema que hacen posible tener conciencia de la existencia de una red.

Adquirimos la evidencia de que en esta exposición el estudio de las redes también suscita criterios de transición. Unos se inscriben en el orden o tradición rutinaria, como sería el caso de las cotidianeidades sociales, las contenidas en costumbres incorporadas al estatus adscrito, que se añaden a las que resultan de la entrada de innovaciones, y a unos primeros desórdenes inscritos en el proceso de adaptación a nuevos modos de realización personal, incluidos los conflictos que acompañan a la movilidad del conocimiento. En especial, éste sería el caso de los individuos que realizan migraciones y que entran en contacto interétnico con necesidades de comunicación concertada. En las sociedades avanzadas, dicha movilidad podemos identificarla en el hecho de la experiencia de otra realidad social de cultura que no le ha sido previamente socializada al inmigrado.

Nuestro autor apunta a significar dos cuestiones, una relacionada con la teoría de los modos críticos vinculados, asimismo, con soluciones que reclaman actuaciones diferentes, aunque lo que a la vista es diferente no lo es tanto en la medida en que admite una cierta universalidad funcional. En toda sociedad avanzada, son muchos los cambios tecnológicos que introducen soluciones universales, generalmente vinculadas a la semejanza de los beneficios que aportan a ciertos números de individuos en situaciones de forma y función distintas a otras anteriores. Este reconocimiento supone atender empíricamente lo que forma parte de una demanda universal, una donde las soluciones diferentes no inspiran ideas de red demasiado distintas como para promover cambios decisivos en los universales de actuación locales. Lo crítico, en tal caso, apunta a definir la transición en términos de que las dimensiones que reconocemos estén dotadas de potencialidades mayores como, digamos, los productos relacionados con la exploración del espacio, mientras, en cambio, no acaban de ser críticamente decisivos los relacionados con los que se dan a nivel de informaciones vinculadas con la aparición de nuevos fármacos o de innovaciones de dinámica pequeña dadas en registros de comodidad doméstica.

Podemos considerar los niveles micrológicos como menos que críticos o que requieren soluciones urgentes. En términos críticos, podemos entenderlos mejor en procesos acumulativos del saber y del pensamiento. Más que acreditarlos a los resultados de conocimientos de una sola generación, son recibidos por generaciones sucesivas hasta que una posterior los convierte en cambios significativos de cultura realmente críticos o decisivos por estar cohesionados en forma de un particular macrológico, el propio de una influencia específica históricamente mayor. Los empirismos registrados por estas pequeñas asociaciones de conocimiento gradual suelen constituir aditamentos progresivos que, acumulados por la ciencia o por la tecnología de varios tiempos, acaban construyendo pensamientos aplicados a nuevas estrategias de acción. En el entretanto, los niveles micrológicos suelen estar ubicados en aportaciones que se van dando en forma de mínimas experiencias científicas o técnicas, de aportaciones de conocimiento que repercuten en forma de mayores capacidades proyectivas.

Conforme cada red contiene un sistema de acción —en definitiva, un proceso— obviamente cada fase de éste podemos equipararla a una transición, asimismo, cultural en lo que contiene de información sobre elementos que concurren a producir una actividad, la cual, en términos de fase, comienza y acaba en un punto del recorrido que lo une a un sistema. Empero, y en términos de relación con objetivos macrosociales, como los de complejidad de redes que no acaban de cubrir trayectos completos, como ocurre con los de transición o los que llegan con información incompleta a los grupos sociales que los consumen, parecería que en la acción el orden completo no existe, precisamente porque los resultados de su movimiento van más allá de sí mismo, y éste es asimétrico en la percepción. O sea, sus unidades no son necesariamente isomórficas.

No obstante, otros episodios parecen ser importantes. Uno de ellos está relacionado con fenómenos de dinámica, de energía y de sistemas. Me refiero al hecho de la construcción de herencias entre los elementos que son formas aparentemente disímiles, como sería el caso de las compañías o empresas productivas que, a pesar de significar fases de producción específicas por ser diferentes de otras, sin embargo, se agrupan y construyen organizaciones que incluyen procesos distintos entre sí para terminar en productos finales cuyas unidades de consumo no tienen que ver con las formas que se han utilizado primero. El petróleo y sus respectivos procesos de transformación en productos y usos diferentes serían un caso de potencialidad dinámica compleja en el que los primeros productos tienen poco que ver con los siguientes en términos de especialidades productivas y de relaciones, incluso sociales, de percepción cualitativa.

 

ENERGÍA, ENTROPÍA Y COMPLEJIDAD

En el origen, el orden y el caos se encuentran en la misma naturaleza. Suelen ir acompañados de diversidad vital, de especies diferentes que sobreviven y mientras lo hacen son una función de los procesos implícitos en el mundo natural. En este punto, la cultura es una pura arbitrariedad y, en cierto modo, la naturaleza es un misterio en sus fuentes y emergencias. La naturaleza contiene incertidumbre y determinismos, pero también impredictibilidad. En este contexto es cuando el azar se vuelve hipótesis, cálculo de situación de los datos conforme a dinámicas previamente desconocidas. La energía se nos ofrece, en todo caso, como una variable decisiva, y en ella la termodinámica, entendida como transformación de la energía, aumenta con la actividad de la entropía. En el contexto evolutivo, la complejidad es verticalidad, ascenso evolutivo, y la diversidad es participación horizontal de la sociabilidad.

