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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.12 no.23 San Luis Potosí ene./dic. 2022  Epub 27-Mayo-2024

https://doi.org/10.21696/rcsl122320221412 

Artículos

La transición teórica a la democracia. Sociología y ciencia políticas en México, 1990-20001

The Theoretical Transition to Democracy. Sociology and Political Science in Mexico, 1990-2000

Paola Patricia Vázquez Almanza** 
http://orcid.org/0000-0002-6698-6031

** Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: paovaal@gmail.com


Resumen

En este artículo se analiza la transformación de la sociología y la ciencia política en México ligadas a la adopción del paradigma democrático. Para ello, se refieren dos conjuntos de fenómenos. El primero abarca: 1) el contexto del cambio internacional de las ciencias sociales, y 2) los cambios de la politología norteamericana. El segundo explora: 1) la historia de la sociología y la ciencia políticas mexicanas y su nexo con el Estado; 2) la frontera entre espacio público y academia, y 3) la operacionalización del paradigma democrático. Los resultados muestran la existencia de un desequilibrio normativo y conceptual que persiste en las interpretaciones de la realidad política. Desde su naturaleza conceptual, este artículo ofrece una útil reflexión metateórica que evidencia la necesidad de debatir las paradojas de la teoría democrática.

Palabras clave: teoría democrática; transición a la democracia; historia conceptual; metateoría; ciencias sociales en México

Abstract

The purpose of this article is to discuss the transformation of Sociology and Political Science in Mexico during the 1990s and the embrace of the transition paradigm. To this end, two sets of key phenomena are analyzed. The first set focuses on: 1) the transformations of international social science in the late 80s and 2) the evolution of American Political Science. The second examines three dimensions of the Mexican Sociology and Political Science: 1) its history, highlighting the lack of theoretical production and its link with the State; 2) the blurred border between public and academic sphere and 3) the weaknesses of the academic translation of the democratic paradigm during the 90s. The conclusion reached is that there is an ideological, normative, and conceptual imbalance that is still being reproduced in the current study of political processes. This article is an invitation to debate the paradoxes of democratic theory.

Keywords: democratic theory; transition to democracy; conceptual history; metatheory; social sciences in Mexico

Introducción

Durante la recta final de la Guerra Fría hubo reconfiguraciones políticas que hasta el día de hoy son relevantes. Los sucesos de la Plaza de Tiananmén en 1989, la lucha de Lech Walesa en Polonia, las medidas de Gorbachov en la Unión Soviética, Mandela y el apartheid sudafricano, la Revolución de Terciopelo, la campaña de Juan Pablo II contra el comunismo, la desaparición de dictaduras en América Latina, entre otros hechos, contribuyeron a la renovación de la fe moral y al atractivo de la “revolución” democrática. Este reacomodo político y la aceptación de los valores democráticos se tradujeron en formas de pensar la política, hacer diagnósticos y proponer soluciones. El fin de la Guerra Fría implicó un cambio fundamental en la teorización de la política y en las ciencias sociales.

En este artículo se da cuenta de la manera en que los procesos globales de finales de la década de 1980 transformaron la sociología y la ciencia políticas en México, así como la interpretación de los procesos político-sociales del país. Para ello, se toman en cuenta dos conjuntos de fenómenos clave para el desarrollo de las ciencias sociales en México, uno de carácter global y otro nacional. Dentro del primer conjunto se analizarán: 1) las transformaciones de finales de la década de 1980 relacionadas con los avances de las ciencias sociales en la esfera mundial, y 2) los cambios de paradigma en la ciencia política norteamericana que afectaron métodos, temas y enfoques. En el segundo conjunto se explorarán tres dimensiones de la sociología y la ciencia política mexicanas: 1) su historia específica, destacando la falta de producción teórica propia y su nexo con el Estado; 2) la borrosa frontera entre el espacio público y el académico, y 3) las debilidades de la traducción académica del paradigma democrático.2

El reacomodo político y su efecto global en las ciencias sociales

Para observar los cambios que reamoldaron las ciencias sociales y dimensionar su relevancia, es útil recurrir al libro Fin de Siècle Social Theory: Relativism, Reduction, and the Problem of Reason, del sociólogo Jeffrey Alexander. El texto rechaza el supuesto de que con el fin de la Guerra Fría inició una época desideologizada sin mitos ni metanarrativas. Para Alexander, en cada periodo histórico se construye una narrativa que define su pasado en función de las necesidades del presente y promete un futuro “mejor”. La construcción de este tipo de narrativas, a diferencia de lo que nos gustaría pensar, no se conecta con el conocimiento científico, sino con las creencias y los deseos de cada sociedad.

En este sentido, se puede afirmar que toda teorización del cambio social carga con mitos y escatología de algún tipo. Y a finales de la década de los ochenta, en una época de inminente transitoriedad del mundo, se introdujo un nuevo mito en la teoría social, el de una época más allá de las ideologías cuyo horizonte racional y deseable sería el de la democracia entendida bajo los preceptos liberales.

Los argumentos de Alexander abren espacios para discutir las transiciones a la democracia y sus posibles repercusiones, no solo en el terreno político, sino también en el de la construcción del pensamiento científico-social. Surgen interrogantes como ¿cuál fue la narrativa dominante en las ciencias sociales a finales de los 80 e inicios de los 90 del siglo pasado? Para esbozar una respuesta, se pasa al segundo conjunto de transformaciones, que tienen que ver con la ciencia política norteamericana entre las décadas de 1980 y 1990.

Es importante mencionar que este trabajo presta particular atención a la ciencia política norteamericana porque su influencia en la agenda de investigación de las ciencias sociales latinoamericanas, y en la producción del conocimiento sobre la política, ha sido la de mayor magnitud a partir de la década de 1980 (Molinar, 1993; Acosta, 2009).

Al caer la Unión Soviética, y con ella el bloque del socialismo realmente existente, se extinguió la posibilidad de pensar una forma alternativa de organización social o una contrapropuesta a la economía de mercado. Este contexto fue aprovechado por los politólogos norteamericanos para impulsar una idea de la democracia como una dimensión operativa, así como la noción de transición como modelo de cambio (transición pactada, acordada, por reforma, imposición, evolución, de arriba a abajo o viceversa). El hecho de que el contexto mundial haya redirigido los esfuerzos académicos de la politología norteamericana no es extraño. La ciencia política en Estados Unidos ha estado ligada históricamente al funcionamiento del Estado y el gobierno (Merriam, 1986), y este nexo influye ineludiblemente en las metodologías, los enfoques y los modelos teóricos.

La fórmula de la transición democrática promovida en esos años, al ser entendida como un modelo universal, se utilizó para describir, explicar y evaluar una gama amplia de fenómenos (Lesgart, 2002, p. 180). La comparación de cambios políticos y transiciones entre sociedades que tenían pocas similitudes entre sí causó uno de los problemas más complejos y frecuentes de la teoría: el estiramiento de conceptos y la adecuación a modo de modelos explicativos, en detrimento de la potencia teórica para explicar la realidad.

Además de estirar al máximo el concepto de democracia, gran parte de los trabajos sobre la transición a la democracia asumieron que la democracia liberal era la opción más viable de organización, y adoptaron una noción de democracia mínima o procedimental que, como mencionan Gategaray y Reano (2018, p. 43), despojó a la democracia de su carácter conflictivo, contingente y aporético.

¿Por qué se optó por reducir la complejidad y aceptar una noción mínima con la que se podía realizar investigaciones sobre fenómenos de coyuntura? Uno de los factores posibles fue que durante el periodo posterior a la Guerra Fría se alentó la creación de redes entre políticos, empresarios, académicos, funcionarios, intelectuales, consultores y organismos multilaterales con el objetivo de producir y circular ideas que pudieran ser útiles para el ejercicio político.

