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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.10 no.18 Querétaro ene./abr. 2019  Epub 10-Nov-2023

https://doi.org/10.23924/oi.v10n18a2019.pp43-73.332 

Dialógica

Reflexiones sobre el principio del placer en la acción como auxiliar en la formación de las virtudes en la ética aristotélica

Reflections on the Principle of Pleasure in Action as an Auxiliary for the Formation of Virtues in Aristotelian Ethics

Cecilia Sabido Sánchez Juárez1 

1Universidad Autónoma de San Luis Potosí


Resumen

En este comentario al artículo “Sobre la reformación del carácter en la obra de Aristóteles” de Leonardo Ramos- Umaña, destaco algunas observaciones sobre su postura ante la imposibilidad de reformación del carácter «por propia iniciativa». Reflexiono, para ello, acerca de la teoría de la voluntad como principio de la acción y su cualidad formativa. Asimismo, comento la importancia de la participación social en la formación de la virtud y termino con algunas reflexiones acerca de los modos en que Aristóteles aprovecha la natural inclinación del hombre hacia el placer para conducir la formación de la virtud en tres casos específicos: el juego, la amistad y el teatro.

Palabras clave hábito; placer; vicio; virtud; voluntad

Abstract

In this comment to the article “About Reformation of Character in Aristotle’s Work” by Leonardo Ramos-Umaña, I remark certain considerations regarding his position on the practical impossibility of the reformation of character «by the agent’s own initiative». I consider Aristotle’s theory of Will as the origin of the action and its formative quality. I also comment on the social participation in the attainment of virtues. Finally, I study how Aristotle considers the natural human inclination towards pleasure as suitable to guide the acquirement of virtue in three specific cases: children’s games, friendship and theatre.

Keywords Habit; Pleasure; Vice; Virtue; Will

Algunas reflexiones a partir del artículo “Sobre la reformación del carácter en Aristóteles”

El Dr. Ramos-Umaña argumenta en el artículo “Sobre la reformación del carácter en Aristóteles” la imposibilidad de un cambio de sentido en el carácter habitual del agente moral. En su argumento, ni el hombre vicioso puede corregir sus acciones futuras hacia la virtud, una vez que su carácter está formado, ni puede el virtuoso cambiar su carácter hacia el vicio. Aduce, para probar su argumento, los pasajes de Ética nicomaquea III.5: 1114a, 12-21 y, especialmente, VII.7: 1150a, 20-22 y VII.8: 1150b, 33,1 donde Aristóteles deja claro que el vicio imposibilita la corrección del carácter, dado que el vicio corrompe el principio de la acción moral. Del mismo modo, considera (en EN I.10: 1100b, 12-13 y VIII.3: 1156b, 13) que la virtud como disposición adquirida es firme. Por todo esto, Ramos-Umaña afirma categóricamente que el carácter moral es inamovible. Esto mismo lo refuerza con otro pasaje (EN V.1: 1129a, 11-17) donde contrapone la «ciencia de los contrarios» a la «disposición habitual de los contrarios» de tal manera que, aunque sea posible para la ciencia conocer los contrarios, la disposición habitual corresponde sólo a uno de los contrarios y no admite el otro.

Añade, para fortalecer el argumento, la explicación de la disposición habitual como un tipo de potencia racional, tal y como aparece en Metafísica (IX.2: 1046a, 36, 1046b, 4 y IX-5: 1047b, 31-35). En estos argumentos vincula dos aspectos: por un lado, la capacidad de las potencias intelectuales de estar «abiertas a los contrarios» y, por otro, la especificidad de las potencias racionales adquiridas «por hábito». Tras afirmar que “un agente no puede actualizar una disposición habitual ética X en forma de acciones de distinta cualidad de la cualidad de la disposición misma”, el autor del artículo concluye que un agente moral no puede reformar su carácter.

Por supuesto, el Dr. Ramos-Umaña considera el pasaje de Categorías 10: 13a, 18-31 que afirma todo lo contrario: no sólo que el hombre es capaz de admitir los contrarios y producir cambios de uno a otro, sino específicamente que un hombre puede ser virtuoso y volverse malvado; o lo contrario: de ser malvado, puede volverse virtuoso. Cito, en este caso, la explicación de Aristóteles:

En efecto, el deshonesto, dirigido hacia unas formas de vida y unos juicios mejores, progresará, por poco que sea, en la dirección de ser mejor, y si una vez hace un progreso, por pequeño que sea, está claro que, o bien podría acabar cambiando, o bien podría hacer un gran progreso: pues cada vez se mueve uno con más facilidad hacia la virtud, sea cual sea el progreso realizado desde un principio, de modo que es verosímil que haga cada vez más progresos; y siempre que esto se produce, acaba devolviéndole a uno al estado contrario, si el tiempo no se lo impide (Cat.10: 13a, 23-31; énfasis nuestro).

Este texto, referido a la «oposición» lógica, se refiere específicamente a aquellos casos que «no son necesarios». Como explica líneas antes:

En cambio, en aquellos en que no es necesario que se de uno u otro, hay un intermedio entre ellos, v.g., lo negro y lo blanco... y lo deshonesto y lo honesto se predican, no sólo del hombre, sino de muchas otras cosas y no es necesario que lo uno o lo otro se de en aquello de lo que se predica: pues no todo es deshonesto u honesto (Cat. 10: 12a, 10-12 y 15-18).2

Ramos-Umaña arma su caso principal en torno a estos textos para considerar que o la reformación moral no es posible o, en todo caso, no es posible para el hombre por sí mismo, y sólo admitiría corrección si interviene un agente externo que impone el sentido opuesto «por coacción». Así, las acciones que contribuyen a la reformación serían siempre acciones mixtas, donde la voluntad del agente no aporta realmente el deseo de corrección y esta sólo ocurre por temor al castigo del agente reformador.

El argumento que Ramos-Umaña emplea para justificar esta propuesta es sumamente atractivo, porque recurre a la pedagogía moral aristotélica y el modo en que se utiliza el binomio placer-dolor, cuya directriz irracional en un infante es clara y previa al desarrollo intelectual, para conducir al agente moral a generar la futura disposición ética. El autor aduce que, ya sea por la esperanza de un premio posterior o el temor a un castigo, el niño va encontrando placer en hacer «lo correcto», es decir, lo corregido mediante coacción por el agente externo.3 Esta habituación terminará por convertirse en un «acto placentero», según el autor, y para ello, acude al argumento de Retórica I.11: 1370a, 7-16 y, especialmente, al de EN X.9: 1179b, 24 – 1180a, 1. La meta de la pedagogía moral, tal y como aparece expuesta aquí, es la sumisión de los apetitos y las pasiones, porque ¿cómo podrá someterse la parte irracional del alma al gobierno de la razón si no es capaz de obedecer a nada?4 Claro que, hasta aquí, el argumento parece mostrar una contradicción, porque la guía sigue siendo el placer –o el temor al dolor– y sólo se puede suponer que las intenciones del formador son buenas. Es decir, se hace hincapié en la acción de compeler como causa de la formación (y más adelante, de la reformación) más que en la repetición de la acción para la adquisición del hábito, por el signo de placer o dolor asociados a la acción. De esta manera, la coacción ha contribuido a modificar las «inclinaciones gustosas», como señala el pasaje del libro X.9 de EN antes citado: “Por esta razón, la educación y las costumbres de los jóvenes deben ser reguladas por las leyes, pues cuando son habituales no se hacen penosas” (1179b, 35 – 1180a, 1).

Así, Ramos-Umaña fortalece su visión de la pedagogía reformatoria con la propia cita de Categorías, donde la posición del agente moral es pasiva: el deshonesto es dirigido hacia las buenas acciones y los buenos juicios.5 Esta acción la puede llevar a cabo un padre, un maestro, un amigo, o la ley cuando establece castigos. Así, el castigo opera como una medicina para quien obra mal y como un parámetro disuasorio para quien tiende a errar al actuar de tal manera que “se acostumbren a moverse en cierta dirección”. En breve, la reformación consistiría en un ejercicio de “coacción, represión de la acción mala y estimulación a la práctica de la acción buena”. Así las cosas, primero debe acometerse el «sometimiento» de la parte irracional para poder disponerla adecuadamente al gobierno de la parte racional.

Cabe destacar con Ramos-Umaña que para Aristóteles existen algunos vicios incorregibles, ya por una predisposición natural (Política V.12: 1316a, 8-11) o por el tipo de vicio adquirido: quienes son naturalmente incapaces para el bien y quienes a través del vicio han «corrompido el principio» que les permitiría corregirse. Tal es el caso de los licenciosos, según EN VII.8: 1151a, 15.

