Si bien el movimiento católico social, surgido en México a finales del siglo XIX, generó importantes cambios en el interior del episcopado mexicano visibles en los primeros años del siglo XX, el estallido de la Revolución y el subsecuente periodo de la lucha armada, los detuvieron temporalmente hasta finales de la década de los diez, cuando el proceso de pacificación del país empezó a generarse.
Un ejemplo del nuevo paradigma que la Iglesia católica experimentó lo podemos observar con el nombramiento de José Mora y del Río como arzobispo de México, en 1908. Este prelado formó parte de un grupo de clérigos que estudiaron en el Colegio Pío Latino Americano de Roma bajo la protección del padre Antonio Plancarte y Labastida.1 A su regreso, tuvieron una carrera ascendente dentro de la estructura eclesial mexicana pues de lo que se trataba era fortalecer nuevas prácticas de acción social vinculadas con la solución a los problemas sociales.
De esta forma, se observa que a finales del periodo porfirista, la jerarquía católica empezó a mostrar signos de reestructuración con la presencia de obispos formados bajo la óptica del catolicismo social, movimiento impulsado por el papa León XIII cuando promulgó su conocida encíclica Rerum novarum. Sin embargo, este proceso fue interrumpido -como ya se dijo- por el movimiento revolucionario surgido en 1910.
El desempeño, movilidad e injerencia de los obispos en la vida política del país, antes y después de la Revolución, es un tema que ha despertado gran interés por parte de los estudiosos de la Iglesia católica -tanto clérigos como laicos- y por lo mismo existen importantes trabajos que abordan directa o indirectamente esta cuestión. Entre ellos, podemos citar los textos de Manuel Ceballos, Jorge Adame, Laura O´Dogherty, Jean Meyer, Eduardo Chávez Sánchez, Alicia Olivera Sedano, Martha Eugenia García Ugarte, Francisco Barbosa Guzmán, Robert Curley, Yolanda Padilla y varios más.2 Todos ellos muy valiosos e innovadores por lo que han servido de punto de partida para la presente investigación.3
Los años previos a la guerra cristera, siguen siendo sugerentes para analizar a la jerarquía católica en su composición y prácticas de acción como un camino que facilite una explicación sobre su política social, en especial en los años 1920-1924, y a partir de ahí entender lo que significó el dominio de los obispos “pío latinos” en el episcopado nacional. El presente trabajo es un intento por rescatar la trayectoria de estos obispos en el ámbito de su formación, elemento que facilitó su movilidad de ascenso dentro de la jerarquía y le dio al episcopado nacional un carácter peculiar y una dirección a seguir. Adentrarnos en este análisis permite acercarnos a nuevas rutas interpretativas sobre el proyecto católico de nación en contraposición al establecido por el nuevo Estado de la Revolución.
Antecedentes
En mayo de 1917, Venustiano Carranza tomó posesión como presidente constitucional de la República Mexicana en un momento político complejo pues todavía no existían las condiciones necesarias para lograr la paz anhelada. Entre los actores que se vieron afectados por el reciente triunfo del constitucionalismo se encontraba la Iglesia católica y en concreto la jerarquía, cuyos miembros en su gran mayoría se hallaban en el exilio. Las ciudades de San Antonio, Chicago, Los Ángeles y San Diego en los Estados Unidos, así como La Habana en Cuba, fueron, entre otras, el refugio de los obispos.
En el corto plazo, la confrontación entre los prelados en el exilio y el régimen carrancista estaba dada por los artículos anticlericales recientemente promulgados por la nueva Constitución de 1917.4 En estas circunstancias, los obispos necesitaban replantear su postura frente al nuevo Estado revolucionario, si no querían seguir perdiendo presencia y fuerza en la sociedad mexicana de aquellos años.
Un primer punto importante a resolver era el concertar el regreso a sus diócesis pues desde el exilio la acción se complicaba. En este contexto, la Santa Sede jugó un papel estratégico al conseguir no sólo el retorno de los prelados a sus sedes eclesiásticas, sino también, su reestructuración en su conjunto.
Si tomamos en cuenta que con la Revolución, la jerarquía se dispersó ocasionando, por lo menos, una división entre los prelados en el exilio y los que se quedaron en el país, era de suma importancia para Roma no sólo recobrar el control del clero nacional, mediante el regreso de los obispos al país, sino también, realizar los nombramientos pertinentes para reformar a un episcopado que a todas luces necesitaba unidad de acción.5 Su objetivo sería constituir un cuerpo eclesiástico con prelados proclives a ejercer una pastoral social basada en los principios de la mencionada encíclica Rerum novarum. Su aplicación sería la punta de lanza de los clérigos recién llegados del exilio, en un contexto en el que se requería fortalecer la presencia de la Iglesia en el país.
A la división geográfica que experimentó la jerarquía, habría que agregar el fallecimiento de algunos obispos debido a su edad, la deficiente formación de otros, la enfermedad o la vejez de unos más, o la indiferencia de otros más con respecto a los problemas sociales; todo esto dejó ver la existencia de una crisis que afrontaba el episcopado mexicano en su conjunto. Sobre esta situación José María Troncoso, superior de los Josefinos, dio su versión a Buenaventura Cerreti, importante funcionario del Vaticano, cuando le escribió a mediados de 1917:
[...] quizá [Ud.] mejor que yo conoce al episcopado y habrá observado que en general es bueno pero adolece de unión, debilidad de carácter, falta de desprendimiento en muchos y de talento práctico en casi todos, para conducir a la Iglesia por el camino que exigen los actuales tiempos y las peculiares condiciones en que ahora se halla la Iglesia mexicana [...]
