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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.3 no.5 Ciudad de México ene./jun. 2017

https://doi.org/10.24201/eg.v3i5.119 

Artículos

El narcotráfico como dispositivo de poder sexo-genérico: crimen organizado, masculinidad y teoría queer

Drug-Trafficking as a dispositif of sex-gender power: organized crime, masculinity and queer theory

Guillermo Núñez Noriega1  * 

Claudia Esthela Espinoza Cid2 

1Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, A.C., Hermosillo, Sonora, México, email: gnunez@ciad.mx

2Estudiante de doctorado en ciencias sociales de El Colegio de Sonora, México, email: espinozaclaudia@hotmail.com


Resumen:

El artículo revisa la distinción entre crimen y delincuencia organizada, así como la manera en que ésta ha sido estudiada en su relación con los hombres, la masculinidad y la sexualidad en México. Se propone que, a partir de una serie de referencias empíricas y con apoyo de la teoría queer, consideremos al narcotráfico, en tanto ejemplo destacado del crimen organizado, y a la “narcocultura”, como un dispositivo de poder sexo- genérico cuyo quehacer es fundamental para la reproducción de su capital económico y simbólico.

Palabras clave: crimen organizado; narcotráfico; masculinidad; teoría queer

Abstract:

In this article we review the distinction between criminal and delinquent organization in Mexico, as well as the way it has been studied in its relation with men, masculinity and sexuality. We propose, departing from a set of empirical references and with the support from queer theory, that we should consider drug-trafficking and its concomitant “narcoculture”, a major example of organized crime, as a technology of gender and sexuality, and that through that doing it reproduces its economic and symbolic capital.

Key words: crime; drug trafficking; masculinity; queer theory

Introducción

En este artículo presentamos una serie de reflexiones teórico-conceptuales para pensar el vínculo entre los varones, la identidad sexo-genérica de éstos y el narcotráfico, desde un planteamiento teórico queer. Estas reflexiones se formulan a partir de insumos empíricos facilitados por investigadores que se han interesado por estas cuestiones, así como por experiencias personales de vida y de campo, en el tema de la cultura sexual y de género en el noroeste de México, a las que hasta ahora no se había brindado un mejor uso.1 También en este análisis se incorporan algunos productos culturales de amplia divulgación y que son parte de la llamada “cultura del narco” o “narcocultura”.

De acuerdo con Sánchez (2009) la narcocultura apareció en las postrimerías de 1970 en algunas localidades sinaloenses. Desde finales de la década de 1990 del siglo XX se ha estudiado en sus diferentes expresiones: música, cine, religiosidad, arquitectura, vestimenta, etcétera (Astorga 1995, 1997; Campbell, 2005; Cantarell, 2002; Cervantes, 2002; Córdova 2012; De la Torre, 2002; Fernández, 2001; Galindo, 2002; González, 1996; Mendoza, 2005; Valenzuela, 2002). La narcocultura de Sinaloa y otras regiones tiene para Sánchez (2009) un universo simbólico propio, un sistema de valores específico, cuya premisa básica es el honor, a tono con algunas características de las mafias mediterráneas (valentía, lealtad familiar y grupal, protección, venganza, generosidad, hospitalidad, nobleza, prestigio, entre otras).

La narcocultura sinaloense llama la atención por sus formas de regulación interior, como el empleo de la violencia física contra los traidores o quienes pretenden desertar de estas actividades; por sus formas específicas de consumo, como son la utilización de la cocaína o la compra de artículos de oro; por su uso de un argot y códigos como estrategia para preservar su clandestinidad (Sánchez, 2009, p. 80); por la presencia de modelos conductuales que se distinguen por un exacerbado “anhelo de poder”; y por la persecución constante del hedonismo y prestigio social. Todo esto se acompaña por una visión fatalista y nihilista del mundo y de diferentes formas de objetivación de su imaginario social (Sánchez, 2009, p. 80); este último es construido socialmente por múltiples agentes, relacionados o no con el tráfico de drogas, arraigado principalmente (aunque no en exclusiva) en ciertas regiones de México (Sánchez, 2009, p. 94).

En este documento proponemos no sólo visualizar la desproporción de la presencia de los varones en las filas de la delincuencia organizada o valorar el papel de la identidad de género masculina en el ingreso de estos hombres a esas organizaciones y su participación en diversos actos violentos (ilícitos en su mayoría). En cambio, planteamos algo más radical: que la delincuencia organizada, en especial el narcotráfico, es sobre todo un dispositivo de poder sexo-genérico.
El término dispositivo de poder lo entendemos desde Michel Foucault, como una red heterogénea de elementos discursivos y materiales con una función estratégica concreta, inserta en una relación de poder (Foucault 2000a, 2000b). De la misma manera, recuperamos el énfasis de Agamben (2011) de que esa red heterogénea se caracteriza, más que nada, por construir a los sujetos desde su interioridad o su subjetividad. Conforme esta perspectiva, planteamos que el narcotráfico (y por ende la narcocultura), es un dispositivo de poder sexo-genérico que produce sexualidad y género en los sujetos: ideas, valores, actitudes, percepciones, prácticas, relaciones, subjetividades, identidades sexuales y de género; por supuesto, con arreglo a parámetros heteronormativos y androcéntricos.2

Es un dispositivo de poder, material e ideológico al mismo tiempo, que hace género y sexualidad en hombres y mujeres, y que a través de ese quehacer construye tanto su capital económico y social, como simbólico. Por ello, ese capital y su distribución se convierten en un aliciente fundamental en la producción de sujetos disponibles para su alistamiento en el crimen organizado. De tal forma que este dispositivo de poder de género y sexual, se entrelaza ideológica y económicamente con la industria cultural que, por su parte, suministra diversas plataformas de proyección a ese dispositivo.

Crimen organizado, delincuencia organizada y narcotráfico: algunas precisiones conceptuales

Crimen y delito, criminales y delincuentes

Según América Plata, el delito “entraña toda violación de la norma o normas impuestas por el Estado, lo cual conlleva un castigo o una penalidad” (2010, p. 5); es común que al delito y al crimen se les confiera un mismo significado. Pese a que existen algunas diferencias en lo que esas nociones significan, en el uso popular y en prensa se tiende a identificar el crimen con un delito de sangre. No obstante, si se desea establecer una demarcación estricta entre los términos crimen y delito, Plata indica que para algunos autores el crimen es un hecho antisocial grave, mientras que el delito constituye una violación de la ley, castigada por el Estado (2010, p. 10).3 Puesto que en este artículo adoptamos un enfoque sociocultural es que preferimos el concepto de crimen antes que el de delito, para caracterizar a las distintas actividades que se realizan con motivo del narcotráfico.

Una investigación bibliográfica en textos jurídicos y criminológicos nos mostró que los temas de delincuencia y crimen organizado no figuraron en ninguno de los índices previos a 1990; en nuestra percepción se trata de temas emergentes en este país, por lo menos desde el punto de vista del derecho y de la criminología. Esta situación se modificó a finales de esa misma década, cuando de forma gradual las temáticas del crimen organizado transnacional cobraron mayor interés académico (Rodríguez Manzanera, 2009, p. 515).

Es Rodríguez Manzanera quien cita una definición de las Naciones Unidas conforme a la cual “por crimen organizado debe entenderse una serie de actividades delictivas complejas, que llevan en gran escala organizaciones u otros grupos estructurados y que consiste en crear, mantener y explotar mercados y bienes y servicios ilegales, con la finalidad de obtener beneficios económicos y obtener poder” (ONU, VIII Congreso. A/Conf 144/15. 1990, citado en Rodríguez Manzanera, 2009, p. 515). En la actualidad, el crimen organizado se caracteriza por contar con una estructura de empresas locales, nacionales y transnacionales, así como de actividades diversificadas, entre las que se encuentran el tráfico de drogas, de obras de arte, de automóviles robados; también se extiende a otras acciones ilícitas, como la prostitución o la falsificación (Plata, 2010, pp. 140-142). Por supuesto, tendríamos que añadir otras modalidades como la trata de personas, el lavado de dinero, el tráfico de animales en peligro de extinción, el de obras arqueológicas, el de armas, y un largo etcétera.

Aunque el concepto de delincuencia organizada4 comenzó a circular después que el de crimen organizado5 dentro del campo jurídico de México (cuyas definiciones desde nuestro punto de vista alimentan en buena medida al campo criminológico), es común que los autores empleen ambos términos a manera de sinónimos.6 Sin embargo, en virtud que el análisis que proponemos se concentra en lo sociocultural y no en una perspectiva jurídica, es que dejamos de lado la acepción legal de delincuencia organizada.

