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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.30 no.87 Guadalajara may./ago. 2023  Epub 14-Ago-2023

https://doi.org/10.32870/eees.v30i87.7334 

Teoria y Debate

Discursos y diálogos sobre violencia

Discourses and Dialogues about Violence

Adriana Rodríguez Barraza 
http://orcid.org/0000-0003-4833-9540

Mariamne Crippa Méndez♦♦ 
http://orcid.org/0000-0003-2048-6960

Doctorado en Antropología Social, Instituto de Investigaciones Psicológicas, Universidad Veracruzana, México. Líneas de investigación: violencia, género y educación. Correo electrónico: arbarraza@hotmail.com

♦♦Maestría en Psicología, Instituto de Investigaciones Psicológicas, Universidad Veracruzana, México. Líneas de investigación: violencia, subjetividad, psicoanálisis. Correo electrónico: mariamne.crippa@gmail.com


Resumen

En este artículo analizamos la noción de violencia usando la teoría de Johan Galtung de violencia directa, estructura y cultural como marco conceptual. Este enfoque, triangulado y enriquecido con conceptos de otros autores, enfatizando las características históricas y geopolíticas del contexto mexicano, ayudará a superar algunas de las limitaciones de dicha teoría. Al subrayar la complejidad de este fenómeno, lo interpretamos desde una perspectiva interdisciplinar, para elucidar algunas áreas que, de otra forma, permanecerían soterradas, y así abrimos el debate de los mecanismos de poder subyacentes y la forma en que adquieren eficacia interna, producen consecuencias veladas, por ejemplo las subjetividades adaptadas. El objetivo de nuestro análisis es resaltar las múltiples dimensiones y formas, y un examen crítico de su invisibilización y normalización. Esta disertación teórica es esencial dado que una comprensión más profunda es prerrequisito para desarrollar medios de prevención y su eliminación de raíz, que son los conflictos no resueltos.

Palabras clave: violencia; poder; subjetividad; conflicto; visibilidad

Abstract

In this article we analyze the notion of violence using Johan Galtung’s theory of direct, structural,and cultural violence as a conceptual framework. This lens, triangulated and enriched with concepts from other authors, by also emphasizing the historical and geopolitical characteristics of the Mexican context, will help overcome some of the limitations of said theory.By emphasizing the complexity of this phenomenon,we reinterpret it from an interdisciplinary approach to elucidate some areas that otherwise remain unseen and open the debate of the underlying power mechanisms and the way it acquires internal efficacy, producing concealed consequences, such as adapted subjectivities.The objective of our analysis is to highlight its’ multiple dimensions and forms, and a critical examination of its invisibility and normalization. This theoretical dissertation is essential, because a deeper comprehension is a prerequisite to develop means of prevention and elimination from the core, which is unresolved conflict.

Keywords: violence; power; subjectivity; conflict; visibility

Introducción

La abundante literatura sobre violencia y los datos cuantitativos ayudan a comprender las dimensiones del problema y reconocer que en nuestro país, México, se ha vuelto endémica. No obstante, esto significa que su análisis no ha sido agotado y que, de hecho, es necesario que las investigaciones vayan más allá de la descripción.

El uso adecuado de las palabras no es una cuestión meramente gramatical o lógica, también nos permite develar la perspectiva sociohistórica y la ideología que las subyace (Arendt, 2005) como elementos insoslayables. Siguiendo a Elsa Blair (2009), el uso extensivo del término violencia para denominar una gran variedad de fenómenos, puede resultar contraproducente, ya que, lejos de incrementar nuestro entendimiento de los mismos, genera confusión y puede degradar su significado, convirtiéndose así en un obstáculo para su conceptualización.

Por tal razón, queremos clarificar que para nosotras la noción de violencia se refiere a una categoría analítica, cuyos significados e interpretaciones ayudan a profundizar en la comprensión de ciertos fenómenos que de otra forma podrían parecer insignificantes o desligados entre sí. Aspiramos a evitar su reducción a eventos aislados o meras coincidencias, y aproximarnos desde una perspectiva social y crítica (Valencia, 2016), porque para evitar la violencia tenemos que ser capaces de reconocerla (Aspe, 2016), y para reconocerla, tenemos que poder nombrarla adecuadamente.

Asimismo, es bastante común que en las estadísticas oficiales así como en las investigaciones sobre violencia, se enfoquen principalmente en los casos más evidentes, como son los homicidios y otros tipos de daño directo, que son imprescindibles para dimensionar el problema; sin embargo, coincidimos con Octavio Paz (1998) cuando señala que debemos curarnos de la intoxicación de ideologías simplistas para poder adquirir un entendimiento más amplio de la realidad, y en el caso de la violencia, consideramos que un giro epistemológico, más allá de lo observable y medible, es esencial.

Entonces, nuestro objetivo es revisar la noción de violencia desde un marco conceptual que nos permita resaltar sus diversas dimensiones y formas, así como examinar de manera crítica la forma en que sus procesos invisibles y patrones normalizados están relacionados a través del espacio y del tiempo con los tipos más evidentes de violencia (Rylko-Bauer y Farmer 2016). Decidimos usar la teoría de Johan Galtung sobre violencia directa, estructural y cultural como un lente conceptual, que triangularemos y enriqueceremos con conceptos de otros autores para ayudarnos a superar las limitaciones de dicha teoría, pero también enfatizaremos la importancia de las características históricas y geopolíticas del contexto mexicano.

En otras palabras, nuestra intención es establecer un diálogo1 entre discursos2 que a pesar de no ser los hegemónicos, iluminan los aspectos menos obvios que resuenan en la vida cotidiana, para reafirmar que el concepto de violencia debe ser usado considerando la complejidad y profundidad de los fenómenos que pretende nombrar.

