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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.8 no.1 México ene. 2012

 

Artículos

 

El régimen de bienestar en los gobiernos de la alternancia en México

 

Well-being regime in Mexico's alternant governments

 

Gerardo Ordóñez Barba*

 

* Maestro en Desarrollo Regional y doctor en Administración Pública, investigador de El Colegio de la Frontera Norte, director de la revista Frontera Norte. Correo electrónico: <ordonez@colef.mx>.

 

Artículo recibido el 14 de noviembre de 2011
aceptado el 30 de marzo de 2012

 

Resumen

El objetivo central de este trabajo es presentar un balance de las modificaciones que los gobiernos de la alternancia —Vicente Fox (20002006) y Felipe Calderón (2006-2012)— han introducido a la política social en México, donde se destacan los aspectos que marcan una cierta continuidad en las políticas heredadas de las administraciones anteriores, así como los cambios y posibles retrocesos en las políticas y los programas de bienestar en función de sus objetivos y alcances sociales.

Palabras clave: política social, alternancia política, neoliberalismo, México.

 

Abstracts

This articles central purpose is a balance of changes that the alternant governments, Vicente Fox (2000-2006) and Felipe Calderon (2006-2012), have innovated in Mexican social policy. In it, certain aspects of policies continued from before administrations are put forth, as changes and possible drawbacks in well-being policies and programs in terms of their objectives and social reach.

Key words: social policy, alternant policy, neoliberalism, Mexico.

 

En México, la construcción del régimen de bienestar se inició hace muchos años y desde sus orígenes ha estado vinculado con algunas de las grandes tendencias que han marcado el devenir de la política social en las sociedades occidentales. En nuestra propia Constitución vigente, surgida de un proceso revolucionario, podemos constatar que al momento de su promulgación en 1917 ya contenía diversos artículos que para la época eran considerados de vanguardia. Este estatuto, junto con la Constitución de Weimar de 1919, es reconocido como uno de los primeros ordenamientos del mundo que formularon un modelo alternativo al Estado liberal de derecho, es decir, el Estado social de derecho (Rubio Lara, 1991: 90). Contrariando los principios del laissez faire dominantes en aquella época, la Constitución mexicana otorgó § facultades a los poderes públicos para intervenir en las actividades económicas, en el ejercicio de los derechos individuales de empresa y de propiedad, en la tutela de los derechos laborales y en la distribución de la riqueza nacional (tierra y recursos naturales), todo ello con el superior propósito de proteger el interés nacional.

A partir de lo anterior y de otro conjunto de responsabilidades en materia de política social (educación primaria y salud preventiva, básicamente), el Estado mexicano emprendió a lo largo del siglo XX un conjunto de reformas que tendieron puentes con algunos de los elementos constitutivos de los Estados de bienestar surgidos en la segunda posguerra. Sin embargo, como podemos constatar en los diagnósticos sociales, estos esfuerzos han sido insuficientes para cumplir con los compromisos de universalidad que implican el reconocimiento constitucional de los derechos a la educación, la salud, la seguridad social, la alimentación y a una vivienda digna. Los rezagos y carencias que hoy día padece gran parte de la población en la protección de estos derechos, es prueba contundente de la debilidad de nuestro actual sistema de bienestar (cuadro 1).

En nuestra perspectiva, el actual atraso de las políticas sociales se debe en gran parte a los efectos negativos que han provocado las medidas de liberalización aplicadas desde la década de los ochenta. Si bien es cierto que durante la etapa previa, en particular entre 1940 y 1982, la política social estuvo estructuralmente subordinada al proyecto de industrialización y entre sus beneficiarios centrales se pueden contar a los obreros, y los empleados públicos y de servicios, también se podía vislumbrar en la construcción del régimen de bienestar un proceso de inclusión gradual y, al menos formalmente, con aspiraciones universalistas. Estas peculiaridades, que de acuerdo con Emilio Duhau (1997) predominaron en Latinoamérica hasta los años setenta, han llevado a ubicar a este modelo de bienestar como una forma de universalismo fragmentado (Duhau, 1995) o estratificado (Gordon, 1999), o como un Estado de bienestar rezagado u ocupacional (Ordóñez Barba, 2002) o de seguridad social limitada (Malloy, 1986).

Como argumentaremos, tras la crisis económica de 1982 se pone en marcha una estrategia sistemática para redefinir la intervención del Estado en el desarrollo social, lo que ha ocasionado el retiro o estancamiento de la participación pública en diversas áreas del bienestar. Las reformas liberales aplicadas en las últimas tres décadas no han producido otra cosa que ampliar las barreras de exclusión heredadas; su principal oferta de cambio se ha centrado en la instrumentación de medidas compensatorias cada vez más focalizadas. El endurecimiento de las instituciones sociales de primer nivel, en particular de la seguridad social, ha propiciado el mantenimiento de condiciones que perpetúan la segmentación social e impiden a muchas personas el ejercicio pleno de los derechos sociales asociados a la calidad ciudadana. En opinión de Carlos Barba Solano (2004), este proceso de reforma ha tendido a residualizar el régimen de bienestar.

En este contexto, nos proponemos precisar cuál ha sido la posición de los dos gobiernos federales surgidos de la alternancia política -Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012)- respecto de las reformas sociales introducidas por las tres administraciones priistas que les precedieron; nos interesa valorar, sobre todo, de qué manera se ha traducido la oferta de cambio que prometía la culminación de la transición democrática, donde destacamos aquellos elementos que nos permitan identificar continuidades, modificaciones o retrocesos en el manejo de la política social.

Para aproximarnos a estos objetivos de investigación, en primer lugar habremos de presentar una recapitulación del contexto económico, social y político, y de las principales reformas implementadas entre 1982 y 2000 a las políticas de educación, salud, seguridad social, vivienda, alimentación y combate a la pobreza. En la segunda parte del documento se hará una reconstrucción de la oferta programática desarrollada por los gobiernos panistas, a fin de confrontar sus planteamientos y estrategias respecto de las políticas y programas heredados. Al final buscaremos definir en qué aspectos se diferencian estos últimos gobiernos y cuál es el rumbo que está tomando el régimen de bienestar mexicano.