[...] recordará que se hacían grandes fiestas religiosas en México en las que había un verdadero derroche de esplendor inusitado; pero estaba descuidada por completo la instrucción de la clase obrera, la prensa, las escuelas, las misiones entre indios infieles, etc. Es cierto que a últimas fechas se hizo algo y yo mismo procuré dar un impulso a la educación de la clase obrera; pero fue ya tarde cuando la avalancha que se había formado era incontenible [...]
[...] por tanto, ya que no es cosa fácil transformar al episcopado en un momento, quizá mucho podría conseguirse con el nombramiento de un delegado apostólico, cuando las circunstancias lo permitan... Este delegado, enérgico, prudente y competentemente autorizado por la Santa Sede, podría ir conduciendo al episcopado actual para adquirir este talento práctico para la lucha y formar al futuro episcopado de esta manera.6
El contenido de la carta debió haber llegado a los oídos del entonces papa Benedicto XV pues apenas se dio la oportunidad, vino a México monseñor John J. Burke, enviado especial de la Santa Sede -no en calidad de delegado sino en representación personal- a realizar las gestiones necesarias para conseguir el regreso de los prelados al país y negociar la aplicación de los artículos anticlericales, así como para conseguir la reorganización de la Iglesia.7 Su presencia, registrada en enero de 1919, hasta donde se sabe, no causó problemas y de hecho se le dieron todo género de facilidades para viajar e inspeccionar las diversas diócesis por todo el país. 8
La explicación de esta postura tolerante hacia los miembros del clero por parte del ejecutivo federal tal vez se encuentre en el hecho de que Venustiano Carranza nunca estuvo del todo convencido de las disposiciones anticlericales por considerar que en México no se aceptarían pacíficamente.9 Ello lo llevó a presentar al Congreso de la Unión dos iniciativas de reforma constitucional dirigidas a derogar los párrafos séptimo y octavo del artículo 130 referente al límite en el número de sacerdotes y su nacionalidad; no obstante, ninguna fue modificada.10 De cualquier forma, durante su régimen no se hicieron válidos estos preceptos, mostrando en cambio, disposición por aplicar una política condescendiente con la Iglesia. Otra razón de esta actitud tal vez se encuentre en el supuesto compromiso que adquirió el primer jefe con el gobierno de los Estados Unidos, en el sentido de garantizar la libertad religiosa, como una de las condiciones que este país le imponía a Carranza para su reconocimiento oficial; lo que ocurrió desde octubre de 1915 y para entonces (1917-1919) la presión de hacerlo cumplir seguía vigente.11
Sea lo que fuere, lo cierto es que se facilitó el retorno de los obispos en el periodo comprendido entre los años de 1918 y 1920. Tal vez las excepciones fueron los obispos de Oaxaca y de San Luis Potosí. En el caso del primero, monseñor Eulogio Gillow, regresó al país en 1921 prácticamente para morir un año más tarde, contaba con 81 años de edad. Mientras que el segundo, monseñor José Ignacio Montes de Oca, en su travesía hacia México murió en Nueva York en el mismo año de 1921 contando también con 81 años de edad.
Si observamos con detenimiento el Cuadro 1, veremos que el número de prelados desterrados entre 1914 y 1919 fue de diecisiete, de los cuales 7 fueron arzobispos. Sólo el arzobispado de Puebla se quedó vacante ante la muerte, en 1917, de su arzobispo Ramón Ibarra y González. Esta cifra nos revela el alcance de la dispersión que la jerarquía experimentó así como el significativo periodo -promedio cinco años- que los prelados estuvieron en el exilio. Aunque en principio este panorama pudiera parecer desfavorable para la jerarquía católica mexicana, en el mediano plazo resultó ser mucho más benéfico, no sólo para los prelados en el exilio, sino para la propia Santa Sede quien estrechó los vínculos con los obispos mexicanos y en cierta forma generó las condiciones para su retorno al país. El resto de los miembros del episcopado se dividieron entre los que se quedaron ocultos, y los que se murieron dejando sus jurisdicciones vacantes. En éste último apartado los ejemplos más representativos fueron el mencionado caso del arzobispado de Puebla y los obispados de Zacatecas, Tamaulipas y Tabasco que se vieron afectados por la defunción de sus representantes eclesiásticos. Ver Cuadro 2.
Cuadro 1 Arzobispos y obispos mexicanos en el exilio, 1914-1919
Fuente: Elaboración propia con base en la siguientes fuentes: Revista Eclesiástica. México, t,I, núm 2, año II, febrero de 1920, pp. 152-156; Revista Eclesiástica. México, t. II, núm 10 año II , octubre de 1920, pp 704-705; Emeterio Valverde Téllez. Biobibliografía Eclesiastica mexicana (1821-1943) Vol I, II y III. México: Jus, 1949.
Cuadro 2 Obispos fallecidos entre 1910 y 1919
Nombre | Nacimiento-muerte | Diósesis que gobernaba en el momento de su muerte |
---|---|---|
Jose Guadalupe de Jesús Alva y Franco | 1867-1910 | Zacatecas |
Jose María de Jesús Portugal y Serratos | 1838-1912 | Aguascalientes |
José de Jesús Ortiz y Rodríguez | 1849-1912 | Guadalajara |
Leonardo Castellanos y Castellanos | 1862-1912 | Tabasco |
José de Jesús Guzmán y Sánchez | 1864-1914 | Tamaulipas |
Ramón Ibarra y González q | 1853-1917 | Puebla |
Joaquin Arcadio Pagaza y Ordoñéz | 1839-1918 | Veracruz |
Nicolas Pérez Gavilan y Echeverría | 1856-1919 | Chihuahua |
Tomando en cuenta lo anterior, podemos advertir un panorama difícil para la jerarquía católica mexicana quien experimentó una manifiesta desintegración en su constitución. De ahí que los años finales de la década de los diez fueran claves para reorganizarla hacia la construcción de un sólido cuerpo compuesto por prelados afines a la Santa Sede en un momento en el que el papa parecía ser la única autoridad capaz de reestructurarla. Hasta donde se sabe John Burke dejó las bases para ello.