Hay que hacer notar que, desde un inicio, los análisis sobre el cambio político estuvieron enfocados en dos objetivos, uno científico y otro político: 1) producir teorías universales o de alcance medio que explicaran el cambio político en distintas sociedades, y 2) proporcionar a las élites gobernantes un conjunto de conocimientos que sirviese como soporte estratégico para las transiciones democráticas. La teoría de la transición, en este sentido, avanzó por dos pistas al mismo tiempo: por una, intentó explicar el cambio político y, por la otra, encauzó el propio cambio político.

Grosso modo se han expuesto aquí las dos transformaciones generales de las ciencias sociales a finales del siglo XX. Para el caso de dichas ciencias en México, se considera que la primera transformación mencionada, aquella que reorientó los fundamentos de las ciencias sociales y la agenda de estas, afectó más a la sociología política; mientras la segunda definió el tipo de ciencia política dominante.

Para observar cómo estas mutaciones se incorporaron a las ciencias sociales mexicanas es necesario mencionar antes la manera en que se reprodujo el paradigma transicional a partir de la interacción entre organismos nacionales, regionales e internacionales, grupos e instituciones académico-intelectuales. Solo así, observando el tejido de estas redes, se ilumina la incorporación del paradigma dominante de la teoría democrática para comprender el cambio político en México.

Reacomodo teórico e ideológico en América Latina

En la actualidad es casi impensable argumentar que exista otra forma de organización mejor que la democracia. Pero, como recuerda Rosanvallon (2009, p. 9), esto no siempre ha sido así. Históricamente, para la ideología de derecha la democracia ha generado desconfianza hacia la soberanía del pueblo, mientras, desde el extremo izquierdo, el término socialismo representaba el verdadero ideal. ¿Cómo se atribuyó entonces un nuevo significado a la democracia? y ¿cómo afectó esto las maneras de investigar en América Latina y México?

Si bien, con la caída del Muro de Berlín, el socialismo dejó de ser una opción política factible, el terreno para la instauración de la democracia llevaba años preparándose. En relación con esta preparación, las acciones del gobierno estadounidense en América Latina fueron determinantes para las transiciones a la democracia, puesto que retiraron su apoyo a gobiernos dictatoriales desde finales de los 70. Así, se desplazaron dictaduras por líderes elegidos en las urnas desde 1978, y toda una época de autoritarismos y dictaduras en América Latina se comenzaría a cerrar con la salida del poder de Stroessner en Paraguay (1989) y de Pinochet en Chile (1990), así como con la firma de distintos tratados de paz destinados a apagar los conflictos armados de la región.

La participación de organizaciones globales e intergubernamentales para la creación de un terreno favorable al establecimiento de la democracia y su posterior consolidación también fue clave, aunque estas iniciativas influyeron de distinto modo en cada país y encontraron mayor o menor resistencia dependiendo del lugar. Esta apuesta por la democracia reorganizó el pensamiento de las ciencias sociales latinoamericanas, creó nuevas redes académicas e intelectuales, e incluso orientó el debate público. Para apreciar este reacomodo será conveniente recordar qué se abandonó en términos teóricos con la aceptación del paradigma democrático. A continuación, se hará una breve mención de ello.

Durante las décadas de 1960 y 1970, en América Latina perduraron las teorías de la dependencia, del desarrollo, la modernización, así como el pensamiento cepalino y la tradición marxista (Gillier, 2020). Estas corrientes privilegiaban el análisis estructural, el estudio de clases sociales, la problematización del Estado, y compartían, en cierta medida, el postulado de que el primer paso para el cambio social era la transformación de las condiciones económicas de los países. Con las transiciones democráticas, la caída del socialismo y el cuestionamiento de las tesis básicas del marxismo, esta manera de pensar la sociedad se alteró por completo. Gisela Zaremberg (2020, p. 77) resume este giro teórico de la siguiente manera: “si antes se pensaba que primero se debía avanzar en el plano económico para luego pasar a lo institucional, en las transiciones se invierte la fórmula argumentando que primero importa la construcción efectiva de las instituciones democráticas y que recién a partir de ello se lograría el desarrollo económico”.

Como resultado de la derrota del socialismo en la escala global y el fracaso de los movimientos armados en América Latina, la idea de la “revolución” perdió gran parte de su poder de atracción. Esto provocó que la democracia pareciera una opción más moderada y asequible que cualquier otra propuesta de la izquierda o de la derecha extrema. Así, perdió sentido la dicotomía entre “dictadura” y “revolución”.

Es sustancial reiterar que fueron diversas las variables que impulsaron la aceptación del paradigma democrático en América Latina. La democracia, como objetivo deseable, no solo fue fruto de reacomodos políticos globales, la desaparición de la alternativa socialista o la promoción de la democracia por parte de organizaciones internacionales; fue también determinante que parte de la intelectualidad estuviese decepcionada de la izquierda “realmente existente”. Asimismo, el agotamiento provocado por las violencias de dictaduras y autoritarismos hizo más atractiva la búsqueda de un cambio pactado y no violento.

En este contexto fue donde sectores amplios del campo intelectual construyeron alrededor del liberalismo y la democracia un cierto lenguaje político, esto es, un conjunto de conceptos que sirvieron para interpretar y explicar el cambio político. Estas nociones democráticas conformaron los caminos teóricos que seguir y forjaron las apuestas metodológicas más ambiciosas de la ciencia y la sociología políticas de los 90. Obviamente, hubo académicos que conservaron sus posturas teóricas intactas a pesar de la llegada del paradigma democrático o que buscaron en otras teorías nuevas herramientas de interpretación, pero sus trabajos no alcanzaron la notoriedad de la que gozaron los trabajos afines a la teoría democrática.3

Aunque a la distancia pareciera que el salto político, ideológico y académico hacia la democracia fue espontáneo, en realidad no lo fue. Como todo paradigma, la teoría de las transiciones democráticas se construyó a través del debate y las redes de investigadores e intelectuales en las esferas nacional, regional e internacional. Las discusiones en torno a las transiciones redibujaron poco a poco los límites y confines de la ciencia y la sociología políticas. En la reconstrucción de estos debates se devela el papel clave de “las redes de intelectuales y académicas, y sus vínculos con la política y el decurso mismo de la institucionalización del régimen democrático” (Munck, 2007, p. 4).

Recapitulando, en América Latina las discusiones académicas acerca del cambio político a finales de los 80 e inicios de los 90 siguieron las coordenadas de la teoría democrática norteamericana.4 Este seguimiento implicó la aceptación de una visión procedimental, minimalista y liberal de la democracia, que contrastaba con otras formas de pensar la política y el orden social dentro de la región.5 Este contraste entre concepciones del orden social y realidades, como se argumentará más adelante, acrecentó las limitaciones explicativas inherentes a la teoría de la transición democrática al ser aplicada en México.

La transición teórica en México

¿Cómo ha influido este contexto general en las formas de hacer investigación dentro de las ciencias sociales? Para responder, hay que recordar los procesos mundiales que han tenido un efecto en la sociología y la ciencia políticas: 1) el cuestionamiento de las metanarrativas que desestimuló la creación de teorías generales y recondujo la agenda de investigación, y 2) el relevo de métodos, temas y enfoques derivado del cambio de paradigma dominante dentro de la ciencia política norteamericana.

