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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.8  Ciudad de México  2022  Epub 15-Ago-2022

https://doi.org/10.24201/reg.v8i1.844 

Artículos

Activismo y género en un contexto migratorio. Experiencias generizadas y significados del quehacer político

Activism and Gender in the Context of Migration. Gendered Experiences and Meanings of Political Work

Rocío A. Castillo1  , Cátedra CONACyT
http://orcid.org/0000-0003-1139-6373

1Cátedra CONACyT, El Colegio de México, Ciudad de México, México. email: rcastillo@colmex.mx


Resumen

El movimiento migrante en contra de las deportaciones en Estados Unidos ha sido ampliamente estudiado en los últimos quince años. Aunque el género como categoría de análisis fue incorporado tempranamente, las experiencias de mujeres migrantes de primera generación en este movimiento han sido poco documentadas. A partir de una investigación etnográfica, el presente artículo analiza las experiencias generizadas, asociadas al trabajo político y de cuidados, atravesadas por la clase, de mujeres migrantes de primera generación, activistas en el movimiento migrante local de Austin, Texas. Esto, con la intención de comprender los significados que le otorgan a su quehacer político, y cómo estas formas de entender la política desdibujan demarcaciones tajantes entre lo público y lo privado, que cuestionan las formas androcéntricas de pensar los movimientos sociales y la participación política.

Palabras clave: mujeres inmigrantes; movimientos sociales; activismo migrante; distinción público-privado; trabajo de cuidados

Abstract

The immigrant movement against deportations in the United States has been widely documented in the last fifteen years. Although gender as a category of analysis was incorporated at an early stage, the experiences of first-generation immigrant women in this movement have been poorly documented. Based on ethnographic research, this article analyzes the gendered, class-driven experiences of first-generation migrant women who are activists in the local immigrant movement in Austin, Texas. The aim is to understand the meanings they assign to their political work; and how these ways of understanding politics blur the sharp demarcations between the public and the private spheres, questioning androcentric ways of understanding social movements and political participation.

Keywords: immigrant women; social movements; public-private distinction; immigrant activism; care work

Introducción

“Lo personal es político”, una de las consignas feministas más importantes del siglo XX, ha permitido cuestionar la construcción binaria y contrapuesta entre lo público y lo privado. Decir que lo personal es político plantea que tanto público como privado son ámbitos de lo político y, en consecuencia, sus demarcaciones son menos definitivas y más un medio de jerarquización y control. Sin embargo, mucha de la literatura contemporánea referente a los movimientos sociales es aún reticente a incorporar el género como una categoría central, lo que resulta en la reproducción de considerar estos movimientos como pertenecientes únicamente a la esfera de lo público. Esta manera de comprender los movimientos sociales presume lo público y lo privado como dominios antagónicos y profundamente generizados. En este texto intento mostrar cómo el género influye en la manera de comprender y experimentar la política y el quehacer político de un grupo de mujeres migrantes de primera generación en lucha por sus derechos en una ciudad de Estados Unidos. En este sentido, ahondando en sus experiencias generizadas como mujeres migrantes y activistas, planteo que estos entendimientos respecto de la política están relacionados con la puesta de los cuidados al centro del quehacer de “lo público” y las tensiones y contradicciones que produce. Lo anterior, con la intención de cuestionar una oposición binaria basada en formas androcéntricas de comprender la política y los movimientos sociales (Pateman, 1996) y aportar análisis empíricos al campo de estudio de los movimientos sociales y el género en nuestra región.

El desarrollo de la escuela de los llamados Nuevos Movimientos Sociales y la incorporación de la cultura y la subjetividad en el estudio de los movimientos sociales abrió la posibilidad de cuestionar la centralidad de algunos paradigmas, y de abordar nuevos niveles de análisis, como “lo íntimo” y “lo cotidiano”, para explicar las configuraciones de estos complejos procesos sociales. De la mano del desarrollo teórico del feminismo y los estudios de género, se ha propiciado una creciente producción de análisis de movimientos de mujeres alrededor del mundo y de aquellos ámbitos que parecen llevar las intimidades de la vida social al espacio político. Aunque esta producción ha demostrado que todos los aspectos y dinámicas de los movimientos sociales están generizados (Zemlinskaya, 2010), sigue siendo una especialización relegada del campo central de estudio. Así, la mayoría de la producción enfocada en el género está vinculada a movimientos sociales de mujeres u organizados alrededor de una identidad sexogenérica (Einwohner, Hollander y Olson, 2000). En menor medida se ha impulsado el análisis de las experiencias de las mujeres en los movimientos sociales que no específicamente de mujeres, y mucho menos el análisis de las experiencias de los hombres, en tanto sujetos de género. Este artículo se suma a la literatura que analiza el género a partir de la experiencia femenina en movimientos sociales mixtos o que no están organizados alrededor de una identidad sexogenérica (Craddock, 2019; Cranford, 2007a; Kemmerer, 2013; Sasson-Levy y Rapoport, 2003).

Ahora, el estudio de esfuerzos colectivos liderados o compuestos mayoritariamente por migrantes ha sido un campo de estudio que nació a principios de la última década del siglo XX. El estudio del activismo y la movilización migrante, en los lugares de destino y de tránsito, ha sido muy útil al poner en cuestión concepciones tradicionales sobre la participación política, la ciudadanía, los derechos y la soberanía nacional, inspirando así, importantes debates teóricos relevantes y necesarios (Isin, 2009; Lister, 2007; McNevin, 2006; Mezzadra, 2005; Nyers, 2003; Varela Huerta, 2020). Mientras que en otros campos de investigación el estudio de la participación femenina quedó relegada por décadas, los estudios sobre la participación política no electoral y acción colectiva de migrantes irregulares en Estados Unidos surgieron, a principios de la década de 1990, de investigaciones empíricas que ponían al centro el papel de las mujeres latinas en la organización político-comunitaria (Hardy-Fanta, 1995; Naples, 1992; Pardo, 1990). Estas investigaciones cuestionaban las formas androcéntricas de comprender la movilización política centrando la mirada en la participación política de las mujeres latinas1.

Más adelante, a finales de la década de 1990, el interés en los clubes de oriundos2 se enfocó en analizar la participación política de migrantes de primera generación en los lugares de destino, aunque al mismo tiempo se abandonó casi por completo la investigación acerca de la participación femenina y la utilización de una mirada crítica de género, salvo por contadas investigaciones (Goldring, 2001; Jones-Correa, 1998). Por su parte, el inicio del movimiento Dreamer dio lugar a una creciente literatura acerca del movimiento migrante joven y la generación migrante 1.53 (De la Torre y Germano, 2014; Nicholls, 2013). Debido a las características generacionales de este grupo poblacional y las metáforas de “salir de las sombras” asociadas con hacer público el estatus legal irregular como una estrategia política de protesta, de este movimiento nacieron identidades políticas como la del undocuqueer (Cisneros, 2018; Terriquez, 2015). Esta literatura utiliza una perspectiva de género para analizar el cruce entre la identidad sexogenérica disidente, la migración y los complejos procesos de racialización, sin embargo, olvida por completo las experiencias particulares tanto de mujeres como de migrantes de primera generación. Esto, pese a que el movimiento migrante en Estados Unidos está conformado mayoritariamente por mujeres (Milkman y Terriquez, 2012); la literatura acerca de su experiencia en este movimiento social sigue siendo limitada (Coll, 2006, 2010; Jiménez, 2010, 2011; Morales y Saucedo, 2015)4. En este sentido, el género ha sido un elemento presente en la investigación referente a los movimientos sociales y migración. Sin embargo, aún quedan muchos vacíos en términos de la experiencia particular de mujeres de primera generación como sujetos de género que participan en estos esfuerzos colectivos, y sobre cómo su experiencia generizada tiene efectos concretos en los procesos, tácticas, metas y valores de este movimiento.

