En las últimas décadas, los estudios históricos han experimentado un enriquecimiento en temas y enfoques sin parangón desde las primeras aportaciones de Annales y la historia social británica. Además, han cuestionado los postulados de estas, su sentido materialista, generalista y teleológico de los procesos. Los llamados genéricamente new cultural studies se agrupan en corrientes que beben del pensamiento posmoderno y postestructuralista, unidas por su crítica a la razón moderna y su fracaso en el proveimiento de una vida mejor, su radicalismo metodológico-conceptual, con énfasis en la relectura y la deconstrucción de los discursos, la búsqueda de nuevas fuentes y la ruptura de las barreras disciplinarias para tratarlas. Unidas también en la consideración como sujeto de lo que antes era objeto de análisis y el efecto multicultural y transcultural de la globalización económica y tecnológica y la visibilización de lo omitido y olvidado mediante la atención prioritaria a lo subalterno y la otredad.
La historiografía sobre América Latina ha interiorizado con rapidez las novedades, rasgo habitual en ella, aunque, en este caso, atraída, como la de otras regiones, por su especificidad, su pasado colonial, la imposición de lo occidental y su coexistencia con elementos preeuropeos, que han sufrido una jerarquización con un rango inferior y han sido invisibilizados o considerados dignos de ser superados por los discursos dominantes, que a cambio no han proporcionado la mejora de la vida que debía justificar su preponderancia, y han generado marginalidad y desigualdades. Tales problemas han dado lugar a otra corriente de pensamiento, resultado de aplicar a esos casos las mencionadas tendencias historiográficas, y calificada como estudios postcoloniales.
Este artículo revisa la historiografía reciente sobre América Latina en el siglo XX, cronología que responde a la necesidad de acotar un objeto de análisis tan amplio, temática, temporal y espacialmente hablando, a la idoneidad de ese periodo para los enfoques que proponen los nuevos estudios del pasado, debido a la progresiva complejización en él de las sociedades, a la abundancia de fuentes y a la disposición de tecnologías con que abordarlas. El trabajo sostiene que, tras décadas de investigación y reflexión, dicha historiografía ha sido relativamente ineficaz. Aquejada por un radicalismo negativo, ha diagnosticado bien los déficits de los paradigmas y referentes sociopolíticos y científicos, y ha puesto énfasis en ello, pero sin ofrecer una visión alternativa del mundo y la Historia. Ha cuestionado el carácter disciplinar de esta y, después de deconstruir los discursos, no ha sido capaz de dotar de sentido el esfuerzo realizado y de ofrecer respuestas.
La consideración en la que se basa el análisis que se expone en las siguientes páginas es que la Historia son procesos de imposición de unos grupos, intereses y pensamientos sobre otros, aun de modo imperfecto, y es en la Historia más reciente donde esto ha tenido un alcance mayor y global. Si bien ello ha permitido el afloramiento de otredades y su expresión como nunca antes, gracias a las nuevas tecnologías, al desbordamiento de las relaciones sociales y de las fronteras políticas tradicionales y a la disposición de los científicos sociales para atenderlas, el fruto no ha sido su empoderamiento frente a las amenazas que le asegure una representación en las transformaciones socioeconómicas. Y ya que tales cambios se están dando con ritmos e implicaciones sin parangón hasta ahora (Spiegel, 2006; Sewell, 2011), tras negar que se puedan explicar y justificar por un destino, la calidad del destino, o que tengan un destino, sigue siendo preciso analizarlos, debatir sus orígenes, su impacto y la crítica de los procesos y su posible redireccionamiento.
Para lograr ese fin, el artículo analiza las principales corrientes historiográficas recientes sobre América Latina en el siglo XX, sus alcances, déficits y críticas. Sostiene que, en general, han enriquecido y transformado el estudio del tema con una gran variedad de enfoques, métodos y fuentes, dotándose de una evidencia persuasiva acerca de que no es posible abordar en la investigación del pasado sin considerar la multitud de actores e interpretaciones de este, no solo de los que acabaron predominando, sin cuestionar las verdades impuestas y atender la diversidad de sujetos, espacios y hasta tiempos olvidados, con esfuerzo e imaginación en la búsqueda de fuentes, su tratamiento, y el de las antiguas fuentes, y generar procedimientos analíticos adecuados.
La magnitud de la región y del tiempo analizados y de las investigaciones sobre ellos, la multiplicidad de enfoques y el conocimiento disímil y fragmentado que han generado (Sabato, 2015) y su incapacidad de crear paradigmas y referentes alternativos, impronta a este artículo una articulación relativamente impresionista, herencia de lo que explora. Pero, desde ella, se tratará de establecer los rasgos básicos de la reciente historiografía y sus contribuciones, y argumentar que su combinación y diálogo, que ya ha empezado, con aportaciones más tradicionales y con las que nunca acabó, están proporcionando un intenso e interesante enriquecimiento de los debates y el saber.
Por la complejidad e interacción de los temas explorados y su tratamiento historiográfico reciente y anterior, se ha optado por una estructuración heterodoxa en el relato, ya adelantada, que prioriza la interrelación de los asuntos abordados y de sus investigaciones, y combina la explicación de los avances en el conocimiento, de los nuevos enfoques, sus porqués y la exposición de las críticas a estos mismos, de sus límites y debilidades, y que requiere el esfuerzo sugestivo del lector en la extracción de conclusiones. Además, al final se incluye una extensa bibliografía que, por las razones referidas, pretende ser representativa, aunque, debido a la magnitud de lo analizado, es necesariamente escasa.
Muchos odres nuevos para vinos viejos, pero no se puede hacer historia sin género y política
La refutación de los referentes tradicionales de estudio, derivada en la multitud de enfoques de la reciente historiografía sobre América Latina en el siglo XX, ha supuesto una renovación temática, teórica y metodológica, lo que dificulta la exploración de su alcance, junto con la diversidad y vastedad de la región, compuesta por varios países, con comunidades inmigrantes en el exterior, sus cambios en el tiempo, o la existencia de muchas historiografías nacionales. El primer dilema que se plantea es antiguo: que pueda o deba analizarse la región en conjunto, aunque un modo sencillo de solventarlo es considerar que se hace historiografía de América Latina y es útil hacerla porque se hace historia de América Latina.
Esa historiografía reciente nació de la crisis de las grandes teorías explicativas del pasado y la emergencia de otras que no llenan el vacío, ni pretenden llenarlo, del fin del socialismo real, la globalización económica, el surgimiento de nuevos actores sociales, y más americanos: la democratización de los países, la apertura y ajuste de sus economías, su desconvergencia frente a las naciones más ricas, las crecientes desigualdades que han generado y la falta de mecanismos eficaces para resolverlas, procesos que requieren atención y respuestas.
