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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.30 no.86 Guadalajara ene./abr. 2023  Epub 14-Ago-2023

https://doi.org/10.32870/eees.v30i86.7275 

Estado

Bienestar y Estado: una interpretación contemporánea

Well-being and the State: a contemporary interpretation

Carlos Alberto Arellano Esparza* 
http://orcid.org/0000-0001-9293-6620

*Docente-investigador en la Unidad Académica de Desarrollo y Gestión Pública de la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Ha realizado estudios de posgrado en Reino Unido (University of Leeds), Alemania (Deutsches Institut für Entwicklungspolitik) y México (UAZ) en las áreas de política pública, bienestar y gobernanza global. Correo electrónico: caae@UAZ.edu.mx.


Resumen

En este trabajo se hace una interpretación acerca del nexo entre bienestar, el Estado y la política pública como instrumento de gobierno, para lo cual se explora en torno a la naturaleza de estos conceptos. Se argumenta que el bienestar es la representación positiva de la experiencia vivencial humana que comprende una gama amplia de dimensiones. El Estado, por su parte, se desarrolla a la par del sistema capitalista, y el involucramiento del mismo en asuntos relacionados con el bienestar de los individuos es producto de una relación funcional entre la reproducción del mismo y la exigencia creciente hacia la atención de necesidades humanas. Esta relación se refleja en políticas públicas (política social),que a su vez son un reflejo de la ideología dominante. Se realiza una interpretación de la reconfiguración del rol estatal y su involucramiento en el tema social dentro del paradigma neoliberal.

Palabras clave: bienestar; Estado; política social; ideología; individualismo

Abstract

This paper addresses the links between well-being, the role of the State and public policy.We explore the nature of these concepts and outline the nexus amongst them. It is argued that well-being encompasses different dimensions amounting to the human life experience. The State develops concomitantly to the capitalist system; its involvement with human well-being is the consequence of the need to address the needs of the people since they are essential to the reproduction of the capitalist system, but is also the consequence of the growing demands of people to meet their needs. This relationship reflects the ideological tenets that underpin different policy arrangements and instruments.We examine how well-being and the role of the State through social policy have been redefined during the neoliberal paradigm.

Keywords: well-being; State; social policy; ideology; individualism

Introducción

El bienestar es un tema simultáneamente añejo y contemporáneo: lo primero porque no hay nada que nos remita a algo tan presente en la vida del ser humano que la búsqueda misma de su bienestar; lo segundo porque la noción misma y la búsqueda perenne de ese mismo bienestar nos ha llevado a distintas conceptualizaciones de lo que éste puede implicar, es decir, qué significa y cómo se captura esa idea gelatinosa y más o menos amorfa para poder delimitar un perfil o idea básica de lo que representa y cuáles son los medios para su consecución. La organización social de los seres humanos reflejada en el desarrollo simultáneo del capitalismo y la figura del Estado, ha permitido desarrollar diversos mecanismos públicos que posibilitan el acceso a cierto tipo de bienestar. Esto ha ocurrido de acuerdo con ideologías e interpretaciones que se hacen del mismo y cómo éstas configuran esa intervención pública (sea de manera más o menos amplia o más o menos restringida) con distintos tipos de efectos que resultan funcionales para la reproducción del mismo sistema.

En este artículo se efectúa una exploración de los conceptos anteriores con la finalidad de clarificar los nexos y la relación que existe entre ellos y cómo se configura. Los dos conceptos o categorías clave a través de los que se construye este ejercicio son: a) bienestar, y b) el rol del Estado y la política pública. El primero como una representación positiva de la experiencia vivencial humana; el segundo como el instrumento a través del cual el Estado (y los gobiernos) posibilitan el acceso al bienestar en la sociedad. El texto se divide en tres secciones. En la primera se establecen las consideraciones sobre las cuales se construye la naturaleza del tema del bienestar como la columna vertebral que articula el resto del documento. En la segunda sección se aborda el tema del rol del Estado dentro del sistema capitalista y la política pública como instrumento de gobierno, así como la política social que conecta la esfera de la acción estatal con el tema del bienestar. Se hace una exploración breve del recorrido histórico de la intervención del Estado en el ámbito social, la naturaleza de la misma y sus principales implicaciones. En la tercera sección se explora la reconfiguración contemporánea de la acción estatal y el bienestar a la luz de los principales mecanismos que configuran la ideología neoliberal, fundamentalmente el individualismo metodológico y la estigmatización sobre la política social. El ensayo concluye con una exégesis general de lo revisado en el texto, enfatizando la relevancia y pertinencia de la intervención estatal en el ámbito social.

Bienestar humano

Como punto de partida es conveniente hacer algunas precisiones en torno al concepto del bienestar, mismo que por su propia naturaleza tiene un carácter más bien vago y ambiguo, dado que se presta para referir una muy variada cantidad de aspectos y dimensiones que tienen alguna relación con el ser humano y la vida que éste lleva.1

El bienestar tiene que ver, así sea de modo intuitivo, con la capacidad de los individuos de vivir y estar bien (Thomson et al., 2020). En más de un sentido es posible establecer las conexiones del concepto de bienestar con las nociones que hablan de la “vida buena”, es decir, con la capacidad del ser humano de alcanzar un estado de plenitud consigo mismo y su naturaleza. La Ética de Aristóteles es quizá el antecedente más conocido -y antiguo- en el pensamiento occidental que trata de identificar las condiciones necesarias para alcanzar la eudemonía o vida plena (Ranis et al., 2006). Una vida intrínsecamente deseable, una buena vida, conlleva ciertas propiedades que hacen que un ser humano sea humano: se trata del desarrollo en un alto grado de esas propiedades o de la realización de lo que es fundamental para los seres humanos y su naturaleza (Hurka, 1993). Esas potencialidades se refieren tanto a aquellas que son compartidas por todos los humanos en virtud de nuestra condición de especie, como a las que pertenecen a cada individuo y cuya realización da sentido y dirección a la vida del individuo (Waterman, 1993).2 Así, una vida buena o una vida con bienestar ha ido adoptando distintos significados: desde su asociación con la felicidad y la prosperidad en el siglo XIV, pasando por su asociación a la provisión en la satisfacción de necesidades en la época del Estado de bienestar en la segunda mitad del siglo XX, hasta su relación con visiones multidimensionales de pobreza y nociones de participación y agencia individual (Gough et al., 2007).