Desde hace tiempo que la literatura especializada ha demostrado que la migración internacional, particularmente de América Latina a Estados Unidos, tiene un efecto positivo en la capacidad de las mujeres para negociar su posición en las relaciones de poder basadas en el género, sobre todo dentro de los hogares. En parte, estos cambios son posibles gracias a la adquisición de autonomía económica como resultado de su ingreso al mercado laboral (Hondagneu-Sotelo, 2003), por la disminución del estatus de los varones en los lugares de destino (Jones-Correa, 1998), y en ocasiones, por el acceso de las mujeres migrantes a mecanismos judiciales y legales para contrarrestar la desigualdad y la violencia contra ellas, por ejemplo, con la adquisición de la Visa U. En este contexto de cambios en las relaciones de género, se ha documentado cómo las mujeres migrantes suelen orientar su participación política al lugar de destino, mientras que los hombres se han inclinado a dirigir sus esfuerzos a organizaciones enfocadas en el lugar de origen (los clubes de oriundos), como espacios en los cuales logran mantener su posición en las relaciones de género (Goldring, 2001; Jones-Correa, 1998).

En el caso aquí presentado comprendido por seis activistas migrantes, todas, menos una, vivieron su primera experiencia de participación política en Estados Unidos. Ellas atribuían esa nueva posibilidad de participar políticamente a tres circunstancias: 1) La capacidad de negociar tiempos propios en su hogar; ya sea, para algunas, desde su posición como proveedoras del hogar o, para otras, debido a la ausencia de su pareja durante largos periodos por deportación o por motivos de trabajo. 2) La percepción de una arena política mejor organizada y más segura para las mujeres, en contraste con lo que ellas recordaban: violenta y machista en México, y 3) La convicción de que el sistema político estadounidense permitía una participación ciudadana cotidiana mediante el diálogo con las autoridades, por ejemplo, el sistema de audiencias públicas semanales de la ciudad de Austin o las bianuales de la legislatura del estado de Texas. Pese a sus estatus legales precarios5, esta participación significó una posibilidad de transformación subjetiva relacionada con la adquisición de nuevos capitales (simbólicos, sociales e incluso económicos) por medio de los cuales reconfiguraron su ser-y-estar en el mundo como sujetos de género y políticos, en un contexto de migración irregular. Lo anterior les permitió resistir, negociar y resignificar relaciones de poder permeadas por el género y, además, por otras categorías de opresión como el estatus migratorio o los procesos de racialización.

Considero que estudiar las experiencias de estos sujetos nos permite, por un lado, analizar las complejas reorganizaciones de las relaciones de género en procesos de transformación, como los movimientos sociales, que se generan en contextos donde se cruzan distintas condiciones de opresión, como la migración irregular. Y, por otro lado, posibilita poner atención en cómo estas mujeres navegan y negocian su participación política en relación con normas y mandatos de género, subrayando las formas en que resuelven, sostienen y sobrellevan las cargas del trabajo reproductivo. También abona a entender cómo comprenden el quehacer político y la política, particularmente pensada -como medio y fin- como una forma de cuidar de sí y de otros; en términos generales, nos permite pensar de manera más compleja la política fuera de las perspectivas androcéntricas, desde los márgenes de la participación no electoral e institucionalizada y llevada a cabo por sujetos abyectos para el proyecto del Estado-nación.

Metodología y contexto de una organización migrante

De 2014 a 2015 llevé a cabo un trabajo de investigación etnográfica del movimiento local por los derechos de las personas migrantes en Austin, la capital del estado de Texas, en Estados Unidos. Al centro del movimiento se encontraban dos organizaciones de base migrante: una conformada por migrantes de primera generación (La Coalición) y otra, por dreamers o generación 1.5, basada en la Universidad de Texas. El movimiento local era pequeño, conformado por cuarenta personas aproximadamente distribuidas en distintas organizaciones. La principal demanda era detener las deportaciones de residentes migrantes con estatus legales precarios, ya que de 2009 a 2014 se deportaban semanalmente diecinueve personas, casi en su totalidad hombres. Por medio de protestas, organización comunitaria y cabildeo, este movimiento se convirtió en uno capaz de dialogar e incitar al gobierno local (y en menor medida, al condado de Travis, al cual pertenece la ciudad) a transformar sus prácticas de vigilancia migratoria (Castillo, 2021a).

La investigación la llevé a cabo mayoritariamente a partir de participación observante de actividades cotidianas de las organizaciones migrantes y organizaciones aliadas, así como de sus acciones públicas. Además de los datos recabados etnográficamente, realicé entrevistas en profundidad a nueve activistas migrantes de dos organizaciones de base6; así como entrevistas abiertas a 18 aliados cuya presencia era relevante en estas organizaciones y en el campo más amplio de la política migrante local. Si bien hice entrevistas etnográficas a todas las personas de la organización, este texto se basa en el análisis de las experiencias de seis activistas de La Coalición, seleccionadas por ser las más activas en ese momento7.

La Coalición era la única organización en la ciudad con liderazgo y base totalmente migrante. Aunque nació en 2006 como una coalición de organizaciones aliadas no migrantes, en 2009 se conformó como una de base migrante dirigida por una persona de generación 1.5 (primero Irma, de origen mexicano, y unos años más tarde Daniel, de origen hondureño, ambos con alrededor de veinte años de edad). Al haber nacido como una coalición de organizaciones sin fines de lucro y oficialmente constituidas, La Coalición heredó una estructura formal que constaba de una dirección ejecutiva pagada y de tiempo completo (Irma y luego Daniel) y una base activista voluntaria de migrantes con diversos orígenes latinoamericanos, aunque principalmente mexicanos. Las personas que integraban la organización se reunían una o dos veces por semana, dependiendo de la emergencia del contexto político local, en una sala de juntas prestada. Las reuniones eran por las noches, alrededor de las 7 u 8 para que las y los integrantes pudieran acudir después del trabajo, y duraban aproximadamente dos o tres horas. Entre la membresía había una variedad de estatus legales, aunque en gran parte estaba conformada por migrantes en situación irregular; los había con residencia, con ciudadanía reciente, en condición de refugio, en condición de protección humanitaria y ocasionalmente con estatus DACA8. Había migrantes recientes (que vivían en Austin hacía un par de años) y migrantes con más de veinte años en Estados Unidos. La mayoría había llegado al país en la adultez, aunque también había quienes arribaron durante su adolescencia (migrantes de generación 1.5), e incluso participaban esporádicamente migrantes de segunda generación, hijos de migrantes irregulares. El origen, niveles educativos y socioeconómicos de los miembros es muy variado: rural, urbano y semiurbano; educación básica, estudios técnicos y hasta de maestría; situación socioeconómica precaria y hasta muy privilegiada

Existía un núcleo de integrantes muy constante en su participación conformado por aproximadamente diez personas, la mayoría mujeres migrantes de origen mexicano de entre 25 y 45 años. La edad del resto de miembros iba hasta los 70 años. De las seis activistas de La Coalición, seleccionadas para este artículo por ser las más activas en ese momento, sólo una hablaba inglés y trabajaba como asistente legal. El resto, solamente hablaban español y trabajaban como empleadas domésticas en la limpieza o el cuidado de infantes.

Todas tenían más de quince años viviendo en Austin, habían llegado a finales de la década de 1990 o a principios del siglo XXI, en la ola migratoria más grande que había tenido la ciudad. Cuatro de ellas no tenían un estatus legal regular; una acababa de obtener la residencia gracias a la ciudadanía de su hijo mayor, y otra, por medio del padre, que la había obtenido por la amnistía migratoria de 1986. Menos una, todas tenían hijos menores de edad, algunos nacidos en México y otros en Estados Unidos. Una concluyó la secundaria, otra la preparatoria y las otras cuatro cursaron una licenciatura (una de ellas en Estados Unidos). Este grupo de mujeres no es representativo de las características habituales de la comunidad migrante local9, lo cual me permite especular si estas organizaciones eran sobre todo recurridas por personas con niveles de escolaridad más altos. Esto es relevante, ya que pese a la similitud de condiciones de vida en el lugar de destino (menos una de generación 1.5), eran las condiciones de vida previas al proyecto migratorio, sobre todo el acceso a capitales culturales y simbólicos específicos (aquí explicados, más adelante, a partir de la clase), las que marcaban diferencias y tensiones importantes entre las mujeres y dentro de la organización.