La historiografía moderna nació en el periodo de entreguerras como historia social, desde abajo, con Annales y los marxistas británicos, vinculada a las ciencias sociales y a la emergencia de nuevos actores, a los que empezó a considerar protagonistas, no víctimas de los procesos, al surgimiento de la sociedad de masas y la socialdemocracia, en respuesta a sus demandas. Desde la década de 1960, esa historiografía se fue renovando. El culturalismo de (Thomson 1963) o las mentalidades de Annales (Le Goff, Chartier y Revel, 1978) revisaron el concepto de clases, para concluir que no son estáticas, ni determinadas solo por lo económico, sino que se forman en el propio proceso histórico, y priorizaron la atención de la modernización, en lo que coinciden con la sociología histórica de Mann (1974) o Elias (1978), que reconceptualizan el poder, el origen del Estado, la revolución o el papel de las masas (García Sebastiani, 2012). Con esas influencias y con la reorientación de la economía política de Keynes (1936) nacieron las aportaciones latinoamericanas a las ciencias sociales, la teoría del desarrollo y su deriva dependentista (Prebisch, 1950; Cardoso y Faletto, 1969; CEPAL, 1998), sus críticos (Hirschman, 1991; Cortés Conde y Hunt, 1985; Thorp, 1984), o el estudio de los populismos, que inició la sociología de Germani (1955) precisamente para explicar la transición a la sociedad y política de masas en Argentina (Álvarez Junco y González, 1994; Conniff, 1999). También nació, por poner un ejemplo nacional, la nueva historia de Puerto Rico, que, con la herencia de la antropología de Mintz (1956), analiza procesos político-culturales que tienen como punto de partida la vida material y colectiva (Santamaría, 2006b). Al mismo tiempo, Wallerstein (1974) ubicaba a América en la historia universal considerando que su europeización, como la del pensamiento, la del sistema económico y del poder mundial, tuvo su origen en la colonización del Nuevo Mundo.
La historiografía actual, por lo tanto, bebe del culturalismo y las mentalidades antecedentes de la new cultural history, que agrupa corrientes diversas unidas por su crítica a la modernización, la otra vertiente renovadora de los estudios del pasado de la década de 1960. Desde el decenio de 1980, más aún tras el fin del socialismo real, se habla del agotamiento del pensamiento marxista y de Annales, vinculado al surgimiento -como cuando estos nacieron- de nuevos actores sociales que demandan atención en un mundo globalizado, pero no en el sentido de Wallerstein (1974), pues lo globalizado es ahora el sujeto, gracias a las nuevas tecnologías que permiten construir relaciones y redes fuera de los espacios tradicionales y nacional-estatales de socialización. En consonancia, la nueva historiografía reivindica el siglo XX, pero ello también procede de Annales que, además, en su evolución, adelantó otro de los preceptos de aquella: todo es política, no social, dice Rémond (1965, p. 12). No hay historia total más que de la participación en la vida política, y es en el siglo XX cuando esto comenzó a alcanzar una dimensión sin parangón.
El posmodernismo, definido por Lyotard (1979), cree que el proyecto modernizador ilustrado fracasó en la transformación de las formas de vida, cultura y pensamiento. La historiografía posmoderna sigue priorizando a los de abajo; pero, frente a Annales y los marxistas, los considera sujetos, no objetos de la historia, en la que predominan los componentes subjetivos del individuo, la historia sociocultural de Chartier (1993). De tal apreciación se alimentan las diversas corrientes citadas, llamadas turns cultural y lingüístico (McDonald, 1996; Kliksberg y Tomassini, 2000; Tomassini, 2000; Plati, 2002; Monzón y Jernónimo, 2000; Di Pascuele, 2011), vinculados entre sí, con el retorno de lo político, los enfoques de género, neohistoricista y microhistórico (Aram, 1989; Sirinelli, 1993; Olábarri y Caspistegui, 1996; García Sebastiani, 2012), pero también con la nueva historia social de la ciencia o de la economía.
Lo que este artículo sostiene es que la principal aportación de las nuevas corrientes historiográficas, pese al negativismo radical de sus antecedentes, está en la interrelación entre ellas y las más tradicionales, se esté o no de acuerdo con su no fe en la modernidad y sus postulados; artículo de fe, pues implica creer que su proyecto ha concluido, está agotado, pero sin demostrarlo. Dicha interrelación tiene como eje angular la preocupación por las desigualdades, los procesos de integración y exclusión, con independencia de la consideración acerca de sus orígenes. Es en ello, en particular para América Latina, donde la reciente historiografía comulga con las contribuciones de sus antecesoras, que han experimentado renovación, por ejemplo, con el neoestructuralismo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 1996; Sunkel, 1993) o el neoliberalismo de Dahrendorf (1982). El primero, influido por la Escuela de Frankfurt, por Habermas (1986), ve la historia como aprendizaje: el capitalismo despolitiza las relaciones; pero para afrontar sus crisis, las repolitiza e incurre en problemas de legitimación y fomenta la parcelación de los intereses para que no afecten al sistema (Offe, 1985). El segundo defiende la igualdad de oportunidades vitales y está tras el neoliberalismo económico, cuestiona la socialdemocracia, el well faire y la discriminación positiva, que desincentiva a sus beneficiarios, no los integra, y merma el crecimiento y la productividad. Ambas corrientes han debatido profusamente en las últimas décadas en América (Williamson, 1990; Stiglitz, 2002; Grassi, 2003; Rojas, 2015; Santamaría, 2006).
La preocupación por las desigualdades y el uso exhaustivo de fuentes, facilitado por las nuevas tecnologías e imprescindible si se prioriza estudiar lo individual-subjetivo, lo local y micro, que son vistas como discursos, no como verdad; la vuelta a los archivos, que, dice Chartier (1998, p. 10), por el desencanto con las reflexiones generalistas, son las mayores aportaciones de la renovación historiográfica reciente. Y lo son, se crea o no en sus principios: el rechazo a la historia total, la generalización, su sentido teleológico y potencial de cambio, a la que llegan a considerar literatura, no ciencia, pues carece de referentes con los que contrastar (Palazón, 1984, p. 44). Esto, sin embargo, provoca fragmentación e hiperespecialización que, junto a la mocedad y lo mucho que abarcan temáticamente las nuevas corrientes, dificultan hacer síntesis.
Temáticamente, también hay elementos de coincidencia en la diversa nueva historiografía. Según Knight (2002), para América Latina, son el interés por lo regional-local y subalterno, aunque no en el sentido de Gramsci (1998), pues se niega la ocasión de que eventualmente, en la historia, pueda dejar de serlo, pues si lo logra pierde tal condición. Sin embargo, tal comunidad contribuye a un panorama aún más fragmentado como piel de leopardo (Bernabéu, 2000, p. 271), que no corrige la otra prioridad de esa historiografía, la política, ya que se entiende como cultura, como sistema de representaciones y símbolos compartidos en grupos localizados que universalizan a través de la globalización, no de lo nacional (García Sebastiani, 2012).