Al final del artículo, Ramos-Umaña discute algunas propuestas opuestas a su interpretación, ya por que defiendan la posibilidad de una participación más activa del agente moral en su reformación (Bondeson) y la participación de la acción voluntaria en la reformación a través de motivaciones positivas distintas al castigo, como el ejemplo y el arrepentimiento (Di Muzio, Vasiliou e Irwing).

Como conclusión, Ramos-Umaña propone:

  1. Es imposible que un hombre vicioso pueda corregirse voluntariamente. (De hecho, es imposible cambiar el carácter de un sentido al otro sea éste cual sea).

  2. La corrección es posible sólo mediante coacción (es decir, por acciones mixtas o compelidas).

  3. Es necesario recurrir al castigo para reformar el carácter (de la misma manera en que las relaciones de placer y dolor fueron necesarias para la formación inicial del niño).

Por lo tanto, Ramos-Umaña niega o limita la capacidad activa del agente moral en el proceso de reformación. Encuentra abundantes ejemplos en los textos aristotélicos que refuerzan su lectura. Su argumentación es impecable y su ataque a los opositores es contundente. Sin embargo, rompo una lanza por la participación activa del agente en su reformación y otros elementos que, si bien no desmienten ni descalifican la exposición del Dr. Ramos-Umaña, sí pueden contribuir a enfocar su perspectiva de una manera menos tajante.

No voy, por lo tanto, a desmontar radicalmente su argumento, sino a añadir algunos elementos de la teoría de la acción aristotélica que, en mi particular interpretación, faltan en su estudio y, por otro lado, a reforzar y enriquecer –si es acaso posible– algunas ideas sobre la contribución de agentes externos en el proceso de reformación. Por último, y como eje central de las conversaciones que dieron origen a esta discusión, hablaré de las contribuciones que Aristóteles concede al placer en la conformación de la vida ética con tres ejemplos básicos: el juego, la amistad y el teatro.

Hablar «como en esquema»

La primera observación que me atrevo a hacer al autor del artículo que aquí comento es una advertencia metodológica que Aristóteles hace en los capítulos introductorios de su Ética nicomaquea y tiene que ver con el rigor y la contundencia de sus afirmaciones. En efecto, el estagirita advierte que no se puede exigir a la ética el mismo rigor que a la ciencia, y ello se debe, ante todo, a que estas cuestiones admiten una cierta variación: “la nobleza y la justicia que la política considera presentan tantas diferencias y desviaciones que parecen ser sólo por convención y no por naturaleza” (EN I.3: 1094b, 16; énfasis nuestro). En otras palabras, es probable que haya ideas contrapuestas con respecto a un mismo tema y no por ello deba descalificarse radicalmente a quien sostiene una posición contraria. En todo caso, habrá que considerar desde qué punto de vista se aproxima a la cuestión y qué pretende resaltar en ella. Por eso, líneas más adelante, Aristóteles advierte:

Por consiguiente: hablando de cosas de esta índole y con tales puntos de partida, hemos de darnos por contentos con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático; hablando sólo de lo que ocurre por lo general y partiendo de tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud de cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto (EN I.3: 1094b, 19-26; énfasis nuestro).

Quiere decir que, al hablar de los temas éticos, debe conservarse una cierta apertura en el razonamiento. Esto no implica que se renuncie al rigor, sino que se demande sólo el rigor que corresponde a la naturaleza de lo que esta ciencia trata. Será frecuente encontrar la ver- dad en proposiciones «semejantes» aunque no sean del todo idénticas. Poco más adelante, en EN I.7: 1098a, 26-29, recordará esta necesidad metodológica de apertura.6 ¿A qué se debe que las cuestiones éticas no admitan el mismo rigor que las ciencias exactas? ¿Por qué ocurre esta variación en los «temas de esta índole»? Como ya se ha dicho, estas cuestiones «parecen regularse sólo por convención» y ello se debe a dos razones: en primer lugar, lo propio de las acciones humanas no procede unívocamente (EE II.6: 1222b, 25 ss; MM I.11: 1187b ss.). En segundo lugar, el criterio de valoración de las mismas suele depender de los llamados ἔνδοξα es decir, la opinión, ya de la mayoría, ya de los más sabios (Tópicos I.1: 100b). El ejemplo más claro que podemos subrayar y del cual están llenas todas las Éticas es el parámetro de lo «censurable», con que con frecuencia dirime la dificultad entre el medio y el exceso y defecto de sus exposiciones.7 Así, por citar un ejemplo:

pues nosotros mismos unas veces alabamos a los que se quedan cortos y decimos que son apacibles, y otras a los que se irritan y les llamamos viriles. Sin embargo, no es censurado el que se desvía del bien un poco, tanto por exceso como por defecto, pero sí lo es el que se desvía mucho, pues no pasa desapercibido. Ahora, no es fácil determinar mediante la razón los límites y en qué medida sea censurable, porque no lo es para ningún objeto sensible. Tales cosas son individuales y el criterio reside en la percepción. Así pues, está claro que el modo de ser intermedio es en todas las cosas laudable, pero debemos inclinarnos unas veces hacia el exceso y otras hacia el defecto, ya que así alcanzaremos más fácilmente el término medio y el bien (EN II.9: 1109b, 15-23; énfasis mío).

Aristóteles reflexiona sobre el carácter contingente de las acciones humanas en diversos pasajes en sus éticas. A veces, en general;8 a veces, en procesos específicos pero definitorios; por ejemplo, en la deliberación. De hecho, utiliza con frecuencia un participio específico: ἐνδεχόμενον, que se suele traducir también como «lo posible o lo contingente». Tomemos por principio EN VI.1: 1139a, 8, donde afirma que lo propio de la acción humana pertenece a las cosas que «pueden ser de otra manera». Así, por ejemplo, “nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera” (EN VI.1: 1139a, 13-14), y “nadie delibera sobre lo necesario, sólo sobre lo posible y futuro” (EN VI.2: 1139b, 8-9). Desde luego no es la deliberación el único proceso racional de lo ético ni se puede juzgar toda la ética por la deliberación, pero sí se encuentra en su núcleo y dice mucho de lo que Aristóteles está considerando al pensar la ética de un modo abierto.9 La cuestión que nos atañe en este artículo tiene que ver con la presuposición de que a través de la habituación se adquiere una cierta inflexibilidad en la constitución moral del agente. Ya diremos en qué sentido la deliberación participa en este proceso y hasta qué punto la apertura se pierde o se mantiene.

Otro elemento a tener en cuenta es el cómo procede la razón cuando trata acerca de lo «posible», según Aristóteles. En Tópicos I.1: 100b, 20 explica que, a diferencia de la demostración propia de la ciencia, se usan los argumentos de lo «plausible» para el razonamiento dialéctico: este consiste en tomar como premisa lo que dicen todos, o la mayoría, o los sabios, es decir, lo que es fruto de la costumbre humana y de la convención (EN I.3: 1094b, 12). También en la Política, Aristóteles advierte que los hombres, hablando entre sí de lo que es bueno, útil y conveniente constituyen la vida comunitaria.10 No se trata de proponer un relativismo cultural o ético, ni de negar que hay una naturaleza que opera, como tal, en la adquisición de virtudes, e incluso una “percepción de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto...”, como se manifiesta en Política I.11: 1243a, 17. Se trata de recordar que todo cuanto de este tema se dice dista mucho del rigor y la exactitud unívoca de la ciencia, porque no le compete en primer lugar. Propongo, así, que las contradicciones en los textos citados por Ramos-Umaña con respecto a la reformación no implican, por lo tanto, que un discurso anule al otro necesariamente. Debe encontrarse en un contexto dentro del discurso del estagirita, es decir, de una intención expositiva específica, y en otro caso debe tratarse de una explicación general, más simple y menos preocupada por las distinciones de un tratado. Tampoco pienso que su labor sea cuestión menor, pues como Aristóteles mismo dice en EN VII.2: 1146b, 7: “la solución de una dificultad es el hallazgo de la verdad” (ἡ γὰρ λύσιςτῆς ἀπορίας εὕρεσίς ἐστιν). Es posible, por lo tanto, que Aristóteles admita la reformación en Categorías como una cuestión a grandes rasgos, en general. Sólo está poniendo un ejemplo de cómo funciona la apertura racional a los contrarios en distintos niveles de razonamiento. En cambio, pondrá condiciones mucho más estrictas en las Éticas donde se está dedicando precisamente a desarrollar las características de los hábitos en general y de ciertas virtudes y vicios en particular. Así, por ejemplo, ocurrirá la curiosa distinción de la posibilidad de arrepentimiento en el incontinente y no del licencioso (EN VII.8: 1150b, 29-30), se distinguirá entre la justicia natural y la legal o convencional (EN V.7: 1134b, 28-35)11 y se distinguen la prudencia y la destreza (EN VI.13: 1144b, 1-20), por mencionar sólo algunos ejemplos.