Podemos referirnos a la idea del bienestar desde una dimensión individual y con ciertos factores que están fuertemente asociados a ésta, tales como aquellos relacionados con la satisfacción de necesidades como la alimentación, vivienda, salud, educación, entre otras, o en un plano más íntimo, la felicidad que el individuo experimenta. Sin embargo, éste también puede referirse a una dimensión societal o colectiva, es decir, a una perspectiva más amplia que incluye aspectos más allá de la esfera individual (pero que ejercen una influencia sobre éste); por ejemplo, cuestiones tales como el ejercicio de libertades civiles y políticas, participación económica, seguridad en el entorno, medio ambiente, entre algunas otras. El uso de distintos conceptos para referirse a las dimensiones referidas es problemático, pues se usan indistintamente nociones como bienestar, calidad de vida, estándar de vida, prosperidad, desarrollo, felicidad, satisfacción de necesidades, buena vida, entre otras (McGillivray y Clarke, 2006).

Buena parte de los debates existentes en torno a la naturaleza del bienestar se dan en torno a lo que serían los elementos constitutivos de la vida buena o, por otro lado, los requerimientos materiales para la misma. Algunos, como el referido Aristóteles u otros más contemporáneos como Sen (1980), (1987), (1999), Nussbaum (2000), (2001), Ryan y Deci (2000), (2017) o Boltvinik (2005a), (2020), han teorizado sobre cuáles son los elementos constitutivos de una vida buena o floreciente desde distintas perspectivas; otros como Rawls (1972) o Doyal y Gough (1991) se enfocan mayormente en las condiciones materiales relacionadas con tal estado. Estos debates y posiciones, huelga decirlo, permiten poner el énfasis en distintos aspectos que troquelan la experiencia vivencial humana y, puesto que éstos son de naturaleza sumamente disímbola, pueden no sólo no clarificar la naturaleza del mismo, sino además inducir una confusión mayor sobre qué es lo importante o constitutivo del bienestar como parte de la vida del ser humano.

La concepción de la esencia humana referida por Marx nos permite aclarar el panorama al hacer referencia a los elementos constitutivos de la vida humana. Si bien Marx mismo no hizo explícita tal conceptualización, ésta puede encontrarse dispersa en sus trabajos, sobre los cuales Márkus (1985) realizó un notable trabajo sistematizando el pensamiento del autor en torno al tema.3 En términos generales, Marx se refiere al desarrollo de las fuerzas esenciales humanas, las necesidades y las capacidades humanas, como el último propósito en la realización del ser humano. Éste sólo puede satisfacer sus necesidades (y ampliarlas o expandirlas) por medio del desarrollo de capacidades específicas y a través de su actividad vital, el trabajo, lo que además se complementa con la conciencia, la socialización y la universalidad que se manifiesta en cada una de esas características. El trabajo como actividad vital representa la manera de transformación del mundo para la satisfacción de las necesidades humanas, pero simultáneamente la transformación del propio individuo a través del desarrollo de las capacidades y habilidades que definen lo humano. La conciencia distingue al hombre de los animales en tanto su acción está dotada de un significado particular que va más allá de la satisfacción inmediata de necesidades biológicas. La socialización es clave, dado que la acción humana tiene sentido según su contexto social a través de las relaciones sociales de interdependencia y por medio de las cuales se concretiza la identidad humana, es decir, el ser humano vive por y para otros. La universalidad está presente en cada una de estas relaciones como una característica de la actividad humana que se expande y somete a su acción todo ámbito posible. Si bien esa misma actividad humana presupone la preexistencia de determinadas necesidades (biológicas), esa relación se invierte a lo largo de la historia. Las necesidades actuales del ser humano no son únicamente las necesidades biológicas originales, sino necesidades producidas. Cuanto más necesitamos esas necesidades producidas, se va desarrollando una gran cantidad de otras necesidades y, simultáneamente, las capacidades requeridas para la satisfacción de las mismas.

El individuo, por tanto, no puede alcanzar su “humanidad” a menos que se apropie de las capacidades e ideas desarrolladas por las generaciones precedentes y las asimile a su propia actividad. Este doble movimiento, la satisfacción de una amplia gama de necesidades (como las cognitivas o afectivas, por referir un par que van más allá de las que están estrictamente relacionadas con la reproducción física) y el desarrollo de capacidades amplias asociadas a esa misma gama de necesidades, constituyen la base sobre la cual los seres humanos pueden aspirar a realizar su humanidad. Bajo esta perspectiva, el ser humano pleno o el ser humano rico es aquel que ha desarrollado un amplio repertorio de necesidades y capacidades. De modo opuesto, el ser humano que ni satisface sus necesidades ni desarrolla sus capacidades, está mutilando su propia humanidad al negar aquellos elementos que lo hacen propiamente humano.

Obviamente aquí estamos haciendo una sobresimplificación brutal sobre el tema. El debate de si las necesidades/capacidades son de hecho la categoría definitiva de la esencia humana, ha sido sujeto de amplias reflexiones y cuestionamientos. La disputa acerca de su fundamentación categórica se finca sobre la noción de la imposibilidad de su verificación empírica (Springborg, 1981), así como la idea de la subjetividad inherente y relatividad social de acuerdo con el contexto de las mismas (Doyal y Gough, 1984, 1991) y la imposibilidad de generalizar sobre el concepto desde nuestra propia situación histórica y cultural específica (Soper, 1993). Esta línea de argumentación ha tenido varias encarnaciones: desde las afirmaciones de la economía ortodoxa que postulan el valor de los deseos individuales y la soberanía del consumidor; relacionado con lo anterior, lo postulado por la nueva derecha que concibe al mercado como moralmente superior y más eficiente para asignar recursos y definir metas en interés de los individuos, en contraposición con la fijación de ideas sobre necesidades por autoridades y el consecuente atropello sobre las libertades individuales; el marxismo y la asociación de la naturaleza humana a las necesidades históricas y por tanto, la relativización social y cultural de las mismas; el imperialismo cultural,4 mismo que impone ciertas visiones de necesidades que obran a favor de ciertos grupos y en contra de otros, lo que favorecería cierta opresión dictatorial; los demócratas radicales y las formulaciones individuales de necesidades ligadas a las preferencias de los colectivos; o argumentos fenomenológicos de que las necesidades se construyen socialmente (Boltvinik, 2005b; Doyal y Gough, 1991, capítulos 1-2; Gasper, 1996). En cualquiera de los casos, los detractores del concepto de necesidades terminan admitiendo su existencia, así sea de forma implícita.