Ese sistema de representaciones es lo que interesa al turn cultural, y en él la historia comulga con la antropología, más que con la sociología; como antes, se preocupa por las tramas de significación que envuelven al hombre, los universos mentales, la cultura como sistema de significaciones compartidas de Tylor (1993). El turn lingüístico participa de igual interés: vida, cultura, convenciones subyacentes cobran importancia suprema en el relativismo cultural y la afirmación de la multiculturalidad de la new cultural history de Hunt (1989) o Burke (2000). La cultura puede modelar la sociedad; de ahí sus propuestas de construcción y deconstrucción de los discursos. Son los autores formados en Annales quienes se muestran más capaces de unir viejas y nuevas influencias: la historia sociocultural de Chartier (1992), que sería imposible sin la influencia de Derrida (1997), Foucault (1966, 1976-1984), De Certau (2000) o Bordieu (1988), del narrativismo o la política como cultura: representaciones, creencias, espacios de socialización, lieux de memoire (Jameson, 1989; Nora, 1984-1993).
Por eso, el turn lingüístico cuestiona el discurso. Derrida (1997) y los postestructuralistas creen que la realidad es indisociable del lenguaje, pues se representa en textos que deben deconstruirse. Por lo tanto, no hay interpretaciones dominantes, no se puede conocer el mundo por criterios científico-racionales y el hombre no evoluciona en sentido progresivo sirviéndose de ellos. Así lo entiende también la microhistoria (Ginzburg, 1976; González, 1973), la historia de lo cotidiano e históricamente silenciado, como la perspectiva de género, aunque esta aspira a ser más globalizante, un cruce de caminos y revolución del discurso historiográfico, que omitió a la mitad de la humanidad, y nació del avance del feminismo desde los años sesenta del siglo XX, de la incorporación de la mujer al trabajo, a la academia, y, por ello, como las anteriores, preocupada por las desigualdades. De hecho,(Scott 1998, p. 92) equipara el concepto de género al de clase, y afirma que es la raíz de todas las desigualdades, aunque no muestra la conexión.
La principal aportación de la nueva historiografía, pues, es la sanción de que no puede hacerse historia sin género y política. La política nunca faltó, perdió el favor de los renovadores del estudio del pasado cuando sus métodos eran positivistas y sus temas reyes y guerras. Pero desde hace tiempo muchos autores reivindican la centralidad de instituciones y leyes, el relato de los procesos, la cronología (Elton, 1967; Himmelfarb, 1987), influidos por la sociología histórica de Skocpol (1984) o Tilly (2002) y por Foucault (1990) y su tesis de que el poder no es solo el Estado ni cesión del individuo, sino correlación de fuerzas, y mediante técnicas anatómico-biológicas ejerce control con coerción y lenguaje, que es normativo, no discursivo, ya que produce saber y verdad.
Con esas influencias y la de Lacan (1990), cuya psicología analiza al Yo como sujeto fragmentado, la reciente historia política atiende el poder, el Estado, pero también la biografía y prosopografía (Seco, 1989; Carreras, 1989; Carasa, 1994), las identidades, imaginarios y espacios de sociabilidad, en los que se adquieren capacidades para la interacción, se aprenden e interiorizan normas y valores, que son múltiples y complejos, en los cuales el comportamiento político responde a motivaciones culturales, no económicas, que se construyen y manifiestan en símbolos, discursos, en una cultura política e ideales movilizadores de grupos. Casi toda la nueva historiografía presta atención a esos temas y analiza así el nacionalismo, que las teorías de la modernización creían que desaparecería con ella, como Weber (1959) afirmaba y erraba, y que, por lo tanto, es prueba de su fracaso. Su estudio, según Fusi (2003) o Álvarez Junco et al. (2003), es esencial para interpretar las ideas-fuerza que mejor ejemplifican los problemas de la contemporaneidad.
Historiar es recordar lo que otros olvidan. Pensar las desigualdades y en locus descuidados
Historiar es “recordar lo que otros olvidan” (Hobsbawm, 2003, p. 9). Por eso, la historia moderna surgió a la vez que los Estados y sociedades y su necesidad de legitimación y de crear ciudadanos dotados de identidad nacional, de articularlos políticamente y gobernarlos (Iturralde y Suárez, 2012). Por eso es objeto de disputas (Bresciano, 2013), y analiza la democracia cuando América se democratiza, o la ciudadanía en ese sentido, a lo Hopenhayn (2001), no solo nacional, de tercera generación, globalizada, en sociedades que no han alcanzado los derechos de generaciones previas, pero que una historia teleológicamente remisa no cree imprescindibles para llegar a ella (Déniz, 2006, p. 109; Santamaría, 2006b). Sin embargo, otra historia que acepta métodos y teorías de la renovación, pero no necesariamente sus principios, analiza la democracia como aspiración americana en el siglo XX (Malamud, 1992; García Sebastiana y Del Rey, 2008), y, por supuesto, la pobreza, la marginalidad y la desigualdad, que son los grandes problemas históricos latinoamericanos, sean o no fruto del fracaso de la modernidad (Santamaría, 2006b, p. 17).
La historia, pues, debe pensar para la igualdad y mejora de la vida y conciliar enfoques menos eurocéntricos con el análisis de la globalización por el capitalismo y la civilización occidental (García Sebastiani, 2012). Por ello, es esencial hacerla comparada entre casos dentro y fuera de América. Por ejemplo, con métodos postmodernos, Seidman (1994), Cowie (1999) o Wells (1999) ven similitudes en la historia del trabajo de Sudáfrica, Estados Unidos, Brasil o México. Los conflictos mezclan componentes de clase, género, raza, que se intentan explicar por lo global, pero responden más a causas locales, y al mismo tiempo evidencian experiencias compartidas a través del espacio-tiempo que los separa. Gajes de una nueva historia que, hecha con honradez y oficio, incluye hasta lo que rechaza.
El enfoque comparado es básico en la nueva historia sociocultural de la ciencia. Por ejemplo, Álvarez y García (2007) analizan la eugenesia como medio de control social y del individuo (el bipoder de Focault) en Cuba y Estados Unidos, otro caso de colusión de intereses, enfoques y difuminación de fronteras disciplinares que defiende la reciente historiografía. De ahí que los recientes estudios de la ciencia incluyan la tecnología, para superar la división clásica del saber, explicar procesos con ambos componentes y su efecto social, convertido en centro de atención. La actor network o la systems theories piensan, incluso, la tecnología como sujeto, insisten en su creación subjetiva y simbólica, su selección y asimilación con criterios culturales, cuyo origen se vincula al de la bioética, la ética ambiental o el análisis del discurso científico, que no es neutro, y de la pseudociencia en la conformación social (Ayús, 2006). Por tales razones, dice Puig-Samper (1999, p. 144), tales estudios ya no se preocupan tanto por la gran ciencia, escasa en América Latina, como por la pequeña, más común, adaptada y socialmente útil (Lafuente y Ortega, 1993; Santos y Díaz, 1997; Martínez y Flores, 1997).