En ese sentido, inspiradas por el método de Enzo Traverso (2016) para aproximarse a documentos históricos, nuestros ejes interpretativos son conceptualización (el uso de las teorías como “caja de herramientas”) y contextualización (histórica y geopolítica), a los que sumamos la producción social de subjetividades (in-corporación de la violencia). Más adelante sugerimos que la eficacia interna del clima generalizado de violencia produce subjetividades adaptadas que garantizan su continuidad. Eso es un gran obstáculo para la resolución de conflictos, dado que debemos admitir que la violencia, como un medio para alcanzar ciertos fines, funciona.

1. Discursos y diálogos: hacia una conceptualización de la violencia

Como mencionamos anteriormente, hemos elegido la teoría de Johan Galtung sobre la violencia porque, a pesar de sus limitaciones,3 aborda un problema epistemológico clave: el criterio hegemónico positivista equivale a un descuido deliberado de otras dimensiones (psicológica, estructural, cultural o simbólica); sin embargo, el silencio y la invisibilidad están entrelazados con las formas contemporáneas de violencia (Winter, 2012).

Esta teoría, como un lente o una perspectiva amplía los niveles de análisis, ya que Galtung rechaza las definiciones estrechas de violencia que excluyen aquellas acciones y hechos que no se refieren al ejercicio somático4 de privación o incapacitación por un sujeto cuya intención es causar daño. En este sentido, buscamos revelar los mecanismos invisibles de poder que producen violencia, incluso sin la claridad del agente o el receptor (Aspe, 2016), porque aun cuando carecen de espectacularidad, son insidiosas y peligrosas.

De forma general, Galtung (1969) define violencia como la causa de la diferencia entre el potencial y la realidad, entre lo que es y lo que podría ser. Cuando el potencial supera la realidad, es evitable y, por lo tanto, hay violencia; por el contrario, cuando el real es inevitable, no la hay. Dicho de otro modo, se trata de insultos o negaciones evitables de las necesidades básicas humanas5 y de la vida misma (incluido el medio ambiente), que merma las posibilidades que el sujeto tiene de alcanzar su potencial (Galtung, 1999). Es útil concebirlo en términos de influencia: ahí donde hay un sujeto, un objeto y una acción; esta última incluye no sólo actos específicos, sino también omisiones y obstáculos que disminuyen las posibilidades del sujeto (García, 2014).

Galtung (1969) distingue seis dimensiones de violencia, algunas de las cuales ocultan al menos uno de estos elementos clave:

  1. Física y psicológica: en la primera, el ser humano es lastimado, a veces al grado del homicidio; en la segunda, el daño es en la psique y toma diversas formas (mentiras, amenazas, chantajes, adoctrinamiento, etc.) y puede derivar en la pérdida del potencial mental.

  2. Aproximación negativa o positiva: se basa en la lógica del castigo o la recompensa, respectivamente.

  3. Amenaza directa o indirecta: depende de si el objeto es identificable o no, independientemente, causa daños subjetivos tanto individuales como colectivos.

  4. Directa o estructural: depende de la presencia o ausencia, respectivamente, del sujeto que ejecuta la acción.

  5. Inintencional o intencional: es determinada por la conciencia de culpabilidad.

Las consecuencias teóricas de estos principios son el triángulo de Galtung (1998) y las dinámicas de la violencia, esto significa que la orientación de cada vértice del triángulo puede cambiar, dependiendo de su visibilidad.

Para Galtung (2016) la violencia directa es un evento, la manifestación o el aspecto visible, que puede ser físico, verbal o psicológico; la violencia estructural es un proceso intrínseco de los sistemas sociales, políticos y económicos que dominan las sociedades, Estados y el mundo; y la violencia cultural es (casi) inalterable y concierne a la parte simbólica de nuestra existencia. Considerando la importancia de una clara conceptualización, queremos extender las nociones de violencia estructural y cultural, que han sido profundamente revisadas por otros autores.

Primero, tenemos que explicar a qué nos referimos con estructuras. Éstas son relaciones sociales y organizaciones políticas, legales, religiosas o culturales que conforman a los individuos y grupos que interactúan dentro de dicho sistema social (Rylko-Bauer y Farmer, 2016). En este sentido, debemos agregar que, de acuerdo con Paul Farmer (2004), la violencia estructural es ejercida de manera sistemática e indirecta por todos aquellos que pertenecen a cierto orden social (de ahí la resistencia que evoca). Desenmascara las injusticias encarnadas en las prácticas y relaciones sociales cotidianas y continuas que no son ni visibles y coactivas (Cocks, 2012); enfoca su atención en la maquinaria social de explotación y opresión, es invisible, masiva y distante (Rylko-Bauer y Farmer 2016).

Yves Winter (2012) la compara con la tragedia griega, donde los componentes estructurales reposan en la persistencia y durabilidad de la violencia que caracteriza a linajes enteros. No es el producto de un perpetrador, sino que constituye una maldición compartida que implica a villanos y vengadores en un nudo complejo, están coludidos en un destino compartido. Entonces, lo que hace a la violencia estructural no es que sea invisible, sino que se hereda a través de generaciones, se reproduce y permanece como una niebla espesa.

Por lo tanto, este concepto pretende profundizar el estudio de la maquinaria social de opresión, que resulta de diversas condiciones inconscientes que interactúan; también explica la imprescindible complicidad que borra la historia y cubre los vínculos entre los sujetos involucrados. Esta violencia no depende de la decisión individual, está impresa en los sistemas de funcionamiento impersonal (burocrático, tecnocrático y automático, etc.) y aplica a toda la sociedad (Farmer, 2004).