Éstos son elementos caudales del trabajo de Leonardo Tyrtania y a ellos me voy a referir en el curso de mi comentario. A este respecto, y por vía de inicio, se destaca que todo esfuerzo histórico se caracteriza por la introducción de cambios en los equilibrios termodinámicos. Éstos incluyen procesos naturales y su marca es orgánica. Lo natural y lo social son irrepetibles, a lo cual podemos añadir que los capítulos del orden impuestos a la artificialidad, a la cultura, pertenecen al sistema predictivo.

Según eso, la complejidad incluye orden y caos, y por medio de la disipación que se da en el curso de los procesos de acción de la energía los estados de equilibrio se alejan constantemente del orden natural que los contiene en procesos que por sí mismos, y a mi parecer, son inevitables por naturaleza. En este sentido, toda complejidad es una propensión evolutiva de lo orgánico expresado, asimismo, en forma de expansiones constantes.

El mundo orgánico suele expresarse, en el caso, por medio de dualidades. En ellas la complejidad opera en forma de orden y de caos, de disipación y estructuración, de determinismo e incertidumbre, y por eso de fenomenologías que incluyen sus contrarios. En efecto, la complejidad se entiende en forma de sistemas que, mientras evolucionan, demuestran ser emergentes en el sentido de comportarse como problema que requiere solución. Los problemas están relacionados con incertidumbres e ideas de riesgo, conocidos en su manifestación como entropías. Se supone que donde hay orden hay desorden en otra parte. Construir en un punto supone destruir en otro. Así, cuando pensamos en evolución, reconocemos que hay inestabilidades previas conformadas por desequilibrios. Este reconocimiento introduce el principio de que toda complejidad es parte de un desequilibrio termo-dinámico relacionado, asimismo, con síntomas de provisionalidad. En este punto, el estudio de situación de la termodinámica conduce a definir la posición de cada cultura en un contexto comparado, el de la evolución de una cultura respecto de otra u otras. Introduce, por lo tanto, la idea de que los procesos naturales están fundados en procesos materiales, los de la energía en sus desarrollos expansivos. Éstos refieren a fenómenos acumulativos que repercuten sobre la realidad material. Lo hacen en forma de energías inútiles que afectan a los equilibrios provisionales de la complejidad específica que resulta de la evolución reorganizada.

La actividad de la energía es constante, y en ella la disipación es parte del proceso. En términos parecidos a la manifestación de estímulos ambientales, la entropía ocupa episodios de aquel desorden. Éste es tanto la expresión de un caos que convierte en problema el estado actual de la realidad física del entorno como también un problema que requiere de una solución. La entropía introduce los estímulos que coadyuvan a transformar la realidad de un cambio que se da en forma de ajustes y de evolución.

Por esta razón, lo que tiene sentido histórico funcional es la energía, y en ella la entropía se comporta como factor inicial de toda evolución orgánica, por ende, cultural. Se trata, por lo mismo, de una información que muestra el estado de complejidad de los sistemas físicos, en tanto éstos invierten en organización y en coordinación de la energía de que disponen. Mientras tanto, conforme suelen incrementar su capacidad de influencia sobre su ambiente, lo hacen al mismo tiempo en proporción a la energía de que disponen según el campo de fuerza que utilizan.

Desde el punto de vista social, los individuos que forman una sociedad suelen acudir a reglamentos, leyes y normas que incluyen conocimientos aplicados al objetivo de corregir los problemas que estorban su desenvolvimiento funcional, el de las relaciones sociales. Esto supone convertir en soluciones lo que, aparentemente y como problema, es un obstáculo puesto a la eficiencia del sistema. En este supuesto, los desastres y degradaciones sociales de la cultura tienden a ser retirados de la circulación social, sustituidos por instrumentos de acción más eficaces. De no ser así, dicha degradación tiende a ser eliminada por la competición de otra razón selectiva más eficiente.

De este modo, la incorporación de otras tecnologías se convierte en fuerza histórica de otras energías aplicadas al gobierno apropiado de la acción. Estas energías contribuyen a restablecer los equilibrios que demostraron ser precarios en el esfuerzo de sobrevivir. De hecho, en sus resultados históricos toda evolución se puede entender como mayor operación y complejidad de la energía, por lo cual, y en gran manera, ésta aparece racionalizada en forma de una información más compleja. A este tenor, la evolución pasa por la experiencia física de contradicciones, de manera que en éstas la entropía adquiere la figura de una mediación que interviene decisivamente en la producción del cambio.

En el caos humano las comunidades locales que se integran en sistemas de organización mayor, como acontece en las adscripciones a los ritmos del Estado, o que pasan del nivel étnico al nivel nacional, tienden a incrementar su energía social al aumentar sus niveles de complejidad. O sea: mientras incrementan sus dependencias de escala, entran a formar parte de sistemas de estratificación o jerarquizaciones sociales donde el nivel comunitario pasa a ser una función política del poder superior. Mientras se integran en una sociedad de mayor información, al mismo tiempo, la complejidad cognitiva aparece vinculada a una realidad de energía también mayor. La evolución que adopta esta clase de integración en los individuos de una comunidad antes local es la propia de una mayor creación cultural.

