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Diálogos sobre educación. Temas actuales en investigación educativa

versión On-line ISSN 2007-2171

Diálogos sobre educ. Temas actuales en investig. educ. vol.13 no.24 Zapopan ene./jun. 2022  Epub 27-Ene-2023

https://doi.org/10.32870/dse.v0i24.1146 

Debate

Dispositivo escolar: experiencias y territorialidades

Hugo César Moreno Hernández* 

* Doctor en Ciencias Sociales y Políticas. Profesor-investigador de tiempo completo en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, BUAP. Candidato al Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Profesor adjunto de la Línea Jóvenes y Sociedades Contemporáneas, del Posgrado en Antropología Social en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. México. hcmor@hotmail.com


Resumen

El dispositivo escolar, como línea de gubernamentalidad, disputa el cuerpo de los jóvenes estudiantes a través de la construcción del supuesto estudiante modélico: quieto, atento y obediente. Por su parte, los jóvenes le disputan su propio cuerpo al dispositivo a través de desterritorializaciones y territorializaciones que producen espacios intersticiales, creados a través de la socialidad, poniendo en tensión el proceso de socialización. En la relación de control de territorios, el ciberespacio o territorio digital promueve áreas de conflicto donde los jóvenes tienen ciertas pericias opuestas a los procesos pedagógicos, mientras que a estos les incomoda la relación. Frente a la contingencia sanitaria, el dispositivo escolar tuvo que colonizar dicho territorio ante el cierre de los espacios escolares; en este sentido, se busca responder la pregunta ¿Cómo ha restringido las relaciones de socialidad y producción de intersticios la estrategia del dispositivo escolar al territorializar las pantallas?

Palabras claves: dispositivo escolar; socialidad; ciberespacio; jóvenes estudiantes; nuevas tecnologías de comunicación

Abstract

The school device, as a line of governmentality, disputes the body of young students through the construction of the so-called model student: quiet, attentive, and obedient. Young students in turn dispute their own bodies to the device through de-territorializations and territorializations that produce interstitial spaces created by sociality, placing the socialization process under tension. In the relationship for the control of territories, the cyberspace or digital territory promotes areas of conflict where young students have certain kinds of expertise opposed to pedagogical processes, while these find the relationship uncomfortable. Faced with the COVID-19 contingency, the school device had to colonize that territory when schools had to be shut down. Thus, we seek to answer the question of how, by territorializing screens, the school device’s strategy has restricted the relationships of sociality and the production of interstices.

Key words: school device; sociality; cyberspace; young students; new communication technologies

Primer territorio: el dispositivo escolar (socialización)

El dispositivo escolar implica la relación de diferentes funciones y operaciones que permiten el ejercicio de poderes en formas de saberes, sobre todo pedagógicos, articuladas para formar-educar cívica y técnicamente a los sujetos. Funciones espaciales que operan en la distribución de los cuerpos, funciones corporales que operan en la conformación de los cuerpos, funciones disciplinarias que operan en la orientación del cuerpo, etcétera. El dispositivo escolar se alínea con dispositivos externos, pero coordinados con él. El más central es el dispositivo familiar, no la familia en sí, sino la forma en que debe funcionar para alinearse con el dispositivo escolar. Michel Foucault da pistas importantes para comprender esta alineación donde el engarce es la medicalización de la familia, es decir, la conversión de ésta en una institución compacta, cerrada, la “sagrada familia” nuclear: “en el momento mismo en que se cierra la familia celular en un espacio afectivo denso, se la inviste, en nombre de la enfermedad, con una racionalidad que la conecta a una tecnología, un poder y un saber médicos externos. La nueva familia, la familia sustancial, la familia afectiva y sexual, es al mismo tiempo una familia medicalizada” (2017: 236). Para que el dispositivo escolar funcione, es necesaria una forma familiar atravesada por poderes y saberes desde donde se definen sus contornos y responsabilidades de vigilancia sobre los hijos para criar sujetos “saludables”, física y moralmente.

[…] se solicitó a esa familia restringida que tomara a su cuidado el cuerpo del niño simplemente porque vivía y no debía morir. El interés político y económico que empieza a descubrirse en la supervivencia del niño es uno de los motivos, con seguridad, por los que se quiso sustituir el aparato laxo, polimorfo y complejo de la gran familia relacional por el aparato limitado, intenso y constante de la vigilancia familiar, de la vigilancia de los hijos por los padres. Estos últimos tienen que ocuparse de los niños, tienen que amparar a sus hijos, ampararlos en los dos sentidos del término: impedir que mueran y, por supuesto, vigilarlos y al mismo tiempo encauzarlos. La vida futura de los hijos está en manos de los padres. Lo que el Estado pide a éstos, lo que exigen las nuevas formas o relaciones de producción, es que el gasto, hecho por la existencia misma de la familia, de los padres y los hijos que acaban de nacer, no sea inútil a causa de la muerte precoz de éstos (Foucault, 2017: 241).

Con este movimiento, las tecnologías de poder disciplinario y biopolítico se articulan desde el nacimiento de los sujetos con una institución relaborada para fomentar la vida de los niños, una vida que debe ser saludable en la medida de preparar agentes sanos para la producción. Pero el motivo económico (vida saludable) tiene una necesidad técnica y otra política, pues la salud corporal, para que opere adecuadamente, exige calidad ética, es decir, capacidad para comprender los límites de las relaciones sociales y una capacidad para producir conocimientos para desempeñarse en el aparato productivo. Los sujetos deben ser educados.

[…] esta educación debe obedecer a cierto esquema de racionalidad, debe obedecer a cierta cantidad de reglas que, precisamente, tienen que asegurar la supervivencia de los niños, por una parte; su domesticación y desarrollo normalizado, por la otra. Ahora bien, esas reglas y su racionalidad son de propiedad de instancias como los educadores, como los médicos, como el saber pedagógico, como el saber médico. En suma, toda una serie de instancias técnicas que enmarcan y están por encima de la familia misma (Foucault, 2017: 241-242).