Por otro lado, el concepto de violencia cultural de Galtung también requiere ciertos ajustes, porque la violencia siempre se encuentra mediada por normas legales y morales, ya sean implícitas o explícitas, de lo que constituye la fuerza legítima o ilegítima, es decir, distingue entre lo que es permitido o sancionado (Winter, 2012). Galtung reconoce esta mistificación ideológica (el uso de palabras e imágenes para encubrir, distorsionar, satanizar un orden social violento, especialmente uno que es estructuralmente violento); pero descuida las formas más fundamentales de violencia cultural en el poder, que es la erradicación de una serie de significados que promueven la sustitución de unas formas de vida por otras. Como explica Joan Cocks (2012), si los aspectos culturales de la violencia fundacional son realmente entendidos, la noción debe ampliarse para captar la aniquilación de primer orden de las prácticas cargadas de significado, así como la mistificación de segundo orden de esa aniquilación.

Desde esta perspectiva, podemos comprender por qué es casi imposible no ver la violencia directa, dado que se trata de acciones directas que ocurren en cierto lugar y momento, entonces la atención que recibe es, de igual manera, directa e inmediata; por el contrario, la violencia estructural tiende a suceder por omisión, y requiere de soluciones mas complejas y a largo plazo; finalmente, la violencia cultural es aun menos visible pero más peligrosa, porque es inusual que se tenga conciencia de ella (sin importar si se trata de la víctima o del perpetrador), su modificación requiere acciones a largo plazo que no reciben cobertura mediática.

Hablado en términos generales, la violencia fluye desde lo cultural hacia la estructural, hasta la directa (Galtung, 1990), dado que la violencia oculta en la vida cotidiana es incuestionablemente aceptada, fertiliza el terreno para la futura aceptación de la violencia directa. Pero, a pesar de que el triángulo vicioso nunca cambia su forma, las consecuencias que produce varían en seis posiciones distintas, tres apuntando hacia arriba, y tras hacia abajo, evocando diferentes historias, cada una plena de sentido.

Es imperativo prestar atención a los límites entre la visibilidad y la invisibilidad, porque es incomprensible que la sociedad vea y sepa de estas condiciones y el daño que ocasionan, y aun así se rehúse a reconocerlas como lo que son. Moty Benyakar (2016) usa los conceptos de agresión y violencia para explicarlo. La primera, consiste en actitudes y acciones que apuntan a causar daño y dolor, es inconcebible sin la intención, pero su principal rasgo es que el perpetrador del daño es abiertamente reconocible; la segunda, enfatiza que dicho actor permanece oculto.

Esta distinción tiene implicaciones relevantes a nivel subjetivo, dado que la agresión permite percibir las señales de alarma y desarrollar mecanismos de defensa o estrategias de confrontación; por otra parte, la violencia se basa en la distorsión de estas señales, ya que la fuente permanece soterrada, y la víctima no se encuentra indefensa.

Pero pensamos que esta paradójica invisibilidad describe un desconocimiento de que no se trata de una óptica inadecuada, sino de una indiferencia ligada a los límites discursivos de la inteligibilidad: la violencia no se perpetúa por su invisibilidad, sino al contrario, es invisible gracias a su repetición y reproducción (Winter, 2012).

Una perspectiva psicoanalítica podría describirlo como una especie de compulsión de repetición, donde el sujeto es forzado a repetir el pasado reprimido en la situación presente. Este mecanismo de defensa causa displacer al Yo, pues revela deseos reprimidos, pero satisface al Ello y al Superyó, porque el objetivo de la vida es la muerte, y, retrospectivamente, el estado inanimado precede a la vida (Freud, 1920). En otras palabras, es un proceso inconsciente que permite a la persona enfrentarse a una serie de situaciones penosas, repitiendo antiguos patrones y experiencias, sin ningún recuerdo de estos vínculos; al contrario, con la vívida convicción de que son completamente nuevos, relacionados únicamente con el presente (Laplanche y Pontalis, 2004), porque incluso si la repetición es dolorosa, es relativamente más soportable que recordar aquello enterrado en el inconsciente. Después de todo, repetimos el pasado para evitar recordar y, paradójicamente, para intentar resolverlo.

Además, las dimensiones estructural y cultural de la teoría de Galtung son compatibles con la noción de violencia simbólica de Pierre Bourdieu, que arranca sumisiones (que no son percibidas como tales) sostenidas por expectativas colectivas, creencias, ideas, sentimientos e ideologías que son socialmente determinados y que facilitan el ejercicio de violencia hacia grupos específicos (García, 2014).

Se inculca a través de la internalización de relaciones jerárquicas, fuertemente aseguradas y reforzadas por las instituciones, que las convierten en vínculos afectivos (Martínez, 2016). Por este mecanismo se imponen clasificaciones y la legitiman de sistemas que dan sentido y encubren que se trata de dinámicas de poder. Además, su ocultamiento depende de la complicidad del grupo dominado y la falta de conciencia de quienes lo detentan (Bourdieu, 1999), estos patrones interpretativos se naturalizan y determinan la subjetividad (Bourdieu, 2000).

Por tanto, reconocer las complejas relaciones de poder que subyacen, pero que también son moldeadas por relaciones particulares de violencia se convierte en un problema evidentemente relacional (Parsons, 2007), es una característica que potencialmente puede tener cualquier vínculo intersubjetivo,6 basado en la negación de el otro, su alteridad no es reconocida y respetada, no es tratada como ser humano.

Así, aunque la violencia y el poder sean fenómenos completamente diferentes, su coincidencia temporal y funcional los hace casi análogos. La teoría de Galtung también puede beneficiarse de la noción de poder, especialmente del poder discursivo, para volverse menos lineal y determinista (Farmer, 2009).

