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Cultura y representaciones sociales

versión On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.17 no.33 Ciudad de México  2022  Epub 05-Mayo-2023

 

Artículo 1. Teorías y métodos

La dimensión sexual de la identidad: entre ser, nombrar y actuar

The sexual dimension of identity: between being, naming and acting

Alejandro Ávila Huerta1  1

1Universidad Nacional Autónoma de México


Resumen

A lo largo de su historia, la diversidad sexual se ha estudiado a partir de múltiples disciplinas académicas, si bien las ciencias sociales y las humanidades, con sus variados paradigmas teóricos, han sido las áreas de abordaje predominantes. Esto ha generado complejos debates y complicadas discusiones al respecto, y la organización de la realidad que se ha ido construyendo a su alrededor en conceptos, términos y categorías ha sido una de las principales actividades de interés entre los estudiosos. Partiendo de lo anterior, y siguiendo un paradigma primordialmente fenomenológico, se propondrán aquí respuestas a algunas de las cuestiones que actualmente se plantean como centrales en el estudio de la diversidad sexual. ¿Los sexos, géneros, expresiones y orientaciones pueden considerarse identidades o son únicamente actos? ¿Deben o no ser nombrados? ¿Son sus dinámicas el resultado de rutinas internalizadas de socialización o un mero reflejo de ficciones culturales?

Palabras clave: Identidad; significación; performance; comunicación; diversidad sexual

Abstract

Throughout its history, sexual diversity has been studied from multiple academic disciplines, although social sciences and humanities, with their varied theoretical paradigms, have been the predominant areas of approach. This has generated complex debates and complicated discussions about it, and the organization of reality that has been built around it in concepts, terms and categories has been one of the main activities of interest among scholars. Based on the above, and following a primarily phenomenological paradigm, answers will be proposed here to some of the issues that are currently raised as central to the study of sexual diversity. Can the sexes, genders, expressions and orientations be considered identities or are they only acts? Should they be named or not? Are their dynamics the result of internalized socialization routines or a mere reflection of cultural fictions.

Keywords: Identity; significance; performance; communication studies; sexual diversity

Perspectivas contemporáneas para el estudio de la diversidad sexual

El estudio de las sexualidades no hegemónicas se ha hecho desde una vasta pluralidad de enfoques que ha cambiado drásticamente con el paso del tiempo, desde las perspectivas patologizantes del siglo XIX y las conductuales de la primera mitad del XX hasta su consolidación en los años setenta de este último bajo el nombre de estudios lésbico-gay (posteriormente LGBTTIQP2 o de la diversidad sexual) y en los noventa con el nombre de estudios queer.

Ya que los dos primeros enfoques se consideran plenamente superados por casi cualquier estudioso del tema debido a su escasa, incluso nula, validez científica, este texto se centrará en discutir las diferentes propuestas de los dos últimos, siendo la perspectiva de la diversidad sexual la que se defenderá como la más adecuada para el análisis de las identidades, orientaciones y expresiones sexogenéricas, en contraposición a la queer, de la cual se destacará una serie de deficiencias teóricas y conceptuales, principalmente desde un ámbito comunicológico.

Al concepto de diversidad sexual se le han hecho múltiples críticas y propuestas que lo han transformado desde que aún no contemplaba más que las identidades no heterosexuales. El principal objetivo ha sido adaptarlo a las diferentes formas de comprender este fenómeno social y hacerlo representativo en su justa dimensión de nuevas realidades sexogenéricas que si bien ya existían (e incluso algunas llegaron a nombrarse) con suma anterioridad a su reconocimiento en las sociedades contemporáneas, aún no formaban parte de su imaginario colectivo (y continúan sin hacerlo en muchas de ellas).

A raíz de esta intención inclusiva, surgió el problema de introducir tal cantidad de prácticas (y no sólo identidades) sexuales que, más que lograr el reconocimiento deseado, llevó a la indeterminación semántica. Esto -contrario a la finalidad inicial- fácilmente puede llevar a la dilución, el desconocimiento y la imposibilidad pragmática de abarcar tanto el concepto como la realidad objetiva a la que hace referencia.

Con el fin de alcanzar una definición que pueda ser comunicológicamente comprensible y discutible, y sin desestimar otras concepciones quizá necesarias para otros objetivos, se propone aquí delimitar la diversidad sexual a la esfera, sí de la exclusión de la visión ideológica de la sexualidad, pero también a la de la identidad, partiendo de tres conceptos:

  1. El sexo o conjunto de características físicas que clasifican a los seres humanos en machos, hembras o intersexuales.

  2. La identidad de género o estructuración psicosocial3 por la que se reconocen hombres, mujeres o queers.4 3) La orientación sexual o atracción erótica y emocional hacia otras personas según su sexo/género5 a partir de la cual se identifican heterosexuales, homosexuales, bisexuales o pansexuales.6

De todas las posibles combinaciones que surgirían de estos tres elementos de la sexualidad (y que, si bien no son rígidas, tampoco son por completo azarosas, sino que resultan de un complejo cúmulo de experiencias biopsicosociales), solamente dos son reconocidas como legítimas por el modelo dominante de la sexualidad: macho-hombre y hembra-mujer, ambos heterosexuales. Todos los sexos, identidades de género y orientaciones sexuales que quedan excluidos de éstas constituyen lo que, para fines analíticos, se entenderá por diversidad sexual. Esto es:

  • 1) La lesbiandad y 2) lo gay (que pueden englobarse en el concepto de homosexualidad): atracción de mujeres y hombres, respectivamente, por personas del mismo sexo/género.

  • 3) La bisexualidad: atracción por personas de los dos sexos/géneros tradicionalmente reconocidos (macho-hombre y hembra-mujer).

  • 4) El transgénero: la identificación con un género distinto al tradicionalmente asociado a un sexo y, por lo regular, la construcción de la expresión habitual de ese género.

  • 5) La transexualidad: la modificación de los caracteres sexuales por medio de hormonas y/o cirugías 7

  • 6) La intersexualidad: una gama de caracteres sexuales que no corresponde a las asignadas tradicionalmente a machos y hembras.

  • 7) Lo queer: la identificación con géneros fuera del binarismo hombre-mujer.