 

La política social en la era de la liberalización económica: 1982-2000

En 1982, ante el recrudecimiento de los problemas económicos derivados de la crisis (caída de la producción, hiperinflación, fuga de capitales, cancelación de créditos internacionales, entre otros), el gobierno mexicano se vio forzado a negociar con el Fondo Monetario Internacional un programa de estabilización que, entre otros aspectos, incluía el compromiso de reducir el déficit fiscal, que en ese año rondó alrededor de 14% del producto interno bruto (PIB). Cumpliendo con este objetivo, en 1983 se aplicó un duro ajuste a las finanzas públicas que afectó de manera especial el gasto social, el cual descendió 15% por encima de la caída general del presupuesto programable, es decir, 30% (Ordóñez Barba, 2002). En general, ninguna de las políticas sociales se salvó de los recortes presupuestales, pero fueron los programas orientados a combatir la pobreza rural los que sufrieron las peores consecuencias, al grado de la extinción.1 De estos solo se conservaron los programas de salud asistencial del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y de distribución de alimentos de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo), aunque ya con el ímpetu sensiblemente disminuido.

Resulta paradójico que en este contexto se aprobaran en 1983 dos iniciativas constitucionales en las que se establecieron los derechos sociales a la salud y a una vivienda digna y decorosa. También en ese mismo año se anuncia el inicio de los procesos de descentralización de la educación básica y de la salud asistencial, los cuales tardarían en concluir entre 10 y 15 años con la transferencia de los servicios a la jurisdicción de los gobiernos estatales.

En la perspectiva de los cambios observados en los países que emprendieron estrategias de desmantelamiento de sus Estados de bienestar en esa misma década, la experiencia de México resultó mucho más devastadora sobre una política social todavía inacabada. Las razones no son pocas para suponer tal cuestión: la caída del gasto social resultó espectacular, se atacaron en especial los programas orientados a las poblaciones más débiles y se adoptaron medidas para liberalizar (eliminación de subsidios, privatizaciones, etcétera) buena parte de los bienes y servicios públicos de consumo general (teléfonos, carreteras, alimentos, etcétera). Entre 1981 y 1988, los presupuestos programables total y social descendieron, respectivamente, de 29.4% a 19% y de 9.3% a 6.1% con relación al PIB (Ordóñez Barba, 2002).

Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) inició su periodo de gobierno en medio de una situación económica que, si bien empezaba a ser positiva, no había logrado superar problemas como los de la inflación, el déficit público y la carga de la deuda externa. En los terrenos social y político el panorama tampoco era favorable. En esos momentos el sistema político vivió una de las peores crisis de legitimidad de los últimos tiempos derivada de las insatisfacciones sociales por los daños del ajuste económico, las dudas en torno a los procesos electorales (incluido el que llevó a Salinas a la Presidencia), la corrupción gubernamental y política, y el deterioro de las organizaciones corporativas como instancias de gestión y representación social. En estas condiciones no fue casualidad que en su discurso de toma de posesión el presidente haya propuesto un acuerdo nacional para ampliar la democracia, recuperar la estabilidad y el crecimiento y mejorar el nivel del bienestar popular (Salinas de Gortari, 1988).

Los compromisos sociales de la nueva administración federal se sustentaban en un principio básico que, por lo menos formalmente, modificaba uno de los criterios centrales de la política económica del gobierno anterior. Contra la premisa de que era necesario crecer primero para después distribuir, se antepuso la idea de crecer y distribuir como opciones paralelas no contradictorias. La promesa de ampliar los espacios de la democracia completaba la oferta de un gobierno débil que pretendía, por un lado, profundizar en el programa de ajuste económico y, por otro, recuperar apoyo popular. La articulación de estos dobles propósitos (crecimiento y distribución, ajuste y legitimación) se lograría, según el discurso oficial, ampliando las funciones del Estado como promotor de desarrollo social. Desde el punto de vista de la retórica tradicional, la posición de este gobierno pretendía dar continuidad a los propósitos fundacionales del Estado posrevolucionario que, en lo social, se había comprometido con la justicia y la equidad; no obstante, el proyecto salinista, ideológicamente identificado con el liberalismo social, se distanciaba de los que lo antecedieron al inscribirse en una racionalidad instrumental distinta. Se buscaba romper con la lógica tradicional expansionista de las políticas de bienestar que, aplicada bajo controles burocráticos o corporativos centralizados, ejercía fuertes presiones sobre el déficit público y resultaba incapaz para cubrir las necesidades básicas de cada vez más mexicanos.

En esta nueva racionalidad, la ampliación de las políticas sociales, y por consiguiente de su gasto, se llevaría a cabo atendiendo a dos criterios generales: control de las finanzas públicas, y selectividad social y programática en la aplicación de los recursos públicos. La financiación de los fondos adicionales necesarios para el mejoramiento del bienestar debía ser cubierta, fundamentalmente, por medio de una reordenación de prioridades, el ahorro público y el crecimiento de las recaudaciones fiscales. Para atender al criterio de selectividad se decidió orientar los nuevos esfuerzos públicos a atender ''cuatro temas críticos'': erradicar la pobreza, garantizar la seguridad pública, dotar suficientemente de servicios básicos a la población y restablecer la calidad de vida en la ciudad de México (Salinas de Gortari, 1988).

En el transcurso de ese sexenio, la economía registró un crecimiento moderado pero sostenido y las políticas sociales recibieron, en efecto, un financiamiento importante que les permitió recuperar en 1993 el nivel de gasto que tenían en 1981 y alcanzar en 1994 un máximo histórico (10.3% del PIB), ocupando un poco más de la mitad del gasto programable de la federación, el cual se acercó a 20% del PIB (Ordóñez Barba, 2002). Durante el gobierno salinista tuvieron lugar las primeras medidas para la privatización del sistema de pensiones y la liberalización del mercado inmobiliario; de manera adicional, se puso en marcha un ambicioso programa de combate a la pobreza extrema rural y urbana, el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol). Sin duda, durante este gobierno la situación mejoró en muchos aspectos con relación a la etapa crítica del sexenio anterior; no obstante, la mejoría también en muchos sentidos no fue suficiente para restablecer las condiciones de vida previas a la crisis de 1982. Resulta sobresaliente que aun con el flujo de recursos informado, los servicios sociales no lograran, salvo algunas excepciones (educación básica y programas de vacunación, principalmente), ampliar sustancialmente su cobertura, sobre todo entre la población de menores ingresos. Una nueva crisis en 1995 abrió otra vez un periodo de contracción que tuvo como primera víctima al Pronasol.

