Introducción
Los procesos decimonónicos de desamortización han sido largamente analizados por la historiografía en torno a Hispanoamérica.1 Liderados por los trabajos sobre México, los estudios de caso han matizado los alcances de las leyes y decretos sancionados con ese objetivo, puesto de relieve el desigual impacto según las regiones, y señalado las diferencias entre los casos analizados producto de diferentes factores. Sin embargo, las variadas formas que asumieron los procesos desamortizadores compartieron rasgos comunes que permiten avanzar en su tipificación, sin dejar de reconocer las particularidades.2
Para el caso de la jurisdicción de Buenos Aires, la preeminencia plurisecular de las propiedades eclesiásticas se expresó a través de una inserción patrimonial variada y dispersa, sobre la que aún es difícil lograr una estimación global. El proceso de desamortización iniciado por los Borbones habría tenido un impacto limitado, por lo que resultaron más disruptivas las medidas expresadas tras el proceso revolucionario, en el gobierno provincial de Martín Rodríguez. A principios de la década de 1820, como parte de un proyecto de organización del estado provincial tras la caída del poder central, el ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia presentó una serie de propuestas tendientes a centralizar a las diferentes instituciones de la vida religiosa colonial que pasarían a formar una parte del estado en construcción y a incorporar al clero como funcionario del mismo. Las propuestas fueron debatidas en la prensa y en el ámbito legislativo, moderando el proyecto inicial.3
A mediados del siglo XIX, se retomaron algunas cuestiones vinculadas con la desamortización de la tierra entre las políticas de “ordenamiento” territorial, fundamentalmente orientada a los pueblos y ciudades en Buenos Aires. Los terrenos del Santo, ubicados en algunos poblados de la jurisdicción provincial, representaron modalidades de esos procesos. En 1864, integraron el conjunto de los “que sin ser de propiedad particular” eran “conocidos por alguna denominación especial” y a los cuales el gobierno de la provincia buscó homogeneizar como tierra pública, para que pudieran ser solicitados en compra o arrendamiento, o pedir su reconocimiento en propiedad. Por decreto, se dispuso que los terrenos del Santo, del Pueblo, la Virgen, la Reducción, entre otros, quedarían jurídicamente subsumidos en las “Leyes generales referentes a terrenos de solares, quintas o chacras en los Pueblos de Campaña”.4 Sin embargo, la situación de los mismos y las tramas de intereses vinculadas a ellos no se resolvieron rápidamente, e involucraron a diferentes gobiernos, instituciones y una variedad de actores sociales.5
El objetivo del presente artículo es examinar la incidencia de los actores en las formas de implementación de las medidas desamortizadoras, haciendo hincapié en las nóveles municipalidades cuyos intereses y formas de desenvolvimiento han quedado eclipsados pese a su protagonismo. Para ello, me centraré en la reconstrucción y el análisis de los terrenos del Santo localizados en San Isidro Labrador y San Antonio de Areco, dos de los pueblos de españoles más documentados al respecto, que permiten plantear una perspectiva plurisecular de conformación de los terrenos en el siglo XVIII y la identificación de los cambios en los siglos XIX y XX.6
Considero que el análisis de las transformaciones territoriales, sociales y jurisdiccionales en los terrenos del Santo contribuirá a una mejor comprensión de este tipo particular de desamortización, ponderando la variedad de actores e intereses involucrados que influyeron en esta dinámica de largo alcance. Asimismo, permitirá analizar a los gobiernos municipales en su doble función de representantes de su comunidad y del estado provincial en la implementación de la normativa.
De las capellanías y donaciones a los terrenos del santo
La capellanía de Domingo Acassuso en San Isidro
Los terrenos conocidos como del Santo a mediados del siglo XIX no fueron así denominados en su etapa de conformación. A principios del siglo XVIII, fueron asociados al sostenimiento de capillas por parte de vecinos destacados en la región, una práctica común en Hispanoamérica.7 Por esos años, el crecimiento de la ciudad de Buenos Aires incentivaba la producción agrícola y ganadera en sus fértiles tierras y acentuaba el asentamiento poblacional en la campaña.
En San Isidro, la parcela de tierra fue conocida como la capellanía de Acassuso, rasgo central para comprender sus características. En 1706, el capitán Domingo de Acassuso solicitó al cabildo eclesiástico licencia para erigir una capilla y abrirla los domingos y días de fiesta a los vecinos y labradores de la propiedad comprada en el Pago de la Costa (a unos 30 km de Buenos Aires). Acassuso, un vizcaíno residente en la ciudad que había logrado un destacado enriquecimiento económico, se comprometió a construir la capilla a su costa y asistirla con los ornamentos necesarios “e instituyendo y formando capellanía ad perpétuam” de 2 000 pesos sobre fincas ciertas y seguras.8 Para ello, Acassuso inmovilizó el dominio de la chacra donde asentó la capilla y estableció que los capellanes gozarían de sus frutos, el interés del principal y lo que produjeran con sus asistencias.9 Como carga, impuso la celebración de 20 misas rezadas y una cantada el día del patrón de dicha capilla, San Isidro Labrador, con fiesta solemne con repique de campanas y procesión con el santo en andas. Además, debían practicarse “rogativas y preces, dirigidas al mismo San Isidro pidiéndole el buen suceso de las mieses y cosechas al año” para esta zona cerealera que abasteció a la población de la ciudad de Buenos Aires durante los siglos XVIII y XIX.10
La capilla se consagró en 1708 y Acassuso impuso en la escritura una cláusula por la cual prohibía “enajenar, bajo ningún concepto, los terrenos donados a la misma”, especificando que “ninguno de los dichos Capellanes hayan de poder enajenar en manera alguna las dichas tierras ni parte de ellas”.11 Esta determinación llevaba a la indivisibilidad de los terrenos, aunque no limitaba la posibilidad de arrendarlos para obtener recursos inherentes al bien común de la propiedad, según estaba planteado para las propiedades piadosas.12 Así ocurrió en este caso y, como iremos viendo, hubo arrendatarios y ocupantes durante los siglos que analizamos. En 1730, tras la muerte de Acassuso, la capilla fue designada parroquia del curato de la Costa.