Hablamos, por lo tanto, de crecimiento social de la cultura y nos referimos, por lo mismo, a niveles de energía y a síntomas emergentes, previamente entrópicos, resueltos por medio de cambios en la organización social de nuevas energías. El asunto adquiere complejidad, y lo que es también parte de un proceso, el de sucesiones de acontecimientos o episodios históricamente distintos, se puede reconocer en forma de incorporación de nuevas energías, susceptibles de un mayor número de combinaciones, de estructuras institucionalizadas conforme a mundos de complejidad cognitiva, incluido un desarrollo de la razón crítica socializada.

Así, la complejidad viene a ser interpretada en forma de niveles dispuestos conforme a un orden jerárquico: se manifiesta de acuerdo con intercambios de energía dados, asimismo, en forma de información e intercambios funcionales a escala. Puesta en movimiento, y en términos de consumo humano diario, la energía personal suele definirse en forma de dos kilocalorías, pero a ésta debe ser añadida la energía multiplicada, puesta en acción por los alimentos y servicios utilizados dentro y fuera del hogar por el individuo. Éste sería el instrumento de una realización y demanda energéticas concretas, cuya correspondiente acumulación está representada por técnicas de explotación, habitualmente artefactos y máquinas, donde la forma cultural define una mediación entre el conocimiento y la aplicación de éste en términos de energía. Las diferentes entradas de información que registra cada individuo se relacionan, pues, con experiencia físicas, biológicas, psicológicas, económicas, sociales y dentro de ambientes equipados y motivados culturalmente. Cada una de las actividades específicas es equivalente a un nivel, y es por sí una variable dentro del sistema funcional del sistema cultural.

La mente se ocupa de organizarlos y clasificarlos según la demanda y lógica insertas en los contenidos de cada sistema cultural. Por esta razón, todos los fenómenos están articulados en forma de sucesos, y cada uno de éstos aparece conceptualizado. El suceso es lo etnográfico, mientras el concepto es lo etnológico. El total de información que reúne la mente humana es restringido, o sea, no es todo el que reúne su sociedad. Podemos entender la restricción como aquello que constituye la experiencia individual con otros, o que puede integrarse en concepto de información. En este sentido, la complejidad existente suele simplificarse en el individuo. Eso último el individuo suele conseguirlo eliminando o reconstruyendo elementos conforme a niveles de integración asequibles a cada mente individual.

En ese contexto la realidad es irreversible, y así ocurre en los procesos termodinámicos. Sin embargo, en ésta no suelen consumirse todos los elementos que intervienen en el cambio. Por lo mismo, si la irreversibilidad es lo natural o propio de la espontaneidad, todo proceso de destrucción sugiere otro de construcción o de auto-organización. En este punto la entropía forma parte de todo proceso, es parte de la interacción con el medio y es, asimismo, concomitante específico de la disipación de energía.

El cuerpo humano es un referente de disipación, y en el contexto lo es también el grupo al que pertenecemos. El proceso que da lugar a otro orden es el de la selección natural. Ésta se expresa en forma de auto-organización, de manera que la evolución integra todas las variables susceptibles de ser parte de la experiencia humana. Dichas variables aparecen integradas paralelamente en el individuo. De hecho, la información se acumula en la mente, y ésta expide la misma en forma de experiencias simultáneamente aceptables para otros individuos en forma de realimentación. Puesto en relaciones sociales, el individuo suele gastar más energía que en estado de aislamiento. En este supuesto de relación obtiene más información, y en la actividad de estar con otros se integra con su sociedad. En realidad, cuantos más intercambios sociales, mayor es la energía que consume su actividad, como también incrementa su relación con otros sistemas.

Desde esta perspectiva, el hecho de no poder observar simultáneamente toda la realidad que acontece en otros lugares, además del propio que resulta de la observación en la que está uno instalado, supone que cada investigación se convierte en modelo de nuestro modo de ver lo que, paradójicamente, no hemos visto, pero que coordinamos mediante nuestro acceso a las cadenas lógicas de la cognición y del pensamiento en el que estamos participando con otros investigadores. En el asunto de la explicación, lo que hacemos es conseguir información coherente con la que obtenemos por nuestra parte. Así, el discurso científico es una combinación de experiencia personal con otra de confianza en la objetivación realizada por otro investigador.

En términos de hegemonía epistemológica, lo que prevalece es el modelo. Uno de ellos es el de la selección natural, y el conocimiento que resulta de la observación empírica se dirige a ser una abstracción cuando lo convertimos en modelo con su respectiva explicación. En la perspectiva actual, la evolución se comporta como posibilidad de manifestación si en la verificación introducimos la experiencia de la disipación. En este aserto hay hipótesis, y si ésta tiene valor heurístico es porque incluye su verificación por medio de la aportación de otra u otras fuentes, también empíricamente convalidables.

Si nuestra mente clasifica es porque mostramos una cierta tendencia a interpretar conforme también a una capacidad de fragmentación de la realidad. En tal extremo, dejamos de creer en la llamada realidad objetiva, pues todo lo que vemos pasa por la sensualidad del argumento subjetivo.

