…en cuanto a la sangre coludida
tomaremos partido por la arroyada de los glaciares
en deshielo
y lanzaremos al cuello del Desastre
-impudencia y virulencia- palabras boleadoras
nos ha tocado ver a menudo que un surtidor de
agua viva
derribe la cabeza de la Bestia
Aimé Césaire, Conspiración…
En 1952, Frantz Fanon decía “La desgracia del hombre de color es el haber sido esclavizado . La desgracia y la inhumanidad del blanco son el haber matado al hombre en algún lugar. Es, todavía hoy, organizar racionalmente esta deshumanización” (2009: 189-190). Actualmente, una mujer argelina-francesa, Houria Bouteldja, vocera del Partido de los Indígenas de la República (PIR, acrónimo que juega en la pronunciación en francés con “lo peor”) profundiza esa crítica y nos presenta una propuesta de reflexión y acción: la política del amor revolucionario, subtítulo de su libro: Los blancos, los judíos y nosotros -traducido por Anabelle Contreras Castro con la colaboración de Claire Liénart, y prefacio de Ramón Grosfoguel, y que ve la luz al castellano solo un año después de la aparición de la publicación en francés (París: La fabrique Éditions, 2016).
El libro de Houria, así como sus acciones políticas, son escandalosas, han provocado encendidas polémicas sobre todo en Francia y en Europa desde que el PIR fue lanzado - primero como movimiento en 2005 y luego como partido en 2010. Quiero retomar aquí la etimología de la palabra escándalo: “del latín tardío scandălum y este del griego skándalon; propiamente ‘piedra con que se tropieza’”, así como solo la cuarta de sus acepciones: la de “asombro, pasmo, admiración”.1 El trabajo de Houria es pues una piedra con la que tropezamos, y como en todo traspié no podemos quedar igual, nos conmueve, nos hace re-pensar ciertas categorías y re-considerar la historia de la construcción de occidente y de los ideales liberales de las naciones europeas.
El argumento se ubica en la confluencia de, al menos, tres vertientes: la crítica anticolonial, el pensamiento decolonial y “la historia y el presente de la inmigración magrebí, arabo-bereber-musulmana” (p. 21).
Su propuesta pone en el centro la racialización, el racismo, es decir, el dispositivo occidental/europeo/moderno/colonial y patriarcal que vuelve a cualquier no-blanco, en otro/otra, inferior, residuo, despojo. La partición dicotómica del mundo -que se dio en una imbricación de procesos a lo largo del tiempo: donde la conquista de América juega un papel fundamental- repartición que expulsó y puso en condición de condena a la zona del no ser, a quienes no fueran blancos. La profunda cicatriz de la racialización, de esa división que pasa por el color y se interrelaciona con la clase -el obrero blanco está por encima del negro- y el género -las mujeres blancas por encima del obrero negro y de las mujeres negras-, de ahí la delimitación que plantea Houria en su escrito: ustedes - los blancos y los judíos que se han blanqueado-; nosotros: las mujeres indígenas y los indígenas.
Respecto a esta noción -indígenas- tal y como lo señala en el libro y en las entrevistas que otorgó, primeramente hacía referencia a los autóctonos de los lugares colonizados, pero también a una forma de clasificación que implantó el código del indigenato2 y que ella y el movimiento en el que milita lo han retomado para visibilizar una realidad dentro de la república francesa: hay ciudadanos de primera y de segunda y esta división tiene que ver con la jerarquía racial.
[Durante las ocupaciones coloniales] fue necesaria una distinción entre los colonos y los locales. Entre los que iban a tener el poder y los que serían oprimidos. Los indígenas quedaron reducidos por las armas, económicamente y por la ley. La ley fue el código del indigenato, codificó la opresión social y racial de los autóctonos, privados de derechos, libertad y soberanía.3
Houria, como tantos otros, es francesa y, sin embargo, es tratada como si todavía do minara ese código; las personas racializadas son controladas o metidas presas por su apariencia. El uso de esta noción pone de manifiesto la prevalencia de una asimétrica y muy desigual distribución del poder político, ecocómico y cultural, grito que se escucha en los disturbios constantes en la banlieue o barrios periféricos de las ciudades francesas.
La escritura de Houria es apasionada y apasionante, filosa, punzante, en ocasiones terminante, el libro es un texto corto (121 páginas), con capítulos breves, contundentes. En cada uno proporciona tanto datos de la historia contemporánea de casi todos los continentes, como anécdotas familiares que hilvanan esa línea continua entre las estructuras económicas y políticas y lo cotidiano, la trama existencial.
Quiero proponer una lectura en tres pun tos, intersectando los contenidos de los seis capítulos de su libro: el primero es la crítica epistemológica, siempre de la mano con lo político. El segundo es la crítica feminista de colonial y el tercero y último es la apuesta por el amor revolucionario, transformador.