Familia y escuela deben estar articulados, pero es claro que la familia no orientará, distribuirá y formará a los sujetos siguiendo las necesidades de la sociedad en general, por ello, como bien observó Pierre Bourdieu, el trabajo pedagógico de primer orden realizado en la familia, más centrado en la vitalidad del sujeto, debe ser, si no eliminado, sí soterrado o demeritado por el trabajo pedagógico de segundo orden, porque “el grado de productividad específica de cualquier trabajo pedagógico […] está en función de la distancia que separa el habitus que tiende a inculcar (o sea, la arbitrariedad cultural impuesta) del habitus inculcado por los trabajos pedagógicos anteriores” (Bourdieu, Passeron, 1996: 83). Se necesita una familia nuclear para procrear a los hijos de la escuela moderna. De alguna manera, familia y escuela tienen un origen común en la medida que sus evoluciones se van empujando hacia un mismo punto: la producción de la subjetividad moderna.

En el mismo momento, se pide a los padres no sólo que encaucen a sus hijos para que puedan ser útiles al Estado; sino que se solicita a esas mismas familias que hagan la retrocesión efectiva de los niños al Estado, que confíen, si no su educación básica, sí al menos su instrucción, su formación técnica, a una enseñanza que será directa o indirectamente controlada por el Estado. La gran reivindicación de una educación estatal o controlada por el Estado la encontramos precisamente en el momento en que se inicia la campaña de la masturbación en Francia y Alemania, hacia los años 1760-1780 (Foucault, 2017: 242).

El dispositivo escolar es una línea central para la operación de las tecnologías de poder, funcionó de manera espléndida con la preminencia de la tecnología disciplinaria y su articulación con la biopolítica al preparar los cuerpos de los sujetos para su formación cívica y técnica, pues “en el momento en que se solicita que las familias tomen a su cargo el cuerpo mismo de los niños […] también se les pide que se desprendan […] de su presencia real, del poder que pueden ejercer sobre ellos” (Foucault, 2017: 243) para pasar al dispositivo escolar. Sin embargo, aunque en términos generales declaran que el dispositivo escolar funcionó cada vez mejor a medida que se fue perfeccionando y adecuando a los contextos y necesidades, los efectos no esperados o calculados permitieron la emergencia del sujeto juvenil. Un sujeto que, como subproducto, implicó ajustes y reajustes constantes al dispositivo. Desde un principio se configuró el dispositivo como si atendiera a sujetos pasivos sometidos a procesos de socialización donde las desviaciones, más o menos calculadas, se trataban específicamente. Pero el sujeto juvenil, como efecto incontestable, configuró su propio proceso de aprendizaje y relación, sus propios saberes gracias a la socialidad, proceso alterno y a veces opuesto a la socialización, es decir, la formación cívica y técnica de los sujetos. Frank Musgrove observó que “la escuela pública del siglo XVIII era una organización hostil de extraños dividida por edades: ‘Una enorme sociedad de jóvenes entre los 8 y 18 años, dirigidos por un código no escrito de su propia creación; casi una república libre de 100, 200 o 500 miembros […]’” (Musgrove, 2008: 241). Un peligro de valoraciones creadas desde la horizontalidad de la relación entre pares. La escuela, más allá del dispositivo escolar, se convirtió en territorio habitado por estos sujetos, “para mediados del siglo, las escuelas públicas se habían convertido, por lo general, en la verdadera fortaleza del adolescente” (Musgrove, 2008: 246). Es innegable el papel de la escuela como territorio, y el dispositivo escolar como engrane de las tecnologías globales de poder en la producción del sujeto juvenil, pues no sólo separó a los hijos de la familia en vías de su formación cívica y técnica, sino también del resto de la sociedad, tanto al interior de la escuela según grupos etarios como respecto a las actividades económicas, generando un espacio de espera para la inserción laboral:

Es el gran logro de la escuela pública inglesa desde mediados del siglo XIX que, aunque separo a los jóvenes de las preocupaciones mayores del mundo adulto, ha otorgado un estatus a sus miembros que, al parecer, ha probado ser una compensación adecuada. Ha permitido un “ajuste” relativo del orden social, aunque de ningún modo libre de fricción, resentimiento y hostilidad (Musgrove, 2008: 248)

Es interesante recordar que el texto citado de Musgrove lleva por título “La invención del adolescente”. Sin embargo, como dije antes, más que invención es un efecto no esperado de un dispositivo con expectativas bien definidas en lo que refiere a la relación Estado-Familia-Sujeto, con base en una estrategia de gubernamentalidad.

Esta separación de nuestros hijos en las escuelas -que toman cada vez más funciones y “actividades extracurriculares”- por un periodo de entrenamiento mayor, ha tenido un efecto singular en el niño de edad preparatoria. Se encuentra “separado” del resto de la sociedad, forzado internamente hacia su propio grupo de coetáneos, obligado a desempeñar toda su vida social con otros de su misma edad. Con sus compañeros, forma una pequeña sociedad, una que tiene la mayoría de sus interacciones importantes dentro de sí misma, y mantiene tan sólo algunas líneas de conexión con la sociedad adulta del exterior (Coleman, 2008: 111-112).

El texto de James Coleman lleva por título “La sociedad adolescente”, otra vez esa entidad extraña, una aparición social. Es un espasmo en el territorio vigilado. La reunión de pares, con agendas definidas y relaciones con el trabajo y el mundo económico postergadas, tiene los elementos específicos para que en las relaciones cotidianas se encuentren y creen espacios de socialidad. Coleman nos trae al siglo XX de posguerra, cuando la juventud excede el espacio constreñido de la escuela para convertirse, poco a poco, en sujeto de derecho y de consumo. Un ser total en cuanto a sus producciones culturales, políticas, sociales y económicas, pero inasible para las instituciones tradicionales, dejando a las nuevas organizaciones sociales el acercamiento más sutil y productivo al implicarse en los procesos de generación de valores propios en lo ético, estético y lingüístico.