En relación con la eugensia como medio de construcción social, temas antiguos, la esclavitud, las migraciones, dislocan la visión eurocéntrica-nacional y son idóneos para enfoques multiculturales y globalizados interesados en la homogenización de las sociedades a través del contacto en el tiempo y lo heterogéneo del resultado. Celebraciones como la del quinto centenario de la llegada de Colón a América o la del bicentenario de la abolición de la trata de esclavos y de la esclavitud han impulsado esos estudios, sobre todo acerca de la migración y el exilio español, en el primer caso; pero, tras pasar, han hallado nuevos retos: la participación de inmigrantes y exesclavos en la construcción de la ciudadanía, identidades e imaginarios, las desigualdades (Santamaría y Naranjo, 1999; García Sebastiani, 2011; Escribá et al., 2009). Para Cuba, por ejemplo, donde después de esclavitud hubo inmigración masiva, hay trabajos de Naranjo y García (1996) o Scott (1999), esta última asidua a la microhistoria en el sentido de Knight (2002) y a lo regional, o como la compilación de Pérez Herrero (1991) sobre México.
La región se aborda sin nación, también supranacionalmente, y se estudian integraciones más asociadas a la necesidad de agruparse en estructuras sobreestatales para afrontar la globalización que a sueños como el bolivariano, verbigracia el Mercosur, o más trascendentes como la Euroamérica, la historia atlántica de Rouquié (1989) o Carmagnani (2004); las partes de una civilización con dos orillas que se miran una a otra, de Fernández Armesto (2002). Se reconoce que América es Europa, pero más: indios, esclavos, crisol cultural y procesos de aculturación, dominio blanco, colonial y, luego, criollo. El criollo buscó identidad más allá de Europa y halló lo indio, pero precolombino y cultural, no como realidad étnica de los países, y en lugares de migración masiva se recurrió al inmigrante para poblar y como factor de civilización.
Culturas mestizas. Revisionismo, posmodernismo, revolución inacabada y nueva economía
De nuevo, por lo tanto, el universo de representaciones, la historia como constructo del que parten los postcolonial studies para deconstruir el discurso de dominio europeo, visto así, cultural, de pensamiento, no económico, la civilización versus barbarie de Sarmiento (1845), que al nacer el siglo XX encarnaron las obras de Martí (1891) o Rodó (1900), que aluden a la distinción frente a Estados Unidos y su democracia de masas, imposible en Latinoamérica. Es en el siglo XX, con retraso, dice Aguirre (2002), cuando se profesionalizó la Historia y se crearon los archivos en la región. De ahí que se estudie a sí misma importando modelos sin marcos, asumiendo rápido novedades, citando a todas de modo cosmopolita y dialogante por la cultura mestiza, aunque en una sociedad poco dialogante. Por ello, la crisis de la historia tradicional es en América tan reciente como la de Annales y la marxista; las corrientes críticas con ellas se han incorporado rápido, y su interacción es el sello distintivo, aunque la mocedad ha impedido aun suficiente teorización y ha provocado aún más fragmentación (Acosta et al., 2015; Ansaldi, 2007).
Así se estudia la enseñanza, instrumento básico del proyecto social formalizado, que ha fallado en dotar capacidades (Bertolá y Ocampo, 2012) y ha dislocado al sujeto y al conocimiento, creando desprecio por la propia historia y la realidad, y ha limitado el potencial de transformación. Aranguren (1997) y Brito (1997) apuestan por visibilizar en ella la infinidad de culturas latentes-resistentes en la memoria y por el análisis del discurso centrado en la pluralidad de voces para crear saber socialmente compartido y consenso en los problemas sociales (Arata y Sothwell, 2014). Es misión de las ciencias sociales ayudar a percibirlo y leer la trama al revés, construir historia sin mitos, como dicen Romero (1973) y Tomassini (2000), producir conciencia crítica para formar ciudadanos y los recursos para cambiar la conciencia, según Fontana (1982), la redemocratización de la democracia de Giddens (1993).
La democracia llegó a América con la revolución e independencia, temas candentes por su bicentenario. Aguirre (2002) llama revisionista al citado sello latinoamericano en la nueva historia, y dice que es heredero de una corriente surgida en la década de 1930 con las historiografías nacionales (Halpering, 1979). Pero, unido al pensamiento postmoderno, se centra en lo individual-subjetivo como apropiación de valores expresados en un imaginario cultural, constructor de estrategias fragmentadas de supervivencia. Por eso rechaza la idea de proyecto común y revolución como motor de la historia, y la reemplaza por una visión instrumental en la que no hay tendencias objetivas y los sucesos se ubican por oposición en el eje tradición-modernidad. Así se analizan la Revolución Mexicana (Falcón, 1987) y las independencias, que no fueron cambios radicales o el triunfo de la razón, identificada como nacional. Lo esencial es que crearon el espacio político y la sociedad contractual, liberaron al individuo de lo estamental; por lo tanto, deben estudiarse desde una óptica institucional y desde sus actores, lo que muestra el predominio de las continuidades (Guerra, 1992). Así, la nueva historia hereda un continuum historiográfico americano, la revolución inacabada; pero, mediante su negación, arguye que la limitada construcción nacional impidió crear ciudadanos y democracias representativas, pues no había un sistema común de referencias de lo político, ya que su raíz no es económica, sino que procede de relaciones regidas por códigos de cultura. Como alternativa se impuso la de un grupo, y las revoluciones ulteriores, del siglo XX, fueron contestación al Estado oligárquico resultante en demanda de más equidad y espacios de representación según se fueron complejizando las sociedades (Touraine, 1992).
Por esas razones, se prioriza la historia local y micro, pues en espacios pequeños se dislocan las jerarquías impuestas, las leyes, los partidos, los Estados, con las que intenta legitimarse el grupo que impuso su proyecto nacional, que, como señala Paz (1992), al no responder a la realidad, convirtió la realidad en ilegal. Los lazos culturales eran locales, lo cual dio lugar al caudillo, que comunicó ambos mundos. La élite estatal asumió la misión de crear la nación y el pueblo, que no existían, pues en las cualidades que distinguen al ciudadano, educación y propiedad, predominaba la exclusión de raíz cultural, no económica (Annino, 1993). La diferencia con Estados Unidos es que su tradición hizo a los hombres iguales ante la ley, y de tal igualdad surgieron el ciudadano y la democracia representativa (Maza, 1992).
El populismo nació precisamente para recomponer el orden alterado en el siglo XX por nuevos grupos sociales que demandaron más equidad y representación. Pero, al ser culturales, los déficits persistieron y generaron soluciones militar-autoritarias, que tampoco los aliviaron. En ese sentido, dice Touraine (1989), la historia de América Latina es la del combate entre fuerzas de integración y centrífugas, que ha dado lugar a grandes sectores marginados, y explica que, desde la década de 1980, por falta de cultura política representativa, se ha generalizado la democracia procedimental (Sen, 1982), contradicción implícita en toda la nueva historia. Sus explicaciones reniegan de la generalización y del largo plazo, pero enfatizan las continuidades y acaban generalizando. Suponen, por ejemplo, una única democracia en países con tradiciones indígenas y con prácticas ancestrales de democracia directa, que tanto se valoran hoy. Además, rechazan los factores económicos, lo que impide analizar la importancia del mayor disolvente de lazos comunitarios-tradicionales, el mercado, y desconoce los cambios en la historiografía económica, que desde hace tiempo busca en la construcción institucional causas del crecimiento y diferencias entre las naciones (North, 1981; Bertolá y Gerchunoff, 2011), asociadas al aumento demográfico, como antaño la teoría antropológica del origen del Estado (Boserup, 1965). Muchos autores exploran hoy cómo se definen y cumplen los derechos de propiedad, el rol del cambio tecnológico, las políticas fiscales y sociales, los mecanismos de acción colectiva o la cultura empresarial y del trabajo en la transformación sociopolítica (Thorp, 1989; Cárdenas et al., 2000; Santamaría, 2006a; Santamaría, 2019b), la empresa como lugar de socialización -recuérdese que en su estudio nació la historia oral (Schwarzstein, 1991)-, y, en fin, entender las raíces históricas de las desigualdades.
