Journal of Economic Literature (JEL): N4, K4, D72, O47
1. Introducción
La Ciudad de México es uno de los centros más poblados del mundo, es también la columna vertebral de la vida política, cultural y económica del país. En las últimas tres décadas se han acumulado problemas no resueltos y problemas nuevos que fuerzan a renovar las estrategias de acción política, a replantear el papel de la Ciudad de México en el contexto nacional, en el de la globalización y en su conjugación con el avance de la democracia.
Entre el primer conjunto de cuestiones, están las usuales de las grandes urbes: el ordenamiento o reordenamiento territorial, la prestación de servicios básicos a la población, el tráfico terrestre, el abasto de agua, el manejo de desperdicios, la contaminación y el cuidado ecológico, la atención de problemas administrativos y de coordinación con gobiernos vecinos.1 En segundo término y en nuestro caso, se sitúan las dificultades de armonizar acciones políticas, sociales y económicas cuando conviven dos centros de mando, el que nace de ser asiento de los poderes federales y el relacionado con el manejo propiamente dicho de la ciudad.
Para comenzar, la combinación de factores de atracción y repulsión vienen comprimiendo la participación de la Ciudad de México en la evolución de la población del país. En efecto, su peso cae de 14% en 1970 a menos de 8% en 2010 al estabilizarse alrededor de 8.5 a 9 millones de habitantes, aunque la zona conurbada que invade otras entidades federativas ya suma alrededor de 20 millones (cuadro 1). Además, cobran importancia tensiones relacionadas con el cuasi-estancamiento económico nacional de las últimas tres décadas, la pobreza urbana,2 la polarización de los ingresos y la inseguridad en que vive la población del país. En los hechos, la ciudad se ha segmentado en múltiples subcentros urbanos donde es ostensible la exclusión de algunas clases sociales con respecto al bienestar y derechos de que gozan los segmentos privilegiados.
Complicando en mucho los problemas aludidos resaltan los efectos todavía no enteramente manifiestos de la alteración de la estrategia nacional de desarrollo instrumentada desde comienzos de los años noventa. Recuérdese como el proteccionismo y la política de sustitución de importaciones se combinaron en el pasado con la aglomeración demográfica y el presidencialismo político para convertir al Distrito Federal en el mayor polo industrial del país, concentrador de las economías de escala, el consumo, los mejores servicios y la inversión nacional y extranjera.3
Sin embargo, desde hace un cuarto de siglo, la apertura de fronteras con la intensificación de la competencia de productores foráneos, acelera la reducción paulatina de los privilegios económicos de que gozó la zona metropolitana de la Ciudad de México. Puesto en otros términos, las ventajas de la localización geográfica de los productores nacionales se desplaza hacia lugares con menos deseconomías de aglomeración o hacia las fronteras y costas, singularmente a lugares más cercanos al mercado norteamericano. Por supuesto, se trata de un proceso gradual, aunque inevitable, cuando las capacidades productivas han de moverse de ubicación mediante la gradual formación de la nueva inversión de reemplazo. De la misma manera, las oportunidades de desarrollo de la provincia, tienden por igual a enmendar la macrocefalia inicial del país. En compensación apenas parcial, persiste la inercia de localizar los núcleos directivos de muchas empresas en la Ciudad de México, aunque se produzcan en otros lugares, dadas las facilidades que brindan las oficinas públicas federales.
2. Visión más cercana
El aporte a la generación del producto
Debido a esas y otras razones la zona metropolitana de la Ciudad de México pierde poco a poco su calidad de ser el principal centro inductor y beneficiario del desarrollo nacional. Su producto ha venido perdiendo participación en el valor total agregado de la economía. En 1970 representaba alrededor de 28%, cae a 22% en el año 2000 y en la actualidad es de 16.5% del producto nacional.4 Siendo ese el fenómeno más notorio entre 1970 y 2014, hay otros hechos que se subrayan enseguida (cuadro 2). Hasta antes del estallamiento de la crisis de 2008-2009, buena parte de los estados del norte de la república acrecentaron su participación con el producto nacional (Baja California, Coahuila, Nuevo León, Chihuahua), como reflejo de la apertura externa, para luego sostenerla o verla descender con el receso norteamericano. También las entidades federativas del centro del país ganan terreno al profundizarse las deseconomías de la zona metropolitana de la Ciudad de México: Estado de México, Guanajuato, Querétaro e Hidalgo. Del mismo modo, factores demográficos y sociales análogos, explican parcialmente el crecimiento de la población en las entidades federativas aledañas: Estado de México, Querétaro, Morelos. Por último, se percibe la ausencia, insuficiencia o ineficiencia de las políticas de apoyo a los estados comparativamente rezagados. Muchas de las entidades pobres ven estancada o reducida su contribución a la producción nacional y a su propio bienestar (Chiapas, Colima, Guerrero, Nayarit, Oaxaca, Zacatecas).