  • 8) La pansexualidad: atracción por personas de identidades sexo/género tanto tradicionales como diversas (es decir, incluidas las personas trans, intersexuales y/o queer).8

De esta manera, el significado que se dará aquí a la diversidad sexual es: el conjunto de personas cuyas combinaciones de sexo, identidad de género y orientación sexual han sido deslegitimadas por el modelo dominante de la sexualidad.9

Ahora, esta noción se enfrenta constantemente con otra perspectiva académica: los estudios queer, considerada por la mayoría de los estudiosos actuales como la más apropiada -o, para muchos, incluso, la única válida- para abordar el tema de las sexualidades no hegemónicas.

Como señala Halperin (2003, p. 341), este carácter dominante que han alcanzado ha llevado a un menosprecio más o menos generalizado de los estudios de la diversidad sexual por considerarlos teóricamente insuficientes y encasillados en una concepción ilusoria de la identidad. Por ello, es importante, no sólo establecer las principales diferencias entre cada uno, sino destacar la pertinencia y la vigencia de estos últimos.

Desde su origen, el vocablo inglés queer significa extraño, excéntrico, inusual, anormal o enfermo, pero a partir de finales del siglo XIX empezó a usarse, aunque con ese mismo sentido, para referirse de manera específica a identidades y prácticas sexuales consideradas de este modo, particularmente las de las personas homosexuales.

A partir de entonces pasó por un proceso de resignificación, entre el insulto y variadas formas de apropiación, hasta que en los años ochenta del siglo XX adquirió el sentido autodenominativo y relativamente estable de una persona que, aunque por sus prácticas podría ser identificada como parte de algún grupo de la diversidad sexual, elige no reconocerse en ninguno de ellos por considerarlos identidades estancadas, excluyentes e integracionistas (Eribon, 2003).

En el ámbito académico, el término fue retomado a principios de la década posterior, desde un paradigma fundamentalmente posestructuralista, con el inadecuado rango de teoría. La finalidad era abrir el campo de estudio de las sexualidades distintas a la norma a una reflexión más profunda y a una nueva perspectiva basada en una mirada heterogénea, descentrada del gay urbano y blanco de clase media, que prestara atención a los cruces de la sexualidad con otros aspectos como la etnia, la nacionalidad o la clase. Asimismo, se pretendía cuestionar el supuesto heterosexismo en la construcción de la noción de teoría (Halperin, 2003, p. 339-340).

El principal problema de la mal llamada teoría queer (y por lo que aquí se le refiere únicamente como un conjunto de estudios relativos a un grupo social) es que no es tal. Nunca ha contado con el sustento de proposiciones lógico-conceptuales ni perspectivas epistemológicas ni metodologías que toda teoría requiere para resolver, clarificar, explicar o analizar fenómenos sociales de la realidad.

Distintas investigaciones, sobre todo en el campo de la antropología, han demostrado el drástico alejamiento de la realidad que los estudios queer han hecho con la abstracción de su objeto de estudio, al menos en los países de habla hispana y en espacios cotidianos de socialización, donde la mayoría de las personas que se identifican con modelos no dominantes de la sexualidad siguen adscribiéndose a una o más de las identidades de la diversidad sexual.

Es decir, la identificación queer aún se encuentra limitada a los espacios académicos, donde, en vez de replantear sus postulados ante esta situación, han llegado al grado de ignorar o descalificar las experiencias cotidianas de la diversidad sexual, esperando que sean éstas las que se adapten a sus hipótesis y propuestas, y no al contrario.

Esto provocó que los estudios queer se desarrollaran bajo una serie de inconsistencias que hasta ahora no han podido o querido superarse. Entre ellas, una frágil coherencia argumentativa y una indeterminación semántica en torno a su objeto de estudio, lo que sigue generando cuestionamientos tan elementales como qué es lo queer y, a la vez, contradictoriamente, una desmedida amplitud terminológica que permite que prácticamente cualquier práctica sexual o de género de cualquier persona pueda considerarse, bajo alguna óptica, queer (lo que se aduce como una de las razones de su éxito) (Eribon, 2003).

Lo anterior ha causado una dilución simbólica tanto de los problemas particulares que vive la diversidad sexual como de lo propiamente queer (no son pocos, sobre todo en países de lengua inglesa, los que usan el vocablo como un mero sinónimo de gay).

Estas bases teóricas inciertas también han llevado a los estudiosos de lo queer a retomar -creyéndolas originales o haciéndolas pasar por tales- discusiones que ya habían sido introducidas en las ciencias sociales y las humanidades por lo menos desde principios del siglo xx e incluso en los propios estudios lésbico-gay desde los años setenta, cayendo con esto en el estancamiento que pretendían rebasar (Eribon, 2003).

Como se verá, los planteamientos hechos desde los estudios queer no difieren sustancialmente de la postura que se adoptará en este artículo, de hecho, los cuestionamientos de éstos a la noción de la identidad como algo rígido y a los modelos dominantes dentro de la diversidad sexual son preocupaciones compartidas aquí, no así la idea de que para solucionarlas haya que prescindir de los mismos conceptos que permiten comprenderlas.

Ser y no ser

Si bien las dinámicas comunitarias en las sociedades tradicionales propiciaban de manera más o menos sencilla la elaboración de una identidad estable, constante (al grado de que la propia conceptualización de ésta era innecesaria), es verdad que, en la modernidad tardía, cuando se manifiesta con mayor fuerza la ruptura con aquellas formas de socialización, la complicada multiplicidad de posibilidades de reconocimiento existentes, a veces contradictorias, ya no permiten la definición plena de una identidad tal como ocurría en otras épocas.

Delinear identidades de forma estricta en estas condiciones puede llevar, como alertan los estudios queer, a su reificación. Pero desconocerlas o, incluso, desconocer en ellas cierto grado de estabilidad implica caer en un relativismo absoluto que tampoco sirve para comprender la realidad de la diversidad sexual. ¿Cómo estudiar, en medio de estas circunstancias, la formación de identidades sin llegar a su naturalización o a su negación?

En su teoría de la estructuración, Giddens (2011a, p. 61) reconoce como nuclear el concepto de estructura, pero a diferencia de los teóricos funcionalistas y estructuralistas -con una noción más mecánica o fija de ésta-, la concibe como un conjunto de reglas y recursos que se organizan en principios y propiedades de sistemas sociales.

