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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versión On-line ISSN 2448-6019versión impresa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.23 Hermosillo jul./dic. 2021  Epub 16-Dic-2021

https://doi.org/10.36798/critlit.v0i23.365 

Artículos

Liminalidad de una mirada infantil antibélica: Cartucho, Il sentiero dei nidi di ragno y Cerezas

Liminality of a child’s anti-war view: Cartucho, Il sentiero dei nidi di ragno y Cerezas

1Universidad Autónoma de Aguascalientes, México biagio.grillo@gmail.com


Resumen:

El comienzo y el final de una novela pueden ser umbrales estratégicos para la construcción discursiva dentro de la narración literaria, sobre todo cuando el referente del discurso es un acontecimiento problemático como lo es una guerra civil. Como señala Italo Calvino, los extremos de un texto son lugares claves porque permiten rastrear -desde la postura autoral- un importante potencial reflexivo más allá de su nivel eminentemente narrativo y literario. Por otro lado, como identifica Frank Kermode, recae en el final el sentido que determina la temporalidad de la narración y consecuentemente su registro discursivo. A partir de estas premisas, y con el objetivo de poner en evidencia la relevancia de la construcción discursiva en correspondencia con dichos umbrales, el artículo propone un análisis comparado del discurso crítico y humanista que la mirada infantil construye en tres novelas de la guerra civil: Cartucho (1931) de Nellie Campobello, Il sentiero dei nidi di ragno (1947) de Italo Calvino y Cerezas (2008) de Aurora Correa.

Palabras clave: análisis del discurso; comienzo; final; guerra civil; novela histórica

Abstract:

The beginning and the end of a novel can be strategic verges for the discursive construction within the narration, especially when the referent of the speech is a problematic event such as a civil war. On one hand, as Italo Calvino points out, the extremes of a text are key elements because they allow us to trace ─from the authorial position─ an important reflective potential beyond its eminently narrative and literary level. On the other hand, Frank Kermode identifies in its ending, the final the meaning that determines the temporality of the narrative (and consequently its discursive register). The objective of this article is to highlight the relevance of the discursive construction in relations of these verges. The article proposes a comparative analysis of the critical and humanist discourse that the children’s gaze constructs in three civil war novels: Cartucho (1931) by Nellie Campobello, Il sentiero dei nidi di ragno (1947) by Italo Calvino and Cerezas (2008) by Aurora Correa.

Keywords: analysis; beginning; ending; civil war; historical novel

El comienzo marca el espacio de un “hechizo”: la escritura entrega una voz que rompe el silencio de lo no dicho y la continuidad del ya dicho. En este umbral, cada texto narrativo define un génesis, un cielo y una tierra particular como telón de fondo del relato que, de ahí en adelante, se ofrecerá a un potencial lector u oyente como clave de paso a un mundo diferente (a veces colindante, otras veces ontológicamente distante de aquello que se suele llamar “mundo real”). En el caso de la novela histórica, ese fondo es más que una genérica ambientación espacial y temporal: es el “aura” del evento narrado (Malatesta 699), la atmósfera significativa en la cual los personajes se moverán interrogativos hasta hacerse vehículos de un discurso que es depositario de nuevas significaciones y nuevas “verdades” particulares.

El narrador como entidad textual (extradiegética o intradiegética) refleja, entonces, un complejo de elecciones y estrategias narrativas: en primera instancia, está la elección de una historia particular que aísla y silencia la infinita multiplicidad de otras historias posibles, a partir de datos concretos o imaginados; en segunda instancia, está la elección de una forma precisa de iniciar esa misma historia. Como escribe Italo Calvino en una de su Seis propuestas para el próximo milenio, el comienzo es siempre una separación, un alejarse de la indiferenciación circunstante: “se nos ofrece la posibilidad de decirlo todo, de todos los modos posibles; y tenemos que llegar a decir algo, de una manera especial” (Seis Propuestas 125).

Diametralmente opuesto al primer umbral, está el final. Cada narración llega a su final (inclusive en el caso de narraciones con final abierto o incierto), decretando el fin de ese “hechizo” inicial con una coda, un movimiento final. La historia, ya narrada, se dispersa, engrosando la totalidad de las historias, pero tal vez sublimándose en la corporeidad verbal y no verbal del lector. El final cumple, de esta forma, el propósito implícito en la frontera del comienzo y consuma la tensión desplegada a lo largo de la narración. Es un momento fundamental porque, como brillantemente nos enseña Frank Kermode en The Sense of an Ending, toda narración es construida a partir de ese fin, de manera retrospectiva, y activando una densidad de significaciones que trasciende el nivel narrativo y su diégesis.

En el siguiente texto, me propongo analizar comparativamente el comienzo y el final como umbrales estratégicos de una propuesta literaria discursiva en tres novelas históricas que presentan la mirada infantil como testimonio de la guerra civil. Estas son: Cartucho: Relatos de la lucha en el Norte de México, novela escrita por Nellie Campobello (publicada en su primera edición en 1931), que propone desde la perspectiva de una niña (alter ego narrativo de la autora) una visión heterodoxa de la guerra civil en el marco de la Revolución mexicana (1913-1920); Il sentiero dei nidi di ragno (El sendero de los nidos de araña), novela escrita por Italo Calvino (publicada en 1947, en la inmediata posguerra) que, desde la perspectiva del niño Pin, relata el ambiente de la lucha de los partisanos italianos al final de la segunda guerra mundial (1943-1945); Cerezas, novela autobiográfica escrita por Aurora Correa (publicada en México en 2008), que relata -desde la madurez del recuerdo- la experiencia vivida como niña durante la Guerra Civil en Barcelona (1936-1939), antes de su exilio en tierra americana.