Para entender estos procesos globales en la singularidad del caso mexicano, se incorporan las siguientes particularidades de la ciencia y la sociología políticas en México: 1) su vínculo permanente, pero negado, con las necesidades del Estado y su debilidad al momento de crear teorías propias; 2) la borrosa frontera entre debates públicos y académicos, y 3) las fortunas y desventajas de la traducción académica del paradigma democrático durante la década de 1990. Como se apreciará a continuación, estos tres aspectos se imbrican y no se pueden separar del todo.

Desarrollemos el primer punto, el de la trayectoria de la sociología y la ciencia políticas en México y su relación con el Estado. Durante la década de 1950, la sociología mexicana estuvo marcada por la idea de un cambio social continuo de lo tradicional a lo moderno, una idea propia de la teoría de la modernización y del desarrollismo. Dichos enfoques se centraban en la noción de progreso y racionalidad. Entre sus autores más representativos se encontraban Gino Germani, Raúl Prebisch, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto y Ruy Mauro Marini.

Durante esa etapa germinal de la sociología en México se establecieron los parámetros de la práctica sociológica, así como los marcos normativos de su desarrollo. Una de las obras fundacionales que demarcaron los alcances y los límites del discurso sociológico es La democracia en México (1965), de González Casanova. En este libro se percibe la tensión constante entre la necesidad de construir conocimiento científico y la pertinencia ético-política de las investigaciones en el marco de los proyectos nacionales o estatales.

Tal tensión latente entre la investigación sociológica y el compromiso político se puede rastrear hasta la ideología revolucionaria, que otorgó a los intelectuales mexicanos la responsabilidad de resolver los desafíos sociopolíticos que el país enfrentaba (Zapata,1997, p. 114). Este sello de origen ha provocado que en repetidas ocasiones el aspecto político y extracientífico trace la ruta de las investigaciones sociales. Margarita Favela sintetiza este fenómeno de la siguiente forma: “cuando la sociología disputa el proyecto nacional y hace depender la explicación de éste, lo único que hace es convertirse en una fracción del mismo discurso” (2005, p. 297). Por lo tanto, la intervención de intereses políticos será una constante en el desarrollo de la sociología en México.

El marxismo -como paradigma epistémico, científico e ideológico-, la teoría de la dependencia, la modernización y el funcionalismo fueron las corrientes de pensamiento dominantes en los 60 y 70. A pesar de la riqueza teórica de estas perspectivas, la inexistencia de barreras claras entre el discurso científico y el ideológico fomentó el entrecruzamiento del compromiso político y la reflexión académica. No por nada, Fernando Castañeda asegura que la sociología mexicana parece haberse movido “entre un empirismo desbordado por el sentido común y una retórica ideológica marcada por el proyecto nacional” (2004, p. 206). Para la década de 1980, estos paradigmas entraron en crisis, la cual coincidía con la deslegitimación de las metanarrativas y las ideologías a la que se ha hecho referencia antes.

Esta crisis acontecida en los 80 significó una transformación de las ciencias sociales. En el México de los 90 se comenzó a hablar de una nueva generación de sociólogos formada “en la expectativa racional de la modernidad y el neofuncionalismo” (Pozas, 1993, p. 5), y que encontraba certezas a través de sondeos de opinión pública y el cálculo, abandonando toda encomienda utópica. Al mismo tenor, González Casanova sugirió en esos años que el reto de las ciencias sociales era “ampliar la civilización, dominar sus técnicas matemáticas e históricas, cibernéticas y políticas con una nueva síntesis” (1993, p. 17).

Es interesante observar la manera en que los cambios de las ciencias sociales de los 90 se plantearon como un tránsito de lo “antiguo” a lo “moderno”. Había un deseo generalizado de romper con la tradición, de salir del “atraso” e iniciar un ciclo “moderno”. Sin embargo, este aggiornamento fue más una reacción a la crisis de las ideologías y grandes teorías, al espíritu desmitificador posmoderno y a la cercanía del fin de siglo y no tanto una profunda ruptura epistémica. De hecho, con el paso del tiempo quedó claro que la crítica a los dogmas y paradigmas que iban de salida no precipitó la llegada de enfoques desideologizados e imparciales.

Aquí no se asume la existencia de un pensamiento científico aséptico y libre de ideologías; esto sería un despropósito. Se hace referencia a los distintos grados de conciencia que pueden tenerse de la carga normativa inherente a todo paradigma científico. A mayor conciencia, más fácilmente se detectan los sesgos y los límites de una propuesta teórica.

Hablemos ahora de la ciencia política mexicana. Para esta, al igual que para la sociología, fue determinante la noción de “proyecto nacional”. Esta preocupación se puede encontrar en obras clásicas como Los grandes problemas nacionales, de Andrés Molina Enríquez, o La Constitución y la dictadura, de Emilio Rabasa. Es en este último libro en el que, según Judith Bokser (1999), se creó manifiestamente un puente entre la práctica política y las primeras líneas de investigación.

Esta complicada relación entre la agenda de investigación y las necesidades del Estado será una constante de la ciencia política mexicana. En los 70, Lorenzo Meyer y Manuel Camacho dieron cuenta de esta interdependencia en el espacio de la función pública:

el servicio público es, además de una fuente de empleo, una fuente de prestigio y quizás una oportunidad de resolver a nivel individual las limitaciones económicas propias de las instituciones de enseñanza e investigación. Esta situación crea un poderoso polo de atracción, incluso para una parte de quienes, como estudiantes, y aún después, mantuvieron posiciones de izquierda. En muchos casos esta situación va en detrimento de la calidad de la investigación, pues unos presentan el resultado de sus investigaciones pensando en esa posibilidad, y muchos otros simplemente dejan de escribir para evitar comprometerse en un medio que tradicionalmente ha premiado la indefinición (Camacho y Meyer, 1979, pp. 43-44).

Como sugiere la cita anterior, la complicada relación entre poder político y academia provoca dinámicas que de múltiples maneras ponen a prueba la labor científica. Las investigaciones politológicas en México con frecuencia han surgido de la “demanda” gubernamental (Vidal, 2011, p. 156). Aunque no se profundizará en este tema, es importante reconocerlo y mencionarlo.

Ahora bien, en las décadas de 1980 y 1990 la ciencia política expresó el mismo deseo de modernización que se percibió en el campo de la sociología. Así, se dejaron atrás debates tradicionales como el corporativismo, el sistema político y otros aspectos cercanos a la filosofía política, y se optó por el estudio de los sistemas electorales, partidario e institucional. En este periodo, cuando parecía imperativo la reformulación de los conceptos de orden social y de la política misma, se buscó en el paradigma democrático las herramientas para comprender el autoritarismo y la liberalización política. Los enfoques y los métodos privilegiados de dicha mirada teórica fueron la elección racional y el neoinstitucionalismo.

Godofredo Vidal (2013) ofrece un ejemplo concreto de este viraje teórico en México: “En los 1990 el CIDE cambió su orientación, de un nacionalismo de centro izquierda a un neoliberalismo abierto. El estilo de moda lo estableció la ciencia política behaviorista estadounidense de los años sesenta, y empezó a introducirse algo de Rational Choice Theory, aunque sin enfoques críticos o innovadores” (p. 102). Este cambio estuvo asociado, entre otras cosas, a una creciente influencia de las universidades estadounidenses en la producción del conocimiento sobre la política en América Latina (Molinar, 1993; Acosta, 2009).