El ajuste a las finanzas públicas que tuvo lugar durante el primer año del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) se tradujo en una disminución del gasto social en alrededor de 15%, caída similar a la observada en el presupuesto programable. Si bien en los siguientes años hubo una recuperación del financiamiento para el desarrollo social, al grado de que en el año 2000 superó en casi 25% al registrado en 1994, la mayor parte de ese crecimiento se orientó a restituir los fondos que perdió el IMSS con la puesta en marcha de las reformas liberales al sistema de pensiones en 1997, las cuales obligaron al Estado a incrementar su participación de aproximadamente 5% en 1995 a más de 42% de los ingresos que se esperaba captaría directamente esta institución en 1998, con lo cual se cubriría el total de las pensiones en curso y parte de los seguros de enfermedades y maternidad, de invalidez, de vida y de guarderías, entre otras prestaciones sociales (Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 1998). Al finalizar el sexenio zedillista, las aportaciones federales a la seguridad social habían aumentado en casi 130% respecto de lo asignado en 1994. Derivado de ello, el resto de las políticas sociales registró en el periodo un crecimiento presupuestal promedio moderado (de entre 2 y 2.3% anual) o, incluso, negativo (de 2.9% anual en el caso de los programas de abasto y asistencia) (Ordóñez Barba, 2002).

Las iniciativas del gobierno de Zedillo en las otras áreas del bienestar se limitaron a consolidar procesos que habían iniciado durante las dos administraciones anteriores, como la descentralización de la educación básica y la salud asistencial, la eliminación de subsidios a la alimentación y a la adquisición de viviendas populares, así como a instrumentar programas compensatorios focalizados. En este último aspecto destaca la tardía intervención de esta administración gubernamental en la implementación de tres programas, dados a conocer a mediados del sexenio, que cubrían parcialmente el hueco dejado por el Pronasol. Estos, además de presentar una oferta limitada, establecieron condiciones de elegibilidad extremadamente restrictivas: el Programa para Superar la Pobreza, con el que se rescatan algunas acciones productivas y de infraestructura; el Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa, actualmente Programa Oportunidades), diseñado para atender a población rural en situación de indigencia, y el Programa de Ahorro y Subsidios para la Vivienda Progresiva (Vivah), orientado a ofrecer apoyos a las familias pobres para la construcción o mejoramiento de sus viviendas.

Para cerrar este apartado, enseguida se expondrá un recuento de las principales reformas sociales instrumentadas en estos 18 años (de 1982 al 2000), según el orden cronológico en que se fueron instrumentando.

Descentralización de la educación básica.

La reforma educativa emprendida en 1983 por Miguel de la Madrid (1982-1988) tuvo como una línea de trabajo prioritaria la redistribución de responsabilidades entre los gobiernos federal y estatales para ayudar a racionalizar la asignación de recursos, a diversificar y ampliar las fuentes de financiamiento, a mejorar los resultados y a homogeneizar los contenidos educativos. Este proyecto tuvo como base la desconcentración administrativa que había iniciado la Secretaría de Educación Pública (SEP) en 1979 mediante la creación y desarrollo de delegaciones generales en cada entidad federativa, las cuales en 1982 ya ''operaban totalmente los servicios de educación inicial, preescolar, primaria, indígena, especial, física, secundaria (general, técnica y telesecundaria), normal y adultos'' (Reyes, 1986).

Con esta plataforma de despegue, la federación propuso, por medio del Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988 y de otros decretos que aparecieron en 1983 y 1984, la bases para descentralizar al sector. En su formulación, la descentralización era entendida como un proceso gradual, negociado con cada uno de los gobiernos estatales, que buscaba la integración de los servicios educativos de todo tipo, con excepción de la educación media y superior, en un solo órgano de coordinación local. Con ello se pretendía que el encargado de esta dependencia, que sería nombrado conjuntamente por la SEP y el gobierno estatal en cuestión, tuviera las facultadas para administrar y coordinar los servicios que hasta ese momento eran prestados de manera independiente por la federación y los estados. El logro de este propósito significaba incorporar en administraciones territoriales a alrededor de 19 millones de estudiantes y a cerca de 600 000 profesores registrados en 1983, de los cuales aproximadamente 24% pertenecía a los sistemas estatales (Ordóñez Barba, 2002).

A partir de la consideración de las diferencias en las condiciones laborales de los maestros entre los sistemas federal y estatales y como una forma de evitar las resistencias del poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), la reforma consideró oportuno no modificar sus respectivos regímenes jurídicos y administrativos, de tal suerte que se mantienen sin cambios las relaciones laborales, los derechos individuales y colectivos, las normas de funcionamiento y la propiedad de los inmuebles. De esta manera, después de sortear las resistencias de algunos gobernadores y la oposición del sindicato, comenzaron a concretarse los acuerdos para la creación de las direcciones generales de Servicios Coordinados de Educación Pública en cada estado. En 1987 se logró completar la transferencia de los servicios educativos a todas las entidades del país, con excepción del Distrito Federal y el Estado de México, que continuaron con el régimen jurídico y administrativo anterior (Martínez Assad y Ziccardi, 1992: 437). Con estos avances, el gobierno de Salinas emprendió un nuevo programa de modernización educativa que culminó con la descentralización de los servicios de educación básica y normal hacia los 31 gobiernos estatales en 1993; solo el Distrito Federal quedó fuera de esta medida.

Descentralización de la salud asistencial

Para ampliar la cobertura de la sanidad a la población abierta, Miguel de la Madrid buscó una mayor participación de los gobiernos estatales con el llamado Sistema Nacional de Salud. La puesta en marcha de esta iniciativa comenzó con la reforma al artículo cuarto constitucional en 1983, para alentar ''la concurrencia de la Federación y las entidades federativas en materia de salubridad general'' (Secretaría de Gobernación, 1983). Con la promulgación de la Ley General de Salud en 1984 se reglamentaron las bases de un incipiente proceso descentralizador con el que se proponía puntualizar o redistribuir competencias y crear sistemas estatales de salud. En estos, las administraciones locales tendrían la capacidad de decisión para planear, organizar y desarrollar las actividades del sector en su territorio.

Este proceso fue interrumpido en 1987 ''debido en parte a las quejas de los beneficiarios y del personal por el deterioro de la calidad de los servicios que administraban los gobiernos estatales'' (Friedmann, Lustig y Legovini, 1997: 394-395). Durante la década de los noventa se reactivó la transferencia a un número mayor de gobiernos, hasta completar las 31 entidades federativas en 1998. Más allá de que la descentralización de la salud haya tardado en madurar más de 15 años y que pudiera tener efectos positivos en la organización de los recursos en el territorio y el conocimiento de la problemática en sus particularidades regionales, existen una serie de interrogantes que desde su origen planteaba la reforma. Ignacio Almada Bay (1986) identificó dos riesgos en torno a la descentralización emprendida en esta época: una posible desvinculación entre la esfera normativa, de concepción y evaluación en poder de la Secretaría de Salud y la ejecución de las decisiones en manos de los gobiernos estatales, y las debilidades estructurales que padecían estos últimos (y que en algunos casos las siguen padeciendo).