Desde la nueva historia económica se completa la explicación del populismo. Surge para afrontar problemas nuevos, es una creación cultural y mantiene, por fuerza o necesidad, estructuras políticas basadas en lealtades y clientelas, pero usando el presupuesto para engrasarlas (Pérez Herrero, 2007). Por eso, hace crisis cuando se reduce tal recurso y renace donde dispone de él (como la petrolera Venezuela), ante los déficits democráticos y desigualdades que siguen sufriendo los países latinoamericanos. Desde esa perspectiva, Mesa-Lago (2000 )renueva la teoría del desarrollo dotándola de una metodología, de la que adolecía, y con un enfoque comparado, incluyendo en el análisis indicadores socioeconómicos usados hoy por las agencias internacionales que miden los índices de desarrollo humano o de libertad para clasificar las naciones y ayudar a la toma de decisiones en política internacional o de cooperación y en las elecciones de inversores. Bertola y Ocampo (2012) proyectan tales índices al estudio de la historia latinoamericana y de sus problemas.
En esa historia económica reclama también espacio otro sujeto paradójicamente invisibilizado, aunque se supone parte de la élite, el empresario. Hasta hace poco se le estigmatizaba por causas ideológicas, asociándolo al fracaso de la modernización, las crisis, la generación de desigualdades en América Latina, y por su relación con el capital extranjero. Pero, antes que eso, es uno de los locus de colusión transdisciplinaria que demandan estatus epistemológico, idóneo para los análisis regionales y de casos, donde la organización familiar, los lazos de parentela y las redes migratorias reemplazan al imperfecto mercado laboral. Por ello, en su investigación han reinado curiosas confusiones metodológicas: la mayoría son pequeños y medianos, no oligarcas, adaptan creativamente tecnologías, forman capacidades. Además, se les denigra por no cumplir una función que no tienen, ser motor de desarrollo social, y sí la que les distingue y convierte en empresarios: maximizar rentas en sus negocios. Solo sociedades que disponen de regulaciones con tal fin han acabado conciliando ambas funciones. Y es en ello, más que en sus empresarios, donde hay un gran déficit en la historia de América Latina. Estudios recientes, aún pocos, analizan así a sus empresarios, como agentes de poder político-económico, examinan las redes familiares, sociales, descubren ágiles burguesías comerciales locales que pasaron a la actividad productiva, industrial y, sobre todo, rural, un tipo de empresario aún más estigmatizado y menos investigado, pero más americano: ganadero, caficultor, hacendado azucarero de países como Argentina, Brasil o Cuba (Cerutti y Vellinga, 1989; Dávila, 1996; Cerutti, 2006; Cerutti, 2007; Santamaría, 2019a).
Lo local y regional, la globalización y la urgencia de síntesis
En las historiografías nacionales, los citados sellos comunes latinoamericanos se unen a otros particulares. Pagano y Rodríguez (2002) dicen que, en Argentina, el peronismo, la democracia, temas viejos, resisten el auge de los estudios culturales locales, de nuevos actores sociales, olvidados, que acaparan el 60 por ciento de lo editado desde 1980 y desplazan a los actores económico-sociales predominantes anteriormente. Igual ocurre en Chile, donde privilegian el género, la niñez, lo micro y cotidiano (Illanes, 1991; Rojas, 1999; Valdés et al., 1995). Flores (2002)cree que en México han pasado del querer transcenderlo, de O’Gorman (1958), a cuestionar, mediante enfoques locales, que exista un México, y, como en los demás casos, hay exceso de fragmentación, temas, métodos, por lo que es preciso, si no articularlos en relatos mayores, al menos abordarlos con perspectivas más amplias y hacer síntesis.
El predominio de lo local aumenta la necesidad de síntesis, pues los estudios culturales han reconceptualizado el tiempo, antes disolvente, ahora alternancia reversible-irreversible, lo dado y dándose de Zemelman (1991), pero los espacios, también diversos y sujetos en la historia, no están bien definidos, hay tantos como investigadores. Sin embargo, el hombre nace y vive en un lugar, y es preciso superar el no-lugar y la vacuidad epistemológica de la globalización (Escobar, 2000; García Aguirre, 2007). En esas coordenadas se ubican las propuestas del desarrollo humano local de Gabaldón (1996), otro desarrollo y otra globalización que compensen el efecto desidentitario que está teniendo hasta ahora, con educación, sanidad y trabajo, en un medio físico adecuado (Morales, 1996), lo que Sonntag y Arenas (2007) llaman lo global-local.
Globalización es un proceso antiguo asociado al comercio, la esclavitud, las migraciones; pero como conciencia es reciente, facilitada por el desarrollo tecnológico, y debe recordarse que es un discurso construido en locus concretos, por lo tanto, extranjero, aunque también instrumento de defensa de lo propio (Mato, 1994). El zapatismo es un ejemplo de su uso para oponerse al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) mexicano-estadounidense porque perjudica la producción de maíz, símbolo de su cultura (Burbach, 1994; Toledo, 2000). Por lo tanto, genera a la vez problemas y oportunidades con las que cada cual desarrolla estrategias de supervivencia que se sirven de lo propio y lo prestado. Además, no deja de ser estatal (Agresti, 2012), pues globalización es igualmente el citado NAFTA o el recetario neoliberal del Fondo Monetario Internacional (FMI) que los Estados deben aplicar; no obstante, sociedades tan excluyentes y de poca tradición democrática como las latinoamericanas en lo que fallan es en articular mecanismos que potencien sus aspectos positivos (Santamaría, 2006 a, p.21).
Globalización es la elevada emigración de muchos países de América Latina, antes tierra de inmigrantes, los transmigrantes de Basch et al. (1994) que impregnan con su cultura el lugar de acogida (García Sebastiani y Marcilhacy, 2017). Entre los aspectos más negativos, globalización es también narcotráfico, sobre el que se discute si es fruto de arraigos culturales, de las desigualdades y la pobreza, o se ha de enfatizar su cooptación por guerrillas y terrorismo, como defiende el gobierno estadounidense (Joyce y Malamud, 1999; Lillo y Santamaría, 2009).
Fenómeno antiguo, espacial y afectado por la globalización, lo ecológico, también demanda reescribir la historia desde su óptica, pues su dimensión es histórica: el impacto de las economías agroexportadoras o mineras, estudiado en Brasil o Cuba por Dore (1994), Bengoa (1997) o Funes (2005), y en casos regionales (Alimonda, 2002), con enfoques híbridos, según García Canclini (1989), como historia cultural de la naturaleza, vinculada a las culturas campesinas, a la etnicidad, india, negra (Gudynas, 1999; Toledo, 1992; Escobar, 1999) y, por supuesto, a la sostenibilidad (Giblo, 2001).