Durante el tiempo en el que transcurrió la investigación, varios hombres migrantes se unieron a la organización, pero su presencia no fue constante ni participaban en las tareas cotidianas del grupo. La mayoría tenía entre 35 y 50 años y, a diferencia de las mujeres, entre ellos había diversidad de nacionalidades. Como lo mencioné, además de tender a dirigir sus esfuerzos políticos hacia las comunidades de origen, la mayor parte de las deportaciones locales eran de hombres, lo cual plantea una circunstancia particularmente peligrosa para los varones en situación irregular (Castillo, 2021b). Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo (2013) han llamado a este contexto migratorio “un sistema generizado y racializado de deportación” que se caracteriza por producir la deportabilidad de hombres de origen latinoamericano. Si bien las mujeres participantes de esta investigación vivían con miedo a ser deportadas, se sabían relativamente en menor riesgo que ellos (Castillo, 2021b). Un ejemplo: las activistas con estatus irregular se movían libremente por la ciudad e incluso participaban en las audiencias públicas de la legislatura bianual del estado de Texas. Por otra parte, los hombres en varias ocasiones renegaron de ir al downtown de Austin (a las audiencias o a alguna protesta), pues por haber más policía se sentían en mayor riesgo de detención. Así, aunque el estatus migratorio tenía consecuencias materiales, emocionales y sociales para las mujeres migrantes, en términos de su participación política y de la micropolítica de la organización, se presentaba como menos relevante que otras categorías de diferenciación social, como el género, la clase y la generación migrante.

Ser mujer, ser migrante y ser activista. La triple jornada laboral: la familia, el trabajo y el activismo

La participación política continua no es una tarea sencilla, tanto en términos organizacionales, como en personales (Craddock, 2019), y menos en un contexto de alto riesgo como la migración irregular. Particularmente para estas mujeres migrantes, esta tarea era más complicada: la mayoría eran madres de menores de edad y todas trabajaban, por lo que participar en la organización representaba una tercera jornada de trabajo, pues también se encargaban de gran parte de las labores de cuidado en su familia. Esta triple jornada de trabajo implicaba esfuerzos físicos y emocionales que las obligaba a desatender su bienestar. Varias vivían con dolores crónicos, resultado del trabajo doméstico remunerado y no remunerado, mientras que también lidiaban con el agotamiento y los constantes sentimientos de nostalgia y soledad, característicos del proyecto migratorio. Estructuralmente, el trabajo migrante en Austin se organizaba mediante una división sexual del trabajo que ubicaba a los hombres en la construcción y a las mujeres en el trabajo doméstico y de cuidados. Dado que los hombres solían tener una jornada laboral larga y fija, las mujeres tendían a buscar empleos flexibles que les permitieran atender a sus hijos. Un par de ellas probaron tener trabajos en el mercado formal, una en un restaurante de comida rápida y otra en una fábrica de pantallas. No obstante, y pese a que tenían ventajas económicas, tuvieron que dejarlos porque se les complicaba atender las necesidades familiares, particularmente de sus hijos. Algunas mujeres tenían que limpiar hasta tres casas al día, entre cinco o seis días a la semana (una limpiaba incluso los siete días) o cuidar diariamente infantes en dos hogares; a lo cual se sumaba pasar varias horas manejando, comer en el camino y tener bien planeados los horarios para poder atender a su familia (que incluía comprar comida, cocinar, limpiar, ordenar, llevar y traer a los hijos, lavar la ropa, etcétera).

A diferencia de los hombres, que suelen trabajar en cuadrillas y en un ambiente de camaradería, las mujeres trabajaban a puertas cerradas, pasando largos periodos solas o al cuidado de menores de edad que requerían un constante trabajo emocional. Aunque una de ellas tenía familia en la misma ciudad, la mayoría había migrado siguiendo al marido, que era quien contaba con redes familiares en el lugar de destino. Dado que casi todas identificaban a la familia política como un foco de vigilancia de su vida personal, preferían mantener distancia, razón por la cual definían la soledad y la falta de apoyo como las características más relevantes de su experiencia migratoria. De ahí que, si bien estaban exhaustas y el trabajo político se agregaba como una responsabilidad extra a su ya fuerte carga, también les ofrecía un espacio de sociabilidad y subversión de una estructura emocional dada por el contexto migratorio y el género, refiriéndose específicamente a la soledad. La organización era un espacio que atesoraban, pues les ofrecía, por un lado, una comunidad solidaria y gozosa, y por otro, a diferencia de otras comunidades, como las de la iglesia, la posibilidad de adquirir capitales que les permitían contar con una posición reconocida y privilegiada en la comunidad migrante más amplia. Por ejemplo, como personas mejor informadas acerca de temas relacionados con la política migratoria y con posibilidades de ofrecer ayuda valiosa. Esto último tuvo como consecuencia transformaciones radicales de su subjetividad e incluso el mejoramiento de las condiciones materiales de su vida, en tanto que para varias significó encontrar mejores oportunidades laborales (Castillo, 2019). Por estas razones, es imposible desvincular su experiencia generizada como mujeres, migrantes y activistas de su forma de comprender el quehacer político.

Como una manera de motivar su participación, las reuniones contaban con un servicio de guardería. Este servicio permitía que las mujeres se sintieran bienvenidas y lograran combinar sus responsabilidades familiares con las del activismo. Vale la pena notar que en el tiempo en que estuve presente sólo las mujeres hacían uso del servicio, los hombres nunca llevaban a su descendencia, a menos que acudieran con su pareja. Pese a este apoyo, el ser activista imponía un ritmo acelerado que muchas sufrían. La expectativa de comprometerse totalmente agregaba un tipo de presión que no era bienvenida por las activistas y poco discutida por los líderes oficiales (tanto de La Coalición como de las organizaciones aliadas) y los de facto (personas aliadas), que eran más jóvenes y no tenían responsabilidades de cuidados ni dependientes. Estas expectativas, sin duda, reforzaban las exigencias que el sistema capitalista, junto con el orden de género, han impuesto sobre los cuerpos, las emociones y los tiempos de las mujeres. Pese a que la dirección ejecutiva alentaba la participación y el liderazgo femenino, pues explícitamente se planteaba como “más confiable y comprometida”, las desigualdades de género eran rara vez tema de conversación y no figuraban en la agenda de la organización. Una tensión que, si bien ellas no expresaban, en términos de las cargas específicas, sí era visible en los sentimientos contradictorios que experimentaban en relación con las expectativas que se tenían de ellas y de su participación en la organización.

La triple jornada de las activistas demandaba que fueran supermujeres10, como alguna vez lo mencionó Jaqueline, mientras me mostraba lo rígido de sus dedos y manos, derivado del cansancio y la artritis que la aquejaban por el tipo de trabajo de limpieza que hacía todo el día. En la organización, el nivel de compromiso que se les exigía (y se autoexigían) era muy alto. En los movimientos sociales es común que la identidad del activista se asocie con la de un individuo extraordinario y casi inalcanzable (Bobel, 2007; Cortese, 2015); no obstante, desde una perspectiva de género, y como lo demostraré a lo largo de estas líneas, esta idea de ser “extraordinario” está asociada no sólo a las actividades en la organización, sino también a la gestión y organización de su vida privada, y que, a diferencia de otros contextos, no está vinculada a una figura masculina (Craddock, 2019).

En este sentido, para lograr o intentar alcanzar dichas expectativas, estas mujeres requirieron negociar su participación en este espacio con su pareja, el resto del grupo familiar, la organización, y consigo mismas, lo cual no fue fácil. Para varias fue más sencillo negociar tiempos propios del que ya pasaban fuera de casa con anterioridad. Por ejemplo, la estrategia de Jimena fue cambiar el tiempo en la iglesia por La Coalición:

Como yo participaba mucho en la iglesia, entonces, o sea, lo único que me decía [ mi esposo ] era que: “o sea como tú quieras, si vas a la iglesia o vas acá, tú vienes después aquí y estás bien estresada [ … ] ”. Pero sí, porque como quiera, yo ese tiempo ya lo tenía (Jimena, 45 años, una hija y dos hijos, casada, estatus irregular, febrero 2015).