Eliminación de los subsidios generalizados a la alimentación

La política alimentaria, al igual que el combate a la pobreza rural, experimentó algunas de las peores consecuencias del ajuste presupuestal registrado en el sexenio de Miguel de la Madrid. El primer paso fue la eliminación del Sistema Alimentario Mexicano (SAM) en 1983. Dado el relativo fracaso de las anteriores políticas (fundamentalmente del SAM y de los subsidios generalizados aplicados por la Conasupo) y ante la austeridad impuesta por la crisis económica, el gobierno puso en marcha un programa de reestructuración de la política, indicado en los planes nacionales de Desarrollo y de Alimentación, que se propuso modificar las dimensiones de la intervención estatal en todas las fases del ciclo alimentario (producción, transformación, comercialización y consumo), de tal forma que pudieran beneficiar solo a los sectores de más bajos recursos y atender a un estricto control de prioridades. Se identificó como sectores sociales preferentes a los habitantes de regiones afectadas en particular por la desnutrición, así como los lactantes, los preescolares y las mujeres en gestación (Secretaría de Gobernación, 1988).

La aplicación de la estrategia significó para la Conasupo -que era la institución medular de la política alimentaria-, la reestructuración de sus bases de funcionamiento. A grandes rasgos, pasó de ser un organismo dedicado a distribuir alimentos a importador de granos, de aplicar subsidios generalizados (al maíz, frijol, arroz, oleaginosas y sorgo) a subsidios específicos (a tortillas, leche y harina de maíz) para sectores pobres, y de establecer controles de precios a regulador de mercados. ''En la práctica se conservarían los subsidios al consumo de tortilla y leche, pero convertidos en programas restringidos que alcanzaban a los pobres de manera irregular y azarosa, debido a los complejos procedimientos burocráticos para lograr los documentos necesarios para obtener esos beneficios'' (Brachet-Márquez y Sherraden, 1993: 345).

Dado el deterioro económico que siguió sufriendo el país y considerando sus consecuencias en el poder adquisitivo de la población, el gobierno comenzó a flexibilizar su estrategia casi, en 1986, al finalizar el sexenio por medio de dos programas alternativos: de Protección al Salario y el Consumo Obrero y Acciones de Apoyo a la Economía de la Familia Campesina. En diciembre de 1987 se hace público un acuerdo entre el gobierno y los sectores obrero, campesino y empresarial, llamado Pacto de Solidaridad Económica, en el que se propone frenar la inflación con ajustes a las finanzas públicas, negociaciones salariales congruentes con el objetivo antiinflacionario y reducciones a los aranceles. De manera compensatoria al efecto generalizado por la contención salarial, el Estado retomó temporalmente la política de subsidios generales a partir de 1988, siendo nuevamente abandonada en 1990 (Friedmann, Lustig y Legovini, 1997).

La reorientación de la política alimentaria observada en este gobierno constituyó el núcleo central de las directrices adoptadas por las dos administraciones federales que siguieron en turno: el desmantelamiento de la Conasupo continuó y solo se buscaron nuevas alternativas para ampliar los subsidios específicos.

Privatización de las pensiones

Durante la segunda mitad de su administración, Salinas de Gortari propuso cambios a diversos artículos de las leyes que norman la actividad y responsabilidades de la seguridad social con el propósito de evitar su posible quiebra financiera, principalmente en lo relativo al seguro de pensiones, formalmente llamado Seguro de Invalidez, Vejez, Cesantía y Muerte (SIVCM). Con estas enmiendas, que se formalizaron después de un largo proceso de negociación con empresarios y sindicatos (Bertranou, 1995), el gobierno se propuso romper con el régimen redistributivo intergeneracional (también llamado de reparto) que permitía pagar las pensiones en curso y, con sus excedentes, cubrir parte de la expansión física requerida por el Seguro de Enfermedades y Maternidad (SEM); es decir, la salud. Este esquema, de acuerdo con las predicciones, entraría en una etapa crítica al confluir dos factores: los crecientes déficit del sem y la reducción del superávit del SIVCM debido al envejecimiento de la población. En estas condiciones financieras, según el pronóstico oficial, en un futuro no muy lejano a las instituciones les sería imposible garantizar a sus asegurados el disfrute pleno de ambas prestaciones sociales.

Anticipándose a ese evento, la administración de Salinas emprendió entre 1992 y 1993 la aprobación legislativa de reglas distintas para la conformación de los fondos de pensiones, creando el Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR) (Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 1992; Instituto Mexicano del Seguro Social, 1993). Esta reforma tuvo como objetivo central sustituir al viejo régimen de reparto mediante el establecimiento de la individualización de las aportaciones tripartitas. Con el nuevo sistema, las contribuciones comenzaron a depositarse en cuentas individuales únicas que con el tiempo formarían los recursos necesarios para el sostenimiento de cada pensionado. Como veremos, esta iniciativa también modificó la dinámica de los fondos de vivienda al incorporarlos como una subcuenta dentro de la estructura del SAR.

En los decretos originales de 1992 y 1993 se preveía que las cuentas individuales del SAR serían administradas por instituciones de crédito o entidades autorizadas por la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar), órgano federal dependiente de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Muchas de las ideas comprendidas en este proyecto serían aterrizadas y ampliadas en el sexenio siguiente con la aprobación de nuevas reformas a la Ley del Seguro Social (en 1995) y a la Ley de los Sistemas de Ahorro para el Retiro (en 1996), las cuales entraron en vigor a partir del segundo semestre de 1997.

Con los cambios a los ordenamientos jurídicos promovidos entre 1995 y 1996, el gobierno concretó las reglas de integración y funcionamiento del sistema de seguridad social que entraría en vigencia el 1 de julio de 1997. En lo referente a la reforma de las pensiones se estableció que el SAR estuviera integrado por tres subcuentas: la primera, constituida con los seguros para el Retiro, Cesantía en Edad Avanzada y Vejez; la segunda, nutrida con aportaciones voluntarias adicionales de los propios trabajadores, y la tercera, conformada con el Fondo para la Vivienda (FV). Para los dos primeros fondos se dispuso la instauración de las Administradoras de Fondos para el Retiro (Afores) y de las Sociedades de Inversión Especializada en Fondos para el Retiro, como sociedades mercantiles sujetas al control de la Consar, con capacidad para manejar e invertir las cuentas individuales en bonos gubernamentales o en diversos instrumentos privados que generen rentas y respalden actividades productivas.

En este esquema, cada trabajador elegiría libremente a la entidad que administraría sus ahorros, y estas, a cambio de una comisión, adquiría el compromiso de garantizar un rendimiento anual de por lo menos 2% por encima de la inflación. Para el caso del FV, se determinó que los recursos siguieran operando bajo el control del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores, aunque ahora observando características similares a las de una Afore en la medida que esos fondos se reportarían en las cuentas individuales.