Esto quiere decir que, más que un diseño preelaborado de prácticas sociales o una serie de códigos ocultos de articulación de interacciones, las estructuras son tanto el resultado de la influencia de relaciones sociales extendidas en un espacio-tiempo como el producto que, a su vez, interviene en la constitución de esas relaciones, que, nuevamente, la transforman y actualizan. A este fenómeno, Giddens (2011a, p. 53) le llama dualidad de estructura.

De acuerdo con lo anterior, la construcción de la identidad no depende ni de una determinación rígida de los sistemas sociales sobre los individuos ni de la entera voluntad de éstos, independientes de sus trasfondos.

Es, en cambio, un proceso social intersubjetivo, reflexivo, constante, múltiple e histórico de creación de categorías en las cuales las personas -individual y colectivamente- se reconocen y de las cuales se distinguen. La identidad se forma, mantiene, modifica y reforma -explican Berger y Luckmann (2001, p. 216-217)- por procesos y relaciones sociales determinadas tanto por la conciencia individual como por las estructuras sociales, a su vez formada, mantenida, modificada y reformada por las identidades.

Es decir, las estructuras (expresadas en aspectos como la lengua, la nacionalidad, la etnia o la clase social) moldean en los individuos -previa y paralelamente a la adquisición del lenguaje, el pensamiento, la conciencia y, por lo tanto, la voluntad- una cosmovisión que, si bien estará sujeta a revisiones y transformaciones, no puede rehacerse de forma sencillamente electiva o enunciativa, sino a través de una labor compleja de cuestionamiento, racionalización y apropiación de esas mismas estructuras que le dieron origen. Esto no necesariamente implica que se eluda indefectiblemente su influjo o se acceda a un universo vacío de ellas (incluso -se sostendrá adelante- lo queer es una identidad).

Pero no hay atributos ni propiedades intrínsecas o imperturbables en las identidades, pues, a pesar de que se distinguen precisamente por cierto número de rasgos comunes y que sí, de cierta manera guían el actuar de los individuos, éstos interiorizarán sus dimensiones de manera diferente cada uno. No existen las identidades reificadas, como sostienen los estudiosos de lo queer, pues en ese momento dejarían de serlo para convertirse en un estereotipo.

En cambio, es prácticamente imposible que no haya una esencia identitaria más o menos consistente en cada persona, incluso si ésta se niega o aún no se reconoce. “La identidad es la capacidad que tenemos para permanecer conscientes de la continuidad de nuestra vida a través de cambios, crisis y rupturas”, expone Giménez (2016).

Con el fin de destacar el carácter más cambiante y experimental de la identidad, se han propuesto conceptos alternativos, como presentación de sí, de Goffman (1997), o identificación, de Hall (1996, p. 2-3) o Baumann (2001, p. 165-166). Aquí se utilizará este último, pero no para sustituir el de identidad, sino para complementarlo, diferenciando así entre el conjunto de elementos constitutivos del individuo y, en gran medida, determinantes de sus interacciones (identidad), y la serie de adscripciones a grupos o causas por el reconocimiento de características o ideas compartidas con ellos (identificación).10

Esto no quiere decir que una identificación se ubique en un grado inferior al de la una identidad; una y otra son partes de un mismo proceso en el que se organizan mutuamente. Por lo regular serán los aspectos identitarios los que llevarán a alguien a identificarse o no con ciertos grupos (una persona nacida y educada en la cultura tzeltal será más proclive a identificarse con el EZLN que con un grupo neonazi), pero también puede ser que la identificación con determinadas comunidades o movimientos haga a alguien reforzar alguna o algunas de las dimensiones de su identidad (una persona nacida y educada en México que, además, se identifica como admiradora de Frida Kahlo o de la selección nacional de futbol puede así encontrar elementos que den realce a su identidad como mexicana); incluso puede suceder que alguien se encuentre enfrentado a dos o más dimensiones identitarias o identificaciones antagónicas entre sí, haciéndole cuestionarse su pertenencia a ellas (una persona formada en la religión judía puede estar políticamente en desacuerdo con la violencia por parte del Estado de Israel).

La variedad de interacciones que pueden darse a nivel tanto intra como extragrupal -que Merton (2002, p. 313-314) estudió ampliamente con el concepto de grupo de referenci- llegan a resultar determinantes en los procesos de autoestimación en los que los individuos toman los valores de otros -ya sea que los juzguen negativos o positivos- como sistema de evaluación para revisar (e, incluso, ajustar) sus propios actos, experiencias, pensamientos y posiciones sociales respecto de los de los demás.

Un grupo de referencia puede ser o no un grupo de pertenencia, a condición de que tenga para el individuo un sentido normativo y comparativo, diferenciándose así de los grupos de interacción, que son parte del ambiente social pero sin tener una importancia significativa (Merton, 2002, p. 364-365).

Según señala Merton (2002, p. 324-326), cuando un grupo de referencia es, al mismo tiempo, un grupo de pertenencia, los conflictos para el individuo suelen ser menores, pues por lo regular se limitan a lograr la mejor forma de integración (en caso de ser un nuevo integrante) o de reforzamiento (en caso de buscar cierto ascenso en la jerarquía interna).

Pero cuando una persona toma como sistema de referencia grupos a los que no pertenece y que tienen normas discrepantes con las de su grupo de pertenencia, la situación es más complicada. Factores como la legitimidad atribuida a los arreglos institucionales del grupo o la actitud de conformidad con su moral oficial son decisivos para definir las acciones del individuo, que pueden ir desde la imposibilidad de precisar la pertenencia hasta la conformación de nuevos grupos, pasando por una gama en la que la determinación se retrasa hasta un punto ineludible o se logra la adaptación satisfactoria al grupo de referencia al que se aspiraba (Merton, 2002, p. 345-348, 353-356).

Intentando una aproximación entre los términos de Merton y los que se están usando aquí, podría decirse que los grupos de pertenencia de un individuo están definidos principalmente por sus categorías identitarias mientras que lo que él llama un grupo de referencia podría definirse aquí como un grupo de identificación. Se entiende así la relevancia que tienen éstos como base, no sólo para el adecuado funcionamiento social -asunto en el que primordialmente se centra Merton-, sino para la constitución de la identidad: es posible observar en su investigación cómo las transformaciones de ésta ocurren, por lo regular, en un proceso gradual y razonado, y no a partir de una determinación espontánea y de efecto inmediato.