Adelanto aquí una distinción importante en relación al continente y el licencioso o desenfrenado: no tienen la misma cualidad moral para Aristóteles. No se trata de la situación de un vicioso «en general» tal y como aparece en el estudio de Ramos-Umaña, sino de dos casos específicos y complejos cuyas dificultades trata de dirimir en el tratado. Los pasajes están presentes con pocas diferencias en las tres Éticas. Comienza en EN VII.1: 1145a, 15 –que corresponde al VI de la Eudemia– y distingue: “Hay tres clases de disposiciones morales que deben evitarse: el vicio, la incontinencia y la brutalidad”. El texto en Magna Moralia es un poco más elaborado: “Hay tres cosas que se dan en el alma y por los cuales se dice que somos malos: el vicio, la incontinencia y la bestialidad. Sobre qué son el vicio y la virtud y en qué ámbito se dan, hemos hablado en el discurso precedente. Ahora hablaremos sobre la incontinencia y la bestialidad” (MM II.4: 1200b, 5-9; énfasis mío). Lo que interesa destacar aquí es que las subsecuentes distinciones entre el desenfrenado y el incontinente no se refieren a cualquier tipo de vicio. Éste ya lo ha descartado en las distinciones previas. Ahora bien, los pasajes referidos a la posibilidad e imposibilidad de reformación del carácter pertenecen casi todos a las diferencias del licencioso y el desenfrenado (EN VII.7: 1150a, 20 y, sobre todo, VII.8: 1150b, 30), por las características específicas de estos dos males y no al problema del vicio en general, aunque desde luego hay dificultades en el «el vicio en general» de las cuales hablo a continuación.

La voluntad como principio

Hecha la observación sobre la necesaria apertura en la lectura de Ética, quiero también considerar cómo es necesaria, hasta cierto punto, la participación «en activo» del agente moral en el proceso de reformación tanto como lo fue en el proceso inicial de formación.12

La cuestión aquí planteada tiene que ver con dos elementos que para Aristóteles son cruciales en la formación de la vida ética: el principio de la acción concreta, por un lado, y la prudencia, por otro. Es decir: si la habituación se ha conseguido a través de la suma de acciones concretas, sólo podría transformarse a través de una suma de acciones concretas en sentido contrario (a veces más numerosas o contundentes que las previas) y eso, como recuerda Ramos- Umaña, si el tiempo lo permite. Yo añado: si aún hay plasticidad moral. La clave de esta objeción reside en que la acción y la adquisición de los hábitos depende de su «principio» (ἀρχή) que, para Aristóteles, es «lo voluntario» (ἑκούσιος).

Aristóteles, desde luego, no habla de la voluntad como una facultad sino de «lo voluntario», como un adjetivo que califica determinado tipo de acciones, a saber, aquellas que tienen en sí el principio de su movimiento. Lo describe así: “ Y se obra voluntariamente porque el principio del movimiento de los miembros instrumentales en acciones de esta clase está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también está en su mano hacerlas o no” (EN III.1: 1110a, 15-16; énfasis nuestro). Esta definición se da en el contexto de la especificación del acto voluntario mixto, es decir, aquél que se ha hecho a pesar de que se hubiese preferido no hacer tal acción si las circunstancias no le hubiesen obligado a preferir esa acción a la contraria, como quien tira el cargamento del barco en la tormenta, para no hundirse cuando el objetivo del viaje es, precisamente, llevar el cargamento a buen puerto, o quien entrega su cartera al ladrón para salvar la vida. Destaco para la causa el hecho de que, a pesar de la coerción del momento, impuesta ya por la tormenta, ya por el ladrón, el principio está en el agente que realiza la acción, no en la tormenta ni en el ladrón, por mucho que sean el peligro de la tormenta y las amenazas del ladrón suficientemente persuasivas y elocuentes en guiar la acción hacia cierta meta.

Sobre la importancia de un «principio» (ἀρχή) en el proceso de adquisición de las virtudes no hay mucho qué discutir. Sólo es esencial recordar que para Aristóteles dicho principio está presente en la ejecución de las acciones éticas concretas y por consecuencia también en la formación de hábitos:

Por tanto, está en nuestro poder la virtud y asimismo también el vicio. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí; de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bueno, estará también en nuestro poder el no obrar cuando es malo, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bueno, también estará en nuestro poder el obrar cuando es malo. Y si está en nuestro poder hacer lo bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos y viciosos (EN III.5: 1113b, 7-14; énfasis nuestro).

En otras palabras, siempre que esté presente el «principio» de la acción voluntaria, será posible actuar «bien o mal» y por lo tanto será posible hacerse «virtuoso o vicioso».13 Sin embargo ¿el principio está siempre o puede perderse? Veremos que para Aristóteles es posible «perder» el principio en cierto modo e igualmente advierte que con el tiempo se pierde la plasticidad moral, es decir que conforme la vida ética avanza y las disposiciones han sido formadas, ya no se tiene el mismo «poder». Así lo afirma más adelante:

Las acciones no son voluntarias del mismo modo que los hábitos; de nuestras acciones somos dueños desde el principio hasta el fin si conocemos las circunstancias particulares; de nuestros hábitos al principio, pero su incremento no es perceptible, como ocurre con las dolencias. No obstante, como estaba en nuestra mano comportarnos de tal o cual manera, son por ello voluntarios (EN III.5: 1114b, 30 – 1115a, 3; énfasis nuestro).

En general, en el capítulo 5 del libro III, Aristóteles insiste en que hay una responsabilidad del agente en la conformación de los hábitos, que implica un conocimiento de las circunstancias de las acciones concretas y del carácter que se está determinando y advierte que lo hecho no se puede deshacer. “Como tampoco el que ha arrojado una piedra puede recobrarla, pero estaba en su mano lanzarla porque el principio estaba en él” (EN III.5: 1114a, 18-19).

En estos pasajes reside en gran parte el quid de la cuestión. Por un lado, en el hombre está el principio de sus hábitos; pero, por otro, una vez que estos están formados, no lo están de la misma manera. En el pasaje, parece que el interés de Aristóteles consiste más en remarcar el carácter voluntario de los hábitos que en clausurar tajantemente la posibilidad de reformación, y así insiste en ejemplos como el que ha enfermado por no seguir las indicaciones de los médicos. En estos pasajes, está contrastando la prioridad del principio y el carácter αὐτός de las acciones y los hábitos, para no diluir las responsabilidades convirtiendo el carácter en un pretexto de nulidad. Desde luego, y no lo eludo, señala la diferencia entre las acciones concretas y los hábitos en su consolidación y la pérdida de lo que llamo «plasticidad», es decir: el principio del hábito no está de la misma manera en el origen, cuando las acciones comienzan a realizarse, que cuando se han consolidado mediante la práctica (EN III.5: 1114a, 9-11), porque la naturaleza se ha ido determinando hacia un cierto límite dentro de los contrarios. Aristóteles admite la influencia de la naturaleza en la orientación de ciertas disposiciones, pero éstas se manifiestan sobre todo en la determinación del fin (EN III.5: 1114b, 5-12).

Ahora bien, el principio voluntario parece ser también un binomio, para Aristóteles: lo voluntario es “aquello cuyo principio está en uno mismo y que conoce las circunstancias concretas de la acción” (EN III.1: 1111a, 22-24; énfasis nuestro). Este binomio, en términos clásicos, puede distinguirse entre una agencia eficiente y un conocimiento práctico, ya final si el parámetro está dispuesto desde la intención, ya formal si lo que guía el parámetro es la ejecución de la acción concreta. En el caso de la acción concreta, el principio voluntario es a) ese carácter αὐτός que hemos mencionado más arriba, b) el juicio de la “recta razón”, en cada caso. En el caso del hábito, el carácter influye con menos reflexión, pero sin perder su pertinencia. La agencia como αὐτός está presente en ambos casos.14

En este binomio, habría que considerar si ambos principios se pierden con el vicio o sólo uno y, consecuentemente, si ambos intervienen en la reformación o sólo uno, y cuál. Adelanto que ambos principios deben estar presentes en el agente para su reformación, pero en la mayor parte de las ocasiones tendrá que restaurarse el principio del conocimiento, esto es, el parámetro o criterio de «lo mejor» que el vicio ha deteriorado, y que corresponde a ese criterio no formado que sustituyen el padre o el maestro durante la infancia, o la ley en la vida de la comunidad política.15