Entre 1970 y 2014 la combinación de factores mencionados hace que el crecimiento del producto de la Ciudad de México, resulte 40% inferior al del promedio nacional (véase de nuevo cuadro 2). En términos del ingreso por habitante se observa el mismo fenómeno, pero atenuado por el estancamiento demográfico del propio Distrito Federal. Las percepciones per cápita casi duplicaban el promedio nacional (1970) para descender a 1.65 veces (2014). Otras entidades federativas han evolucionado con mayor vigor. Por ejemplo, Nuevo León de contar con poco más de 20% del ingreso per cápita de la capital en 1970, sube su porcentaje a 42% en 2010 y Querétaro lo hace de 2.7 a 11.5%.
El desplome de la Ciudad de México en su papel de impulsor del desarrollo del país, resulta dramatizado de examinarse la evolución de su aporte al producto manufacturero. Aquí de representar casi un tercio de ese producto (1970), comienza a descender por efecto del juego de las deseconomías o economías de aglomeración con otras entidades federativas. Pero luego, el descenso es más acusado al sumarse los efectos del libre comercio internacional. Así, el valor agregado manufacturero del Distrito Federal respecto del total nacional declina de 32% en 1970 a menos de 7% en 2014 (cuadro 3).5 En esas condiciones, el ahorro citadino abandona la inversión productiva para refugiarse en el rentismo sobre todo inmobiliario.
Lo anterior coincide con la significativa pérdida de dinamismo del sector manufacturero nacional que se refleja magnificada en la Ciudad de México (cuadro 4). En efecto, se transitó de ritmos anuales de ascenso de las manufacturas de 10% o más, a tasas apenas superiores al crecimiento del producto a escala nacional o incluso negativas. El desarrollo industrial de los centros del interior del país, no alcanzan a reemplazar los viejos impulsos generados por la Ciudad de México o éstos son desviados o amortiguados por la especialización en la maquila. La transferencia de producciones a la provincia apenas compensa la pérdida de participación de la capital de la República, pero no genera mayor crecimiento conjunto. El fenómeno es reflejo de la ausencia de políticas industriales y la abolición de fronteras al comercio que originan un proceso de desindustrialización −industrialización desigual dentro del país-. Antes se tenía desarrollo desigual al interior de la República. Hoy se tiene eso y también declinación desigual, donde la principal víctima es el Distrito Federal. En suma, el neoliberalismo altera la geografía de la producción, sin ganancias netas en el bienestar del conjunto nacional.
1/Precios de 1950; 2/precios de 1960; 3/precios de 1993; 4/precios de 2003 Fuente: para 1960-1970, Gustavo Garza (1985), El proceso de industrialización de la Ciudad de México 1821-1970; para el resto de los periodos INEGI, banco de datos.
Una parte del encogimiento de los ritmos de ascenso económico −el crecimiento nacional bajó a la mitad de compararse los periodos 1950-1980 con 1980-2010− es atribuible a la menor intensidad de la formación de capital del país y de la participación de la inversión pública, determinantes del desarrollo y del ascenso del bienestar de la población. En México la primera variable subió de 15 a 23 y 24% del producto entre 1950 y 1980 para luego caer y estancarse alrededor de 20%. Por su parte, la formación pública de capital, después de alcanzar 38 a 40% de la inversión total (1970), se desploma a 22% en 2014. El Distrito Federal no es excepción en la caída vertical del esfuerzo inversor estatal. Las erogaciones en inversión y fomento se encogen de alcanzar 26% del gasto total en 1990 a 14.1% en 1995, recuperarse algo entre 2002 y 2005 para luego volver a reducirse hasta 0.5% en 2013 (cuadro 5).6 En los hechos el crecimiento menor de la producción citadina, se conjuga con otros acontecimientos para estrechar las finanzas y la capacidad inversora del gobierno del Distrito Federal.