No obstante, debido a los horarios nocturnos de La Coalición, no podía llevarse a los niños consigo, como sí lo hacía en las actividades de la iglesia. Para ella, la negociación de su tiempo fuera de casa requirió asegurar que su esposo atendiera a los hijos:

Al principio fue muy difícil porque él siempre decía que eso no funcionaba, que la gente no quiere aprender, que la gente era comodina, que la gente no iba a dejar de ver sus novelas, que la gente no iba a dejar de hacer sus cosas para ir a las reuniones. A mí eso no me importó [ risas ] . A mí eso no me importó porque, o sea, yo le decía: “ok, por favor suple mi tiempo con los niños nada más mientras yo me voy, que no te importe si no va a funcionar, que no te importe eso”. Entonces ya nada más le decía “por favor lo metes a bañar o le revisas la tarea, checas esto, checas lo otro”, y a veces me tocaba llegar en la noche y no les había revisado la tarea, y como él no estaba acostumbrado a hacer eso, a veces llegaba yo: “¿le revisaste la tarea?”. “Ay no, se me olvidó”. [ … ] Me tocó muchas veces que a mi hijo el más chico, ya estaba dormido y no se había bañado. Entonces yo decía ay no, no, no, o sea si lo levantaba ya no se iba a dormir y entonces lo dejaba así, pero [ ... ] si no se baña, con la transpiración se le irrita muchísimo la piel y al otro día el pobre niño llegaba de la escuela rásquese y rásquese y yo: “¡ves! ¿por qué no te bañaste? Si yo no estoy, tienes que hacerte responsable, tienes que aprender, te tienes que meter a bañar si yo no estoy, es un día solamente”. O sea, lo regañaba y le repasaba quien sabe cuántas veces lo mismo. Claro que a la siguiente vez que mi esposo no lo hacía, tampoco se bañaba. Era así, batallar (Jimena, 45 años, una hija y dos hijos, casada, estatus irregular, febrero 2015).

Es relevante notar que el esposo de Jimena se consideraba a sí mismo un miembro activo de La Coalición; sin embargo, como gran parte de los varones, su presencia era esporádica, casi limitada a momentos en que se tomarían decisiones importantes o en protestas públicas. La mayor parte del tiempo no se involucraba en las actividades cotidianas de discusión, organización y planeación. No obstante, al igual que “ayudaban” en el hogar con las tareas que no sentían su responsabilidad (como cuidar a hijos e hijas), hacían “el favor” de apoyar y esperaban que su voz fuese escuchada y tomada en cuenta aun cuando su presencia no era constante. El deber ser activista de estas mujeres se articulaba con las exigencias de una supermujer, pero no de un superhombre. El trabajo en estas organizaciones se ligaba al de cuidados y, por tanto, recaía en las mujeres, para quienes era una obligación; para ellos era una opción. Esto conformaba una dinámica donde las mismas mujeres presionaban más a sus compañeras que a sus compañeros y pareja.

Las mujeres que permanecieron en la organización tuvieron suficiente autonomía para negociar con su pareja y conseguir algo de tiempo propio y gestionarlo de la forma que decidieran. Como estudios de otros movimientos sociales lo han documentado (Culley y Angelique, 2003), esto es fundamental, pues algunas mujeres que pertenecieron a la organización, pero no se mantuvieron en ella, lo plantearon como uno de los principales obstáculos para su participación constante. Incluso Jimena, quien había logrado negociar en casa, recordaba cómo en un principio su esposo le reclamaba el tiempo que pasaba en la organización:

Claro que, en mi casa, al principio mi esposo me decía: “te la pasas más tiempo allá que acá y cómo es posible”, pero cuando ya también poco a poco tú le vas diciendo: “pero es que mira esto, y esto, y esto otro”, ellos también se van haciendo conscientes (Jimena, 45 años, una hija y dos hijos, casada, estatus irregular, febrero 2015).

El reclamo hacia Jimena por las dos a cuatro horas semanales que dedicaba a la organización da cuenta de la vigilancia que experimentan las mujeres en relación con sus responsabilidades domésticas. En este sentido, una estrategia utilizada por la mayoría, no explícita ni necesariamente consciente, era enmarcar estas actividades como “tiempo dedicado a la familia”, es decir, para el mejoramiento de sus circunstancias. De esta manera, su activismo y el tiempo dedicado a éste se convertía en una actividad más aceptable dentro de un orden de género en el que la maternidad y el cuidado por parte de las mujeres es un mandato difícil de romper (Horton, 2015, p. 82).

En este sentido, otras investigaciones sobre migración interna en México han encontrado que las mujeres primero deben de cumplir con sus responsabilidades del trabajo reproductivo para obtener el permiso de la pareja para participar políticamente (Velasco Ortiz, 2004). No obstante, como es claro con el ejemplo de Jimena, las mujeres de esta organización gozaban de la posibilidad de negociar su tiempo fuera de casa y además transferir algunas responsabilidades del trabajo de cuidados a su pareja. Si bien era un “batallar”, como también otras señalaban, pues su pareja “hacía el favor”, es importante notar que ellas negociaban, mas no pedían permiso. Es decir, aun cuando en la práctica las mujeres transfirieran algunas tareas de cuidado a su pareja (o expareja), en términos simbólicos la división sexual del trabajo permanecía estable. Para otras, como Cristina, cuyo esposo había sido deportado dos años atrás, o Jaqueline, que se había separado de su pareja, el trabajo de cuidados recaía solamente en ellas, sin embargo, la organización se apoyaba más en ellas en cuanto a tiempo y responsabilidades, pues siempre estaban más disponibles. Cristina, por ejemplo, tenía tres hijos, sólo uno menor de 6 años, y la acompañaba siempre a las reuniones. Mientras que Jaqueline, con hijas adolescentes, siempre las mantenía involucradas en talleres y clases extracurriculares por las tardes, lo que le permitía tener algunas horas para ella. Pese a este difícil trabajo de negociación y organización, rara vez cuestionaron lo complicado que podía ser para ellas esta labor y el desgaste que representaba. A pesar de que la organización estaba sobre todo conformada por mujeres, se reproducía la invisibilización del esfuerzo de articulación, gestión y planeación de su vida familiar y las responsabilidades domésticas.

Las expectativas del “deber ser activista” en la intersección entre el género y la clase

Pese a que el activismo les brindaba espacios de libertad, subversión y aprendizaje, lo vivían como una tensión entre el bienestar y la ansiedad por no cumplir con las expectativas puestas en el ser mujer y activista. Cristina, por ejemplo, nunca faltaba a las reuniones, llegaba a tiempo y siempre estaba dispuesta a comprometerse en las distintas actividades. Consecuentemente, los sentimientos del resto de las mujeres hacia Cristina eran ambivalentes: por un lado, se enorgullecían de ella y la admiraban, mientras que, por el otro, sentían antipatía, pues imponía expectativas que las presionaba a brindar más tiempo, esfuerzo y concentración de lo que sentían que podían hacer. “Es que yo soy muy comprometida y el no poder cumplir, o que las cosas no estén yendo por el lado donde deben de ir, para mí es un poquito difícil”, me comentaba Cristina respecto de los distintos niveles de participación de sus compañeras. Aun cuando se encontraba siempre exhausta y sin el tiempo necesario para cuidar de sí misma, vivía un ritmo de vida que le exigía a ella y a sus compañeras compromisos admirables, pero que sobrepasaban las capacidades físicas y emocionales de la mayoría. En esta dinámica, que en ocasiones tenía tintes competitivos, ella aplaudía los momentos en que se hablaba públicamente acerca de los distintos niveles de participación, que interpretaba como distintos niveles de compromiso.