Desde el punto de vista de los efectos de la reforma en los montos de las pensiones y de las prestaciones económicas derivadas de otros riesgos, la situación aún es incierta; no obstante, si se analiza con más detalle la nueva Ley del Seguro Social (Instituto Mexicano del Seguro Social, 1995) encontramos diferencias con la anterior en dos aspectos: en primer lugar, se proyectó incrementar la pensión mínima de invalidez, vejez o cesantía en edad avanzada, de 80 a 100% de un salario mínimo, lo que representó una mejoría marginal tomando en cuenta el deterioro gradual del poder adquisitivo del salario mínimo (artículo 168 de ambas leyes); en segundo lugar, con la nueva Ley se incrementó en 2.5 veces el número de semanas cotizadas al IMSS (de 500 a 1250; es decir, de casi 10 años a un poco más de 24 años) que un trabajador debería cubrir para tener derecho a una pensión por cesantía, a partir de los 60 años de edad, y por vejez, de los 65 años en adelante (artículos 154 y 162); de no alcanzarse esa cifra por algún accidente o enfermedad profesional que incapacite al trabajador de forma permanente, se deberá contratar un ''seguro de sobrevivencia'' cuyo monto será determinado por los ahorros de la cuenta individual y por una aportación adicional del IMSS; en caso de muerte se mantendrá la misma composición de recursos y la aseguradora pagará a los beneficiarios una renta vitalicia (artículo 159).

De entrada, estos elementos permiten apreciar la persistencia de un nivel de protección social precario para aquellos individuos (y sus dependientes) que pudieran encontrarse en situación de pobreza al momento de la jubilación o de sufrir una enfermedad o un accidente que los incapacite de manera permanente o les cause la muerte. Según Georgina Rangel (1995), los peores efectos de este probable panorama perjudicarían mayormente a las mujeres debido a su menor disponibilidad de ingresos, a su mayor longevidad y, en general, a sus desfavorables condiciones de subsistencia, salud y posición en la estructura social. En general, el escenario proyectado por la nueva Ley no garantizaba una mejoría sustancial respecto de las condiciones previas, tomando en cuenta la actual distribución salarial y la evolución negativa del empleo, los salarios y la inflación, así como las restricciones de la competencia en el mercado privado de pensiones y los costos adicionales que implicó la reforma, tanto para los individuos (comisiones y primas de riesgo) como para el Estado (pago de pensiones actuales e incremento de subsidios al IMSS debido a su descapitalización) (Ulloa Padilla, 1996).

Liberalización del mercado inmobiliario

El Programa Nacional de Vivienda 1990-1994 calculaba que era indispensable construir 1 300 000 de viviendas y mejorar 1 500 000 más, a fin de evitar el incremento del déficit. De acuerdo con José Francisco Ruiz Massieu, para lograr este propósito era necesario modernizar los organismos encargados del financiamiento de las viviendas;

disminuir el subsidio en el otorgamiento de los créditos para los sectores medios y de bajos ingresos y apoyar más acciones de vivienda progresiva y mejorada; buscar mecanismos más eficientes para la asignación de los recursos a modo de canalizarlos a quienes más lo necesitan; conservar el valor real de las aportaciones no utilizadas evitando los subsidios cruzados; inducir mayor oferta de vivienda nueva del sector privado y fomentar la autoconstrucción (Ruiz Massieu, 1994: 231-232).

Para el sector público, los cambios en las directrices de la política tuvieron implicaciones de muy diversa índole, según la función social y características particulares de cada organismo, pero de manera unívoca tendieron a reducirlo a un apoyo financiero complementario de las acciones de la banca comercial y de las empresas constructoras. Dadas las restricciones prevalecientes en el entorno financiero al inicio del sexenio salinista, el programa de reformas en materia habitacional necesariamente tendría que avanzar de forma paralela al proceso de liberalización económica, particularmente en lo relativo a la desregulación y reprivatización de las instituciones bancarias. Con este fin, entre 1989 y 1991 se establecieron una serie de modificaciones a la legislación que permitirían, entre otras cosas, la eliminación paulatina del encaje legal, que obligaba a destinar ahorros a viviendas de interés social, y la venta de los bancos a particulares (Aspe Armella, 1993). En este nuevo marco legal, entre 1991 y 1992 se vendieron los 18 bancos que habían sido nacionalizadas en 1982 por José López Portillo (1976-1982), pero ahora contando con mayor libertad para otorgar créditos y definir tasas de interés, en medio de un supuesto ambiente de mercado competitivo.

La conclusión de esta faceta de la reforma del Estado tuvo efectos inmediatos en la política habitacional. La banca se convirtió en el agente principal de esta política, con capacidad para articular la estructura financiera de los créditos individuales, procurando conciliar dos elementos: las prioridades y restricciones públicas y el ingreso familiar. En 1992, la banca incrementó en más de 500% el volumen de recursos invertidos en vivienda, acrecentando en casi 42% su participación en la inversión nacional, en la cual nuevamente ocupó, después de muchos años de haberlo perdido, el primer lugar en la provisión de financiamiento con 68.4% del total (Ordóñez Barba, 2002).

Con los movimientos en la escala financiera registrados a partir de 1992, el país pudo contar con una mayor cantidad de recursos (aproximadamente 2.5 veces más que en 1991) para cubrir las necesidades de vivienda. Esta disponibilidad adicional de inversión inmobiliaria, sin embargo, no se tradujo en menores costos sociales ni en beneficios para todo el conjunto nacional; por el contrario, tuvo repercusiones negativas que afectaron en mayor medida a los sectores sociales de menores ingresos, incorporados o excluidos de los sistemas de la seguridad social. Para los asegurados, las repercusiones provinieron tanto de la nueva política de recuperación de créditos de sus instituciones, que exigía por lo menos mantener el valor real de las inversiones dadas las condiciones establecidas por el SAR, como por la complementariedad financiera auspiciada por la banca, que cobraría intereses de mercado; ambos elementos confluyeron en un aumento de la carga individual que debía pagarse por la adquisición de una vivienda de interés social.

Para la población potencialmente usuaria del financiamiento del Fondo de Operación y Financiamiento Bancario a la Vivienda, tradicionalmente los sectores medios de la sociedad, los impactos fueron similares tomando en cuenta la eliminación del subsidio y el aumento de la participación bancaria en la composición de los préstamos. Por último, para la población que no contaba con un empleo formal o que por su nivel de ingreso no podía acceder a los circuitos financieros públicos o privados, el acceso a recursos de tipo habitacional resultó cada vez más limitado (Villavicencio Blanco, 1997).