Dentro de este razonamiento, la complejidad estaría comprometida con los imperativos de una realidad diversa y heterogénea que acompañan a la formación de la realidad social de todo sujeto. Esto conduce a pensar en términos de configuración o gestalt, lo cual nos dice que ésta ciertamente se construye en función de percepciones sencillas, las cuales resultan de la experiencia de cada instante. Sin embargo, por ser éstas acumulativas, las experiencias conducen a formar tejidos organizados de fuerzas cognitivas que proporcionan complejidad a los individuos. En estas condiciones, cada individuo es un sistema de percepciones múltiples receptoras, asimismo, de la complejidad de sus ambientes.

En este punto habría que eliminar la idea de que toda auto-organización construye desde la destrucción previa, aquella que suscita la presencia de una entropía siempre activa en la producción de caos y desorden. Aquí habría que pensar más bien en términos históricos, los cuales podemos reconocer en la socialización previa de que somos objeto, especialmente en el periodo infantil cuando aprendemos a practicar respuestas automáticas. Apuntaríamos, por lo mismo, a la idea de que cualquiera que sea el desorden impuesto por una actividad entrópica, siempre el pasado está presente en la realidad actual del individuo: actúa en forma de autoridad subjetiva, la del ego que uno ha construido en forma de obediencia a costumbres y a formaciones psicológicas, a estructuras de elementos psicomentales cuyas derivas actúan conforme a modos proyectivos, a marcas del pasado en el presente. Desde el punto de vista humano, el pasado va con uno hasta la muerte. En muchos casos la muerte incluye una forma de entropía, aquella que resulta de la transformación del cuerpo en historia natural con sus gusanos, cenizas y otras historias orgánicas.

En términos de contabilidad relativa es evidente que debemos entender la entropía como un factor disruptivo, lo cual conduce a la idea de que una clase de respuesta, la de la auto-organización de la energía, viene a ser la expresión de la recombinación de la misma energía incorporando en ella elementos dispersos que, por ser entrópicos, hay que entenderlos como peligros mayormente representativos de discordancias y contradicciones aleatorias. La entrada de éstos en los desarrollos y circuitos termodinámicos existentes supone la recombinación de los elementos de la energía y la creación, por este medio, de nuevas formas de existencia. La disipación construye, por lo tanto, ausencias de continuidad interna en la termodinámica: se proponen otros equilibrios cuando los elementos de la entropía entran a ser causa de reconciliaciones entre la energía flotante y la energía que ha permanecido estabilizada en forma de status quo. Dichas reconciliaciones incluyen la participación dialéctica de los organismos entrópicos, los cuales desaparecerán tan pronto como las energías termodinámicas se reconozcan en otro status quo, en el uso de otra información. Hay ideas de causalidad presentes en el reconocimiento de que los procesos de actuación de la termodinámica incluyen determinismos entre elementos que son necesarios a una actividad dirigida a culminar en un producto más o menos concebido por la mente natural, la de la naturaleza que nos proporciona energía para transformarla desde la experiencia de la mente cultural.

Acerca de las ideas de causalidad, podemos entender que ésta es básicamente polivalente en la complejidad causal que se da en los movimientos que reconocemos en la actividad de los elementos. Sin embargo, se trata de un asunto absolutamente complejo, pues cada decisión tenida como causa suele conducir a considerarla como causa inmediata. Por lo mismo, tiende a marginarse en el trato con causas primeras, históricamente inalcanzables para lo que son las capacidades de nuestras ciencias en cuanto a la comprensión de los orígenes de causas que no están presentes en nuestra conciencia y que, sin embargo, forman parte de algo así como la historia oculta de la especie que piensa, la nuestra.

Las relaciones causales que son de conocimiento inmediato nos ofrecen datos de evidencia de realidad, y es necesario también advertir que las tribulaciones hermenéuticas que resultan del entendimiento de la termodinámica en sus dependencias de la entropía para explicarse a sí misma conllevan explicaciones que, como siempre, son provisionales.

Por estas razones, si hablamos de complejidad nos referimos a redes y a tramas o tejidos inacabados porque la energía que contienen es una clase de identidad propensa a la expansión y a la entropía, al desequilibrio constante. Nos referimos también a complejidad mientras asumimos que etnográficamente ésta es imposible registrarla en modos regulares definitivos. En este sentido, el mundo de la complejidad es parte de otra reducción, la cual supone la misma existencia individual del producto. Por lo mismo, la idea de flujo energético, equivalente a la energía en movimiento de una sociedad, viene a resultar incalculable si la entendemos en términos estadísticos, de manera que cuando pensamos en términos cualitativos es cuando encontramos sentido universal, etnográfico, a la heurística que podemos fundar en términos de energía mecánica, cultural en la versión que producimos, natural en la expresión que registra de sí misma cuando nos damos cuenta de que su existencia es, por ahora, es decir en nuestro tiempo evolutivo, todavía independiente de la cultura en grandes episodios de su actividad.