Por otra parte, tampoco se afirma que una identificación deba ser, por fuerza, efímera y variable, sino que, dado que la adherencia no depende directamente de una estructuración psicosocial, como en la identidad, sino de una convicción subjetiva, es más fácilmente propensa a transformarse, si bien puede ser igualmente durable y consistente. No es lo mismo, por ejemplo, reconsiderar la cosmovisión que hemos construido a partir de nuestra lengua materna o las creencias religiosas que nos inculcaron en la infancia que renunciar a los postulados de un partido político o a la admiración a un equipo deportivo.

Si se acude a la metáfora de Eric Hobsbawm (1996) sobre las identidades como una camiseta que puede cambiarse y combinarse, y no como una piel que es parte indispensable del cuerpo, se diría que son más bien las identificaciones las que pueden -como una prenda- adoptarse y abandonarse de forma relativamente sencilla. Y, siguiendo con la comparación, podría darse a la identidad la característica de un tatuaje del cual, al haberse insertado más profundo en la piel (sin llegar a fusionarse del todo con ella), es más complicado -si bien no imposible- deshacerse, al menos sin dejar alguna marca.

Bajo esta óptica, ¿los sexos, géneros y orientaciones sexuales son identidades, identificaciones o simplemente actos? Para responder esta pregunta acorde con los planteamientos enunciados arriba, debe entonces tenerse una explicación para la construcción de dichas categorías y sus respectivos elementos en los individuos. ¿Están éstos constituidos de alguna manera hasta cierto punto involuntaria en los individuos o son producto de una elección por completo libre?

Como ya se mencionó, las teorías psicoanalíticas y antropológicas seguidas en este texto revelan que tanto el género como la orientación sexual obedecen a una experiencia psicosocial establecida en la primera infancia de manera inconsciente, como resultado de la valoración cultural que se hace del sexo en una sociedad (Lamas, 2002, p. 63; Lamas, 2012, p. 12-13).

En tanto proceso de estructuración, es claro entonces que ser hombre, mujer o queer (en relación con ser macho, hembra o intersexual, es decir, ya sea cis o trans), así como ser hetero, homo, bi o pansexual, son componentes fundamentales de las personas y, por tanto, identidades que, en buena medida, determinarán cosmovisiones, acciones y relaciones sociales, inclusive si no hay una identificación con ellas y se busca ocultarlas o modificarlas.

Aun si se acudiera a otras teorías explicativas del género y la orientación sexual -como las biológicas, que las sostienen en factores genéticos u hormonales, o incluso las de la psicología conductista, que las basan en un aprendizaje por imitación, aunque no se comparten aquí sus proposiciones-, sigue habiendo en ellas una base intersubjetiva, no del todo dependiente del individuo.

Las hipótesis que pretenden no sustentar los géneros y las orientaciones sexuales en nada más que la plena elección de la persona -como lo hacen Hinojosa y Díaz (2007, p. 20-21) a partir de una equivocada interpretación sexológica del construccionismo social-,11 no están respaldadas por ninguna investigación seria.

Desde luego, es posible, como ya se expuso, transformar hasta cierto punto algunas dimensiones identitarias a partir de la identificación o referencia a otros grupos, y la sexualidad no es la excepción. Por poner sólo un par de ejemplos: por siglos, muchos hombres homosexuales han mantenido relaciones afectivas, eróticas y sexuales con mujeres para ocultar una orientación sexual considerada ilegítima y así evitar actos de homofobia, y, recientemente, un grupo de mujeres autonombradas lesbianas conversas ha decidido relacionarse sexualmente sólo con mujeres, a pesar de no sentir atracción hacia ellas, bajo el argumento de posicionarse políticamente contra la misoginia de los hombres. Es claro, aun en estos casos, que la elección no se dio en un plano vacío de identidad sexual, sino que deliberadamente se optó por transformarla a partir de experiencias de inconformidad con los arreglos institucionales y la moral oficial del grupo original de pertenencia.

Complementaria a los tres conceptos constituyentes de la noción de la diversidad sexual en este artículo, pero externo a ella por tratarse de un acto de identificación y no de identidad, está la expresión de género, es decir, la forma sociocultural de comportamiento y apariencia masculina, femenina o andrógina (tradicionalmente asociadas las primeras dos con el macho-hombre y la hembra-mujer, respectivamente; a las personas que se identifican con un modelo sexo/género tradicional pero con una expresión regularmente asociada a otro género se les denomina travestis).

Al ser una cuestión más bien estética, su definición y puesta en práctica, aunque sí depende de la interpretación intersubjetiva e interiorizada de factores socioculturales, no está en una relación rígidamente estructurada con ellos, por lo que no son absolutamente determinantes y, aunque, por lo regular, son aspectos más o menos estables en la mayoría de las personas, no hay nada que impida a alguien moverse libre y constantemente entre la masculinidad, la feminidad y la androginia, independientemente de su sexo/género y orientación sexual. Son, como las camisetas de Hobsbawm, flexibles, intercambiables y combinables.

También serán consideradas identificaciones los grupos surgidos al interior de la diversidad sexual, derivados de una de sus identidades (sexo/género u orientación sexual), pero con representaciones, intereses y prácticas específicas y particulares que los distinguen de otros con los que comparten la misma identidad sexogenérica, por ejemplo, los leathers, los vaqueros o los bears (todos, hombres homosexuales, pero con distintos gustos que definen apariencias y/o dinámicas sociales y sexuales).

¿Lo que se nombra, no existe?

Aunado a su desconocimiento de las identidades, los estudiosos de lo queer suelen negar igualmente la importancia de su nominación y por las mismas razones: básicamente, de la imposición de etiquetas restrictivas a la autosegregación, ahora significativa además de identitaria.

Es verdad que, a través del lenguaje, pueden llegar a legitimarse sentidos estereotipados y alejados de la realidad más objetiva, como explicaron Bourdieu y Passeron (1996, p. 44) con el concepto de violencia simbólica. Pero, nuevamente, está buscándose en la eliminación de un fenómeno social necesario (y, en todo caso, ineludible) la solución a una cuestión mucho más compleja, pues desde una perspectiva comunicológica, lo que resultaría limitante y, además, ilógico no es la significación sino precisamente su falta. ¿De qué manera podría darse sentido a la realidad si no es a través del lenguaje?

