Compuesta por una introducción, seis capítulos y las consideraciones finales, Cuiripu: cuerpo y persona entre los antiguos p’urhépecha de Michoacán, 1 es una obra que pone al día al lector erudito y no especializado, sobre las investigaciones y debates actuales que desvelan a los investigadores de Mesoamérica interesados en la historia, cosmovisión y cultura de los chichimecas que se establecieron en Michoacán durante el posclásico. El objetivo de la obra es “hacer una primera aproximación al tema del cuerpo y la persona entre los p’urhépecha del siglo XVI”, llenando los vacíos de información con “hipótesis interpretativas derivadas tanto de datos arqueológicos como de documentos etnográficos contemporáneos” (p. 22). Amparado en las consideraciones teóricas sobre el constructo “persona” de Lucien Lévi Bruhl, Emile Durkheim, Marcel Mauss, Paul Radin, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Clifford Geertz, Françoise Héritier, Jacques Le Goff, Maurice Godelier y otros más, Martínez González recuerda que el interés por las concepciones indígenas del cuerpo humano datan del siglo XVI, con los trabajos etnográficos de fray Bernardino de Sahagún, Martín de la Cruz y Juan Badiano, mismos que se habrían reavivado en el siglo XIX con las investigaciones de Eduard Seler, Daniel Brinton y Carl Lumholtz. Del siglo XX no se soslayan las disquisiciones de Mercedes de la Garza, Carlos Viesca, Bernardo Ortiz de Montellano y Alfredo López Austin, autor con el que a lo largo de la obra se contrastan algunas consideraciones. 2 Nuestro autor parte de los principios de la noción “persona” presentes en la Relación de Michoacán, la “Relación sobre la residencia de Michoacán” de Francisco Ramírez, el Códice Plancarte y las Relaciones geográficas. Se sirve también de los procesos judiciales e inquisitoriales de los siglos XVII y XVIII, los vocabularios de los siglos XVI y XVII y las aportaciones recientes de los estudios de la iconografía tarasca (pp. 25-26). El libro —de manera adyacente a sus objetivos— permite hacerse una idea del estado del arte en torno a las investigaciones sobre los dioses, el cosmos y el hombre tarascos. Estamos ante una auténtica puesta al día sobre lo que durante mucho tiempo se ha considerado una oscura mitología. Seguiremos la lógica anteriormente enunciada —dioses, cosmos, hombre— en la descripción del contenido.
En el capítulo II, “Los orígenes de los tarascos”, se refiere cómo dieron cuenta de la creación del mundo y el hombre, así como de la constitución de su señorío. El cosmos posee tres niveles: cielo, tierra e infierno (p. 112). 3 El mundo es una especie de cuenco volteado que posee dos rumbos: el poniente y el oriente.
[…] puesto que tierra caliente se encuentra al sur, la mano izquierda apunta hacia el sur y la mano derecha apunta hacia el norte. Se puede entonces concebir al cuenco terrenal como el cuerpo de un ser animado acostado panza abajo con la mano izquierda hacia el sur, la mano derecha hacia el norte, el poniente -mu, que es el orificio por donde entra el sol, se puede ver como la boca, y el levante -hchu, que es el lugar donde sale el sol, puede asociarse con el ano (pp. 106-107). 4
Sería posible que “en el origen se encontrara una deidad dual […] con predominancia femenina, de cuyo contacto se habrían engendrado el resto de los dioses” (p. 81). 5 También se mencionan a los dioses del cielo, padres de Curicaueri, quienes desde su morada celeste observan a los hombres. Ellos crean al Sol y a los astros, mandan formar la tierra y a los primeros hombres, para posteriormente ordenar el diluvio (pp. 234-235). Hombres y pre-hombres son creados a través de “un proceso de perfeccionamiento en el que una serie de creaciones y destrucciones sucesivas culminan con la generación del ser humano actual” (p. 79). Es hasta la cuarta creación que los hombres reciben el beneplácito de los dioses para comenzar su multiplicación. La restauración de todas las cosas es realizada por el dios del ynfierno y su mujer, quien parió a las plantas y animales tal y como están ahora (p. 80.) El éxito del hombre actual, procedería de su capacidad de transitar entre los diferentes órdenes de seres y creaturas [sic] (p. 110), así como de moverse y reproducirse (p. 151).