Debo advertir que haría falta un estudio completo del modo en que la agencia y el criterio participan en cada virtud, porque Aristóteles va detallando a lo largo de las Éticas las peculiaridades de cada una y sus vicios correspondientes. No tendrá los mismos defectos el temerario que el desenfrenado, aunque en ambos casos se trata de un vicio por exceso, porque los elementos que intervienen son diferentes, precisamente con respecto a los criterios de placer y dolor (EN III.12: 1119a, 22-35). Las generalizaciones, entonces, son toscas y las distinciones apropiadas requieren de un examen que escapa a las dimensiones de este comentario. Advierto, no obstante, que no se educa para la templanza al niño con los mismos recursos y criterios con que se educa su fortaleza y, en consecuencia, la «pérdida del principio» que compromete su reformación interesa problemas distintos: la reformación del cobarde tendría que ver con la resistencia al dolor y la reformación del intemperado, con respecto a los límites del placer (EN III.12: 1119b, 5-15). Así, los casos del licencioso y del incontinente se vuelven casos extremos en cuanto a la pérdida del principio, ya porque se pierda la eficiencia para actuar conforme a lo que se quiere, ya porque se haya perdido el criterio para moderar el placer. 16

Estas pérdidas, sin embargo, son radicales. No es la situación de la mayoría de las personas con respecto a sus decisiones cotidianas. No se puede negar que existe una cierta plasticidad ética en el ser humano, siempre que haya voluntariedad y conocimiento, por el hecho mismo de que la acción ética concreta (cuya repetición finalmente forma el carácter) es una realidad abierta e indeterminada en cada ocasión (MM I.17: 1189b). La determinación del carácter no es absoluta y aunque el agente tienda a actuar de una manera puede actuar en otro sentido o tenga que replantear su criterio si las circunstancias concretas habituales cambian. Por eso debe insistirse en el carácter abierto de la ética aristotélica y la contingencia de la acción. Los hábitos, en efecto, fortalecen las disposiciones naturales y facilitan el proceso deliberativo de la acción concreta, pero salvo ciertos casos, no la clausuran. De otro modo, la educación del ser humano sería una técnica cerrada, bastaría la sabiduría de lo necesario y no tendría sentido una virtud como la prudencia, que propone el parámetro de la recta razón en el ejercicio de la acción concreta, que es contingente (EN VI.5: 1140a, 30).

Algunas reflexiones sobre la relación del principio y la posibilidad de reformación

Sin negar las dificultades que Aristóteles advierte para una posible reformación del carácter, una vez que éste se ha definido en una persona adulta, me parece que no se puede negar del todo una cierta iniciativa voluntaria en la reformación, como tampoco se puede garantizar un resultado efectivo de un proceso coactivo si el agente no muestra una intención real de reformación. Aristóteles habla, sobre todo del arrepentimiento (μεταμέλεια),17 que no es necesariamente la reformación sino el remordimiento por acciones pasadas y, en todo caso, un primer juicio negativo que podría cambiar la intención, pero que, evidentemente, no basta para transformar el carácter ya formado. Debemos recordar, con todo, que el caso de la reformación del vicioso es de suyo extrema, pues lo normal en la vida cotidiana es corregir la acción concreta, conforme se va actuando. No es contrario a la formación de la virtud que uno se equivoque y reflexione y corrija sobre lo que ha pasado, con frecuencia y así vaya formando una guía prudente por sí mismo.18

El tema del «principio» de la acción es de radical importancia para la ética aristotélica en el análisis de la acción concreta y en la adquisición de disposiciones, ya sean virtudes y vicios; por ello no resulta menos importante considerarlo en la posibilidad o imposibilidad de reformación con respecto a los últimos. Desde luego, se requiere distinguir entre un principio eficiente –que funcionaría como punto de partida– y la agencia subsecuente de la acción para conseguir la reformación de otro principio que funcionara como guía moral, que proporcionara el contenido de lo conveniente, la meta de lo «mejor» a través de «guías mejores».

El principio perdido por el agente que se ha rendido al vicio ¿es el criterio de lo bueno, porque no puede ver más que por el placer inmediato? ¿O ha perdido la capacidad de moverse a sí mismo hacia lo que desea? Parece que el principio que ha perdido es el discernimiento de lo que es bueno, a menos que sea un incontinente porque éste ha perdido la capacidad de moverse a sí mismo, aunque vea con claridad que había metas mejores. Pero no es el caso típico. ¿Existe la posibilidad de que caer en un vicio específico deteriore el principio a tal grado que derive en un defecto mayor (como el licencioso, que voluntariamente elige lo peor porque le parece más atractivo y placentero, o el incontinente que, aunque se da cuenta de su error, no puede gobernar su voluntad hacia el bien)?

En la mayoría de los ejemplos de formación y reformación referidos por Ramos-Umaña se concluye que el proceso de reformación sólo es posible cuando el sujeto es guiado, en sentido pasivo, por otro que posee los parámetros y el criterio –además del poder de persuasión–, específicamente a través del uso de los estímulos de placer y dolor y sus derivados. Los ejemplos que dan razón a la postura del Dr. Ramos-Umaña son muchos y muy claros. Baste considerar un proceso de desintoxicación por el uso de estimulantes o estupefacientes. Dejando de lado la consideración de que el uso de estos productos no sólo suele dañar a nivel neurológico los centros receptores de placer y satisfacción, sino que también inciden en el sistema metabólico del sujeto y lo hacen inevitablemente «paciente» en el proceso de recuperación, es un hecho que se necesita para el aspecto moral en este proceso de reformación, como en muchos otros, de una disposición voluntaria por parte del sujeto para que el proceso tenga éxito. Es decir, es necesario un principio αὐτός.

Cambiar el sentido de la disposición habitual que se han formado a través de la constante repetición de acciones en un sentido requerirá una primera acción en sentido contrario que, de no ser repetida y reforzada, carecería de repercusión, pero continuada y elegida constantemente por el convencimiento moral del agente sí puede empezar a marcar una diferencia. Dependiendo de la plasticidad, no sólo fisiológica, sino moral del agente, el cambio sería posible. A esto alude el citado pasaje de Categorías 10: 13a, 20-31 donde dice: “En efecto, el deshonesto, dirigido hacia unas formas de vida y unos juicios mejores, progresará, por poco que sea...”. El Dr. Ramos- Umaña subraya, con respecto a este texto, el hecho de que el personaje deshonesto es dirigido, asunto con el cual concuerdo, pero yo subrayo, hacia “formas de vida y juicios mejores”. ¿Podría ocurrir que, en un momento de reflexión el agente vislumbre por sí mismo “formas de vida y juicios mejores”? Es poco probable, desde luego, que, sin la intervención de un elemento ejemplar o crítico, el agente ponga atención en la idoneidad del fin que se presenta a su intención como «mejor». Sin embargo, no es imposible. En eso consiste la μεταμέλεια (EN VII.8, 1150b, 29-31). Lo que estaría en juego, entonces, es si el juicio de lo mejor debe ser presentado por alguien «sano», por un lado, y si debe forzar al deshonesto a reformarse hasta adquirir el hábito en cuestión, por otro, o si el deshonesto es capaz, por sí mismo, de adquirir el discernimiento que le haga proponerse como necesario el cambio de sentido y comience a «practicar» actos en los cuales lo «mejor» sea el nuevo Norte.

Por un lado, proponer que el ejercicio discernimiento ocurra en el agente deshonesto o vicioso «por sí solo» es poco verosímil, dada su tendencia. Y ello sólo no bastaría para cambiar sus hábitos sin una convicción tan sólida que resultaría casi heroica. Tal es el ejemplo que propone con el cambio de alimentación de Pepe, quien «asustado» por la amenaza de muerte debido a sus malos hábitos en la alimentación, se propone a mejorar y termina por corregirse. Ramos-Umaña acentuaría el hecho de que el «miedo a la muerte» estimulado por el médico es la verdadera motivación y por lo tanto el médico es el verdadero agente de la reformación. Si el miedo a la muerte bastara, el éxito de los protocolos profilácticos estaría garantizado.

No obstante, poco puede hacerse si Pepe o cualquiera que sea el nombre de nuestro agente, no está convencido de que debe hacer un cambio, aunque al principio le resulte difícil y su convicción como objetivo general sea frágil y tambaleé ante el primer estímulo presente que le atraiga más que la meta propuesta, máxime si tal es su disposición virtualmente adquirida. Sin embargo, todos sabemos que el médico no puede guiar a Pepe si éste no colabora voluntariamente, del mismo modo en que no es suficiente que Pepe quiera para, milagrosamente, adquirir el hábito o la fortaleza para reformular la tendencia tras las innumerables decisiones que lo han llevado ahí. Necesita ayuda, estímulos constantes y no necesariamente será «por las buenas» y Aristóteles ofrece abundantes advertencias sobre ello al considerar lo fácil que es optar por los placeres y lo doloroso que puede ser de suyo rechazarlos o limitarlos.19 El proceso será difícil, cualquiera que sea la aproximación del reformador, a quien ahora convendría llamar «agente auxiliar» si admitimos el carácter αὐτός del proceso.