La capellanía establecida por Acassuso para el sostenimiento de la capilla tuvo un claro perfil familiar, no carente de conflictos. Acassuso murió soltero, pero su destacado e intestado patrimonio generó prolongados juicios sucesorios entre los hijos naturales, un sobrino carnal, primos trasatlánticos y familiares colaterales.13 En lo que respecta a la capellanía, el hijo mayor “natural” asumió como patrón, aunque al morir se produjo un juicio por la sucesión de la capellanía entre sus herederas (la nieta de Acassuso y una pariente colateral pero “legítima”). En 1775, la resolución del juicio sucesorio de la capellanía declaró propietaria a Damiana de los Heros y Acassuso.
Si por el juicio sucesorio de los patrones fue relevante la presencia de los capellanes,14 al asumir sucesivamente como patronas, Damiana de los Heros y Acassuso y su hija intervinieron en forma activa tanto por la capellanía como en la capilla. Presentaron a sus descendientes como capellanes y juntos mantuvieron, por más de un cuarto de siglo, el reclamo por los derechos hacia la capilla ante diferentes autoridades. A principios del siglo XIX, posiblemente influidas por el fallecimiento de la última patrona, se generaron cambios: la capilla se consolidó como templo parroquial, hubo modificaciones en la ocupación de la propiedad, y los párrocos desplazaron a los capellanes, que tuvieron poca duración en sus cargos y hasta se les dejó de nombrar entre 1847 y 1854. Esta situación reflejaría, en parte, una tendencia más amplia sobre la desaparición del patronato laico durante el siglo XIX, como consecuencia de las transformaciones institucionales de la Iglesia católica.
Del proceso jurídico por el pago de arrendamientos y limosna emprendido por Damiana a finales del siglo XVIII, se desprende que en el terreno se ubicaban la chacra principal, casas de varios individuos y algunas pulperías, así como 16 familias dedicadas a las tareas rurales que pagaban “cortas sumas o contribuciones voluntarias” o permanecían por gracia, dada su pobreza.15
A principios del siglo XIX, el capellán José Eusebio Rodríguez Arévalo (nieto de Damiana) repartió sitios “a cuantos quisieran allí avecindarse, sujetándolos únicamente a pagar el justo precio del valor de ellos cuando las superioridades respectivas permitiesen la venta, en atención a ser ésta prohibida por cláusula de la fundación”.16 Según describió el comisionado Pedro Andrés García en 1813, el capellán había autorizado a 22 familias a instalarse en la parte más cercana a la capilla, mientras el resto era tomado por arrendatarios y ocupantes. El pueblo de San Isidro se iba consolidando, aunque García indicaba la necesidad de un “delineado enmerendando en lo posible la irregularidad del ya formado” y consideraba que, “aunque de buenos edificios, sirven solo para presentar una pieza monstruosa, más parecida a las aldeas árabes que a los pueblos de nuestro tiempo”.17 Si bien Acassuso había especificado el vínculo de amortización del terreno a perpetuidad para el sostenimiento de la capilla, un siglo después, parte del mismo se había distribuido y ayudado a consolidar un proceso poblacional ya iniciado.18
La donación de Rosa Giles y Ruiz de Arellano en San Antonio de Areco
En San Antonio de Areco, se denominó terreno de Arellano o de la capilla al que será conocido como del Santo a mediados del siglo XIX, en referencia a quien lo donó o, directamente, a su finalidad.
El capitán José Ruiz de Arellano, vecino destacado de Buenos Aires y navarro de origen, fue productor ganadero y mercader, propietario de una gran estancia en la zona de Areco a unos 120 km de la ciudad. La propiedad fue lograda sobre la base de la dote y herencia de Rosa Giles (su primera esposa) de mercedes de tierra y compra de parcelas contiguas. Los inventarios de los bienes de Rosa Giles de 1737 dan una idea de la jerarquía del establecimiento en esta zona con asentamientos relativamente tempranos de pastores y labradores.19 Ambos cónyuges tuvieron sólidos vínculos con diferentes instituciones eclesiásticas, fundamentalmente de la Orden de la Merced.20
En 1728, Ruiz de Arellano solicitó licencia al cabildo eclesiástico para establecer una capilla en la estancia con la advocación a San Antonio de Padua en el partido de Areco.21 En 1730, el primer capellán se basó en “los feligreses que contiene dicho pago” para solicitar que la parroquia fuese nombrada interina del curato.22
En junio de 1750, Ruiz de Arellano, en tanto “vecino de Buenos Aires, patrón y dueño de la Capilla o Iglesia de San Antonio de Areco”, señaló haber otorgado poder y facultad en “mancomún” con Rosa Giles “al Maestro don Cristóbal Giles, Capellán actual de la dicha Capilla”:23
[…] para que pueda dar y repartir sitios así de solares enteros, medios solares y cuartos de solar a la personas que quisieren hacer ranchos o casas dentro de las mil varas de tierra que tengo dedicadas en esta estancia para extensión de dicho Santuario apreciando dichos sitios en la conformidad que le pareciere conveniente, cuyo producto se ha de convertir en ornamentos o alhajas más precisas para el Culto Divino.24
Ruiz de Arellano especificó que ningún patrón, por “ninguna manera ni motivo”, podía anular lo decidido por Cristóbal Giles como primer capellán, por lo que debía mantenerse así de manera perpetua y para los que le sucedieran.25 Tras el fallecimiento de Ruiz de Arellano, sin hijos, la referencia a patrones quedó desdibujada y las funciones de los capellanes parecieran haber quedado asumidas por los párrocos que, como veremos, estuvieron vinculados a las familias de notables del lugar.