Es común escuchar en el activismo de la diversidad sexual la frase de Steiner, “lo que no se nombra, no existe”, con la finalidad de enfatizar la importancia de visibilizar lingüísticamente a las personas con identidades sexogenéricas no hegemónicas. Y es verdad, las palabras son indispensables para conocer y comprender el mundo. Pero no siempre se recapacita sobre cuál es exactamente ese nexo que completa la cadena establecida entre nombrar y existir: el pensar. Lenguaje, pensamiento y conocimiento son partes de un mismo fenómeno, imposibles de separar más que analíticamente.

Desde un paradigma fundamentalmente fenomenológico, López Veneroni (2005, p. 11-12) señala que no existe el pensamiento previo a la adquisición del lenguaje, sino que son dos fenómenos que se desarrollan a la par, es decir, los seres humanos no tienen un pensamiento que después empiezan a expresar con palabras, sino que empiezan a conformar su pensamiento a partir de esas palabras.

Y si no se cuenta con las palabras necesarias para definir ciertas cosas, no importa cuán materialmente comprobable sea su existencia, en una dimensión simbólica resultará imposible pensarlas y, por lo tanto, hablar de ellas y, por consiguiente, conocerlas y comprenderlas. ¿Cuál puede ser, en este marco, el impacto que tengan en la comprensión social de la diversidad sexual la negación de las nominaciones en enfoques como los estudios queer?

De acuerdo con López Veneroni (2005, p. 11-12), el universo simbólico de referencia construido a partir del tejido de conceptos, nombres y designaciones desarrolladas por los seres sociales para referirse al mundo de lo objetivo es indispensable para mediar en las relaciones entre ellos mismos y entre ellos y ese mundo. “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, afirmó Wittgenstein (2010, p. 111), no para destacar la importancia del asunto en el hecho de que los límites ‘sean’ algo o ‘estén’ en algún lugar, sino en el hecho de lo que éstos dicen acerca de algo, es decir, que producen un sentido; el problema no es ontológico y mucho menos geográfico, sino significativo. Giddens (2011b, p. 51) y Elias (1994, p. 35) coinciden con él al señalar que sólo aquello que está representado simbólicamente en el lenguaje de una comunidad puede ser comprendido por sus integrantes.

Es decir, por medio (y sólo por medio) del lenguaje, en cualquiera de sus formas, no únicamente se desarrolla y transmite el conocimiento, sino que se lleva a cabo una producción de sentido e interpretación acerca de lo que conocemos. A través de esta serie de acciones sociales se interpone sobre el mundo “un complejo proceso de significación que sobreimpone a la forma natural e inmediata de las cosas un orden de relaciones y una serie de secuencias y consecuencias, dentro de las cuales se va configurando el o los sentidos”, explica López Veneroni (2005, p. 12).

Esto implica, desde luego, el establecimiento de diferencias semánticas, pero no sólo entre los significantes del mundo objetivo, también con respecto al espacio social y las posiciones que se ocupan en él; no es una diferencia meramente semiótica sino que se acepta como parte de la realidad, sostienen, por su parte, López Veneroni (2005, p. 12) y Giddens (2011b, p. 51-52). De aquí se desprende que el hecho de conocer el significado de las palabras y, por tanto, saber cómo utilizarlas en la práctica diaria tiene una importancia mayor de la que podría pensarse y que afecta, en última instancia, la construcción de la identidad.

Las formas resultantes de la mediación simbólica estructuran de forma relativamente estable y convencional a las representaciones, lo que no quiere decir que éstas sean arbitrarias -pues cuentan con sus propias reglas de procedimientos y su legalidad interna (López Veneroni, 2005, p. 12-13)- pero tampoco que sean inmutables; los símbolos no son una copia ni un reflejo de eso que simbolizan, por lo que su correspondencia con la realidad -y por lo tanto, su significado- puede variar, según el nivel de conocimiento que se tenga del objeto, sujeto o fenómeno al que hacen referencia, lo cual es posible en virtud del carácter procesual, no estacionario, de los conceptos, así como a la posibilidad de creación de nuevos cuando hay nuevas circunstancias que lo ameritan. (Elias, 1994, 172, 177). “El significado no asoma a través de descripciones de la realidad exterior, ni consiste en códigos semióticos ordenados independientemente de nuestros encuentros con la realidad”, explica Giddens (2011b, p. 51).

Si se acepta que lo que no se nombra, no existe, entonces es posible hacer y responder tres preguntas a partir de ello:

  1. ¿Lo que se nombra, existe? Al menos simbólicamente, sí. Un unicornio, por ejemplo, no existe en la realidad objetiva, sin embargo, prácticamente cualquier persona puede pensar en uno si se le pide que lo haga.

  2. ¿Lo que no se nombra, existe? Objetivamente, puede ser. La diversidad sexual, por ejemplo, ha existido a lo largo de la historia, sin embargo, no siempre ni en todas las sociedades se le ha reconocido simbólicamente.

  3. Y la más importante para efectos de este apartado: ¿Lo que se nombra, no existe?, es decir, ¿puede haber significantes que no remitan a ningún significado, palabras que no refieran a ninguna cosa? No. Si es verdad que las cosas deben ser nombradas para tener existencia simbólica para una sociedad, también lo es que una cosa debe existir -sea en un plano objetivo o simbólico- para poder ser significada, y no sólo eso, sino que todo lo que se nombra y existe debe poder ser definido aunque sea de forma más o menos general, a fin de poder comunicarse acerca de ello, pues tan imposible resulta hablar, pensar y significar sobre algo que, aunque existe, no es posible nombrar, como hacerlo acerca de algo que se puede nombrar pero no se sabe qué es.

Es éste -el sinsentido o, en el mejor de los casos, la permanente indefinición semántica, que no es lo mismo que la polisemia- el destino de las palabras a las que los estudiosos de lo queer insisten en no imponer una supuesta esencia cuando confunden significación con reducción a etiquetas. Si lo anterior puede resultar problemático para comunicarse sobre los objetos del mundo, la situación se complica cuando la confusión alcanza a palabras con las que se hace referencia a personas o grupos de la sociedad. Negarse a dar una definición semántica característica a palabras como queer o, por el contrario, a dar un nombre a una serie de rasgos que caracterizan a una identidad de género o a una orientación sexual puede traer como consecuencia, no sólo la imposibilidad de comunicarse sobre ellas y sus problemáticas, sino conflictos identitarios subjetivos en quienes podrían reconocerse en ellas.