Esta influencia hizo que la política se pensara como un factor determinante en sí mismo, y ya no como resultado de factores sociales o económicos. Evidentemente, no se dejaron de lado los factores sociales, se siguieron considerando los condicionamientos estructurales de los actores políticos. Pero el análisis de la teoría democrática norteamericana pone énfasis en los individuos concretos, “no en colectividades o entidades abstractas como las clases sociales o el Estado, y esto condujo a un reconocimiento gradual de la importancia de la elección entre opciones y la incertidumbre” (Munck, 2007, p. 6). La modificación de las definiciones de política y actor político involucraría también un nuevo tipo de enfoque y el más apropiado para interpretar y pensar la elección y toma de decisiones de los individuos será el Rational Choice.

Para Nora Rabotnikof (1992), esta transformación de la ciencia política no solo fue intelectual, sino también moral. La democracia, aceptada como la mejor forma de organización social, se convirtió en un concepto límite necesario para la institucionalización de la realidad social “creando un horizonte de sentido político delimitado por la propia concepción de la democracia” (p. 224). En palabras de la propia Rabotnikof, la democracia articuló una nueva visión del mundo, y este debate “no contribuyó a la claridad conceptual en torno a la democracia, pero sí a su fortalecimiento como valor” (1992, p. 224).

¿Hacia dónde apuntan estas críticas de Rabotnikof? Se podría pensar, por ejemplo, en que al robustecerse la democracia como valor y suponer que se le podía alcanzar adoptando una visión minimalista (es decir, a través de elecciones libres y justas), el concepto de democracia adquirió un carácter normativo, que se obvió durante los debates dentro de la ciencia política. Estas discusiones se trasladaron al campo de la filosofía política soslayando el debate sobre la carga ideológica implícita en el andamiaje teórico del paradigma democrático en la ciencia política. La falta de conciencia o reconocimiento de la carga normativa de la democracia, a la larga, solo entorpeció su análisis e implementación.

Para finalizar, es necesario señalar que entre las más preocupantes similitudes entre la ciencia política y la sociología mexicanas destaca el rezago en la producción de teorías y métodos científicos propios (Bokser, 1999; Castañeda, 2004; Munck, 2007). No hay una producción relevante u original. Además de llegar tarde a la transición, México afrontó el dilema intelectual de no contar con referentes propios para pensar la democracia y carecer de una ciencia social consolidada. Los insumos teórico-metodológicos utilizados son tomados, en su mayoría, de la ciencia política norteamericana y europea. Aun se podría decir que, para la ciencia política internacional, México ha sido más un objeto de estudio que una fuente de teorías o análisis científico.6

Observemos ahora el segundo punto, es decir, la borrosa frontera entre la narrativa de la transición democrática dentro del espacio público y del campo académico en México. Si bien los cambios a escala mundial apuntaban hacia una transición política, es necesario recordar que la teoría transitológica fue fruto del esfuerzo colectivo de organizaciones, instituciones, universidades, intelectuales, académicos y actores políticos de distinta insignia.

La falta de una división entre la reflexión académica y la pública, aunada a la necesidad de construir interpretaciones del cambio social al paso de los acontecimientos, provocó un trasiego de ideas sobre la democracia, que pasaron del debate público no científico a la academia y viceversa. Por ello, gran parte de las discusiones sobre la transición mexicana tuvieron lugar en revistas y editoriales no académicas. De ahí que sea tan significativo el papel que tuvieron los intelectuales públicos en la construcción de la narrativa transicional.7

Uno de los casos más emblemáticos de este trasiego de ideas entre el espacio público y la academia es el debate en torno a Democracia sin adjetivos (1986), de Enrique Krauze. Este texto destacó en su momento por brindar argumentos a favor de una transición y plantear que una sociedad democrática: 1) sería tolerante con las opiniones ajenas; 2) fomentaría el “civilizado” ejercicio crítico; 3) sería pluralista; 4) vigilaría atentamente al poder con la posibilidad de orientarlo y pedirle cuentas, y 5) ofrecería la posibilidad de “labrar el destino propio con el propio esfuerzo” (1986, pp. 13-14). Krauze defendió aquí la idea de que la democracia es “el único camino posible de reconciliación nacional” (1986, p. 14). Pero detrás de la pegajosa expresión de “democracia sin adjetivos” se hablaba, en realidad, de una democracia política o “reducida”, con componentes más liberales que democráticos, que para nada se acercaría a las ensoñaciones plasmadas en el libro.

A pesar de las incongruencias entre la narrativa transicional y la realidad, el paradigma democrático fue aceptado sin grandes miramientos por los grupos culturales e intelectuales mexicanos más relevantes. Octavio Paz, por ejemplo, años antes había hecho una transición del socialismo al liberalismo.8 Por su parte, los intelectuales alrededor de las revistas Vuelta y Nexos tenían cierta predilección por la democracia liberal sobre otras formas de organización social y, a pesar de sus diferencias, coincidieron fundamentalmente en que la democracia era la mejor apuesta para el país.

¿Cómo se explica esta proclividad intelectual y académica a aceptar el paradigma democrático? En este proceso fue clave el reacomodo político global del que se ha hablado antes, pero también hubo sucesos nacionales que contribuyeron a la aceptación de la teoría transicional. A continuación, se mencionarán algunos de estos acontecimientos.

En primer lugar, el deseo de cambio social y político en México, asociado a una serie de aspiraciones y promesas de avance tecnológico y globalización, no empataba con una izquierda radical. La siempre minoritaria izquierda revolucionaria no prosperó gracias a la Guerra Sucia y a la táctica gubernamental de mantener la represión fuera del ojo público para no provocar una mayor radicalización política. En este contexto nacional, la dicotomía entre revolución y democracia nunca fue tan fuerte como en otros países latinoamericanos. Y para cuando comenzó el proceso de liberalización política, las alternativas a la democracia o ya estaban desprestigiadas o nunca se tomaron en cuenta por su radicalidad.

Evidentemente, las miradas políticas radicales permanecieron dentro de los espacios académicos, intelectuales y culturales, pero tuvieron un rol bastante disminuido, puesto que rechazaron el paradigma democrático y se instalaron en un terreno que gozó de cierta popularidad con los debates sobre identidades emergentes, los movimientos sociales o el levantamiento zapatista, pero que no fue central para la creación de programas de estudio, instituciones o proyectos políticos.

Entre los acontecimientos que hicieron que en México fuese más atractiva una transición democrática a través de las urnas se pueden destacar los siguientes: el fraude electoral de 1988 y la respuesta moderada de Cuauhtémoc Cárdenas ante este hecho; la lenta pero clara deslegitimación del Partido Revolucionario Institucional (PRI); la convergencia momentánea de ideologías en la Corriente Democrática, con Cárdenas y Muñoz Ledo; la fundación del Partido Mexicano Socialista (PMS) y su posterior suma al movimiento de Cárdenas. La confluencia de estos fenómenos fomentó entre intelectuales y académicos un imperante deseo de influir en el curso de la realidad y encauzar el cambio político en México. Fue en la teoría democrática, en específico en la transitología, donde se encontraron las coordenadas para pensar la realidad política.9

Si bien se adoptó y aplicó el paradigma democrático, hubo poco tiempo para cuestionarlo, puesto que la mirada estaba concentrada en la interpretación de las coyunturas, la resolución a corto plazo de problemas específicos y en el deseo de “formar parte de un fenómeno mundial y novedoso”, como lo expresan Becerra, Salazar y Woldenberg (2000, p. 26). Dicho de otra manera, la reflexión académica acerca del cambio político en México evolucionó a la par que el desarrollo de este.

Así fue como la ola democrática vaticinada por Huntington alcanzó la costa mexicana, y con ella se estableció la idea de que la transición era ineluctable. Incluso los académicos más escépticos asumieron esta inevitabilidad, como lo sugieren estas líneas escritas por Francisco Zapata en 1993: “la experiencia histórica demuestra que los sistemas autoritarios no son capaces de promover el desarrollo mejor que el sistema democrático. No hay opciones. Estamos condenados a una democracia, aunque sea liberal” (1993, p. 22). Tanto promotores como críticos de la democracia procedimental en México concluyeron que la única salida era la transición democrática.