Mientras que el narcotráfico7 es un concepto jurídico que en la actualidad se tipifica como uno de los delitos contra la salud, se considera, a la vez, una de las modalidades para cometer el delito de delincuencia organizada. Asimismo, es una noción que se utiliza en la criminología donde se le incorpora como modalidad del crimen organizado, conforme se advierte en la definición de la ONU referida por Rodríguez Manzanera (2009); de igual manera la palabra narcotráfico se menciona en las investigaciones socioculturales citadas en este artículo. En este sentido, consideramos que el concepto de narcotráfico representa con mayor precisión las actividades criminales relacionadas con el tráfico de drogas, objeto del presente estudio, es decir: la producción, la transportación, el tráfico y el comercio de narcóticos prohibidos por las leyes penales y de salud en México; asimismo, estimamos que es la variante mejor documentada del crimen organizado.

Quizá por su novedad, la explicación del crimen organizado con énfasis en la cultura (los procesos simbólicos, la identidad, entre otros) que genera y en la que descansa para su reproducción, es un tema de investigación escasamente explorado.8 Los estudios de género comienzan a develar su utilidad para comprender la sobrerrepresentación de los hombres en la mortalidad y la comisión de delitos. No obstante, la indagación respecto del papel de los varones y su masculinidad en la construcción y la reproducción del crimen organizado sigue pendiente, como veremos más adelante.

En México, la evidencia en algunos trabajos publicados en los últimos 15 años apunta a que lejos de ser una cuestión meramente jurídico-criminológica relacionada con negocios ilícitos, el narcotráfico se vincula, en tanto que crimen organizado, con una historia social regional, que a su vez (re)produce normas, valores, símbolos, creencias, mitos, imaginarios, identidades, esto es, se emparenta con una narcocultura (Sánchez, 2009).9

El estudio del crimen/delito y su vínculo con el género y la sexualidad

Crímenes sexuales

Es nuestra apreciación que en el tratamiento académico del binomio crimen o delito y sexualidad, por lo regular se abordan los crímenes sexuales, pero no las cuestiones vinculadas con la sexualidad de los criminales como tal. Claro, salvo cuando se estudia a las personas que cometen crímenes o delitos sexuales. En la criminología mexicana se consideran clásicos tres estudios de Alfonso Quiroz Cuarón, quien entrevistó y perfiló a tres varones homicidas, dos de los cuales perpetraron delitos de índole sexual (s.f., 1954) y uno privó de la vida a León Trotsky (1956). Esas obras pueden considerarse los primeros ensayos en México para explicar la dimensión sexual (que no de género) de los delitos y del comportamiento de los delincuentes, toda vez que carecieron de una perspectiva de género además de que exhiben las limitaciones y los sesgos de los conocimientos psiquiátricos y criminológicos disponibles en esa época.

Los estudios de género de los hombres: mortalidad, crímenes y delitos

La relación entre género y delito es un tema que cada vez se delinea con mayor claridad en el campo académico. Con respecto del binomio género y crimen organizado, podemos decir que desde la mirada feminista se ha intentado explicitar las diferencias entre las conductas delictivas de mujeres y hombres. Sin embargo, hasta el momento no se ha localizado en México un estudio específico sobre crimen organizado y género, o crimen organizado y masculinidades.

Estas cuestiones han emergido en un contexto más amplio de producción y preocupaciones académicas. Por una parte, en el tema del género y la salud, estas inquietudes han señalado los diferenciales de morbilidad y mortalidad entre los hombres y las mujeres, incluidas las mayores tasas de lesiones, homicidios y accidentes en varones. Por otra parte, aparecen las crecientes preocupaciones sobre la violencia de los hombres contra las mujeres y la violencia feminicida.

En el rubro de género y delito, un texto que aporta en esa dirección es el de Azaola (1997), quien analiza las diferencias en los homicidios cuando son cometidos por hombres o por mujeres. Esa autora se pregunta si unos u otras representan de la misma manera la comisión de delitos violentos; también se interroga sobre el tipo de víctimas que escogen ellos o ellas, así como las motivaciones de varones y mujeres para perpetrar esos hechos, y si las personas reciben el mismo trato por parte de la justicia, con independencia de su sexo. De igual forma, es posible encontrar un artículo sobre la comisión de infracciones por parte de menores de edad y sus diferencias por sexo, con abordajes teóricos de género para comprender esos diferenciales (Núñez, 2005).

Asimismo, se localizó el trabajo de Benno De Keijzer (1997) acerca del varón como factor de riesgo, que sigue la propuesta teórica de Michael Kauffman publicada 10 años atrás sobre “la masculinidad y la triada de la violencia de los hombres”.10 Dicho texto inaugura una propuesta reflexiva en México que hace posible el estudio de la mortalidad de los varones y las muertes violentas, entre ellas los homicidios, con apoyo en una perspectiva de género, atenta a la manera en que se construyen los significados de ser hombre y las identidades masculinas.

Hemos de añadir que las reflexiones formuladas por De Keijzer (1997) fueron matizadas en parte por Eloy Rivas (2005), quien señaló que el diferencial de mortalidad de los varones no puede ser atribuido sólo a la configuración de género (aunque sí muchos de los fallecimientos que ocurren en la adolescencia) y que en todo caso debería incorporarse en la ecuación una “modernidad defectuosa” que expone a los hombres a distintos riesgos, en virtud de mandatos socioculturales. Esperanza Tuñón y Daniel Bobadilla (2005) continuaron el estudio de la mortalidad en jóvenes y concluyen que si bien no es posible asegurar que todas las muertes de varones jóvenes sean atribuibles a su socialización de género, ésta pudo por sí misma explicar una proporción importante de esas defunciones, en particular de aquellas violentas.

En un estudio reciente acerca de la construcción de la identidad masculina y las principales causas no naturales de muerte en los hombres: accidentes de tránsito y agresiones, Ricardo Rodríguez Luna (2015) continúa con esta mirada. Este autor plantea la urgencia de que se entienda como violencia de género, la violencia que sufren los hombres a manos de otros hombres, donde las configuraciones de la masculinidad (y su consabido énfasis en la valentía, la temeridad, la fuerza, el honor, la competencia y el afán de poder) se hacen presentes; asimismo subraya la importancia de elaborar políticas públicas con dicha perspectiva (Rodríguez Luna, 2015).

La sexualidad/género en el crimen organizado

La relación entre los hombres como sujetos genéricos y sus perfiles de morbilidad y mortalidad ha abierto una puerta teórica importante; sin embargo, los estudios de género y crimen son escasos, más aún los que se relacionan con su modalidad organizada. En este sentido, podemos identificar un trabajo de Michael Levi (1994), el cual aborda la masculinidad y el crimen de cuello blanco, mismo que se incluyó en el memorable libro Just Boys doing business? Men, Masculinities and Crime, editado por Tim Newburn y Elizabeth A. Stanko (1994).

El vínculo masculinidad y crímenes de cuello blanco tiene particularidades de clase, según lo destaca Levi (1994). De acuerdo con él, asuntos como la codicia, la ambición, la actitud competitiva, la búsqueda de un estatus, así como la compulsión a la apuesta y al riesgo, forman parte de una configuración de género, masculina, fuertemente implicada en la comisión de fraude, peculado, falsificación, tráfico de influencias y otros ilícitos que se consideran crímenes de cuello blanco (Levi, 1994). Aunque omite referir el tema de manera explícita, Levi (1994) deja entrever que en los años recientes lo que se ha institucionalizado y popularizado vía los mass media, ya liberados de los resabios del capitalismo puritano de antaño, es una masculinidad codiciosa.

Por supuesto, no todos los hombres codiciosos se vuelven criminales, ya que otros factores coadyuvan para su inmersión en esas actividades ilícitas. El más importante de los elementos que Levi (1994) analizó fue la percepción de que al grupo de referencia (en especial, los integrantes de la familia), le ocasionaría mucha vergüenza enterarse de que un pariente llevó a cabo ese tipo de crímenes, bajo la idea de que con respecto a estas actividades “no hay excusa que valga”.

Dentro de ese mismo libro, Just Men Doing Business? Men, Masculinities and Crime, queremos destacar algunas investigaciones que abordan la interseccionalidad de la raza/etnicidad, la edad y la clase, en configuraciones de masculinidad y sus nexos con la criminalidad (Messerschmidt, 1994; Taylor y Merighi, 1994).

En México, tres autores se han valido de la perspectiva de género de los hombres y las masculinidades para estudiar la participación de los hombres en el crimen organizado. Salvador Cruz Sierra (2015), quien estudió a jóvenes pandilleros de Ciudad Juárez; Alfredo Nateras (2015), que ha investigado sobre “las maras” en Centroamérica y Ernesto Hernández Sánchez (2015) quien indagó sobre los hombres jóvenes que se desempeñan como “halcones”. Es importante mencionar que esos textos se han enfocado en el estudio de las dinámicas emocionales de individuos jóvenes.