Como ejemplo, en una ocasión celebraba que Daniel, el director de La Coalición, bromeara sarcásticamente respecto de la impuntualidad de Jaqueline y que siempre se fuera temprano de las reuniones: “¿O no viste cómo le dijo? Le dijo… lo hizo muy bromista, pero lo dijo muy claro… [ ... ] fue más: ‘no, no, no, usted quédese ahí, donde estaba, porque usted con eso de que se va y viene’… Me gustó eso, me gustó” (Cristina, 38 años, una hija y dos hijos, casada, esposo deportado, residencia recién adquirida, entrevista enero 2015). No obstante, parecía obviarse que Jaqueline iba y venía de las reuniones porque tenía dos hijas, de 14 y 15 años, a las que llevaba y traía por las tardes de la escuela a clases de teatro y danza. Con un padre ausente y en proceso de deportación, malabareaba sus responsabilidades de cuidado, laborales y políticas día con día. Este ritmo, sin embargo, tenía sus consecuencias: con frecuencia, Jaqueline se sentía exhausta, descuidaba su salud y tenía dolores crónicos que no atendía. Los niveles inadecuados de participación de Jaqueline, atribuidos por Daniel y Cristina a una falta de compromiso, en realidad se basaban en la imposición de roles y prácticas naturalizados en las mujeres. Ella sentía que estaba haciendo un gran esfuerzo por estar presente (incluso estando enferma), por lo que recibía la presión como una agresión y falta de reconocimiento a su compromiso:

Estaba ahí más de a fuerzas que de ganas, yo me sentía mal. Le digo [ a Daniel ] : “entonces si tú ves que nadie se quiere acercar o alguien no quiere hablar, no los presiones, no los presiones a estar cerca de ti. [ … ] ¡Yo estaba percibiendo todo!”, le digo. “Y delante de todos me pones en evidencia, me gritas, me regañas”. Le digo: “¿por qué? ¡Yo no estoy bajo ningún sueldo para que me mandes!” (Jaqueline, 45 años, dos hijas, divorciada, exesposo en proceso de deportación, estatus irregular, marzo 2015).

Estas expectativas generaban mucha frustración y enojo; otras veces, sentimientos de culpa y vergüenza por no lograr ser la activista que puede con todo, lo cual, además, desalentaba su participación, dañando la autoestima y los lazos afectivos dentro de la organización. No obstante, frente a estas expectativas, algunas habían aprendido a lidiar con estos sentimientos para reivindicarse consigo mismas y ante el grupo. Laura, por ejemplo, primero lo hacía consigo misma, para luego llevarlo a cabo con otros:

Y creo que dejo más que ellos decidan más por mí que yo… eso también puede ser que no esté bien por mi parte, pero es que también es… es hasta donde yo me puedo comprometer y tú lo has visto. A veces no puedo ir más allá porque por alguna razón personal no puedo hacerlo. O porque sé que no voy a poder… y no voy a poder hacerlo. Pero para otras cosas pues sí, ahí estoy. Y también tengo que evaluar, casi en el mismo momento cuando surgen las actividades [ … ] pues tengo que escoger un grupo… porque me ha tocado que me meto a un grupo y ya después no puedo seguir con el grupo, y siento que puedo funcionar más en otro, y entonces ya me cambio. Aunque a lo mejor a algunos no les puede parecer, pero trato de no dejar de participar al menos en algo (Laura, 42 años, dos hijas, casada, estatus irregular, enero 2015).

En su relato, Laura muestra la tensión de no saber si hace lo correcto, y la ansiedad que le genera evaluar, al momento, sus posibilidades para comprometerse con una actividad. Explica cómo debe pensar rápidamente, no sólo en ella, sino en los compromisos de sus hijas, su esposo y de ella con cada uno. Eso que se ha llamado “carga mental” y da cuenta de toda la labor invisible que hay detrás del trabajo de cuidados de una unidad doméstica. Ante peticiones de participación repentinas, Laura muchas veces no se comprometía por miedo a no poder cumplir y ser juzgada, aunque sabía que de cualquier manera recibía opiniones negativas al limitar su tiempo de participación. Había aprendido a lidiar con esos sentimientos, primero, consigo misma, para después enfrentar con seguridad a quienes pudiera no parecerles su nivel de participación. Para que encontrara su congruencia, era fundamental, e incluso político, explicar los procesos reflexivos de negociación con ella misma:

Y ahí es donde tengo que buscar mi congruencia y es eso lo que también con la edad, el tiempo, la experiencia, vas aprendiendo que tienes que tener congruencia. Y es un trabajo de todos los días que tienes que ser congruente, porque no lo somos; [ … ] porque, sino este… aparte te autoviolentas o fuerzas y… y dejas un mensaje equivocado (Laura, 42 años, dos hijas, casada, estatus irregular, enero 2015).

Otras, como Jimena, Liliana y Jaqueline, buscaban esa negociación con el grupo en términos de planeación, aunque durante el tiempo de la investigación ésta nunca pudo darse. Para ellas era esencial elaborar una programación de las actividades a corto y mediano plazo, que les permitiera, entre otras cosas, organizar su vida, tiempo y responsabilidades para llevar a cabalidad sus compromisos. El no contar con una planeación se comprendía como una insensibilidad por parte de quienes no tenían responsabilidades familiares y de cuidados (refiriéndose sobre todo a varones jóvenes como Daniel, director ejecutivo):

Pero el hecho de tener una agenda con las minutas del día o de la semana o del mes, eso te lleva… eso te va guiando. Dices, ¡chin! este mes nos toca gimnasia, nos toca ballet y nos toca yoga. Ahora sabes que en ese mes tienes esas tres cosas, pero si no las tienes dentro del calendario, ¡cómo sabes que tienes esas tres cosas y que tienes que estar preparado! Vas a la clase de yoga con… ¡con unos patines! ¿Me entiendes? Son el tipo de cosas que no deben de pasar... y nos siguen pasando y nos siguen pasando. [ ... ] Pero yo le pregunto: “Daniel, ¿dónde está lo que tenemos que hacer para un mes?, hasta ahorita no me lo has presentado”. Empezábamos la junta con Irma, y Irma llegaba con las hojas: “ahí está”. Ella se ocupaba de hacer la agenda, pero llegaba y nos repartía a todos lo que íbamos a ver aquí, y ya después nos decía: “ok, aquí está la agenda de qué vamos a hacer esta semana o este mes” (Jaqueline, 45 años, dos hijas, divorciada, exesposo en proceso de deportación, estatus irregular, marzo 2015).

Jaqueline expresaba el deseo de poder gestionar su cansancio y estrés mediante la planeación de las actividades de la organización, sin dejar de lado su compromiso, resistiendo así un “deber ser” activista también opresivo. No obstante, es interesante que, para personas como Daniel y Cristina, el que algunas mujeres quisieran tener una planificación y agenda era interpretado como querer tener privilegios por sobre otros miembros de la organización. Que ellas desearan poder escoger sus actividades de participación por adelantado, significaba priorizar lo individual sobre lo colectivo, pero, sobre todo, concretar privilegios de clase dentro de la organización.

En este sentido, Cristina, haciendo alusión a ser una “mujer de rancho”, como ella se autonombraba, atribuía esa solicitud a una clara diferencia y desigualdad de clase entre las y los miembros de la organización. De acuerdo con Cristina, ella era la única “mujer de rancho” en el grupo (junto con Daniel, que también provenía de una región rural en Honduras), mientras que las otras activistas eran “mujeres profesionistas”, es decir, de origen urbano con estudios universitarios (excepto Liliana, que provenía de una zona semiurbana, y al llegar más joven a Estados Unidos, pudo completar sus estudios universitarios en el país)11. Más allá de la similitud de las condiciones sociales de existencia en el lugar de destino, la diferencia (y desigualdad) se construía con base en disposiciones incorporadas del capital cultural, que se explicaban a partir del origen y la educación formal. Además, el contar con educación formal también había dado como resultado que, antes de migrar, algunas (las profesionistas) tuvieran trabajos en el sector formal como psicólogas o gerentes de sucursales bancarias, entre otros. Estas disposiciones incorporadas se expresaban en términos, como, por ejemplo, de hablar “con propiedad”. Celia, quien pese a no tener estudios universitarios (sólo cursó hasta la preparatoria), provenía de la Ciudad de México, y para el grupo, esto explicaba su forma más dulce y certera de expresarse, una cualidad que le permitía hablar en público y llegar a acuerdos sin conflictos. O Jaqueline, que, si bien era malhablada, era elocuente y tenía una amplia cultura general que producía admiración. No obstante, la cultura general de Jaqueline también generaba fuertes conflictos cuando, por ejemplo, cuestionaba el gusto por la música de banda (atribuido al origen rural), juzgándolo como resultado de la ignorancia y la falta de educación formal.