Al respecto, y en la ocasión de entender la energía como complejidad históricamente específica, puede que sea razonable añadir a los episodios conceptuales que comentamos la pregunta de hasta qué punto tiene límites la complejidad que enmarcamos en un tiempo cuyo espacio total no podemos observar simultáneamente cómo se comporta. Si el futuro del universo es la expansión y, con ésta, la de la estructura determinativa de la energía, el flujo incesante de la termodinámica, en su expansión permanente y en la intromisión en ella de la entropía, parece insistir en la presentación de otra heurística, una en la que, paradójicamente, la energía puede que no quepa en sus marcos de realización original, los del universo, por lo cual, en consecuencia, la expansión incesante que se le reconoce puede admitir límites restringidos: los del no caber allí donde la misma complejidad sea causa de que su energía inmanente se realice en términos de explosión definitiva, también inmanente, en función de un regreso, probablemente metafísico, a la nada gaseosa que acoge a los gérmenes de la vida. En tal extremo, aquello que se contiene dentro de límites y no cabe en éstos es causa de presión sobre los tales límites, y en este sentido hay que acogerlo como entropía irresistible, catastrófica.

 

A MODO DE EPÍLOGO CORTO

Por lo que acabamos de ver, hablar de complejidad es referirse a una tautología de la conciencia. La encontramos contenida en el hecho de la información cuando reconocemos que cada individuo es una unidad de por sí compleja, paradójicamente compleja cuando se trata de entenderlo suficientemente en sus elucubraciones metafísicas y psicomentales. Y lo es más cuando sus relaciones sociales y productos culturales tienen que ver con proyecciones que poseen también síntomas de capacidad aleatoria, los de la espontaneidad y la emergencia, añadiendo los que constituyen el mundo de las fantasías ocultas en las apariencias. Podemos entender que, en lo fundamental, éstas construyen depósitos de conducta potencial, de administración alternativa, generalmente sometidos a descubrimientos inasequibles a los usos de la razón social común. Se trataría de complejidades situadas fuera de las capacidades experimentales de la ciencia común, o de laboratorio; se trataría, por lo tanto, de operaciones construidas en forma de depósitos latentes, de demostraciones potentes del inconsciente individual, el cual suele definirse por medio del estudio de aquella razón de la entropía que es invisible y, a la vez, muy poderosa en sus expresiones de incertidumbre y desorden.

El desorden es, por eso, una clase de energía muy potente en los movimientos de masas, en las resistencias emergentes de las ideologías de oposición al status quo. De ahí que mientras la termodinámica puede reconocer el desorden como una entropía, en la complejidad cultural se puede reconocer como una forma de sociabilidad susceptible de construir una organización institucionalizada, una opción social de futuro socializado. La probabilidad de que la complejidad sea una clase de dinámica específica de la termodinámica, de la materia y de la evolución de ésta en dirección a una complejidad creciente, puede que disminuya conforme los desarrollos materiales se racionalicen como retornos a la naturaleza, incluso como desechos en ésta. El abandono de éstos a los tiraderos de basura y los amontonamientos de ésta puede que se distingan por ser, desde su inicio, un retorno de masa material diferente a la que fueron sus elementos de origen.

La diversidad de elementos culturales reunidos en un vertedero de residuos no sólo es la expresión de sobrantes de cultura material convertidos en una complejidad orgánica, la del basurero, sino que es también un episodio de una energía desechada, la cual está representada por los sobrantes materiales de ciertos tipos de sociedades que devuelven a los procesos de la naturaleza, a su auto-organización, productos que fueron primero de la naturaleza y que, por transformación, se convirtieron en modos culturales o de consumo. Desde luego que, si comparamos los basureros municipales de las sociedades humanas, no sólo observaremos cuánta de sus producciones construye ideas de despilfarro, sino que sus referentes de complejidad, el de los productos desechados conducen fácilmente al supuesto de que a mayor complejidad mayor es la diversidad de basura material que devolvemos a la naturaleza.

Los almacenes de chatarra metálica suelen ser muestras acumuladas de cultura material. Algunas de éstas tienden a ser recicladas por procesos de fundición, pero la mayor parte de las formas iniciales son muy pronto muestrarios obsoletos. Las innovaciones conducen a otras transformaciones, tecnológicamente asumidas como más eficientes, de estructura más compacta y de combinatoria más densa, como advertimos en la composición de las energías térmica y atómica, las cuales, como complejidades, incorporan escenarios teóricos de mayor diversidad y de más amplios horizontes de conocimiento y pensamiento. Aunque el imaginario inicial de la transformación la humanidad lo ha manifestado en asociación estricta con la naturaleza, el paso a la civilización y a la complejidad derivada de la modernización constante, en el presente la auto-realización cultural, nos cuenta más de la cultura que de la naturaleza. La basura es una de sus expresiones.

En el proceso, la rehabilitación del basurero como fuente de energía dejada a la espontaneidad de la auto-organización de la naturaleza nos habla de reorganización de ésta y, por lo mismo, nos dice que esta reorganización reanuda también por sí un desarrollo material parecido al de una termodinámica, que tiene por causa u origen la apropiación por la naturaleza de los excedentes rechazados por la cultura. Se trata, por lo tanto, de un intercambio de cultura-naturaleza donde la primera se desecha simbólicamente a sí misma, y la segunda acude a reorganizar los elementos que ha producido la primera en sus desechos susceptibles de reorganización orgánica.