Acerca del tema del narcotráfico y sus vínculos tácitos o explícitos con la masculinidad, nos parece relevante comentar los trabajos de cuatro autores. Estas investigaciones, aunque diferentes entre sí, permiten dibujar la tesis de este artículo en el contexto académico expuesto; es decir, que el narcotráfico y la narcocultura que lo acompaña deben entenderse como un dispositivo de poder sexo-genérico.

Para comenzar nos remitimos al estudio sobre narcocultura ya mencionado, de Jorge Alán Sánchez Godoy (2009). Si bien, el artículo no se apoya en una perspectiva de género, con facilidad puede ser leído en clave de género de los hombres y las masculinidades. Esa lectura es factible porque en las múltiples alusiones que Sánchez realiza sobre los valores del honor, la lealtad, la valentía o el poder, en su propósito de caracterizar a la narcocultura sinaloense, menciona su relación con valores provenientes de la cultura mediterránea. Valores y cultura que, de hecho, constituyen el fundamento de estudios clásicos de masculinidades dentro de la tradición socioantropológica (Bourdieu, 1998; Brandes, 1980; Herzfeld, 1985; Peristiany, 1969).

Otro trabajo es el de Sayak Valencia, Capitalismo gore (2010), en el que se plantea entender la violencia exacerbada de las ciudades fronterizas mexicanas, conforme a cuatro caracterizaciones: el narco-Estado, el hiperconsumo, el tráfico de drogas, y la necropolítica. Se trata de un planteamiento necesario en la medida en que ubica la importancia de tomar en cuenta el contexto más reciente y las estructuras políticas, económicas y culturales para entender la violencia y la crueldad actuales. Para esa autora, la violencia es al mismo tiempo una herramienta de mercado eficaz, un medio de sobrevivencia y un mecanismo de autoafirmación masculina.

Más allá del tono generalizador relacionado con el “capitalismo” o “el neoliberalismo” (la violencia extrema de los seres humanos ha visto, nos parece, terribles episodios en otras fases del capitalismo y bajo otros modos de producción) o del narco-Estado o del hiperconsumo, Valencia (2010) atina a resaltar el papel de las ideologías masculinas en la construcción de ese sujeto capaz de llevar a cabo semejantes actos. No obstante, es un papel que no se explicita con el detalle debido y que, en la explicación general, pareciera subsumirse bajo una argumentación economicista en la cual los hombres son violentos porque la pobreza no les permite reproducir su papel de proveedores.

Con el fin de matizar las ideas de Valencia (2010) deviene oportuno el texto de Sánchez (2009). Este último nos recuerda la historicidad tanto del narcotráfico, como de las formas de ser hombre, de amplia raigambre cultural y social en la región que él estudió: Badiraguato, Sinaloa (Sánchez, 2009); de ahí que sean irreductibles sólo al “neoliberalismo” o a la “postcolonialidad”.

Una investigación más que queremos traer a colación, es la tesis de maestría de Antonio Barragán (2015), quien desde una perspectiva sociocultural estudió a jóvenes sicarios recluidos en centros de internamiento para adolescentes de Sonora. Aunque ese documento no es un estudio de género, permite descubrir que buena parte de las razones para el ingreso de los jóvenes al crimen organizado tiene muy poco que ver (al menos en el caso de los sujetos estudiados por ese autor) con los lugares comunes de motivaciones económicas, marginalidad o pobreza. Por el contrario, las razones de la participación de estos individuos parece guardar una mayor correspondencia con aspiraciones identitarias y de construcción de redes de sociabilidad; en especial, con anhelos de masculinidad presentes en la cultura de género de su entorno: tener una personalidad poderosa, portar armas o “ser chingón” (Barragán, 2015).

Por último, deseamos mencionar los trabajos de Héctor Domínguez Ruvalcaba sobre la criminalidad en México, en virtud de su pertinencia para nuestro planteamiento central, ya que en uno de ellos postula la existencia de una dimensión sexo-genérica en esa violencia criminal (Domínguez, 2015a). En particular, ese autor subraya el peso de ciertas configuraciones de la masculinidad para la comprensión del feminicidio y la narcocultura, mediante el análisis de tres productos culturales: película, animación y documental11 (Domínguez, 2015b).

Homosexualidad, homofobia y crimen: lo que nos revelan sobre el papel de la masculinidad en el crimen organizado

En el marco de deslindes conceptuales y de revisión bibliográfica preliminar, hemos de mencionar que en lo general los textos mexicanos y argentinos que consultamos en criminología clásica suelen ser heterosexistas, androcéntricos, misóginos y homofóbicos.12 En la actualidad, los estudios de género de los hombres y las masculinidades, al igual que los estudios sobre homofobia13 han planteado amplios retos a las ciencias criminológicas y jurídico-penales. Uno de los desafíos más visualizados y abordados, aunque de manera todavía insuficiente, es la búsqueda de explicaciones más complejas de los crímenes contra sujetos disidentes en su sexualidad y género, es decir, los homicidios homofóbicos y transfóbicos, también denominados crímenes de odio o de prejuicio.

Las investigaciones en masculinidad y crimen homofóbico y transfóbico realizadas principalmente en Estados Unidos (Kelley y Gruenewald, 2015; Tomsen, 2002), se han dirigido a comprobar lo que hemos enfatizado desde la teoría de las masculinidades y también a partir de las experiencias personales, que la homofobia es un componente vertebrador en la construcción de la subjetividad, las identidades, las ideologías y las prácticas masculinas dominantes en nuestras sociedades patriarcales o de dominación masculina (Connell, 2003; Kauffman, 1989; Kimmel, 1994; Kimmel y Messner, 1995). Lo mismo sucede con las realizadas en México (Cruz, 2002; Lozano y Rocha, 2011; Núñez 2007, 2011).

Sin embargo, lo anterior no es el único reto planteado a la criminología y al derecho por los estudios de género de los hombres y las masculinidades, así como por los estudios LGBTTI.14 A las disciplinas criminológicas y jurídicas también se les ha exigido colaborar en la construcción de explicaciones sobre los fenómenos delictivos perpetrados por sujetos disidentes sexuales y de género, por medio de ópticas que no sean únicamente normativas o de patología intrínseca, y que en todo caso, incorporen perspectivas socioculturales.

Estos vacíos en la investigación quizá sean la consecuencia de los puntos ciegos que producen las ideologías sexo-genéricas dominantes que “naturalizan” la heterosexualidad y que no la entienden como un deseo, una identidad y un estilo de vida construido con relación a la masculinidad y bajo parámetros patriarcales. La masculinidad se omite como un componente analítico del sujeto, la práctica y la organización criminal. En última instancia, no se atisba a imaginar que hombres con deseos homosexuales sean capaces de participar o de dirigir una organización de este tipo, ya que asumen que estas tareas exigen un despliegue “natural” y “excesivo” de “hombría”, supuestamente sólo presente en varones con deseos heterosexuales.15

De hecho, las ideologías binarias16 que organizan la orientación sexual en identidades heterosexuales y homosexuales excluyentes, tampoco distinguen entre género y deseo, con lo que se invisibilizan las experiencias homoeróticas de los sujetos (que por otra parte pueden tener un performance de masculinidad de acuerdo a parámetros dominantes, incluso emblemático). Conviene advertir que no se trata de identificar a los criminales mediante su precisa o imprecisa identidad o deseo, sino ante todo de entender la relevancia que este deseo (en otras palabras, esta identidad sexo-genérica) tiene o no en la comisión misma del crimen o en la lógica existencial del crimen organizado, como se ha mostrado que la poseen la etnicidad o la clase social.

Por ahora, en ausencia de estudios especializados que aborden estas cuestiones, la literatura y el cine han ocupado esos vacíos.

El planteo teórico queer, la masculinidad y el crimen organizado: el narcotráfico como dispositivo de poder sexo-genérico

El planteo teórico queer derivado de la tradición de estudios feministas y LGBTTI, se apoya en evidencias científicas para cuestionar el sistema de homologías del patriarcado, con sus correspondientes binarismos sexuales, de género y de orientación sexual; sus ideologías androcéntricas y heterosexistas (sustentadas en ideologías reproductivistas o de complementariedad psicológica y social); y sus dinámicas homofóbicas y misóginas (Butler, 1990; Foster, 1995; Jagose, 1996; Núñez, 2008, 2011).