Como si no fuera suficiente que una institución como la actual escuela preparatoria exista segregada del resto de la sociedad, hay otras cosas que refuerzan esta separación. Por ejemplo, los adolescentes se han convertido en un mercado de consumo importante y tipos especiales de entretenimiento se encuentran dirigidos casi exclusivamente a ellos: la música popular es el más significativo y las películas -puesto que la televisión se llevó a su público adulto-, se vuelven cada vez más un medio especial para los adolescentes (Coleman, 2008: 112).

Coleman, a través de su estudio, descubre las piezas que permiten el surgimiento de valores específicos, horizontales, promovidos por la socialidad que bien sabe, debido a los agentes que la viven, oponerse cuando es debido o articularse cuando es necesario a los procesos de socialización, “quizás es evidente que los cambios institucionales que han apartado a los jóvenes de nuestra sociedad en las escuelas preparatorias produzcan una ‘cultura adolescente’ con valores propios” (Coleman, 2008: 113). En el “quizás” hay cierta dubitación, normal cuando supone que la escuela se separa totalmente y, por ende, lo hace también con los estudiantes. Lo que debe entenderse es que en la escuela el territorio se habita descubriendo y creando intersticios, algunos muy claros de entender como zonas ocultas a los ojos adultos, lejanías o cercanías que afectan la visión, oscuridades de distinto cuño que los jóvenes estudiantes descubren mientras existen otros, el más elemental inicia con el encuentro, con el estar juntos, desde ese momento sucede un crack que abre la grieta, imponiendo al dispositivo escolar la necesidad de hacer convivir al proceso de socialización con la socialidad. Algo central en el estudio de Coleman y de muchos otros especialistas es la importancia de los medios de comunicación para la creación del mercado adolescente. Un mercado que se ha expandido con las nuevas tecnologías, no sólo ha permitido a los jóvenes convertirse en productores de contenido a muy diversa escala, sino a ampliar los espacios de socialidad al incrustar en el espacio escolar un tercer territorio (sumado al cuerpo y a la escuela): el mundo digital.

Segundo territorio: los intersticios (socialidad)

Frederic Thrasher, en su estudio clásico (2021) identificó un espacio social específico desde donde los jóvenes creaban un mundo distintivo propio, un espacio social que, en términos bourdieuanos, se solidifica gracias a una cerrada red de habitus cercanos, un territorio que parece estar más allá de los límites de la sociedad. Espacio social ocupado y creado por los jóvenes: el intersticio. Los intersticios aparecen en el medio de los objetos sociales, en espera de ser ocupados, y también creados:

el concepto más significativo del estudio es intersticial, es decir, perteneciente a espacios que se interponen entre una cosa y otra. En la naturaleza la materia extraña tiende a acumularse y apelmazarse en cada grieta -en los intersticios-. También hay fisuras y roturas en la estructura de la organización social (Thrasher, 2021: 80).

El intersticio no es sólo el espacio del “entre”, porque ese “entre”, si está vacío, sólo es distancia; no es la mera aparición de la grieta o fisura, el callejón producto de una mala planeación urbana. El intersticio es espacio habitado y cuando no es problemático, sus habitantes quedan tan invisibles como la ausencia de distancia entre un elemento y otro percibida por un ojo no atento. Los objetos sociales, para seguir con el juego, hacen más o menos anchos los intersticios dependiendo de la capacidad de integración social. Ahí donde las sociedades promueven mayores distancias, los intersticios serán más tibios, invitando a su habitación.

El intersticio es manifestación de la frontera económica, moral y cultural, y “manifestación del periodo de reajuste entre la infancia y la madurez” (Thrasher, 2021: 96). Las distancias suceden no sólo por marginación económica, política y social, sino también debido a la distancia generacional. Los intersticios suceden ahí donde un plano social se fractura debido a movimientos acelerados. En los intersticios, los muchachos encuentran espacios dónde estar juntos sin supervisión adulta para crear agrupaciones donde la pertenencia es fundamental para el sujeto, ofreciendo características un tanto comunitarias, neoarcáicas (Moreno, 2018) en cuanto el colectivo se superpone al individuo oponiéndose al principio de individualidad moderno, donde la colectividad estará mediada por instituciones políticas y sociales bien definidas (partidos, empresas, organizaciones).

La experiencia juvenil está definida por la cualidad intersticial donde los factores condicionantes son resultado de diversas marginaciones sociales. En el intersticio, el vacío se llena con la producción de valores propios, por la socialidad-horizontalidad entre pares, sin superioridad institucional, lo que Maffesoli (2004) identifica como neotribalismo. Ahora bien, los intersticios aparecen ahí donde la supervisión adulta no llega. En ese sentido, la calle, el parque y otros espacios adecuados para la reunión de jóvenes son espacios intersticiales por antonomasia. Como se observa en el siguiente testimonio recabado por Thrasher a propósito de un baile que terminó en trifulca:

Estos jóvenes no parecen viciosos sino más bien niños que, con la sangre alterada por el licor, con las llamas de su espíritu animal avivadas por la música de locos, simplemente abandonan la cautela y las restricciones de una forma que no harían en ningún otro lugar. La supervisión rigurosa y la ausencia de licor hubieran hecho de este baile poco más que una fiesta inocente (Thrasher, 2021: 318).

Está hablando de un baile en la década de los veinte, que bien podría trasladarse a cualquier época para explicar la necesidad de supervisión sobre los jóvenes cuando se reúnen en conciertos, bailes o juegos. Repito, la escuela debería ser el espacio con menos cualidades para habitar y crear intersticios. Para los jóvenes estudiantes, habitar el cuerpo como un territorio desde donde se adquiere y otorga sentido a la acción individual y colectiva, significa poner en tensión constante dos procesos que les atraviesan en la cotidianidad escolar:

Por un lado, el eje vertical de socialización. Este proceso es el quid de la escuela, es su oriente y el sentido de su ser. Producir ciudadanos equipados con los valores más efectivos para convertirlos en trabajadores sanos y comprometidos con una moral económica específica. En otras palabras, producir cuerpos dóciles, fuertes y saludables para el trabajo, débiles para la resistencia política.