Las finanzas públicas
En materia fiscal, con la vigencia de la primera Ley de Coordinación Fiscal (1980) se dio fin a un mosaico dispar de regímenes impositivos y de exenciones promocionales en el territorio nacional que estorbaban la asignación eficiente de recursos y al propio desarrollo. En 1980, las recaudaciones impositivas de todas las entidades federativas ascendían aproximadamente a 10% de sus ingresos totales. Por efecto de la mencionada Ley de Coordinación Fiscal se reducen a 3% de los mismos ingresos al segregarse los tributos alimentadores de la bolsa fiscal que sólo se recuperan hasta 2011, cuando alcanzan 5% (cuadro 6 y 7). Algunas entidades federativas hacen un mayor esfuerzo tributario, aprovechando condiciones especiales. Así, Querétaro, Quintana Roo y Campeche sostienen cargas fiscales del doble de la media nacional. En ese terreno destaca el Distrito Federal que desde la década de los noventa recauda en impuestos alrededor de 20% de sus ingresos. O visto de otra manera, entre 1980 y 2011 la participación del Distrito Federal ha subido de 32 a 38% en el conjunto de las recaudaciones de todas las entidades federativas a pesar del encogimiento paralelo en su aporte al producto nacional.
Dada la singularidad del Sistema Tributario Nacional en una República Federal, las participaciones y luego las aportaciones federales integran el grueso de los ingresos estatales, con cifras que suelen exceder de 80%. En rigor, las percepciones propias de los gobiernos estatales han estado limitadas tanto como se dijo, por la incorporación de los principales tributos a la bolsa fiscal compartida, como por un sistema impositivo federal notoriamente suave, poco progresivo, que se combina con el escaso esfuerzo de los estados en la materia (cuadro 8).
Ante el bajo crecimiento recaudatorio y la falta de ajustes a un sistema nacional de impuestos altamente dependiente de los ingresos petroleros, las presiones sobre la tributación local se han orientado no a elevar los impuestos locales directos (predial, enajenación de inmuebles, automóviles), sino a gravar las nóminas de trabajadores y empleados. Así, los impuestos al trabajo suben de 10% en 1980 a más de 68% en 2011 de las recaudaciones, mientras la imposición predial baja de 39 a 17% en los mismos años. Pese a su mayor esfuerzo tributario, el Distrito Federal no escapa a las tendencias señaladas. Entre 2000 y 2015, el peso de los tributos a la nómina sube de 40 a 45% de la recaudación, mientras la imposición a la propiedad cae de 45 a 31%. Por consiguiente, la evolución de los gravámenes estatales, lejos de corregir desigualdades distributivas parece ahondarlas, acentuando tanto los desajustes del mercado de trabajo, como la concentración nacional del ingreso (cuadro 9 en tres partes).
Deuda, participaciones y aportaciones federales
Sin embargo, las restricciones a la evolución de los ingresos no han desembocado en endeudamientos desenfrenados de la ciudad. La deuda pública de la capital del país no parece excesiva ni haber desempeñado funciones contracíclicas importantes. Salvo en años excepcionales (1996 a 1998), el financiamiento no excede de 10% de los ingresos del gobierno de la Ciudad y sólo en pocos años supera 6% de su gasto total. El costo financiero de la deuda del Distrito Federal es bajo, crece de 1993 a 1999 llegando a 0.34% de su producto. A partir de ahí baja o se estanca hasta la crisis de 2008-2009. De hecho, el endeudamiento local crece menos que el del país y el de otras entidades federativas. En efecto, entre 2001 y 2014, el promedio de las deudas estatales casi se duplicó, pasando de 1.5 a 3.0% de su producto; la de la federación subió de 16.4 a 30.4%, mientras la del Distrito Federal se redujo de 2.8 a 2.2% (véanse, cuadros 10 y 11).
PIBE, datos al segundo trimestre del 2015. Fuente: Informes trimestrales de la situación de la deuda del Gobierno del Distrito Federal, SHCP y Banco de México.
1/Datos al 30 de junio del 2015 2/Dato calculado con la inflación acumulada anual de 2.87% a junio de 2015. Fuente: Informes trimestrales de la situación de la deuda del Gobierno del Distrito Federal, Banco de México.
Aparte de la prudencia financiera con que pudieron haberse manejado las finanzas del gobierno local, está el hecho de que hasta la reforma de enero de 2016 la deuda anual debía ser aprobada por el Congreso de la Unión, no por la Asamblea Legislativa (artículo 122 de la Constitución Federal; artículo 42, fracción segunda del Estatuto de Gobierno del Distrito Federal). En consecuencia, esos recursos antes se incorporaban a la Ley de Ingresos de la Federación como parte de los empréstitos sobre el crédito de la nación con su garantía.