Sabemos que éste es un asunto económico, sabemos que las tecnologías actuales son caras cuando se trata de reciclar los residuos de la atmósfera que respiramos y de aquellos, también materiales, que enviamos a los vertederos de basura. Sabemos, asimismo, que en estas condiciones reorganizamos los espacios y que en éstos definimos el papel histórico de la energía material, pero también el de la energía cultural. Esta interacción es la que a mí me parece grandemente atractiva, pues en la competición, más o menos directa, que se da entre naturaleza y cultura podemos observar la existencia de fuerzas orgánicas que, aunque lentamente, se dirigen a agotarse mutuamente en el esfuerzo de sobrevivir conforme a sus propias posibilidades de realización, de auto-organización en cada caso.

Podemos preguntarnos: ¿la materia cultural reciclada por la naturaleza es parte inherente de la nueva evolución que nosotros mismos sintetizamos en forma de nuevas especificidades de recuperación a cargo de la misma naturaleza que esquilmamos? ¿Se dirige ésta también a renovarse en direcciones diferentes a las que conocemos, o conforme nos renovamos nosotros mismos nos dirigimos a producir otra clase de naturaleza, identificada con retornos de materia diferentes a los que hemos previamente usado y despilfarrado?

La energía, a diferencia de la cultura que la usa, con el sometimiento de aquélla a ésta, no suele seguir la dirección de la naturaleza; más bien parece perder capacidad de auto-organización conforme el hombre destruye a esta última y le impone otra, la del control experimental de la entropía. Haciéndolo así, el hombre parece descubrir el modo de generar otra clase de dirección evolutiva de la naturaleza. En este sentido, mientras las ciencias físicas construyen respuestas físicas, las ciencias de la cultura construyen respuestas culturales. Me parece, por eso, que la cultura cambia a la naturaleza, como estamos en condiciones de explicar lo que las ciencias físicas explican como determinismos de la misma naturaleza. En este punto, y precisamente, al entender ésta como forma inherente a capacidades de auto-organización, en realidad lo que está siendo demostrado es lo contrario: que la cultura tanto está condicionada por la naturaleza como ésta también está condicionada por la cultura.

En este punto la demostración consiste en destacar el incremento de la capacidad de auto-organización de la cultura respecto de la naturaleza. Las pérdidas de ésta en cuanto concierne a la capacidad de recomposición de los materiales que le quita la cultura son ya conocidas por el ecologismo, y en la inteligencia del problema lo que subrayamos es la diferencia de velocidades de la naturaleza para rehacerse respecto de la velocidad con que es enajenada por la cultura. El desorden en esta última no es un problema de auto-organización de la energía, sino que es más bien una cuestión de auto-organización de la cultura para entender sus propios errores de explotación de los recursos de la naturaleza.

El hecho que se está registrando en el presente es el de estudiar el llamado orden espontáneo en relación con el de las propiedades auto-organizativas de los ecosistemas. Al mismo tiempo, el enfoque de complejidad refiere, en todo caso, a la provisión de ideas dinámicas en la creación de sistemas. A este tenor, se consigna que del mismo modo que los ecosistemas no definen equilibrios completos, tampoco los exhiben las economías. Esta conclusión conduce a entender que si aspiramos a predecir, es indispensable acudir a reconocer que el incremento de la cooperación social es parte del conocimiento que construimos en forma de un mayor control de la energía. De no ser así, lo que se incrementa es la impredictibilidad, y así suele ocurrir en los resultados de la actividad experimental (cf. Murdock y Provost, 1973).

La idea de tratar la complejidad mediante un discurso de la física en el interior de las llamadas ciencias sociales parece ser la expresión de un repliegue de los antropólogos y de las ciencias sociales conducidas, poco a poco, a realizar su militancia dentro de la epistemología testimonial del mundo físico. Eso es equivalente a pensar en procesos de desarrollo auto-organizado desde la naturaleza de lo material. La concentración en esta idea quita campo de expansión a la explicación cultural. A este respecto, parecería como si el inconsciente científico estuviera manejando los episodios de la objetividad material, expresada en forma de naturaleza, como los únicos desde los cuales se puede intentar la realización de una ciencia objetiva. En este sentido, y asimismo, parecería algo inmanente la idea de que toda ciencia social, por no ser absolutamente orgánica, carece de posibilidad de ser objetiva.

En este contexto, las ciencias que explican comportamientos humanos serían únicamente objetivas en la medida en que las reconociéramos como solventes sólo en el punto donde partimos de la idea de su auto-organización, o sea, que la estructura de los hechos cambia por sí misma. Desde esta perspectiva, lo que confirmaríamos es el dominio de un naturalismo cultural que, junto con el positivismo de laboratorio, fundaría el concepto de energía en el equívoco de un origen que siempre es natural en los medios o elementos de realización de las transformaciones. El conocimiento, la cultura en este punto, parecería irrelevante cuando lo comparamos con otro, el de la naturaleza por sí, aun cuando ignoramos si desde sí misma la naturaleza contiene de por sí también conocimiento. Aquí la evolución cultural es inherente al control de las fuerzas de la naturaleza transformadas en energía de la cultura.