Por el otro lado, está el eje horizontal de socialidad. Se trata del proceso que surge en el momento de estar juntos, donde los sujetos comparten experiencias y aprenden, en el estar juntos, gracias a los saberes propios. El efecto de esta socialidad es la producción de valores propios que la mayoría de las veces se oponen a los valores generales.

En esta tensión, la escuela se convierte en un lugar de producción de experiencias, es en la tensión de los ejes donde el cuerpo se convierte en espacio de lucha y resistencia generando conflictos. El cuerpo se habita a través de la vivencia y al habitarse, al historizarse mediante las relaciones con otros cuerpos concibe al presente como el tiempo en contraste con el tiempo universal abstracto, lo que otorga materialidad al cuerpo habitado como espacio objetivo.

En la medida que el cuerpo no es, en estricto sentido, el sujeto o el yo, se encuentra disociado y es gracias a esta disociación que el cuerpo debe ser habitado, lo que le representa como un territorio. En la tensión entre socialización y socialidad el sujeto habita su cuerpo disputándoselo al dispositivo escolar. La experiencia va más allá del hecho, de la vivencia, pasa por el cuerpo y es a través de él y sus sentidos que se siente y se percibe para, posteriormente, ser interpretada, organizada y construida como una experiencia, es decir, narrada. El cuerpo habitado designa el modo de vida y configura el cómo se vive la experiencia, sobre todo cómo se narra la experiencia, es decir, cómo se significa, a través de qué artilugios encarnados, lo cual significa cómo se habita el cuerpo socialmente y cómo se expresa esta territorialización.

Podemos utilizar de manera intercambiable la idea -y la imagen que genera- de encarnación y territorialización en la medida que el agente (yo o sujeto) habita el cuerpo. En este sentido, el cuerpo actúa según los marcos de referencia experienciales, es decir, según procesos donde se cruzan los ejes de la socialización y la socialidad, donde ocurre una disputa entre el sujeto que territorializa o encarna el cuerpo y las instituciones que buscan orientar las formas “correctas” de esta territorialización o encarnación (en adelante sólo utilizaré la idea de territorialización), la llamada anatomopolítica de Michel Foucault (2001). Los jóvenes estudiantes están en medio de esta disputa. Están viviendo material y simbólicamente la territorialización de sus cuerpos donde la manera en cómo los habitan produce conflictos entre ellos y el mundo adulto (la escuela, la familia y otras instituciones) están sometidos a la imposición de itinerarios corporales, es decir, la relación entre los procesos de capacitación práctica y simbólica, que en la escuela como institución refieren a la formación cívica y técnica, entran en conflicto con procesos de identidad que suceden en la escuela como territorio por habitar. Esto es, la disputa por el cuerpo como territorio se enfrenta al sentido que los jóvenes estudiantes le dan a la escuela como una institución a la que van para adquirir ciertas habilidades y el territorio que habitan con sus pares para desarrollar identidades propias, espacios intersticiales donde producen valores estéticos, éticos y lingüísticos en la forma que muchos autores reconocen como culturas juveniles (Feixa, 1998; Feixa, Urteaga, 2005; Reguillo, 2000, 2012; Urteaga, 2011). Culturas diversas que se forman en colectivo para permitir a los jóvenes territorializar su cuerpo según las identidades en formación entre pares de forma colectiva e individual.

La escuela ofrece intersticios, el primero aparece con el simple hecho de la reunión entre pares. El estar juntos supone ya la experiencia de relaciones horizontales donde inicia el proceso de socialidad. Del estar juntos agrietando la uniformidad a la búsqueda y habitación de oscuridades arquitectónicas (pasillos, baños, detrás de los edificios, etcétera) y la creación de intersticios ahí donde la mirada adulta es apabullante. A este respecto, la aparición de nuevas tecnologías de comunicación y los artefactos que les expanden tienen un efecto de amplificación para intersticios fácilmente ocupados por los jóvenes estudiantes. Si bien siempre ha existido el temor adulto respecto a la mórbida influencia de los medios de comunicación sobre los jóvenes, como si estos fueran lo que la escuela exige que sean (sujetos pasivos y vacíos de saberes y experiencias), en la actualidad los efectos de los nuevos medios de comunicación digital parecieran ser más complejos de asimilar para el mundo adulto, pues son tanto herramientas como divertimento, lo que no sucedía con los cómics, la novelas de aventura, el cine, la televisión, la música o los videojuegos. En principio, todos esos elementos están en la mano del usuario con un teléfono inteligente y conexión a la red, pero también están las fotografías, los videos, los audios, los textos e imágenes que pueden ser producidos por ellos, no sólo gracias a los adelantos tecnológicos impresos en el aparato, sino también a las plataformas de transmisión donde cualquiera puede convertirse en un fenómeno comercial (influencer). A este respecto, ante esos temores adultos, Thrasher refiere que:

Cada nueva invención que facilita la movilidad humana tanto en velocidad como en medio de transporte -cada nuevo dispositivo que aumenta la viveza, rapidez y la propagación de ideas mediante la comunicación- tiene en él el germen de la desorganización. Esto es porque las innovaciones tales como los periódicos, las películas, así como el automóvil y la radio, tienden a perturbar la rutina social y romper los viejos hábitos sobre los cuales descansa la superestructura de la organización social. Nadie pensaría en abolir el automóvil o la radio. Tampoco se pueden suprimir los periódicos ni las películas. Para continuar disfrutando los beneficios de los inventos modernos, debemos aprender a llevarnos bien con ellos y, finalmente, a controlarlos (Thrasher, 2021: 182).

Los intersticios producidos por y en el mundo digital son agenda pendiente para el dispositivo escolar, buscando patologizarlo por un lado y pedagogizarlo por el otro, someterlo a los saberes pedagógicos, pero también al médico y al legal.