En consecuencia, la fuente principal de ingresos de las entidades federativas está dada por las participaciones en la recaudación federal de impuestos nacionales. Como se dijo, también cuentan de manera creciente las "aportaciones federales" que persiguen satisfacer variados objetivos y urgencias.
El régimen de participaciones en la bolsa fiscal del país es el resultado de un complejo acuerdo negociado entre la Federación y todas las entidades federativas por el cual éstas dejan de ejercer su soberanía tributaria consagrada en la Constitución, a cambio de recibir junto a sus municipios, una fracción de las recaudaciones de la lista convenida de los tributos nacionales. Dado su origen en un pacto económico-político y su peso en los presupuestos de ingresos de los estados, las participaciones reconocen cierta rigidez estructural. Sólo se alteran frente a cambios de largo plazo en la generación del producto regional o por razones de peso político. En efecto, entre 1990 y 2015, poco se mueve el reparto a entidades federativas como Nuevo León, Coahuila, Chihuahua o Sinaloa entre las de más intenso desarrollo y algo sube entre las rezagadas de Oaxaca o Guerrero. Como era de esperar, el cambio más notorio es el desplome de las participaciones del Distrito Federal (de 20.9 a 11.6%), así como el ascenso del Estado de México (de 10.4 a 13.0%). Puesto, en otros términos, el régimen fiscal de las participaciones, no es un instrumento de compensación regional, salvo en los momentos en que se negocia o renegocia (cuadro 12).
En cambio, el uso político, desarrollista y sobre todo de atención a urgencias del régimen de aportaciones federales a las entidades federativas pudiera servir mejor a esos propósitos y a los de sustituir la ausencia de programas regionales de desarrollo. En efecto, las transferencias del ramo 33 del presupuesto federal persiguen numerosos objetivos políticos, sociales, económicos, de seguridad pública, de fortalecimiento de los municipios y de apoyo a los servicios de salud, educativos o de carácter tecnológico. Sin duda, rezagos o carencias regionales del más variado género y el lento crecimiento de la bolsa fiscal a repartir, han forzado el aumento del ramo 33, posiblemente mermando los recursos destinados a la inversión pública. El monto de las aportaciones ha crecido cinco veces entre 1998 y 2014, hasta casi igualar la cuantía de las participaciones federales.
En conjunto, la suma de los ramos 33 y 28 del presupuesto nacional representan una presión considerable en el gasto público federal acentuada por el gasto social7 y por los recortes del ajuste presupuestario recientemente implantado. Sea como sea, desde fines de la década de los noventa las participaciones y aportaciones absorben alrededor de 40% de los ingresos tributarios y no tributarios del Gobierno Federal. Sin embargo, pese a las disparidades regionales en desarrollo, bienestar social, infraestructura o seguridad, la distribución de las aportaciones totales recibidas por cada Estado ha variado poco a lo largo del periodo 1998-2014, aunque se altere bastante más, su composición. Con excepción de Chiapas, los estados más pobres, no han acrecentado y, a veces, han perdido participación en el ramo 33 del presupuesto (Guerrero Oaxaca, Zacatecas, Tlaxcala). Los estados donde la inseguridad parece más alta (Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Oaxaca) pierden, o cuando más, mantienen sus porcentajes en las aportaciones federales, aunque suban las asignaciones a ciertos rubros, la seguridad, por ejemplo. En el caso de las entidades federativas ricas se da un mosaico de situaciones. Ganan participación el Distrito Federal, −por la incorporación a fondos de los que había sido excluido−8 Chihuahua y Baja California y sobre todo el Estado de México, pero la pierden Nuevo León, Coahuila y Querétaro (cuadro 13). Acaso entonces los desajustes estatales, regionales o al interior de los estados, resulten tan diversos, graves, urgentes que cancelan u oscurecen la dirección de las políticas dirigidas a buscar la convergencia en el desarrollo y el bienestar territorial del país. En efecto, en el cuadro 2, se constataron los pocos o menores avances de las entidades rezagadas (Chiapas, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Tlaxcala y Zacatecas) en cuanto a su aporte al producto nacional.