En resumen, la liberalización de la política habitacional trajo consigo, por un lado, un crecimiento sin precedentes de la inversión disponible que, como aseguran los datos oficiales, sirvió para financiar alrededor de 1 900 000 de viviendas, una cantidad cercana a 73% de la cifra acumulada entre 1925 y 1988 (Ruiz Massieu, 1994: 265, cuadro 2); por otra parte, no obstante esta expansión, los canales de acceso a estos recursos y bienes se hicieron más estrechos para los sectores más pobres de la sociedad, incluso dentro de aquellas instituciones que formalmente debían atenderlos. En otras palabras, la acción inmobiliaria promovida por el Estado en ese sexenio se entrampó en un doble efecto: la ampliación de la oferta y el incremento de la desigualdad. La quiebra técnica del sistema bancario nacional, producida por la crisis de 1994-1995, que llevó a muchos acreditados a devolver las viviendas o a declararse insolventes, puso en duda, además, la eficacia de esta opción como ordenadora de la política en un marco regulador prácticamente abierto.

Mayor focalización en la lucha contra la pobreza

La crisis económica de principios de los ochenta ocasionó que durante la gestión de De la Madrid la mayoría de los programas de combate a la pobreza desaparecieran. En el sexenio de Salinas de Gortari, la lucha contra la pobreza volvió a la agenda de gobierno, pero mediante políticas que no estuvieran en contradicción con el mercado, lo que dio origen al Pronasol. Con este se propuso abatir la pobreza en tres vertientes de acción: bienestar social (salud, alimentación, educación, vivienda, servicios básicos y regularización de la tenencia de la tierra), proyectos productivos y subprogramas de desarrollo regional.

En el diseño del Pronasol se rescató parte de la experiencia adquirida con el Programa Integral para el Desarrollo Rural y la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados, pero se introdujeron algunas novedades, ya que atendió no solo a la población rural sino también a la urbana y a otros grupos vulnerables, e involucró a los ayuntamientos y la participación comunitaria en un esquema descentralizado de gestión. En este marco, las diferencias más significativas que encontramos con las iniciativas de los años setenta radican en su relación con los entornos económico e institucional. En general, se procuró desvincular el combate a la pobreza de factores que incidieran negativamente sobre el comportamiento de las variables macroeconómicas o distorsionaran el funcionamiento de los mercados. El control del déficit fiscal fue el principal objetivo y a él se supeditó todo el conjunto de las políticas involucradas en el desarrollo social. La eliminación de la mayoría de los subsidios generalizados a la producción y consumo de alimentos y la reducción o el retiro de la participación estatal en diversas áreas del desarrollo fueron algunas de sus principales consecuencias. Estos cambios, si bien realzaron el papel del Pronasol al situarlo como el único canal de acceso a recursos públicos para la población pobre, también provocaron su aislamiento y dificultaron las posibilidades de integración de sus beneficiarios a políticas de bienestar más estables y de mayor alcance.

Ante este escenario, lejos de proponer modificaciones tendientes a ampliar el rango de acción de los programas enfocados a combatir la pobreza, el gobierno siguiente decidió establecer una iniciativa mucho más restrictiva y focalizada. Al inicio de su administración, Zedillo desaparece el Pronasol, el cual es sustituido por el Programa para Superar la Pobreza (publicado tardíamente, a mediados de su gestión, en donde se rescatan, como se dijo anteriormente, algunas acciones productivas y de infraestructura) y por el Progresa, que inició en 1997 y fue diseñado para atender solo a población rural en situación de indigencia, a fin de otorgarle apoyos económicos y en especie para mejorar su situación alimentaria, educativa y de salud.

 

La política social de la alternancia política: 2000-2010

En el marco de las reformas sociales que se llevaron a cabo en los tres sexenios anteriores, el primer gobierno surgido de la oposición, después de más de 70 años con un sistema de partido dominante, no logró desarrollar una propuesta alternativa y se limitó a dar continuidad a las políticas heredadas. Las modificaciones introducidas por el gobierno de Fox en el manejo de la política social se restringieron a la puesta en marcha del Seguro Popular contributivo como vía para acceder a los servicios de salud asistenciales, la extensión de la cobertura de Progresa (ahora Oportunidades) al ámbito urbano y la instrumentación de una serie de programas altamente focalizados incluidos en la llamada estrategia Contigo (Hábitat, Microrregiones, Desarrollo de Comunidades Indígenas, entre otros).

El segundo gobierno incluido en este periodo, el de Calderón, en gran parte ha optado por mantener la estructura programática de su antecesor; no obstante, también ha puesto en marcha una serie de programas para la superación de la pobreza que igualmente resultan muy focalizados y, en algunos casos, hasta discriminatorios. Recientemente todos los programas de este tipo han sido integrados a una nueva estrategia denominada Vivir Mejor, la cual, como veremos, al menos introduce un planteamiento novedoso de la política social y su vinculación con la política económica, así como algunas nuevas iniciativas que buscan reducir las desigualdades regionales y los rezagos acumulados en materia educativa en los niveles medio superior y superior.

Desde el punto de vista del desempeño económico, debemos mencionar que ambos gobiernos han estado inmersos en un entorno internacional poco favorable que ha impedido a la economía crecer a las tasas requeridas para potenciar el desarrollo. Entre 2001 y 2006, el PIB apenas creció a una tasa promedio anual de 2.3%, y de 2007 a 2010 el crecimiento ha sido prácticamente nulo (0.3% en promedio anual). Además de la crisis hipotecaria y la desaceleración de la economía estadounidense iniciada en 2007, en 2008 se presentaron condiciones adversas adicionales (como los elevados precios del petróleo y la escasez de alimentos), que han afectado negativamente las proyecciones de crecimiento de los próximos años, al grado de provocar el estallido en 2009 de una crisis financiera internacional cuyos efectos aún no han sido superados. Aunado al desempleo, en estos años se observó una escalada de precios en los productos básicos que impactó directamente la economía de las familias, sobre de las de menor ingreso. Esta situación, como también expondremos con mayor detalle, forzó a la administración de Calderón a instrumentar medidas para incentivar la producción de alimentos, paliar los efectos de la inflación alimentaria entre los más pobres, y estimular la producción y el empleo.

En este contexto, en lo que resta de este trabajo daremos cuenta de los principales cambios incorporados por los gobiernos panistas a las políticas sociales heredadas, para lo cual habremos de seguir el mismo orden de presentación de la sección anterior, retomando, a manera de contrastación, las frases que sintetizan el espíritu de las reformas ya descritas.