Una de las consecuencias de este sistema de homologías es el integrismo de identidad sexo-genérica (Núñez, 2011; Wilchins, 2004). La idea de que del cuerpo macho deriva naturalmente o tiene que derivar naturalmente la masculinidad y la heterosexualidad, como sus rasgos fundamentales; lo mismo sucede con relación al cuerpo hembra, la feminidad y la heterosexualidad. Así, la homofobia y la misoginia se entienden como ideologías y prácticas que construyen cuerpos, subjetividades, identidades sexuales y de género, que también organizan relaciones interpersonales, de pareja o familiares. Las consecuencias más claras son la invisibilidad, la descalificación, la infravaloración, la subordinación, la violencia, la discriminación y la persecución de personas con cuerpos, experiencias, identidades (sexuales, de género o de orientación sexual) y relaciones (eróticas y/o afectivas) que no se circunscriben al referido sistema de homologías.

Ahora bien, cuando afirmamos que las ideologías dominantes del sistema sexo-género (o patriarcal, para ser breves) organizan subjetividades, identidades, relaciones, instituciones y prácticas, no significa que únicamente ordenen las de los sujetos identificados como disidentes en su sexualidad y género, sino que abarcan las de todos y todas, incluso las de quienes se definen desde las categorías de identidad socio- genéricas dominantes, consideradas, normales, naturales o sanas: “hombre” o “muy hombre”, “masculino”, “heterosexual”, “mujer”, “femenina”, “heterosexual” u otras de raigambre más popular: “muy macho”, “hombre de verdad”, “mujer” u “hombre hecho y derecho”, entre otras.

Conforme a la perspectiva queer la identidad sexo-genérica es siempre precaria. Un proceso inacabado de encarnar, desplegar, hacer creer y creerse que se posee de una vez y para siempre, eso que las ideologías dominantes establecen en la sociedad y dentro del sujeto como una exigencia ontológica fundamental: ser hombre, un hombre de verdad, “un hombre cabrón”, un “hombre hombre, no chingaderas” (Núñez, 2004; Hernández, 2015). La multiplicidad de términos para aludir a esa hombría sin manchas, sin ambigüedades, no representa otra cosa que la expresión de una ansiedad que la recorre desde su origen (Núñez, 2007). La teoría queer postula que la obtención de semejante estándar es imposible, pues la masculinidad y la hombría son relacionales y reactivas a la femineidad, 17no tienen esencia, sino historia, una historia de convenciones de sentido heredadas. Su condición de existencia es el mundo de la significación y esos procesos de significación están lejos de ser estables o coherentes, más bien son incoherentes y contradictorios.18

Al mismo tiempo, en todas las sociedades siempre hay más de una propuesta de ser hombre y es posible más de una lectura. Las subjetividades que se construyen bajo esta exigencia sociocultural e histórica siempre serán heterogéneas, precarias, inestables, contradictorias. Si no se aprende a lidiar con ese hecho, se vive, por lo tanto, en un proceso ansioso constante, en un estado de liminalidad permanente. En efecto, no hay (ni puede haberlo) un ritual de paso que garantice la hombría que se aprendió a desear desde la más tierna infancia, muy probablemente para ser amado y no ser considerado débil (Núñez, 2016).

El narcotráfico como una de las modalidades del crimen organizado y su narcocultura, involucra individuos, subjetividades, prácticas, relaciones, valores, concepciones, actitudes, rituales y rutinas, objetos, significados, así como una vasta producción cultural. Pero, ¿de qué envergadura es la relación de la organización criminal del narcotráfico, con todos los componentes que la conforman, y la reproducción del sistema sexo-género? La respuesta que ofrecemos es que resulta total, estructurante, fundamental, y que de ninguna manera se trata de una relación superficial, circunstancial o anecdótica.

Es nuestra consideración que existen evidencias empíricas para plantear que el tráfico de drogas es un dispositivo de poder complejo que hace género, masculinidad, femineidad y heterosexualidad. En otras palabras, el narcotráfico es un dispositivo integrado en una economía política de producción de sujetos hetero/patriarcales, tanto hetero/masculino/patriarcales, como hetero/femenino/patriarcales.

Al decir que el crimen organizado, especialmente el narcotráfico (estructura de la que se dispone de una mayor cantidad información), es un dispositivo de sexo-género complejo, significa que este mecanismo produce sujetos, identidades, relaciones, prácticas sexo- genéricas consustanciales. Lo que quiere decir que se hallan imbricadas en las mismas relaciones de poder que caracterizan a la organización delincuencial.

No obstante, podemos matizar la anterior proposición si se le analiza a la luz de la perspectiva de los sujetos; por ejemplo, si consideramos su edad o el ciclo de vida en que se encuentran, sus regiones y poblados, 19etcétera. Para los y las jóvenes que todavía no acumulan las marcas deseadas de la hombría o de la femineidad, el efecto productivo puede ser mayor que el de sujetos adultos maduros. No hay que olvidar, sin embargo, que en estos últimos ese dispositivo sigue operando en la forma de complejas tecnologías de poder, reguladoras de la actualización cotidiana de sus identidades de género. Más allá de esto, la proposición es que el grupo criminal se vertebra por medio de la producción y la actualización de subjetividades, identidades y relaciones hetero/patriarcales. Esta dimensión sexo-genérica es un elemento fundamental para su existencia y operación como dispositivo de poder y violencia.

Si bien este planteamiento puede sorprender y parecer exagerado, nos remitimos a los resultados de investigación de Barragán (2015) con jóvenes sicarios, para señalar que los entrevistados le aseguraron una y otra vez que el factor económico no era “realmente” la razón para ingresar al crimen organizado; en su lugar, mencionaron “el gusto” por las armas, las imágenes de narcos, la fascinación por los corridos de narcotraficantes, la experiencia de camaradería en el uso de drogas, las aspiraciones de parecerse a sus padres, tíos o conocidos inmersos en esas actividades y, paradójicamente, en los cuerpos armados.

En términos de Joan Scott (1996), el género como estructurante de las relaciones de poder, como significado maestro constitutivo y constituyente del poder mismo, halla su expresión elocuente en el crimen organizado; en particular, dentro del tráfico de drogas. Como lo menciona Sánchez (2009), el narcotráfico construye una narcocultura; nosotros agregamos: una narcocultura que se articula alrededor de la oferta de proyectos ideológicos de una identidad20 sexo-genérica poderosa, por tratarse de una masculinidad edificada con imágenes de riqueza, armas, conexiones, reconocimiento, autoridad sobre otros, placeres y (hetero)erotismo en abundancia. Una narcocultura en la que, como bien lo indica Sánchez (2009), además de los directamente involucrados en el crimen organizado, participan muchos otros hombres cautivados por el imaginario que proyecta. Ese imaginario sirve para interpelar y producir sujetos para el narcotráfico y mantenerlos en él.

En este sentido, sugerimos que se trata de un dispositivo de poder material y discursivo al mismo tiempo, lo que no implica que sus operaciones concretas sobre los cuerpos, las subjetividades, las identidades, las relaciones y las prácticas se encuentren exentas de ambigüedades y contradicciones ideológicas o que su interpelación de los sujetos sea absoluta y total. Asimismo, supone la instauración sobre los sujetos de un régimen discursivo y de operaciones materiales que contribuyen de manera decisiva a su subjetivación y a su sujeción a dicho régimen de poder.21 El crimen organizado, en específico el que se vincula con el tráfico de drogas, es un dispositivo de poder sexo-genérico que interpela a los sujetos en cuanto que proyectos ideológicos de identidad sexo-genérica y los construye como sujetos idóneos para sus actividades.

Este dispositivo se presenta como un régimen ideológico desde los espacios de socialización. Igualmente, se relaciona con otros dispositivos ideológicos de sexo-género como la familia, los medios de comunicación y las instituciones del Estado. Se ofrece a modo de un régimen de verdad, de autenticidad sexo-genérica, de plenitud; en fin, de superación de una vez y para siempre del estado de liminalidad, de precariedad y de inestabilidad que en sí mismas entrañan las promesas de identidad de género, principalmente las de heteromasculinidad del régimen patriarcal.

Conviene detenernos para examinar en forma breve la llamada “cultura del crimen organizado” y las ideologías de género que la estructuran e interactúan con sujetos en quienes la sociedad ya ha depositado una desiderata o illusio (Bourdieu, 1998) masculina; es decir, un anhelo de construcción de un modelo de hombría, de identidad sexo-genérica, con las promesas que éste conlleva y las amenazas que trae consigo no lograrlo. La posibilidad de reclutamiento, léase, de reproducción de la estructura de la organización criminal, puede comprenderse mejor a través de esas culturas de género que constituyen el caldo de cultivo para la producción de sujetos anhelantes de hombría, angustiados por su precariedad sexo-genérica, dispuestos a aprender y ansiosos por pasar la prueba de la hombría “verdadera”.