Desafortunadamente, tanto el interés en dirigir el cambio político como la aceptación de esta supuesta inevitabilidad de la democracia provocaron que no se discutiera puntillosamente el paradigma democrático, sus conceptos y operacionalización. Este problema no sería exclusivo del caso mexicano; de hecho, Offe y Schmitter advirtieron desde 1995 la necesidad de indagar en las paradojas de la democracia liberal. Insistieron en que no bastaba con que la democracia se hubiese convertido en la “única opción” o en el “único juego posible” para garantizar su éxito y permanencia. Los autores vaticinaban que la legitimidad que gozaban los nuevos regímenes democráticos tan solo por haber abandonado la represión de sus predecesores era un “recurso político no renovable”, que se desvanecería al aumentar la desilusión por su funcionamiento. Concluyeron que incluso la permanencia de la democracia “no ofrece ninguna garantía de que se creen las normas cívicas y los comportamientos de respeto mutuo que subyacen en la eficacia (y en la posibilidad de ser disfrutable) de la democracia estable” (Offe y Schmitter, 1995, p. 6). Esta es una reflexión muy útil sobre las transiciones democráticas, puesto que brinda un contrapunto más realista.

En lugar de indagar en estas cuestiones, la ciencia y la sociología políticas impulsaron agendas de investigación en función de la demanda del mercado gubernamental (Vidal, 2013, p. 91), perpetuando las prácticas académicas que antes habían criticado Camacho y Meyer (1979). En este sentido, el paradigma democrático no solo ofreció herramientas para explicar el cambio político, sino también estableció espacios desde los cuales académicos e intelectuales influyeron en el proceso de cambio.

La aceptación y la institucionalización de la democracia se convirtieron en una fuente de ingresos y notoriedad para la intelectualidad y la academia. Proliferaron los subsidios de organizaciones internacionales para la realización de coloquios, se crearon grupos de investigación y casas encuestadoras. La profesionalización de la ciencia y la sociología políticas se impulsó desde el gobierno federal (Hamui, 2005), y lo más trascendente fue que nació una industria electoral que requería de académicos, expertos e intelectuales para construir las reglas y marcos de las nuevas instituciones democráticas.

Este fenómeno tuvo consecuencias en los modos de hacer investigación social, la creación de instituciones gubernamentales y el entendimiento de la política. El hecho de que la teoría democrática sirviese no solo para pensar la realidad, sino también para transformarla, hizo mucho más borrosa la frontera entre la investigación social y la política (Vidal, 2006).

Una de las razones por las que quizás no se consideró que esto fuera un problema fue la incorporación del enfoque de la elección racional, el neoinstitucionalismo y el análisis comparado. Estas herramientas que acompañaban el paradigma democrático parecían mantener un equilibrio entre la carga normativa con cientificidad y rigor metodológico. No obstante, invisibilizar las tensiones entre política y ciencia social enturbió a la larga los análisis científicos, y se obtuvieron resultados sesgados de la realidad que desestimaban muchos aspectos de lo que rodeaba y significaba el cambio político.

Para la década de 1990, el auge del paradigma democrático en México era indiscutible, y la teoría democrática, en particular la de las transiciones, se convirtió en la mejor apuesta para entender el cambio político.

Veamos a continuación el tercer punto, que versa acerca de la manera en que se tradujo la teoría de la transición a la democracia en México, primero, dentro del espectro más amplio de debates intelectuales-académicos y, luego, en los estudios desarrollados solo dentro de la academia. Se mencionan ambos porque hasta la fecha estos dos espacios han alimentado las interpretaciones académicas y no académicas de la realidad política del país.

Las nociones generalizadas sobre el proceso de transición a la democracia se pueden encontrar resumidas en Mecánica del cambio político en México (2000), de Becerra, Salazar y Woldenberg. A pesar de que hay muchas otras lecturas al respecto, este libro es “el clásico” de la transición democrática al que se ha recurrido hasta la fecha.

En Mecánica del cambio político en México se entiende “transición” como un cambio que: 1) se opone a la “Revolución”; 2) se desenvuelve por etapas y traza una frontera entre el pasado y el futuro; 3) se negocia entre actores que dialogan y establecen compromisos, y 4) se centra en la definición y la discusión de las “reglas del juego democrático”. En otras palabras, para los autores, la transición es un cambio moderado, contrario a la “revolución”, que progresa linealmente e involucra a actores que estratégicamente negocian sus intereses y acatan las reglas del juego democrático por ser lo más racional.

Sistema de partidos, elecciones, partidos políticos y reformas electorales son las palabras más utilizadas en el libro mostrando una mirada neoinstitucionalista de la democracia. No sorprende, entonces, que a partir de esta visión electoral de la democracia se haya pensado que los siguientes eventos fueron los hitos de la transición democrática: 1977 y la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales; 1986 como inicio de la construcción de la representación política y el nuevo Código Federal Electoral; 1989-1990 y la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), la reforma constitucional y el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE); 1993 y la reforma del COFIPE; 1994 y la reforma electoral; 1996 y la reforma electoral que abrió el camino para que 1997 fuera el “año de la equidad y competitividad”. Como se observa, estos acontecimientos están ligados a lo electoral y, siendo este el centro de la reflexión, tampoco es extraño que los autores señalaran a posteriori que la transición mexicana consistió justamente en construir partidos y en asentar la “maquinaria” de la democracia (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000, p. 25).

Esta lectura del cambio político es congruente con las dos tareas que Becerra, Salazar y Woldenberg le otorgaron a la política democrática mexicana: por un lado, la consolidación y el desarrollo de los partidos políticos; por el otro, la creación de leyes e instituciones reguladoras de su competencia (2000, p. 31). A pesar de que los autores reconocen que el cambio político va acompañado de transformaciones sociales, culturales y económicas (2000, pp. 16-17), estos aspectos estructurales no forman parte de su análisis, salvo cuando se menciona que el movimiento estudiantil de 1968 fue el “reclamo democrático de un país que se modernizaba aceleradamente” (2000, pp. 16-17).

A lo largo del libro hay cierta falta de claridad al momento de discernir cuáles procesos sociales y estructurales fueron importantes para la transición democrática en México. Estas lagunas explicativas son, según César Cansino, reflejo de una laxa y confusa utilización de conceptos como transición, democratización, modernización y liberalización. Esta observación es, de hecho, bastante certera. Si bien a lo largo de Mecánica del cambio político en México se hace referencia a teóricos como O’Donnell o Schmitter, los autores confiesan que el suyo “no es un libro que utilice especialmente alguno de los arsenales teóricos en boga” (2000, p. 73). Este uso descuidado de los conceptos provocó que la teoría de la transición democrática, al usarse para estudiar a México, perdiera mucha de su riqueza y se desestimaran los dilemas intrínsecos del paradigma.

El hecho de que la ciencia y la sociología políticas no estuvieran consolidadas favoreció la utilización laxa de la teoría transicional. Y la constante tensión entre política y academia dio lugar a que se asumiera que las leyes, las instituciones y los procedimientos electorales no solo eran la clave para entender el cambio político, sino también para encauzarlo (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000, p. 31). En este contexto, no fue posible encontrar un equilibrio óptimo entre la interpretación del cambio y el deseo de guiar los procesos políticos. La coyuntura nacional marcó el paso de las investigaciones, en especial después del fraude electoral de 1988, un momento en el que muchos vislumbraron una grieta en el régimen autoritario que debía aprovecharse y en el que no había espacio para sutilezas teóricas.