¿Actuación o acción?

Una tercera cuestión que, relacionada con los dos conceptos ya revisados, ha predominado en el pensamiento queer es la idea de la performatividad. De la mano de una filosofía a veces estructuralista, a veces fenomenológica, a conveniencia, los estudiosos de lo queer entienden el término como una especie de fuerza que impone a los individuos, según sus identidades e identificaciones (en este caso, sexogenéricas), la reproducción de roles prescritos en un libreto, ensayados, repetitivos y miméticos para desenvolverse en sociedad al modo de una obra de teatro.

Con esto, se da a las acciones y expresiones de las personas el carácter o de una ficción cultural prácticamente inconsciente o bien, en el caso de resistir esa fuerza, el de un artificio deliberado y forzado. Pero esta interpretación del concepto dista mucho del sentido original que se le adjudicó.

Su antecedente inmediato se encuentra en los enunciados performativos, acuñados en la lingüística, por Austin (1962: 5), a mediados del siglo pasado, para hacer referencia a la propiedad que tiene el lenguaje para operar como una acción por sí mismo, es decir, cuando, más allá de informar, describir o registrar acciones o de afirmar verdades o mentiras, el enunciado es la realización de aquello mismo que expresa, por ejemplo, promesas, declaraciones, apuestas, juramentos, nombramientos, maldiciones, disculpas, contratos o juicios.

Pero las raíces de la palabra son aun anteriores a esto; proveniente de las lenguas protogermánicas, el vocablo performance significaba en sus orígenes avance y movimiento, y, posteriormente, se le asoció con la idea de lograr o completar; ya desde entonces tenía el sentido de acción e interacción con el que lo retomaría Austin pero apenas la doble función de verbo y sustantivo. Después, al adoptarse en el latín, se le dio a la palabra una interpretación más semiótica, relacionada con la forma y la apariencia (Warren, 2017).

Al pasar, en el siglo XIII, a otros idiomas anglosajones lo hace con una fusión de estos dos significados, la cual se mantiene a lo largo del siglo XIV, y en el siglo XVI adquiere un sentido más orientado al arte, entendiéndose como actuación o representación (Warren 2017).

Finalmente, en el siglo XX, empieza a utilizarse para hablar de pruebas en psicología, de máscaras en sociología y de rituales en antropología. Ésta es la razón de la actual polisemia del término performance y de la dificultad de encontrar una traducción apropiada cuando éste finalmente regresa a las lenguas romances (Warren, 2017).

Ya que hoy en día el concepto de performance difícilmente podría ser abordado en toda su complejidad desde una sola de las disciplinas que lo han retomado a lo largo de la historia, algunos de sus estudiosos -como Richard Schechner y Peggy Phelan- han conformado un campo propio de investigación durante el último medio siglo, orientando la noción a partir de y hacia los distintos enfoques teóricos, metodológicos y epistemológicos particulares de una multiplicidad de áreas académicas.

Tras haberlo destinado Austin al fenómeno del habla, ya como adjetivo, Derrida retoma la idea, siguiendo las teorías sociales que consideran como lenguaje, no sólo lo estrictamente textual, sino todas las expresiones culturales y prácticas sociales que, de alguna manera, significan algo, como tradiciones, rituales, reglas, jerarquías, políticas y economías (Schechner, 2013, p. 143).

Quizá la primera vez que se aplicó a cuestiones sexogenéricas la noción de performance como representación, aunque con el término mascarada,12 fue en el psicoanálisis, a finales de los años veinte del siglo pasado, en Inglaterra. En su artículo “La feminidad como mascarada”, Rivière (1929, p. 306) no sólo niega una forma esencial de ser mujer sino que califica cualquier manera de serlo como una falsedad producida como mecanismo de defensa por parte de las mujeres para encubrir sus propios rasgos masculinos y así evitar represalias por lo que se consideraría una transgresión al espacio de los hombres.

Ya en la última década del siglo XX, Butler -considerada una de las fundadoras de los estudios queer- recupera la concepción de performatividad de Derrida y la lleva, como Rivière, al estudio de la expresión de género, pero también del sexo, la identidad de género y la orientación sexual. El punto central en su argumento es que, así como un enunciado performativo hace lo que dice que hace, el género también es performativo ya que a través de su práctica y expresión por medio del cuerpo constituye el mismo fenómeno que anticipa (Butler, 2007, p. 17).

Diferencia el concepto de performatividad del de performance partiendo del hecho de que el primero consiste en la producción de un sujeto en tanto que el segundo ya implica la existencia de uno (Lamas, 2012, p. 52).

Se ha criticado el trabajo de Butler por el supuesto voluntarismo que adjudica a la constitución de la identidad sexual cuando habla de elegir el género. Según Lamas (2012, p. 53-54), son críticas infundadas pues Butler sí reconoce en la performatividad la recepción y reproducción de significados y normas por parte de los individuos a la vez que su capacidad de interpretación y reorganización de las mismas. Pero esta postura no resulta del todo clara.

Tras las críticas recibidas por su libro de 1990, El género en disputa, en el que afirmó que “no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas ‘expresiones’ que, al parecer, son resultado de ésta” (Butler, 2007: 85), Butler desconoció esta postura para asegurar que “si yo hubiera sostenido que los géneros son performativos, eso significaría que yo pensaba que uno se despertaba a la mañana, examinaba el guardarropas… en busca del género que quería elegir y se lo asignaba durante el día para volverlo a colocar en su lugar en la noche. Semejante sujeto voluntario e instrumental… no se da cuenta de que su existencia ya está decidida por el género” (Butler, 2002, p. 12).

Es decir, pasa de la idea de que las prácticas corporales en torno al sexo y al género son las productoras y no los productos de éstos, y de que su ejecución depende no de una sustancia identitaria sino de la libre voluntad, a la idea de que la repetición que puede percibirse en las expresiones sexogenéricas obedece a una implantación forzosa por parte de grupos de poder, lo que les confiere un carácter artificial y siempre inacabado. Posteriormente, se movería alternadamente entre ambas posiciones, lo que dificulta entender la performatividad butleriana como interpretación desde el punto de vista hermenéutico.