Sin embargo, nuevamente, los problemas de la sucesión presidencial trajeron desajustes y ante el estallido de un levantamiento en esta ocasión iniciado por el grupo de Sonora12, el presidente Carranza se vio obligado a abandonar la ciudad con el propósito de establecer su gobierno en Veracruz. En el camino se dio el desenlace: fue asesinado en el poblado de Tlaxcalantongo, cuando descansaba en una humilde choza la noche del 20 de mayo de 1920.13 El vacío dejado por Carranza, abrió el espacio para que los sonorenses tuvieran acceso al poder. A tan sólo diez días del magnicidio, Adolfo de la Huerta tomó posesión como presidente provisional.
Pese a las nuevas circunstancias que el país afrontaba, las actitudes moderadas hacia la Iglesia, por parte de los revolucionarios en el poder, no se alteraron. En palabras de monseñor Burke, aún de visita en el país, existía la mejor disposición tanto del presidente provisional, Adolfo de la Huerta, como del presidente electo, Álvaro Obregón, de que se respetaría la libertad de enseñanza y de religión,14 incluso, en un informe que dirigió al papa, le hizo saber sobre el regreso de los obispos al país sugiriendo que era un momento propicio para que se formalizase el envío de un representante autorizado de la Santa Sede y asimismo se reconstituyera al episcopado nacional.15 Para el Vaticano la coyuntura del retorno podía significar posicionarse ante una jerarquía que estaba en deuda con Roma por su efectiva interlocución con el gobierno de la Revolución.
No obstante, el escaso tiempo que el presidente De la Huerta gobernó16 su postura hacia los obispos permitió que éstos pudieran reasumir la dirección en sus respectivas diócesis en el marco de un ambiente tolerante que, en definitiva, supieron aprovechar. Por el momento, las protestas contra la nueva Constitución se suspendieron, no así la tarea de consolidarse como un cuerpo director de la Iglesia católica en el país. Las condiciones estaban dadas para ello.
Los obispos en el exilio, regresan y se reorganizan
Hacia principios de 1920, la mayor parte de los arzobispos y obispos mexicanos ya estaban en sus sedes episcopales. Para estos momentos la Iglesia contaba con 22 diócesis y 8 arzobispados. Es decir, el episcopado nacional lo conformaban 31 prelados: 8 arzobispos, 22 obispos y 1 prefecto apostólico. Recién llegados del exilio, afrontaba el reto de alcanzar unidad de criterio mediante el trabajo de un objetivo común: la restauración del orden social cristiano; ello significaba redoblar esfuerzos y actuar con mayor capacidad de penetración en los problemas sociales, dado que se estaban expandiendo, según su punto de vista, dos grandes males sociales: el protestantismo y el socialismo.17 Bajo esta lógica, la jerarquía inició sus trabajos de acción social aprovechando, ciertamente, la postura tolerante del gobierno federal. Esta preocupación, compartida por la Santa Sede, logró unificar, por lo menos en apariencia, a los obispos mexicanos.
De los 31 prelados que componían el episcopado nacional, dieciséis fueron alumnos del Colegio Pío Latino Americano de Roma lo que equivalió a un promedio de la mitad; de los cuales a nivel arzobispados todos sus miembros habían sido formados por dicha institución. Las dos vacantes que se habían generado en los años 1921 y 1922, correspondientes a los arzobispados de Durango y Oaxaca respectivamente, fueron ocupadas por los obispos José Othón Núñez y José María González y Valencia, ambos, alumnos del mencionado Colegio Pío Latino. De esta manera, el episcopado mexicano estuvo dirigido por prelados vinculados con la política social establecida por la Santa Sede.18 Ver cuadro 3
Cuadro 3 Obispos formados en el colegio Pio Latino Americano, integrantes del episcopado mexicano en 1920-1924
Arzobispado de México |
Arzobispado de Guadalajara |
Arzobispado de Michoacán |
Arzobispado de Oaxaca |
Arzobispado de Durango |
Arzobispado de Linares |
Arzobispado de Puebla |
Arzobispado de Yucatán |
Vicariato Apostólico de Baja California |
*Formados en el colegio Pío Latino Americano
**Nuevos obispos procedentes del colegio Pio Latinoamericano de Roma
***Nuevos obispos no formados en el Colegio Pio Latinoamericano de Roma.
Fuente: Elaboración propia con base en Valverde Téllez op cit.
La fecha corresponde al año en el que los obispos asumieron el cargo de su diócesis
Esta característica de la mayoría de los miembros del episcopado fue sintomática, pues dicho Colegio fue creado por el papa Pío IX en el año de 1858 con el objeto de mejorar y unificar la formación del clero de América Latina. Asimismo, con la creación del Pío Latino, el papado pretendió tener un mayor control sobre la Iglesia latinoamericana y mantener de esta forma la disciplina eclesiástica en esta región del mundo.