En términos generales, los debates sobre la transición democrática en México, además de reavivar la tensión entre política y ciencia social, retomaron la dicotomía entre sociedades tradicionales y modernas. Al respecto, Luis Salazar escribió que la democratización del Estado moderno había sido regulada y “civilizada” gracias a una serie de rupturas pactadas que se contraponían con políticas revolucionarias cargadas de “dramatismo, de emociones exacerbadas y de espíritu extraordinario”. El antídoto idóneo contra esta “política revolucionaria” era desdramatizar, secularizar y racionalizar la política, “en una palabra, modernizarla” (Salazar, 1989, pp. 8-9).

Como dejan ver estas líneas escritas por Salazar, en las discusiones sobre la transición democrática se habló constantemente de modernidad y modernización. Como si la transición implicara por sí sola algún tipo de progreso, desmitificación, desideologización, o incluso mayor racionalidad. De entonces a la fecha, estos empalmes, a veces incongruentes, entre conceptos e ideas han entorpecido los análisis y las explicaciones de los procesos políticos en México. Mucho de la actual incomprensión de procesos como la desafección democrática o el populismo se debe, en buena medida, al uso impreciso de las teorías sociales.

Pero, volviendo al paradigma democrático, resulta interesante que aun en las críticas a la democracia surgidas a finales de los 90 haya un uso inexacto, incluso un desconocimiento, de la literatura transicional. En particular, Soledad Loaeza, en un texto publicado en el año 2000, atribuye el triunfo de la democracia a la imposición de una noción limitada de democracia. Pero sostiene que esto no basta para garantizar su continuidad, dado que una definición minimalista no toma en cuenta la influencia de las contradicciones económicas y sociales.

Aunque Loaeza reconoce que la democracia liberal no ha resuelto la desigualdad o la violencia, afirma que esta irresolución no se debe a que “la fórmula liberal de organización del poder sea intrínsecamente defectuosa, simplemente nos obliga a utilizar con mayor precisión la noción de democracia” (2000, p. 99). Entre las sugerencias de esta autora está la de diferenciar los conceptos de democracia y democratización. Esta precisión teórica ayudaría a disminuir la sobrecarga de expectativas depositadas en los regímenes democráticos (2000, p. 94).

El diagnóstico anterior de que los fallos democráticos son causa de una definición inexacta de la democracia sugiere una lectura parcial de la literatura sobre transiciones, puesto que estas objeciones a la definición procedimental estaban presentes desde los primeros debates sobre la transición democrática en autores como Dahl, O’Donnell y Schmitter. La primera literatura sobre transiciones era, en efecto, muy consciente de sus paradojas y puntos ciegos, e incluso de su carga ideológica.

Un ejemplo de lo anterior es El resurgimiento global de la democracia, libro publicado en 1996 por la Universidad Nacional Autónoma de México, en el que se incluye el texto “Qué es… y qué no es la democracia”, de Schmitter y Karl. Estos autores afirman que la democracia “no consiste en un conjunto único y exclusivo de instituciones” (1996, p. 38), e insisten en que se debe vincular a factores que van más allá de la normatividad institucional como las condiciones socioeconómicas, las estructuras estatales arraigadas y sus prácticas políticas (1996, p. 38). Del mismo modo, vislumbran la alta posibilidad de que las democracias pierdan su capacidad de gobernar y de que los públicos masivos se desencanten de su desempeño (1996, p. 47).

Los dilemas del paradigma democrático se conocieron tempranamente. No obstante, a pesar de las incesantes sugerencias de revisión para prevenir una sobrecarga normativa y sesgos teóricos, en la práctica se privilegió la interpretación del momento, sin importar las imperfecciones de las herramientas analíticas. Incluso a finales de los 90, las revisiones críticas del paradigma se limitaron a la utilización de nuevos conceptos (consolidación, calidad democrática, etcétera) y al refinamiento de métodos de investigación, dejando irresueltas las tensiones inherentes a la teoría democrática.

Pero ¿qué aporta saber que las lecturas y las traducciones de la teoría transicional fueron parciales e inexactas? Básicamente revela que, durante la confección de las interpretaciones de la transición mexicana, la necesidad de responder a las coyunturas provocó la exclusión de temas y autores que no servían para explicar lo inmediato ni ofrecían un plan de acción a corto plazo. Al establecerse teóricamente el punto de salida (autoritarismo) y el de llegada (democracia), muchos académicos dejaron para después lo sustantivo del cambio político y excluyeron todos los debates que evidenciaban lo limitado del sustento teórico-político del paradigma democrático.

Entre las críticas más importantes de las lecturas de la democracia en México se encuentra Transición votada. Crítica a la interpretación del cambio político en México (2003), de Mauricio Merino. Para este autor, la transición mexicana consistió en acuerdos políticos que redistribuyeron el poder político y fortalecieron el sistema partidista a causa de una apertura electoral. Pero señala que no se trascendió lo electoral y no se resolvieron con éxito siquiera los problemas técnicos de esta “democracia a fuerza de votos” (2003, pp. 8-9). Dicho de otro modo, la transición no significó una transformación que abarcara más allá de lo electoral y su entramado institucional.

A pesar de que las críticas de Merino son atinadas, no son cuestionamientos tan novedosos. De hecho, los límites del paradigma estaban presentes desde los primeros debates acerca de la transición democrática en México y en el corazón de la propia teoría democrática estadounidense. El problema, de nuevo, fue que las reflexiones teóricas se desarrollaron a la par de la coyuntura y se ignoraron las implicaciones de pensar el cambio social en México desde la perspectiva de la teoría democrática dominante.

Veamos ahora si las lecturas y los usos de la transitología fueron muy distintos en el terreno estrictamente académico. Para ello, se recurre a uno de los pocos trabajos que hay sobre el tema, la tesis de maestría de Miguel Ángel López Leyva (2000), titulada La transición electoral mexicana. Una aproximación a sus interpretaciones (1988-1998). En este trabajo rastrea el bagaje conceptual utilizado por los transitólogos mexicanos, y valora la utilidad empírica de tomar los procesos electorales como única variable.

Después de un examen de las investigaciones sobre la transición en México, López Leyva distingue cuatro posturas: 1) la que afirma la existencia de una transición a la democracia; 2) la que niega la transición; 3) la que establece la superación de la transición y la emergencia de un régimen democrático, y 4) la que rechaza la aplicabilidad del enfoque transicional para el caso mexicano. Aunque hay cierta pluralidad en los estudios, el autor reconoce que la mirada procedimental de la transición a la democracia es la dominante. A partir de esta observación, plantea estas preguntas: ¿cómo se apropian los autores mexicanos del bagaje conceptual transitológico? y ¿qué explica el sitio privilegiado asignado a los procesos electorales como medidor confiable de la transición democrática?

De manera preliminar, López Leyva explica que la apropiación teórica tiene resultados heterogéneos. La mayoría de los trabajos sobre la transición tienen una aplicabilidad baja de los conceptos (poca claridad teórica y poca utilidad empírica) y son calcos casi esquemáticos de la teoría que no se ajustan a la realidad mexicana (2000, pp. 8-9). El detallado análisis de la literatura confirma los supuestos con los que comenzó el autor:

En los once años que abarca esta investigación las similitudes interpretativas son raras y abundan las diferencias. Si bien es cierto que la polémica es el condimento principal de cualquier ciencia […] cuando no se avizoran pautas mínimas de coincidencia -el año de inicio de la transición es un buen ejemplo de ello- la confrontación de ideas desaparece y la sustituye el diálogo de sordos (2000, p. 149).