Descentralización de la educación básica

En este aspecto ninguno de los dos gobiernos ha propuesto cambios sustanciales al esquema de descentralización iniciado en 1983 y concluido de manera parcial en 1993. En este sentido, tampoco ha habido avances en la transferencia de los servicios de educación básica a las autoridades del Distrito Federal, que se mantienen reticentes a recibir las responsabilidades y compromisos implícitos. En lo único que se ha intentado introducir modificaciones en estos niveles educativos es en el mejoramiento de la calidad a través de iniciativas que buscan dotar de nuevas tecnologías de enseñanza (Enciclomedia), y la implementación de pruebas nacionales de conocimientos (enlace) y de programas compensatorios para incentivar el desempeño en las aulas (Escuelas de Calidad).

Con este mismo objetivo, la SEP y el SNTE firmaron en mayo de 2008 la Alianza por la Calidad de la Educación con la que se propone: la modernización de los centros escolares (equipamiento, tecnología, infraestructura, etcétera), la profesionalización de los maestros y autoridades educativas, el bienestar y desarrollo integral de los alumnos (alimentación, becas, etcétera) y su formación integral para la vida y el trabajo (reforma curricular), así como la evaluación permanente y sistemática. Como veremos en el apartado de superación de la pobreza, a través de la estrategia Vivir Mejor se busca ampliar la oferta educativa para los niveles de educación media superior y superior mediante el otorgamiento de becas vinculadas al Programa Oportunidades.

Descentralización de la salud asistencial

Las acciones que se han emprendido en los últimos 10 años, lejos de modificar el proceso de descentralización de los servicios de salud a la población abierta han tendido a fortalecerlo, ofreciendo incentivos a los gobiernos locales para que asuman los nuevos programas federales, como el de Seguro Popular, iniciado en el periodo de Fox, y el de Seguro Médico para una Nueva Generación, impulsado por Calderón desde el inicio de su mandato. Cabe destacar que a través de ambos seguros se propuso lograr la universalización de la salud en 2010, según se destaca en los compromisos de Vivir Mejor. Este propósito implicaba ampliar la cobertura de casi 22 millones a 60 millones de personas aseguradas en tan solo tres años.

No obstante lo anterior, los cálculos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social indican que para 2010 casi una tercera parte de la población aún no tenía acceso a los servicios de salud; adicionalmente nos parece que habría que considerar las principales críticas que se han hecho al Seguro Popular, entre las que sobresalen la baja calidad de los servicios que se ofrecen, sobre todo en las entidades más pobres, y una escasa cobertura en el medio rural. Respecto del otro seguro, solo cabría añadir que a nuestro juicio resulta profundamente injusto en la medida en que se propuso atender únicamente a los niños nacidos a partir de 1 de diciembre de 2006, es decir, el día en que Calderón asumió el poder; a las familias de estos niños se les incluiría en el Seguro Popular. Tales despropósitos implican una discriminación abierta para millones de niños y niñas que no tuvieron la suerte de ser considerados como parte de una ''nueva generación''.

Eliminación de los subsidios generalizados a la alimentación

Ante la situación de escasez e incremento de los precios internacionales de los alimentos básicos, se anotó ya, el gobierno de Calderón anunció en mayo de 2008 la puesta en marcha de una estrategia emergente denominado Acciones de Apoyo a la Economía Familiar con tres objetivos principales: facilitar el abasto y el acceso de los consumidores a los mejores precios de los alimentos en el mercado internacional, impulsar la producción de alimentos y aumentar la productividad en el campo, y proteger el ingreso y fortalecer la economía de las familias más pobres (Secretaría de Desarrollo Social, 2008). Si bien las medidas concretas que se adoptaron con esta estrategia no significan el retorno indiscriminado a la política de subsidios generalizados que se privilegió en la década de los setenta, su instrumentación sí implicó un cambio en la gestión de la política alimentaria y en el manejo de otros subsidios.

Entre las acciones a desarrollar se encontraban: reducción o eliminación de aranceles e impuestos a la importación de trigo, arroz, maíz, frijol, leche en polvo, sorgo, pasta de soya, fertilizantes nitrogenados e insumos químicos; créditos preferenciales a los pequeños productores y financiamiento para la compra de tractores, maquinaria y equipos; impulso a la tecnificación del riego y fortalecimiento de todos los programas que apoyan a los productores de maíz, frijol, caña de azúcar y leche; mantenimiento del apoyo generalizado al precio de la gasolina, diesel y gas lp; sostenimiento, sin cambios, del precio de la leche Liconsa y la harina de maíz que se vende en la tiendas Diconsa, y, por último, incremento de los montos en dinero en 120 pesos mensuales que se otorgan a beneficiarios del los programas Oportunidades, Alimentario para Zonas Marginadas y de Apoyo Alimentario de Diconsa. Lo único que aún no se sabe es cuánto durará la aplicación de las medidas de apoyo al consumo e ingreso familiar, si son financieramente sustentables en el mediano plazo los subsidios a la gasolina, el diesel y gas (que representan alrededor de 20 000 millones de dólares), y si una vez superada la emergencia se mantendrán los incentivos a la producción en el campo.

Privatización de las pensiones

En materia de pensiones las medidas tomadas en la última década han tendido a fortalecer el régimen heredado, haciendo ligeros ajustes a la regulación de las administradoras privadas de los fondos pensionarios para reducir comisiones y propiciar una mayor competencia entre ellas. En sintonía con la reforma iniciada en 1992, en 2007 se aprobaron cambios a la Ley del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (ISSSTE, 2007), donde se estableció un régimen de pensiones para los empleados públicos federales similar al que ya se aplicaba a los trabajadores de la iniciativa privada, el cual entró en vigor en julio de 2008. Si bien hay algunas diferencias entre uno y otro esquema, en ambos casos se busca romper con el sistema de reparto o de solidaridad intergeneracional, dando paso a la individualización de las cuentas y, en un plazo de tres años, a su transferencia a la administración privada de los fondos para el retiro.

Liberalización del mercado inmobiliario

En el caso de la vivienda tampoco ha habido cambios que indiquen una nueva orientación en la política inmobiliaria. En general, en los casos de las familias que cuentan con seguridad social o tienen capacidad de pago, la participación pública se mantiene solo como un soporte complementario del financiamiento de la banca comercial y de las empresas constructoras. Para el resto, cuyo ingreso familiar es inferior a dos salarios mínimos, se han desarrollado dos programas marginales que iniciaron en la administración de Zedillo y que son administrados por el Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares: el Programa Vivienda Rural y el Programa de Ahorro y Subsidio para la Vivienda Tu Casa (en el sexenio de Zedillo este último se denominaba Vivah). A estos se suman una serie de iniciativas que buscan modificar ciertas condiciones constructivas de las viviendas de los hogares en pobreza (Piso Firme), dotar de certeza jurídica los derechos de propiedad (Regularización de Asentamientos Irregulares), o ampliar la infraestructura y los servicios básicos y mejorar el entorno urbano (Hábitat).