Los curas párrocos de San Antonio de Areco registraron las transacciones de solares que fueron realizadas entre 1757 y 1861 en el “Libro de toma de razón” de la capilla. Si bien los agrimensores del Departamento Topográfico, en la segunda mitad del siglo XIX, cuestionaron que en algunos casos la información era incompleta, la misma permite conocer aspectos del proceso de fragmentación.26
El ritmo de las “ventas o donaciones” registradas por los curas combina la dinámica general de las ventas en la campaña con la situación del terreno y la dinámica de la población en la zona. Según el libro, hubo 229 transferencias en poco más de un siglo, como se detalla en el Cuadro 1.27
Años | 1757 | 1760 | 1770 | 1780 | 1790 | 1800 | 1810 | 1820 | 1830 | 1840 | 1850 | 1860 |
1759 | 1769 | 1779 | 1789 | 1799 | 1809 | 1819 | 1829 | 1839 | 1849 | 1859 | 1863 | |
Número | 15 | 17 | 5 | 1 | 13 | 20 | 19 | 95 | 14 | 1 | 22 | 3 |
% | 6.5 | 7.5 | 2.3 | 0.4 | 5.8 | 9 | 8.4 | 42.5 | 6.2 | 0.4 | 10 | 1 |
Fuente: DM, núm. 94. Nota: entre las 229 transferencias, 4 se inscribieron sin fecha.
Claramente, se destaca el impulso inicial en los tres primeros años en los que se comenzaron a transferir las parcelas, impulso que posiblemente canalizó el interés de la población asentada en el lugar, el cual continuó en los siguientes años. Sin embargo, 60 por ciento de las operaciones se llevaron a cabo a partir de 1820, década en la que se ubica la concentración mayor de ventas (95%), impulso compartido en el resto de la campaña justamente en años de inflación y consecuentes aumentos de los precios de la tierra. La baja de los registros en la década de 1840 también fue compartida en el resto de Buenos Aires ante una compleja situación política.28
Otra característica de la dinámica de transferencias de los lotes fue que se trató mayoritariamente de transacciones entre personas que integraban familias de San Antonio de Areco. Es más, los diferentes curas párrocos a cargo de la capilla que formaron parte de las familias de notables aparecen adquiriendo parcelas de la donación de Ruiz de Arellano.29 El perfil tan estrecho de los párrocos con los notables del lugar se fue perdiendo en el siglo XIX, pero la práctica se mantuvo. El italiano Juan Bautista Rossi, nombrado párroco de San Antonio Areco en 1849, compró una cuadra del terreno en 1853.30 Podemos suponer que las adquisiciones de los solares se orientaron para la residencia en el pueblo, además de ser una oportunidad económica.
Por último, consideremos la situación de Feliciano A. Martínez, cura párroco en Areco entre 1830 y 1844 e integrante de una de las familias más relevantes del lugar. Martínez no aparece registrado como comprador, pero la venta que realizó en 1839 fue cuestionada en julio de 1854 y habilitó una revisión sobre el terreno del Santo.
La dualidad de las municipalidades y los terrenos del santo
A partir de 1856, los gobiernos municipales fueron implementados en la ciudad y en unos 40 pueblos rurales de la jurisdicción de Buenos Aires, en un contexto de afianzamiento de la soberanía de la provincia que se encontraba separada de la Confederación Argentina.31 Las municipalidades fueron adquiriendo nuevas potestades a partir de la delegación del gobierno provincial o directamente por sus prácticas. En el ámbito territorial, especificaron los límites de cada jurisdicción (“partido”) y otorgaron un impulso mayor al ordenamiento interno en los pueblos y sus ejidos con la supervisión de los agrimensores del Departamento Topográfico.32 Asimismo, las municipalidades asumieron prerrogativas fiscales y elaboraron sus presupuestos en una dinámica negociada con las autoridades provinciales. Entre rentas limitadas y una estimación ambiciosa de gastos para el cumplimiento de sus funciones, los presupuestos municipales fueron mayoritariamente deficitarios. En este contexto, los montos por delineación de “edificios”, venta de solares y, en menor medida, arrendamiento estuvieron presentes en casi todos los presupuestos.33
La situación de cada terreno del Santo formó parte de la agenda municipal en San Isidro y San Antonio de Areco desde el inicio de las sesiones, y los gobiernos locales pusieron de manifiesto cierta dualidad en su tratamiento, al ser quienes debían implementar las resoluciones del gobierno provincial, a la vez que representaban los intereses de los vecinos de la comunidad (o de un grupo de ellos).
La municipalidad de San Isidro y el terreno del Santo
Hacia mediados del siglo XIX, San Isidro constituía uno de los partidos más poblados de Buenos Aires (7 632 personas, en 1854), con una alta movilidad de militares, labradores y jornaleros por su territorio.34 La cercanía a Buenos Aires permitió a los diferentes productores (desde grandes labradores hasta ocupantes) mantenerse como abastecedores de cereales para la populosa ciudad, aunque también incidió en una intensa militarización en algunas coyunturas.35
Estas características acentuaron los desafíos para alcanzar un ordenamiento territorial que ya resultaba dificultoso en la campaña de Buenos Aires con una presencia arraigada de ocupantes y asentamientos irregulares. Así, en 1855, el juez de paz de San Isidro solicitó al Departamento Topográfico mensurar las “suertes de chacras del Partido, cuyos límites se hallan en gran trastorno”, y, en 1857, la municipalidad argumentaba que los propietarios “ignoran hasta el presente lo que realmente les pertenece” y que se había “dado lugar no solo a la usurpación de algunos de terrenos que pertenecen al fisco”. En 1862, la mensura realizada por los agrimensores Duval y Foster derivó en un conjunto de conflictos entre vecinos.36
A las relaciones que por un siglo habían establecido fundamentalmente los patrones y capellanes con los párrocos, se les incorporó la presencia de la novel municipalidad y el impulso del gobierno provincial. En 1856, los municipales trataron la situación del terreno en relación con el “completo abandono en que se halla la capilla” o para “dirimir cuanto antes los derechos que al Público puedan asistirle”, en un contexto de déficit presupuestario y la intencionalidad de cobrar los derechos municipales permitidos.37 Se centraron en buscar información para discriminar los derechos sobre el dominio de la propiedad con el provisor eclesiástico, el patrono de la capellanía e integrantes del gobierno, con resultados limitados.