Volviendo a Cristina, esta desigualdad de clase, además, implicaba una relación muy distinta con el trabajo y el sufrimiento; esto es, que las mujeres profesionistas, que en el origen pertenecían a una clase media precarizada, no aguantaban el sufrimiento, e incluso por eso no les iba tan bien en Estados Unidos. Además, consideraba que era la experiencia de haber padecido condiciones económicas severas lo que, a otras como ella, les otorgaba la capacidad de ponerse en los zapatos del otro. En este sentido, Cristina interpretaba los deseos de “orden” como una falta de compromiso arraigada en la incapacidad de las mujeres de clase media de realmente sentir el dolor del otro. A partir de la demarcación de límites morales (Lamont, 2002), Cristina se presentaba a sí misma con mayores habilidades y recursos que sus compañeras, para ser activista, sintiéndose orgullosa de sus orígenes al soportar el sufrimiento y resistir relaciones de poder marcadas por la clase (Dodson y Luttrell, 2011), sin embargo, reforzando fuertes expectativas de género asociadas a la abnegación.

El “quehacer político” desde una perspectiva de género

Pese a estas disputas y tensiones de clase, para todas las activistas, el mayor conflicto dentro de la organización tenía que ver con su insatisfacción con el liderazgo de Daniel. Aunque algunas habían formado fuertes lazos de amistad con él, no se sentían conformes con las metas y estrategias que planteaba para La Coalición. Comparándolo con Irma (exdirectora de la organización), que también era una mujer joven, migrante, de generación 1.5, sin hijos ni pareja, sentían que, como mujer, comprendía mucho mejor sus necesidades, pero, sobre todo, sus formas de organizar y hacer política.

Con Daniel (director de 2013 a 2015), La Coalición se enfocaba en campañas políticas estratégicas de cabildeo y con fuerza mediática que no requerían la conexión de una red amplia de migrantes. Comparaba el movimiento migrante actual con el de los derechos civiles durante la década de los sesenta, mismo que fue un movimiento empujado estratégicamente por pocas personas. Para él, las masas movilizadas eran una estrategia política vieja e ineficaz; una forma de pensar la política que se reforzaba con frases como: “no necesitamos a muchos, mientras seamos unos pocos comprometidos”. Es decir, una forma de hacer política basada en un núcleo pequeño de activistas migrantes y nacionales capaces de llevar a cabo labores de negociación y cabildeo con actores clave del campo político local. Por ejemplo, el cabildeo con la ciudad de Austin para disminuir el presupuesto de la cárcel local y frenar las posibilidades de que alguacil del condado detuviera a migrantes en situación irregular (Castillo, 2021a). En este tipo de estrategias las personas migrantes de generación 1.5, que contaban con los conocimientos y los capitales adecuados, y las personas aliadas nacionales, tenían un papel fundamental, pues utilizaban sus capitales políticos, sociales y culturales para el cabildeo. Por su parte, las y los activistas migrantes tenían un papel secundario, al no tener los capitales necesarios para ese tipo de estrategias, y sobre todo dotaban a las peticiones de justicia de contenido contextual y emocional por medio de testimonios orales. Así, normalmente se acordaba la presencia de un número limitado de activistas (migrantes y nacionales) para este tipo de acciones.

Por su parte, cuando Irma era directora de la organización (2010-2013) se utilizaban estrategias distintas. La Coalición se adhirió e imitó el proyecto organizativo de Border Network for Human Rights (BNHR), cuya metodología estaba basada en construir una red amplia de membresía migrante informada y con capacidad de movilización a partir de entrenar promotores en derechos humanos (Heyman, 2014). Estos entrenamientos, en palabras de Irma, marcaron la vida de varias de las activistas de La Coalición, pues les otorgaron la posibilidad de aprender la ley estadounidense y los derechos humanos, al tiempo que les brindaron un espacio para construir una comunidad más sólida, que como migrantes siempre estuvo ausente, y ganar estatus al convertirse en un referente de información en la comunidad. Al incorporar la estructura de BNHR, La Coalición formó pequeños comités de derechos humanos dirigidos por las promotoras migrantes (y un promotor) que se comprometieron con el proyecto, para ello, eran necesarios al menos cinco asistentes, que invitarían a personas de su red de familia y amistades. La posibilidad de formar los comités a partir de dicha red facilitó el acceso a más mujeres: “ [ cuando ] empezó el proyecto, era de, invita a tus comadres” (Liliana, 25 años, sin hijos, soltera, residente, febrero 2015). Estas reuniones se organizaban en casa de las promotoras, donde ellas impartían temas referentes a los derechos humanos, derechos y obligaciones en Estados Unidos y otros temas de interés para las personas asistentes, y que preparaban con la ayuda de Irma. Se reunían cada 15 días:

Teníamos un plan de trabajo, empezaba el año y nos poníamos: “ok, este año ¿cuáles… qué es lo que tú quieres que tu comité aprenda?”. Entonces, por ejemplo, si teníamos miembros nuevos, era nosotros de repasar con los miembros nuevos y enseñarles a ellos lo que eran los derechos, sus derechos básicos. Y luego incluíamos otras cosas durante el plan de trabajo que hacemos para todo el año. Por ejemplo, cuando había la legislatura, sabíamos que teníamos que participar; entonces, pienso que prácticamente los primeros seis meses iban a ser de legislatura e íbamos a hablar de las propuestas (Jimena, 45 años, tres hijos, casada, estatus irregular marzo 2015).

El objetivo de los comités era formar una red que uniera e informara a la comunidad para poder movilizarla cuando fuera necesario presionar a las autoridades. “La visión de nosotros era primero qué hay que hacer… hay que empezar a crear la red, para que nuevamente, esas personas sepan de qué era y siga creciendo, y así avanzamos más rápido” (Liliana, marzo 2015). Cuando aumentó el número de comités, algunas de las promotoras y los promotores se convirtieron en coordinadoras y coordinadores regionales. Recibían una pequeña beca y tenían la responsabilidad de reunirse con la directora una vez a la semana para planear las agendas o investigar los temas que las y los miembros de su comité estaban solicitando. Después de un par de años de trabajo, Jimena se sentía orgullosa de que habían logrado conectar y organizar a más de cien personas que “estaban convencidas y comprometidas con el proyecto”. Este sistema de comités motivó la participación de un número importante de mujeres que de otra manera no se hubieran acercado a la organización. Primero, porque reunirse en los hogares gracias a las redes de amistad, ofrecía espacios familiares y seguros basados en la amistad y el compañerismo. Segundo, porque como lo plantea Heyman (2014), la metodología basada en el reconocimiento de la propia humanidad y autoestima generó fuertes procesos de compromiso en la participación y la politización. El hincapié de BNHR de anteponer la experiencia y necesidades propias, esto es, la subjetividad, como premisa para entender y luchar por los derechos humanos resonó como inquietudes y formas de interacción en estas mujeres. Y tercero, la creación de redes y comunidad, así como la de movilización masiva eran estrategias culturalmente familiares, sobre todo para las de origen urbano. Además, era una estrategia que les permitía formar comunidad en un lugar de destino al que había sido complicado integrarse y en el cual la soledad era una característica de la vida como migrantes.