Las tres novelas construyen narrativamente una mirada infantil sobre el referente histórico de sus respectivas guerras civiles y de allí abren un puente hermenéutico para presentar un discurso no alineado a la narrativa histórica oficial. La mirada de estos niños protagonistas desarma las simplificaciones de la historia oficial e instaura la posibilidad de un “contradiscurso” (Angenot 42-43). De aquí que, ya en su umbral de comienzo, estas novelas empiezan a plantear una perspectiva compleja sobre el acontecimiento, a través de una focalización que recae en la alteridad de un sujeto que es infantil y, por esta razón, “extraño”: así, en el comienzo, se tiende ya a exhibir los signos de una guerra que permea la cotidianidad y el escenario existencial que estos niños-testigos viven en los márgenes del conflicto. Asimismo, en su construcción discursiva, estas novelas apuntan a un final que no puede coincidir con el epílogo “consolatorio” (Eco 18-19) y mítico que las versiones oficialistas de la historia ratifican en su faceta de servidor público del Estado. Al contrario, las historias de Pin, de la niña que en Cartucho dice “yo” y de Aurora-niña terminan declinando una salida individual del acontecimiento, según una temporalidad subjetiva que sugiere una hermenéutica alternativa. Dicha subjetividad aclara que estas novelas no fijan una representación, sino que significan y asumen frente al público un valor apocalíptico (en su sentido etimológico, como revelación). Por esta razón, el umbral de salida plantea discursivamente un juicio desde la literatura que complementa el juicio del historiador: el epílogo encarna una lucha en contra del olvido que es una “lucha contra la muerte” (Kula 101).

El comienzo y el final, por lo dicho, son momentos esenciales de toda narración porque implican el materializarse de un mundo verbal y discursivo y -como recuerda el mismo Calvino- permiten reflexiones que van más allá de lo literario “pero que sólo la literatura puede <expresar>” (Seis Propuestas 126). En este sentido, en las tres novelas, los momentos del comienzo y del final aparecen esenciales: no por su específico significado estructural, sino porque invocan sobre el plano discursivo a sus protagonistas infantiles, in limine, es decir, en los umbrales de una historia y de una guerra que en su discurso hegemónico no deja de atrincherarse en un territorio declaradamente “adulto” y “masculino”. Objetivo de este artículo será entonces, examinar comparativamente cómo se configuran los respectivos discursos en los umbrales de los tres textos.

I. Umbrales de Cartucho

La guerra civil-revolución aparece en el escenario textual desde el íncipit de Cartucho, en la sinécdoque de una tercera persona masculina, “ÉL”:

Cartucho no dijo su nombre. No sabía coser ni pegar botones. Un día llevaron sus camisas para la casa. Cartucho fue a dar las gracias. “El dinero hace a veces que las gentes no sepan reír”, dije yo jugando debajo de una mesa. Cartucho se quitó un gran sombrero que traía y con los ojos medio cerrados dijo: “Adiós”. Cayó simpático, ¡era un cartucho! (Campobello 99)

Este “Él” es un revolucionario que no dice su nombre, pero adquiere uno en la fantasía infantil-popular y ese mismo nombrará la entera novela: “Cayó simpático, ¡era un cartucho!”. La vía de acceso a la narración es dada por el medio material y cotidiano de unas camisas que son llevadas a la casa, dejando entrever la presencia decisiva, pero todavía implícita, de la madre. La madre de la niña, aquí, aparece como el trámite entre el espacio protegido y la guerra de afuera. En primer lugar, su acción de coser botones permite el encuentro entre la niña y otra subjetividad, antes ajena a la intimidad del hogar y ahora recurrente en el contexto bélico. Así, este contacto crea una nueva relación de familiaridad, de hermandad (y de juego, con la niña más pequeña de la casa). Por lo tanto, cuando Cartucho no regresa, días más tarde será la misma madre la que preguntará por él y lo sumará a la lista de los fallecidos: “Unos días más. Él no vino; Mamá preguntó” (Campobello 99).

La niña es aquí representada en medio de una actividad lúdica y de un cambio de perspectiva que subraya su otredad respecto al mundo de los adultos: “jugando debajo de la mesa”. Al mismo tiempo, la protagonista pronuncia oraciones sorpresivas que parecen reflejar el lenguaje proverbial de la sabiduría popular o familiar (“El dinero hace a veces que las gentes no sepan reír”). El juego, tras algunas líneas, reaparece como contrapunto poético e irónico de lo bélico, pero posible y serio como la guerra misma (Vanden Berghe, Alegría en la revolución 157): es un paseo a caballo por la calle de la Segunda del Rayo, es Gloriecita tiernamente agarrada en los brazos del combatiente en descanso y las “zapetitas” improvisadas con pañuelos. El contrapunto es la llegada de los carrancistas, con el “30-30 abrazado”, en el fuego del cerro y en las balas descargadas apenas más allá de la esquina. Aquí, a esta altura del primer capítulo, la guerra civil adquiere presencia física en el escenario, pero este giro sorpresivamente no es abrupto, al punto que el soldado empieza a disparar sin soltar a la niña de sus brazos: para su comienzo, la elección de Campobello recae en este compenetrarse sin discontinuidad de lo bélico y de lo cotidiano.

Así, el conflicto puede presentar su faceta de muerte en la rigidez de un cuerpo doblado sobre su rifle y en esa canción única que, en su ausencia, con él se va. La muerte, además, muestra aquí el poder de deshacer el nombre verdadero de las cosas muertas: de manera que Cartucho ya no será Cartucho, sino un anónimo y simpático soldado villista. Por otro lado, la muerte llama en causa a la vecindad y activa la memoria colectiva de una comunidad que se deslinda de los límites urbanos, rompiendo lo monológico de las voces “autorizadas”. Esta memoria, aquí, es personificada por José Ruiz, “de allá de Balleza” (Campobello 99), pero es una memoria en diálogo que se hace oralidad e Historia. Este José, que atestigua y explica la desaparición del soldado, es definido filósofo porque piensa “con la Biblia en la punta del rifle” (Campobello 99). La presencia simultánea de Biblia y rifle en un contexto bélico no sería nada sorpresivo, pero aquí parece sugerir, en primer lugar, la apelación a una justicia superior como guía de los actores del conflicto (y en oposición a los detractores de la Revolución). En segunda instancia, la biblia y el rifle parecen aludir a una doble (y antitética) discursividad: a un discurso “desde arriba”, autoritario y canónico; y a otro discurso “desde abajo”, “real” y forjado con la sangre y la pólvora en el campo de batalla.

Central en el texto es la mirada del personaje que dice “yo”. Esta concurre y se fusiona con otras miradas, que quedan secundarias, en el fondo, pero que ejercen efectos relevantes en la principal. Es una mirada infantil y femenina que inscribe la guerra en la perspectiva de una historia “matria” (en el sentido de Luis González y González), es decir, de una historia más “femenina”, que replantea el discrimen entre espacio público y privado mientras que el conflicto invade el hogar. Y es una mirada que revela la guerra como referente. No se trata, sin embargo, de un referente abstracto o lejano. Está presente y ausente al mismo tiempo, es un “esa” que engloba la pluralidad de “él” que aparece, de forma efímera, en el contexto vivo que ese “yo” observa. Así la guerra, como referente-objeto, se carga de un sentido melancólico, sobre todo en las palabras finales de la niña: “El amor lo hizo un cartucho. ¿Nosotros?... Cartuchos” (99-100).