Por tanto y sin entrar en demasiado detalle, los elementos típicos de lo que podemos concebir como bienestar pueden ser ubicados como aquellos relacionados con el desarrollo pleno de los individuos y su posibilidad de vivir una vida plena o floreciente. Desde esta acotación, el bienestar estaría relacionado -si no totalmente, al menos en forma parcial- con dimensiones de la satisfacción de las necesidades y el desarrollo de las capacidades que le permitan vivir una vida plena, digna, emancipada y autodeterminada. Consecuentemente la dualidad necesidades/capacidades como el núcleo en torno al cual se estructuraría y articularía el concepto de bienestar, abre la puerta a otro tipo de consideraciones, tales como si aquellas necesidades o capacidades son relativas a las dimensiones individual o societal, subjetiva u objetiva, por establecer una prototipología cruda de contrastes entre las referidas dimensiones.5

En síntesis, quizá la forma más conveniente de aproximarse a la noción de bienestar sea a partir de no constreñirla a una definición específica, sino como un concepto amplio que refleja, en mayor o menor medida y con precisiones mediante, que dentro de la vasta amplitud que representa la vida humana y sus infinitas posibilidades, el bienestar se puede componer de un estado o logro(s) puntual(es) de satisfacción en una o varias dimensiones de la experiencia humana (individual o colectiva) en un punto en el tiempo (Arellano-Esparza y Boltvinik, 2020).

Bienestar, Estado y política pública

¿Qué relación puede tener el tema del bienestar con el Estado? Para contestar esta pregunta hagamos una aproximación gradual. En primer lugar hemos de recordar que el Estado moderno es producto del desarrollo simultáneo del capitalismo (Pipitone, 1994). Se puede afirmar incluso que el desarrollo y relación de ambos, cada uno en su esfera específica, ha sido una relación simbiótica: no habría Estado (capitalista) sin capitalismo, ni capitalismo sin Estado (Braudel, 1986). En ese tenor, el Estado como organizador de la vida social, independientemente de su ubicación, reproducirá en su seno la lógica y dinámica propia del capitalismo; en otras palabras, la estructuración de las relaciones sociales en torno al capital y la sujeción de los individuos al mismo con las consecuencias ya conocidas: concentración del poder económico y político, subordinación y lucha de clases, explotación de las clases obreras, presencia de crisis recurrentes, entre otras (Harvey, 2010).

El avance del desarrollo capitalista y la simultánea consolidación de los Estados nacionales y los aparatos estatales en los últimos 200 años son, ambos, realidades innegables. La vertiente económica provee de una evidencia palmaria: tan sólo en los últimos 60 años el producto interno bruto (PIB) mundial se ha quintuplicado (World Bank, 2020). Independientemente de las múltiples objeciones que el PIB tiene como medida de desarrollo o progreso (Stiglitz et al., 2009), el dato duro específico nos ilustra ese avance. No nos dice nada, sin embargo, acerca de la distribución de los recursos tanto entre países como al interior de los mismos y de cómo las brechas entre los más y los menos desarrollados se ha ensanchado (más sobre este punto abajo). El Estado capitalista en esta relación simbiótica con el capital, ha afianzado su papel como actor central en la estructuración social, sea a través de la intervención en procesos económicos pero también sociales y, naturalmente, políticos (Hobsbawm, 2014).

El Estado pues, participa activamente en el desarrollo capitalista. Ahora bien, para ejercer su potestad única, gobernar, el Estado cuenta con un instrumento que le permite la realización de esa tarea. Ese instrumento es la política pública. Ésta existe para la atención y resolución de problemas que afectan a las sociedades (Coplin y O’Leary, 1998) y una parte sustancial de ella es llevada a cabo por el aparato gubernamental (Considine, 2005; Dye, 2001; John, 2012).6 Sucintamente, se puede decir que la política gobierna a través de políticas públicas.

Bajo la interpretación anterior parecería entonces que los gobiernos son meros gestores de la vida social (y sus problemáticas) y que, dependiendo de su inspiración (el bien común, la maximización de la ganancia económica, el control social, etcétera), éstos instrumentarían soluciones al efecto. De alguna suerte, esta apariencia aséptica del ejercicio de gobierno al cual se le adscribiría una neutralidad -y hasta pureza- de carácter técnico,7 tiende a ocultar la propia naturaleza y mecanismos de reproducción del desarrollo capitalista.

Si regresamos a los supuestos enunciados arriba, capitalismo y Estado capitalista son dos caras de una moneda. Consecuentemente, el desarrollo (económico) del primero implica la actividad (política) del segundo como un mecanismo de transmisión de sus propios intereses. Por tanto el Estado, sea de forma abierta, o de forma velada, es un representante de facto de intereses concretos, mas no son estos intereses en abstracto, sino intereses de un grupo específico, es decir, de una clase dominante (Miliband, 1969).