A mediados del siglo XIX, la situación de las capellanías era debatida en el ámbito de la legislatura del Estado de Buenos Aires. Ya en 1822, como he señalado, el gobierno provincial de Martín Rodríguez había promovido la supresión de las mismas. Sin embargo, el debate en la Sala de Representantes había puesto de manifiesto posturas negativas a la propuesta que finalmente quedó limitada a los conventos. Esta restricción ha sido interpretada como una forma de resistencia de las familias notables hacia la sustracción de espacios de decisión dentro del universo eclesiástico.38 En 1857, se aprobó la ley que, entre otras cuestiones, limitaba en lo sucesivo capellanías fundadas sobre bienes raíces o cualquier imposición que gravara dichos bienes con rentas perpetuas. Un año más tarde, se aprobó la ley de redención de las capellanías existentes: se proponía otorgar a los patrones una suma de dinero depositada en el Banco que al seis por ciento anual produjera una renta igual a la que daba el capital al momento de la redención. Igualmente, no todos coincidieron con la incumbencia de la legislatura sobre el tema. Un ejemplo interesante, de corte liberal, es el del destacado jurista Dalmacio Vélez Sarsfield, quien sostuvo, en minoría, que no se trataba de “dineros públicos”, por lo cual interrogaba sobre “el motivo por el que la Cámara se entrometerá en los contratos de los particulares para modificarlos o alterarlos”.39
Posiblemente influidos por la ley de 1858, los municipales de San Isidro decidieron litigar con el patrono de la capellanía por el dominio del terreno y ante el abandono de la capilla, por lo cual nombraron un letrado que otorgó continuidad al tema durante años.40 Sin embargo, en una sesión municipal de junio de 1859, el municipal y párroco del lugar, Diego Parra, presentó una carta del obispo en la que proponía entrar “en una transacción en el litis de la municipalidad con el patrono”.41 A partir de ese momento, se transitó hacia la resolución del tema en un doble camino: buscando la redención de la capellanía señalada por ley y negociando entre las partes, de manera extrajudicial. Veamos un ejemplo.
Por un lado, en 1861, el gobierno provincial mandó por decreto redimir específicamente la capellanía establecida sobre los terrenos conocidos como del Santo en el partido de San Isidro de acuerdo con la ley de 1858, y encomendó su cumplimiento a la municipalidad. En 1865, le solicitó que estimara el monto del arrendamiento anual producido o que se pudiera establecer sobre los terrenos del Santo. La capellanía quedaría redimida, los lotes pasarían a ser de propiedad pública y la municipalidad podría venderlos según las disposiciones vigentes sobre solares, chacras y quintas. Con lo que se obtuviese de las ventas, se reembolsaría al gobierno el anticipo realizado para la fundación de la capellanía, y lo demás sería destinado a “la construcción del templo, sostenimiento del culto y demás objetos piadosos del Partido”.42
Por otro lado, en 1863, el municipal encargado de seguir la gestión del terreno propuso que la municipalidad lo adquiriera, por el “bien de los vecinos que se hallan en posesión de dichos terrenos en este pueblo, como también de los restantes”. La municipalidad consensuó un acuerdo con el patrono en el que se la facultaba “por cinco años a arrendar los terrenos de la chacra de la capellanía y percibir sus productos con destino al sostén del capellán y lo sobrante acumularlo para reedificar la casa denominada del capellán”.43 También, quedaba con la potestad de cobrar lo que adeudaban los arrendamientos hasta la fecha. Pero, en 1867, el presidente de la municipalidad informó que había “fracasado el arreglo que estaba en vía de ejecución” por la “mala fe” de los herederos del patrono que desistieron del arreglo después de terminado.44
Hay otras situaciones similares en las que los municipales, el patrono y las autoridades eclesiásticas intentaron gestar acuerdos que no lograron concretarse, pero que llevaron varios años de negociación. Al mismo tiempo, autoridades provinciales avanzaron gradualmente con medidas específicas hacia la redención de la capellanía, a la vez que se fueron fortaleciendo las prerrogativas de las municipalidades.
¿Qué sucedió durante estos años con la “quinta del Santo”? A partir de los informes solicitados por la municipalidad sobre quiénes habían pagado la “primicia” o canon en el terreno del Santo durante las gestiones emprendidas en 1865, 1866 y 1872, elaboré el Cuadro 2 que brinda un panorama de la situación.
Arrendatario | Superficie | Primicia | Observaciones | 1865 | 1866 | 1872 |
---|---|---|---|---|---|---|
Palacios, Andrés | 22 cuadras | Pagó hasta 1871 ($3 200 por año) | No sabe firmar | X | X | |
De los Santos, José Joaquín | 18 cuadras | “Dice que no paga, ni ha pagado nunca” | Serán 10 cuadras en 1872 | X | X | |
Valdez, Patricio | 16½ cuadras | X | X | |||
Etcheverry, José | 10 cuadras | Pagó hasta 1872 ($100 por año y por cuadra) | Son parte de las de Patricio Valdez | X | ||
Zelaya, Bernardino | 8 cuadras | No pagó entre 1852-1866. En 1872, pagó $840 adeudados. | En 1872, enajenó sus derechos a Agustín Rodríguez. No sabe firmar | X | X | |
Praeli, Bartolo y herederos | 4 cuadras | “No recuerdan el tiempo que hace que no pagan” | En 1872, continúa su testamentaría | X | X | X |
Pico, José | Sin información | X |
Fuente: Convocatoria de la comisión municipal (1865); Informe presentado a la municipalidad en base al relevamiento de pobladores de los terrenos, realizados con el alcalde Vallejos (1866); Relación de los individuos que poseen terrenos del Santo (1872), en Archivo Municipal de San Isidro, Actas de Sesiones Municipales.