Como dato curioso, cabe señalar que desde 1859, un año después de fundado el colegio, los seminaristas mexicanos empezaron a formar parte de la matrícula del mismo.19 Quizá el grupo más significativo -para los intereses del presente trabajo- por su influencia posterior en el episcopado mexicano, lo constituyó el formado por el padre Antonio Plancarte y Labastida quien en el año de 1876 se hizo a la tarea de llevar a Roma a un conjunto de alumnos del Seminario de Zamora para cursar sus estudios eclesiásticos. En este grupo estuvieron entre otros, Juan Herrera y Piña, futuro obispo de Tulancingo y arzobispo de Linares; José Mora y del Río, después obispo de Tulancingo y arzobispo de México; Francisco Orozco y Jiménez, más tarde obispo de Chiapas y arzobispo de Guadalajara. En años subsecuentes (1877) ingresó al Colegio, Ramón Ibarra y González quien sería obispo de Chilapa y primer arzobispo de Puebla; en 1881, llegaron Leopoldo Ruiz y Flores, futuro obispo de León y más tarde arzobispo de Linares y Michoacán y, Antonio Paredes convirtiéndose después en vicario general del arzobispado de México. Un último bloque de esta generación lo constituyó, en 1883, Martín Tritschler y Córdova, quien se convirtió en el primer arzobispo de Yucatán.20.
Estos jóvenes clérigos, que regresaron al país antes de finalizar el siglo XIX, fueron los futuros dirigentes de una Iglesia que le tocó la tarea de enfrentarse al nuevo Estado surgido de la Revolución. Una generación de prelados que, una vez que regresaron de Roma, se convirtieron, en un periodo relativamente corto, en dirigentes eclesiásticos de una Iglesia que experimentaba una situación política compleja: la crisis del porfiriato y el inicio de la Revolución. Este proceso los desvinculó de su terruño pues la mayor parte de ellos, como se ha hecho mención, terminaron en el exilio. A su vuelta, en los inicios de la década de los veinte regresaron con grandes expectativas de cambiar la situación de la Iglesia bajo la lógica de fortalecer el catolicismo social como la única vía para mejorar la situación de la Iglesia en el país y enfrentar al Estado revolucionario. Tuvieron en común su vínculo con la Santa Sede.
En términos generales, los “pío latinos”, como se les llegó a decir a sus egresados, recibieron una educación eclesiástica que tuvo como prioridad el compromiso de restaurar la presencia de la Iglesia en el mundo a través del impulso al trabajo parroquial y a la participación de los laicos, quienes organizados en diversas asociaciones podrían coadyuvar con el clero en los trabajos de educación, prensa, organizaciones obreras y trabajadores en general, juveniles, etc., con el fin de atender la llamada cuestión social manifiesta básicamente en la pauperización de la sociedad. La Iglesia se comprometía así con los problemas sociales que el mundo moderno estaba generando e intentaba dar su solución a ellos mediante el reforzamiento de los valores cristianos.
Siguiendo al Cuadro 3, podemos observar que el episcopado estuvo dominado por esta generación de prelados con estudios realizados en Roma y que, por lo mismo, se convirtieron en los interlocutores más fieles a la política papal, en la que tanto los clérigos como los laicos trabajarían para “restituir el Reino de Cristo”.
De esta manera, la Santa Sede se preocupó por reestructurar al episcopado mexicano afectado por el estallido revolucionario y, por lo mismo, apenas pudo, hizo lo necesario para nombrar a los obispos sustitutos que le permitieran completar la composición de la jerarquía eclesiástica. Así, entre 1919 y 1920, años coincidentes con la presencia de monseñor Burke en el país, se llevaron a cabo ocho nombramientos de obispos, cuatro de ellos correspondientes a sacerdotes formados en el Pío Latino (cuadro 3). Estos fueron los casos de Enrique Sánchez Paredes nombrado arzobispo de Puebla y de los obispos Juan Navarrete de Sonora, Gerardo Anaya de Chiapas y Antonio Guízar de Chihuahua. Las otras designaciones se ejercieron sobe las personas de Rafael Guízar y Valencia para Veracruz, Manuel Azpeitia para Tepic, Francisco Banegas para Querétaro y José Guadalupe Ortiz para Tamaulipas. Estos últimos obispos aunque no estudiaron en Roma, se formaron en seminarios mexicanos cuyos profesores fueron egresados del Colegio Pío Latino o, en su caso, con influencia de la escuela europea.21
De todo esto, es interesante destacar la activa participación que la Santa Sede mostró en beneficio de fortalecer a la Iglesia mexicana a nivel cupular para lograr desarrollar su política social. Era de suma importancia que el clero mexicano estuviese unido bajo un mismo esquema de acción en momentos en el que el reencuentro, después del exilio, debía ser aprovechado para alcanzar una meta común: recomponer a la sociedad bajo los principios sociales del cristianismo. Además, es importante recordar que la injerencia de la Santa Sede en México respondió simultáneamente a su intención de robustecer su control sobre la propia jerarquía católica, aparentemente mermado durante la Revolución.
El catolicismo social: la opción intransigente de los obispos mexicanos
La generación de obispos que formaron parte del episcopado nacional recién iniciados los años veinte del siglo pasado, tuvo un destacado papel que se reflejó en la serie de organizaciones laicas y clericales que se crearon o, según el caso, se fortalecieron bajo la corriente del catolicismo social. Este movimiento fue impulsado, como ya se dijo, por el papa León XIII cuando promulgó la mencionada encíclica Rerum novarum (1891) a partir de la cual se multiplicaron las actividades e instituciones de carácter católico destinadas a mejorar las condiciones económicas de los más pobres.22 De esta manera, se trató de una generación formada en la intransigencia bajo el liderazgo educativo de los jesuitas a quienes el papa Pío IX confió la dirección del mencionado Colegio Pío Latino Americano.23
La postura intransigente de los católicos sociales de estos años, tuvo que ver con un liderazgo enfocado a resolver el problema social que permitiera a la Iglesia insertarse en el movimiento de masas y pugnar por los intereses de las clases populares. Problemas que aquejaban a la población más marginada, desposeída y afectada por las malas condiciones de vida. Para ello era importante contar con el apoyo de los laicos y clérigos quienes en mutua colaboración trabajarían para ofrecer una opción a las clases más necesitadas.