La cuestión que queda por considerar es si este proceso debe ser forzado, coercitivo. Y ello debido a la relación que el placer y el dolor tienen en la motivación de las acciones voluntarias. Por eso dice Aristóteles que ni siquiera la persuasión de los castigos puede estimular a lo que no depende de la voluntad (EN III.5: 1113b, 30; énfasis nuestro) y así, ¿qué sentido tendría reformar a quien ha perdido el principio su acción? Se estaría creando a un autómata, o peor aún, a un paciente sin criterio que obra conforme al parámetro del «preceptor».

En el caso de la acción compelida «hacia la virtud» ¿qué principio aporta quien guía al reformado? Claramente, parece que aporta la guía moral, es decir, el parámetro de acción conforme a la «recta razón» que el hombre vicioso ha deformado a través de la repetición continua de actos mal orientados. Se trata de la guía que proporciona la prudencia (EN VI.5: 1140a, 23-30). Aristóteles detalla que, precisamente éste es el principio que se pierde por el vicio: “Los principios de la acción son el propósito de esta acción; pero para el hombre corrompido por el placer o el dolor, el principio no es manifiesto, y ya no ve la necesidad de elegirlo y hacerlo todo con vistas a tal fin: el vicio destruye el principio” (EN VI.5: 1140b, 15-19). Sin embargo, la prudencia como hábito no consiste en la adquisición de una fórmula infalible sino de un ejercicio de discernimiento que se realiza durante la deliberación de la acción concreta (EN VI.7: 1141b, 8-16). Cuando este discernimiento es correcto una y otra vez, se fortalece una disposición prudente, que aumenta las probabilidades de que la decisión en las próximas ocasiones sea acertada.20 Sin embargo, y esto es muy importante, la prudencia se da siempre «en lo que puede ser de otra manera» y por lo tanto, la corrección de la acción nunca está garantizada. Es más fácil actuar correctamente si el cúmulo de decisiones previas ha sido el adecuado.

Por otro lado, la mala orientación o mala decisión que conlleva al vicio parece ser aquella que privilegia un placer desordenado. ¿En qué consiste este desorden? ¿Entonces el placer es nocivo y debe ser evitado? Claramente no. Ya Ramos-Umaña expone cómo el placer también puede contribuir a la formación de la virtud porque es percibido naturalmente como un bien, aún antes de adquirir parámetros (EN VII.13: 1153b, 26-32). En primer lugar, con un placer concomitante o añadido a la acción, como ocurre en el ejercicio del premio y el castigo, pero la meta debe ser que la acción sea querida por sí misma como fin, con lo cual puede hallarse un cierto placer en realizar la acción aunque no se realice ya por el placer que produce sino por el bien que conlleva (EN VII.11: 1152b, 24 y 12: 1153a, 7-16). Así, si la razón orienta adecuadamente la acción, el placer concomitante al actuar con rectitud moral.

Aristóteles dedica una sección entera de su Ética a la importancia del placer en la vida ética, (EN X) porque está convencido de que es uno de los fines que el hombre busca naturalmente. Como bien muestra Ramos-Umaña, Aristóteles no está en contra del placer, sino de que éste se persiga sin la guía de la razón prudente. Por eso es posible apoyarse en el placer para formar virtudes y de hecho es necesario: hay que «pastorear» el deseo y enseñarlo a seguir la guía de la razón (EN X.1: 1172a, 30-35). Se trata de ponerle límites para que sirva a un orden que la percepción inmediata no es capaz de contemplar (EN X.4: 1174b, 25 – 1175a, 4).

Tal es, sin duda, la misión de las leyes, los límites que el legislador impone a través de parámetros generales no sólo determina qué se debe hacer o evitar, sino una serie de consecuencias a que un agente se haría acreedor si transgrediera dichos límites. No son consecuencias «naturales» sino añadidas por convención (Pol. VII.13: 1332a, 10-17). Los «castigos» y los escasos estímulos positivos o premios que se establecen en el ejercicio público de cara al cumplimiento de la ley dan una idea de la función disuasoria de dichos parámetros. Sin embargo, no se sigue necesariamente que los castigos sean funciones «correctivas», porque no inciden en el «contenido» de la acción, a menos que el legislador encuentre castigos idóneos que no sólo disuadan al agente, sino que en caso necesario corrijan al perpetrador, como sería el caso de las «tareas comunitarias» con el objetivo de resarcir el daño que la acción ha causado en la comunidad.

No obstante, Aristóteles considera que el «vulgo», de cualquier manera, saca poco provecho de la ley porque no tienen un carácter ya educado para la virtud, como bien señala Ramos-Umaña. En las últimas líneas de la Ética que preparan la Política, Aristóteles muestra su clasismo para distinguir al σπουδαῖος del vulgo y señalar que son pocos los hombres cuyo carácter está dispuesto a la virtud y sólo a ellos aprovechan realmente las leyes, y además tiene más efecto la educación particular que la pública, porque ponen atención en las necesidades individuales (EN X.9: 1180a, 33 – 1180b, 13).21

La relación entre premios y castigos tiene una función de persuasión, pero no sustituye la voluntariedad del agente, es decir, no anula su principio eficiente, todo lo más, la estimula o la disuade (EN I.13: 1102b, 30 – 1103a, 10). Por eso hay que distinguir entre el placer que sigue a la acción, que es concomitante al bien realizado y el premio externo, obtenido por haber realizado una acción determinada pero que nada tiene que ver con el contenido de la acción (EN X.3: 1174a, 8-13). Lo mismo sucede con el dolor que sigue al error y el dolor que sigue al castigo. La meta no está en la acción concreta, ni en la mera suma de acciones concretas, sino en la adquisición de un parámetro que supere la disposición natural perfeccionándola (EN X.4: 1174b, 32). Ahora bien, el vicio sería entonces, no sólo la suma de acciones equivocadas, sino el consecuente deterioro del principio que permite al agente ser «causa» de su acción, porque ahora «es movido» por los placeres y ha perdido la apertura a los contrarios, es decir, la capacidad de actuar en contra. Perder la apertura parece ser más grave, en tanto que se clausura el discernimiento y se cierra la naturaleza hacia un tipo de fin.

En última instancia, es posible que el agente participe de modo «activo» en la iniciativa de su reformación, al menos desde el principio que mira a la intención, aunque no tenga los medios o los parámetros necesarios para conseguir su meta y deba entonces recurrir a la asistencia de otros que le ayuden a reformar el principio en cuanto al criterio para querer «lo mejor». Es un caso difícil, sí, pero posible y la ética para Aristóteles se desarrolla en el ámbito de lo posible. En cuanto a la necesidad de «castigar» para transformar la percepción de lo placentero y lo doloroso con respecto al fin, no hay duda acerca de la importancia que tiene para Aristóteles el criterio del placer y del dolor en la constitución de la vida moral (EN X.9: 1179b, 31 – 1180a, 12). Sin embargo, no es sólo la vía del castigo la que propone la orientación de la virtud, pues lo placentero y lo doloroso no se refieren a actividades simples, sino complejas (EN VII.14: 1154b, 21-31), y las virtudes y los vicios no responden sólo a los apetitos sensibles, sino a los racionales (EN X.3: 1174a, 8-12). Guiar el deseo del bien hacia lo mejor, que es la meta de la reformación, puede incluir también la reorientación hacia mejores bienes, o placeres reconducidos. Lo verdaderamente reformador será lo que conserve y eventualmente potencie el principio de modo que el agente pueda actuar bien, conforme a la recta razón, por sí mismo. Eso no quiere decir que deba actuar sin apoyo porque la participación política es indispensable, según Aristóteles, para poder vivir la vida buena, y el parámetro de la vida autosuficiente corresponde a la vida contemplativa, más que a la vida práctica, por eso la justicia tiene como meta el bien del otro y la excelencia de la ciudad es la que permite a sus ciudadanos vivir conforme a la virtud. Ramos-Umaña apunta, con acierto, hacia el hecho de que la vida ética, para Aristóteles, es un asunto de «comunidad», ya porque el parámetro de la vida buena está indicado por los ἔνδοξα, ya porque para alcanzar la vida buena el individuo particular necesita la formación que proveen la familia, los iguales y el estado.

Por esta razón, siguen siendo pertinentes como ejemplos de modos positivos de formación ética a través del placer el juego infantil, las relaciones de amistad y el teatro en la vida pública.