De Cartucho, hombre del Norte, no nos queda casi nada. No conocemos sus motivaciones o las razones de su lucha. Apenas intuimos su juventud y su probable pobreza. A lo largo del fragmento, la niña -como yo narrador que enuncia- define narrativamente una relación con ese “él” del personaje. Sin embargo, esta relación textual sugiere, entre líneas, posibles significaciones que trascienden el mismo texto y su naturaleza meramente literaria. Frente a la imagen de su muerte, frente al final irrevocable de la Revolución vivida por un simple soldado que así encuentra “lo que quería”, la mirada de la niña mitiga lo heroico, revelándolo simplemente humano y, por ende, transitorio como una canción que jamás será cantada otra vez: “No hay más que una canción y ésa era la que cantaba Cartucho” (99). ¿De qué canción se trataba? ¿Qué significado puede tener esta canción? En apariencia, el texto no da respuesta, solo nos dice que se trata de una canción que nadie más volverá a cantar o escuchar. Entonces, como alegoría de la misma vida del soldado, esa canción pareciera reafirmar el anonimato de una presencia que no encontrará su trasposición musical en un corrido popular y, por esta razón, será condenada al olvido. No obstante, la evocación de esta canción sirve para activar un valor contradiscursivo que será constante a lo largo de toda la narración de Campobello, a través de la visualización significativa de la masa revolucionaria: como soldado raso, es decir, como partícula sin nombre del Leviatán revolucionario, Cartucho no sería destinado a ser incluido en el cuento oficial de la Revolución; sin embargo, su presencia es rescatada sobre el plano narrativo porque el valor colectivo de la experiencia bélica no cancela la individualidad de sus actores. De esta forma, la narración se hunde “en las minucias, en los rincones, en la anonimia, en lo sobrentendido” de la historia (Aguilar Mora 18). En este sentido, el primer umbral de la novela plantea una finalidad que no es solo estética, sino sobre todo ética, al recuperar lo cualitativo de la subjetividad de los diferentes personajes que desfilan bajo la mirada de la niña-testigo y al alejarse discursivamente del canon de una Novela de la Revolución que reducía “a los sujetos en objetos” (Martínez, “Cartucho” 169). Además, en su calidad de villista y de personaje epónimo, la presencia del soldado Cartucho también enfatiza la travesura intencional1 de la novela, en su recuperar el protagonismo villista en la revolución “como contrapeso de la maniobra estatal” (Avechuco 72) que tachaba de “bandido” a la figura de Pancho Villa.

En el umbral de salida, en cambio, la guerra civil ocupa enteramente la escena: villistas, por un lado, carrancistas, por el otro. El punto de vista subjetivo e infantil que la ha relatado hasta ese momento, por 55 capítulos, es arrinconado. La niña cede el hilo de la narración y da un paso atrás, limitándose a escuchar el relato de los eventos. La mirada sobre el referente bélico se hace por un momento despersonificada, introduciendo una voz en tercera persona. Ahora la misma guerra narra, a través de sus acciones en el campo de batalla y de las tácticas tras de ellas. A este primer desplazamiento narratológico se suma otro, espacial, a una distancia no definida del escenario principal de Parral: “Llegaron a Rosario y siguieron más allá” (Campobello 165).

Tras este desplazamiento de la voz y del espacio, el protagonismo pasa a dos oficiales villistas, que dan sus nombres al título del capítulo: el primero es el Coronel Ismael Máynez; el segundo es Martín López, “hijo guerrero” de Villa, ya presente en los tres capítulos precedentes. En el fondo está la voz del mismo Villa que, como general-estratega, da sus instrucciones: “No gastes mucho parque; pero date un agarrón y luego te haces el derrotado” (Campobello 165). Del otro lado, está el otro bando, los changos (como se les llamaba a los yaquis, en ese momento alistados entre las filas del ejército constitucionalista). El conflicto recobra entonces, en este último fragmento, su historicidad masculina, su aspecto marcial, se hace evenemencial y epopeya de estrategias militares y de muertes: los cuerpos en armas se disponen sobre el tablero de ajedrez, mientras las mujeres y los niños regresan a los márgenes (de la acción y de la narración).

Pero reaparece finalmente una voz situada, una voz de testigo: el punto de vista vuelve a ser subjetivo. Es la voz del mismo Ismael Máynez, quien narra entrecerrando sus ojos azules “como para recoger la visión exacta” (166) de su vivencia, de su “verdad”. Con la tranquilidad de los norteños, y con satisfacción partesana, explica con todo detalle la maniobra de Martín y cómo el enemigo cae en la trampa planeada por Villa: “A Martín, mandado por el Jefe, le debemos las encerronas más grandes que les dimos a los carrancistas” (Campobello 166). Es el testimonio de la batalla2, pero -como en el resto de la novela- la narración no proporciona una fecha; se limita a pocas y vagas referencias topográficas y al número de carrancistas caídos: dos mil ochocientos.

La narración del coronel termina con un trago de café. Ese café, como anclaje matérico al mundo doméstico, sanciona un nuevo pasaje de la voz, el regreso al escenario del Parral. La niña protagonista entonces reaparece: lo escuchó todo como ausente y ahora retoma la palabra para hacerse vocera del sentir de toda la comunidad y así configurar un sentido dialógico y colectivo del acontecimiento. Como atestigua la voz de la madre y la luz de sus ojos, esa batalla de Rosario fue un triunfo villista “festejado por el pueblo del Parral” (167). Mas esta atmósfera de júbilo no se debe al éxito de una parte de la lucha, como lo es en el caso de Ismael Máynez. Las voces de la madre y de la tía, hechas eco por la niña, expresan la esperanza del fin del conflicto y de la restauración de un curso más humano de la existencia, como anticipación de una deseada y nueva prosperidad (Marina y López Penas 228-241). Esta esperanza toma la forma significante del ruido, ahora pacífico, de las pezuñas de los caballos por las calles. Y, para la niña protagonista, esa esperanza se bosqueja en el deseo íntimo y todo personal de un contacto afectuoso con la madre (ya no guardia del hogar, contacto de los villistas o enfermera para los heridos, sino solo Mamá, Señora de sus afectos) y con la vida misma: “Se alegraría otra vez nuestra calle, Mamá me agarraría de la mano hasta llegar al templo, donde la Virgen la recibía” (167).