Entonces, no sé si porque la visión de Daniel es muy diferente a la visión que nosotros teníamos, al menos cuando a mí me invitaron a participar en la organización había una visión completamente diferente, era crecer la membresía, que era una de las metas, crecer la membresía, educar a la comunidad en lo más básico en cuanto a derechos civiles y esa era una de las metas primordiales. Y tal vez para Daniel no era esta visión, para Daniel era una visión completamente diferente, [ … ] si él en algún momento a mí me hubiera dicho: “mi misión no es crecer la organización”, entonces yo no estaría ahí, porque a mí no me necesitan. Entonces sí, [ … ] a mí lo único que me frustra y me da lástima es que habíamos trabajado muchísimo con la gente que teníamos. Hemos invertido mucho tiempo para que la gente se quedara y estuviera contenta y estuvieran convencidos de que esto era una lucha que iba a traer beneficios a la comunidad y la gente realmente que teníamos estaba convencida de esto (Jimena, 45 años, una hija y dos hijos, casada, estatus irregular, marzo 2015).

No obstante, para mujeres como Cristina, el énfasis en habilidades y conocimientos cercanos a la educación de carácter más formal significaba asumir un papel menos central y la reproducción de diferencias y desigualdades de clase. Asimismo, para Daniel, el sistema de comités era jerárquico y elitista e impedía el acceso a mujeres de origen rural, o con menos capitales, que las mujeres denominadas “profesionistas” o “preparadas”. Con esto en mente, disolvió los comités y organizó a La Coalición en asambleas generales semanales. Pensando en una estructura más horizontal, se eliminaron lideresas y líderes formales, como las coordinadoras, y se impulsó la participación de integrantes con menos privilegios. Durante mi estancia, las reuniones o asambleas generales no necesariamente eran populares entre la membresía, pues los procesos de toma de decisiones eran lentos y pocos participaban ofreciendo su opinión, pues a diferencia de los comités, había poco tiempo para sesiones de aprendizaje de información objetiva y había menos confianza, por ser un espacio de carácter más institucional. Sin embargo, bajo esta estructura, activistas como Cristina sintieron la organización como un espacio más accesible para participar activamente y posicionarse como una supermujer.

Pese a estos cambios, que ofrecían a Cristina mejores condiciones para participar como lideresa de la organización, con frecuencia comentaba que soñaba con ofrecer agasajos a los nuevos integrantes de la organización, imaginaba recibirlos con mariachis y una comida casera, darles obsequios en su cumpleaños, etc.; como decía Jimena: “que se quedaran y estuvieran contentos”. Con estos pensamientos ambas expresaban un deseo de hacer política de manera completamente distinta a la de Daniel. “Hacer política” para ellas no significaba únicamente tener victorias políticas, que por supuesto, admitían indispensables, sino también construir espacios comunitarios de convivencia segura y alegre. “Hacer política” significaba, sobre todo, fortalecer la colectividad, tanto a partir de herramientas de defensa (como la información que podían distribuir), como mediante lazos afectivos y redes de apoyo. Desde esta perspectiva, las victorias políticas no podían desligarse del fortalecimiento de la comunidad migrante que, a su vez, no requería de complejas estrategias de cabildeo, sino de cuidado y organización basados en capitales culturales que ellas tenían a la mano.

En este sentido, para casi todas las activistas había sido difícil trabajar con Daniel porque no sentían que lo hiciera con pasión. Jimena llegó a esa conclusión porque, para ella, él no se preocupaba por el “lado humano” de las integrantes sino sólo por su “lado laboral”. Esto significaba que únicamente le interesaba su rol productivo, y no expresaba cariño y solidaridad hacia las integrantes, a diferencia de Irma y, por lo tanto, su tarea con la organización era sólo un trabajo. Para Cristina, a Daniel le hacía falta la sensibilidad y sociabilidad de una mujer, y recordaba las habilidades organizativas de Irma. Otras integrantes, como Liliana y Celia, extrañaban los detalles y la cercanía emocional y afectiva que sentían con Irma y con los miembros de La Coalición en general durante esa época. Bajo la dirección de Daniel, La Coalición se había vuelto “más seca y aburrida”. Ya no satisfacía las necesidades sociales y afectivas de antes:

Y yo pienso que para mí eso es lo más importante, que tienes que ser bien bien cuidadosa con tu… con tu grupo de trabajo. Y que no, es como el núcleo bien importante, como si fuera el núcleo familiar, así lo veo yo. Y créeme que Irma [ … ] era bien cariñosa, era bien cuidadosa de su gente, era, por ejemplo, siempre estaba al pendiente [ … ] de ti. Por ejemplo, si tú estabas en una reunión, ella te hablaba como persona y se preocupaba por ti [ … ] “¿cómo estás? ¿Qué pasó? ¿Necesitas algo?” Entonces eso te hace sentir como que sabes que es una persona en la que puedes confiar. Sabes que es una persona que no solamente le interesas como miembro de su organización, sino que también le interesas en la parte personal, como el ser humano, no sólo tu trabajo. Exactamente. Eso para mí era yo creo que muy importante, [ … ] tú lo sientes cuando alguien no le interesas solamente como miembro de trabajo, sino le interesas como ser humano. [ … ] Y ella creó lazos afectivos, no sólo conmigo, con toda la comunidad. Entonces ahí es donde tú dices… por eso es que nosotros sentimos mucho la diferencia del cambio, porque los lazos afectivos son bien diferentes (Jimena, 45 años, tres hijos, casada, estatus irregular, marzo 2015).

Por otro lado, para Cristina, un claro ejemplo de las formas apropiadas e inapropiadas de expresar los sentimientos y emociones en la organización lo observaba en cómo se relacionaba Daniel con su novia durante las reuniones de La Coalición. Para ella, esto podía extrapolarse a cómo Daniel se relacionaba con el resto de las personas de la organización y, por lo tanto, con el régimen sentimental (Besserer, 2014) que como líder imponía:

Y también él era medio fellito con Sarah, y también le dije que era muy machista: “eso es ser machista Daniel, eso… ¡si tú fueras mi pareja yo te mandaría a la goma!”, yo sí le dije. A mí me gusta que si [ mi pareja y yo ] estamos en una reunión o algo, a mí me gusta que se siente junto de mí [ … ] o por qué no, que me abrace. “No, es que este es mi lugar de trabajo”. “¿Y? somos comunidad, ¿no?” (Cristina, 38 años, una hija y dos hijos, casada, esposo deportado, residencia recién adquirida, enero 2015).

En el relato de su plática con Daniel, Cristina plantea un par de inquietudes importantes: la primera, que interpreta la falta de afectividad como machismo, sobre todo por no tomar en cuenta las necesidades y deseos de otras personas, en este caso de Sarah, pero que en realidad se extrapolaba al resto de la organización. La segunda tiene que ver con la distinción que hace Daniel entre estar en su trabajo y las muestras de afecto, que son de un ámbito privado. Haciendo eco a las quejas de Jimena y el resto de las activistas, esta separación tajante entre lo laboral y lo comunitario plantea una distinción importante entre formas masculinas y femeninas de hacer trabajo político colectivo.

Conclusiones

Los movimientos migrantes son campos de investigación de una inmensa riqueza, pues en la heterogeneidad de sus sujetos es posible analizar las múltiples formas en que distintas categorías y dominios de la vida social se entrelazan e interaccionan, dando pie a dinámicas singulares. En el presente artículo mostré cómo en la intersección de ser mujer, migrante y trabajadora, las sujetas de esta investigación experimentan formas particulares de vivir el activismo político. Si bien son similares a las experiencias de otras mujeres en el mundo, que participan en movimientos sociales, las características específicas de ser migrantes con redes sociales y espacios comunitarios limitados y estatus legales precarios, marcan intereses y objetivos muy específicos que, aunados a su condición de género, producen significados y entendimientos determinados del quehacer político. He mostrado cómo las experiencias generizadas de ser mujeres, migrantes y activistas dieron forma a las maneras en que ellas comprenden la política y su labor. Específicamente me centré en cómo la división sexual del trabajo tanto en casa como en el mercado laboral las orienta al trabajo de cuidados, uno que, si bien es remunerado en el mercado laboral, es poco estable y mal valorado. Sin embargo, es suficientemente flexible para que puedan cumplir con sus responsabilidades domésticas y de cuidados, sobre todo de atención a hijos e hijas. En este sentido, el trabajo de cuidados que cumplen en casa se suma a su carga laboral como un mandato de género difícil de negociar, especialmente con la pareja, aunque también con el resto de la unidad doméstica (sobre todo, hablando de aquellas cuyas parejas han sido deportadas).