Siguiendo a Kenneth Parsons (2007), Michel Foucault argumenta que la dominación no son relaciones de poder intencionalmente organizadas que favorecen a ciertos actores y perjudican a otros, el poder no es identificable con un individuo que lo posee o lo ejerce por derecho, es una maquinaria que en realidad nadie posee. Esto es lo que Foucault (2000) denominó dispositivo de poder,7 por lo que es importante comprender sus mecanismos, sus relaciones y sus efectos. Si “el poder es esencialmente lo que reprime” (28) su eficacia interna se otorga a través de mecanismos de represión e ideología que lo hacen hegemónico, también se autolegitima y determina la subjetividad, el saber, entre otros. El poder custodia el monopolio de la realidad, crea sumisiones encubiertas (Ávila-Fuenmayor, 2006). Esta lucha silenciosa se infiltra en las instituciones sociales en forma de desigualdades económicas o incluso de lenguaje. Esto significa que, incluso si no sabemos quién ejerce el poder, sabemos quién no (Foucault, 2001).

Esto es fundamental en nuestro análisis de la violencia, considerando que está íntimamente entrelazada con los dispositivos de poder, ya que éstos fabrican creencias e ideologías (aparentemente) indiscutibles que, en gran medida, determinan la interpretación de la realidad y el papel que desempeñamos en el mundo. De hecho, la fórmula general detrás de la violencia estructural es la desigualdad, especialmente en la distribución del poder (Galtung, 1969).

Otra perspectiva importante proviene de Hanna Arendt (2005), para quien la violencia tiene un carácter instrumental; por el contrario, el poder no necesita justificación, sólo legitimidad. Si bien aparentemente la violencia podría concebirse como un requisito para alcanzar el poder, el dominio por pura violencia entra en juego precisamente cuando se está perdiendo el poder. Evidentemente, del cañón de un fusil surgen las órdenes más eficaces y la obediencia más incuestionable; sin embargo, jamás ostentará el poder.

La violencia estructural no es simplemente, como afirma Hannah Arendt, la manifestación más flagrante del poder, sino que debe denotar que las relaciones organizadas de poder funcionan para perpetuar o suprimir instancias y relaciones de violencia. Si reconocemos que el poder no se intercambia y se posee como un bien finito y cuantificable, sino como algo que los individuos hacen y ejercen desde puntos de vista interesados y conscientes de sí mismos, entonces podemos comenzar a aclarar las diferencias normativas y analíticas entre las relaciones de poder y las relaciones de violencia.

Podemos hipotetizar que la violencia cultural se acepta por alienación, y la violencia estructural por naturalización, ambas atravesadas por la violencia simbólica y el poder, dado que su eficacia se alcanza por la negación simbólica8 (Cufré, 2010), y provocan indiferencia, que puede causar daños irreversibles, daños directos y/o indirectos, internos y/o externos.

Esto es de suma importancia para comprender la perspectiva de Johan Galtung sobre la violencia, particularmente las dimensiones invisibles. Es imposible erradicar la violencia sin reflexión y cuestionamiento, y esto se obstruye cuando el conocimiento sobre la violencia no visible queda sin decir. Al interrogar estas formas de violencia con sus sutilezas y complejidades de poder, historia, economía y geografías, se presta atención a las múltiples formas en que este fenómeno se reelabora a través de las rutinas, la vida cotidiana y las interacciones e instituciones sociales (Farmer, 2004).

2. Contexto: la inscripción de la violencia

Ahora, Johan Galtung destaca la importancia de abordar la violencia a través de una lente específica: el conflicto. Para definirlo, toma en consideración tres tipos de rasgos: aspectos internos, relacionales (expresados como objetivos incompatibles) y externos (hechos externos contradictorios) del ser humano (Galtung, 1998).

Esto sugiere dos ideas principales:

  1. La violencia es el síntoma, pero no la enfermedad.

  2. No surge ex nihilo, es un proceso que tiene lugar en un momento y lugar determinados.

Al enfatizar sólo los aspectos evidentes de la violencia, el daño es palpable pero manejable, y puede suceder que la dimensión directa llegue a un final célebre, como sucede en las guerras, mientras que las dimensiones estructurales y culturales aumentan (Galtung, 1998). Desde este punto de vista, no se debe confundir el humo con el fuego: el conflicto no comienza ni termina con un acto violento, y siempre deja secuelas, incluso cuando no son visibles. Desafortunadamente, en la mayoría de los casos, convencidos de que estamos resolviendo el problema de raíz, podemos estar perpetuándolo.

El enfoque de Galtung es incompleto porque parece hacer de la violencia más que del capitalismo, el imperialismo y el neoliberalismo su objetivo principal, lo que lo lleva a desarrollar una taxonomía de la violencia que se puede aplicar indistintamente a todo tipo de órdenes sociales y regímenes políticos (Cocks, 2012). Por lo tanto, su enfoque es ventajoso para discutir temas más generales o globales, pero es miope cuando se trata de comprender problemas locales.

Para adecuar esta perspectiva a nuestra comprensión de la situación mexicana, es indispensable tomar en cuenta las consecuencias del capitalismo neoliberal a escala local. De antemano, entendemos el neoliberalismo como un cuerpo de ideas y prácticas que enfatizan la responsabilidad y la libertad individual; apoya la desregulación, la privatización y la disciplina física; y supone que cuantas más tareas de asignación se realicen a través de los mercados en lugar de los Estados, mejor (Biebricher y Johnson, 2012).