Los siete arrendatarios identificados por alguna de las comisiones evidencian situaciones diferentes (superficie de la parcela, permanencia, cambio de situación), pero comparten la irregularidad en el pago del arriendo. Cabe considerar que por esos años el gobierno incrementó el fomento hacia la labranza en los ejidos de los pueblos, donde se encontraban los terrenos del Santo.45 De todas maneras, la resolución de la situación en San Isidro fue, sin duda, dilatada.
En 1873, el gobierno provincial estableció por decreto que facilitaría un préstamo de $200 000 a la municipalidad de San Isidro para que redimiese los terrenos del “Santo de la capellanía”.46 La municipalidad debía someter a la aprobación del gobierno las bases y forma para proceder a la enajenación de los mismos, “consultando los verdaderos intereses de la comunidad”. En la propuesta, los primeros fondos serían para reembolsar al gobierno el monto prestado, el resto para las necesidades del templo, pero ―por primera vez― se incorporaban beneficios por fuera del ámbito eclesiástico como la fundación de escuelas y la generación de mejoras en el municipio.47 La propuesta no pudo concretarse en forma inmediata debido a cuestiones vinculadas a la organización de la municipalidad.
Por último, señalemos que durante esos años las partes habían acudido por separado a los tribunales de la provincia: en 1873, la curia eclesiástica perdió su demanda contra la municipalidad, mientras que, en 1879, la Suprema Corte de la provincia dictó una resolución contraria a las pretensiones del patrono.48 Por lo tanto, la resolución de “la desvinculación de los terrenos del Santo” quedó concentrada en la municipalidad y el gobierno provincial.
Será a principios del siglo XX cuando una ordenanza promulgada en noviembre de 1902 reconozca el derecho de la municipalidad de San Isidro sobre el terreno del Santo. Había sido presentada por el intendente Avelino Rolón, exsenador provincial, diputado nacional e integrante de una familia con reconocida adhesión católica de San Isidro. Los fundamentos para la ordenanza fueron tratados por una comisión de juristas que señaló varias cuestiones sobre el proceso recorrido. Entre otras, destacaron que la voluntad de Acassuso, fundador de la capellanía, se había desvirtuado en dos sentidos: el ocupacional, ante el poblamiento de los solares y la antigua posesión de los ocupantes, y el legal, relacionado con el cumplimiento de las cargas piadosas perpetuas por parte del fundador. Argumentaban que “la inmovilidad de la propiedad raíz, proscripta hoy por nuestra legislación, es una causa permanente de atraso para los pueblos, como prácticamente lo demuestra la situación casi estacionaria, en cuanto a adelantos materiales que ofrece San Isidro”. Específicamente, Juan S. Fernández, destacado jurista, político y agrimensor, señaló que las donaciones que a principio del siglo XIX se hicieron “de solares a los que estaban poblados o solicitaban poblarse” se habían convertido en “títulos de propiedad trasmisibles libremente”. Consideraba que a “la valiosa suerte de chacra se la han apropiado sus poseedores, despojando sin miramiento alguno al Santo […] Estos terrenos hace años que no producen un centavo para la capellanía, sino que se han convertido en un negocio que usufructúan los ocupantes”. Ese accionar, según Fernández, se había logrado por el “descuido y mal proceder de los escribanos autorizantes, el consentimiento expreso del patrono y tácito del capellán”. En la práctica, sintetizaba, no era posible “demoler medio pueblo y en el legal, había de por medio una larguísima posesión”.49
La municipalidad renunció a sus derechos en favor de los ocupantes que entregaran títulos de reconocimiento de la propiedad, con arreglo a determinadas condiciones de plazo (aunque hubo prórrogas hasta 1946). El propio intendente Rolón, autor de la ordenanza, se abstuvo al tratar el precio notarial que se asignaría a cada lote, por ser él mismo poseedor de uno. En marzo de 1903, se presentaron los primeros vecinos que solicitaban la escrituración de los lotes. En menos de tres años se escrituraron más de 40 títulos.
La municipalidad de San Antonio de Areco y el terreno del Santo
Hacia 1854, en el partido de San Antonio de Areco se había registrado una población de 2 030 personas, lo que expresaba un limitado crecimiento en relación con otros partidos de la campaña, aunque, en este contexto, se destacaba la incidencia poblacional del pueblo.50 Durante un siglo, la parcela donada por Ruiz de Arellano para el sostenimiento de la capilla había sido paulatinamente transferida en solares a integrantes de las familias del lugar que conformaban parte de la comunidad del pueblo. En el resto del partido, se mantenía la producción agrícola y ganadera, equilibrada entre propietarios y arrendatarios.
En 1854, el juez de paz de San Antonio de Areco solicitó al gobierno del recientemente conformado Estado de Buenos Aires la resolución de una venta realizada en 1840 que consideraba ilegal.51 El lote formaba parte del ejido del pueblo y la venta había sido hecha por el cura párroco Feliciano A. Martínez, ya fallecido, a Felipe Figueroa como parte del terreno del Santo. Tanto el cura párroco como Figueroa, quien había constituido un relevante patrimonio en tierras (2 595 hectáreas), eran reconocidos por su cercanía al gobernador de Buenos Aires de esos años, Juan Manuel de Rosas.52
El expediente iniciado por el juez de paz fue continuado por la novel municipalidad en 1856 y formó parte de una coyuntura en la que el ordenamiento territorial ocupó un lugar central en la agenda local. Particularmente, los municipales de Areco solventaron en 1856 “la delineación del ejido urbano del pueblo”, a cargo del ingeniero Eduardo Urban, nombrado por el gobierno provincial. En esa ocasión, solicitaron al gobierno la diferenciación entre las 2 leguas cuadradas señaladas para ejido por el agrimensor y otras 2 que quedaron pendientes para el momento en el que “las necesidades del pueblo lo exigiesen”.53 Por otro lado, hubo discusiones entre los municipales y vecinos del pueblo sobre el ancho a establecer de “las calles y veredas del pueblo, quintas, chacras y ribera del río”, cuya especificación era prerrogativa municipal. Las medidas acordadas en 1856 debieron ser modificadas por los municipales al año siguiente, a causa de las alteraciones que generaban en el pueblo y los reclamos de los vecinos.