En resumen, la mezcla de factores estructurales, cambios en los modelos nacionales de crecimiento y fenómenos de orden político se conjugan para explicar la retracción comparativa del Distrito Federal en la economía del país en tanto inductor, innovador o beneficiario del desarrollo nacional. Desde tiempo atrás, tampoco ha recibido el tratamiento privilegiado o compensatorio que suele suponerse, sea en los regímenes de participaciones, transferencias, deuda o inversiones por parte del Gobierno Federal. De persistir ese proceso de rezago, será cada vez más costoso y difícil sacar a la Ciudad de México de una declinación ya casi crónica.9 Adviértase que hasta 2014 comenzó a operar el Fondo de Capitalidad con 3,500 millones de pesos que intenta compensar a la Ciudad de México de los costos asociados a ser la capital de la República, pero que poco dice sobre la renovación de sus capacidades desarrollistas.
3. La orientación de las políticas en el Distrito Federal
En virtud de que la suerte económica del Distrito Federal está altamente condicionada por la evolución general del país y de las políticas de alcance nacional, los sucesivos gobiernos locales han concentrado energías en los campos donde gozan de mayor autonomía de planteamientos y resultados. Quizás por eso han puesto el énfasis en políticas de orden social o en acrecentar la participación democrática en las decisiones de gobierno. Sin pretender abarcar todos los intentos, retrocesos y avances en esos aspectos, enseguida se mencionan algunos casos relevantes.10
En 1987, con el apoyo decisorio de los órganos rectores federales, se creó la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, como órgano ciudadano con facultades de dictar bandos y ordenanzas de buen gobierno. En 1993, al aprobarse la reforma política del propio Distrito Federal, se otorgaron a la Asamblea facultades de órgano de gobierno con alcances legislativos. En 1996, se modifica el artículo 122 de la Constitución para formalizar las funciones de la propia Asamblea y dar carácter de diputados a sus miembros. Por último, dentro de esa corriente de transformaciones políticas, se reformó de nuevo el artículo 122 constitucional a fin de autorizar la preparación de una Constitución para la Ciudad de México que complete los derechos políticos de sus habitantes y que, al hacerlo, equipare su autonomía con la de otros estados miembros del pacto federal (véanse anexos 1 y 2).
La complejidad de coordinación entre la Federación, el Distrito Federal, las entidades federativas vecinas y los municipios conurbados, llevaron a establecer en 2008 el Consejo de Desarrollo Metropolitano con la tarea de armonizar las acciones específicas en materia de asentamientos humanos, transporte, tránsito, agua potable y drenaje, recolección y tratamiento de basura, protección al medio ambiente y seguridad pública. Sin embargo, ha quedado pendiente la tarea de establecer metas y políticas al desarrollo del conjunto de la zona metropolitana.
En 2009 la Asamblea Legislativa tomó la importante decisión de crear el Consejo Económico y Social de la Ciudad de México. El Consejo, integrado por representantes empresariales, obreros, de la academia, de la sociedad civil, tiene el propósito de abrir a la participación democrática la discusión de las políticas socio-económicas y de las iniciativas de ley que se presenten a la propia Asamblea Legislativa de la Ciudad de México.
En paralelo a esa reforma de tintes político-económicos, se adoptaron antes o después diversas medidas de corte social. Se estableció el subsidio de adultos mayores que abarca alrededor de medio millón de adherentes. Así se mejoró el bienestar de un grupo social extremadamente desprotegido. Después el programa fue llevado a escala nacional por la Secretaria de Desarrollo Social y ya provee de una renta mínima garantizada de 580 pesos mensuales a los ciudadanos mayores de 65 años (5.7 millones de personas). En 2015 se constituyó el Fondo de Atención a los Desastres Naturales de la Ciudad de México con el objeto de estabilizar los presupuestos y atender contingencias naturales y médicas con una aportación inicial de 3 000 millones de pesos.