1.En la parte que correspondería a la introducción pero que no lleva ese nombre, Houria, examina el papel activo y fundamental de las y los intelectuales y el riesgo de permanecer ad heridos a la blanquitud. Haciéndose eco de la consigna que la extrema derecha francesa lanzó sobre uno de los intelectuales existencialistas más connotado, por su posicionamiento político a favor de la liberación argelina: “¡fusilen a Sartre!”, Houria suscribe el llamado, pero por otra razón: le critica de manera categórica su posición sionista, su apoyo a la fundación del estado de Israel en tierras palestinas. Contraponiéndole a Jean Genet y su compromiso decidido para con el pueblo palestino y con todas las luchas de liberación, sin rasgos de filantropía o caridad, cuestión que conllevó una crítica agudísima a la república francesa colonial, Houria demanda el posicionamiento radical, sin tapujos de ningún tipo y clama por la posibilidad de matar al blanco que todos llevamos dentro, porque es en realidad una imposición y un riesgo.
De ahí que, asumiéndose indígena y emulando a Aimé Césaire en su Cuaderno de un retorno al país natal cuando señalaba: “yo declaro mis crímenes y no hay nada que decir en mi defensa” (Césaire 2008, 49), Houria también se declara criminal al vivir en Francia, al estar blanqueada: “Entre mi crimen y yo están, primeramente, la distancia geográfica y, luego, la distancia geopolítica” (p. 30). Asume la paradoja de habitar en pleno corazón de occidente y justo por ello ser y saberse del sur, por sus padres, su andamiaje comunitario y religioso.
Como hemos comentado, su trabajo abre va, al menos, de tres fuentes: una es la tradición anticolonial crítica, cuyo trazo genealógico pasa, de manera muy marcada, por Aimé Césaire y Frantz Fanon. Ambos, en sus momentos, han sido piedra de toque, causaron gran escándalo y también para los dos así como para Houria su papel no se queda en escribir, fueron militantes y participaron activamente en política: Césaire como alcalde de Fort-de-France y diputado, fundador y presi dente del Partido Progresista Martiniqués y Fanon como partícipe de manera decidida en la independencia argelina y la búsqueda de la liberación caribeña y negra.
El pensamiento decolonial contemporáneo, entre quienes destacan en su libro Ramón Grosfoguel y Enrique Dussel es el otro manantial. Ella misma ha declarado que este encuentro es relativamente reciente, que fue primero su lucha decolonial en Francia, sin conocer los contenidos del giro decolonial, pero que habiéndolo topado su acción se ha potenciado con sus conceptos, proposiciones y apoyo (en México, en la presentación de su libro la acompañaron los dos autores antes mencionados, Andrea Meza y Karina Ochoa). Houria indica que el encuentro la regocija pues pone de manifiesto la urgente necesidad de descolonizarlo todo, porque “de la belleza, la poesía, la espiritualidad, es eso de lo que carecen, cruelmente, nuestras sociedades modernas y secas.” (p. 119)
En ese sentido, resalto la doble crítica que -fundada en la decolonialidad- Houria hace de los conocimientos y la filosofía occidentales y coloniales. Y de la mano de esta, la crítica a la ruptura operada entre pensamiento y creencias, mitos y logos, credos y razón. Esa idea sumamente reproducida por la antropología -en tanto ciencia colonialde que los otros, los salvajes creen; Europa, occidente conoce, produce ciencia y filosofía. Olvidando que la modernidad también es un mito “que hace promesas, pero no cumple ninguna” (p. 112). Escisión que el occidente moderno/colonial intentó hacer con la espiritualidad/religiosidad, dejando de lado que la etimología remite a religar, a hacer comunidad. Y “es de la fe que el indígena adquiere su poder (…) En el islam, la trascendencia divina ordena humildad y consciencia permanente de lo efímero” (p. 114)
De esta manera, y en consecuencia con lo anterior, el tercer surtidor son, justamente, las y los pensadores arabo-musulmanes, hombres y mujeres del pasado y del presente,4 de quienes abreva y con quienes canta. En el capítulo “Nosotros, los indígenas”, traduce del árabe al francés, y nos comparte estrofas de canciones de inmigrantes, sus blues de resistencia comunitaria, solidaria. De ahí Houria establece una posible articulación con otras creencias y resistencias también del sur, “con las otras utopías de liberación (…) de donde vengan, espirituales o políticas, religiosas, agnósticas o culturales, en tanto respeten la naturaleza y el ser humano, que no es, fundamentalmente, más que un elemento entre otros” (p. 116-117).
2. La crítica acérrima y sin tregua al feminismo blanco moderno, ilustrado, se inaugura con la frase “Mi cuerpo no me pertenece” que está en el capítulo “Nosotras, las mujeres indígenas”. Porque, para Houria, la despatriarcaliación es mucho más amplia de lo que ese feminismo occidental ha propuesto. Podríamos ubicar esta producción dentro de lo que Sirin Adlbi Sibai retomando a María Caterina La Barbera llama “feminismo multicentrado”, cuyo nombre “hace gala de la complejidad y de las diferencias que estos trabajos quieren poner de relieve.” (Adlbi Sibai 2016, 63) Houria reconoce que su cuerpo forma parte de un linaje ancestral, pertenece a sus abuelas, abuelos, madre y padre, declaración impensable para ciertos feminismos que se adhirieron sin reservas a la visión capitalista sobre el individuo, y dieron por sentada la primacía del yo. Y de esta manera, hicieron responsables a las mujeres de sus propias muertes y violencias, ¿tenemos que cuidarnos solas? ¡Claro que no! Desde una crítica marcadamente anti individualista -porque esa posición entraña lo más profundo del colonialismo, un ego conquistador- suscribo lo que señalan Houria y las pensadoras islámicas decoloniales, varias feministas indígenas: lo único que podrá salvarnos es hacer comunidad y no continuar con la imitación.