Esta niña sin nombre, sin parpadear, miraba “con ojo experimentado” (Vanden Berghe, Homo Ludens 53) a los muertos desde su ventana y se encariñaba con el trazo de los cadáveres en la calle. Ahora, en las últimas líneas de la novela, esta misma niña recupera la esencia de una niñez exiliada de los dominios de la guerra. Finalmente, desea el resguardo de una rutina hecha a su medida, aunque sin olvidar la “verdad” observada y vivida por las calles polvorientas de la Revolución. Así, en Cartucho, la última mirada de la niña es una mirada ausente a la guerra y desprende una hermenéutica alternativa y posrevolucionaria de ese ayer.

II. Umbrales de Il sentiero dei nidi di ragno

El telón se abre a la vista sobre una porción diminuta y marginal de mundo. Hay un callejón (carruggio) tan estrecho y largo que permite solo ocasionalmente el paso al sol: cuando sus rayos logran pasar, deben descender por todo lo largo de los muros fríos hasta alcanzar la humanidad que protagoniza la narración, recalcando así, epistémicamente, la inevitable parcialidad de toda mirada (Milanini 529). En la escena, el olor pasa del aroma mediterráneo de albahaca y orégano de las ventanas, al perfume de la ropa al sol, hasta el hedor de los orinales de los mulos. Un grito rompe el silencio, levantando un coro discordante de voces e insultos. Es Pin, el niño ayudante del taller de un tal Pietromagro. Con irreverencia, reclama dentro del escenario un derecho a existir, con la voz áspera de un niño-viejo:

Di’ Celestino, sta’ un po’ zitto, bel vestito nuovo che hai. E di’, quel furto di stoffa ai Moli Nuovi, poi, non si sa ancora chi sia stato? Be’, che c’entra. Ciao Carolina, meno male quella volta. Si, quella volta meno male tuo marito che non ha guardato sotto il letto. Anche tu, Pasca, m’han detto che è successo proprio al tuo paese. Sì, che Garibaldi ci ha portato il sapone e i tuoi paesani se lo son mangiato. Mangiasapone, Pasca, mondoboia, lo sapete quanto costa il sapone?3 (Calvino, Il sentiero 3-4)

Este es un huracán de burlas. Deambulando y cantando por la calle, se mofa de todo y de todos: del “hambre” de unos, de la infidelidad de otros, o de sus formas de arreglársela en un mundo de miseria. Pero Pin también canta: canta canciones de libertad, canciones de presos, que todos escuchan en sagrado silencio y con los ojos bajos, o canciones pícaras, que alegran a la gente.

Pin es huérfano de madre e hijo de un marinero que desde ya hace mucho tiempo se ha olvidado de regresar a ese puerto. El niño tiene una hermana mayor y, a través de ella, la guerra muestra por primera vez su presencia: “La sera, ogni due giorni, dalla sorella di Pin viene il marinaio tedesco”4 (5). Ese adjetivo, “tedesco” (alemán) es al principio solo alusivo, una sospecha. Y, de hecho, por un momento pareciera un blanco más de las burlas del niño. No obstante, ese marinero lleva consigo la guerra, en la periferia del campo de batalla (sea cual sea): en lo rasurado de su cabeza, en las dos cintas negras del gorro militar (que lo hacen ver ridículo a los ojos del niño) y en la gran pistola “alemana” en la cadera. Frick es el nombre del marinero (así le llama la hermana de Pin desde la ventana), quien dejó su familia en Hamburgo, ciudad ahora tragada por las bombas (esto nos dice la voz externa del narrador). Es entonces una gran guerra, tan cercana que acecha a los callejones estrechos y sus habitantes y, al mismo tiempo, lejana. Pero no para Pin: para él, la guerra es solo una historia más de la cual le hablan los adultos y tiene el sabor amargo de los cigarrillos que el militar con complicidad le regala. Por esta razón no entiende por qué la gente a su alrededor le insulta llamándole “ruffiano5 (rufián).

Mas todo cambia de repente con la segunda pista que el texto ofrece de la guerra, ahora en la figura enigmática de un desconocido, delgado y serio, y en la epifanía de una palabra prohibida: “gap6”. Entrando a la hostería, Pin se encuentra entonces con un muro de espaldas que no responde a sus bromas, solo lo mira de vez en cuando, como de reojo. Luego llegan las palabras, pero no se trata de los mismos insultos de siempre y Pin lo entiende. El tono ha cambiado, se vuelve un lenguaje violento, de rechazo:

Il Giraffa volta un po’ il collo verso di lui e fa:

- Vai via, noi con chi se la fa coi tedeschi non abbiamo nulla da spartire.

- Va a finire, - dice Gian l’Autista, - che diventerete pezzi grossi del fascio, tu e tua sorella, con le vostre relazioni.

. . . - Quando viene il giorno che cambia tutto, mi capisci? tua sorella la facciamo girare rasata e nuda come una gallina spennata... E per te... per te studiamo un servizio che non te lo sogni neppure.7 (10)

Como un vuelo de avispas en su cara. Pin no pierde el control, se muerde los labios y reitera su ser ajeno a los alemanes, a la guerra, a todo. Hasta a su hermana. Pero el desconocido llama al orden y sus miradas silenciadas parecen llegar a un acuerdo:

- Di’, - fa Miscèl, - hai visto che pistola ha il marinaio?

- Un boia di pistola, ha, - risponde Pin.

- Ben, fa Miscèl, - tu ci porterai quella pistola.8 (11)

La conversación define entonces un “nosotros” del cual Pin podrá ser parte o del cual será excluido para siempre. Que robe o no la pistola del alemán, ya no habrá vuelta atrás: “Pin vorrebbe riprincipiare a fare lo scemo, ma improvisamente si sente bambino in mezzo ai grandi e rimane sullo stipite della porta”9 (12).