Con sus errores y aciertos la innovación social del gobierno de la Ciudad de México constituye una significativa punta de lanza nacional. Ahí cuentan la despenalización del aborto, la legalización del matrimonio de parejas del mismo sexo y la reelección de diputados de la Asamblea Legislativa. Hacia el futuro, podrían incorporarse en la nueva Constitución las figuras del referéndum y del plebiscito. Asimismo, cabría replantear la iniciativa de revisar el régimen de salarios mínimos, cuyo bajísimo nivel es rémora que contribuye a sesgar la distribución del ingreso y a lesionar el bienestar por fuerza encadenado de numerosas capas de trabajadores.11 La regresión salarial del país ha sido notoria: alrededor de los años cuarenta la participación de los trabajadores en el producto excedía de 40%; hoy en día, no alcanza 30%, situación que contrasta con lo de la mayoría de los países desarrollados (60% o más) y de muchas naciones latinoamericanas (Argentina, Brasil, Uruguay).12
En ese sentido el gobierno de la Ciudad de México, podría seguir abriendo brecha en una serie de campos promisorios. Uno de ellos, con el necesario apoyo de la federación, podría referirse a la combinación de estímulos y gravámenes tributarios relacionados con la protección del medio ambiente, sobre todo frente a la grave y reciente crisis de contaminación atmosférica. Al efecto, podrían revisarse las regulaciones a los automóviles y energéticos, a la industrialización de los desperdicios, al transporte citadino o, incluso al otorgamiento de incentivos al ahorro de energía o al desarrollo de fuentes renovables. Otro, sería impulsar dentro de la Confederación Nacional de Gobernadores (Conago) un programa necesariamente nacional de recastastración de la propiedad territorial encaminado a corregir rezagos históricos en la modernización de los impuestos prediales, tanto como a desahogar los presupuestos municipales y atenuar la concentración de ingresos y riqueza. Del mismo modo, cabría emprender la regeneración de barrios y barriadas (colonias Doctores, Guerrero, etc.) siguiendo las experiencias de lo hecho en el centro de la ciudad de Guadalajara y de la Ciudad de México, con el propósito de rejuvenecer a barrios deteriorados y, a la vez, contener el crecimiento desmesurado de la demanda geográfica de servicios públicos.13
Todas esas acciones y programas contribuirían a promover la economía, a mejorar el bienestar y los derechos ciudadanos, pero se ubican en la zona de rendimientos decrecientes en cuanto a resolver los problemas agravados de la declinación del ingreso y el empleo de la ciudad.
Visión a futuro
Aunque el debate crítico sea por su naturaleza constructivo, parece poco útil debatir sobre la necesidad, las ventajas o inconvenientes de dotar a la Ciudad de México de una Constitución, después de haberlo decidido el Congreso de la Unión con la reforma al artículo 122 de la República de enero del año en curso.
Sin, duda la organización del poder constituyente y luego la emisión de una constitución para la Ciudad de México dará salida a variados dilemas de orden jurídico−social, de igualación e incluso de ampliación de los derechos ciudadanos. También es posible que dé origen a problemas nuevos, como el que surge de las diferencias en los regímenes aplicables en los municipios y el que se diseñe a las alcaldías de futura creación que, en algún sentido, recuerda el viejo debate entre el federalismo y el centralismo (véanse de nuevo anexos 1 y 2).
Asimismo, la nueva Constitución posiblemente facilite, aunque no resuelva, la ausencia de una estrategia definida sobre el desarrollo económico metropolitano y del papel que pudiese jugar en el país. Puesto de otra manera, la tarea medular a futuro consista en definir para la Ciudad de México nuevas funciones, nuevas vocaciones productivas a través de iniciativas innovadoras que mitiguen el ímpetu de su declinación económica y que renueven su contribución a la prosperidad nacional.
Buena parte de los problemas que se arrastran provienen de la confianza, acaso excesiva, depositada en mercados liberados para alimentar empleo, desarrollo nacional y convergencia regional con justicia distributiva. Frente a la supresión de las políticas industriales, regionales y de la canalización obligada del financiamiento interno a la producción, el decaimiento del Distrito Federal como polo de crecimiento resultó inevitable mientras no se encontrase reemplazo a las actividades que necesariamente se irían perdiendo. A ello se sumaron con fuerza la contracción de la inversión y el abasto de bienes públicos, así como el receso global de 2008-2009.
En alguna medida, la nueva Constitución aflojará la camisa de fuerza que constriñe las políticas desarrollistas y de las finanzas de la Ciudad. Desde luego, se recibirían aportaciones federales mayores en algunos rubros −sobre todo los que se le habían negado hasta fechas recientes, como educación tecnológica y de adultos, infraestructura social municipal, infraestructura social estatal−. Asimismo, se ganaría flexibilidad en materia de endeudamiento al pasar a ser responsabilidad de la Asamblea Legislativa el sostener la inversión pública local e instrumentar políticas contracíclicas. En igual sentido, influirían la ampliación de las transferencias al Fondo de Capitalidad que la Federación ha integrado para apoyar a la Ciudad de México en su calidad de capital de la República. Por último, en la medida que el nuevo régimen político acreciente la justicia social, el ritmo de crecimiento y bienestar de la propia Ciudad, se generarán efectos secundarios que lo refuercen en alguna medida.