Y aun cuando así fuera, hay un problema con esta cuestión, y es que ya había sido ampliamente desarrollada, de forma muy similar pero mucho más compleja y con años de anterioridad, por diferentes autores, como Bourdieu (habitus), Garfinkel (sentido común) o Giddens (rutinización), sin que Butler hiciera mención de ninguno de ellos.

De cualquier manera, la proximidad que en principio parece tener esta conceptualización de la performatividad con las teorías de estos tres autores es sólo superficial y no se sostiene con el resto de sus proposiciones; la orientación posestructuralista de Butler le impide superar una de sus principales limitaciones: su reconocimiento de las acciones sociales únicamente como ficciones culturales y, por lo tanto y aunque afirme lo contrario, de los individuos sólo como actores sociales, es decir, como seres que ejecutan un guion elaborado de antemano para la reproducción de un sistema.

En cambio, una comprensión acorde con la dualidad que, sin conseguirla, pretende Butler vería en los integrantes de una sociedad a agentes capaces de internalizar y configurar las convenciones sociales transmitidas, negociar sus posiciones y trayectorias, y, en última instancia, reconocer su propia capacidad para reconstruir las propiedades estructurales de un sistema y no nada más sus posiciones subjetivas. Incluso sería correcto identificárseles como actores sociales, si se entiende el actuar en sociedad con el sentido de llevar a cabo acciones conscientes orientadas por la interacción con otros y no actuaciones fingidas preparadas para una audiencia.

Pero la comprensión de la agencia en los estudios queer, aunque sí la hay, parece una concesión limitada y condicionada que se otorga a un grupo selecto de individuos sólo en la medida en que se considera que han logrado despojarse de sus identidades y significaciones, asumiendo que nadie, deliberadamente, pudiera haber decidido identificarse, en parte o, incluso, en su totalidad, con algún o algunos roles sociales dominantes, y también que detrás de la adopción de un modelo sexogenérico afín a lo queer hay siempre, necesariamente, un proceso de racionalización.

Por eso, mientras que desde la fenomenología por lo general se habla de agentes, es frecuente que desde el posestructuralismo se hagan de sujetos con agencia. Pero la agencia no se reconoce aquí como una cualidad que posean algunos individuos sí y otros no, sino como una capacidad que, en mayor o menor medida, ejercen todos ellos con todas sus implicaciones.

A manera de conclusión

No se niega que las acciones de todas las personas están influenciadas por reglas y pautas establecidas socioculturalmente, pero sólo hasta cierto punto. Se reconoce la ejecución de performances -siguiendo a Goffman (1997, p. 84-85)- como expresiones dramatizadas, siempre empíricamente reales y legítimas, provenientes del dominio de un lenguaje y no de un libreto, y tendientes a la socialización.

En este sentido, es importante destacar el carácter interactivo y múltiple del concepto, que lo enlaza estrechamente con la identidad y la nominación. Cuando los individuos realizan performances no sólo actúan (en el sentido de acción, no de actuación) como hombre o mujer, cisgénero o transgénero, heterosexual u homosexual, masculino o femenino, también como mexicano o alemán, caucásico o afrodescendiente, budista o ateo, de clase media o baja, y todo eso simultáneamente, por lo que difícil, si no imposiblemente, una persona llevará a cabo un performance igual al de otra.

No se trata de un permanente hacer sin nunca llegar a ser, como propone Butler, sino -justo lo contrario- una interacción en la que se expresa el conjunto de dimensiones identitarias de cada persona al mismo tiempo que se reconstruye.

Si con anterioridad a un performance, la performatividad del género y la sexualidad, según Butler, apunta a la producción de un sujeto a partir de su materialidad corporal, aquí -acorde con la visión fenomenológica asumida- se entenderá como la construcción subjetiva de un agente en lo que respecta específicamente al anclaje biopsicosocial entre sexo, identidad de género, orientación sexual y expresión de género.

Por otra parte, no cabe duda de que asignar nombres y, aún más importante, significados son muchas veces actos de dominación, en ocasiones involuntarios. El carácter simbólico del lenguaje, como señala Ricœur (2003, p. 58), crea un excedente de sentido que complica la posibilidad de una interpretación siempre transparente, mientras que, al mismo tiempo, el significado se mantiene más o menos contenido dentro de lo que Cassirer llamó forma simbólica. Es decir, el símbolo transita constantemente entre la amplitud y la precisión; en palabras de Phelan (2005, p. 2), transmite más de lo que pretende, pero sin llegar nunca a abarcar la realidad tal cual es.

Ya que el establecimiento de la identidad individual se configura por la yuxtaposición de la autopercepción tanto como de la mirada del otro, resulta previsible que los grupos sociales dominantes tengan una mayor posibilidad de -en un ejercicio de violencia simbólica- imponer significaciones legitimadas al nombrar la otredad, incluso cuando la otredad pretenda (o, en todo caso, niegue) nombrarse y definirse a sí misma. Por esta razón, confundir (ausencia de) nombramiento con (ausencia de) existencia bien puede desembocar en una suerte de regularización lingüística que sirva más a la afirmación de lo hegemónico que a la resignificación de lo excluido.

A pesar de lo anterior, suprimir la designación de las orientaciones sexuales e identidades de género, sin más, las llevaría a una aniquilación simbólica aún mayor de la que todavía ocurre en muchas sociedades, fomentando con ello el desconocimiento en torno a ellas. Nombrarlas no sólo da cuenta de su existencia y amplitud, también permite mostrar la variedad de realidades presentes que gradualmente conduzca a la modificación de las significaciones inadecuadas, cuidando no caer tampoco en el error de suponer que por nombrar a las cosas sabemos a ciencia cierta lo que son.

Es ahora posible reafirmar lo que se adelantó al comienzo del artículo: no sólo resulta imposible la eliminación de las identidades basadas en el sexo y el género, sino que aun las mismas personas que se definen como queers están lejos de poder constituirse como individuos sin identidades e identificaciones. De hecho, están siendo primordialmente ellos los que, al buscar opciones ante la inconformidad con el modelo sexogenérico dual aún dominante, están ampliando el universo de identidades alternativas a las tradicionales (y, con ello, también reforzando éstas).