Debido al cuestionamiento a la venta efectuada por el cura Martínez, la municipalidad solicitó la participación del fiscal general del estado para que la “represente y defienda” ante los herederos de Figueroa, mientras que, con anterioridad, el cura de la parroquia había nombrado un apoderado externo al pueblo de Areco para actuar ante la municipalidad, y se había notificado al obispo sobre el tema.54 Las autoridades y los ámbitos de resolución del conflicto se orientaban por fuera de la vecindad.
A través del expediente, se expresaron perspectivas diferentes acerca del terreno del Santo a mediados del siglo XIX.55 El fiscal pidió información al Departamento Topográfico sobre si la “desmembración” quedaba en el ejido del pueblo, considerando que consecuentemente correspondía expropiarlo. El Departamento confirmó que gran parte de las tierras originariamente “donadas al Pueblo” quedarían en el ejido al realizarse la traza, al igual que otras de propiedad particular; se rechazaba la situación como fundamento para una expropiación.56 Como ya señalé, la consolidación de los ejidos fue lenta en Buenos Aires, y a mediados del siglo XIX seguían siendo promovidos para el poblamiento de familias y puesta en producción, pero en varios pueblos se había efectuado la compra de terrenos en ellos por parte de particulares. Un nuevo impulso fue la promoción de la agricultura ejidal y los procesos de colonización en las últimas décadas del siglo XIX, en algunos partidos.57
En una nueva intervención sobre la parcela de tierra vendida por el cura Martínez, el fiscal interpretó que la operación debía declararse nula. Argumentaba que los prelados debían haber inventariado “las cosas” de la iglesia que recibían o vendían, y especificar “el precio” siguiendo lo normado en la “Recopilación Castellana”, por lo que solicitaba al juez de paz de Areco testimonio de las escrituras de todos los terrenos donados a la iglesia. En estos años, se afianzaba la prerrogativa del estado por el cobro de las rentas, limitando los ingresos de las instituciones eclesiásticas con diferentes medidas.58 El fiscal consideraba nula la venta por la falta de potestades del cura Feliciano Martínez para ello y la carencia de documentación.
Por su parte, Dalmacio Vélez Sarsfield, asesor del ministro de Gobierno en ese momento, coincidió en juzgar “nula y de ningún valor la venta que hizo el cura”, y ubicó al conflicto como de “causa y jurisdicción”. Sin embargo, observó que el terreno no era público (aunque correspondiese a la “Iglesia de Patrono”) y que se juzgaba “ser de la parroquia”, por lo cual la resolución competía a los tribunales ordinarios.59 En consecuencia, a finales de 1856, se dio comunicación a las autoridades que habían intervenido y al obispo diocesano Mariano J. de Escalada.
Este primer expediente relacionado será continuado por otro de mayor alcance resolutivo, pero permite vislumbrar cuestiones sobre el dominio de sus parcelas en el contexto de la paulatina puesta en valor de los ejidos de los pueblos en la década de 1850 y las transformaciones en la forma de dirimir prerrogativas entre las instituciones eclesiásticas y el gobierno.60
Por otro lado, en 1877, tras haberse efectuado una nueva traza del pueblo, la municipalidad de San Antonio de Areco señaló al gobierno la existencia de un “sobrante propio para chacras” que no quedaba comprendido en la propiedad originariamente donada por Ruiz de Arellano en 1750. Fundamentado en “el deseo de dar un impulso a este Pueblo por medio de la labranza”, se consultó acerca de la posibilidad de venderlo o arrendarlo tras las disposiciones sobre tierra pública sancionadas en 1858.61 Más precisamente, se consultaba si era la municipalidad la administradora de todos los terrenos que estaban en el pueblo, incluyendo los “de la Iglesia”, en otro ejemplo de la concepción de exclusividad del cobro de rentas por parte del estado, o si era el cura párroco quien debía administrar y cobrar los arrendamientos, como él había planteado. También, se incorporaba otro tema a estas cuestiones de jurisdicción. Tras medio siglo de relativo estancamiento, el partido de Areco había pasado del millar de pobladores en 1869 a 1 879 habitantes en 1881, lo que se expresaba en el aumento de viviendas y la existencia de cuatro escuelas, dos públicas y dos privadas. Según la municipalidad, el cura párroco impedía el ensanche de los patios de las escuelas públicas que se encontraban “al lado de los terrenos que sobraban a los fondos del terreno de la Iglesia”.62
La municipalidad remarcó al gobierno la importancia de la decisión que le solicitaba y apelaba a los “grandes sacrificios” realizados junto al vecindario para formar los “Edificios públicos” (“refacción completa del Templo, Casa del Señor Cura y últimamente la traza y delineación del pueblo”). Expresado a finales de la década de 1870, el argumento se acercaba más a las solicitudes de una autoridad de Antiguo Régimen, cuya función como juez era mediar, otorgar a cada uno lo que le correspondía, ponderando los “sacrificios” realizados, más que esperar a que se procediera con base en las leyes sancionadas.