El alto número de detenciones (y deportaciones) en la ciudad, como resultado de políticas migratorias estrictas como el Programa Comunidades Seguras, y la creciente movilización migrante a escala nacional, alentó la creación de un movimiento local que fue consolidándose a lo largo de casi una década. Para 2014, el movimiento migrante local estaba compuesto mayoritariamente por mujeres. Existen distintas razones, que aquí se han delineado, por las cuales las mujeres, más que los hombres, han tendido a participar en estos espacios. Ha sido importante subrayar cómo es esa división sexual del trabajo que orienta a las mujeres a actividades solitarias y aisladas en el mercado laboral, -así como a cargar con las responsabilidades domésticas en un espacio también de poca sociabilidad- la que impulsó a este grupo particular de mujeres a buscar espacios no sólo de sociabilidad, sino también de subversión emocional. Espacios en donde pudieran construir redes para combatir la soledad que le atribuían al proyecto migratorio, y la adquisición de capitales que les permitiera tener una posición más privilegiada en la comunidad migrante más amplia, dándoles cierto sentido de orgullo y complacencia en sus capacidades fuera de las normas establecidas de género. Este espacio también implicó una tercera jornada de trabajo, pues en momentos clave de la política local requería largas jornadas de organización y labor colectiva. Una labor que hacían muchas veces con gusto, pues como lo he mostrado, en ciertos momentos la organización se convirtió en un espacio afectivo que ofrecía los lazos comunitarios que añoraban, pero también podía ser un espacio de tensiones y exigencias en el cual debían luchar por hacer un tipo de activismo coherente a sus necesidades, intereses, metas y habilidades.

En el cruce del género y la migración quise describir cómo sus condiciones de vida, dadas por las normas de género y la división sexual del trabajo (remunerado y no remunerado), las llevaron a comprender y vivir de manera particular el activismo político; una política centrada en la capacidad de producir redes, que no sólo como mujeres, sino como migrantes, se comprendían como esenciales, así como construir espacios de lucha colectiva basados en el bienestar emocional de sus participantes. Se trata de un quehacer político que hace público y político lo íntimo y lo afectivo, desdibujando formas binarias de comprender lo público-privado, es decir, comprendiendo su activismo político como una manera de cuidar, tanto de sí, como de otros (su familia). Ahora, enmarcar su participación política en el cuidado de la familia era, por un lado, una forma estratégica de negociar sus tiempos fuera de casa sin dedicarlos a las responsabilidades domésticas, y una manera de hacer accesible un espacio y unas prácticas completamente ajenas a sus experiencias de vida; por otro lado, producían dinámicas de género que reforzaban mandatos e identidades opresivas que subrayaban su rol de género como cuidadoras abnegadas. Así, he tratado de mostrar cómo estos espacios de participación política migrante abren posibilidades de acción y agencia para mujeres migrantes con estatus legales precarios, y cómo en este proceso de resistencia también se refuerzan estructuras de poder generizadas cuando hay poca reflexión en torno a las relaciones de poder permeadas por el género.

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1El sujeto “mujer latina” aglutinaba la heterogeneidad de las mujeres latinas en Estados Unidos sin diferenciar el lugar de origen y el estatus migratorio.

2Hace referencia a organizaciones sociales y políticas en Estados Unidos, conformadas sobre la base de un mismo origen o localidad de emigración. Los clubes de oriundos se convirtieron en actores importantes para la política exterior mexicana por su participación en el “Programa 3×1 para migrantes” de remesas colectivas.

3En los estudios migratorios, la generación migrante es una categoría que ha sido utilizada para distinguir las diferencias de capitales, recursos, capacidad de integración y rasgos culturales que caracterizan a las personas nacidas en un país distinto a su lugar de residencia, de aquellas cuyos padres o abuelos fueron migrantes. Se ha distinguido una generación intermedia entre la primera y la segunda, llamada “generación 1.5”, que hace referencia a los migrantes que nacieron en el lugar de origen de sus padres, pero que, al migrar durante la infancia o adolescencia temprana, crecieron y adquirieron rasgos culturales del lugar de destino, lo cual, a su vez, les permitió acceso a capitales sociales, culturales y económicos distintos a los de sus padres.

4Lo anterior pese a que hay una lenta pero creciente literatura acerca de las experiencias de mujeres migrantes de primera generación en otros movimientos sociales en Estados Unidos, por ejemplo, el movimiento sindical (Cranford, 2007b, 2012).

5Utilizo el concepto de estatus legales precarios propuesto por Goldring y Landlot (2013). Con este término las autoras plantean una crítica a construcciones binarias como ciudadanía/no ciudadanía, estatus legal/ilegal. Esto, para dar cuenta de las complejas experiencias migrantes que en la vida cotidiana borran los límites entre lo legal y lo ilegal, una propuesta que permite analizar la producción de la precariedad, la ilegalidad y la legalidad condicional. Como se detalla más adelante, de las seis activistas migrantes, cuatro tenían estatus legales irregulares (ya sea por haber entrado a los Estados Unidos de manera irregular, o por haber extendido la estancia legal de sus visas), una había obtenido el estatus de residente recientemente y una última lo tenía desde que llegó a los Estados Unidos.

6Realicé al menos dos entrevistas con cada una de ellas.

7Las entrevistas las centré en tres ejes: su trayectoria de participación política-comunitaria, su proceso migratorio, y específicamente su experiencia participando políticamente en Austin como mujeres migrantes con estatus legales precarios. Utilicé seudónimos para proteger la identidad de las participantes.

8Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) fue una acción ejecutiva anunciada en 2012 por el presidente en turno, Barak Obama. El programa permitía a migrantes irregulares traídos a Estados Unidos antes de su decimosexto cumpleaños obtener un estatus legal temporal, renovable cada dos años, que les permitiría trabajar legalmente y evitar la deportación.

9Con esto me refiero a que la comunidad migrante más amplia está mayoritariamente conformada por migrantes sin estudios de nivel medio superior y superior.

10Esta categoría de supermujeres era utilizada por dos participantes para hablar de las exigencias en todos los ámbitos de su vida donde se sentían sujetas como mujeres. No era una categoría generalizada, sin embargo, es una que describe certeramente el sentir del resto.

11Estas diferenciaciones son tomadas directamente de categorizaciones efectuadas por las mujeres del grupo, y se refieren a la diferenciación entre el origen urbano y rural que, por consiguiente, se ve reflejado en el nivel de estudios y la trayectoria laboral en el lugar de origen. Diferencias que se mantienen simbólicamente aun cuando en el lugar de destino compartan los mismos espacios laborales y sociales.

CÓMO CITAR: Castillo, Rocío A. (2022). Activismo y género en un contexto migratorio. Experiencias generizadas y significados del quehacer político. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 8, e844. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v8i1.844

Recibido: 16 de Julio de 2021; Aprobado: 25 de Febrero de 2022; Publicado: 09 de Mayo de 2022

Rocío A. Castillo

Es profesora investigadora Cátedra CONACyT comisionada al Centro de Estudios de Género de El Colegio de México desde noviembre del 2018. Es doctora en Antropología por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), maestra en Estudios de Asia y África, con especialidad en África por El Colegio de México y licenciada en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus intereses de investigación giran en torno al género, la acción colectiva y los movimientos sociales, el estudio socioantropológico de las emociones, la subjetividad y los estudios migratorios. Actualmente su agenda de investigación se enfoca en el estudio de los feminismos jóvenes y urbanos en México, particularmente desde la perspectiva de la autodefensa feminista.

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