Lo que plantea Houria, junto a otras pensadoras, es que la historización de esos fenómenos -el patriarcado, el colonialismo, e incluso el contexto de surgimiento del feminismo- es primordial. Al llevar a cabo este análisis histórico, postula que el feminismo tiene un largo trayecto, y debido a las luchas de las mujeres se han obtenido derechos, pero casi siempre desde una perspectiva liberal, derechos que no son para todas porque se obtuvieron también “gracias a la dominación imperial” (p. 79-80). Es decir, mientras el feminismo blanco no examine los privilegios con los que cuentan al ser mujeres blancas en las metrópolis, no tiene por qué imponer y reproducir la lógica universalizante. Ello significaría homologar condiciones que no son las mismas y desconocer los aportes críticos que desde otros lugares, otras subjetividades y formas de relacionarse se han hecho.
Houria ha sido increpada por las “buenas conciencias francesas”, incluso feministas, que no hacen sino reproducir el canon colonial. Como en los textos de Fanon y, Césaire, hay en la escritura de Houria una angustia existencial, un decir desde el desasosiego, que no es sino esa voz comunitaria de potencia revolucionaria, que busca interpelar, tener resonancia, generar una repercusión para transformar.
3. La apuesta. Houria señala que toma prestada la idea de amor revolucionario de Chela Sandoval, feminista chicana poscolonial. Es una propuesta que, desde mi punto de vista, en el libro solo deja enunciada y a la que es necesario todavía dotar de contenidos, pero en ello podemos vislumbrar una congruencia respecto del hacer y pensar en comunidad y con la comunidad. No obstante, Houria en su visita a México en abril de 2018, abordó en una entrevista este punto:
Hay algo del orden del odio, del racismo que está desarrollándose dentro de nosotros mismos, hay una forma de antisemitismo, misoginia, homofobia, hay incluso racismo intracomunitario, la política del amor revolucionario lo que quiere es ponerle fin a ese círculo vicioso y el fin de este círculo vicioso es retomar la confianza en nosotros mismos, amarnos (…) rebasar esas formas de hostilidad y oposición en un proyecto político de liberación que es necesariamente revolucionario.5
Houria junto con sus colegas han inventado un vocabulario, un pensamiento propio surgido de un reconocimiento de su historia, de sus creencias. Resonando con James Baldwin, Houria nos propone el desafío de continuar la lucha descolonial: “salvar la belleza de los indígenas”.
A los blancos les demanda matar la blanquitud, abolir la jerarquía racial, a los judíos les propone salir del gueto juntos, a mujeres e indígenas desplegar los vínculos, religarnos. Como lo señala Ramón Grosfoguel en el prefacio al libro: “La invitación a una alianza política está siempre abierta en este manifiesto descolonial y en la práctica política de los movimientos descoloniales. Pero para avanzar en una alianza política se requiere previamente la creación de movimientos descoloniales autónomos que generen la fuerza política que permita negociar desde una posición de fuerza” (Grosfoguel, en Bouteldja 2017, 7), porque “si la modernidad en su expansión colonial desencantó el mundo, la descolonización transmoderna significa re-encantarlo” (Grosfoguel, en Bouteldja 2017, 14).
Porque más escandalosas que el libro de Houria, son las condiciones de vida de las poblaciones indigenizadas en todas las partes del mundo. De cara a la renovada ola de conservadurismo a nivel mundial que da una bocanada de aire a un imperialismo desfalleciente, solo un diálogo intercultural, que implique lo interreligioso e interepistémico con un enfoque decolonial, posibilitará el establecimiento de una justicia epistémica no para invertir los términos, sino para “articular antifascismo y anticolonialismo; antifascismo y antirracismo”.6
Como mujer indígena y militante, dispuesta al diálogo, al debate, Houria ha relevado la cuestión de la sensibilidad pensante: “Ser descolonial es, en primer lugar, un estado de ánimo de emancipación. Es a la vez ruptura y liberación. Un potencial que se encierra en alguna parte en nuestro interior, que se esconde en las profundidades de nuestro ser”.7
Frente a una política del miedo imperial, de la islamofobia, del temor frente al que han vuelto permanentemente otro, Houria nos presenta la política del amor revolucionario, que, como escribe Césaire, sea surtidor de agua viva que derribe la cabeza de la bestia y pueda permitir el despliegue de todas las formas de ser y estar en una nueva civilización: ¡ojalá!8