El lugar del placer en la eudaimonía: el juego como la vida

En el proceso de formación de un niño, el juego es una herramienta indispensable. Es un recurso mimético del cual emergen sus primeras acciones «sin consecuencias directas». El juego, para Aristóteles, es propio de la niñez –no por nada se le llama παιδιή–. Con respecto al juego, hay muchas precisiones qué hacer: en primer lugar, debe distinguirse del ocio (σχολή) (Pol. VII.15: 1334a, 14). Aristóteles habla de ambos con frecuencia en los mismos pasajes, pero los distingue. Mientras el juego es una actividad distractora, el ocio es un estado que permite disfrutar lo mejor de la vida: la contemplación (Pol. VIII.3: 1137b, 28-42 y 1138a, 1-9; también en 1139b, 15-20).

Si bien Aristóteles previene en contra de ciertos «juegos agradables» que suelen practicar los tiranos y que se refieren sobre todo a una dimensión lúdica corporal (EN X.6: 1176b, 9-17), también insiste en la importancia que tienen las acciones como método di- recto de enseñanza. “Tratándose de sentimientos y de acciones, las palabras no inspiran tanta confianza como los hechos...” (EN X.1: 1172a, 30). De esta manera, en el juego el niño aprende «actuando» y en el actuar va descubriendo también su sentir. Por eso dice, en aquel famoso pasaje de la Poética que “el imitar es connatural al hombre desde la niñez. Se distingue de los animales en que es «muy inclinado a la imitación» (μιμητικώτατόν) y por la imitación adquiere sus primeros conocimientos” (Poét. 4: 1448b, 7; énfasis nuestros). Aristóteles no aclara en ese pasaje si se refiere sólo a artes visuales, como en el caso del dibujo del león o incluye también las artes performativas. Sin embargo, insiste en diversos lugares que a través de la música los jóvenes adquieren las nociones de adecuación relativas a las emociones (Pol. VIII.7: 1341b, 32 – 1342a, 15). Por eso dice que “la virtud consiste en gozar, amar y odiar de modo correcto de modo que nada debe aprenderse tanto y a nada debe habituarse tanto como a juzgar con rectitud y gozarse en las buenas disposiciones morales y en las acciones honrosas” (Pol. VIII.5: 1340a, 15-20). Esta era la función pedagógica que tenían los héroes en la educación de los niños griegos. Al escuchar las historias de los héroes, los niños gozaban con ellas de tal manera que anhelaban ser como ellos e imitar sus hazañas.22

Desde luego, para Aristóteles no todos los juegos son buenos ni deben ser tomados con un fin en sí mismos. De hecho, advierte que este es su mayor peligro: es una actividad tan placentera que podría ser querida por sí misma, como cualquier otra praxis, pero su finalidad debe orientarse al aprendizaje del niño y al descanso del adulto (EN X.5: 1176b, 28 – 1177a, 11). De lo contrario, consistiría en una suerte de evasión de lo real (un absurdo, lo llama) y se perdería la vida misma. Sin embargo, esa cualidad placentera, inherente a la imitación, hace de la mímesis un maravilloso recurso en la formación de los jóvenes, especialmente en la formación de su carácter. Por supuesto, y como buen alumno de Platón, Aristóteles sugiere que el niño se entretenga jugando “con imitaciones de las tareas serias de su vida futura” (Pol. VII.17: 1336a, 5-6). Son famosos los pasajes que dedica Aristóteles en el último libro de la Política al análisis de los tipos de música, cómo se asocian a las disposiciones de ánimo y con- tribuyen a distinguir y ejercitar el carácter de sus espectadores (Pol. VIII.7: 1342a, 15 – 1342b, 20). Esta cualidad se aplica no sólo al arte que se ve y escucha; también se aplica al arte que se hace. Por eso hay una cierta edad en la que el niño debe aprender música y jugar a ser héroe, a vencer sus límites y a sus enemigos. Con el tiempo, sabrá apreciar la música, ser un buen juez de carácter y un agente activo y protagónico de una vida real, y dejará las artes como un motivo para su descanso (ἀνάπαυσις), que es también un placer necesario para la vida (Pol. VIII.6: 1340b, 35 – 1341a, 17).

Un segundo recurso formativo en la vida humana que Aristóteles asocia al placer es la amistad, tal y como la desarrolla en los libros VIII y XI de la Ética nicomaquea. Más allá de los héroes y los juegos, con la amistad surge la posibilidad de compartir el bien y de vincular el proyecto personal. La virtud se construye de un modo más efectivo cuando se convierte en un proyecto común (EN XI.12: 1172a, 11-14).23 Para Aristóteles, la amistad es un elemento esencial de la vida humana. Puede desplegarse en distintas calidades e intensidades. La primera busca sólo compartir el placer. La segunda busca beneficios individuales y la tercera, que llama virtuosa, consiste en querer el bien para el amigo: pero en ello no renuncia ni al placer ni a los beneficios; simplemente, son secundarios, concomitantes a una meta de mayor excelencia (EN VIII.3: 1156b, 6-24).24

Nada estimula tanto a un joven como la pertenencia a un grupo con el que comparte metas e ideales. La amistad se torna en un bien sagrado porque permite al ser humano alcanzar mucho más de lo que podría con sus solas fuerzas y lo dispone a prestar su fuerza al otro para vencer sus límites. En la amistad se forma, también, el carácter. Dice, al respecto, Aristóteles: “La amistad recíproca implica elección, y la elección deriva de una disposición; y los amigos desean cada uno el bien del otro por el otro mismo, no en virtud de una afección, sino de una disposición de carácter” (EN VIII.5: 1157b). Los placeres que acompañan la vida en amistad son incluso más altos y significativos que los que se experimentan con la imitación de la virtud en el juego y la expresión artística. Porque ya no se trata de bienes aparentes, sino conquistados en común. Y, en todo caso, los amigos se vuelven héroes el uno para el otro. Aristóteles lo dice así:

Y si el ser feliz está en vivir y actuar y la actividad del hombre bueno es por sí misma buena y agradable, y la condición de ser algo nuestro pertenece a lo agradable, si nos es más fácil contemplar a nuestros amigos que a nosotros mismos y sus acciones que las propias, el hombre dichoso necesitará de tales amigos, ya que quiere contemplar acciones buenas que le pertenezcan, y tales son las acciones del hombre bueno, amigo suyo (EN XI.9: 1169b, 29-1170a, 1).

En otras palabras, pocas cosas causan tanto placer y contribuyen tanto a la felicidad, como ser testigos de los logros de nuestros amigos y vivirlos como propios. La amistad es un bien agradable que contribuye dinámicamente a la formación de la virtud, porque los amigos son entre sí modelo y guía y juntos son capaces de conformar la comunidad. Por ello no es extraño que, en este ámbito, haga Aristóteles una breve exposición de sus ideas políticas, de los regímenes, de la justicia y la concordia, y que piense que la ciudad debe fundarse en una suerte de amistad cívica (EN IX.6: 1179b, 1-3).

El tercer recurso formativo y placentero que propongo, para continuar con la propuesta de Ramos-Umaña, corresponde al teatro y la música como expresión de la vida en comunidad. En primer lugar, la música misma contribuye a la formación del carácter y, al respecto, decía Aristóteles:

De estas consideraciones, en efecto, resulta evidente que la música puede imprimir una cierta cualidad en el carácter del alma, y si puede hacer esto es evidente que se debe dirigir a los jóvenes hacia ella y darles una educación musical. El estudio de la música se adapta a la naturaleza de los jóvenes, pues éstos, por su edad, no soportan de buen grado nada falto de placer, y la música es por naturaleza una de las cosas placenteras. Parece también que hay en nosotros una cierta afinidad con la armonía y el ritmo (Pol. VIII.5: 1340b, 11-18; énfasis nuestro).

Pero lo más interesante no ocurre sólo en la formación de la juventud individual, sino comunitaria. Es decir, no se trata ya de la imitación o del juego visto como el recurso de aprendizaje infantil, sino de una toma de conciencia compartida.25 Y la dimensión de esta experiencia no se comparte sólo con el amigo, sino con toda la comunidad política que atraviesa por los mismos conflictos y alcanza los mismos logros, día con día. La experiencia de empatía común que se manifiesta en una representación dramática revela cuán cercanos están quienes por naturaleza deben ser diferentes. En efecto, para Aristóteles una ciudad es necesariamente una pluralidad (Pol II.2: 1261a, 18). Pero la diversidad que esto entraña no significa que se renuncie a la unidad; todo lo contrario, se debe trabajar mano a mano para conseguirla. El bien común que el adolescente experimentó en la amistad se debe tornar en un bien difusivo.