En la actualidad, el narcotráfico como dispositivo sexo-genérico encuentra un brazo ideológico fundamental en la música y los videoclips,22 donde participan importantes compañías disqueras, empresas televisivas de señal abierta y de visión por cable, dueñas de canales como Video Rola o Bandamax, así como distintos empresarios del mundo del espectáculo. No se trata de asegurar un vínculo material o humano, sobre lo cual no tenemos evidencias (aunque Simonett [2004] ha revelado que a menudo el corrido narco se hace por encargo), sino uno de carácter ideológico. Los vasos comunicantes entre la modalidad del crimen organizado que consideramos mejor documentada en este país, esto es: el narcotráfico y la producción cultural son más que evidentes, así como lo es su papel de engranaje fundamental en la producción de sujetos sexo-genéricos, deseantes del narcotráfico y para el narcotráfico. Lo que no se menciona (por estar naturalizado), es que tal dispositivo de producción de sujetos que engrosen las filas de las organizaciones criminales tiene un carácter sexo-genérico y es ahí donde radica la garantía de su éxito.23

Algunos elementos de la cultura del narcotráfico que se nutren y nutren a la sociedad en su conjunto, enfatizan esta dimensión ideológica de género y su promesa identitaria. Entre estos elementos pueden mencionarse la vestimenta, el lenguaje, las poses, las performatividades, los objetos que nos hablan de poder y valentía, las frases que se multiplican en demostraciones de fuerza, valentía, temeridad y nihilismo: “no le saco, no le tengo miedo a nada, arremango, hombres cabrones, no somos culones, no somos jotos, echados para adelante, de una pieza, hombres no chamacos, hombres no putos ni viejas, entrones”, y otras alusiones. Un lenguaje verbal y no verbal, discursivo y material, es decir, una semiótica del poder masculino que se ofrece como estable, coherente y libre de fisuras, un yo construido desde parámetros dominantes de la masculinidad y que por lo tanto acude a los recursos de la homofobia y la misoginia.24

El carácter marcadamente androcéntrico de este dispositivo no significa que las mujeres están ausentes. Ellas son un elemento fundamental, aunque secundario, en el horizonte de la propuesta ideológica de ese dispositivo sexo-genérico. Así, las mujeres se convierten en testigos fundamentales para la construcción de los sujetos masculinos/heterosexuales (Ovalle y Giacomello, 2006). Ese dispositivo también las produce a ellas, pero no como sujetos (Turati, 2011, citado en Jiménez, 2014, p. 109), sino como aquellos objetos necesarios donde contrastar la masculinidad que exige el narcotráfico a sus integrantes varones.

Por tanto, ellas han de ser y aparecer siempre hiperfemeninas en su cuerpo: senos desbordantes, cinturas agobiantes, uñas largas, maquillaje en abundancia, cabellos largos, caderas acentuadas, zapatillas que levanten el trasero y amolden el paso, labios carnosos.25 Las mujeres del narco se presentan como seductoras, siempre deseantes de esos hombres, a su espera y disponibles para ello, por eso no aparecen de una en una, sino en grupo, anónimas; se les reduce a la calidad de objetos sexuales intercambiables, y en último término, desechables (Ovalle y Giacomello, 2006, p. 305). En ese mundo, tal como lo expone Mondaca, las mujeres no son más, son “trofeos” para presumir y descartar con posterioridad (Mondaca, 2015, p. 2444, p. 2452).

Lo importante es que las mujeres desempeñen el papel de acompañantes indispensables para proveer de veracidad al proyecto identitario masculino y heterosexual, de acuerdo a los cánones patriarcales de los hombres. Las joyas (auténticas o falsas) que las construyen como buchonas,26 dan el toque de glamour a una estética atravesada por el hiperconsumo y el descarte. La subjetividad de ellas también es producción del dispositivo del narco, desde la familia,27 los concursos de belleza en las escuelas, la televisión y las notas sociales en revistas y periódicos; en suma, esas subjetividades son producidas en y por la cultura del narco.

Un elemento adicional que no debemos de perder de vista en este dispositivo es su ofrecimiento de homosociabilidad. La oferta de un male bonding, como se dice en inglés, de un vínculo masculino, que es un nexo entre hombres, con valores de unión, de secrecía, de lealtad y de disciplina, que promete contención y cercanía emocional con otros hombres, claro está, “como hombres”, y sin poner en riesgo la “hombría” misma. Así, el dispositivo comprende una oferta de homosocialidad heteropatriarcal, las más de las veces intensa o bien exacerbada por una exposición conjunta al riesgo y a la posibilidad de la muerte, que al mismo tiempo la sociedad en su conjunto cada vez más escamotea o descalifica con el fantasma de la homosexualidad (que no obstante se hace presente).

En el marco del dispositivo heteromasculino del tráfico de drogas este vínculo se presenta como posible, pero sin resultar amenazante. La filiación al dispositivo, a su estructura y su ideología -al grupo-, en sí mismo garantiza esas y otras cercanías de cuerpos y almas que genéricamente llamamos intimidad, una intimidad que a menudo es necesario desarrollar entre sujetos que van a privar de la vida a otras personas. Barragán (2015) invoca la lealtad como el valor que más cultivan y valga la redundancia, más valoran los sicarios, pero es, al mismo tiempo, quizás el que más ambigüedades introduce.

De vuelta a lo que se sabe acerca de los jóvenes sicarios,28 destacamos algunos elementos:

  • a) Su socialización en familias incapaces de engendrar mecanismos de control interno o autocontrol, jóvenes acicateados por ideologías de género dominantes desde la infancia por la familia y grupo de pares (“pareces vieja, cómo eres culón”, etc.), así como por burlas y ridiculizaciones cuando muestran sentimientos de empatía, ternura o solidaridad, y que son expuestos constantemente a diversos estímulos para que se identifiquen con la hombría que se espera por virtud de sus cuerpos machos. Una cultura que ostenta una poética de la hombría en sus formas de convivencia, de trato y de proximidad, diríamos para usar el término de Herzfeld (1985). Además, un contexto de cercanía y tolerancia de las armas, en el que circulan de forma cotidiana imágenes y anécdotas relacionadas con los instrumentos bélicos, el tráfico de narcóticos y los crímenes. El entorno inmediato y distintos productos culturales, como los narcocorridos,29 videoclips o juegos de videos desempeñan un papel importante.

  • b) El contexto involucra al mismo tiempo un proceso previo de desinstitucionalización en la adolescencia: no están en la escuela o están a medias, no están en el trabajo, porque no hay o no tienen la edad; no están en la familia porque en términos reales no está presente, aunque exista. A la par, hay un grupo de referencia: la pandilla, que se encarga de su socialización en las primeras experiencias personales y colectivas de probarse “como hombrecito”. Esto se logra mediante la toma de riesgos, pleitos, o robos de menor cuantía, el uso de armas: hay que pelearse, contar la anécdota, exhibir arrojo, temeridad, valentía, disposición a arriesgar la vida, desconsideración por el otro, falta de empatía... Estos grupos de referencia no inventan las ideologías de la masculinidad, únicamente ponen en práctica lo que aprendieron que se espera de ellos, quienes como lo plantea Bourdieu a través del concepto de illusio masculina (1998), parecen tener una urgencia por mostrar que se es “cabrón” y que ya se tienen los signos sociales del poder masculino.

  • c) Reclutamiento y ritual de paso. Con ese contexto previo, el entorno ofrece las posibilidades de conocer a alguien que invita a participar en “algo pesado”. Los sicarios adolescentes estudiados por Barragán (2015) le contaron el recibimiento que les dio el jefe o el capo, cómo aprendieron a verlo “como un Dios” (desde luego, los videoclips y los corridos ya habían entrenado esa “mirada”), cómo éste les hizo ver que su vida dependía de él y que las reglas eran simples: “te mato, te matan o te agarran.” Un sistema de dependencia y de filiación que ofrecía los bienes simbólicos que ellos buscan y anhelan: les dan un entrenamiento, el capo los felicita, les provee sus uniformes, les permite escoger sus armas; por si fuera poco, cariñosamente, como un padre, les regala una escuadra y les dice: “bienvenido, ya eres uno de nosotros”..., además “les regala una vieja”, les da dinero y les enseña a consumirlo en drogas, alcohol y mujeres.