Género, desigualdad, razas e identidades. Culturas imaginadas y movimientos sociales
El género es la mayor desigualdad y el que más urge reescribir la historia. Su estudio surgió de la preocupación por la mujer y, con el tiempo, se amplió a las relaciones sexuales, el patriarcado o los vínculos con las demás desigualdades, raciales, económicas. En su origen tuvo un enfoque político-cultural (Mead, 1935), que las investigaciones recientes recuperan y con el que defienden que tales desigualdades son constructos históricos. En América se le une el estigma de su asociación con la conquista y el mestizaje (Paz [1992] se refirió a ello como “los hijos de la Malinche”), y es más imperiosa su vindicación integral, en lo político, no solo en el Estado, sino sobre todo en las relaciones humanas y lo cotidiano, donde nace la omisión de lo femenino, pero donde se halla también su gran aportación a la historia. En dichos ámbitos, las mujeres han tenido un rol esencial en la lucha contra las dictaduras, pro derechos humanos, en la elaboración de estrategias de supervivencia frente a las crisis y, más transcendentes, en la transmisión de culturas campesinas o indígenas. Y así se las analiza desde los trabajos pioneros hasta los más actuales (Lavrín, 1985; Aguiar, 1990; Gonzalbo, 1997; Cabal y Motta, 1996; Guardia, 2013).
Precisamente por el mestizaje, América es idónea para la nueva historia. Por ejemplo, género y religión es un tema privilegiado por los recientes estudios religiosos, remozados con la aportación de la sociología y la antropología de Poular (1969), Eliade (1999) o la Teología de la Liberación -otra contribución americana a las ciencias sociales, que convirtió al pobre en el centro de interés (Berryman, 1989)-, y que han ampliado sus objetivos desde la década de 1980 con la influencia de los trabajos de historia de las religiones. Verbigracia, los grupos CEHILA (2017) o ALER (2017) analizan la educación, la salud, las mentalidades, el comportamiento social, el poder político de la Iglesia, los niños y mujeres o diferentes grupos étnicos. Se preocupan por las interrelaciones religiosas, el diálogo confesional y disciplinar, la religiosidad popular; se forman nuevas redes de investigación (University of Harvard, 2017), se indaga desde la perspectiva de género, que exige nuevas miradas de la familia, lo cotidiano, y la Iglesia, actor protagónico de la subyugación femenina, que posee enormes archivos y fuentes locales, sobre individuos. También así se estudian, con las influencias citadas y otras, el avance del protestantismo en Latinoamérica, la muerte, la religión, las identidades étnicas (Stoll, 1990; O’Phelan, 2003; Baumann, 1998), el sincretismo religioso negro, candomble, santería, en lo que inquieren Campo (2004) o Barnet (1995), quien habla incluso de lo africano como toma de conciencia de la cultura.
Esclavitud y abolición de esta centraron el estudio de lo negro, pero desde la década de 1980 predominan otros enfoques como el citado, más político-culturales: miradas desde el propio sujeto, su lucha por la libertad y el derecho a ser negro; estrategias frente a la desigualdad, que analizan Kinsbruner (1996) o Fuente (2001) para Puerto Rico o Cuba; historias comparadas en esos sentidos, locales y micro, para hallar lo individual-subjetivo, y transdisciplinarias, en las que se entremezclan raza, género, discriminación por la pseudociencia (Scott y Zeuske, 2001; Rodriges, 2007). Stolcke (1992), pionera de estos estudios, se pregunta “¿es el sexo para el género como la raza para la etnicidad?”.
Lo étnico es indio en otros países y aun más plural. Fliert (1997) censa 400 grupos y 40 000 000 de personas susceptibles de ser consideradas así. Desterradas las teorías biológico-civilizatorias que lo concebían como estrato cultural inferior o postulaban la raza cósmica para superarlo por el mestizaje (Vasconcelos, 1925), es ideal para la reivindicación del sujeto en la historia. Bonfil Batalla (1996), Flores (1996) y García (2000) recuerdan que es un constructo de la conquista, antes no existía, y fue excluido por la independencia, cuyo proyecto modernizador solo lo reconocía como ciudadano, aunque buscaba en lo indio-arqueológico la autenticidad de la cultura propia. Por lo tanto, sufre discriminación múltiple; de ahí que los zapatistas busquen alianza con otros excluidos para refundar un México multiétnico, una nueva democracia, y para abarcar tal pluralidad se analiza por su identidad como construcción (González Casanova y Roitman, 1996; Dietz, 1993), fruto de la rutinización en prácticas del stock cultural, que posee o permite dotar de él a grupos que no la tienen y crear la comunidad imaginada, que es política, contrapoder resistente (Anderson 1993), por lo que, como ya se señaló, lo indio se examina también en relación con el género, la ecología, la democracia, la violencia (Adrianzen, 1993), que interesan incluso a investigadores preocupados por temas más tangibles, por ejemplo a König et al. (2000), en su relación con el Estado-nación, el exterminio, los procesos de inclusión-exclusión, aspectos en los que Irurozqui (1999) observa, para Bolivia, que la movilización logró transformar identidades grupales en nacionales.
Y es que, desde hace tiempo, los estudios de los movimientos sociales en Latinoamérica han priorizado el paradigma identitario (Melucci, 1999) sobre el de la movilización de recursos (Tarrow, 1997), debido al desigual acceso a los bienes de la modernidad, el mayor del orbe (Santamaría, 2006a), que, según Calderón (1996), marginó su comprensión. Pero el segundo enfoque ya no los ve solo como lucha contra el Estado, y es preciso combinar ambos para entender fenómenos más vinculados con la restricción de oportunidades vitales que con la identidad, que Álvarez (1998) analiza para el Cono Sur y Brasil. Hay que investigar la acción colectiva en lo cotidiano, la solidaridad entre marginados de Lomnitz (1975), pero también las movilizaciones tematizadas que interesan al postestructuralismo y crean redes paralelas de poder; la teoría de las minorías activas, que pueden inducir cambios; la novísima psicología comunitaria, que examina la relación sujeto-sujeto (Parra, 1995). No obstante esa riqueza conceptual, teórica, metodológica y temática (todo es Historia), los viejos conflictos persisten, y negar su centralidad no debe implicar invisibilizarlos. Por eso se sigue escribiendo tanta historia clásica como nueva, enriquecida por el influjo de esta última. El unum existe, afirma Adelman (2004) para explicar la ausencia de América Latina en la historia universal, que también es preciso remediar.