Uno de los elementos que permea esta historia es la fusión de los linajes guerrero e isleño que dieron origen al estado gobernado por Tariácuri y sus descendientes. Nuestro autor —siguiendo a Michel Graulich— encuentra paralelismos entre las historias de los pueblos conquistadores de Mesoamérica, mismos que compartirían una visión del mundo (p. 91). Martínez nos revela el sentido de esta migración chichimeca:
[…] la Segunda Parte de la Relación […] comienza cuando el sol-Curicaueri se encuentra en el norte […] en el solsticio de verano, cuando los días son más cálidos y largos […] en este momento […] los uacúsecha son más chichimecas, su dios es poderoso, viven de la caza, son guerreros y no hacen sacrificios humanos. Lo que sigue es la alianza con los fríos lugareños, lo cual produce una sucesiva pérdida de calor en el viaje hacia el sur-invierno. Los chichimecas llegan a su destino […] ligado a la muerte, cuando los días son más cortos y fríos, y cuando, en el ciclo humano, se está más próximo a la muerte. De ahí inicia el proceso de renacimiento y los chichimecas comienzan a dominar la tierra, como el sol sale de la oscuridad para viajar hasta el cenit, (p. 109).
Con Tariácuri se establece una jerarquía en la que “los chichimecas fungirían como grupo dominante y los lugareños como sus servidores”, dando origen al hombre mitad cazador y mitad pescador-agricultor del momento de contacto (p. 111). Si los chichimecas son solares y masculinos y los lugareños acuático-telúrico-femeninos, el juego entre los componentes fríos y calientes sucedería en el territorio (pp. 104-106). En esta geografía corporal, “el surgimiento, migración y renacimiento del pueblo chichimeca solar sería análogo a [los] procesos corporales y […] la alianza final sería comparable al relativo estado de equilibrio que se alcanza en la madurez [del hombre.] Al llegar a su destino, el sol renace y comienza un proceso de aumento del poder calórico” (p. 112).
Las relaciones entre hombres y dioses son abordadas en el capítulo iv, “Los tarascos y su sobrenaturaleza”. Los dioses se ocultaban en los árboles y las plantas durante sus visitas a la tierra (p. 146). Poseen un cuerpo parecido al humano y no son omniscientes: experimentan emociones y llevan a cabo acciones como “cazar, emborracharse, contraer matrimonio, jugar a la pelota, enterrar a los muertos y hacer fiestas” (p. 147). Con sus diferencias jerárquicas, “el panteón tarasco se constituía como una suerte de familia extensa” matrilineal. Las deidades habitan el cielo, el inframundo y la tierra: tomar una forma diferente no implica renunciar a las anteriores; más que multiforme, lo divino es multilocal (pp. 147-150). Los dioses contagian sus cualidades, cambian de forma y pueden alterar la apariencia de otros. Crean y destruyen: “Traen las nubes, lluvias y mantenimientos, […] producen hambrunas y tormentas. Ordenan el mundo, dan origen al tiempo y crean al sol” (p. 151). Para lidiar con ellos, los p’urhépecha contaban con una gran cantidad de sacerdotes que Martínez llama ritualistas. Ellos serían los antecesores de los actuales sïkwamecha, capaces de “volar, hacerse invisibles y […] transformarse en tecolote, guajolote, gato y otros tantos animales domésticos o nocturnos” (pp. 159,160).
Entre las deidades p’urhépecha había siempre una íntimamente ligada a la colectividad. Independientemente de sus atributos y su posición en el cosmos, “esta divinidad se identificaba con un conjunto de individuos al que protegía e infundía sus principales cualidades”. El capítulo V, “Alianza y filiación en la realeza sagrada del antiguo Michoacán”, nos recuerda que los pueblos mesoamericanos comienzan su existencia después del encuentro de la deidad tutelar con su caudillo, encuentro que se hace extensivo a los demás integrantes de la colectividad (pp. 173-174). Habría, por tanto —según López Austin (a quien Martínez sigue en este punto)—, dos tipos de culto: el que emana del complejo del cosmos y su panteón y el que corresponde a un pueblo particular y a su dios protector (p. 177). Las deidades patronas legitiman el poder de los gobernantes. Disintiendo con López Austin, Martínez considera que “aunque pensar los mecanismos de legitimación del gobierno en términos de una fuerza, poder o fuego divino resulta sumamente ilustrativo, es importante señalar que nuestra fuente [la Relación] jamás lo refiere así” (p. 192). Entre los tarascos, era posible obtener riquezas y beneficios de los dioses ajenos a través de una “una antigua y mítica alianza matrimonial entre hombres y dioses [y] entre dioses propios y ajenos” (p. 208). Es por ello que los uacúsecha rinden culto a las deidades que se asociaban a la tierra, el lago, la fertilidad y la noche, constituyendo una suerte de “alterificación” de sí mismos (p. 211).