Bajo esta lógica, los obispos mexicanos iniciaron sus actividades en sus respectivas diócesis haciendo hincapié al clero local que su trabajo consistía en fortalecer las instituciones católicas de carácter social y no en preocupaciones de carácter político que no favorecían una relación armónica con el nuevo Estado revolucionario. Es decir, la tarea de la Iglesia se encaminó a un trabajo de campo desde abajo, en el que el obrero fue el sector que más atención recibió -por ser el más vulnerable- según el punto de vista de los católicos sociales.
En este esquema eminentemente social, la política de la jerarquía dejó ver su fuerte influencia de la escuela católica europea -Pío Latino Americano- cuya meta estaba dirigida a reasumir un catolicismo más involucrado con la sociedad y dejar a un lado posturas conciliatorias con el Estado dado que ello le había traído problemas de mayor tensión con el grupo en el poder. Asimismo el contexto político no daba para mayores complicaciones lo que también hizo poco propicio que los católicos vieran en la participación política una salida a sus demandas.24
El exilio facilitó que la postura intransigente se fuera consolidando como la hegemónica dentro del episcopado nacional bajo el argumento de que la Revolución no había logrado dar las soluciones sociales que el pueblo reclamaba y la Iglesia sí estaba trabajando en ello cuando el conflicto armado surgió. El desorden generado por el movimiento revolucionario, aunado al avance del socialismo como una falsa promesa de solución a los conflictos sociales, fueron motivos suficientes para que la intransigencia se colocara como la corriente dominante dentro del episcopado nacional. El ejemplo más representativo de esta postura se observa en la persona de monseñor José Mora y del Río, arzobispo de México quien defendió hasta su muerte -en abril de 1928- los trabajos de acción social católica dirigidos a fortalecer el desarrollo de los valores cristianos en la sociedad.
Por principio de cuentas, el arzobispo Mora y del Río convocó a una convención episcopal en el mes de octubre de 1920 con el objeto de tomar los acuerdos necesarios en momentos en los que la mayor parte de los obispos ya estaban de regreso en sus diócesis. La Iglesia necesitaba reasumir su liderazgo por lo que se aprovechó la celebración de los XXV años de la coronación a la Virgen de Guadalupe para congregar a la jerarquía en una reunión que tuviera como fin unir criterios de acción.
De esta forma, los arzobispos y obispos reunidos en torno a las fiestas guadalupanas, tomaron cinco importantes acuerdos que hicieron públicos a través del secretario de la reunión episcopal, monseñor Gerardo M. Anaya, obispo de Chiapas. Éstos fueron los siguientes:
Erigir un monumento a “Jesucristo Nuestro Señor” en el cerro del Cubilete, denominado por los católicos “Montaña a Cristo Rey”.
Construir una Basílica a la Guadalupana de “magnas proporciones” sin destruir la existente.
Fundar un Seminario Interdiocesano con el fin de formar sacerdotes bajo la corriente del catolicismo social, en boga en Roma.
Promover la creación de asociaciones obreras inspiradas en los principios católicos de justicia y caridad.
Instituir un órgano especial que supervisase la realización de las obras sociales, el Secretariado General.25
Estas medidas fueron el reflejo de una postura intransigente en comunión con la línea vaticana de acercarse al pueblo y recuperar la presencia católica en la sociedad. La apuesta fue por la movilización de los laicos frente a posiciones secularizantes promovidas por el Estado. El espacio público resultaba el escenario ideal para la práctica de este catolicismo que tuvo como principal fin llevar a cabo un proyecto integrador en el que lo cívico, lo social, lo político y lo religioso se fundieron en un todo común.
A partir de entonces, la jerarquía realizó una serie de acciones que se prolongaron a lo largo del cuatrienio obregonista en donde sobresalieron las ceremonias católicas públicas, las organizaciones obreras confesionales, las instituciones sociales, la organización de los laicos, la prensa católica, la formación de seminaristas y la consolidación de sacerdotes directores de obras sociales, así como la creación de un órgano integrador de todo el movimiento intransigente: el Secretariado Social Mexicano (1922).26 Bajo el liderazgo del jesuita Alfredo Méndez Medina, quien fungió como director de este instituto eclesiástico, fue que se llevó a cabo la coordinación de toda la obra social de este periodo.
La llegada de monseñor Ernesto Filippi, nuevo delegado apostólico y el nombramiento de Pío XI
Una muestra del interés de la Santa Sede por reestructurar y consolidar la posición de la jerarquía católica en México, lo fue el nombramiento de un delegado apostólico, designación que recayó en la persona de monseñor Ernesto Filippi, quien arribó al país el 1 de diciembre de 1921.27
En el pasado reciente este cargo lo había ocupado Tomás Boggiani, quien por cuestiones políticas abandonó el país el 30 de enero de 1914. A partir de entonces, el delegado apostólico en Estados Unidos, monseñor Giovanni Bonzano, asumió la tarea de atender los asuntos de la Iglesia mexicana por órdenes expresas de la Santa Sede.28
La llegada de Filippi, en un contexto político complejo en el que estaba vigente la Constitución anticlerical de 1917, pareció ser una medida un tanto audaz por parte de la Santa Sede sobre todo si tomamos en cuenta que el artículo 130 constitucional prohibía el ejercicio del culto a los extranjeros. Sin embargo desde la lógica del entonces papa Benedicto XV, puede interpretarse como el momento propicio para seguir con la política de reasumir el control de la Iglesia mexicana y por lo mismo continuar con los cambios y nombramientos necesarios que permitiesen, al Vaticano, consolidar en un “bloque homogéneo” a la jerarquía católica. De esta manera, la presencia de Filippi pudo ser vista como un medio más directo para que el pontífice tuviese mejor información de los acontecimientos mexicanos y en consecuencia contar con elementos para tomar decisiones y actuar.