Tercer territorio: las pantallas

El mundo digital es un tercer territorio a través del cual se producen acciones y sentidos intersticiales alejados de las miradas adultas: el ciberespacio. No es lugar para el debate sobre cual término es más adecuado, si mundo digital o ciberespacio. Por el momento los utilizaré como sinónimos, con mayor inclinación a ciberespacio al asumir la definición de Franco Berardi:

El ciberespacio es la esfera de conexión de innumerables fuentes de enunciación humanas y maquínicas, el ámbito de conexión en ilimitada expansión entre mentes y máquinas. Esta esfera puede crecer indefinidamente, porque es el punto de intersección entre el cuerpo orgánico y el cuerpo inorgánico de la máquina electrónica (Berardi, 2017: 203).

Lo que Berardi llama cibertiempo es lo orgánico, el límite, digamos corporal, pues a pesar de la sensación de simultaneidad que producen ciertas plataformas y aplicaciones, el tiempo es una barrera todavía no atravesada. Incluso es más rígida que el espacio, sobre todo porque se produce ese otro espacio: el propio ciberespacio. Según las formas en que los jóvenes habitan el cuerpo y el espacio escuela, su forma de encarnar la red les brinda una capacidad para devenir ciborg (Moreno, 2016). Si el ciberespacio es “intersección entre el cuerpo orgánico y el cuerpo inorgánico de la máquina electrónica”, lo consigue gracias a las pantallas, a través de las cuales los sentidos del tacto, la vista y el oído se amplifican. Para lograr esta amplificación, el aparato debe estar a la mano, literalmente, limitando su uso al proporcionar otras funciones cuando se tiene el objeto. De alguna manera, el ser humano siempre ha sido ciborg en la medida que se incrusta, incorpora, acopla y usa elementos extraños a su cuerpo (desde el vestido, herramientas, lentes, etcétera). El asunto con las pantallas es que resulta “improductivo” e incluso “disruptivo” en la escuela. En esta medida, la cualidad ciborg es intersticial, pues desde las pantallas los jóvenes estudiantes se cuelan a otros lugares ya sea con los oídos, los ojos o las manos, amplificando su capacidad, pero encegueciéndose, ensordeciéndose o maniatándose para ejercer su papel de estudiantes atentos.

La distinción de Berardi entre conjunción y conexión es interesante para hallar la cualidad intersticial del ciberespacio como tercer territorio disputado al interior del dispositivo escolar:

Llamo conjunción también a la concatenación de cuerpos y máquinas que pueden generar significados sin seguir un diseño preestablecido y sin obedecer a ninguna ley o finalidad interna. La conexión, por su lado, es una concatenación de cuerpos y máquinas que solo puede generar significado obedeciendo a un diseño intrínseco generado por el hombre, y respetando reglas precisas de comportamiento y funcionamiento. La conexión no es singular, intencional o vibracional. Es, específicamente, una concatenación operativa entre agentes de significado (cuerpos o máquinas) previamente formateados de acuerdo con un código (Berardi, 2017: 28).

En diversas investigaciones con estudiantes de secundaria (jóvenes de 12 a 15 años) se nota cómo las pantallas, a pesar de su pulsión de individualidad y ensimismamiento, generan intersticios ocupados por un estar juntos: ahí donde el espacio posibilita la vigilancia constante, un grupo de muchachas se agazapa para ver un video usando sus cuerpos para ocultar el aparato, prohibido su uso por temores incapaces de articularse en una demanda pedagógica por parte del dispositivo escolar. Se aduce que pierden atención, gastan inadecuadamente su tiempo, retrasan el aprendizaje propio y entorpecen el ajeno. Sin embargo, ante la ausencia de argumentos certeros para prohibir su uso, en alguna escuela, sin mayor vergüenza, se les prohíbe usar teléfonos inteligentes recogiéndolos antes de clase, aduciendo protegerlos del robo pues la escuela no puede hacerse responsable. Los jóvenes estudiantes lo introducen al aula, lo revisan en los recesos y tiempos muertos, se mandan mensajes, memes, videos, canciones, audios. Conjugan cuerpo, espacio y ciberespacio para habitar a su manera, a pesar de soportar el cúmulo de reglas y restricciones que desde el momento de cruzar el umbral de la escuela les somete.

La conjunción es, en lenguaje deleuziano (2008), una ecceidad, un acontecimiento, un suceso que no se acumula, es táctica, para decirlo con Michel de Certeau (2000), abre vías a un devenir otro, la conjunción es negativa porque desvía la línea dura de la cotidianidad escolar. En ese sentido, es experiencia y como tal, la fuente para la narrativa que los sujetos verterán sobre la vivencia escolar, la conjunción es literatura, poesía.

Por su parte, la conexión es la relación funcional de unidades-individualidades interactuando según un código o lenguaje, no hay acontecimiento. No hay literatura o narrativa, sino un algoritmo. Una seriación de códigos implicados para conseguir un fin específico.

Por ello, la territorialización-incorporación es una conjunción que sucede en la socialidad. La formación cívica y técnica tiene como objetivo la funcionalización-operación de los sujetos, se trata de la conexión para lograr la cualificación exigida por la sociedad, sucede en la socialización. De esta manera, para los jóvenes estudiantes, habitar los territorios implicados en el dispositivo escolar significa establecer conjunciones y conexiones entre su cuerpo y las diversas máquinas a las que se enfrentan. No se trata de oposiciones frontales, pues los conflictos surgidos por las tensiones entre los ejes de socialidad y socialización, la mayoría de las veces se solucionan gracias a las tácticas de los sujetos desde la desviación tolerada, explicada por François Dubet (1998, 2003), hasta la cómoda ignorancia de los adultos frente a las actividades juveniles en el aula y la escuela. Es decir, al habitar los espacios del dispositivo escolar, los sujetos en él implicados se conjugan para vivir, sabiendo que es un lugar vivible, porque de hecho ahí viven. Quizá la siguiente cita de Michel de Certeau sirva para ejemplificar el argumento, intercambiando “ciudad” por “escuela”:

En estos nudos simbolizadores se esbozan (y tal vez se basan) tres funcionamientos distintos (pero conjugados) de las relaciones entre prácticas espaciales y prácticas significantes: lo creíble, lo memorable y lo primitivo. Designan lo que “autoriza” (o hace posibles o creíbles) las apropiaciones espaciales, lo que se repite (o se recuerda) de una memoria silenciosa y replegada, y lo que se halla estructurado y no deja de estar firmado por un origen infantil (infans). Estos tres dispositivos simbólicos organizan los topoi del discurso de la ciudad y sobre la ciudad (la leyenda, el recuerdo y el sueño) de una manera que escapa también a la sistematicidad urbanística. Se puede reconocerlos en las funciones de los nombres propios: vuelven habitable o creíble el lugar que revisten con una palabra (al vaciarse de su poder clasificador, adquieren el de “permitir” otra cosa); recuerdan o evocan los fantasmas (muertos supuestamente desaparecidos) que todavía se mueven, agazapados en las acciones y los cuerpos en marcha; y, en la medida en que nombran, es decir, que imponen una conminación surgida del otro (una historia) y que alteran la identidad funcionalista al desprenderse de ella, crean en el lugar mismo esta erosión o no lugar que socava la ley del otro (2000: 118).

Si la conjunción es táctica en el sentido de su momentaneidad, y que, por tanto no acumula poder, entonces la conexión es estratégica porque acumula tanto poder como para convertirse en institución. Siguiendo con esto, la narración-poesía es táctica sobre todo cuando es oral, pero hay que pensar en cómo se plasma y trasmite a través del ciberespacio, donde permanece y un tuit puede volver con efecto bumerang con mayor violencia dependiendo del clima mediático. Los jóvenes lanzan sus mensajes, imágenes, videos, audios, multimedias, etcétera como si lanzaran gritos y carcajadas, y es en esa medida como deben ser ponderados en el futuro. El algoritmo siempre es estrategia, sobre todo ese algoritmo diseñado para crecer y aprender a medida que devora información para alimentar al Big Data. Para comprender esto, es necesario intervenir la cita de Michel de Certeau:

Según los tres funcionamientos distintos y conjugados de las relaciones entre prácticas espaciales y prácticas significantes: lo creíble, lo memorable y lo primitivo de Michel de Certeau para designar lo que “autoriza” (o hace posibles o creíbles) las apropiaciones ciberespaciales, lo que se repite (o se recuerda) de una memoria silenciosa y replegada, y lo que se halla estructurado y no deja de estar firmado por un origen infantil (infans), pero no lejano ni socializado, sino socializante y con actividades de socialidad. Estos tres dispositivos simbólicos organizan los topoi (lugares) del discurso de la red y sobre la red (la leyenda [fake news], el recuerdo [el historial] y el sueño [las modificaciones con filtros y programas]) de una manera que escapa también a la sistematicidad cibernética del algoritmo, pero, en un juego de regurgitación, le alimenta, ofreciendo una visión en tiempo real sobre el cómo piensa la gente, como sucede en el diálogo de la película Ex machina : “es lo extraño de los buscadores, fue como encontrar petróleo en un mundo que no sabía de combustión interna. Mucha materia prima y nadie sabe qué hacer. Mi competencia sólo quiere monetizarlo a través de compras y medios sociales. Pensaron que los buscadores eran un mapa de lo que la gente pensaba, pero en realidad es un mapa de cómo piensa la gente”. Se puede reconocerlos en las funciones de los avatares, filtros y argucias, en los insultos, trolleos y me gusta: vuelven habitable o creíble el lugar que revisten con una palabra, imagen o video (al vaciarse de su poder clasificador, adquieren el de “permitir” otra cosa, otro uso o mal uso, tormenta de mierda o linchamiento digital o encumbramiento de sujetos grises convertidos en influencers quienes en otro lugar son poco o nada); recuerdan o evocan los fantasmas (muertos supuestamente desaparecidos) que todavía se mueven, agazapados en videos, imágenes, publicaciones, tuits siempre estáticos y en marcha; y, en la medida en que nombran, es decir, que imponen una conminación surgida del otro (una historia) y que alteran la identidad funcionalista al desprenderse de ella, crean en el lugar mismo esta erosión o no lugar que socava la ley del otro.

En la siguiente observación de campo es posible percibir esta habitación de los lugares en el dispositivo escolar:

En la ciudad de México, en una escuela privada, a la hora del receso la cosa parece muy distinta a lo acontecido en Puebla. Se trata de un inmueble grande, con una cancha de futbol con pasto sintético, muy bien resguardada con redes para evitar el escape de los balones y atestada de muchachos jugando, mientras quienes no están jugando deambulan por patios, pasillos, escaleras y demás espacios. Se notan miradas vigilantes, pero no gritos ni presencias intimidantes sobre los jóvenes. Los espacios intersticiales se multiplican y no se observan alarmas estridentes. En esta escuela, se implantó un sistema donde todos los estudiantes usan tabletas electrónicas para llevar sus lecciones. Todo lo llevan ahí, lecturas, apuntes, investigaciones, etcétera. A diferencia de las escuelas públicas antes comentadas, donde el uso de los teléfonos celulares está prohibido bajo el argumento de que la escuela no puede hacerse responsable si son robados o perdidos (según lo dicho por los estudiantes, no parece haber un pretexto académico), en esta escuela privada, el uso de dispositivos electrónicos se alienta e, incluso, se opone al celular la tableta. Pero no está permitido el uso de redes sociales o sitios ajenos a lo académico. Aquí, el espacio intersticial sucede en los dispositivos, pues un secreto bien valorado y muy diseminado es el uso de un sitio a través del cual se triangula la dirección de las redes sociales sin hacerlo directamente, evitando el bloqueo de los dispositivos. En mis años como oficinista en una instancia gubernamental esta información era bien valuada, pues los sitios de comunicación no oficiales estaban bloqueados y a través de la página meebo.com se podía acceder a chats, redes sociales y correos electrónicos no oficiales. Supongo que algo así usan los estudiantes de esta secundaria para romper el bloqueo, crear la grieta y habitar el intersticio digital.