Sin embargo, la solución a cuestiones descuidadas en claro proceso de agravarse, no depende exclusivamente del gobierno local, sino de una acción planificada con el Gobierno Federal y las entidades federativas vecinas. En primer término, habría que solucionar la insuficiencia crónica de la inversión en infraestructura básica de la Ciudad de México. Aquí destaca el abasto de agua, el rezago en los servicios de transporte público y de sus vinculaciones con la contaminación atmosférica que ya afectan incluso a los estados aledaños. Sin embargo, ello sería subsidiario a la primerísima prelación de definir el papel de la Ciudad de México y de sus nuevas vocaciones socio-productivas, así como programar su fomento y el de las actividades que las integren.
No es demasiado arduo señalar algunos campos promisorios a desarrollar en la Ciudad de México. Sin embargo, el camino de la reconstrucción será difícil después de décadas de descuido y tendrá que centrarse primordialmente en la incorporación, difusión y desarrollo de conocimientos tecnológicos aplicables a la vida económica de la ciudad y del país.
Posibles campos a desarrollar
Desde luego, su enorme riqueza histórica, arquitectónica y cultural, tanto como la abundancia de comunicaciones, señalan a la Ciudad de México, como un polo turístico de primera importancia que está muy lejos de agotar sus posibilidades de atracción y crecimiento, si se resguarda celosamente la seguridad. Aquí el gobierno de la Ciudad, la Secretaría de Turismo, Fonatur, el Banco de Comercio Exterior vinculados con las asociaciones y empresas turísticas privadas, bien podrían preparar un primer programa conjunto de acción.
La presencia de centros educativos de excelencia, de mano de obra entrenada, de buenos cuadros empresariales, de infraestructura moderna, facilitaría la formación de verdaderos centros del conocimiento y la cultura. A partir de ahí, se podrían instrumentar políticas de reindustrialización regional a través de instituciones de investigación y desarrollo que sirviesen de cerebro de corto y largo plazos a las nuevas y viejas actividades productivas del Distrito Federal y del país. Adviértase aquí la pobreza del esfuerzo nacional en materia de investigación y desarrollo. Ese gasto es muy limitado (menos de 1% del producto), las empresas nacionales invierten en ello casi nada y las universidades -salvo excepciones, como la de la UNAM- dedican sus recursos casi por entero en la docencia. Adviértase también la pasividad promocional, la falta de proyectos transformadores de envergadura productiva de la banca de desarrollo dedicada, hoy por hoy, principalmente a redescontar papel de una banca comercial que poco presta a la producción. Aquí el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, los centros universitarios de investigación y la acción renovada de la banca estatal podrían aunar esfuerzos para abordar o solucionar problemas de producción y productividad al impulsar la formación de distritos empresariales de innovación.14 Dada la amplitud de este trabajo, no es posible señalar en detalle el contenido de un programa de regeneración productiva y de incorporación del saber tecnológico en la Ciudad de México. En esas circunstancias, bastará señalar algunos proyectos que parecen relevantes y que exigirían del respaldo de instituciones públicas entre las que destaca la banca de desarrollo.
La construcción en marcha del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, liberará una considerable superficie, bien dotada de infraestructura y servicios, susceptible de dedicarse a usos constructivos. Ello abre la posibilidad de incubar polos de investigación y desarrollo vinculados a sectores dinámicos que ya impulsan a la economía o que se vinculan a la búsqueda de soluciones a puntos importantes de obstrucción al desarrollo local y nacional. Se buscaría facilitar a empresas importantes ya establecidas en México, el acercarse a la frontera tecnológica del mundo y luego a hacerla avanzar, aprovechando las ventajas propias del país.15 La intención medular sería incorporar sistemáticamente al país a la avanzada tecnología universal de la que hemos estado escindidos demasiado tiempo. Y, a la vez, dar cabida en la Ciudad de México a instituciones que nutran la acción innovadora en materia económica y social del país. Dada esa premisa, en lo que sigue de este trabajo, se mencionan algunos proyectos posibles siguiendo el razonamiento indicado.
Piénsese por ejemplo en instalar un centro de investigación público-privado de difusión e innovación en materia automotriz para mantener al país en la avanzada tecnológica mundial, sea en términos competitivos o de cuidado ecológico, como hacen otros países. La elección del sector automotriz no es arbitraria. Se trata de una actividad madura que habiendo crecido mucho, carece del apoyo de la investigación tecnológica nacional. En efecto, México ya es el octavo productor global de automóviles cuya oferta dobla el crecimiento industrial del país, que genera un millón de empleos bien remunerados −con amplios márgenes de ampliación en la fabricación de partes y componentes−, que beneficia a más de 20 entidades federativas. Las ventas externas de la industria automotriz alcanzan cerca de 90 mil millones de dólares y dejan una balanza comercial positiva próxima a los 50 mil millones, mientras la inversión foránea en la fabricación de equipo de transporte alcanzó más de 20 mil millones de dólares entre 2000 y 2011. Hay, en consecuencia, claro interés nacional en formar alianzas estratégicas con el exterior para crear en México un núcleo de investigación y desarrollo de la tecnología que aporte estabilidad de crecimiento y capacidad competitiva a la industria automotriz.