El capítulo I, “Cuerpo e imagen corporal entre los antiguos p’urhépecha de Michoacán”, está dedicado “al estudio de las concepciones […] del cuerpo […,] los principales segmentos orgánicos y sus diferentes vínculos simbólicos tal y como estos figuran en las fuentes.” Los resultados reflejan “un cuerpo abierto, inserto en una red social, capaz de comunicar con los otros seres […] a través del intercambio de sus partes, fluidos o deshechos” (pp. 27-28). Los elementos que conforman su anatomía están ordenados jerárquicamente (p. 33). De primordial importancia serían la sangre, la ceniza y los huesos (pp. 35, 37-38, 40,43). El guerrero puede tornarse víctima sacrificial. Es por ello que porta ornamentos de piel de jaguar y de venado, subrayando su rol de cazador y de presa potencial (p. 41). El otro, humano o animal es “comida”, “pero todos estamos en la posibilidad de convertirnos en alimento de alguien más […] por esta razón […] comerse a alguien del mismo grupo resulta tan repugnante, pues ello significaría pasar a formar parte del ‘otro’” (p. 42). 6 Entre los mitos recogidos por Ramírez, un golpe en la cabeza “transforma en perros a los sobrevivientes del diluvio, […] la testa se asocia a las distinciones intragrupales […] al ‘perderse la cabeza’ se volverían difusas las estructuras y se borraría la frontera entre humanidad y animalidad” (p 45). La cabeza es signo del estatus social (pp. 45-46) y centro calórico vital cuya fontanela, se asociaría al Sol y al gobierno, pues “Curicaueri […] es el sol que guía […] al pueblo y el cazonci […] funge como su representante en la tierra” (p. 47). El corazón refiere al pensamiento y a las emociones, a la vivencia interna. El rostro y sus partes, hacen alusión a la vida, mientras que la dentadura devela cierto carácter mortuorio. Las orejas son dueñas de una fuerte analogía con la sexualidad (pp. 50-54). Las representaciones de los ojos cerrados señalan a los durmientes y a los muertos; los ojos grandes son utilizados para la representación zoomorfa de Curicaveri (pp. 54-55). La carne y la piel no escapan a usos e interpretaciones. Si la cara representa una condición actual, las máscaras funerarias podrían representar un cambio identitario en el recién fallecido (pp. 59-60). Los pies se asocian con el nivel social (pp. 64- 65). Así, cada uno de los miembros del cuerpo p’urhépecha está imbricado del tejido mitológico que le sustenta (p. 62).
La dicotomía entre lo frío y lo caliente también está presente (p. 66). Aunque nuestro autor alerta sobre los peligros de atribuir las entidades anímicas estudiadas por López Austin a otros pueblos, sostiene que las coincidencias en este rubro entre nahuas y tarascos mostrarían “que la antigua imagen corporal p’urhépecha formaba parte de un amplio complejo cosmovisional mesoamericano” (p. 69). Ante la imposibilidad de abordar al ser humano p’urhépecha a partir de la dualidad cuerpo/alma, más valdría abordarlo desde la interacción entre el cuerpo y la sociedad (p. 74). Cabeza, pies y piel indican el estatus de los personajes. Sangre y corazón se asocian al pensamiento, emociones y facultades. La vitalidad reside en el hueso, la carne, la cabeza, la sangre y el corazón (p. 74). El cuerpo es un ente abierto, que transfiere sus cualidades y permite la interacción con el mundo, los dioses y otros seres humanos, (p. 75.)
En el capítulo III, “Sexo, género y parentesco en el antiguo Michoacán”, el autor sostiene que la dimensión mítica de los relatos permite acceder a las representaciones de lo que significaba ser hombre o mujer (p. 119). La diferenciación está presente desde la primera creación, pero la capacidad reproductiva no figura más que en la humanidad actual: “último eslabón de ese proceso de perfeccionamiento” (pp. 124-125). A pesar de que vestir como mujer y realizar tareas propias de su género no estaba bien visto, los sacerdotes de Cueráuaperi eran nombrados “madres” y portaban atavíos femeninos. Homosexualidad y embriaguez podrían referir a la esfera nocturna opuesta a lo celeste y solar (p. 131). La noción p’urhépecha de persona se construye a partir de la imagen de un cuerpo inserto en una red social, con características bien definidas:
[…] cuando se trata de lo femenino y lo masculino, los primeros tienden a la concreción y los segundos a la abstracción. Eso concuerda con la constante singularización de los caballeros y la referencia a las damas en términos relacionales, pues, bajo un régimen matrilineal, parece coherente que en ellas se subraye la posibilidad de establecer vínculos de parentesco y es sólo cuando se presentan situaciones perturbadoras que se opta por el uso de nombres específicos en detrimento de aquellos que señalan la unidad familiar (p. 138).