No obstante lo anterior, a escaso mes y medio de la presencia del delegado apostólico, Benedicto XV falleció en la mañana del 22 de enero de 1922 cuando contaba con 68 años de edad.29 Es interesante recordar que de 1919 a 1921, años en los que se empezó a estabilizar el país, el pontífice realizó once nombramientos correspondientes a un arzobispo, ocho obispos, un vicariato apostólico y un obispo auxiliar. Este último cargo, poco usual en la época, se ordenó para el arzobispado de México, jurisdicción que a partir de 1920 contó con la colaboración de Maximino Ruiz y Flores como su obispo auxiliar.30
A estos nombramientos habría que añadir el registro de por lo menos tres cambios que el papa realizó en su gestión, el primero fue el que se llevó a cabo con el obispo de Tabasco, Francisco Campos y Ángeles quien fue trasladado al obispado de Chilapa; el segundo correspondió al obispo de Campeche, Vicente Castellanos trasladado al obispado de Tulancingo; y el tercero obedeció al ascenso del que fue objeto el obispo de Tulancingo, Juan Herrera y Piña para ocupar el arzobispado de Linares (Monterrey). Con estos cambios y designaciones, se fue fortaleciendo a la jerarquía católica bajo el liderazgo de los “pío latinos” como ya hemos hecho mención.
El 6 de febrero de 1922 fue elegido como el sucesor de Benedicto XV, el cardenal Aquiles Ratti hasta entonces obispo de Milán. Pío XI, como decidió llamarse, inició su mandato otorgando la bendición Urbi et Orbi (a la ciudad y al orbe entero) desde el balcón exterior de San Pedro, acto que rompió con la tradición vaticana y generó favorables augurios sobre una posible reconciliación entre el gobierno italiano y la Santa Sede.31
El 12 de febrero de 1922 se llevó a cabo la solemne ceremonia de coronación del nuevo jefe de la Iglesia católica, quien brevemente expresó su deseo de pacificación universal haciendo referencia a las grandes virtudes de sus predecesores y “pidiendo a Dios concedérselas para continuar trabajando por el bien de la Iglesia Universal”.32
En el caso concreto de México, el recién nombrado papa continuó con la misma línea de su antecesor, en el sentido de que intentó retomar la dirección de la Iglesia mexicana mediante la presencia del delegado apostólico en el país. Para ello realizó importantes cambios en la estructura del episcopado. Una primera tarea fue la de llenar las vacantes registradas por motivos de defunción (ver cuadro 4). A este respecto designó a nuevos arzobispos y obispos y realizó traslados de un obispado a otro. Nombró arzobispos para las jurisdicciones de Oaxaca, Durango y Puebla; eligió 9 obispos en las entidades de Tehuantepec, Sinaloa, Tamaulipas, Huejutla, Huajuapam de León, Papantla, Campeche y Tabasco, así como un auxiliar en el arzobispado de Michoacán. Asimismo, realizó siete traslados de obispos de una diócesis a otra lo que mostró la activa movilidad que tuvo la jerarquía en estos años. Ver cuadro 5.
Cuadro 4 Obispos fallecidos entre 1920 y 1920
Nombre | Nacimiento-Muerte | Diocesis en que gobernaba en el momento de su muerte |
---|---|---|
Rafael Amador Hernández | 1956-1923 | Huajuapan de León |
Silvano Carrillo y Cárdenas | 1861-1921 | Sinaloa |
Eulogio Gregorio Gillow y Zavalza | 1841-1922 | Antequera(Oaxaca) |
Francisco de Paula Mendoza y Herrera | 1852-1923 | Durango |
Ignacio Montes de Oca y Obregón | 1840-1821 | San Luis Potosi |
Cuadro 5 Nombramientos y cambios en el episcopado nacional realizados por el Papa Pío XI 1922-1924
*Nombramiento realizados por Pío XI
(P)- Nombramiento de prelados que estudiaron en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma.
Fuente: Elaboración propia con base en Valverde Téllez op cit.
Analizando con más detalle los cambios que realizó Pío XI, podemos observar que continuaron los nombramientos de obispos procedentes del colegio Pío Latino Americano, siendo relevante decir que correspondieron a entidades complejas por la densidad de su población indígena -Oaxaca- y pobres -Durango-. A excepción del arzobispado de Puebla, el resto de los prelados de este rango siguieron siendo “pío latinos”. En el ámbito de los obispados, tres fueron los sacerdotes del Pío Latino que ocuparon la jefatura de las diócesis: los de Tabasco, Huajuapam de León y Huejutla; coincidentemente también jurisdicciones pobres y rezagadas.
Visto en su conjunto, el número de prelados de formación romana fue de quince, siguiendo los Seminarios de Zamora y Guadalajara los más asiduos en la educación de cuadros, aportando 6 y 7 alumnos respectivamente. Por otra parte llama la atención que los cambios realizados de una diócesis a otra (7) obedezcan a obispos que estudiaron en estas dos instituciones y el Pío Latino. La excepción fue el obispo Francisco Uranga y Sáenz quien habiendo estudiado en el Seminario de Durango, fue trasladado de la diócesis de Sinaloa a la de Cuernavaca. Ver cuadro 5.