De hecho, el recurso a las ciencias físicas para explicar el conocimiento social podemos entenderlo como una manifestación de ciencia críptica que no consigue explicarse desde sí misma. Desde mi punto de vista, conducimos nuestras preguntas hacia la idea de que las auténticas ciencias duras son las que se realizan desde la verificación de las ciencias culturales, unas donde la observación empírica del mundo social no sólo remite a una forma de conocimiento de la realidad humana, sino que conduce a incluir la praxis del mundo físico desde la realidad del mundo cultural que la construye.

A despecho de la precisión generalizadora, estadística, parece importante suscribir el dicho de Karl Popper en el sentido de que el mundo hay que verlo en términos de propensiones. En este carácter, se trata de posibilidades de realización y de apertura de posibilidades, en realidad, algo así como una manera de actuar que aquel autor designa como individualismo, el cual podemos identificar con el modo diverso de introducir en la explicación científica la idea de que la vida orgánica comienza a ser una representación cultural de lo que activamente resulta ser una influencia de la cultura sobre la naturaleza.

Aquí el problema comienza a darse cuando es desde la cultura —en este momento la del capitalismo neoliberal, el de la economía de mercado—, una donde la dirección, aparentemente invisible del sistema, se demuestra como una forma de perversión, en la que a su escasa sensibilidad ética hay que añadir la de su imprevisión práctica, la cual acontece cuando la mayoría del mundo está siendo conducida a la incertidumbre material, a la misma que rige las fuerzas de la naturaleza, como si la auto-organización de ésta fuera realmente la explicación que gobierna el proceso cultural. Una simple observación del panorama de contradicciones que, como influencia, llega a la misma representación del enfoque epistemológico de las ciencias físicas conduce a explicarnos el capitalismo como forma contemporánea de la entropía socio-cultural más activa del progreso material.

En este momento el problema de la energía como fuente o patrimonio del progreso humano tiene su proyección más dinámica en el hecho de su distribución social, en el hecho de que su monopolio más activo lo constituye el control aparentemente libre del mercado, cuando como fuerza de la naturaleza ésta ha dejado de ser técnicamente invisible; cuando, por lo mismo, económicamente el valor social de la energía ha crecido en dimensión de complejidad mientras, al mismo tiempo, se convierte en dinámica específica de la suerte del capitalismo y, en concreto, de la misma humanidad en sus desarrollos regionales.

El control técnico y económico de la energía tiene su contrapunto epistemológico en la producción crítica de pensamiento objetivo, en enfoques de explicación críptica que retienen la proyección del inconsciente dentro de la noción de que la complejidad social es una forma de expresión de la termodinámica, y también de la producción de entropía que resulta del hecho de ser ésta un producto de la misma realización de la termodinámica. En este punto, cabe pensar en la idea de que las fuerzas físicas por sí mismas, una vez dada la cultura que progresivamente las convierte en energía, no expresan explicación suficiente de los hechos sociales de la cultura. En el caso, expresan direcciones de la cultura en territorios regionales concretos; explican, asimismo, fragmentos de la conducta humana, y no son necesariamente auto-organizaciones de la naturaleza, sino respuestas específicas de las formaciones culturales. Por lo mismo, la devastación ecológica que se reconoce a cargo del exceso de energía cultural aplicada a territorios que resienten la explotación de su naturaleza y el agotamiento de ésta puede ser considerada un efecto de la aplicación de la idea exclusiva del beneficio económico que incluye la depauperación de las energías naturales que reconocemos como fuerzas físicas o de la naturaleza. El beneficio económico como símbolo de progreso es en sí un modo de entropía y puede ser tratado como una patología del sistema.

En este punto, la termodinámica o desarrollo progresivo auto-organizado de las fuerzas físicas se ha constituido, en la sociedad humana técnicamente avanzada, en un sector específico del desorden de la naturaleza impuesto por el caos que conduce la economía neoliberal o de mercado. En este contexto, la pauta entrópica que reconocemos en el modo histórico de realización del modo capitalista de producción moderno tiende a manifestarse en forma moralmente hipócrita, por lo menos cuando la llamada sociedad del bienestar, identificada con la idea del progreso material, el propio de la organización democrática del presente occidental, declara compartir el progreso material con las poblaciones que bajo su égida viven el desorden que su influencia ha creado presentándolo como forma de referente histórico común en sus éxitos políticos, pero no en sus fracasos existenciales. Al respecto, los problemas de la auto-organización hay que pasarlos del mundo de la física al mundo de las antropologías.

Por lo mismo, si no hay actualmente estructuras definitivamente limitadas, también las que se dirigen a ser ilimitadas en sus itinerarios históricos deben permanecer controladas por una antropología aplicada que, más que ayer, contiene en sus experiencias nociones acumuladas de conocimiento que, en gran manera, están marcadas por el incremento paradójico de la auto-organización científica en sus modelos comparados de evolución cultural.

Pienso que, en gran manera, el efecto principal que resulta de estudiar la complejidad tiende a ser el de reunir en la participación de la razón crítica de las ciencias las experiencias empíricas y de laboratorio, respectivamente, de las ciencias culturales, sociales, físicas y biológicas, especialmente en lo que tienen de convergencias relacionadas con problemas concretos de significación común en lo superorgánico y en lo orgánico de sus referentes específicos. Así, mientras las primeras conciernen al estudio de lo superorgánico, en los términos expuestos por Alfred L. Kroeber (1968), las sociales se implican en el conocimiento de fenómenos orgánicos, en el de los comportamientos de los cuerpos individuales y colectivos que tienen razón instrumental en el dominio de la idea de que, siendo sociales, son productos culturales. Mientras tanto, las otras ciencias, por su parte, lo hacen reconociéndose en el estudio de la naturaleza y de la materialidad de los productos de ésta.