Esa puerta de la hostería, en este sentido, es también el límite de una infancia a la cual ya no pertenece ni podrá pertenecer. La guerra lo ha alcanzado y, aún más, se revela como una de esas historias de sangre y cuerpos desnudos. Pero, esta vez, se trata de una historia que trae consigo algo nuevo: palabras desconocidas y mistéricas, así como la profecía de un día en el cual todo cambiará.

El umbral final, en cambio, nos presenta a un Pin triste y solo. Un nuevo nudo marca su ser ajeno al espacio que lo había recibido y por algún tiempo incluido en su “nosotros”: “come quando ha rubato la pistola al marinaio, come quando ha abbandonato gli uomini all’osteria, come quando è scappato dalla prigione. Non potrà più ritornare con gli uomini del distaccamento, non potrà mai combattere con loro”10 (150). Pin fue el ayudante del zapatero, el prisionero político de los fascistas, el fugitivo, el ayudante del cocinero y el partisano de la endeble división del Dritto. Sin embargo, todo eso debe quedar atrás, y de la cresta de la montaña mira al camino que le tocará recorrer, de regreso, en una dirección todavía ignota.

Pin, amigo de los grandes, se redescubre ahora nada más que como un niño, excluido del mundo misterioso de armas y mujeres. En su descenso, físico y simbólico, por un momento recupera la esencia de una niñez lúdica, despreocupada, imaginando juegos inocentes y divertidos: trepar árboles, brincar sobre piedras blancas, acechar ardillas. Asimismo, comparte una comida pobre con dos ancianos pastores de cabras que en él encuentran la nostalgia de los hijos, presos lejanos de la guerra lejana. Pero el protagonista, ahora marcado por la cercanía de un conflicto que lo alista afuera de su infancia, no puede fingir: es un niño-viejo y no sabe lidiar con esta bondad (desinteresada y por eso antinatural) de los otros. Solo puede huir, de nuevo. Gracias a su ingenio y a su “apariencia” de niño inocente, elude un puesto de control alemán y así regresa al espacio mágico de los nidos de araña en búsqueda de su pistola, para volverse imaginativamente un partisano solitario y capaz de hacer cosas maravillosas y ganarse el respeto de todos. Pero ese lugar, sagrado para Pin, aparece ahora violado y profanado por las manos ansiosas y destructoras del traidor Pelle: toda la tierra está removida, las madrigueras demolidas y la pistola desaparecida, en una similitud cruel con la misma infancia destruida.

Pin está solo, llora; su último refugio está perdido, como aquella pistola, su única posesión:

cosa farà adesso? In banda non può più tornare: ha fatto troppe cattiverie a tutti, a Mancino, alla Giglia, a Duca, a Zena il Lungo detto Berretta-di-Legno. All’osteria c’è stata la retata e tutti sono stati deportati o uccisi. Resta solo Miscèl il Francese, nella brigata nera, ma Pin non vuoi fare la fine di Pelle, salire per una lunga scala attendendo lo sparo. È solo sulla terra, Pin11. (153)

Este renovado sentimiento de plena soledad lo desorienta porque es incapaz de buscar en ella una significación (Sartre 51) y -casi por inercia- se encamina hacia la que había sido su casa en Carruggio Lungo. El encuentro con la hermana, arquetipo de la “mala madre” (Milanini 543), certifica definitivamente la imposibilidad de un regreso y de un afecto; como el vestido elegante de ella simboliza la abjuración de su pasado de pobreza. Y allí Pin vuelve a robar “su” pistola, recuperándola de las manos de la hermana; y huye una vez más hasta toparse con un conocido, en un encuentro que mágicamente reconstruirá el sentido de su pequeña existencia: allá, donde las arañas hacían sus nidos, reaparece Cugino, con la metralleta en el hombro y su gorro de lana en la cabeza, justo mientras Pin llora con las manos en la cara. La escena se repite, cerrando un círculo, pero esta vez representa para el niño la posibilidad de una verdadera amistad, de una sincera aceptación. Los dos estrechan sus manos y retoman por su cuenta el camino hacia las montañas: Cugino es el gigante, el “ayudante mágico” (Propp 45-46) un poco infantil, al cual también le interesan los nidos de araña y que finalmente se desinteresa de las mujeres; Pin es todavía el niño-viejo, amigo de los grandes, pero finalmente un niño al cual la corrupción del mundo y de la guerra no impide captar la magia y el encanto escondidos en la Naturaleza. Como el encanto de las luciérnagas que, casi en un sentido dantesco, guían el nuevo ascenso nocturno de los dos a las montañas. Esas luciérnagas, a lo largo del sendero fantástico, inspiran un último diálogo que es el cumplimiento final del potencial discursivo de la novela:

- C’è pieno di lucciole, - dice il Cugino.

- A vederle da vicino, le lucciole, - dice Pin, - sono bestie schifose anche

loro, rossicce.

- Sì, - dice il Cugino, - ma viste cosi sono belle.12 (159)

En el diálogo hay una reflexión estética, pero también epistémica: se evidencia la existencia de perspectivas que posibilitan el acceso a la belleza de la realidad, con cierta “levedad” (Calvino, Seis propuestas 13-16), una vez situado el observador a la correcta distancia. Pin, en su alteridad de observador, desde un nietzscheano “pathos de la distancia” (Cases 53-54), no cierra los ojos frente a la fealdad de lo “real”. Vistas bien, esas luciérnagas parecen asquerosas, y también “rojizas” (como rojiza, en el capítulo III, es descrita la “raza” de los nazis). La de las luciérnagas es una vista decepcionante, como lo fue -por un lado- la de los muchos “enemigos” fascistas y alemanes, y -por el otro- la de los “amigos” partisanos (que, en un registro anti-retórico, Calvino elige entre los “peores”). De aquí que el final ratifica una mirada contradiscursiva que está presente a lo largo de toda la novela y que complejiza la dialéctica entre los dos bandos activos en el escenario bélico: a los ojos de Calvino, no existe una naturaleza inocente del hombre (Milanini 540), pero existe claramente una “justicia” y una “razón” sobre el plano de la historia que demanda una ruptura con el pasado fascista. De esta forma, desde su distancia, la novela logra decir más de lo que normalmente dicen los hombres de su tiempo (Lollini 156) y la mirada infantil de Pin puede sugerir una significación más global e inclusive fundacional del acontecimiento, pero jamás maniquea o hagiográfica.