La vida política es compleja y las diferencias saltan mucho más rápidamente que las similitudes. Sin embargo, ante el «espectáculo», el ejercicio de «entretenimiento» que el hombre necesita para descansar y tornar a su ritmo de trabajo, tiene la cualidad de tocar las fibras sensibles de todos los espectadores para lograr una purgación de los afectos, una liberación de los mismos y una conexión de comunidad en un lugar común, citado y cifrado por la obra. Sobre esto reflexiona en la Política cuando afirma que “La pasión que en algunas almas ocurre violentamente, existe en todas, la diferencia está en el menos y en el más, por ejemplo, la compasión (ἔλεος) y el temor (φόβος) y también entusiasmo (ἐνθουσιασμός)... y todos experimentarán cierta purificación (κάθαρσις) y sentirán alivio junto con placer” (Pol. VIII.7: 1342a, 5-10 y 15). Esa capacidad de compartir, desde la diversidad, una experiencia liberadora y renovadora es también un recurso para formar ciudad, para descubrir lo que me une al otro y ser consciente de nuestro ser comunidad.

La actividad artística o musical es la ocasión de sentir unidad, pero es algo más: la cualidad más elocuente de la obra dramática (cosa que para el niño que juega pasa del todo desapercibida) es la de poner ante la vista la acción entera: es decir, el proceso mediante el cual, en una acción, el protagonista adquiere su carácter, define su «ethos» (Poét. 6, 1450b, 8-9). Esa complejidad vital –que normalmente experimentamos como adultos al tomar decisiones en ciertas circunstancias y cargar con las consecuencias en las que nos jugamos la vida– se pone de manifiesto en la piel del personaje a lo largo de la obra. Y es que la habituación, el día a día, la repetición que nos lleva a hacer nuestro ser como la resultante de nuestras acciones, parte de acciones significativas que marcan el camino al carácter. El teatro nos presenta al personaje haciendo precisamente eso: determinar su carácter (Poét. 6: 1150a, 20-21). Ésa es quizá la clave de la capacidad que tiene el teatro de tocar a todos los espectadores y generar una experiencia de unidad: todo espectador es un agente libre y debe definir su vida, en circunstancias determinadas.

De alguna manera, el placer que experimenta el espectador, que es liberador y causante de lo que llama Aristóteles «alegría inocua», es una psicagogía, una conducción del alma al camino de la purificación generando una suerte de “experiencia en cabeza ajena” (Poét. 6: 1450a, 33), que suma a favor de nuestra habituación, porque construye la reflexión sobre los actos de decisión y contribuyen a la construcción del criterio que iluminará la prudencia en el ejercicio individual de la ética.

Y como resulta que la música es una de las cosas agradables y que la virtud consiste en gozar, amar y odiar de modo correcto, es evidente que nada debe aprenderse tanto y a nada debe habituarse tanto como a juzgar con rectitud y gozarse en las buenas disposiciones morales y en las acciones honrosas. Y, en los ritmos y en las melodías, se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos (Pol. VIII.5: 1340a, 14-25).

De esta manera, del juego a la amistad, al teatro, la persona encuentra caminos placenteros, optimistas, existencialmente unitivos porque la inteligencia no se presenta desarticulada de la voluntad o de la vida afectiva, sino que se manifiestan con una sensación de totalidad, dadora de sentido.

Por último, a manera de corolario, quiero considerar el «sentido del humor», que Aristóteles señala como una virtud derivada de la fortaleza. En griego, se dice eutrapelia y se encuentra en el punto medio entre el bromista bobalicón y el hombre áspero, intratable por seco y adusto. “El que es gracioso y distinguido se conducirá pues, como si él mismo fuera su propia ley” (EN IV.8: 1128a, 30). En cambio, el bufón, en su afán de hacer reír, corre el peligro de no respetar a nadie, ni a sí mismo. El buen ánimo es un verdadero justo medio que depende del «buen gusto» o el «tacto». En efecto, no puede llevarse la vida con tanta gravedad y seriedad. Hay en la virtud un espacio para la ligereza, el buen ánimo, la risa sana y el ingenio vivo: “De los que bromean decorosamente se dice que tienen el ingenio vivo, queriéndose decir que lo tienen ágil; porque esas salidas se consideran como movimientos de carácter” (EN IV.8: 1128a, 10). Considero por esto, que la consideración positiva del placer en la formación de la virtud en los jóvenes es un acierto, porque en lugar de presentar una losa inabarcable de pesadumbres, ofrece un camino optimista, positivo, enriquecedor y amable: rescata la dimensión placentera sin la cual no se puede dar la vida buena en plenitud.

Referencias

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Notas

1Los textos aristotélicos se citarán con abreviaturas. Por ejemplo, EN para la Ética nicomaquea; EE para la Ética eudemia; MM para la Magna moralia; Met, para la Metafísica; Cat, para las Categorías; Top. para los Tópicos; Pol. para la Política; etc.

2Aunque aún estoy describiendo las características del artículo a comentar, ya adelanto aquí un elemento esencial en mi crítica: cuando Aristóteles habla en términos de ética y acción humana, no lo hace nunca en términos de «necesidad» porque se refiere a lo contingente, a lo que “puede ser de otra manera” y de lo cual “sólo puede hablarse de un modo tosco y como en esquema” (EN I.3, 1094b, 20-21); Aristóteles dice παχυλῶς καὶ τύπῳ; esto es: “tosco y esquemático”.

3Curiosamente, si este mecanismo es cierto, de igual manera podría habituarse a hacer lo contrario, como enseñar a un niño a matar, y que lo que encontraba repulsivo en un principio se convierta en algo placentero para él, hasta convertirlo en un asesino que mata por voluntad. La habituación, así, no sólo contribuye a orientar la acción hacia un sentido sino a encontrar un auténtico placer en lo que la voluntad del agente externo ha marcado como óptimo usando la coacción como recurso.

4Aunque, por ahora, sólo parece que se eduque a la parte irracional a la obediencia a un agente distinto y no una educación que promueva el criterio propio o el desarrollo de la propia guía racional sobre los propios apetitos, como correspondería a cualquier agente moral capaz de acciones «voluntarias».

5Por un lado, resulta sorprendente, si no es que hasta contradictoria, la pérdida de protagonismo del agente moral. Se ha convertido, en esta explicación, en un ser pasivo, conducido a través del placer y el dolor, hacia un parámetro moral cualquiera. Es decir, no el que establezca una razón, sino el que sea establecido por el formador o, en el caso del agente moral adulto, del reformador. Esta mecánica, así descrita, parece funcionar igual para la virtud que para el vicio y hace hincapié en la parte irracional como principio de la voluntad. Por otro lado, vale la pena destacar que la adquisición de la virtud no es un hecho individual, sino social. De ello da numerosas muestras Aristóteles; por ejemplo, en EN: IX.6, 1167a, 26-30 o en Política II.9: 1329a, 22-24 (la ciudad contribuye a la vida virtuosa). La diferencia reside en que a) el agente sigue teniendo el principio volitivo b) el parámetro de lo bueno y lo malo es cuestión de lo que dicen los sabios y la multitud, y de la convención política. No se puede decir qué es lo bueno y lo malo con un fundamento metafísico en Aristóteles. Y esto no implica un puro relativismo, sino la apertura de lo contingente que, a la larga, demanda un uso versátil de la inteligencia: este uso versátil constituye la prudencia. No se trata sólo de saber qué es lo bueno y qué es lo malo en general, sino en la circunstancia particular y concreta (EN VI.9: 1142b, 26-27).

6“Pero es menester también recordar lo que llevamos dicho, y no buscar el rigor del mismo modo en todas las cuestiones, sino en cada una según la materia propuesta y en la medida propia de aquella investigación” (EN I.7: 1098a, 26-29).

7De este texto se desprenden muchos elementos dignos de consideración; en parti- cular, me interesan: a) el criterio de lo laudable y censurable como éndoxa (ἔνδοξα), b) la dificultad del juicio para establecer los límites “porque no es un objeto sensible” y c) en qué sentido afirma que “el criterio reside en la percepción”.

8“Así, si existen seres que admiten estados contrarios, se sigue necesariamente que sus principios los admitirán también; porque lo que resulta de lo necesario es necesario, pero los resultados de lo contingente pueden ser opuestos de lo que son; y lo que depende de los hombres pertenece en gran parte a esta clase de variables, y ellos mismos son los principios de tales cosas” (EE II.6: 1122b, 40 - 1123b, 5). Este pasaje fue estudiado por Kenny (1979, 3-12). Aunque el artículo tiene ya algunos años, no deja de ser pertinente e interesante.