Tras la emergencia sanitaria de 2020, con el fin de no perder el ciclo escolar, en todos los niveles educativos se migró hacia la educación a distancia o digital; este no es el espacio para discernir las diferencias entre una y otra, sólo es preciso reconocer que existen y, ante la crisis, la implementación de las clases virtuales sucedió dando tumbos, sobre todo en lo que refiere a la posibilidad de poner en consonancia los saberes de jóvenes y docentes.

A este respecto, es interesante el dicho de una profesora de la Ciudad de México, quien me dijo en un taller ofrecido a profesores de una escuela secundaria para adultos, pero que en realidad tiene estudiantes menores que ya no son recibidos en otras instituciones debido a comportamiento o promedios bajos: “les dicen nativos digitales, pero los pones a usar Excel o Power Point y no saben, no saben nada”. La diferencia entre el usar y nacer es importante para comprender cómo en lo conectivo surge el usuario; en esta época, la mayoría de los adultos somos usuarios, pues en la medida de nuestras necesidades hemos aprendido a usar las nuevas tecnologías en ambientes laborales para funcionar mejor. Por su parte, más allá de estar o no de acuerdo con la noción de “nativos”, el hecho es que los jóvenes contemporáneos, desde sus primeros días en el mundo están expuestos a los dispositivos electrónicos desde donde se habita el ciberespacio. Esta relación promueve el intersticio en la escuela. Habitar el ciberespacio es muy distinto a usarlo: quien lo usa, trabaja; quien lo habita, vive, experimenta. Por ello, un adulto suele ser hábil en el uso de herramientas destinadas al trabajo; un muchacho, si quiere decirlo académicamente, dice: “tengo creatividad para hacer imágenes con textos graciosos” (Joven estudiante de una secundaria privada en Puebla, Puebla, Grupo de enfoque, 2018), es decir, memes.

La irrupción de la escuela en el ciberespacio

La emergencia sanitaria en México, en lo que refiere al sistema educativo, inició el 14 de marzo de 2020, cuando la Secretaría de Educación Pública (SEP) adelantó el periodo de vacaciones de Semana Santa, extendiéndolo a un mes, del 23 de marzo al 20 de abril en todas las instituciones educativas. Ya no se regresó a las aulas. El 30 de marzo se decretó una emergencia de salud nacional en México.

Las instituciones educativas de todos los niveles, sobre todo el nivel superior, buscaron salvar el periodo a través de la impartición de clases por medios virtuales. Los primeros obstáculos fueron originados por la desigualdad en la conectividad. Si bien es posible afirmar que la gran mayoría de los jóvenes en el rango de 12 a 29 años de edad, según establecen las instancias gubernamentales, son habitantes del ciberespacio, es necesario matizar esto tomando como elementos de análisis las desigualdades sociales y regionales. Es decir, todos los jóvenes habitan el ciberespacio, pero lo hacen de manera desigual. No hacen lo mismo los jóvenes estudiantes indígenas de Oaxaca (Meneses, 2019) que sus pares afrodescendientes (Ramírez, 2020). Tampoco los jóvenes precarizados de las ciudades, o los estudiantes de escuelas públicas a las privadas. No es lo mismo contar con un plan tarifario en una empresa de telecomunicaciones a comprar saldos mínimos una o dos veces por semana. La infraestructura es también fundamental, pues en una misma ciudad habrá colonias que aún no cuentan con fibra óptica. Sólo este tema es en sí mismo digno de análisis profundo, pero este no es el lugar. Quizá este meme sea más elocuente que lo dicho:

Más allá de todos esos problemas, la relación con el ciberespacio, como apunté antes, es distinta a si se es habitante o usuario del ciberespacio. Por las redes sociales proliferaron videos donde esta distinción implicó conflictos para los que el dispositivo escolar no estaba preparado, por más que lo tuviera en la agenda. La colonización del ciberespacio por parte del dispositivo escolar no fue algo planeado, fue más que fortuito. Implicó sufrimientos para todos los sujetos inmersos en el dispositivo. Quizá los primeros, lo profesores. Los memes donde se burlan de la incapacidad de muchos profesores para, por ejemplo, poner a funcionar un proyector en clase, hablaban de las pocas habilidades tecnológicas para asentarse en un medio digital donde no sólo debería proyectar una presentación en Power Point, sino compartir videos, textos, imágenes, audios y convertirse ellos mismos en pantallas.

No podía evitarse una lucha de saberes respecto a los medios digitales. Por un lado, los estudiantes sometiendo a sus profesores a bromas inmisericordes, como el caso de un profesor con poca experiencia, quien comienza su clase y, ya sea bajo acuerdo o complicidad con sus compañeros, un estudiante le comenta que no lo escucha, recomendándole presione al unísono las teclas alt y F4. Cualquiera con mínima capacitación informática en PC sabe que ese comando sirve para cerrar la ventana activa; en el caso del profesor, la ventana activa era la plataforma desde donde daba su clase. Cerró su sesión y se alcanzan a escuchar carcajadas de los estudiantes. Este tipo de “trolleos”, para decirlo en el lenguaje de las redes sociodigitales, se replicaron por todos lados, sin tener manera de siquiera imaginar un número. Las experiencias de profesores “bulleados” por sus estudiantes supone el pago de piso al intentar habitar un espacio intersticial donde el principal valor está en la ausencia de la supervisión adulta. La irrupción de los profesores -no de cualquier adulto-, no podía quedar sin respuesta.

Por su parte, lo más viralizado en los momentos más álgidos del encierro fueron los videos de profesores enojados, acosadores, ignorantes, etcétera. Evidenciados por sus estudiantes, utilizando sus saberes para soportar la colonización del ciberespacio por parte de la escuela. La respuesta, quizás, ante los nuevos aprendizajes de los docentes y el estrés provocado por las nuevas exigencias, fue colonizar más allá de la pantalla para llegar a la casa a través de un exceso de tareas.