Ya que las estructuras, identidades, cosmovisiones e interpretaciones se construyen mutuamente, la transformación de una de ellas tendrá influencia en las demás. Y si sexos, identidades de género, orientaciones sexuales y expresiones de género conforman instituciones que no son rígidas ni estáticas, sino flexibles y variables en cada persona -pero siempre en el marco de una cultura y una sociedad-, era esperable, a partir de los movimientos políticos a favor de la liberación sexual surgidos a mediados del siglo pasado, que eventualmente llegaría el cuestionamiento de los modelos tradicionales (incluidos, ahora, los que en un momento dado se consideraron revolucionarios).

Pero que estas nuevas identidades, aún en construcción, lleguen a consolidarse en el imaginario colectivo y, así, reconocerse socialmente dependerá de más que su actual debate filosófico. Términos como genderqueer, agénero, bigénero, género fluido, no binario y cualquier otro que se defina sólo por oposición a los dos géneros ya reconocidos resultan aún demasiado abstractos para adecuarse a una realidad que puede dejarlos pasar como una moda. Sólo una apropiada delimitación conceptual hará a lo queer abordable en un plano tanto teórico como pragmático, al igual que dificultará su reificación al momento -inevitable- de institucionalizarse como parte de un sistema social, como puede temerse.

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1Profesor de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad La Salle Pachuca. Maestro en comunicación y doctor en Ciencias Políticas y sociales con mención honorífica por la UNAM. Diplomado en análisis de la cultura por el INAH

2Lésbico-gay-bisexual-transgénero-transexual-intersexual-queer-pansexual. Cabe apuntar que, debido al surgimiento y consiguiente demanda de reconocimiento de otras identidades, distintos estudiosos añaden o quitan diferentes letras a las siglas según la consideración que hacen de éstas o agregan un signo de más (+) al final con la intención de evitar posibles omisiones o incluso integrar identidades aún por construirse. Siguiendo los señalamientos que se harán en este artículo son contempladas únicamente las ocho identidades e identificaciones ya anotadas.

3Si bien no hay estudios concluyentes sobre la constitución de la identidad de género, en este artículo se siguen las teorías psicoanalíticas y antropológicas que la sustentan en la simbolización de la diferencia sexual (Lamas, 2012).

4No confundir el uso de queer como una alternativa de identidad de género distinta a la de hombre y mujer con el uso que se hace del término en los estudios del mismo nombre, que -como se verá adelante- aspira a la eliminación de las identidades relacionadas con la sexualidad y sus nominaciones.

5Se usa la concepción del sexo/género como una institución social; por lo tanto, histórico y organizador de relaciones (similar a su concepción como sistema en Rubin, 1986), por lo que, si bien es analíticamente discernible, pragmáticamente es indivisible, al menos tal como está estructurada actualmente la mayoría de las sociedades modernas. Así lo prueba la relevancia de conceptos como cisgénero, transgénero y pansexualidad (explicados más adelante). Debido a lo anterior, por ejemplo, un hombre homosexual no necesariamente sentirá atracción por un hombre trans ni una persona bisexual gustará forzosamente de las personas intersexuales o queer.

6Recientemente se ha especulado acerca de supuestas nuevas orientaciones sexuales, como la demisexualidad o la sapiosexualidad. Esto es erróneo, al menos bajo la definición de orientación sexual aquí ofrecida, ya que, si bien establecen condiciones de atracción sexual, éstas no tienen que ver con la identidad sexogenérica propia ni con la de la otra persona, sino con otro tipo de características complementarias (en estos casos, el romanticismo y la inteligencia, respectivamente), por lo que más bien se clasificarían en el grupo de las filias (de reconocerse como orientaciones sexuales, habría que hacer lo mismo con cualquier otra circunstancia de excitación, como ciertas prendas o rasgos físicos). Tampoco lo es la asexualidad, que, aunque sí puede llegar a constituir una dimensión identitaria de las personas, se sitúa entre la total ausencia de deseo (y, por lo tanto, orientación) sexual y la atracción estrictamente estética, afectiva o romántica por alguien más (lo que, en todo caso, no excluye una orientación sexual definida por el sexo/género de las personas); en cualquier caso, no es una orientación sexual por sí misma.

7En ocasiones, el transgénero y la transexualidad se engloban en el término trans (como el conjunto de condiciones en las que la combinación de sexo e identidad de género no coincide con los modelos tradicionales), cuando no es posible o, en dado caso, relevante distinguir entre una y otra identidades. A las personas cuyo modelo sexogenérico sí es coincidente con el tradicional se les denomina cisgénero y cisexuales.

8No todas las personas pansexuales se sienten forzosamente atraídas hacia el espectro completo de la sexualidad humana; es posible hablar de hombres homopansexuales o mujeres lesbopansexuales para hacer referencia, respectivamente, a hombres atraídos hacia otros hombres y mujeres atraídas hacia otras mujeres, sean éstos y éstas trans, intersexuales o queer, a diferencia de hombres homosexuales y mujeres lesbianas que sólo sienten atracción, respectivamente, hacia hombres y mujeres cisgénero.

9Se ha cuestionado si, ya que el término diversidad hace referencia al conjunto de los variados componentes de un todo y no a una sola de sus partes, la diversidad sexual debería contemplar también a las personas heterosexuales cisgénero. La observación puede ser semánticamente correcta, pero, pragmáticamente, incluir en el concepto a todas las identidades sexogenéricas lo convertiría en un sinónimo innecesario de sexualidad. Señala Ortiz (2014: 23-24) que la noción de diversidad siempre ha estado asociada a la idea de otredad por un interés de comprender organizaciones sociales desconocidas, extrañas y distintas. La misma raíz etimológica de la palabra (el verbo divertere: girar en dirección opuesta, alejarse, separarse) sugiere algo al respecto. Por eso, cuando se habla aquí de

10De manera similar lo hacen Turner con los conceptos de concepción de sí e imagen de sí (Giménez, 1992, p. 196), y Giménez (2016) con los conceptos de dimensiones pasivas y activas de la identidad.

11Para profundizar en la discusión de los problemas del relativismo construccionista en el estudio de la sexualidad, v. Vendrell, 2004; Hernández y Peña, 2011.

12Para Butler, la mascarada es un performance que escenifica la propia identidad con el fin de inaugurarla, reafirmarla o transformarla (Gil, 2014).

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