López Leyva concluye que los estudios electorales de la transición están influidos por: 1) un marco conceptual rígido, poco flexible y construido a partir de experiencias históricas muy distintas, y 2) una herencia electoral a medio camino entre la institucionalidad democrática y las prácticas autoritarias (2000, p. 9). La revisión de la literatura académica sobre la transición subraya claramente la inadecuación del paradigma democrático, así como la deficiente interpretación y aplicación por parte del campo académico mexicano.

Respecto a la falta de la claridad teórica y la heterogeneidad de posturas sobre el cambio político en México, López Leyva sugiere que, en parte, son consecuencia de la borrosa frontera entre la academia y el espacio público: “la barrera que define los análisis serios de los comentarios de coyuntura se pierde y sobrevive la confusión declarativa. Como discurso desde este espacio salvaguardado, la transición parece renovarse de acuerdo con las circunstancias” (2000, p. 149). También señala que los estudios transitológicos se volvieron un nicho, un “escondite cálido y seguro desde el cual todo se puede comentar, objetar y desmenuzar” (2000, p. 149).

Las observaciones de López Leyva acerca del estado de las investigaciones electorales relativas a la transición se complementan a la perfección con la información obtenida y compartida por Gerardo Munck. En el artículo “Agendas y estrategias en el estudio de la política latinoamericana” (2007), Munck ofrece una panorámica de las investigaciones sobre política en Latinoamérica durante cuatro décadas y evalúa las estrategias analíticas de estas investigaciones.

En esta producción académica, Munck observa un conjunto de fortalezas y debilidades. Entre las virtudes de la literatura menciona que esta: 1) retoma preguntas normativas relevantes; 2) hace uso de teorías de alcance medio, y 3) realiza análisis relativamente sistemáticos de datos útiles para inferencias descriptivas y causales.

En lo tocante a las carencias de los análisis, las separa en dos rubros: el de generación de teorías y el del análisis empírico. Sobre el primer rubro señala que: 1) hace falta claridad conceptual; 2) no hay una formulación explícita de modelos de medición; 3) se confrontan anomalías simplemente agregando nuevas variables ad hoc o a través de restricciones, con lo cual se imposibilita el desarrollo de una teoría general, y 4) no existen modelos causales explícitamente formulados. En cuanto al análisis empírico, destaca la ausencia de: 1) una integración de lo cualitativo y lo cuantitativo; 2) un planteamiento sistemático de la generación de datos; 3) un control de las variables; 4) datos que midan los conceptos usados, y 5) pruebas de teorías complejas (2007, pp. 11-12).

En las conclusiones, Munck afirma que no se producen conocimientos confiables, y sugiere monitorear las más notables debilidades de los análisis de la política en Latinoamérica: 1) la falta de integración de teorías de alcance medio; 2) la tendencia a teorizar ad hoc; 3) la ausencia de formalización en la presentación de los resultados de la teorización, y 4) la incapacidad de capitalizar las fortalezas complementarias de las formas de análisis empíricos cualitativos y cuantitativos (Munck, 2007, p. 15). Es claro que tanto el análisis acotado de López Leyva como el más panorámico de Munck recalcan problemas similares.

Quizás la crítica teórica más rigurosa sobre el cambio político en México se encuentre en La transición mexicana, 1977-2000, de César Cansino (2000). En este libro, el autor utiliza el análisis comparado para ubicar la naturaleza y los alcances de la liberalización política en México. A partir de esta ubicación, define transición democrática como una dimensión histórica en la que el régimen autoritario de partida ha perdido algunas de sus características, sin adquirir del todo los nuevos aspectos del régimen democrático de llegada. Es decir, la transición es una interacción entre elementos autoritarios y democráticos en la que están presentes orientaciones normativas, estilos de acción y valores heterogéneos entre sí (2000, p. 28).

Al matizar el corte entre un régimen y otro, Cansino admite la hibridez del cambio político, y lo complejiza para ofrecer un marco explicativo de los procesos de liberalización desde regímenes autoritarios, sin dejar de reconocer que las transiciones no tienen un camino delineado. De igual forma, subraya que la liberalización política en México (activación política, legitimación de la oposición), a diferencia de la de muchos otros países, no llevó ni a un colapso definitivo del régimen autoritario ni a que el régimen suprimiera la liberalización, con lo cual se creó una especie de institucionalización del cambio que retrasó la democratización e imposibilitó la consolidación de una “democracia restringida” (2000, p. 81).

Si se comparan las interpretaciones dominantes de la transición mexicana con el trabajo de Cansino, se aprecia que este último utiliza con rigor el lenguaje teórico del paradigma democrático. Incluso, a la luz del trabajo de Cansino, se entiende mejor lo que otros autores intentaron decir sobre el cambio político. En concreto, cuando Becerra, Salazar y Woldenberg (2000) hablan del movimiento estudiantil del 68 como el arranque de la democratización, en realidad, como menciona Cansino, debieron pensarlo como parte de una liberalización política. Esta es una distinción simple, pero primordial para entender los procesos del cambio político.

El trabajo de Cansino, además de ofrecer mayor exactitud en la definición de procesos, se ubica en un punto medio entre los diagnósticos fatalistas y utópicos sobre los resultados de la transición, y se limita a describir los problemas de la transición a la democracia dejando fuera juicios normativos. Para ilustrar esto, se citan sus conclusiones:

1) El régimen “transitorio” mexicano se vio obligado a generar nuevas condiciones de participación y competencia, pero conservó buena parte de sus inercias.

2) La tensión entre inercias autoritarias y liberalización política dio forma a un ordenamiento político ambiguo con elecciones correctas y transparentes, pero con prácticas clientelares, coacción del voto y corrupción.

3) El régimen mexicano perfeccionó sus leyes en materia electoral, pero mantuvo candados contradictorios con la lógica democrática.

4) Se creó un régimen con nuevos espacios de representación en el que prevalecieron abusos de autoridad, violación de derechos, impunidad y militarización (2000, p. 273).

Cansino, de inicio a fin, advierte que su lectura de la transición mexicana, como toda propuesta teórica, está sujeta a verificaciones, y subraya las limitaciones del enfoque procedimental de la democracia (2000, p. 14). Sus críticas de la transición mantienen un equilibrio entre la valoración normativa y el análisis teórico. Este diagnóstico de la transición era poco usual, pues muchos autores adoptaron una postura más normativa, ya sea para defender o para desestimar la democracia.

Aunque en los estudios de la transición en México se haya usado el andamiaje teórico del paradigma democrático, al momento de hacer un recuento se tomaron actitudes menos académicas y más valorativas. Por ejemplo, López Leyva (2000), en el cierre de su trabajo, hace alusión al “regateo” de los logros de la transición democrática hecho por académicos e intelectuales. Esta postura le parece “un desprecio a los avances en materia de libertad del sufragio y competitividad partidista”. En tono similar, Andreas Schedler, en “¿Por qué seguimos hablando de transición democrática en México?”, se sale del guion académico y escribe: “aunque dañe nuestra reputación de académicos críticos, creo que es una cuestión de honestidad intelectual conceder que el país ya entró en el mundo de las democracias electorales” (2000, p. 32).

Estas afirmaciones traslucen un interés en dar por terminada una etapa de los procesos políticos en México y crear un corte teórico que dé pie a una nueva agenda académica. Se podría argumentar que esta pretensión estuvo motivada por el contexto histórico de finales de los 90, un periodo que parecía dar señales de un cambio profundo y que invitaba al desarrollo de nuevos debates. Pero este anhelo de avanzar en la agenda teórica también parecía mezclarse con un juicio normativo que tenía más que ver con pugnas entre visiones del cambio político en México generadas en los espacios público y académico.