Se dice que el dominio de un mercado impulsado por la competencia está en el corazón de este modelo, pero en verdad esta ideología ayuda a replicar las desigualdades de poder, y su objetivo no es repararlas sino administrarlas (Farmer, 2004). En la medida en que se consideran una característica necesaria, pero lo que está mal en este modelo es la mala distribución sistemática de las oportunidades de vida, que equivale a violencia (Biebricher y Johnson 2012).

Esto se relaciona con lo que dice Sayak Valencia (2016) sobre el capitalismo gore,9 que surge de la pobreza y los elementos gore (como la sobreexposición de la violencia por parte de los medios y los videojuegos), dado que la economía es inherentemente violenta y está alimentada por la marginación y la frustración. Podemos usar el ejemplo de los daños colaterales que causó en México la guerra contra los cárteles del narco, que significó miles de muertos y desaparecidos.

Sin embargo, esto es sólo la punta del iceberg. El conflicto es inherente al ser humano, y su análisis histórico es el punto de partida para reconocer las fuentes de este problema que nos invade. Por lo tanto, es un error confundir la eliminación de la violencia con la solución del conflicto, que tiene que ser resuelto desde su núcleo. Se ha construido a lo largo de la historia, y está atravesado por múltiples causas; sin embargo, es plausible que siglos de violencia estructural (pobreza extrema, hambre, analfabetismo, ilegalidad de ciertos narcóticos, etc.), junto a historias de vida singulares y vulnerabilidades, sobreexposición mediática, oferta social de modelos de identificación, lazos sociales rotos y desconfianza en las instituciones, crean un ambiente que se infiltra en nuestros cuerpos y vincula de manera imperceptible y, al menos en parte, sustentan el sistema de extrema violencia.

3. Texto: la historización de la violencia endémica

El borrado o distorsión de la historia es quizás una de las partes más importantes del proceso para el surgimiento de relatos hegemónicos de lo que sucedió y por qué; por lo tanto, aquellos que miran sólo a los actores actuales para explicar la violencia, no verán cómo está profundamente arraigada en la sociedad y la subjetividad; pero como afirma con precisión Paul Farmer (2004), la carga de la importancia es abrumadora a medida que se denigran los vínculos entre actos aparentemente dispares y lugares distantes.

La violencia, compañera de toda la vida de la humanidad, unas veces es asumida como una herramienta para acceder y perpetuarse en el poder; otras, como una característica innata del ser humano y de la sociedad. Sus manifestaciones son muy diversas, dependiendo de la situación histórica, social, cultural y geopolítica; por lo que, aunque algunas de ellas han ido desapareciendo paulatinamente (duelos, ejecuciones públicas, etc.), no significa que haya desaparecido por completo o incluso disminuido (Blair, 2009). De hecho, en las últimas décadas hemos asistido a un cambio en la forma de instrumentalizarla ya en un aumento de la crueldad de ciertas prácticas que se han convertido en parte medular de nuestras sociedades.

Es importante comprender el campo donde se juega el juego perverso de la violencia contemporánea, por lo que es ineludible una breve aclaración respecto a la modernidad. Siguiendo a Enzo Traverso (2016), el siglo XX es recordado como la era de la catástrofe, atravesada por una pandemia y dos guerras mundiales cuyos efectos y consecuencias aniquilaron la ilusión de progreso y derrocaron a Europa como centro del mundo.

Un siglo tan breve como decepcionante, donde muchos de los ideales de la humanidad se demostraron inalcanzables, que produjo racionalidad occidental cuyo discurso subyacente es el dominio y el rechazo a la alteridad (Aspe, 2016). Para analizar esto, cabe preguntarse por el papel del poder, codificado por la ley y encarnado por el Estado, lo que Foucault llamó biopoder10 invadió y penetró la interacción social como un mecanismo de control borroso e impersonal (Traverso, 2016).

Luego de esta gran decepción, la caída del Muro de Berlín en 1989 y los acontecimientos geográficos, políticos y económicos concomitantes marcaron el inicio del siglo XXI, fue un punto de inflexión para el desarrollo tecnológico de los dispositivos de dominación y violencia actuales. Retomamos la hipótesis de Byung-Chul Han (2012), quien dice que el nuevo siglo implica un excedente de positividad que desencadenó el paso de lo que “debe hacerse” a lo que “se puede hacer”; incluso la violencia no está dirigida hacia un enemigo, se ha vuelto pesimista y, hasta cierto punto, pacífica (Han, 2012) o más bien pasiva. Las técnicas de poder del neoliberalismo son sutiles, flexibles e inteligentes, por lo que la sumisión se disfraza de libertad.

De ahí que la coerción ya no provenga del Estado y sus instituciones, del panóptico11 de Foucault, sino de lo que Han (2014) llama psicopolítica, como resultado del panóptico digital. La conciencia social es ahora acrítica e hiperconsumista, y los sistemas de dominación se aceptan gustosamente a través de la transgresión de la privacidad, sin necesidad de ocultarlos (Valencia, 2016). Los dispositivos de poder que antes descansaban en la represión para crear sumisión, ahora se alimentan de la satisfacción hedonista que seduce y cultiva la dependencia. Cada uno se convierte en su propio verdugo, sin necesidad de control extrínseco, ya que se invade la psique.

Las repercusiones consisten en el declive de cualquier relación que no sea rentable, se vuelven descartables e indeseables, también la obsesión por consumir, sumada a la continua exigencia de ser productivo; esta lógica de consumismo-acción permea la subjetividad, de modo que cada sujeto incorpora el panóptico digital (Han, 2014; Valencia, 2016). Como resultado, la violencia se ha redirigido en parte hacia uno mismo: la autooptimización y la explotación son profundamente destructivas e inducen al agotamiento extremo. Esto provoca la destrucción de la comunidad y la cercanía con los demás (Han, 2012), (2014).