La respuesta tuvo un transcurrir moroso. Mientras se esperaba una resolución, se transitaron diferentes caminos. Hacia finales de 1880, el representante del cura de Areco y la municipalidad lograron las bases de un convenio. Por un lado, se proponía que la municipalidad reconociera a “la Iglesia” como propietaria del terreno del Santo y su posesión tranquila y no interrumpida desde 1750, así como la administración directa y exclusiva del cura. Por otro lado, “la Iglesia de San Antonio de Areco” cedía en beneficio de la municipalidad una superficie de entre 6 y 10 cuadras (a precisar a partir de una mensura) para el “progreso y las conveniencias del Partido” y “el engrandecimiento y mejoramiento moral y material de la feligresía”. La municipalidad reservaría tres de las cuadras cedidas para “plaza, escuelas, hospital, cementerio o algún establecimiento o institución de interés público, no para objetos y propósitos particulares”.63
En 1883, el renovado cuerpo municipal comunicó al gobierno que por unanimidad sus integrantes renunciaban a las parcelas del terreno del Santo. Se solicitó al asesor del gobierno que estableciera que “al cura de la parroquia de San Antonio de Areco y sus sucesores” le correspondía la administración del terreno y que la municipalidad desistía de 6 a 10 cuadras que, producto del arreglo, cedía la iglesia. La rectificación se realizaba “a fin de ahorrar costosos gastos y pérdidas de tiempo que no darían otro resultado sino permitir la destrucción completa del templo”.64
En marzo de 1884, el poder ejecutivo decretó propiedad fiscal al terreno de “El Santo” de San Antonio de Areco. Con anterioridad, se había intimado al cura párroco que presentara el título de la propiedad de Ruiz de Arellano y el de la donación. Respecto al primero, se consideró que no existía, por no mencionarse siquiera ubicación en los papeles presentados, mientras que el segundo fue cuestionado por no haber sido registrado ante escribano y no estar en forma según el Código Civil. Si bien los representantes de la iglesia invocaron la prescripción, ésta no fue considerada por tomarse la fecha de 1877 como inicio del accionar legal. El asesor de gobierno encuadró el tema en el decreto de 1864 sobre los terrenos con denominaciones especiales (incorporando como ejemplos a la Virgen de Luján y la Capilla de Mercedes). Por consiguiente, se decidió no aprobar el acuerdo de 1883 y declarar al terreno como propiedad fiscal (la parte no vendida del mismo). El fiscal eclesiástico se presentó a la Suprema Corte de Justicia de la provincia para pedir la nulidad.65
En 1898, antes de que se resolviese el pedido de nulidad, el representante de la curia y el intendente presentaron a la Suprema Corte un nuevo acuerdo para su aprobación. Asesorados por juristas, proponían un convenio de resolución final del pleito que implicaba centralmente el reconocimiento de la iglesia, por parte de la municipalidad, como propietaria de la mitad del terreno en litigio, mientras que desistía del juicio.66 En 1901, el poder ejecutivo consideró que la iglesia había desistido del juicio a partir del convenio establecido con la municipalidad y señaló nulo lo realizado por la corporación municipal, al no haber intervenido el representante legal del fisco en el acuerdo.
Ante la declaración y confirmación de las tierras del Santo como fiscales, el expediente pasó a la Oficina de Tierras. En 1905, el fiscal del estado solicitó designación del agrimensor del Departamento de Ingenieros y se inició una mensura del “Terreno del Santo”. El objetivo era ubicar el lote vendido por el cura Martínez, posteriormente cuestionado, para discriminar la existencia de tierra fiscal con jurisdicción municipal.
Como parte de los antecedentes de la mensura, el agrimensor reprodujo desde la donación de Ruiz de Arellano a su ahijado y capellán de la capilla (pese a haber sido cuestionada) hasta las últimas transferencias efectuadas durante el siglo XIX. Particularmente, al considerar seis lotes que se encontraban “en posesión de la municipalidad” (y antes de la iglesia), trató de precisar la situación de los linderos para no superponer superficies. Resulta interesante encontrar que, aun para las últimas “ventas” realizadas a mediados del siglo XIX, los “justos títulos” se limitaban a escritos. El cura Rossi, “usando de las facultades que como cura y vicario me doy”, registraba que “para siempre desapodero, quito y aparto a la Iglesia del dominio, propiedad o cualquier otro título” y lo “cedo y traspaso” para “que lo posea, goce y disponga de ello como cosa suya”.67 Sin mayor especificación, el “documento” era firmado por dos vecinos y ninguna autoridad de gobierno o escribano. En otros casos, el agrimensor expresaba: “no me ha sido posible tener este título a la vista por no tenerlo en su poder la persona que estaba a cargo de la quinta, pero se trata de una posesión antigua de la cual no tengo dudas que el título existe”.68
En definitiva, en enero de 1907, el agrimensor concluyó la mensura afirmando que el terreno del Santo tenía una superficie de un poco más de 674 hectáreas, de las cuales, si se deducían la superficie vendida a Figueroa, las ventas llevadas a cabo por los curas párrocos, así como las calles, las “irregularidades caprichosas” de las parcelas y los seis lotes considerados en posesión de la municipalidad, “solo quedaba” un excedente de casi 55 hectáreas. En el proceso fueron registradas las transferencias realizadas y los terrenos decretados fiscales.
Conclusiones
Los terrenos del Santo ubicados en algunos pueblos de Buenos Aires constituyeron configuraciones no sólo territoriales, sino sociales y jurisdiccionales que mutaron en su denominación y características durante los siglos XVIII, XIX y primeros años del XX. Los casos analizados en San Antonio de Areco y San Isidro Labrador tuvieron sus propios rasgos en correspondencia con las formas de constitución durante el siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Incidió en ellos el impulso de vecinos destacados de la creciente Buenos Aires que, a través de una capellanía y una donación de una parcela de su propiedad, dejaron plasmada su intencionalidad de sustentar a la capilla y los capellanes en cada paraje a principios del siglo XVIII.