En cuanto a los 9 nombramientos de obispos mencionados, además de los 3 prelados “pío latinos” los otros 7 fueron formados en los Seminarios de Zamora (3), Guadalajara (2), Chilapa (1) y Colima (1). El nombramiento más importante recayó en Juan de Jesús Herrera y Piña que de ser obispo de Tulancingo pasó a ser arzobispo de Linares, más tarde denominado arzobispado de Monterrey. Este prelado formado en el Pío Latino se destacó por ser un importante formador de jóvenes seminaristas, siendo uno de sus principales méritos el haber fundado en 1914 el seminario de Castroville en Texas durante el periodo del exilio (1914-1919).33 Tal vez ello explique su ascenso.
En términos generales podemos seguir sosteniendo que la llegada de Pío XI no movió significativamente el mapa de dominio “pío latino” en la jerarquía, por el contrario, continuó prevaleciendo la postura intransigente dentro del episcopado, gracias a la presencia de dos grandes líderes eclesiásticos: monseñor José Mora y del Río, arzobispo de México y Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara.
Los artífices de la intransigencia: Mora y del Río vs Orozco y Jiménez
Como ya se hizo mención, José Mora y del Río y Francisco Orozco y Jiménez formaron parte de una generación de clérigos que estudiaron en Roma y que a finales del siglo XIX regresaron a México impregnados de todo el movimiento católico que generó los estudios sociológicos del catolicismo social. Esta característica favoreció que la gran mayoría de los “pío latinos”, de retorno en el país, ocuparan puestos privilegiados dentro de la estructura eclesial.34 Los casos de Mora y del Río y de Orozco y Jiménez no fueron la excepción.35
Iniciando el año de 1920, José Mora y del Río, de 66 años, contaba con una trayectoria intensa en el campo social. Además de haber dirigido los obispados de Tehuantepec (1893), Tulancingo (1903), León (1907) y el arzobispado de México desde 1909, fue un gran impulsor de los Congresos Agrícolas que se llevaron a cabo a principios del siglo XX en las ciudades de Tulancingo y Zamora, en los cuales se abordaron los problemas del campo mexicano. Asimismo, a él se debió la realización de la primera Semana Social Agrícola en León (1908), cuyo objetivo fue estudiar la manera de mejorar las condiciones de la clase obrera y en especial la de los agricultores. Su labor social también se dejó ver en las Dietas obreras de México y Zamora habiendo sido uno de sus promotores.36 Ejerció una política dirigida a establecer el catolicismo social mediante el fomento, la creación y el desarrollo de asociaciones laicas supervisadas por clérigos. De éstas las que mayor importancia tuvieron fueron las asociaciones obreras católicas debido a las condiciones críticas que este sector experimentaba y la influencia que el socialismo, según su óptica, estaba teniendo en ellas. 37
Asimismo, el liderazgo del arzobispo se dejó sentir en la mencionada convención episcopal con motivo del jubileo a la Virgen de Guadalupe, en la cual Mora y del Río logró reunir, después de un periodo de dispersión a casi todo el episcopado mexicano. Su influencia fue relevante pues promovió tres de los acuerdos allí emanados, de los cuales ya hemos hecho referencia: la creación de un seminario interdiocesano, la formación del Secretariado Social Mexicano y la construcción de una nueva Basílica.
Esta trayectoria lo posicionó como un importante promotor del catolicismo social a nivel nacional con el propósito de atender la cuestión social y a partir de ahí ofrecer soluciones a los problemas reales que la sociedad experimentaba.
Con un perfil similar, aunque tal vez con una personalidad más aguerrida destacó Francisco Orozco y Jiménez, quien contaba, en 1920, con 56 años de edad, diez menos que su homólogo de México. Ocupó el obispado de Chiapas de 1902 a 1912, año en el que fue nombrado arzobispo de Guadalajara, cargo que mantuvo hasta su muerte en 1936. Para Orozco y Jiménez la cuestión social también fue un motivo constante de preocupación por lo que puso todo su interés en atacar ese “mal social” mediante el desarrollo y creación de asociaciones obreras católicas, consideradas por él como la única alternativa para solucionar el problema social.
Destacó por su intensa y constante labor en el campo de las ideas y de la acción, misma que se dejó ver desde su regreso al país, en 1919, después del exilio forzoso al que se vio obligado. Una de sus primeras acciones fue la realización de una ceremonia religiosa para coronar a la Virgen de Zapopan, festejo que tuvo lugar el 18 de enero de 1921 con el proyecto de propagar la fe al culto zapopano logrando que dicha Virgen quedara convertida en la Patrona del Estado de Jalisco.38
Al igual que en su momento lo hizo Mora y del Río con la festividad a la Virgen de Guadalupe, Orozco y Jiménez convirtió la ceremonia de coronación en un suceso de carácter nacional al hacer partícipe del mismo a todo el episcopado nacional y a la comunidad católica en general. Esta acción no puede dejar de interpretarse como una estrategia vinculada al catolicismo social en donde las ceremonias de culto externo tuvieron un carácter preponderante.
La actitud combativa de Orozco y Jiménez frente a todo lo que podía coadyuvar a la política social de la Iglesia, fue un signo característico de su acción, la cual defendió en forma contundente. En este sentido no fue casual que el arzobispado de Guadalajara se convirtiera en el espacio geográfico donde el movimiento obrero católico tuvo mayor auge y donde se llevó a cabo el Primer Congreso Nacional Obrero Católico del cual surgió la Confederación Nacional Católica del Trabajo en 1922.
En esta lógica de atender la cuestión social como el eje prioritario de la política eclesial, es que ambos arzobispos tuvieron una destacada participación en sus respectivas jurisdicciones y en gran medida sus acciones repercutieron en el ámbito nacional. Su liderazgo los convirtió en los artífices de la postura intransigente dirigida a retomar las riendas de la sociedad atendiendo los problemas sociales y dejando de lado tanto la participación política de los católicos como la estrategia conciliatoria con el nuevo Estado revolucionario.