Como la mayoría de sus contemporáneos, los antiguos p’urhépecha sucumbían ante la guerra, el castigo, el sacrificio, la brujería, la vejez y la enfermedad. Con base en los textos de la colonia temprana y los contextos arqueológicos conocidos, y ya en el capítulo vi y último de la obra, “Muerte y destinos postmortem entre los antiguos p’urhépecha”, Martínez utiliza los datos etnográficos contemporáneos para plantear hipótesis interpretativas sobre los puntos donde no existe información suficiente (pp. 213-214).
Salvo los muertos en batalla y los tocados por el rayo, casi todas las clases de difuntos se vinculan a más de una práctica funeraria: los guerreros son cremados, los rayeados momificados y conservados como reliquias, los gobernantes son cremados y/o sepultados entre los cadáveres de sus acompañantes, las víctimas sacrificiales eran sepultadas en “osarios” o tiradas al agua, mientras que los delincuentes eran enterrados, abandonados en el campo para ser devorados por animales o arrojados al agua (p. 223).
Nuestro autor se inclina a pensar, que, entre la gente común, habría “una cierta tendencia a las inhumaciones” (p. 225) relacionada con “la creencia en un destino tánico que replica la vida sobre la tierra” (p. 229). Según la “Relación” de Ramírez, al cielo iban los dioses y los que lo habían merecido; al infierno iba la demás gente, para vivir como acá y trabajar, las diferencias jerárquicas persisten y se cuenta con actividades de esparcimiento (pp. 230, 233-234). El inframundo p’urhépecha es un “lugar de abundante riqueza en el que existen ciertas inversiones en la alimentación” (p. 232). Sus habitantes poseen una figura esquelética. No estamos ante un espacio cerrado, sus entidades pueden abandonarlo para interactuar con los hombres (p. 233). El espacio es mencionado como “un camino”, lo que asociado a la idea de que los muertos comen las partes blandas del cuerpo, “pudiera indicarnos que el paso por el ynfierno representa el proceso de esqueletización del cadáver” (p. 234) y la pérdida de la identidad personal (p. 240). El cielo, como en otras latitudes mesoamericanistas, es un espacio seccionado. Allí viven los dioses del cielo, padres de Curicaueri. Ahí está la deidad suprema Tucapacha y “la madre de los dioses” Cuerauaperi. Al cielo van los sacrificados si su sacrificio está vinculado con este destino. Aunque señores y guerreros se asimilaran a la deidad solar, si no reunían los méritos no podían aspirar a convertirse en aves o estrellas (pp. 236, 240). Ante la conjetura de la existencia de un Tlalocan p’urhépecha, se argumenta la mención de la casa del dios caimán y la creencia colonial de los contactos subterráneos entre los cuerpos de agua. El cuerpo del ahogado es capaz de dañar a los vivos, si el cielo se junta con el mar, es posible que los ahogados tengan acceso a este destino (pp. 238, 239).
Después de su completísimo recorrido mitológico-historiográfico, Martínez concluye que la noción p’urhépecha de persona depende de diversos atributos:
[…] contextuales —se es persona mientras se esté en el tiempo espacio de los vivos—, sustanciales —se requiere de un cuerpo humano para serlo—, relacionales —es preciso cierto tipo de relaciones sociales—, y potenciales —se necesita poseer capacidades plenamente humanas […] los seres del cosmos no pueden ser simplistamente distinguidos entre personas y no-personas, sino que además tenemos pre-personas, cuyo desarrollo e incorporación a la red social es inacabado; alter-personas, con cualidades sociales semejantes a las humanas, pero con una condición esencialmente diferencial; ya no-personas, quienes tras el deceso se encuentran en proceso de transformación en una entidad radicalmente distinta; y súper-personas, cuyos rasgos les confieren características relacionales que les permiten una comunicación privilegiada con otros dominios del cosmos (p. 247).
Si el mundo es un macro cuerpo y el cuerpo del hombre un microcosmos, la condición de persona dependería “tanto de la posesión de un cuerpo como de los roles y sentidos que se encuentra en la posibilidad de asumir […] aquel que no participe en dicha socialidad […] queda reducido a comida, mas, a través de la apropiación o consumo del cuerpo del otro, éste termina por volverse partícipe en la construcción o regeneración del grupo y es a través de la muerte que, al tiempo que se destruye el cuerpo, termina por desaparecer también la persona” (p. 247).