III. Umbrales de Cerezas

El primer umbral del texto nos ubica en marzo, tiempo de una primavera todavía tibia y precoz. No hay evocación directa de la guerra en el comienzo, sino una fuga de la cronicidad hacia un pasado ya remoto que, sin embargo, en la mirada infantil de la protagonista, apenas configura un ayer (Kermode 45). De aquí que, en esta escritura que reanuda la memoria 70 años después, lo bélico es una visión retrospectiva que pone entre paréntesis la cotidianidad y la nostalgia de una infancia recordada. Entonces, con un acento andaluz, la narración abre la escena a través de una voz mayor dirigida a una niña que es ausente, porque está entretenida en sus travesuras habituales: “¡Nena… nena…!” (Correa 11). Es la voz de la abuela Dolores. La niña que dice “yo” debería encontrarse en el patio, limpiando el gallinero y la conejera -así por lo menos afirma la voz de su mamá (Madre)-. La protagonista, sin embargo, está arriba de un cerezo escogiendo pendientes entre las frutas apenas menos verdes, levantando así las protestas del mundo adulto a su alrededor. Allí, en esa huerta catalana, está en escena el juego de rol de un sujeto infantil que desafía, con su imaginación lúdica, a la “sapiencia del siglo” de los adultos, que conoce y disciplina el tiempo de la cosecha:

- ¡No las cortes! ¿No entiendes?

No la obedezco y corto las menos verdes, que cuelgo en mis orejas. Ladeo mi carita picaruela:

- ¿Cómo me veo, abuela?

- Como un chimpancé de Orán. (Correa 11)

Esta actitud “rebelde” de la protagonista prefigura el acto insurrecto y postrero de relatar la guerra desde el desajuste de una mirada infantil, cuando la narración seguirá el hilo melancólico del recuerdo y de las notas de viejas coplas y canciones de ronda. Y esta niñez recuperada se tiñe del sabor denso de las cerezas y de su secreto gozo: “No recuerdo deleite mayor que colgarme esas perlas rojas a reventar para comerlas despacito con mis dientes de leche e irlas remplazando por otros pares” (14). Esas cerezas, que nombran la novela, están presentes además de forma gráfica en la página, como un elemento paratextual que hilvana los recuerdos de la niñez y los desenvuelve como hilo de metáforas vivas de la memoria: sus huesos serán utópicamente plantados en los cráteres de las bombas, en el océano Atlántico y, finalmente, en tierra mexicana.

Como las magdalenas para Proust, las cerezas actualizan el recuerdo y anclan la memoria a un momento perceptivo del pasado que la narración “elabora” (LaCapra 155-159): ese sabor nostálgico es el génesis de una narración que traza un cuadro familiar fantasmal, en la consciencia de la voz narradora autobiográfica -ahora adulta- de que el avance de la historia y de la guerra le negará si no su propiedad, “sí su usufructo” (Correa 15). De aquí que ese territorio del recuerdo, poblado por los nombres familiares y por sus gestos, prefigura narrativamente el futuro duelo del sujeto: la imagen de la madre en el acto de separar con religioso cuidado los preciosos frutos del cerezo, la del padre sentado a leer el periódico, y la de los juegos que los hermanos comparten con un chivo, solo representan un punto de partida que será resignificado por el desencadenarse de la guerra. Asimismo, la escuela que la niña Aurora anhela empezar será pospuesta y resignificada en un aprendizaje diferente, picaresco, a partir del trauma de la separación y del exilio, junto con otros 500 niños españoles. En este sentido, en su umbral de entrada, Cerezas sintoniza el recuerdo de una niña cualquiera en una tierra catalana, en un tiempo todavía indefinido que, sin embargo, pronto será connotado por la corrupción bélica de las bombas, del mercado negro y de los aviones que rompen la continuidad del cielo y de la fenomenología del sujeto infantil.

En el final de la primera parte de Cerezas, “Barcelona: dolça Catalunya patria del meu cor”,13 la narración es sacudida por una duda que alborota desde las entrañas a las voces de la niña y de sus familiares. Llegado el momento de la separación, de la partida para las “vacaciones” afuera de España y de su guerra civil, esa duda sobrepasa la dimensión afectiva y la vacilación sobre la mejor elección para los hijos, en una mirada interrogativa al destino mismo del país y de la República: “Se acercaba el gran día y nuestra vida estaba sacudida por indecisiones y tormentos amorosos… y si nos equivocamos… y si mejor muertos todos juntos… y si no tenemos porque [sic ] morir, por qué se van… ¿acaso no vamos a ganar?...” (130).

Hay, por lo tanto, la enunciación de un sentimiento individual, familiar y colectivo que asume un registro literario en la “forma desusada” (Correa 130) del habla y en la “inquietud” corporal de los sujetos patientes, como una aflicción que es totalizante porque es “proporcional al alcance de la pérdida” (Nussbaum 78). Es un sentimiento intenso frente a una guerra civil que se deja escuchar estruendosa solo afuera de escena: no está presente, pero, una vez más, es la sombra que todo lo envuelve y cubre, la vida y la muerte, el presente y el futuro.

La niña Aurora viajará lejos, a un territorio todavía inexplorado por la fantasía y por la madurez. Como para sus hermanos, es para ella un momento de despedida también de objetos, en su dualidad material y simbólica. Los huesos de cereza llenan, entonces, sus bolsillos y serán sembrados en el aire lejano de casa, entre montes extranjeros, con la secreta esperanza de poder desandar esos mismos pasos (como Hansel, en su respectivo cuento de hadas). Sin embargo, no será así, como atestiguan aquellos últimos pendientes de cerezas que para ella sentarán “el jardín-sarcófago de la nostalgia” (Correa 131) y apremian el discurso de la memoria. Finalmente, la novela se hace escritura desde el exilio y del exilio. Su umbral de salida activa una dimensión testimonial que cristaliza lo emotivo y lo privado del “yo” narrador como protesta hacia ese pasado. De aquí que la marginalización espacial y temporal hace que la emotividad de la voz narrante adquiera un valor contradiscursivo frente a la “normalización” que la transición posfranquista parece demandar14 (Becerra 75-78). La novela de Correa, entonces, asienta su discurso sobre un registro infantil y pasional (pero no patético) para complementar una mirada ética como hermenéutica del acontecimiento y como recordatorio de los significados individuales y colectivos que la Guerra civil y la discontinuidad democrática produjeron.