Ahora bien, podría interpretarse que el Estado en quien residen tanto la soberanía popular como el monopolio del uso legítimo de la violencia (Weber, 1996 [1919]), haría uso de los instrumentos a su disposición para someter y dominar verticalmente a la sociedad y articularla en funciones de los intereses de esa clase capitalista dominante. Sin embargo, el ejercicio del poder político y la construcción de la hegemonía no sólo aparejan nociones de dominación sino también de consenso, a partir de las cuales se establece la dirección de la sociedad y se reproduce el propio capitalismo. En este proceso la ideología ejerce un rol preponderante (Portelli, 1977). La ideología es una suerte de cemento que permite que el bloque social permanezca. La ideología dominante no reflejaría únicamente las condiciones de vida de esa clase arriba referida, sino además la relación política concreta con otras clases sociales, así como su modo de vida. En tal sentido, la ideología funciona para construir un discurso coherente del funcionamiento social bajo la égida de una clase dominante y una -supuesta- representación del interés general del pueblo, todo esto bajo la legitimidad de la ideología dominante. Entonces, si bien el Estado cumple un rol preponderante en la representación de los intereses económicos de esa clase, es a través de la representación de los intereses políticos que puede mantener su hegemonía.

Esto admite que pueda coexistir tanto la reproducción de los intereses de las clases dominantes con ciertas concesiones hechas a los intereses de las clases dominadas, incluso en menoscabo de las primeras en el corto plazo. Estas concesiones, sin embargo, no amenazan el poder político de la clase dominante (Poulantzas, 1973). En este proceso, el Estado consolida y mantiene su hegemonía y la consecuente perpetuación de la reproducción de los intereses capitalistas.

Aquí comienzan a aparecer una serie de consideraciones que permiten visualizar los primeros nexos entre el Estado, la política pública y el tema del bienestar. El Estado capitalista, podemos decir, tiene una función doble: por un lado asegurar el desarrollo capitalista, y por otro, asegurar la legitimidad -y continuidad- del sistema, paliando los efectos más duros del capitalismo sobre la población en lo concerniente a la satisfacción de sus necesidades (como se refirió en la primera sección, una de las dimensiones del bienestar). Un Estado que se valga estrictamente de la fuerza para lo primero, eventualmente perderá su legitimidad y apoyo, pero un Estado que atienda lo segundo sin atender las necesidades del capital, se arriesga a perder su propia fuente de poder (J. O’Connor, 1973). Para la atención de ciertas necesidades específicas de los individuos, el Estado ha ido desarrollando distintos instrumentos de política pública, específicamente de política social, mismos que han tenido una evolución que va desde intervenciones muy específicas para el alivio de situaciones de carencias, hasta el desarrollo de complejos sistemas de protección que agrupan distintas intervenciones de política social y a las cuales se refiere tradicional y genéricamente como Estado de bienestar8 (Béland, 2010).

El foco de ese Estado de bienestar es precisamente el de posibilitar, vía la acción estatal, el acceso de la población al bienestar (al menos de forma limitada en lo tocante a la satisfacción de necesidades). Para ilustrar esto recordemos que mucho del avance que hubo en términos de satisfacción de necesidades humanas dentro del sistema capitalista, fundamentalmente en el siglo XX (Hobsbawm, 2014), se dio como el producto de las exigencias sociales de distintos grupos que urgían la atención a las mismas: la institución de la seguridad social en la Alemania de Bismarck a finales del XIX, el fabianismo en Inglaterra, los seguros de desempleo en Francia, lo plasmado en el Tratado de Versalles, el reconocimiento de derechos asociados al trabajo en las Constituciones mexicana y de Weimar, el New Deal estadounidense y el Reporte Beveridge al finalizar la Segunda Guerra Mundial (Alcock et al., 2014; Garland, 2016; Kuhnle y Sander, 2021). Las luchas de trabajadores y campesinos organizados, además de las clases medias, proveyeron un impulso definitivo en la institucionalización de beneficios públicos orientados a mejorar sus condiciones de vida (Barba, 2010; Béland, 2010) en el contexto de un desarrollo capitalista que creaba problemas de privación material y marginalización social (Dean, 2019). El contraargumento a lo anterior se construye desde lo enunciado líneas arriba: el Estado otorga este tipo de concesiones a los trabajadores a fin de apaciguar el exacerbamiento del descontento social y mantener el statu quo a través del aburguesamiento y la desmovilización (Pierson, 2006).9 Bajo esta última interpretación, el bienestar sería un medio para el control social y de adaptación de los individuos a las necesidades del capitalismo (Offe, 1984).10

Aquí se expone de forma patente una aberración distópica: ¿es entonces el bienestar, como fin último o como el sustrato de una vida buena, una cuestión secundaria, incluso superflua a los ojos del Estado y/o la ambición ciega del capital? Más aún, a este cuestionamiento le subyacen contradicciones irresolubles: ¿es el bienestar procurado por el Estado la expresión de un aparato controlador y opresor, o un sistema para satisfacer las necesidades humanas y atenuar los impactos del capitalismo? ¿Es un ardid capitalista o es una victoria de las clases trabajadoras? En cualquier caso no sería ésta una contradicción per se propia, sino el reflejo de la misma contradicción que reside en el corazón del sistema capitalista entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción (Gough, 1979).11

Según lo anterior, es evidente que el juicio expedito y sumario acerca de la intervención del Estado en cuestiones relativas al bienestar de los individuos no es adecuado ni lo son tampoco las críticas a la intervención estatal en este ámbito, que le vienen igualmente desde los dos extremos del espectro ideológico: la derecha radical que propugna por un liberalismo individualista, y la izquierda marxista que refiere a éste como el medio de control social por antonomasia (Picó, 1987). Además, el juicio apresurado no es correcto por la simple razón de que ambas características enunciadas son esencialmente ciertas y componen una unidad: la atención a las necesidades de los individuos a través de la acción estatal es simultáneamente el resultado de la lucha política organizada, pero es al mismo tiempo funcional para el desarrollo capitalista. Obviar cualquiera de estos aspectos reduce el análisis a un relato infantil.

Una vez establecido el nexo entre el rol o función del Estado, su herramienta la política pública y el bienestar de los individuos, es conveniente hacer algunas precisiones en torno a ese nexo. Como primer paso debemos reconocer un hecho: la creciente contradicción entre el progreso técnico y el avance económico de la raza humana y la aparente incapacidad de llevar los beneficios de ese mismo progreso a grandes segmentos de la población a lo largo de todo el mundo. Una pregunta clave que se desprende de esto es: ¿podemos hablar de progreso social si ese mismo progreso no alcanza a todos los individuos y, aún más grave, cuando esos individuos se encuentran en una posición en la que difícilmente pueden satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia, es decir, tener niveles mínimos de bienestar? Como se puede intuir, ese progreso que ocurre a nivel societal no tiene necesariamente su reflejo o contraparte a nivel individual, mucho de lo cual tiene que ver con la propia naturaleza del sistema capitalista y su tendencia a la concentración de la riqueza social creada en las manos de una porción mínima de la población.