9Sobre la indefinición natural de las acciones éticas también hay diversos pasajes en la Magna Moralia que alude a la dificultad, como MM I.11: 1187b, 10-15 y, en especial, MM I.17: 1189b, 13-17: “Sin embargo, en las acciones, en las cuales entra en juego la elección, no es así (porque no hay nada definido) sino que si alguien pide explicaciones de por qué se hizo esto, la respuesta es que no había otra opción o que era mejor de este modo. De acuerdo con las circunstancias mismas, según parezca que son mejores, se elige algo, y ésa es la razón”. Y añade más adelante: “La indefinición se da en las acciones” (MM I.17: 1189b).

10“Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad” (ὁ δὲ λόγος ἐπὶ τῷ δηλοῦν ἐστι τὸ συμφέρον καὶ τὸ βλαβερόν, ὥστε καὶ τὸ δίκαιον καὶ τὸ ἄδικον: τοῦτο γὰρ πρὸς τὰ ἄλλα ζῷα τοῖς ἀνθρώποις ἴδιον, τὸ μόνον ἀγαθοῦ καὶ κακοῦ καὶ δικαίου καὶ ἀδίκου καὶ τῶν ἄλλων αἴσθησιν ἔχειν: ἡ δὲ τούτων κοινωνία ποιεῖ οἰκίαν καὶ πόλιν) (Pol. I.2: 1253a, 14-19 énfasis mío). En el mismo sentido, se expresa también en EN IX.9: 1170b, 1161b, en cuanto a que la relación interpersonal y el reconocimiento del amigo, a través de la comunicación, forma la ciudad. Sobre la necesidad del acuerdo para la constitución de la ciudad también vale la pena consultar EN VII.12 y 15 y EE VI.10, 1242b, 30-35 y ss.

11De hecho, y como otro claro ejemplo de la apertura que Aristóteles practica en la Ética nicomaquea, afirma en el pasaje citado sobre la justicia: “Pero es claro cuál de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural y cuál no natural, sino legal o convencional, aunque ambas sean igualmente mutables. (...) La justicia fundada en la convención y en la utilidad es semejante a las medidas: las medidas del vino y del trigo no son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y menores donde se vende. De la misma manera, las cosas que no son justas por naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes, puesto que no lo son tampoco los regímenes políticos, si bien sólo uno es por naturaleza el mejor en todas partes” (EN V.7: 1134b, 31 - 1135a, 5; énfasis mío). Es una pena que en la Política no se haya pronunciado claramente acerca de cuál es este régimen. Casi sorprende este pasaje cuyo tono de apertura corresponde más a un discurso retórico que científico. El ejemplo de las medidas es desconcertante y casi irónico, pero pragmático. Es, además, el claro ejemplo de lo que estipula en Tópicos sobre los argumentos dialécticos, donde la verosimilitud o plausibilidad son la garantía del razonamiento, como se dijo arriba: “en cambio son cosas plausibles las que parecen bien a todos, o a la mayoría o a los más conocidos y reputados” (Tóp. I-1: 100b, 22-24). Así pues, el parámetro de justicia en el ejemplo de la compraventa depende del «convenio humano» y no es algo erróneo, sino pertinente al ámbito práctico en su contexto específico, debido más a la práctica común que a un criterio científico unívoco.

12Sería absurdo pretender que no hay tampoco voluntariedad en el proceso formativo porque el niño necesita a sus padres y maestros.

13“Por tanto, si como se ha dicho, las virtudes son voluntarias, (en efecto somos en cierto modo concausa de nuestros hábitos y por ser como somos nos proponemos un fin determinado), también los vicios serán voluntarios, pues lo mismo ocurre con ellos” (EN III.5: 1114b, 22-24).

14“Por eso también parece signo de más valiente no tener temor y mostrarse imperturbable en los peligros repentinos que en los previsibles, porque en ese caso es más consecuencia del hábito, por cuanto depende menos de la preparación: las acciones previsibles en efecto pueden decidirse por cálculo y razonamiento, pero las súbitas se deciden según el carácter” (EN III.8: 1116a, 18-22).

15“Y lo mismo que el niño debe vivir de acuerdo con la dirección del preceptor, así los apetitos de acuerdo con la razón” (EN III.12: 1119b, 14-15).

16Resulta interesante observar cómo Aristóteles advierte que existen muy pocos casos en que se caiga en el defecto contrario a la templanza, porque “tal insensibilidad no es humana”. En cambio, “El deseo de lo placentero es insaciable e indiferente a su origen en el que no tiene uso de razón y la práctica del apetito aumenta la tendencia congénita, y si son grandes e intensas desalojan el raciocinio” (EN III.11, 1119a, 7).

17El término μεταμέλεια se traduce como «remordimiento», «arrepentimiento» o «cambio de propósito», según el diccionario de Lidell-Scott. Llama la atención ese «cambio de propósito» porque no es sólo la valoración negativa de acciones pasadas, sino una intención activa hacia transformar la dirección de las acciones propias a partir de una valoración negativa de las mismas. Sobre la metameleia, recomiendo leer a Fulkerson (2004).

18Así lo sugiere Aristóteles cuando, hablando de la amistad, dice que los amigos actúan y se corrigen mutuamente (EN XI.12: 1172a, 12-13).

19Por otro lado, es más doloroso e infructuoso cuando no se tiene claro el fin. Cuando se tiene, aunque los medios sean difíciles y el dolor esté presente, la motivación ofrece un estímulo propio. Este estímulo puede ser fortalecido por la promesa de un premio o la amenaza de un castigo pero, si ni el premio ni el castigo son intrínsecos a la acción, su función será meramente concomitante.

20“Por eso algunos, sin saber, son más prácticos que otros que saben, sobre todo los que tienen experiencia” (EN VI.7: 1141b, 16-17). La experiencia da un criterio distinto al del saber aunque no carece de fundamento y eso dice Aristóteles más adelante: “Pero también por lo que a ella (la prudencia) se refiere, debería haber una fundamentación” (EN VI-7: 1141b, 22). ¿De qué depende tal fundamentación? ¿En qué consiste la corrección? Al parecer, de la comprensión de la relación entre el fin y la idoneidad de los medios, dadas las circunstancias del momento presente (EN VII.3: 1147a, 1-4). A esto alude el silogismo práctico, pero eso deberá discutirse en otro momento.

21Sin duda, por momentos toda la ética parece aplicarse sólo a cierta clase de individuos con una naturaleza dispuesta. Aristóteles menciona con frecuencia la incapacidad moral del «vulgo» o, al menos, hace una aproximación más pragmática y realista de los intereses y «capacidades morales» de la gente común en las Éticas, en la Política y en la Retórica. Aristóteles no plantea su ética para un ser humano abstracto, para universalidades o esencias; es más adecuado pensarlo como un estudio casuístico y no exigir que su planteamiento se aplique para todo hombre, en cualquier circunstancia.

22De manera que, si conservamos el símil del Dr. Ramos-Umaña, Aristóteles no estaría en contra de presentar la historia de un héroe, como Popeye, que exhorta a comer vegetales a todos los que, como él, quieren vencer las adversidades y poner un límite a quienes abusan de ellos.

23“En cambio, la amistad de los hombres buenos es buena, y crece con el trato, y parece incluso que se hacen mejores actuando y corrigiéndose mutuamente, porque toman entre sí modelo de lo que les agrada, de aquí la expresión: «los hombres buenos aprenden de las cosas buenas»” (EN XI.12: 1172a, 11-14; énfasis mío). Llama la atención en esta cita que los amigos “actúen y se corrijan mutuamente” porque da idea de lo que se ha estudiado antes: la virtud es un proceso que se construye en comunidad y es corregible durante todo el proceso.

24Llamo la atención especialmente al hecho de que Aristóteles subraye la «estabilidad» que la amistad gana gracias a estar fundada en la virtud, precisamente porque “la virtud es estable”. Esta es la cualidad que adquiere el carácter. (De hecho, lo curioso con el vicio es que no es estable, sino cambiante. El vicio se caracteriza por los cambios y siendo así, mudable, también se abre un espacio a cambiar para bien (EN VII.14: 1154b, 25-31).

25“Sin embargo, hay que examinar si esta utilidad no es a algo accidental y si la naturaleza de la música es más valiosa que la que se limita a la mencionada utilidad, y es preciso no sólo participar del placer común que nace de ella, que todos perciben (pues la música implica un placer natural y por eso su uso es grato a personas de todas las edades y caracteres), sino ver si también contribuye de algún modo a la formación del carácter y del alma. Esto sería evidente si somos afectados en nuestro carácter por la música. Y que somos afectados por ella es manifiesto por muchas cosas y, especialmente, por las melodías de Olimpo; pues, según el consenso de todos, éstas producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter del alma. Además, todos, al oír los sonidos imitativos, tienen sentimientos análogos, independientemente de los ritmos y de las melodías mismas” (Pol. VIII-5: 1340 a, 2-13).

Recibido: 24 de Julio de 2018; Aprobado: 13 de Noviembre de 2018

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