Cuando hablo de la colonización del ciberespacio por parte del dispositivo escolar me refiero a la interferencia de las necesidades funcionales de formación cívica y técnica en las formas de habitarlo por parte de los jóvenes. Ellos no saben “usar” las herramientas tecnológicas porque no trabajan con ellas, el ciberespacio no es un lugar donde los jóvenes pretendan ejercer saberes para profesionalizarse y, cuando lo hacen, es bajo el influjo de lo lúdico, siendo la profesionalización un manera de colonización capitalista donde las producciones culturales se monetizan pasando a otra forma de relación, algo que también excede a este documento pero es preciso señalarlo, porque de alguna manera el trabajo de youtubers, gamers, tiktokers, instagramers, etcétera, pasa por la estetización del trabajo, es decir, la búsqueda de la solución de deseos estéticos más que de búsquedas éticas. Una estética del trabajo que tiene serias implicaciones a la hora de entrar en liza con los valores inculcados por el dispositivo escolar.

Esta colonización ha ido de la mano con una desterritorialización: les han quitado la escuela a los muchachos. Con ello, se han vaciado los intersticios y colmado con exigencias escolares, no sólo las pantallas, el hogar, la habitación.

La crisis sanitaria de 2020 ha dejado claro que las actividades que se llevan a cabo en las escuelas y sus espacios, más allá de trasmitir conocimientos, son territorios de socialidad, ahí sucede la experiencia juvenil producida por la cotidianidad horizontal que se ancla al presente de unos cuantos, con valores específicos, en la que se llevan a cabo producciones éticas que deben ser entendidas en sus propios términos (Moreno, 2016). De alguna manera, uno de los efectos de la colonización del dispositivo escolar al ciberespacio es la debilitación de estos espacios del estar juntos cuando se satura de pantalla.

Quizá, para los nuevos habitantes la pantalla debe estar llena para decir algo, quizá por eso las acres exigencias de los profesores para que los estudiantes mantengan todo el tiempo las cámaras encendidas, dejándose ver, limitando los intersticios. Sin duda, la docencia en pantalla ha significado sufrimiento a los profesores, desgaste físico y emocional, pero también ha dejado ver prejuicios y actitudes violentas. Como el caso de un profesor que pide encienda su cámara a uno de sus estudiantes: “Está descompuesta mi cámara, está completamente rota, no puedo sacar ni video”, se disculpa el joven, a lo que responde el profesor: “Entonces qué caso tiene que tomen clase si no pueden tener los elementos”. El estudiante replica: “Profesor, eso es muy poco considerado, considerando que muchos compañeros no tienen acceso a sus cámaras, muchas familias no pueden ni siquiera costear una webcam o un celular”. La respuesta del docente deja ver cómo se fueron configurando las falencias de infraestructura, la imposición a todos los sujetos implicados para hacer clases en línea y la forma en que se tramitan las desigualdades: “Ese rollo sale sobrando, los pobres ya se quedaron”.1

La docencia en redes sociodigitales padece, en cierto sentido, de la misma mutilación, pues los espacios resuenan en los cuerpos, invitan a realizar tal o cual acción. Un pupitre tiene en su forma y disposición en el espacio una orientación sobre qué hacer en él y ahí donde está. La gran mayoría de estudiantes y profesores no contaban con espacios preparados para tomar e impartir clases. El espacio invitaba a otras actividades que debieron ser vencidas por la fuerte conjugación establecida entre los sujetos por los dispositivos, porque no es una relación débil en sí, todo lo contrario, es el cómo se vive lo que la fortalece o envilece.

La docencia sin mirada, olor y tacto despoja al otro al que ni siquiera puedo mirar a los ojos, pues la disposición de las cámaras no está pensada en ese compartir de miradas, sino sólo en el ver, en el desvelar, encender la cámara para otear en la intimidad de los otros, tanto maestros como estudiantes. Son hasta cierto punto enternecedoras las imágenes en redes sociodigitales de profesores dando la bienvenida virtual a sus estudiantes, mostrándolo todo:

Sin duda, siguiendo a Byun-Chul Han (2013), esta colonización amplifica las cualidades transparentes de la sociedad contemporánea, cualidad que desvela, desnuda, lo muestra todo sin reparo, sin asco y sin vergüenza. En ese sentido, el efecto antierótico de esta colonización es evidente. La saturación de pantalla desdibuja la novedad erótica del sexo virtual y deja una pornográfica donde el cibererotismo es el más debilitado. Porque se trata de ver sin mirada, atrapar sólo la imagen proyectada, sin olor, sin tacto.

De ser nativos digitales, entonces habrá que analizar la ficción política del nacer-nación. Por ello, prefiero la noción de habitantes digitales, porque los migrantes (usuarios) también podemos devenir habitantes proponiendo, contra las ficciones, acciones que permitan una mejor habitación del ciberespacio, dejar la colonización y las actividades violentas que conlleva, por una territorialización donde el diálogo de saberes que implica emociones y deseos puede darse.

Habitar implica consumir. ¿Cómo se consume? ¿qué se consume? ¿cuándo se consume? Respondiendo estas preguntas es posible calcular ritmos, tiempos, producciones. Pensar el mundo digital como resistencia-creatividad, hay que buscar paralelismos entre distintos fenómenos conectivos y conjuntivos, acontecimientos, para lograr los nuestros en esta coyuntura. En ese sentido, es preciso investigar eventos como:

  • Yosoy132 (2012)

  • Sismo (2017)

  • Elecciones (2018)

  • Covid-19 (2020)

Según el uso de las nuevas tecnologías, creación de apps, comunicación, organización, acción. Se trata de hacer la política de lo impolítico, una psicopolítica (Han, 2014) de resistencia al Big Data para trastocarlo. Como decía Michel Foucault: “Si encontráramos un lugar -y quizá lo haya- donde la libertad se ejerce efectivamente, descubriríamos que no es gracias a la naturaleza de los objetos sino, lo repito una vez más, gracias a la práctica de la libertad” (Foucault, 2012: 147).

Referencias

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