El problema de los lenguajes puede estar relacionado con el conocimiento de los escrutinios de la realidad empírica y de la razón experimental, habituales en las ciencias naturales y físicas, pero también en la antropología a partir de su relación tradicional con las expediciones de campo y los laboratorios de diagnóstico de los materiales de recolección por observación y análisis de los mismos en las especialidades de la arqueología, la antropología física, la etnología y la lingüística, lo cual supone ciertas articulaciones con las ciencias naturales, incluido el empleo de técnicas clínicas. La cuestión de las ciencias sociales en ellas abunda en la conveniencia de realizar el seguimiento de la conducta humana en sus términos respectivos de realidad orgánica, el de los efectos que dicha conducta ofrece a nuestra observación en forma de reacciones psíquicas, sentimientos, emociones, dolencias y demás circunstancias afiliadas a la relación de éstas con la cultura y con los sistemas de red que han interesado a los autores que se ocupan de la complejidad.

Si la realidad orgánica es aparentemente más compleja que la superorgánica en las experiencias de las formas materiales, la segunda, en la experiencia abierta de las combinatorias, es prácticamente infinita por sí misma y el grado de infinitud añade a la idea de complejidad la idea de que ésta siempre parece estar inconclusa. La instalación del conocimiento en torno al pensamiento y a su razón instrumental, la tecnología y la ecología, que resulta ser una expresión concreta de evolución, nos dicen que lo superorgánico entra a formar parte de las emergencias que se advierten en el azar, en el desorden, en la incertidumbre y en las entropías especiales que se relacionan con la dimensión cuantitativa de lo material, de la energía y de su termodinámica, en este caso, entendida en el contexto de sus relaciones de la cultura en sociedad con lo estrictamente orgánico.

La magnitud de lo superorgánico entiendo que es, significativamente, más compleja que la mera razón material, pues incluye ésta y agrega aquellas que resultan de la vinculación de la primera con el conocimiento y el pensamiento, en definitiva, y especialmente en las ocasiones emergentes, el arte (cf. Esteva, 2006), que aquí entiendo como creación y armonía subjetiva de la realidad interior, puesta en imágenes a través de los seres humanos reconocidos en sus capacidades imaginativas, las más complejas, en este punto, de la razón cultural, cuando no las más depreciadas por la termodinámica y, en las emergencias, por la entropía. En este ejemplo, el arte no entraría en las razones directas de la termodinámica, por ser ésta únicamente una energía objetivamente organizada, una materialidad evolutivamente situada en los incrementos de la complejidad y de su compañera, el desorden. Al respecto, la subjetividad estaría fuera de la energía porque ésta no es razón por sí misma, por lo cual, siendo el arte subjetivo por antonomasia, no parecería correcto entrarlo en el pensamiento dinámico de la termodinámica, de sus órdenes y desórdenes, excepto en el caso de sublimarla y convertirla en el empeño simbólico dominante de la física y de las ciencias que se ocupan del mundo orgánico, por sí en relación con la metáfora cultural de la energía.

 

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Notas

1 Sobre este particular he escrito acerca de los valores de identificación específica del trabajador moderno con la empresa en la que presta sus servicios. Véase Esteva, 1984.

2 Véanse los artículos de estos tres autores publicados en este número de Desacatos.

 

Información sobre el autor

Claudio Esteva-Fabregat. Antropólogo y catedrático emérito de la Universidad de Barcelona. Actualmente es profesor-investigador y maestro emérito de El Colegio de Jalisco y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, nivel III. Realizó sus estudios de antropología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y trabajó con Erich Fromm en psicoanálisis didáctico como secretario del Grupo Psicoanalítico Mexicano (1953-1956). Obtuvo la maestría en ciencias antropológicas-etnología en la ENAH (1955); estudió una licenciatura en historia de América (1957) y un doctorado en historia de América (1958) en la Universidad Complutense de Madrid. Fue fundador de la primera Escuela de Antropología de España (1965-1968) y del Departamento de Antropología Cultural de la Universidad de Barcelona (1972), y director del Centro de Etnología Peninsular e Hispanoamericana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Barcelona. Introdujo en España el estudio de la antropología aplicada, la antropología industrial, el estudio de la cultura y la personalidad, y la antropología urbana. Ha sido profesor visitante en universidades estadounidenses e iberoamericanas, y director de revistas, colecciones de libros y proyectos de investigación. Es miembro fundador y juez de honor de la Academia Mexicana de Ciencias Antropológicas (2003). Ha sido merecedor de muchos reconocimientos civiles y académicos, entre los cuales sobresalen el Malinowski Award, que entrega la Society for Applied Anthropology de Estados Unidos, y la Cruz Oficial de la Orden al Mérito Civil concedida por el rey Juan Carlos I de España. Ha realizado trabajo de campo en México, Perú, Ecuador, Guinea Ecuatorial, Estados Unidos y España y ha compilado una extensa bibliografía de más de 300 artículos y 20 libros.

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