Como referimos anteriormente, el siglo XX vivió una etapa inédita en el avance del capital pero también en la mejoría de la calidad de vida en términos de salud, educación y condiciones de la vivienda (por mencionar las dimensiones más obvias) de una buena parte del planeta (Roser, 2020). Si bien el capitalismo desde sus inicios tendió a exacerbar las desigualdades económicas y sociales, lo ocurrido en el siglo XX admite varias explicaciones con distintos matices, pero en todas sobresale un actor central clave: la intervención del Estado. Las distintas iniciativas de política pública, específicamente de políticas sociales, permitieron domar esa misma tendencia alcista en la desigualdad mundial, tal como se puede observar en la gráfica 1.

Fuente: elaboración propia con datos de Bourguignon y Morrisson (2002), y de Milanovic (2009)

Gráfica 1 Desigualdad en el mundo 1820-2002 (Índice de Gini) 

Claramente podemos apreciar cómo en buena parte del siglo XX, incluso con la boyante actividad económica posterior a la Segunda Guerra Mundial, la tendencia al alza de la desigualdad en el mundo se mantiene en niveles hasta cierto punto estables. Tal como ya se dijo, aun cuando ésta no es una explicación causal directa y admite muchos matices, el rol del Estado en la denominada época dorada es fundamental. Se puede decir sin mucho esfuerzo que el elemento que ayuda a paliar esas contradicciones generadas por el avance capitalista es precisamente el Estado a través de sus distintos instrumentos de gobierno, en nuestro caso concreto las políticas sociales (Piketty, 2022, capítulo 6). Esta explicación se refuerza a partir de la ocurrencia del fenómeno opuesto: la aceleración en la concentración de la riqueza a partir de la década de los ochenta del siglo pasado (Atkinson, 2015; Piketty, 2014) y su relación con un evento particular: el auge del modelo neoliberal y la consecuente retracción del Estado en las cuestiones sociales.

Si hasta el final de la década de los setenta del siglo pasado, el Estado había desempeñado un rol más activo en la cuestión social, la imposición del neoliberalismo como el modelo a seguir forzó la retracción del Estado (bajo el argumento de su supuesta ineficiencia) en el involucramiento en la provisión de servicios directamente ligados al bienestar (educación, salud, vivienda, pensiones), reposicionando al mercado como el ente a través del cual la organización social sería más eficiente, con lo que se estimuló el uso privado de servicios o directamente privatizando los mismos, debilitando las conquistas laborales (Dean, 2010; McMichael, 2008; Mkandawire, 2001) y consagrando al mismo tiempo una narrativa basada en el esfuerzo individual. Sobre esto abundaremos en la siguiente sección.

La reconfiguración del bienestar, el Estado y la política social

El neoliberalismo no sólo trae consigo cambios en torno al rol del Estado en su involucramiento en las cuestiones económicas y sociales, sino que se apalanca sobre distintos mecanismos que han consolidado la ideología dominante en torno a la asociación del Estado con el tema del bienestar. Por una parte, se han postulado desarrollos teóricos en los campos de la economía, la administración y la política pública orientadas a demostrar la ineficiencia del Estado como el actor central en la economía y la sociedad, y la conveniencia del mercado como regulador de la vida social (Bresser-Pereira, 2009); por otra, se han instrumentado cambios a la operación del mismo de tal suerte que su involucramiento en la cuestión social es cada vez menor. En tal sentido, el constructo ideológico que mejor aglutina y refleja los cambios que aparejó el neoliberalismo es el énfasis en el individuo: el traslado de la responsabilidad de los fallos estructurales del capitalismo a las conductas individuales (Banegas, 2008; Harvey, 2005).

Esta perspectiva individualista, aunque de larga data, se construye a partir de dos grandes temas que se refuerzan mutuamente y se reflejan en la construcción y percepción de asuntos relacionados con la promoción del bienestar (satisfacción de necesidades) desde el ámbito público: 1) el individualismo metodológico, y 2) la estigmatización asociada a la provisión/recepción de servicios públicos orientados a temas de satisfacción de necesidades (welfare).12

En relación con el individualismo metodológico, aunque de vieja cuna, éste se consolida en la segunda mitad del siglo XX (Hodgson, 2007). La idea fundamental es que las explicaciones en torno a los fenómenos sociales deben ser siempre ubicadas en los individuos y sus motivaciones (Lukes, 1970; Ylikoski, 2016). Este individualismo se centra básicamente en supuestos ideales que consideran al individuo como un tomador de decisiones racional y eficiente que se comporta como un ente económico (homo economicus) todo el tiempo y en cualquier situación, buscando maximizar sus beneficios al tiempo que minimiza sus costos (Fleming, 2017).13 En tal sentido se asume que la responsabilidad individual y la prudencia deben primar sobre el comportamiento, con lo cual el éxito o fracaso (en cualquier arista de la vida humana) es atribuible y depende de cada quién y es, por lo tanto, independiente de las circunstancias sociales.