Conclusiones

En el umbral de acceso de las tres novelas analizadas no se asoman ni reyes ni héroes en sentido estricto. El protagonismo recae sobre un personaje infantil caracterizado por su acción de observador y, a su pesar, de testigo de un tiempo problemático como lo es una guerra civil. A veces, como es en el caso de Pin, por las circunstancias adversas de la vida, es el mismo sujeto infantil y ficcional que busca una participación activa en la guerra, a imitación del inalcanzable y misterioso mundo de los adultos. Otras veces, no es el niño-testigo que se involucra en la realidad bélica, sino la guerra misma que va hacia él y lo enreda, traspasando la frontera del hogar y de lo cotidiano: como en los casos de la niña que en Cartucho dice “yo” y de la Aurora-niña de la narración autobiográfica de Correa. De manera que el ingreso al mundo narrativo varía, aunque mantiene la misma importancia estratégica.

En el caso de Cartucho, se trata de un comienzo abrupto, in media res: en pocas líneas se presenta el héroe epónimo de la novela justo antes de que este sucumba ante la muerte, ante la guerra, según un esquema narrativo que se presentará de forma reiterada a lo largo de la narración para fijar la imagen plural y fratricida de ese conflicto llamado Revolución mexicana. De igual manera, ese comienzo introduce una voz de la enunciación situada en una protagonista infantil y su mirada peculiar sobre el evento histórico. Esos ojos de niña extrañan y filtran la complejidad del referente con tonos lúdicos y distantes. El cielo y la tierra de Cartucho, entonces, comienzan a coincidir, vagamente, con un pueblo norteño, lugar mexicano de enfrentamientos armados (entre carrancistas y villistas) y con la dimensión doméstica de su observación.

En el caso de Il sentiero dei nidi di ragno, el comienzo está construido con cierta gradualidad, al sugerir una escala de observación que delineará el entorno significativo de la historia y la complejidad de la mirada: se traza un paisaje urbano y popular, visual y olfativo, en el cual la lucha simbólica de la luz para ganar el espacio de los callejones, casi impenetrables, es paralela a la lucha para subsistir de una humanidad al borde de la pobreza y de la guerra. Esta lucha es también la lucha de Pin. Así que el niño protagonista exhibe una voz que resuena fastidiosamente para afirmar su existencia. También exhibe una mirada que filtra, de forma inconsciente, una “realidad” civil que aparece profundamente desgarrada entre el deseo de resistir, el de sacar el mejor provecho de la ocupación o el más primitivo deseo de sobrevivir. El cielo y la tierra de Il sentiero dei nidi di ragno, entonces, insinúan el retrato de un pueblo norteño y costero, entre un horizonte italiano que por el mar se abre hacia la guerra, más lejana y mundial, y otro horizonte que se pierde en las crestas de los montes rebeldes.

En el caso de Cerezas, la narración del comienzo se toma el tiempo de reanudar el recuerdo y mostrar cómo este adquiere sentido a través del sabor de un fruto remoto y de una nostálgica copla familiar: se activa, en este sentido, la conexión del “yo” narrador con las vivencias del pasado, encarnando el acto performativo de la escritura (Calveiro 71). La primera enunciación, como en círculos concéntricos en el estanque de la memoria, encuentra sentimientos de melancolía y los libera en la página. El cielo y la tierra de Cerezas son todavía indefinidos, porque se encuentran aún fuera de un horizonte físico o sensible: es el flujo indistinto de un tiempo y de un espacio ceñido por el recuerdo y cuchicheado con acentos españoles y líricos que, sin embargo, ya prefigura toda lo disruptivo que la guerra implicará.

Como se puede observar, cada autor define su comienzo, y de ahí su historia particular, pero los tres coinciden en activar una perspectiva situada que sanciona su distancia del punto de vista “autorizado” (adulto y hegemónico) sobre el acontecimiento, gracias a la alteridad de la focalización infantil y al filtro de un entorno lúdico y cotidiano. En dichas novelas, frente al escenario de la guerra civil, la separación del comienzo implica el retrato ambiguo de sentimientos y significaciones humanas capturadas en su movediza inestabilidad, es decir, en su constante fluctuar entre construcción y destrucción. El punto de vista infantil no atenúa esa inestabilidad. Al contrario, prepara el terreno para “desnudar” y exhibir su evidencia, volviendo plural su testimonio: más adelante, la mirada del niño y de la niña intentarán englobar -dialógicamente- la multiplicidad de las otras miradas sobre el referente. Por esta razón, en las tres novelas, el fin de la narración encuadra el fin de la experiencia ficcional narrada, pero no puede encerrar el evento: su mirada se dirige retrospectivamente a un pasado que, como “acontecimiento”, sigue vivo en el presente de la enunciación (Koselleck y Gadamer 97-108). Este discrimen deja fluctuar el potencial de la resignificación histórica en el destinatario-lector.

Recuperando la metáfora kermodiana, el comienzo y el final son como el tic y el tac del reloj que enmarcan un “silencio” como un espacio narrativo. Dentro de este intervalo, la narración confiere sentido a la existencia de los personajes que incluye y al evento que está en el fondo. De esta manera, las tres novelas más que producir la catarsis de una reconciliación final, catalizan la “carga” de una problematización potencialmente infinita (Eco 16-17) con un ojo abierto más allá de las páginas de papel: es el final de una historia de la guerra civil frente a un final que, discursivamente, jamás llegará a ser escrito. Así, entre los dos umbrales, Campobello, Calvino y Correa parecen invitar al destinatario de su discurso a una operación doble: leer la historia, el pasado, con una mirada crítica y adulta, pero quedándose anclados al recuerdo de una potencial significación infantil para instaurar una relación nueva con la historia y con el mundo.

De aquí que el cierre de Cartucho inscribe un desplazamiento. De la mirada subjetiva y sincrónica sobre el evento se pasa al tiempo del recuerdo y de la memoria colectiva. Es el recuerdo de una batalla decisiva para los villistas y el destino del Parral y de sus habitantes, un recuerdo que alegra la voz de la enunciación y le permite soñar con la restauración de una dimensión humana de la existencia. Así, el cierre de Il sentiero dei nidi di ragno lleva a cumplimiento el deseo de una verdadera amistad, un encuentro en un espacio mágico y personal desde el cual construir finalmente una identidad individual y nacional. Desde ahí, Pin y Cugino muestran la necesidad de hallar la escala correcta para ver al mundo, no como exclusión retórica de una pluralidad contradictoria de perspectivas, sino como expresión de libertad a partir de la cual pensar en un próximo futuro democrático. Asimismo, el cierre de Cerezas retrata la guerra desde el interior del espacio íntimo y familiar que se convierte en adiós, desde una elección que impone la fragmentación de los afectos en el nombre de una esperanza, y que prefigura un futuro de exilio, como habitante de “una nación abstracta, sin fronteras” (Martínez, Exiliadas 17): para la protagonista narradora, como para otros centenares de niños, ese final representa el desenlace forzado de la etapa infantil y, a pesar de todo, la iniciación a una vida migrante lejos de casa.