Mayor focalización en la lucha contra la pobreza

En relación con la superación de la pobreza, los dos primeros años del gobierno de Fox se pueden caracterizar como de un cierto inmovilismo, pues si bien le da continuidad al Progresa, no es sino hasta 2002 cuando lanza una ''nueva'' estrategia denominada Contigo, la cual integró alrededor de 16 programas; la mayoría de ellos ya habían sido creados durante las administraciones anteriores y los que se fueron elaborando en este sexenio (Hábitat, Microrregiones, Zonas de Alta Marginación y Desarrollo de Comunidades Indígenas) tuvieron una participación muy baja de los presupuestos para la superación de la pobreza. De estos fondos, solo Oportunidades y el Fondo de Apoyo para la Infraestructura Social ejercían más de la mitad de los recursos totales.

Desde este punto de vista, se pude concluir que la lucha contra la pobreza en el gobierno de Fox siguió concentrada en las áreas que ya habían sido perfiladas durante el sexenio anterior; incluso se observó una mayor presencia de Oportunidades, lo que en parte se explica por la ampliación de su cobertura al ámbito urbano, la expansión de los apoyos educativos a niveles de educación media superior y la inclusión de un nuevo subprograma (que consiste en la conformación de un fondo de ahorro que estará disponible para los beneficiarios de becas educativas cuando concluyan la educación media superior).

Del mismo modo como lo han hecho diversos gobiernos en el pasado, el de Calderón también estableció en abril de 2008 una estrategia integradora que denominó Vivir Mejor, con la cual se propuso:

Ordenar a las políticas públicas en tres acciones principales: continuar desarrollando las capacidades de los mexicanos, en especial de las niñas y los niños, garantizándoles acceso a la educación, la salud y a una vivienda digna; proporcionar una Red de Protección Social que evite una pérdida catastrófica en las familias más pobres ante la enfermedad o la pérdida del empleo; y facilitar el acceso al empleo formal a todas las mexicanas y los mexicanos, fortaleciendo la coordinación entre la política social y la política económica (Gobierno federal, s.f.: 8).

Como se reconoce en el documento que lanza esta estrategia, se busca echar mano de gran parte de los programas ya existentes, y solo se irán agregando algunos en forma complementaria. Entre lo novedoso encontramos el objetivo de ampliar la oferta en los niveles de educación media superior y superior mediante el otorgamiento de becas y la ampliación de la infraestructura, el propósito de universalizar el acceso a los servicios de salud pública en un plazo de tres años, el compromiso de formar y fortalecer fondos especiales para atender a personas vulnerables y, lo que nos parece más importante, la idea de vincular a las políticas social y económica para la ampliación de las oportunidades de trabajo e ingresos en los hogares.

Debido a lo reciente de su puesta en marcha resulta difícil valorar las posibilidades de éxito de esta estrategia; sin embargo, analizando algunos de sus componentes podemos adelantar algunas conclusiones: en primer lugar, los supuestos objetivos universalistas se contraponen con los propósitos y cobertura de algunos programas que integran Vivir Mejor, los cuales no solo resultan en extremo focalizados sino hasta discriminatorios de ciertas poblaciones. En este caso se encuentran el Seguro Médico para una Nueva Generación, que únicamente atiende a niños nacidos a partir del 1 de diciembre de 2006, el Programa de Empleo Temporal, que actúa exclusivamente en localidades de menos de 15 000 habitantes, y el Programa de Atención a los Adultos Mayores de 70 años y más, que otorga 500 pesos mensuales a personas que residen en localidades de hasta 20 000 habitantes; en segundo término, aunque se mencionan apoyos para reducir los rezagos en materia de vivienda, no se establecen acciones claras para mejorar o sustituir a las que están en malas condiciones ni para afrontar la demanda insatisfecha presente y futura de nuevas viviendas; por último, tampoco hay claridad en cómo habría de generarse o propiciarse la creación de empleos formales y estables.

 

A manera de conclusión: el rumbo del régimen de bienestar mexicano

Como hemos podido comprobar, la alternancia política no se ha traducido en cambios significativos a las reformas conservadoras de la política social iniciadas en la década de los ochenta. Entre las modificaciones más destacables que denotan algún avance respecto del periodo anterior se encuentran: la creación del Seguro Popular como alternativa de atención médica para la población no derechohabiente y el proyecto de universalizar los servicios de salud; la puesta en marcha de un programa emergente para paliar los efectos del aumento de los precios internacionales de los hidrocarburos y alimentos, lo que supone al menos una reconsideración temporal y parcial a la política de eliminación de subsidios generalizados; la ampliación del Programa Oportunidades a las zonas urbanas; el propósito de ampliar la oferta de los niveles de educación media superior y superior, y la idea de establecer nexos estructurales entre las políticas social y económica a fin de ampliar las oportunidades de acceso a empleos formales. En contraparte, encontramos como retrocesos el establecimiento de programas discriminatorios para niños, adultos mayores y desempleados.

En general, aun si se consideran los avances, se puede decir que sustancialmente el sistema de bienestar mexicano sigue manteniéndose sobre la ruta trazada en las dos últimas décadas del siglo XX; también se puede afirmar que este régimen de bienestar pasó en esa etapa de ser un proyecto universalista inacabado (fragmentado, estratificado, dual o segmentado, según se quiera) a otro en el que la política social asume una posición deliberadamente limitada, residual y compensatoria.

Todavía es pronto para valorar los alcances que tendrán las buenas intenciones planteadas por el gobierno de Calderón, pero en los hechos, con excepción de la educación primaria y la salud preventiva, el acceso a los servicios que se derivan de los derechos sociales a la educación secundaria, a la atención médica, a la seguridad social (pensión y seguros contra riesgos) y a la vivienda no están garantizados para amplios sectores de la población que permanecen marginados, absoluta o parcialmente, de los circuitos redistributivos del Estado.

Podemos concluir que el Estado mexicano se encuentra todavía muy lejos de cumplir con los compromisos que definen a un sistema de bienestar avanzado en el marco de las democracias capitalistas modernas. El problema actual es si podrá avanzar en ese sentido. En las condiciones actuales y a falta de un proyecto político común que renueve el contrato nacional y proponga alternativas viables de inclusión a los servicios y prestaciones básicas, lo más probable es que se sigan reproduciendo las inercias de una política social inacabada, restringida e insolidaria.

 

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Notas

1 Los programas eliminados ese año fueron: el Programa Integral para el Desarrollo Rural, la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados, y el Sistema Alimentario Mexicano.

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