En torno al segundo, existe una larga tradición de mecanismos sociales de ayuda a los desposeídos por razones altruistas o gremiales, que puede rastrearse hasta la época del Renacimiento (Geremek, 1994; Palacios, 2005).14 Con el despunte del capitalismo en el siglo xviii, las diferencias sociales de privación material y de exclusión social comienzan a ser muy palpables y visibles, razón por la que se hace necesario institucionalizar mecanismos que ayuden a los miserables por un lado y, por otro, prevengan cuestiones asociadas a esta condición tales como la degradación moral, la vagancia, los vicios y la delincuencia (Polanyi, 1957). Puesto que Inglaterra llevaba la delantera en el desarrollo capitalista, es ahí donde surge la institucionalización de medidas contra la pobreza con la famosa Ley de Pobres de la época isabelina (siglo XVII).15 Esta Ley establecía distinciones entre los pobres merecedores de ayuda, así como recompensas y sanciones.16 Fue en la etapa victoriana (siglo XIX) y con el ascenso del liberalismo económico, sin embargo, que la Ley de Pobres se endurece: si antes no había necesidad de demostrar la necesidad de ayuda pública, en esta etapa se condiciona la ayuda a los menesterosos, pero además se les confina en casas de trabajo (work houses) con la finalidad de que trabajaran a cambio de la ayuda recibida. La intención de este mecanismo era la de disuadir a los pobres, a través de los trabajos inhumanos y sueldos miserables de la casa de trabajo, de solicitar tal asistencia y que se buscaran la subsistencia por sus propios medios (Fraser, 1984). La asistencia hacia los pobres se asoció con el trabajo, que de acuerdo con el credo de la época, era una obligación divina y la única vía de redención para aquellos que debían ser reformados de sus abominables hábitos. El trabajo era pues la vía de escape de la pobreza, fuese de forma voluntaria u obligatoria (Miller, 1999). Aquí toma forma concreta la conceptualización estigmatizadora asociada a nociones de desposesión y se refuerza con una noción creada en esa época y que sostenía que ser pobre era resultado de una elección individual y tenía poco o nada que ver con las condiciones sociales (Titmuss, 1958).

Unos 150 años después, con el ascenso del paradigma neoliberal, las dos corrientes arriba referidas confluyen y se apalancan una sobre la otra, destruyendo -o al menos erosionando- la noción de solidaridad social que había permeado buena parte de los avances que se dieron en el involucramiento del Estado en las cuestiones sociales arriba referidos.17 En términos gruesos, la postura neoliberal argumenta lo mismo que sus predecesores de hace siglo y medio: la intervención del Estado crea dependencia entre los beneficiarios, los individuos pierden el control sobre sus vidas, pero además mata la innovación y el espíritu emprendedor, con lo que se afecta la economía (Glennerster y Midgley, 1991). Los argumentos además contienen ideas en torno a la insostenibilidad fiscal del sistema de bienestar y la consecuente incapacidad de controlar las expectativas de la gente.

De lo anterior se deriva que el tradicional discurso de justicia social, que en mayor o menor medida acompañó la idea del involucramiento estatal en el bienestar de los individuos y que reflejaba nociones de solidaridad intra e intergeneracional, se haya abandonado a favor del discurso de igualdad social (representado por el mantra de la igualdad de oportunidades), mismo que se reflejó en la transformación de políticas públicas orientadas a paliar las deficiencias estructurales del sistema y los desequilibrios del mercado y que además eran consideradas como derechos sociales, a la promoción de políticas selectivas de provisión de servicios privados y orientados a estimular la participación en la fuerza laboral y el fomento a la responsabilidad individual en la consecución del propio bienestar individual (Dean, 2008; Gilbert, 2002). La propia noción del Estado de bienestar es puesta en la picota (Garland, 2016), lo cual supone la retracción del involucramiento estatal en la provisión de servicios sociales y un giro que supone la asunción de un rol funcional orientado a habilitar a aquellos que no pueden participar en el mercado, es decir, la focalización de la ayuda hacia los pobres extremos. Con esto se instituye una agenda de servicios públicos minimalistas (pues la idea es desincentivar su uso) orientados a la satisfacción de necesidades básicas que, por un lado busca integrar individuos al mercado y, por otro, los estigmatiza al ubicarlos como dependientes de la ayuda pública (Lister, 2001).

La expresión de lo referido arriba se materializa de distintas maneras a través de mecanismos subyacentes a la consolidación de la ideología prevaleciente, lo que se refleja en diversos espacios de la vida social. Uno de ellos, naturalmente, es la exportación del American Way of Life y sus valores como aspiración máxima del modo de vida.18 Como ejemplo tenemos al mercado laboral como el pináculo de la ortodoxia neoliberal a través del cual el modo de vida estadounidense es asequible. Desde la década de 1960, en plena bonanza económica, se asoció la idea de la educación (en especial la educación superior especializada) como motor de la movilidad social y como la plataforma idónea para la igualdad de oportunidades. En este contexto nace una idea clave que soporta esta formulación: el capital humano (Becker, 1964). La lógica básica de este concepto es que las habilidades y conocimientos que tiene un individuo determinan su capacidad para generar un retorno económico en el mercado laboral. La secuencia causal de lo anterior es: la acumulación de capital humano permite que los individuos estén en posiciones similares de competencia (igualdad de oportunidades), con lo que el mercado recompensará a los más aptos en función de los méritos, el esfuerzo y el talento que los individuos hagan para superarse. Esta última parte redondea la narrativa individualista a partir de la idea de una sociedad meritocrática (Littler, 2018).

Otro ejemplo de la expresión de estos mecanismos es que se ha creado una “industria de la felicidad” que promueve la mejoría individual a través de la mercadotecnia, la medicina o literatura de autoayuda (Davies, 2015). Esta estrategia, que incluso recibe la sanción de organismos supranacionales, fomenta en los individuos cierta actitud de conformidad, tanto como en la forma de ajustarse a una realidad hostil, pero también como mecanismo para la inserción en la lógica y funcionamiento del capital.

Claramente, el énfasis en lo individual descrito arriba simultáneamente oculta y desvía la atención de las deficiencias estructurales del capitalismo (Beck y Beck-Gernsheim, 2002) y que el propio neoliberalismo ha exacerbado, al mismo tiempo que justifica el retraimiento del involucramiento del Estado en las cuestiones sociales tanto en el discurso como en los hechos. No es casualidad que el periodo que comprende el modelo neoliberal esté caracterizado por un acelerado crecimiento de la desigualdad y la prevalencia de la fractura social en sociedades que son más desiguales (Wilkinson y Pickett, 2010, 2020).