De la misma manera, el viejo aeropuerto sería buena localización para la organización de otro centro de investigación sobre la industria de la aviación en apoyo a las inversiones e instalaciones fabriles que proliferan y se consolidan en el estado vecino de Querétaro y cuyo desarrollo es en extremo promisorio. Aquí, como en el caso de la industria automotriz, hay campo abierto a la promoción de la Banca de Desarrollo y a la iniciativa privada nacional o extranjera.
En un país con distribución geográfica desigual de los recursos hídricos, con amplias zonas áridas, con sobreexplotación de acuíferos y un proceso avanzado de deforestación−desertificación, la investigación técnica sobre el uso eficiente del agua representa una prelación insoslayable. A ello se suman otros hechos. Unos, de orden nacional, se refieren al agotamiento de las posibilidades de desviar corrientes al abasto de las principales ciudades del país. Aquí el reciclaje y tratamiento de las aguas residuales constituye la principal salida a las crecientes necesidades del futuro.16 En el mismo sentido, influye la sobreexplotación de los acuíferos y la salinización de los cercanos a las costas. Por si fuese poco, el riego beneficia a cerca de 7 millones de hectáreas en el país, pero su infraestructura es deficiente −sobre todo en los distritos de riego− sea en la conducción o eliminación de fugas y desperdicios en demérito de la producción agrícola. Asimismo, siendo limitada la captación y utilización de las aguas de lluvia, tanto como la implantación de técnicas de riego por goteo o de desalinización de aguas marinas, ofrecen posibilidades atractivas de desarrollo. A todo lo anterior, se suma el hecho de que las tarifas de consumo de agua, no suelen cubrir los costos de suministro, induciendo desperdicios.
Sin descontar el proceso de calentamiento global que intensificara a escala nuestra y planetaria la escasez del agua, hay imperativos para emprender sistemáticamente la investigación sobre los recursos acuíferos. Por tanto, crear un centro de investigación en la tecnología del uso del agua, podría ser otra de las vocaciones a desarrollar en la Ciudad de México con beneficios de alcance nacional. De nueva cuenta, los esfuerzos combinados de la Secretaría de Agricultura, Conagua, la banca de desarrollo, las universidades y alianzas estratégicas con el exterior estarían a la orden del día.17
Otros proyectos descuidados se relacionan con la modernización del sector energético. Uno de ellos se asocia al impulso que merece el Instituto de Investigaciones Eléctricas para llevar al país a aprovechar y desarrollar fuentes de energía renovable e introducir sistemas indispensables de ahorro de consumos. De la misma manera, pese al desmantelamiento de PEMEX, rejuvenecer al Instituto del Petróleo podría conducir a emprender proyectos petroquímicos abandonados por décadas e impulsar otros de cogeneración con la Comisión Federal de Electricidad.
Como se ha visto, no es tarea imposible identificar funciones, actividades que ocupen poco a poco el lugar de las que cancelan la nueva o la no tan nueva estrategia de política económica nacional, sea para revertir la persistente declinación económica de la Ciudad de México o revivir su papel de impulsor de la prosperidad nacional. La nueva Constitución, siendo un paso adelante, no resuelve por entero los escollos que pesan sobre la Ciudad de México. Pero bien puede ser el detonador del rejuvenecimiento de su liderazgo económico, en tanto el eslabón faltante en la revitalización del desarrollo nacional. Pero también puede caerse en una pasividad que siga erosionando a la ciudad y al país. El no intervenir, el seguir poniendo fe en la infalibilidad de los mercados, haría persistir la destrucción creativa o la simplemente demoledora, señaladas por Schumpeter. Pero, en ese último caso, habría que admitir el desmantelamiento progresivo de la capital del país en cuanto a centro y cerebro de la economía nacional. En mérito de lo invertido por siglos en construir y embellecer la Ciudad de México, acaso sea preferible romper programáticamente el dictum de Jane Jacobs: "sociedades y civilizaciones en las cuales las ciudades se estancan sin desarrollarse ni florecer, se deterioran."18