Hay que mencionar que los sicarios entrevistados por Barragán (2015) estuvieron al principio muy emocionados, ya que tenían un punto de referencia, pertenecían a algo “chingón”, eran por lo tanto “chingones”, pues estaban realizando sus sueños infantiles de portar armas, los uniformes. En otras palabras, estos jóvenes detentaban aquellos símbolos de la hombría presentes en los corridos que escuchaban... El arrepentimiento primero llegó con la primera balacera, luego se incrementó con la siguiente. El consumo constante de drogas cada vez de más impacto los ayudó a lidiar con la angustia, aunque también les ocasionó paranoias. Después, el juego se volvió algo concreto: un entrenamiento para desarrollar la capacidad de sobreponerse al impacto emocional de fracturar cabezas y luego tener que cortarlas. Algunos comentaron que la primera vez vomitaron, pero que no lloraron... “porque qué iban a decir de mí, qué culonada es esa”, pero sus compañeros de mayor edad, fueron pacientes: “mira, ya casi le corté la cabeza, tú nomás termínalo para que vayas perdiéndole el miedo a esto”.

Un documento que consigna estas experiencias es la canción de Calibre 50, “El niño sicario 2012”. Aunque la melodía ofrece una visión de héroe trágico, a veces apologética (recordemos que el nihilismo y la heroicidad son valores centrales de la narcocultura, tal como lo expresa Sánchez Godoy [2009]), permite entender situaciones, procesos, valores, actitudes y percepciones que construyen desde las ideologías de género siempre naturalizadas, la experiencia de ser sicario,30 ideologías presentes en la familia de origen y permean en la sociedad toda.

La homofobia y la misoginia son componentes ideológicos imprescindibles del dispositivo sexo-genérico que es esta modalidad de crimen organizado denominada narcotráfico. Estas ideologías están presentes en toda la sociedad: el Estado, la Iglesia, la familia y las fuerzas armadas que combaten a los grupos criminales.

El tema musical “El buen ejemplo” de Edén Muñoz, integrante del grupo Calibre 50, disponible en formato de videoclip, y las sucesivas parodias de ese material, ilustran con claridad el vínculo estrecho entre la narcocultura y las ideologías supremacistas masculinas, al igual que la homofobia que las sustentan. El texto visual y sonoro de “El buen ejemplo” narra la epifanía de un padre luego de que su pequeño hijo le contesta que para su cumpleaños desea un cuerno de chivo, una lanza granadas, un chaleco antibalas, pues le gusta “el estilo” de su padre, y no lo que él suponía: un video juego. El protagonista/voz lírica, en voz del cantautor Muñoz, relata su arrepentimiento por haber dado un mal ejemplo a su hijo y reflexiona acerca del futuro que le espera con “esa mente suicida” y decide entonces abandonar el mundo del narco.31

La historia textualiza un conflicto alrededor de ideologemas de género en la voz lírica/protagonista del mencionado video; por un lado, está la masculinidad del hombre que ha logrado ascender en las jerarquías de la narcocultura y ostenta los símbolos fundamentales del poder y masculinidad esperados en ese contexto (autoridad, armas, una casa lujosa, automóviles del año, bebe Buchanan, una mujer guapa); por otro lado, puede localizarse una masculinidad responsable que asume una paternidad protectora y comprometida como su contenido fundamental. El drama de la historia se decanta por esta última elección de carácter ético, aun a costa del bienestar económico o del propio sufrimiento.

La composición musical de Muñoz dramatiza aquellas elecciones éticas y estéticas de los hombres en distintos contextos de la narcocultura mexicana, entre la fascinación que despierta la posibilidad de construir una hombría poderosa (con capital económico, social y simbólico), una opción reservada apenas a unos cuantos, y la expectativa de construir una hombría basada en el cumplimiento del rol como buen padre, padre responsable, padre protector del hijo, cuidador de la salud mental y física del hijo. En este sentido, el corazón del drama es el género, no es el dinero, lo que ratifica con mucho los hallazgos en las investigaciones de Barragán (2013, 2015).

Las respuestas a este video son otra muestra de que el género es el centro del debate en esta tecnología de poder llamada narcotráfico. Un grupo que se hace nombrar “El gran proyecto” parodió este tema musical y su video, al cual se puede acceder a través del sitio de internet Youtube.32 Esta producción se encuentra en la mencionada plataforma bajo distintos nombres, tales como: “El buen ejemplo gay”, “El mal ejemplo”, “El bueno ejemplo, parodia”. En esta versión, se trata de un niño adoptado, el bebé desde pequeño es afeminado y cuando el padre, de oficio carpintero y de escasos recursos, le pregunta al hijo qué desea para su cumpleaños, éste responde: “una Barbie peinarla, también blusas escotadas, minifalda, zapatillas y un gran espejo para modelar”. El padre le contesta: “Qué son esas cosas mi niño, saca el hombre que traes dentro”. También agrega: “Qué son esas puñaladas, qué clase de burla pudiera escuchar, tal vez su tío el peluquero le dio esos ejemplos me puse a pensar. Qué le espera de su vida, con esa mente torcida, lo compongo derechito que arroz con popote nadie le va a dar.... Hay que comprar más cerveza, desde ahorita empiece a pistear, prefiero que venda elotes a que le guste un cristiano, ya no más puñeta en mano, con su noviecita lo quiero mirar”.

Tanto el video como la canción están construidos con base en referencias constantes, de manera burlona y satírica, a la transgresión del padre y del hijo de los ideales de la masculinidad en el narcomundo. El padre está lejos de poseer los símbolos del poder del narcotráfico; es un pobre carpintero sin esposa, que vive en una casa de madera, incluso su paternidad no es “normal” o legítima: el niño fue abandonado en la puerta de su casa, “es adoptado”. El niño, por su parte, tiene deseos homoeróticos y transgénero. A diferencia de la versión original, en la parodia el dilema que se plantea es si el padre cumple los deseos no heteronomativos del hijo y con ellos se humilla más en su condición masculina, o si por el contrario pone en marcha una estrategia de pedagogía masculina y heteronormativa. Curiosamente, hacer “pistear” a su hijo, esto es, tomar alcohol, es el centro de esa propuesta de normalización de género.

La parodia dialoga claramente con el texto original, es una ridiculización del dilema ideológico formulado en la versión original y de la solución ofrecida, pero en la parodia se comunica otro mensaje: la renuncia a educar al hijo/al niño en el mundo del narcotráfico con su oferta de hombría, es una renuncia peligrosa que traerá consigo niños afeminados, niños homosexuales, niños transgénero, y que también conlleva padres estigmatizados por la homosexualidad de sus hijos. Adicionalmente, se comunica el mensaje de que fuera de la cultura del narco y sus símbolos de supremacía masculina, los hombres no son plenamente viriles, ni en su paternidad, ni en su situación económica, ni siquiera en la posibilidad de proyectarse a través de hijos viriles.

El análisis de este tipo de videos nos ayuda a recuperar el planteamiento teórico: el narcotráfico es una tecnología de poder que hace sexo-género. En efecto, es un negocio que produce ganancias multimillonarias, pero en cuyo corazón ideológico reposa una propuesta organizativa de las identidades/subjetividades de sexo-género de los hombres (y de las mujeres, aunque la situación de éstas siempre sea secundaria y subordinada, en un esquema androcéntrico y heterosexista). El narcotráfico posee un brazo ideológico de género y sexualidad que se extiende hacia la industria cultural; esta última comprende la música y los videos musicales, los conciertos y los palenques, las empresas de grabación y disqueras, y las empresas productoras. Mediante ese brazo ideológico, el tráfico de drogas como tecnología de poder coadyuva en la construcción de sujetos, desde su interioridad, con la finalidad de que sean útiles a su lógica económica y de intereses, para luego reclutarlos.

Los nexos ideológicos entre narcotráfico y la industria cultural no solamente ocurren en torno a las representaciones y de la producción de identidades, también se suscitan en el orden del financiamiento, o ¿de qué otra forma podría explicarse que un cantante debutante y apenas conocido tenga la posibilidad de grabar canciones (en las que por lo general elogia a algún capo) y en cuyos videoclips se utilizan residencias de lujo, yates, jets, automóviles deportivos y otros elementos similares? Lo anterior quedó al descubierto hace poco tiempo en un videoclip del intérprete Gerardo Ortiz, en el cual se efectuaba un despliegue enorme de recursos económicos que las autoridades suponen fueron facilitados por grupos del crimen organizado.33 Por cierto, la mencionada producción musical suscitó un inmenso rechazo por parte de activistas feministas y de otros movimientos en defensa de los derechos de las mujeres, debido a su contenido de imágenes de violencia feminicida.34

Conclusiones

Quisimos iniciar este artículo con la distinción de los términos crimen y delincuencia organizada, por lo que desde la perspectiva sociocultural propusimos retomar en este análisis el primer concepto que enfatizaba en el carácter (anti)social de esas actividades y no así la acepción legal implícita en las palabras delincuencia organizada. De acuerdo a lo anterior, exploramos algunas de las maneras en que se han estudiado las actividades criminales; en particular, nos interesó conocer su relación con el narcotráfico, los hombres, las masculinidades y la sexualidad.