En el campo del sindicalismo católico, el arzobispo Orozco y Jiménez se destacó por su eficaz trabajo social lo que nos puede dar la pauta a sugerir que se adelantó a los tiempos de Mora y del Río convirtiéndose en el líder del movimiento sindical católico. Sin embargo, este liderazgo, a su vez, se vio “neutralizado” cuando a finales de 1922 el Secretariado Social Mexicano -promovido por el arzobispo de México- inauguró sus oficinas y contó con el apoyo de todo el episcopado nacional. A partir de entonces se observa una duplicidad de funciones entre los trabajos de ambos prelados que nos conduce a proponer la existencia de un ambiente de cierta competencia entre el Comité Nacional de la CNCT y el recién inaugurado órgano de acción social, mismo que provocó una confusión respecto al papel de cada uno dentro del movimiento obrero católico así como su relación entre sí.
Siguiendo la línea de la presunta rivalidad entre ambos jerarcas, podemos observar que uno y otro contaron con dos jesuitas como sus asesores eclesiásticos, Arnulfo Castro en el caso de Orozco y Jiménez y, Alfredo Méndez Medina en el de José Mora y del Río; ambos publicaron dos revistas para la difusión del pensamiento social católico, el Archivo Social y La Paz Social respectivamente; ambos elaboraron dos manuales para promover el sindicalismo católico, uno denominado “Manual del propagandista de la CNCT” y el otro “Manual del Sindicalismo Católico”; y, finalmente, ambos realizaron giras de trabajo participando en jornadas y semanas sociales para la expansión de las uniones obreras católicas.39
Cualquiera que haya sido la intensidad de esta lucha, la realidad mostró a dos prelados organizando las mismas tareas, con un espíritu de cierta disputa por el liderazgo del movimiento católico. Ello tal vez provocó, a mediano plazo, la renuncia del padre Méndez Medina a la dirección del Secretariado Social40con lo cual estaríamos hablando de la hegemonía del catolicismo social intransigente de corte más radical promovido y ejercido por el propio arzobispo de Guadalajara, monseñor Orozco y Jiménez.
Sin embargo, esta posible lucha de poderes no pareció afectar el desarrollo del sindicalismo católico durante esta época. Por el contrario, su expansión se dio rápidamente a tal grado que llegó a representar una fuerte presión para las otras centrales obreras, -como la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) que ya operaban en el ambiente político de entonces. En el ámbito social, la línea intransigente logró su cometido.
Mora y del Río en competencia con Orozco y Jiménez destacaron por su protagonismo en el campo de lo social y en calidad de arzobispos de las principales jurisdicciones eclesiásticas del país ejercieron la opción intransigente como la mejor forma de enfrentar la ofensiva gubernamental dando un carácter católico a las distintas actividades sociales. Esta característica fue un paradigma propio de la intransigencia que había nacido en Roma en la segunda mitad del siglo XIX y que se había prolongado hasta el final de ese siglo y principios del XX.41 La fuerza que mostró el catolicismo social de estos años, 1920-1924, tuvo que ver con la procedencia Pío Latina de los prelados que encabezaron el episcopado nacional, en cuyo interior, ambos arzobispos jugaron un papel relevante aunque ello no necesariamente significó unidad de criterio. Sin embargo, el movimiento católico floreció y la ofensiva hacia el Estado revolucionario fructificó.
A manera de conclusión
A partir de los años 1919-1920 observamos una significativa recomposición del episcopado mexicano propiciada por el retorno de los prelados del exilio en la que la Santa Sede participó de manera importante con el interés de retomar el control de la Iglesia mexicana y revitalizar a un cuerpo eclesiástico afectado por la Revolución, las defunciones, la vejez y el desinterés de varios obispos.
Este marco sirvió de escenario favorable para la llegada y el regreso de los “pío latinos” al episcopado nacional lo que le inyectó un aire renovador a la jerarquía quien después del exilio mostró un fuerte liderazgo para encauzar a la Iglesia católica. Sin embargo habría que matizar que la formación romana de varios obispos no necesariamente significó unidad de criterio, pero sí, el dominio de la postura intransigente del catolicismo social en el seno del mismo.
Del mismo modo vemos una tendencia de movilidad ascendente por parte de los alumnos egresados del colegio romano que, regresando al país, experimentaron rápidos ascensos dentro de la estructura jerárquica eclesial fase que se reflejó en el cuatrienio del gobierno de Álvaro Obregón. Se desarrolló un esquema definido de ascenso en el que los “pío latinos”, al regresar a México, se vincularon a los Seminarios (como formadores de cuadros) y de éstos saltaron a las diócesis.
De esta forma se dio una reorganización rápida y aparentemente eficaz de la estructura eclesiástica que logró reforzar el rumbo de la Iglesia hacia el proyecto social cristiano, lo que en el corto plazo pareció favorecer los vínculos de la Santa Sede con la jerarquía mexicana y así, en conjunto, mostrar una ofensiva intransigente hacia el Estado revolucionario.
Los arzobispos José Mora y del Río y Francisco Orozco y Jiménez fueron los principales protagonistas de esta reorganización que sufrió la jerarquía y asimismo los representantes más significativos de la generación de prelados “pío latinos” que mostraron su lealtad a Roma haciendo suyo el lema de la intransigencia: Restaurar el orden social cristiano.
En paralelo no puede quedar inadvertida la participación de los jesuitas como importantes asesores del catolicismo social quienes mostraron un compromiso muy sólido con la intransigencia católica.