Sin entrar en las razones por las que se decidió crear un corte artificial en la narrativa de la transición en México, es importante señalar que este no solo implicó nuevas temáticas y enfoques de investigación, sino que además postergó debates fundamentales para la propia continuidad del proceso democrático. A pesar de lo loable de la defensa de lo obtenido en materia electoral, esta actitud afectó la capacidad de pensar y debatir la realidad mexicana.

Conclusiones

Desde mediados de los 90, Jeffrey Alexander había observado que las reflexiones científico-sociales en torno a la democracia se integraron a la propia política democrática. Este hecho, según el autor, imposibilitó el desarrollo de una teoría realista y crítica de la democracia (1995, p. 42). Si esto pasó con la teoría democrática mundial, ¿qué se podía esperar en un país como México, cuyas ciencias sociales han estado ligadas históricamente al poder político y donde es poco clara la separación del debate público y el académico?

Me aventuro a afirmar que la teoría transicional en México se tradujo como una narrativa con una fuerte carga normativo-ideológica y se utilizó como una teoría, no de alcance medio, sino de alcance limitado o contextual. De ahí se derivaron algunos de los problemas mencionados antes: la influencia de la coyuntura en la determinación de la agenda académica, el uso laxo de la teoría sobre las “transiciones” y los cortocircuitos que se produjeron al recortar la teoría democrática para entender el cambio político en México.

Obviamente, todo paradigma teórico posee una carga normativa, pero hay momentos en los que esta carga llega a ser tal que entorpece la reflexión académica. Cuando este entorpecimiento sucede es necesario examinar y reajustar sus fundamentos con la intención de que vuelvan a ser útiles para explicar los procesos de nuestro tiempo. Por lo tanto, el recuento efectuado aquí no pretende desestimar los logros teóricos y políticos de la transición democrática; en todo caso, puede ser un punto de partida para discutir las paradojas de la teoría democrática y fomentar debates desideologizados que no caigan en defensas fundamentalistas de la democracia ni en rechazos irreflexivos de ella. Si lo que interesa es comprender científicamente nuestro tiempo, es necesario extender el sentido, las formas y los alcances de la comprensión política.

En suma, estas reflexiones teóricas pueden servir de cimiento para la realización de trabajos empíricos acerca del desarrollo y el estado de la ciencia y la sociología políticas en México. Si bien hay varios trabajos destacados a este respecto, ninguno de ellos analiza de modo sistemático dos dimensiones de la producción académica tratadas aquí: 1) la manera en que el contexto histórico (nacional e internacional) influye en el desarrollo de las disciplinas, y 2) la forma en que la mirada académica, cruzada por sesgos normativo-ideológicos, forja conceptos límite que reducen la capacidad de interpretación de la realidad social. Incluso, un trabajo empírico de esta naturaleza sería útil para discutir el rol político de la academia y sus investigadores/as.

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1Este texto forma parte del proyecto de investigación posdoctoral titulado Historia intelectual y conceptual de la transición a la democracia. Un análisis de la ciencia política y la sociología política en México, 1900-2000, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México.

2En este artículo se utiliza el término paradigma en el sentido kuhniano. Es decir, por paradigma se entiende un sistema de creencias, principios, valores y premisas que determinan la visión que una comunidad científica tiene de la realidad. Cada paradigma determina conceptos límites, preguntas y problemas, que es legítimo investigar, así como los métodos y técnicas para la búsqueda de respuestas. El paradigma engloba aspectos más acotados como teorías, enfoques, narrativas y modelos, por lo que es difícil hacer un corte preciso entres sus dimensiones.

3Dichas posturas teóricas y agendas de investigación alternativas, si bien son debates legítimos y relevantes, no llegaron a contar con el respaldo institucional o el impacto que a finales del siglo XX e inicios del XXI tuvo la teoría democrática dominante en la elaboración de agendas de investigación, debate público, e incluso en la construcción de las instituciones democráticas.

4En este texto no se han considerado las visiones alternativas sobre la democracia porque se eligió tomar en cuenta los trabajos más referidos al proceso del cambio político; no porque sean los más útiles para comprender dicho proceso político, sino porque son los que más influyeron en la visión dominante del periodo transicional en América Latina.

5Es cierto que hubo un conjunto de debates y trabajos académicos que discutieron la relación entre izquierda, democracia y revolución, pero, como se puede observar en Lesgart (2022), el enfoque que terminó dominando fue el de la democracia procedimental. Asimismo, se discutieron distintos tipos de democracia: sustantiva, popular, social, inclusiva, ampliada, entre otras, pero estas miradas alternativas no fueron las que más impacto tuvieron. En el caso mexicano es claro que la teoría democrática norteamericana ha sido la que ha dirigido las investigaciones sobre el cambio político desde la década de 1990 hasta la fecha. Para el caso de Sudamérica, un balance analítico del dominio de la literatura politológica norteamericana puede verse en Lesgart (2002). Una mirada europea sobre este mismo predominio norteamericano en la transitología se encuentra en Greppi (2022). En el caso de México, para una lectura de la pluralidad de miradas que finalmente fueron subordinadas al ángulo de la teoría norteamericana, véase Zapata (1993). La consecuente hegemonía de la teoría norteamericana es ponderada en Vidal (2013).

6La adopción de este enfoque no tomó en cuenta las particularidades de la realidad mexicana y al operacionalizar los conceptos y aplicarse al caso mexicano se hizo de manera inapropiada, como sostienen Cansino (2000) y López Leyva (2000). En este artículo se mencionan algunos procesos nacionales que no se pudieron analizar correctamente desde el paradigma democrático, pero para profundizar en ellos se recomienda revisar Trejo y Ley (2021), Torrico (2020) y Vazquez Almanza (2022).

7Para analizar el rol de los intelectuales, la academia y el debate público, una premisa analítica compartida por cierta literatura especializada es, justamente, la existencia de una confusa imbricación entre estos espacios cuyo resultado es la indefinición de las lógicas teóricas e ideológico-políticas. Esta situación se ha visto acendrada por el efecto de medios de comunicación y la aparición de intelectuales mediáticos, como señala Escalante (2010). Este tema se analiza en profundidad en Vázquez Almanza (2010). Otras referencias clave son Rodríguez (2001, 2002), Santiso (1997) y Ravecca (2019).

8Aunque Paz pocas veces aclaró lo que entendía por democracia, no se puede disminuir el papel que tuvo en la aceptación y legitimación del proyecto democrático dentro y fuera de México. En este sentido, no es extraño que se le haya invitado a participar o citado en diversas publicaciones ligadas al pensamiento de la democracia liberal como el Journal of Democracy o en libros como Democracy and Dictatorship in Latin America: A Special Publication Devoted Entirely to the Voices and Opinions of Writers from Latin America (1982).

9En este artículo no se hace una diferenciación entre las teorías del cambio político transicional y democrática, dado que en la literatura politológica no existe un consenso o respuesta definitiva al respecto. La falta de claridad conceptual y, por lo tanto, la observación empírica de las diferencias entre cambio social, cambio político, teoría transicional y teoría democrática son una grave falencia del marco conceptual que se ha utilizado para comprender el cambio de régimen. Para un análisis interno y autocrítico de este problema epistémico-metodológico, véase Munck (2007) y Cansino (2000).

Recibido: 24 de Noviembre de 2021; Revisado: 28 de Febrero de 2022; Revisado: 08 de Marzo de 2022; Revisado: 06 de Mayo de 2022

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