Poscolonialismo, otredad, subalternidad, multiculturalidad y más movimientos sociales
La impresión de invisibilización procede de la pujanza de los estudios postcoloniales y subalternos, que entienden el colonialismo como discurso histórico (Achúgar, 1998). Nacieron en India (Said, 1978; Bhabha, 1994), cultura más antigua, que fue posesión inglesa, pero que, cuando se emancipó, en Hispanoamérica se llevaba más de un siglo pensando en su identidad independiente (Grüner, 2002). Son cultural studies, deconstruyen los discursos, insisten en la textualidad sociocultural (Dijk, 1980), en lo subjetivo e identitario, que ven como nómada (Mouffe, 1996); reconstruyen la tradición republicana, destructora de valores comunitarios (Deluze y Guattari, 1987; Ramos, 1989; Lander, 2000). Dice Mignolo (2000, p. 57) que calan en América porque ofrecen respuesta a la crisis teórica de la modernidad, al surgimiento de nuevos actores y culturas desterritorializadas en el capitalismo sin fronteras que trasciende los Estados, también en crisis. Según el manifiesto que reúne a esos teóricos sin disciplina, disciplinas nómadas, híbridas, transdisciplinares (Castro y Mendieta, 1998, p. 6), estudian sujetos sin historia, no aprehensibles con categorías como clase o nación; releen lo que existe y no existe para observar lo no observado, lo subalterno, y restituirle sus memorias fragmentadas en predominios multiculturales, en una América que se englobó en occidente como otredad y mismidad y diseñó fronteras blancas-europeas al margen de su pluralidad étnico-cultural, pues la colonización del poder ha reproducido el discurso dominante y ha excluido al resto (Castro y Mendieta, 1998).
Lo global-local permite desplazar lo nacional-inventado por la colonización del poder, generar democracia planetaria, el desborde popular del Estado, que analiza Matos (1986) en Perú, pues todo cambio nace de lo cotidiano de la cultura, que representa lo real antes y de mejor modo que la ideología (Ghon, 2000, p.17). Sin embargo, tal discurso, aparte de ocultar el hegemónico, que al menos debía tener estatus similar a los demás, y al igual que él, resulta de la importación de miradas ajenas de académicos inmigrantes en Estados Unidos, cultura distinta y foránea, que desde su locus cosmopolita-subalterno hablan en nombre de otros (Moraña, 1998, p.219) con discursos complejos, en general ininteligibles para quienes pretenden convertir en coinvestigadores, por lo que solo logran cierta representación (Follari, 202; Ortega, 2012). Además, hoy se evidencia que la globalización está teniendo efectos diluyentes, más que identitarios, y la multiculturalidad, dice Zizek (1998, p. 25), surge al mismo tiempo que la imposición global, es parte de ella. Los estudios socioculturales no han logrado articular una reflexión alternativa del mundo y la historia, y lo subalterno es ubicuo, de modo que tanto radicalismo metodológico acaba diluyéndose en un mero culturalismo descriptivo e inofensivo (Fredric y Zizek, 1998; Tenti, 2012). Roig (1998, p. 23) se pregunta ¿por qué renunciar a las grandes historias de opresores y oprimidos que precisamente recorren las pequeñas historias, o cómo llamar pequeña a la historia de 12 000 000 brasileiros sem terra?, y Sewell (2011) y Eley (2011) hablan de la nostalgia por la historia social, que al menos trataba de explicarlas.
La mirada transmigrante es un valioso aporte a una historiografía que siempre ha recibido aportaciones diversas. Hay latinoamericanos y latinoamericanistas en todo el orbe cuya visión es indispensable, aporta novedades, ayudada por las nuevas tecnologías, que permiten investigar, debatir y divulgar desde cualquier lugar. Pero es preciso articular todas las ópticas, no excluir las que fueron excluyentes (Bohoslavsky y González, 2011). Por ejemplo, sin los movimientos campesinos, obreros, de clases medias o estudiantiles no se entiende la historia de América en el siglo XX, los populismos como respuesta (García Sebastiani, 2006), que Sabato y Cavarozzi (1984) llaman regímenes híbridos, la reforma agraria, que quizá es el eje conector de lo nacional y local, la democracia y equidad, por lo que concentró el esfuerzo académico hasta el éxodo rural y la asalarización recientes, la desarticulación de los movimientos populares por las dictaduras, el neoliberalismo, los nuevos actores y sus agendas. Aunque no olvidemos que estos, zapatistas, sem terra, son hijos de otros anteriores que, según la lógica subalterna, perviven en ellos, pueden resurgir de ellos.
La violencia que tradicionalmente ha sufrido América Latina es mayor en el mundo agrario. Sus reformas, aunque diversas, estuvieron ligadas a la modernización, muchas fueron parciales y generaron más problemas. Chile es un raro ejemplo de continuidad y éxito. En Perú o en Colombia, el Estado logró reducir el caudillismo, pero no llenó su vacío y provocó más violencia. En general, dichas reformas fracasaron si no contaron con el campesino. Por ello, la revolución no logró su apoyo en Nicaragua (Horton, 1998), mientras que sectores parcialmente reformados en Perú o El Salvador fueron esenciales en los procesos de pacificación (Pearce, 1986; Degregori et al., 1992). Esos aspectos, sin duda, son igual de relevantes que el género, la etnicidad o la ecología, componentes también de la temática campesina o, más recientemente, que el narcotráfico en Colombia o la globalización en Chiapas, tal como los abordan los estudios subalternos (Toledo, 1992; Joseph y Nuggents, 1994; Mallón, 1995; Huber y Safford, 1995).
En cuanto al movimiento obrero, fue tardío en Latinoamérica, como la industrialización; por eso dispone de muchas fuentes y ha permanecido ajeno al debate sobre descualificación de los oficios euroestadounidenses, salvo en casos de modernización temprana, por ejemplo, el de la industria tabaquera en Cuba (Casanova, 2000), donde, además, igual que en Brasil y en todo el Caribe, se analiza ligado a la esclavitud y a formas de induced labour (chinos e indios importados a partir de 1840 para sustituir a los esclavos). En general, sin embargo, desde la década de 1960, su estudio se vinculó al del trabajo y lo político (Spalding, 1977; Bergquist, 1986; Collier y Coflier, 1993), y por ello no ha perdido interés, pese a su desarticulación por las dictaduras y el descrédito de la izquierda (French, 2002), ayudado por el arraigo en él de la historia oral y por esfuerzos como el de Alexander (1965), que formó un archivo con 12 000 entrevistas, usado luego por muchos investigadores, y debido a que su escasa especialización permitió incluir entre sus demandas otras diversas, de género, equidad, idóneas para la nueva historiografía (French y James, 2000), y a que es uno de los campos en que mejor se han superado sus límites con síntesis y enfoques comparados, según se indicó anteriormente (Seidman, 1994; Cowie, 1999).
No ocurre igual con la historia urbana, que, pese a disponer de estudios generales (Hardoy et al., 1978; Hardoy y Morse, 1988; Hardoy y Schaedel, 1977; Segre, 1977; Gutiérrez, 1984; Solano, 1990) y más concretos (Scobie, 1974, sobre Argentina y Buenos Aires), carece de síntesis suficientes y adolece de fragmentación. Sin embargo, por eso evidencia mejor que otros campos de análisis las paradojas de la nueva historiografía, los problemas de falta de referentes y generalizaciones que dan lugar a conocimientos fragmentados. Se interesa por espacios especiales, simbólicos, aspectos culturales, imaginarios (Quesada, 2001; Needell, 1987; Almadoz, 1977; Ramón, 1999), abordados con fuentes nuevas y diversas: el humanismo de Morse (1977), la emergencia del sujeto urbano en la literatura (D’Alessandro, 1992), las Ciudades de película (Barrios, 1997), fuentes muy propias del siglo XX, muy usadas para ese y otros temas, como la construcción de la memoria (Pérez Murillo y Fernández, 2002).