Sin embargo, si estudiáramos la violencia latinoamericana a través del lente hegemónico global, parecería anacrónica. Como sugiere Octavio Paz (1990), la modernidad es un subproducto de la conciencia histórica concebida como un proceso lineal e irrepetible, fácilmente identificable de principio a fin, lo que Boaventura De Sousa Santos (2009) llamó monocultura del tiempo lineal, según la cual se conoce la historia y generalizada, independientemente de cualquier cosa.

Esta falacia de la contemporaneidad es una enorme barrera epistemológica cuando en realidad es bastante obvio que los efectos de la violencia son muy diversos, aunque algunos quedan silenciados. La libertad desorbitada antes mencionada agudiza las distorsiones sociales, permitiendo al mismo tiempo el progreso y la acumulación de riqueza, y las condiciones laborales precarias a escala global aunadas a prácticas gore (Valencia, 2016). Paradójicamente, en un mundo globalizado y neoliberal, las fronteras y la vigilancia se intensifican para los excluidos (las llamadas minorías: mujeres, pobres, inmigrantes indocumentados, negros e indígenas, etcétera).

Desde este punto de vista, la violencia directa en Europa puede causar una guerra nuclear, pero la violencia estructural y cultural en América Latina ya causa la devastación equivalente año tras año. No es nuestra intención disminuir los componentes invisibles de la situación europea, o ignorar la violencia directa de América Latina (Galtung, 1969), sino poner en perspectiva que los componentes latentes y manifiestos de la violencia están íntimamente ligados a un contexto geopolítico preciso.

La discontinuidad de la historia y la no-contemporaneidad de estos mundos paralelos son un ejemplo de los fundamentos asimétricos. Una representación gráfica podría ser una fotografía: siendo la imagen revelada la violencia de positividad extrema, y su contraparte, el negativo de la película, nuestra situación latinoamericana.

Sayak Valencia (2016) considera que ésta es la receta de un orden clandestino que utiliza la violencia como arma globalmente eficaz para aumentar la producción. Entre líneas leeríamos siglos de colonialismo, sumados a décadas de capitalismo neoliberal; violencia estructural y cultural encarnada en la subjetividad, con sus respectivas manifestaciones directas.

Asimismo, utiliza el término capitalismo gore para englobar las características de diversas prácticas violentas de nuestra vida cotidiana; como las ejecuciones, su exposición a través de los medios, así como sus usos políticos (Valencia, 2016). La violencia cultural y estructural son un factor decisivo en la producción y popularidad de las prácticas gore como medio de supervivencia.12 Esto restringe la resolución de conflictos y alimenta la polarización y la resignación.

Cabe mencionar que esta distopia es radicalmente diferente de lo que comúnmente conocemos como terrorismo,13 el cual recibe mucha cobertura mediática, especialmente en Estados Unidos y otros países del primer mundo; se acerca más a lo que Adriana Cavarero (2009) denomina horrorismo. Una experiencia de violencia tan cruel que va más allá del asesinato, donde el crimen mismo es una performance, una ofensa ontológica a la dignidad de la víctima, su objetivo no es sólo matar, sino deshumanizar, destruir simbólicamente. Es un tipo particular de violencia que traspasa la muerte misma.14

Estas prácticas son parte de nuestra vivencia cotidiana, algunos (las víctimas y sus familiares) las viven como violencia directa, otros como violencia latente, pero de cualquier forma se ha vuelto endémica. Vivimos en un entorno disruptivo,15 caracterizado por la pérdida de los lineamientos sociales que organizan y hacen posible la convivencia, y una inversión de sentido de las instituciones sociales que resultan incapaces de cumplir con sus funciones básicas (como la protección), la incertidumbre y desconfianza de todo y de todos se vuelven patológicas e incluso pueden causar una percepción distorsionada de la realidad. Todo ello limita el desarrollo de los mecanismos de defensa, individuales y colectivos, y genera resentimiento e impotencia, esta última alimenta el odio y, si no se trata, puede incluso desencadenar una cadena del mal16 (Benyakar, 2016).

4. Subtexto: los efectos invisibles y subjetividades adaptadas

Como hemos mencionado antes, la efectividad del poder y las consecuencias del ambiente de violencia generalizada se incrustan profundamente en la psique, creando ideologías y patrones subjetivos hegemónicos. Sumergirnos en los subtextos puede proporcionar una visión más amplia de los conflictos, que no suelen expresarse en palabras o incluso pueden ser inconscientes, y por lo tanto pueden inspirar soluciones alternativas a la simple eliminación de la violencia explícita.

Independientemente de las características específicas de cada contexto, y cualesquiera que sean los hechos que dan cuenta de la violencia directa, estructural y cultural, las consecuencias sociales son innegables. Incluso cuando algunas personas no se ven directamente afectadas, la gran exposición de la violencia se propaga, y la amenaza e impregna el día a día (Benyakar, 2016).

Estas formas de violencia que están presentes en la vida cotidiana son múltiples, a menudo mundanas y parcialmente oscurecidas, pero moldean profundamente las subjetividades y prácticas de las personas, que también incluyen la importancia de las conexiones globales, los procesos históricos y el contexto social en la configuración de las realidades locales; la encarnación de desigualdades que interactúan con otros factores (como la biología, la cultura, la política, la economía, etcétera) (Farmer, 2004; Rylko-Bauer y Farmer, 2016).

Si bien no podemos incluir la amplitud y profundidad de los daños colaterales a largo plazo que puede provocar esta situación, quisiéramos resaltar la importancia de la producción social de subjetividad, porque es uno de los principales obstáculos que encontramos en nuestra búsqueda de favor de la resolución de conflictos y la paz.