El dominio de la porción de la estancia donada por José Ruiz de Arellano en San Antonio de Areco estuvo en manos de los curas párrocos durante más de un siglo. Ellos efectuaron las ventas o donaciones de solares a familias de la zona y, también, adquirieron sus lotes. En conjunto, la dinámica de transferencias resultó en consonancia con la finalidad asignada a la donación e influyó en la formación del pueblo. En el caso de San Isidro, el dominio de la porción de la quinta vinculada a la capellanía por Domingo Acassuso fue más inestable. Los conflictos entre los patrones, y de éstos con los párrocos, parecieran haber limitado su control y el sostenimiento de la capilla. A principios del siglo XIX, la asignación de la posesión de lotes por parte de uno de los capellanes a familias para avecindarse en el pueblo en formación alteró la vinculación a perpetuidad del terreno con la capellanía que había sido indicada por el fundador un siglo antes.
Las formas en las que discurrieron las transferencias de parcelas al interior de cada terreno del Santo resultan imprecisas en la documentación. En San Isidro, no queda clara la manera en la que se adjudicaron las posesiones de solares en la primera mitad del siglo XIX. Conocemos que el capellán habría indicado el pago del “justo precio” cuando las autoridades lo permitieran, y que hubo distintos reconocimientos hacia ocupantes y arrendatarios, pese a sus pagos irregulares. En San Antonio de Areco, las “donaciones o ventas” llevadas a cabo por los curas párrocos ―sin registro de precio u otra forma de pago― fueron cuestionadas en ocasión de los conflictos de la segunda mitad del siglo XIX. Una característica de estas transacciones fue su realización en el ámbito vecinal, práctica que pareciera haberlas resguardado aun con escasos testigos o sin registro de autoridad competente.
La reconstrucción de los dos terrenos del Santo en una perspectiva plurisecular y a partir de las prácticas e intereses de los diferentes actores permitió poner de manifiesto que las relaciones en torno a este tipo de terrenos fueron complejas y que resultó problemático especificar si debían ser consideradas en el ámbito privado, eclesiástico o estatal. Por un lado, a mediados del siglo XIX, el jurista Dalmasio Vélez Sarsfield no dudó en señalar que los asuntos jurídicos vinculados con estas propiedades eran cuestiones entre privados (ante las disposiciones de supresión de las capellanías, o al ubicar el terreno vendido por el párroco Martínez en el ejido del pueblo de Areco). Sin embargo, esa posición no resultó la dominante.
Por otro lado, las relaciones en torno a cada terreno parecieran resultar manifestaciones de las diferentes formas en que lo eclesiástico se fue haciendo presente en estas sociedades en el periodo estudiado. Durante el siglo XVIII, los vínculos entre familias de notables locales y el ámbito eclesiástico fueron evidentes: la apertura de las capillas, las limitaciones en el tratamiento de las capellanías, los lazos familiares de los párrocos en San Antonio de Areco. Este tipo de relación se visualizó también en las municipalidades decimonónicas a partir de los párrocos elegidos municipales, los intentos por realizar acuerdos anticipando las resoluciones judiciales o del gobierno provincial, o el protagonismo en las resoluciones del intendente con raigambre católica de San Isidro.
A partir de mediados del siglo XIX, la implementación de las municipalidades en la jurisdicción de Buenos Aires confluyó con formas nuevas de dirimir las potestades entre el gobierno provincial y la Iglesia católica en el marco de la construcción del Estado nacional. Los gobiernos municipales ejercieron sus prerrogativas jurisdiccionales en el ordenamiento territorial, estimulados por las posibilidades de ubicar tierra fiscal y obtener rentas para su funcionamiento. Tanto en San Isidro como en San Antonio de Areco, las municipalidades mostraron interés en el esclarecimiento del dominio de los terrenos del Santo desde sus primeras reuniones, pero al hacerlo pusieron de manifiesto la dualidad de representar los intereses de la comunidad (o parte de ella) y, a la vez, implementar los decretos y leyes establecidos a nivel provincial. En ambos casos analizados, las municipalidades fueron fortalecidas por medidas del gobierno provincial tendientes al monismo legal de la propiedad privada, como la redención de capellanías, la homogenización de la normativa para los solares y quintas de los ejidos de los pueblos, y el decreto de 1864 sobre los terrenos con “denominaciones especiales”. Para instrumentar las normativas sancionadas, cada municipalidad convocó a reuniones, designó a un representante, realizó informes, solicitó definiciones al gobierno provincial y entró en juicio. Sin embargo, a la vez, en diferentes oportunidades, cada municipalidad avanzó en acuerdos con los patronos o representantes de la Iglesia católica que alentaban otros caminos, pero que, reiteradamente, resultaron infructuosos y dilataron la resolución del tema. Estos complejos entramados entre la Iglesia católica, el estado provincial y los gobiernos municipales ponen de relieve formas de construcción de los ámbitos jurisdiccionales propios, con acuerdos y conflictos jurídicos y legislativos, pero también modelados por vínculos personales y relaciones comunales.
En la morosidad que caracterizó la resolución de la situación de cada terreno del Santo, parecieran haber influido la confluencia de intereses de propietarios, ocupantes y arrendatarios, así como de patronos, la Iglesia y el ambivalente accionar de las municipalidades. En cada caso, resultaron determinantes las intervenciones del estado provincial en la definición de los terrenos del Santo como tierras fiscales, aunque reconociendo los traspasos y las ocupaciones previas. Tras largos procesos zigzagueantes, convergieron el fortalecimiento de las municipalidades, el ordenamiento territorial y la valorización de los ejidos para la labranza, así como las delimitaciones del estado provincial y el nacional con la Iglesia católica. Las medidas desamortizadoras relacionadas con los terrenos del Santo se acoplaron a la individualización de las parcelas que ya se venía realizando, por lo que no se generaron conflictos específicos. Más lento fue el proceso de regulación de los mismos en términos de propiedad privada absoluta, deslindada, con titulaciones específicas. A principios del siglo XX, resultaron procesos de ordenamiento territorial de situaciones que, en términos generales, las comunidades ya habían consolidado con sus prácticas tiempo atrás.