En este sentido, cada novela construye desde la experiencia literaria una discursividad que reanuda la posibilidad del testimonio allá donde toda reflexión quedaba irremediablemente suspendida, antes por el mismo conflicto armado y luego por los conflictos de la memoria (Jelin 40) que la narrativa hegemónica intenta “normalizar” en una narrativa fundacional y falsamente inclusiva (Todorov 23). Como recuerda Manuel Delgado (148), la guerra civil no se genera del fracaso del diálogo, sino de su exasperación. Por esta razón, desde la distancia de una mirada infantil, las tres novelas apuntan a reanudar el diálogo sobre la memoria de ese pasado, y los umbrales del comienzo y del final se vuelven parte de la estrategia autoral para reordenar la realidad histórica y su ficción (Kermode 61) en toda su complejidad. Dichos umbrales recuperan la “verdad” subjetiva de sus autores a través de una ficción que no deja de ser testimonial, y la traducen en una inédita mirada antibélica como transición hacia un futuro y un pasado diferentes.

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1En 1960, en su “Prólogo a Mis libros”, la autora define travesura la publicación de Cartucho: “Me horroricé, quería huir a mi rincón, esconderme detrás de un árbol; porque sabía que aquello era la travesura más grande qua había cometido. Cerré los ojos, me tapé los oídos y me reí por dentro” (en Obra reunida 355).

2En su monumental biografía de Villa, Friedrich Katz ubica el enfrentamiento a principios de marzo de 1917, en la proximidad del pueblo de Rosario, en Chihuahua. Según el historiador, en el campo de batalla quedaron más de dos mil muertos entre los carrancistas (225-226).

3“A ver Celestino, calla un poco, ¡linda la ropa nueva que traes! Y dime, ese robo de tela en los Muelles Nuevos, todavía no se supo quién fue, ¿eh? Bueno, nada que ver. Hola Carolina, ¡qué suerte aquella vez! Sí, qué suerte aquella vez que tu marido no miró debajo de la cama. Y tú también Pasca, me dijeron lo que pasó justo en tu pueblo. Sí que Garibaldi les llevó el jabón y tus paisanos se lo tragaron. Comejabón, Pasca, carajo, ¿saben ustedes en cuánto sale el jabón?” (3-4; traducción mía).

4“La noche, cada dos días, con la hermana de Pin va el marinero alemán” (5; traducción mía).

5El texto italiano juega con la polisemia de la palabra: Pin es aquí denigrado por el trabajo de su hermana prostituta, pero “rufián” denota también la actitud de quien adula o se somete por interés personal. Esta segunda acepción, en el contexto de la ocupación nazista, implica para el niño la sospecha de colaboracionismo con los nazi-fascistas.

6Los gap fueron, a partir de la salida de Italia de la Guerra mundial en 1943, grupos armados activos clandestinamente en las ciudades en contra del ejército de ocupación alemán y de los fascistas de la República de Saló.

7“El Jirafa voltea un poco el cuello hacia él y dice: - Vete ya, nosotros no tenemos nada que ver con quien se junta con los alemanes. - Seguro, - dice Gian el Chofér, - que se convertirán en peces gordo del fascio, tú y tu hermana, con sus relaciones. … - Cuando llegue el día que cambiará todo, ¿me entiendes? A tu hermana la metemos a la calle rapada y desnuda como una gallina desplumada… Y para ti… para ti pensaremos en un servicio que ni te puedes imaginar” (10; traducción mía).

8“- Dime, - pregunta Miscèl, - ¿La pistola del marinero, la viste? - Un demonio de pistola, tiene, - responde Pin. - Bien, dice Miscèl, - tú nos traerás esa pistola” (11; traducción mía).

9“Pin quisiera volver a hacerse el tonto, pero de repente se siente un niño entre los grandes y se queda en el umbral de la puerta” (traducción mía).

10“como cuando robó la pistola del marinero, como cuando abandonó a los hombres de la hostería, como cuando escapó de la prisión. Ya no podrá regresar con los hombres del destacamento, ya no podrá luchar a su lado” (traducción mía).

11“¿qué hará ahora? Con la banda ya no puede regresar: a todos les hizo demasiadas maldades, a Zurdo, a Giglia, a Duque, a Zena el Largo llamado Gorra-de-Madera. En la hostería hubo la redada y todos fueron deportados o asesinados. Queda sólo Miscèl el Francés, en la brigada negra, pero Pin no quiere acabar como Piel, subir por una larga escalera esperando el tiro. Está solo sobre la faz de la Tierra, Pin” (153; traducción mía).

12“- Está lleno de luciérnagas, - dice Primo. - Al verlas de cerca, las luciérnagas, - dice Pin, - son bichos asquerosos también ellas, rojizas. - Sí, - dice Primo, - pero al verlas así son bellas” (139; traducción mía).

13En este artículo delimito el análisis de la novela de Correa a la primera parte, allá donde es más activa la relación testimonial y epistémica entre la niña protagonista y el escenario de la guerra. De aquí, mi elección de asumir el final de la primera parte como umbral de salida de la novela.

14Cerezas representa una excepción respecto a la narrativa de la Guerra civil del siglo XXI. Como apunta el análisis crítico de David Becerra Mayor, esta narrativa muestra una visión tendencialmente conservadora y revisionista, al alinearse al consenso de la Transición y a los principios de amnesia, amnistía y equidistancia que caracterizan el discurso político sucesivo a la muerte de Franco. Todo esto se traduce en una visión simétrica e intercambiable de republicanos y falangistas que, en cambio, Aurora Correa rechaza desde la emotividad situada de su experiencia autobiográfica.

Recibido: 17 de Noviembre de 2020; Aprobado: 23 de Abril de 2021

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