Describimos brevemente a los sujetos: agotado, el endriago17 y el horrorizado, que según nuestra interpretación representan tres tipos diferentes de subjetividad marcada por el consumismo, la violencia extrema, la falta de vínculos sociales, la desconfianza en las instituciones y la disonancia entre grupos o regiones dominados y dominantes. Tres categorías diferentes pero vinculadas, que no excluyen la existencia de muchas otras.

El sujeto agotado: en una sociedad orientada al rendimiento y al lucro, la violencia no sólo proviene de la negatividad, sino también del exceso de positividad (y optimismo). El opresor está ausente o, mejor dicho, dentro del espejo, uno se explota a sí mismo sistemáticamente hasta el punto del “burnout”. Esto destruye el sentido de pertenencia y comunidad, como mencionamos antes. El excedente de positividad y permisividad deriva en depresiones y fracasos (Han, 2012), individuos insensibles al malestar y al dolor interno y externo.

El sujeto endriago: la actividad delictiva podría considerarse, al menos en parte, como un esfuerzo de los desfavorecidos por escapar, redistribuir la riqueza o vengarse; o como medio de reafirmación del statu quo por parte de los privilegiados. En este sentido, los sujetos endriagos transforman la violencia extrema en una forma de vida, de socialización y de cultura, legitiman y justifican sus medios para alcanzar, a pesar de todo, el modelo hegemónico de riqueza y progreso (Valencia, 2016). Para estos individuos la violencia es una herramienta, pero más que eso, es un bien de consumo (pornografía, trata de personas, drogas ilegales, flora y fauna exótica, etc.) que podría interpretarse como un contraataque al sistema capitalista con sus propias armas, pero en realidad sólo alimenta el ciclo destructivo.

El sujeto horrorizado: sabemos ahora que la violencia deteriora los mecanismos de defensa; además, busca establecer el desamparo como parte de las experiencias sociales. Horror alude a la expresión “piel de gallina”, que también hace referencia a la sensación de frío extremo, de estar congelado o paralizado por el miedo o la repulsión (Cavarero, 2009). Los individuos se encuentran petrificados, incapaces de pensar y, por lo tanto, incapaces de superar o aprender de la dolorosa experiencia. Pueden encontrar consuelo en la resignación, pero eso no promueve el cambio, sólo perpetúa la cadena del mal (Benyakar, 2016).

Los dos primeros ejemplos de subjetividad parecen responder casi literalmente a las exigencias del modelo hegemónico, riqueza y progreso ilimitados, a expensas de quien sea y de lo que sea. La diferencia radica en el objeto de tal violencia, puede estar dirigida contra uno mismo, o contra los demás. Los dos últimos representan lo negativo del cuadro antes mencionado, coinciden en el enturbiamiento que impide la reflexión y el análisis subyacente de los conflictos que podrían permitir cambios más profundos (estructurales y culturales) hacia la paz.

5. Conclusiones

Desafortunadamente no podemos sugerir una conceptualización y definición universal de violencia, pero podemos ayudar a visualizar significados alternativos, que pueden usarse como herramientas teóricas para comprender mejor. La idea principal es que, aunque la violencia funcione, toda victoria es temporal y autodestructiva, y sin importar su grado de visibilidad (como la producción social de la subjetividad), parece inmutable. Muchas veces encontramos que la violencia vuelve a las personas pesimistas, otras se vuelven enemigos perversos; en consecuencia la aceptamos por sumisión, resignación o indiferencia. Las soluciones parecen imposibles, porque si las guerras son inevitables, son admisibles (Galtung, 1998).

Además, es fundamental mirar más allá del otro despolitizado (crimen organizado), al que hemos convertido en nuestro perfecto chivo expiatorio, para admitir que se trata de un tipo de vínculo social caracterizado por la negación del otro como igual, con derecho a lo mismo, que merece los mismos derechos, y que tiene sus propias expectativas y deseos (Martínez, 2016).

Entonces, nuestra tarea principal en cualquier intento de cambiar el statu quo es deconstruir la violencia y encontrar los conflictos subyacentes para identificar los elementos fundamentales que están en contradicción. Pero antes, es vital borrar la fantasía de que la violencia termina con el último golpe o que debe ser atacada, porque la única forma de contrarrestarla es desde sus raíces.

Necesitamos desatar las redes que tejen ambientes disruptivos: la desorganización y fisura de las pautas sociales, el sinsentido de las instituciones y la extrema incertidumbre y desconfianza, la percepción distorsionada de la realidad (Benyakar, 2016).

Es imprescindible considerar una contrapartida equivalente, una definición de paz tan compleja como el problema mismo, como la distinción de Galtung entre paz negativa y paz positiva, la primera se caracteriza por la ausencia de violencia directa y guerra, y la segunda por la justicia social (Hato de Vera, 2016). El camino hacia la paz positiva está íntimamente ligado a la resolución de conflictos, para prevenir la violencia directa, reducir la violencia estructural que podría potenciar el cambio cultural, traducido en modificar la subjetividad y las interacciones sociales.

Al contrario de lo que históricamente hemos presenciado, la guerra no es ni la única ni la mejor manera de promover cambios y resolver conflictos. La propuesta de Galtung de transformar y trascender desde la reconstrucción, la reconciliación y la resolución (enfoque de las tres R) permite convertir situaciones de violencia en experiencias de aprendizaje, crear conciencia y desarrollar la creatividad (Calderón, 2009).