En suma, la perpetuación de la ideología dominante se afinca con la creación y entronización de una idea del individuo autosuficiente capaz de incorporarse adecuadamente en el mercado laboral y convertirse en un ser “exitoso”. Al igual que la noción creada hace más de 150 años, quien no logre adecuarse a este molde, quien no logre superar sus condiciones de privación material (léase, dejar de ser pobre) será estigmatizado como un individuo disfuncional, y si encima recurren a la ayuda estatal, el estigma es más grave.19 La ya referida Margaret Thatcher sentenció lapidariamente: “la pobreza refleja una deficiencia de carácter”.

De modo patente estas concepciones resultan ampliamente funcionales para los fines de la reproducción capitalista, pues mantienen la gran maquinaria del capital funcionando al tiempo que mantiene el gasto social de gobierno al mínimo, con lo que además se evitan desbalances fiscales que alteren la estabilidad propia del sistema, soslayando la cuestión estructural inmanente al capitalismo y sus efectos en la concentración del poder tanto económico como político, la generación de desigualdad y el consecuente acceso inequitativo a satisfactores que constituyen pilares del bienestar.

Consideraciones finales

En este ensayo hemos intentado establecer -o esclarecer- los nexos entre el bienestar de los individuos y el rol del Estado para alcanzar tal fin. El bienestar de los individuos importa, pues éste es el núcleo de su existencia. Si bien el desarrollo capitalista ha creado cismas sociales profundizando las desigualdades, en alguna medida el Estado ha podido paliar estas asimetrías a través de mecanismos de política pública y permitir el bienestar (o cuando menos algún tipo o nivel de bienestar) de los individuos. Lo anterior sugiere que el rol del Estado no sólo resulta útil en este sentido, sino que además su intervención es necesaria y vital para garantizar niveles de vida digna y corregir las asimetrías propiciadas por el desarrollo capitalista. En tal sentido, la política social debe convertirse en una plataforma de emancipación para la liberación del yugo de la necesidad, en primer lugar, y en segundo, del potencial humano en todas sus expresiones. Si bien existe toda una corriente de pensamiento que cuestiona lo anterior y le asigna al Estado un rol casi exclusivo como facilitador del propio capitalismo, la argumentación contraria es que es precisamente a través de esta intervención -la acción estatal-, que el ser humano puede alcanzar un bienestar generalizado y con eso posibilitar un proyecto de vida autodeterminado y una vida floreciente.

John Maynard Keynes y Bertrand Russell, por referir un par de autores clásicos, contemplaban que el propio desarrollo del capitalismo llevaría al tránsito a la sociedad del ocio, en la cual el trabajo humano se reduciría considerablemente por virtud del avance técnico y tecnológico. La realidad es muy diferente puesto que el ingreso por vía del trabajo como el medio para la satisfacción de las necesidades es precario y las condiciones del trabajo más inseguras y esclavizantes (I. Campbell y Price, 2016; Standing, 2011; Vosko, 2011). La política social, a contrapelo de lo que esboza la narrativa oficialista y asociada a la ideología dominante -incluso en la academia-, no debe ser un mero complemento del mercado laboral, cuyas políticas están orientadas a la reproducción del statu quo. Ideas como la del ingreso ciudadano universal cada vez cobran más fuerza -y vigencia- como instrumento de política social que ayude a nivelar las desigualdades, pero sobre todo, permitir a través del bienestar, vidas más plenas (Bregman, 2016; Van Parijs, 1992; Van Parijs y Vanderborght, 2017).

El bienestar es una construcción tanto objetiva como subjetiva. Hay miles de millones de vidas, individuos igualmente capaces de sufrir y gozar. No debe distraernos el hecho de que aunque las reglas del juego están dadas, es decir, que vivimos en un sistema que por su propia naturaleza resulta expoliador e injusto, la experiencia histórica no sólo ha demostrado que otro tipo de capitalismo es posible, sino que es además deseable y necesario.

Si el capitalismo vive crisis recurrentes que le obligan a reinventarse y sortear las mismas, el propio Estado, como el anverso histórico del desarrollo capitalista, es igualmente capaz de operar un cambio en el sentido opuesto al experimentado en los últimos 40 años. Muchas experiencias nacionales contemporáneas han resistido el embate neoliberal o lo han sabido acotar/integrar a su realidad y han logrado éxitos bastante laudables en términos de la corrección de desigualdades y asimetrías sociales, abriendo la posibilidad para el bienestar y, con esto, el desarrollo amplio de los seres humanos.

Si, a final de cuentas, conceptualizamos desarrollo como “progreso social”, entonces éste necesariamente tiene que estar asociado a la creación de condiciones que posibilitarían a todos los individuos tomar decisiones para vivir una vida plena de acuerdo con sus necesidades y valores (Boltvinik, 2007). Si bien la crítica hacia la organización estatal capitalista como un asunto exclusivo de reformas cosméticas en torno al desarrollo institucional y ajustes de política pública (la forma) que ignoran el sustrato capitalista sobre el cual se construye (el fondo) tiene un mérito incuestionable (Miliband, 1969), a la luz de los hechos debe ser evidente que estamos frente al reto histórico de lo posible, antes que lo deseable.

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1 El debate sobre el contenido de la noción de bienestar es uno que se expande a través de distintas disciplinas académicas, como la filosofía, la economía, la psicología y las ciencias médicas (Angner, 2016; Fletcher, 2016b).

2Esta concepción también se encuentra en las obras del ya mencionado Aristóteles, pero además en Tomás de Aquino (la naturaleza del ser humano es racional, un buen humano usa su racionalidad en un alto grado), Marx (el desarrollo de capacidades a través del trabajo y la socialización), y algunos otros (Platón, Spinoza, Leibniz, Kant), que si bien difieren en su especificidad, son más o menos consistentes en definir la buena vida en términos de la naturaleza humana y lo que es bueno para esa misma naturaleza humana (Fletcher, 2016a; Kraut, 2007).

3Sobre el particular véase a Boltvinik (2005a), (2020), quien ha realizado una revisión notable sobre el concepto y quien se refiere a tal aportación como el tándem Marx-Márkus.

4El vocablo imperialismo puede inducir una confusión con el uso que se hace de éste relacionado con la influencia de los países/regiones históricamente centrales, fundamentalmente Europa y Estados Unidos.Aquí se refiere a una imposición de ciertas visiones culturales sobre otras.