Este dispositivo de poder sexual y de género que es el “crimen organizado” y su narcocultura, nos permitieron demostrar (a diferencia de las interpretaciones elaboradas por otros autores y autoras) que la participación de los varones no obedece en exclusiva a motivaciones de carácter económico o social. Por supuesto, reconocemos el papel del dispositivo en la reproducción del capital económico y social dentro del narcotráfico; sin embargo, también advertimos la centralidad de sus ofertas de construcción de hombría para quienes integran o aspiran a incorporarse a esas actividades, lo que explicamos en términos de la reproducción de su capital simbólico. La teoría queer nos llevó a cuestionar la estructura del crimen organizado, así como a exponer (por lo menos en parte) algunos de los rasgos homofóbicos y misóginos que permean el resto de las instituciones sociales, mismas que además se encargan de ordenar las relaciones, las prácticas y los significados al interior de los grupos criminales.

Nos focalizamos entonces en la variante mejor documentada del crimen organizado, es decir, el narcotráfico, bajo una mirada sociocultural para romper con lugares comunes sobre las motivaciones que atraen a miles de hombres que arriesgan su vida y la de sus familias, en su afán por pertenecer a dicha estructura. Quisimos ubicar, sobre todo, la influencia cultural que se ejerce desde las propias instituciones sociales y la inmersión de este dispositivo no sólo en la narcocultura, sino también en la cultura (en sentido amplio). Pretendimos ir más allá de visiones objetivistas que abordan al narcotráfico como cuestiones de anomia jurídica, psicopatologías o patologías sociales, y que olvidan que, ante todo, el narcotráfico promete a sus integrantes o aspirantes (mediante variados incentivos y alicientes) la expectativa de realizar un proyecto de identidad de género, al tiempo que permite a esos sujetos articular y conferir sentido a sus relaciones con los hombres y las mujeres, así como a sus prácticas sexo-genéricas.

De igual modo, quisimos apartarnos de estudios sociológicos que consideran la cultura un elemento accesorio o como un producto residual en las actividades delincuenciales. Conforme a la aproximación elegida, fue posible explorar la dimensión sociocultural del tráfico de drogas en la región sonorense o sinaloense (espacios que comparten proximidad geográfica, así como una relativa cercanía histórica y cultural, matizada, desde luego, por sus particularidades). No obstante, queda pendiente estudiar el influjo del crimen organizado en otros contextos del país, aquellas regiones donde su presencia es menor o prácticamente desconocida, pero en las que es posible consumir productos de la narcocultura como los que hemos analizado aquí.

Similar interés revestiría la exploración de las formas en que se construyen las subjetividades de mujeres que en tiempos recientes han asumido un papel más activo en tareas que hasta hace poco tiempo se entendían reservadas a los varones (por ejemplo: el sicariato). Así pues, resultaría interesante estudiar las ofertas disponibles para construir la feminidad en el narcomundo, al igual que entender las maneras en que se están resignificando los papeles de las mujeres en el interior de esa estructura. En su análisis sobre los narcocorridos, Ramírez (2010) explica que los más recientes textualizan los cambios en las generaciones emergentes de traficantes de drogas; estas nuevas canciones incluyen referencias de mujeres que se exhiben como practicantes de la narcocultura y que demuestran su arrojo y valentía al privar de la vida (sin el menor remordimiento) a sus enemigos y desmembrar sus cuerpos (de la misma forma en que se asume lo haría un hombre).

Todos los años el narcotráfico cobra las vidas de miles de sus integrantes; también afecta las de otros y otras, que a veces son llamados víctimas colaterales (personas que sin participar de forma directa en el tráfico de drogas resultan dañadas por estas actividades). Si reconocemos al narcotráfico como un espacio que oferta oportunidades de prestigio, de estatus y de construcción de masculinidad a los hombres (jóvenes en su mayoría), es que quizás entendamos las complejas relaciones que se entretejen entre sus participantes (voluntarios o involuntarios, conscientes o inconscientes) en la reproducción de este dispositivo.

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1Los autores son originarios de Sonora. Desde 1990, Guillermo Núñez Noriega ha realizado investigaciones socio-antropológicas, con métodos cualitativos (historias de vida, entrevistas en profundidad y observación participante) en áreas rurales y urbanas de Sonora y Sinaloa, en temas relacionados con hombres y masculinidades, sexualidad y VIH. También ha realizado estancias de investigación en Jalisco, Veracruz y Chiapas. En estas investigaciones ha entrado en contacto no sólo con la narcocultura (algo inevitable ya en México), sino también con personas que han crecido en contextos sociales habitados y dominados por el narcotráfico, que le han compartido su experiencia —en ciertos casos ha descubierto que esos conocidos en algún momento desempeñaron algunas funciones en el mismo.

2El término sexo-género se va articulando en el pensamiento feminista a través de una diversidad de autoras y autores. Aquí retomamos el planteo teórico de Judith Butler (1990). Por heteronormatividad entendemos un sistema sociocultural que postula a la heterosexualidad como norma, incluso como lo único natural, bueno, deseable, saludable, o acorde a un plan divino. El androcentrismo es la ideología y práctica de construir dos sexos y dos géneros de los cuerpos humanos, de jerarquizarlos y de considerar a los hombres y a lo masculino como superior a las mujeres y a lo femenino (véase Núñez, 2011).

3Sin embargo, la propia autora insiste en que un homicida múltiple o un homicida simple, pueden ser considerados al mismo tiempo como delincuentes y criminales, puesto que sus conductas son antisociales, peligrosas y violentas, a la vez que merecen castigo (Plata, 2010, p. 10).

4En el caso mexicano, Alvarado sostiene que la primera vez que el vocablo delincuencia organizada apareció en la legislación fue a partir de las reformas constitucionales de 1993 (2004, p. 426). La delincuencia organizada es un delito de competencia federal, y de acuerdo con el artículo 2 de la ley con el mismo nombre se considera como tal: “Cuando tres o más personas se organicen de hecho para realizar, en forma permanente o reiterada, conductas que por sí o unidas a otras, tienen como fin o resultado cometer alguno o algunos de los delitos siguientes...” Para conocer los ilícitos que engloba la delincuencia organizada, véase las fracciones I a la IX del referido precepto (Poder legislativo federal, 1996).

5Antes del concepto de crimen organizado, en el campo jurídico nacional se invocaba la noción de asociación delictuosa (Plata, 2010, p. 140).

6Plata también advierte que con frecuencia en los textos criminológicos de diferentes países (Estados Unidos de Norteamérica, Rusia, Italia, Inglaterra, Cuba y México), se alude en forma indistinta a las palabras crimen o delito, lo mismo acontece con los términos crimen organizado y delincuencia organizada (2010, pp. 5-6, p. 11).

7En este artículo se emplearán en forma alternativa los términos “narco”, “narcotráfico”, “tráfico de drogas”, “tráfico de sustancias prohibidas por la ley” o “tráfico de narcóticos”, los cuales consideramos sinónimos pertinentes en el contexto del documento. Para conocer los componentes de la definición jurídica de narcotráfico, se puede consultar entre otros ordenamientos: la Ley General de Salud (Poder legislativo federal, 1984), la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (Poder legislativo federal, 1996) y el Código Penal Federal (Poder legislativo federal, 1931).

8Para el caso del narcotráfico en México, esta invisibilidad de lo sociocultural puede estar detrás de una política de Estado que no tomó en cuenta estas dimensiones en la llamada “guerra contra el narco” (García, 2012).

9Cabe mencionar que desde nuestra apreciación, para Sánchez (2009) esta cultura más bien es accesoria y de ninguna manera la incluye en su conceptualización del narcotráfico, al que explica desde la historia regional y la oportunidad económica.

10Conforme a dicha triada, la identidad masculina convierte a los hombres en un riesgo para las mujeres, los niños y niñas, así como para otros hombres (Kauffman, 1989).

11Lo que de hecho también empieza a estudiarse mediante la novela (Vásquez, 2016).

12Conforme a nuestra apreciación en algunos de esos textos mexicanos y argentinos de esa materia (especialmente los más antiguos), con frecuencia se retomaron postulados de criminólogos italianos (Lombroso, Ferri, Garófalo, Carrara, Beccaria) que reprodujeron las características arriba enunciadas. Sin embargo, estas obras no ofrecen una mayor crítica o debate acerca de esos postulados clásicos, por lo que su apego a esa tradición se expresa de modo evidente. Esta situación se puede observar aun en textos más recientes, véase por ejemplo el tratado en criminología de Tieghi (1989), donde el tema de la diversidad sexual se menciona como “desviaciones sexuales”. Sin embargo, en otros países, la criminología está ya incluyendo una perspectiva de diversidad sexual (véase Tomsen, 2002).