Pequeñas y grandes historias y su común necesidad. A manera de conclusión.
El auge de las pequeñas historias no ha impedido que se sigan estudiando problemas mayores en los que estas se dan: autarquía, democracia, representación, legitimidad, clases políticas, partidos, elecciones, Estado (Alcántara, 1989; Annino, 1995; Parelli, 1995; Linz, 2000; Pérez Herrero, 2007; Malamud, 2002), analizados en sí mismos y comparadamente, entre casos americanos y no americanos, respecto de países con los que ha sido usual cotejar, como Estados Unidos o España, y otros nuevos como Australia, los del sur y este de Europa, democratizados en el mismo periodo que los latinoamericanos (Linz y Stepan, 1996), o los del sudeste asiático y su exitosa apertura económica, construyendo también modelos teóricos que no son patrimonio de la reciente historiografía: la teoría de la transición, La quiebra de las democracias (Linz, 1996). Así se han seguido explorando el populismo, el caudillismo, el pensamiento político, las formas de hacer política, la oposición (Krauze, 1994; Werz, 1995; Ramos, 1997; García Sebastián, 2006), la integración supranacional en las nuevas democracias, aunque insistiendo poco aún en sus aspectos socioculturales (Tokatlián, 1994; Acosta, 1994; Tirado, 1997). Ya se señaló que la investigación de todos esos temas se impregna de la influencia de los nuevos métodos y enfoques: la democracia, la violencia y los Estados multiétnicos (Adrianzen, 1993; González Casanova y Roitman, 1996), incluso los trabajos sobre las Fuerzas Armadas. Acerca de ellas dice Beltrán (2000) que han perdido poder, pero no cohesión, lo que facilitó la transición política, y tras el papel que desempeñaron en la Guerra Fría, analizado por Rouquie (1984), han de reubicarse en Estados adelgazados, con menos presupuesto y dificultades para armarse, y buscar un rol nuevo, quizá en la protección de los recursos, el control fronterizo, del narcotráfico, las migraciones o en las misiones internacionales.
Comunicar nueva y vieja historia, pese a lo dicho, presenta aún serios déficits. Por ejemplo, afirma Ansaldi (2007), la democracia se estudia con énfasis institucional y ha de verse como posibilidad; recordar que partidos o elecciones tienen larga tradición en América, según Malamud (1992); que caudillismo y clientelismo, aparte de expresión de culturas resistentes, son mecanismos de concreción democrática o para integrar lo regional, como muestra Deas (1993) en el caso colombiano. Hay que analizar históricamente la formación de capacidades para la autodeterminación, las desigualdades (Bertolá y Ocampo, 2012), superar con imágenes integradas la antipolítica que impuso el fin del fujimorismo en Perú (Grompone, 2000; Cotler y Grompone, 2000), el raquitismo teórico que vive la democracia y que impide aprovechar el mejor conocimiento de las identidades sociales, la etnicidad o el género (Degregori, 2000). Hay que gobernar, en la acepción de Mires (1995), ordenando el caos de intereses fragmentados y diversos, no refugiarse en pequeñas historias, en las muchas fuentes y refinados métodos para evitar el compromiso con los proceso políticos venezolanos, a la manera de Kornblith (1998), o incurrir en juicios de valor antichavistas (Caballero, 2000); no hay que conformarse con que Brasil se convierta en potencia económica mundial sin resolver sus desigualdades sociales, regionalismo o la debilidad de sus instituciones (Rial, 2002), o estudiar, en fin, la marginalidad urbana, fruto del reciente y rápido éxodo rural, y no hacerlo como un problema menor, cuando, por mucho que se desprecie las ópticas estructurales, no se ha demostrado que carezca de ese componente.
Además, no se puede pedir a los renovadores que resuelvan los problemas y límites de su renovación y recompongan el resultado de su insuficiencia, cuando sus propuestas, por otra parte, han sido muy positivas y enriquecedoras. Toda transformación del conocimiento científico pasa y queda, se enfrenta a reacciones y subsiguientes transformaciones, y sobreviven los déficits, como han sobrevivido muchos más antiguos, y surgen otros y más respuestas, pero siempre el fruto es un acervo teórico-metodológico y temático mayor que el preexistente.
La reciente historiografía enseña a desconfiar de los discursos y generalizaciones, aporta conceptos, métodos, teorías, transdisciplinariedad, fuentes; obliga a verlas y a analizarlas con mayor rigor y perspectiva crítica, como fruto de intereses que no son neutrales, y, por lo tanto, carecen de la asepsia que requiere construir conocimiento y que el investigador debe procurar proveer. Además, esa historiografía ha reenfocado la indagación sobre el pasado hacia lo local, regional, subjetivo y privado, hacia el género, las minorías, los nuevos actores sociales, que seguirán apareciendo, sujetos en su propio discurrir, y enfatiza las desigualdades, lo político-cultural, aunque, debido a ello, también provoca fragmentación, hiperespecialización, pérdida de poder explicativo e instrumental, que muchas veces confunde con el sentido teleológico tradicional de historia. Asimismo, los nuevos estudios reniegan de lo económico, del unum, en fin, que señalaba Adelman (2004), por su responsabilidad en la invisibilización del pluribus, y, como casi todo está ya inventado, incurre en el dilema de From (2000): liberarse de no conduce a ser libres para, renegar de la tierra prometida no exime de la necesidad de destino y diálogo entre lo anterior y lo presente, que, al fin y al cabo, es una cabal definición de la Historia, y parece lo oportuno, aunque exige mucha voluntad e imaginación relacional.
Con tal perspectiva se ha construido este ensayo. No ha sido posible tratar en él todos los asuntos de una historiografía tan vasta y variada, solo ejemplos considerados representativos, para concluir que en casi todos los campos trabajan hoy historiadores con todo tipo de influencias y formas de pensar, más abiertos e intuitivos en general, y que, pese a sus preocupaciones diversas, es posible detectar en la mayoría una intensa confluencia en el interés por problemas surgidos de explicaciones y debates, que eran y son los de las sociedades latinoamericanas. Entre las más relevantes de tales cuestiones están las desigualdades, la multiculturalidad y biodiversidad, los procesos de integración y exclusión y sus déficits, aunque ahora reposicionados en contextos cada vez más globalizados, con tecnologías en continuo avance y una pluralidad de actores sin parangón en el pasado, más aún por sus posibilidades de expresión, pero en sociedades con carencias históricas de institucionalización, cultura política y representativa, de formación de capacidades y fomento de la iniciativa, que además se han agravado con el reciente adelgazamiento de los Estados. Tales confluencias son, sin duda, el rasgo y el reto mayor de la historiografía actual y, sin remedio, su futuro.