5Una aproximación más amplia y detallada de los enfoques de bienestar objetivo y subjetivo se puede consultar en Arellano-Esparza y Boltvinik (2020).

6Sin entrar en detalles, la política pública como disciplina científica —que no como ejercicio de gobierno— es un esfuerzo relativamente nuevo, pues ésta data de la década de 1950 y no es sino la evolución de campos antes propiedad de la ciencia política y la administración pública. Nace con el auge del positivismo en las ciencias sociales y busca dotar de un cuerpo teórico sistemático el ejercicio de gobierno (Roth Deubel, 2010).

7Dicho sea de paso, esta tendencia alcanza su culmen en el periodo neoliberal (Campbell y Pedersen, 2001; Harvey, 2005).

8Éste, como se apunta, es un uso laxo del concepto. Algunos autores (Therborn, 1983) sostienen que para considerarse como tal, un Estado de bienestar debería dedicar la mayoría de sus actividades al bienestar de los hogares, lo cual es, quizá, un ideal muy elevado; sin embargo, este uso puede auxiliarnos para ilustrar el nexo entre el involucramiento estatal con el bienestar de los individuos.

9Esto se ha dicho repetidamente a lo largo de la historia: se dijo por ejemplo tanto de la experiencia alemana con Bismarck, como igualmente acerca de lo ocurrido en México con la lucha obrera y los sindicatos en el siglo XX (Duhau, 1995; Meyer, 2005).

10Naturalmente que este tipo de argumentación invita a una serie de cuestionamientos para los cuales no hay respuesta clara de sus proponentes; por ejemplo, ¿en qué medida representan un peligro para el statu quo muchos de los beneficiarios de la política social como los minusválidos, los niños o los ancianos? ¿Los beneficiarios de los programas sociales son, consecuentemente, regulados o controlados? ¿Si no fuesen beneficiarios estarían involucrados en actividades contrarias y peligrosas a los poderes establecidos? ¿Cómo se demuestra todo esto? (Pemberton, 1983, 1984).

11Si bien la conceptualización que hizo Marx no consideró una noción de tal cosa como un Estado de bienestar, sí consideraba la noción de bienestar social (satisfacción de necesidades) como una característica fundamental de las relaciones sociales basada en la solidaridad y la cooperación para las cuales las instituciones del capitalismo resultaban antitéticas y sólo podían darse en una sociedad sin clases (Mishra, 1975). Esta laguna resulta hasta cierto punto obvia, dado que las condiciones de la época no admitían una intervención estatal más allá de la asistencia a los menesterosos (que por otro lado existía sólo de forma incipiente) (Fraser, 1984), razón por la cual Marx no atestiguó el desarrollo de complejos sistemas de protección y seguridad social que se forjaron a lo largo del siglo XX.

12Ambas de cuna anglosajona; curiosamente (o no tanto), de las dos experiencias de potencias imperiales que en buena medida articularon el desarrollo del capitalismo en los siglos XIX y XX (Pipitone, 2003).

13Los supuestos teóricos sobre los que se construye la teoría de la elección racional, puntal del individualismo metodológico en la segunda mitad del siglo XX, han sido ampliamente desacreditados por los numerosos estudios hechos desde la perspectiva de la economía conductual. Para una síntesis ilustrativa sobre el tema, se puede consultar a Thaler (2016).

14Eso no quiere decir que esto ocurrió exclusivamente en Europa: baste referir como ejemplo que hay evidencia de que en el imperio azteca existía una suerte de mecanismo de seguridad social para los ancianos y los minusválidos (Díaz, 2000).

15Sin pasar por alto el hecho que en la Europa continental ya se habían explorado disposiciones para este mismo fin, aunque sin lograr el nivel de institucionalización que alcanzaron en Inglaterra (Geremek, 1994).

16Este sistema de ayudas culmina con la iniciativa de un ambicioso sistema social llamado Speenhamland, el cual fue duramente criticado —y subsecuentemente desmontado— en su época por ilustres como Ricardo o Malthus, además de la población no beneficiaria del sistema, por el supuesto fomento de la dependencia de la ayuda pública, el estímulo de la degradación moral, el costo al erario, las distorsiones en el empleo, entre otras razones (Polanyi, 1957). Al margen, valga hacer el apunte: tomó más de 150 años, pero las fallas y efectos atribuidos al sistema Speenhamland han sido sistemáticamente desmentidas (Block y Somers, 2003; Somers y Block, 2005).

17Es bien conocida la postura de uno de los adalides políticos más conspicuos del neoliberalismo, Margaret Thatcher, quien llegó a decir que “no existe tal cosa como la sociedad, sólo hay individuos y familias”.

18Dos componentes de éste son el esfuerzo individual ya referido, pero además el consumo de bienes suntuarios (Hobsbawm, 2014).

19Como ya se refirió, estas distinciones entre pobres merecedores y no merecedores de ayuda se remonta a hace más de 200 años. Los argumentos para estas distinciones se establecen en un tiempo y espacio específico, pero se retoman y se refinan en otros lugares y momentos. En síntesis, los pobres pueden ser asistidos por el Estado siempre y cuando merezcan tal asistencia, es decir, estén dispuestos a sujetarse a la exigencia pública y cumplir una serie de condicionalidades a fin de que se les provea la asistencia que los hará capaces de reintegrarse al funcionamiento social. La idea fundamental es que hay redención posible: para algunos es la integración funcional a la lógica de mercado, para otros es la caridad por circunstancias (Katz, 1996, 2013; A. O’Connor, 2009; Romano, 2018). Huelga decir que la visión moderna de esta estigmatización también incorpora los prejuicios de la holgazanería, la vagancia y los vicios entre los pobres, mismos defectos de carácter que les impiden tomar buenas decisiones, con lo cual las medidas para el otorgamiento de alguna asistencia deben ser suficientemente estrictas para abolir esos vicios y para que los contribuyentes que financian esas medidas no se quejen del otorgamiento de esta asistencia, que a sus ojos es inmerecida.

Recibido: 07 de Agosto de 2021; Aprobado: 10 de Octubre de 2022

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