13El tema de la homofobia y su definición es abordado en forma amplia por Borillo (2000). En lo que se refiere a México, véase Cruz (2002) y Lozano y Rocha (2011).

14Lésbico, gay, bisexuales, transexuales, transgéneros e intersexuales. Acerca de los nexos entre estos estudios y los estudios de los hombres y las masculinidades, con los estudios feministas y los estudios de género, véase Núñez (2016).

15De forma paradójica y desde no hace mucho tiempo, tal como se demostró en el libro Sexo entre varones. Poder y resistencia en el campo sexual (Núñez, 2015 [1994]), cuando un crimen lo realiza una persona que la policía o la prensa identifica y supone como “homosexual” (por lo regular a través de su gestual o su vestimenta), entonces la sexualidad del delincuente es inmediatamente denunciada. Así, en los informes policiacos o en los encabezados de las notas publicadas en diarios, se enuncian frases como: “atrapan a ladrón homosexual”, “homosexual quiso robar en una joyería del centro”, por mencionar algunos. En contraste, hasta ahora no se han localizado noticias o partes informativos de la policía donde se indique que un “asaltante heterosexual robó un auto”, que un “narcotraficante heterosexual intentó huir por la coladera del drenaje pluvial”, o que un “político heterosexual fue acusado de robarse el erario”.

16El planteo teórico feminista sobre las ideologías binarias que organizan la construcción moderna de los sexos, el género y la orientación sexual, es fundamental en esta argumentación y en esos planteos teóricos abrevamos. Véase Butler (1990) y Fuss (1992).

17El carácter relacional y reactivo de la masculinidad ha sido señalado por diferentes autoras y autores que escribieron desde la psicología o el psicoanálisis, aquí recordamos el texto memorable de Badinter (1993), aunque su planteo no es desde la teoría queer.

18Esta idea planteada originalmente por Butler (1990) para el estudio de “la mujer”, ha sido retomada por Núñez (2004) para aplicarla al estudio de los varones y las masculinidades.

19Algunos informantes que han vivido en comunidades pequeñas serranas de Sonora donde se produce marihuana, comentaron que esta cultura del narco es mínima entre la gente local, que es rarísimo ver a los hombres de pueblo que cultivan marihuana (algo que dicen ha disminuido por lo peligroso que resulta) con símbolos o actitudes ostentosas propias de la narcocultura: “a lo más una cadenita que se hayan comprado o que escuchen un corrido”, comentó uno de ellos. Agregan que es más común en “chavalos”, y más común entre los del nivel más bajo, sobre todo entre los “tiradores” (vendedores) de drogas en la ciudad. Ciertamente en Sinaloa y en otras regiones, muchos sujetos oscilan entre el deseo de ostentación y el de “no verse placosos”, es decir, evidenciarse.

20La idea de que la hombría debe de entenderse como proyecto ideológico de identidad proviene de Herzfeld (1985).

21Retomamos aquí los planteos teóricos de Michel Foucault (1980) quien entiende la relación de poder como un proceso de subjetivación, esto es, de construcción de la subjetividad y, a través de esa operación, de sujeción a un régimen de poder. Subjetivación y sujeción que se expresan en la noción de “sujeto”. Es en este sentido que decimos que el narcotráfico como dispositivo de poder sexo-genérico produce sujetos para el narco.

22Algunos estudios sobre música y videoclips y su relación con la narcocultura son los de Valenzuela (2002), Wald (2001), Simonett (2004), Mondaca (2015).

23Barragán pregunta a los jóvenes sicarios que entrevista sobre sus gustos musicales y éstos refieren a “los corridos pesados”, “los narcocorridos”, “el movimiento alterado”. Mencionan que “desde morritos” (diez y doce años, cuando algunos empezaron a trabajar para el narco) les gustaban grupos y artistas como Calibre 50, Gerardo Ortiz, Javier Rosas, Los Traviesos de la Sierra, Tito Torbellino, El Tigrillo Palma, El Komander, Alfredito Olivas (Barragán, 2015, pp. 125-126). También mencionan que se trata de música que escuchaban sus padres.

24La investigación psicológica de Lozano y Rocha (2011) encontró que rasgos de masculinidad guardan relaciones importantes con la homofobia, mientras que los rasgos de feminidad, guardan relaciones negativas con la homofobia, indicando que con más rasgos masculinos más homofobia y con más rasgos femeninos, menos homofobia.

25Jiménez refiere que el cuerpo de estas mujeres debe moldearse de acuerdo con el tipo de mujer que estos hombres desean, a la vez que se convierte en el prototipo del cuerpo ideal que las otras mujeres desearían poseer (2014, p. 110). Desde luego, esta intervención sobre el cuerpo no es sencilla y mucho menos gratuita; Jiménez, quien cita a Mata (2012), señala que implica el sometimiento a “pequeñas violencias” y diversos autoatentados corporales, en la forma de procedimientos quirúrgicos, implantes de silicona, dietas e intensas rutinas de ejercicio (2014, p. 110). Jiménez explica que algunas mujeres comentaron a Mata (2012) que requirieron de un promedio de 30 cirugías (2014, p. 110).

26Jiménez subraya que la presencia de las mujeres en el mundo del narco no es un fenómeno reciente, y que esta colaboración se ha documentado por lo menos desde principios del siglo XX (2014, p. 112). Por su parte, Mondaca nos recuerda que en tiempos recientes se ha registrado la existencia de mujeres dedicadas al sicariato (2015, p. 2444). Véase Jiménez (2014) para una clasificación de las subjetividades de las mujeres en el mundo del narco.

27En este aspecto hay que recordar la biografía que Sandra Ávila Beltrán, la reina del Pacífico, compartió en entrevista a Julio Scherer García, véase Scherer (2008).

28En este punto, nos remitimos principalmente a las tesis de Barragán (2015). Según Marcela Turati, en el contexto de la llamada guerra contra el crimen organizado aproximadamente 30,000 jóvenes han sido reclutados y empleados por el narco (citado por Jiménez 2014, p. 106).

29Según Jorge Sánchez Godoy (2009), en el caso de Sinaloa, el narcocorrido se clasifica en dos estilos: norteño y banda o tambora. A decir de ese autor, ambas versiones son comunes en dicho estado mexicano; pero aclara que los narcocorridos norteños son los que gozan de mayor popularidad (Sánchez, 2009, p. 80).

30Orbe Flores, Raúl Israel. 2012/03/06. Calibre 50, El Niño Sicario 2012 lo nuevo [Archivo de video], Recuperado el 3 de julio de 2016 de https://www.youtube.com/watch?v=bxQfoa1RMwg.

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33 Mosso, Roberto (2016), “PGR inicia averiguación sobre video de Gerardo Ortiz”, en Milenio, recuperado el 3 de julio de 2016, URL: http://www.milenio.com/policia/PRG_investiga_Gerardo_Ortiz-PGR_casa_Fuiste_mia-casa_Daniel_Quintero_Jalisco_0_726527628.html

34Otro ejemplo es una producción musical en la que se elogia a “El Cholo”, capo ya detenido y lugarteniente del Chapo Guzmán, cuyo video de acuerdo con la Procuraduría General de la República (PGR) se filmó en una casa usada por el narcotráfico.

Recibido: Agosto de 2016; Aprobado: Noviembre de 2016

*Autor para correspondencia: Guillermo Núñez Noriega, gnunez@ciad.mx

Guillermo Núñez Noriega es doctor en antropología cultural por la Universidad de Arizona. Desde 1997, es investigador titular D en la Coordinación de Desarrollo Regional del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, A.C., en Hermosillo, Sonora, en la línea de género, diversidad sexual y etnicidad. Es investigador nacional SNI II. Entre sus publicaciones más recientes, destaca (2016) “Los estudios de género de los hombres y las masculinidades. ¿Qué son y qué estudian?”, en Culturales, 4(1) pp. 9-31 y (2016) ¿Qué es la diversidad sexual? México: PUEG-UNAM, CIAD, A.C., Ariel-Paidós. Claudia Esthela Espinoza Cid es maestra en derecho internacional privado por la Universidad de Sonora y licenciada en derecho por la misma institución. Actualmente se desempeña como estudiante del doctorado en ciencias sociales en El Colegio de Sonora, dentro de la línea de investigación, análisis y evaluación de políticas públicas con especialización en estudios de género y violencia intrafamiliar.

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