La reconstrucción después de la violencia conduce a la rehabilitación, la curación de los hechos traumáticos, tanto físicos como psicológicos; la reconciliación de ambas partes busca el cierre y la sanación, para que desaparezcan las hostilidades; y, por último, la resolución de conflictos subyacentes sustituye la violencia directa por la no violencia, la violencia estructural por la creatividad y la violencia cultural por la empatía (Galtung, 1998). En definitiva, requiere intervención en actitudes y supuestos, así como en contradicciones y comportamientos.18 Los primeros se dirigen hacia los afectos y las ideas, los segundos hacia el aspecto subjetivo y el tema real, y los terceros hacia las acciones (Calderón, 2009).

La clave es evitar imitar modelos extranjeros y crear otros nuevos que respeten la idiosincrasia de cada sociedad, trabajar con las 3R de forma paralela, incitar a la apropiación del proceso por parte de las comunidades y la reapropiación de los medios de comunicación. La cultura de paz lamenta la violencia en sí misma, como una declaración de locura y fracaso humano en la resolución de conflictos (Galtung, 1998).

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1Al contrario de la comunicación, un diálogo va más allá de la transmisión de información, implica una intención de intercambio, incluyendo no sólo los mensajes verbales sino los “no dichos”. Además, todo diálogo incluye la interpretación de cada participante, y eso significa que debe haber una relación entre ellos. Éste es el tipo de vínculo que pretendemos lograr entre los autores que revisaremos.

2Desde una perspectiva foucaultiana, un discurso es un conjunto ilimitado de enunciados que provienen de un mismo sistema y que tienen un determinado conjunto de condiciones de existencia. Su análisis se entrelaza con lo no discursivo, por lo que se vincula con la arqueología, la genealogía y la ética. Está impregnado de historia, contexto y valores; y se vincula con lo no discursivo (Castro, 2004).

3Las principales críticas son que su noción de violencia carece de claridad analítica y normativa, su binomio paz/violencia es particularmente reduccionista e ignora la complejidad de algunos contextos (Parsons, 2007); y su noción de estructural parece demasiado amplia y vaga y descuida las diferencias históricas y las variaciones de la injusticia (Winter, 2012).

4Galtung usa la palabra somático; sin embargo, no se dice claramente qué quiere decir con ella. Lo interpretamos como una forma de señalar la distinción entre el soma y el cuerpo. El primero se refiere únicamente al organismo, y el segundo incluye su dimensión simbólica. Según esto, el ejercicio somático de la violencia está relacionado con la visión binaria de cuerpo y alma/mente, que puede ser deshumanizante.

5Sugiere la necesidad de supervivencia, bienestar, identidad, sentido y libertad (Galtung, 1990).

6También las relaciones intrasubjetivas, porque existen algunas patologías en las que el objeto de dicha violencia es el individuo o su propio cuerpo, como la depresión, las adicciones, los trastornos alimentarios y los fenómenos psicosomáticos.

7Un dispositivo es una red de relaciones entre elementos heterogéneos, tiene una finalidad específica en un determinado momento sociohistórico (Castro, 2004). Por ejemplo, podría ser una institución cuyo discurso implícito y explícito promueva el control-sujeción o normalice la delincuencia y/o la enfermedad mental.

8Freud lo usó para describir un mecanismo de defensa (típicamente usado en fetichismo y psicosis) por el cual el sujeto inconscientemente se niega a aceptar una parte traumática de la realidad (Laplanche y Pontalis, 2004). Aquí lo usamos para indicar el ocultamiento de las relaciones de poder, aun cuando existan indicios

9La sustitución de la fuerza de trabajo por el ejercicio sistemático y reiterado de la violencia más explícita, con el objetivo de producir el mayor capital posible.

10El biopoder tenía el propósito de gestionar la vida; pero hoy en día la violencia de Estado ya no está en su centro, ha sido reemplazada por la política económica del gobierno, por lo que ya no pretende controlar y regular la vida y los vaivenes de la sociedad (Traverso, 2016).

11 Foucault (2002) retoma la figura arquitectónica de Bentham: una estructura en forma de anillo, en su centro una torre con ventanas gigantes que dan al interior. Se busca inducir el estado consciente y continuo de visibilidad y vigilancia que garantiza el sometimiento automático.Todo está registrado y cada movimiento es controlado según una jerarquía, en la que cada individuo tiene un lugar cuidadosamente asignado. Éste constituye el modelo paradigmático de todo dispositivo disciplinario.

12El narcotráfico es un gran y común ejemplo,funciona como una reinterpretación de la lucha de clases que conduce a un neocolonialismo a través del hiperconsumismo y la frustración. Las técnicas especializadas de violencia se convierten en trabajos “normales”, o incluso modelos aspiracionales que ofrecen mejores oportunidades en una economía global precaria.

13Entendida como acciones violentas ejecutadas principalmente en luchas sociales donde una de las partes busca la destrucción del statu quo, utilizando el terror y la inseguridad para intimidar a sus adversarios o a la población en general. El terror se caracteriza por la experiencia física del miedo, que lleva al impulso de huir, quien siente miedo tiembla y escapa para sobrevivir (Cavarero, 2009).

14Algunos ejemplos dolorosamente comunes en México son los feminicidios, las desapariciones forzadas, las fosas comunes ilícitas, la exhibición de cadáveres y partes de cuerpos humanos en espacios públicos, entre otras prácticas gore.

15Situaciones violentas de diversa procedencia que tienen un gran potencial traumatizante.

16Es un círculo vicioso que expande el horror e incita a apuntar a un solo objeto de odio (Benyakar, 2016), que con frecuencia es un extraño.

17Se refiere al cruce entre la hidra, el dragón y el hombre, que a través de la extrema violencia derriba el capitalismo gore, y cuyo heroísmo bordea la locura.

18Problematizadas respectivamente como violencia cultural, estructural y directa.

Recibido: 26 de Junio de 2022; Aprobado: 09 de Marzo de 2023

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