En la historiografía sobre la Real Universidad de México tenemos ya estudios sobre su gobierno,1 su estructura docente y corporativa,2 los números de sus diferentes poblaciones3 y los patrones de carrera de sus graduados.4 Sin embargo, falta mucho por conocer de su historia social. Ahondar en esta vertiente posibilita entender las facilidades o los límites que la sociedad ofrecía a los grupos o estamentos sociales bajos para acceder a los estudios mayores e iniciar una trayectoria pública. Este trabajo se valdrá de la documentación resguardada en el archivo de la Real Universidad de México para tal efecto, centrándose en estudiar hasta qué punto el paso por sus aulas incidía en el ascenso social de los estudiantes.
A medida que transcurrieron los años y las décadas, en Nueva España hubo cada vez más demanda de estudios y grados de ciertos sectores de la sociedad, sobre todo a partir del siglo XVII. Con el aumento de las ciudades y villas de españoles, así como de las haciendas, en donde también comenzaron a establecerse núcleos importantes de familias, nuevas generaciones de jóvenes buscaron el camino de las letras como una forma de ascender también socialmente. Simultáneamente, familias no españolas pero con posibilidades de costear estudios a sus hijos también se hicieron presentes en el ámbito educativo. Para la segunda mitad de ese siglo se advierte en el estudiantado universitario una mayor diversidad social respecto a décadas anteriores. Esto es importante porque las expectativas de cada alumno estaba también en función del estamento o el rango social de origen; es decir: ¿de dónde provenían y a dónde aspiraban llegar? Así, los estudios podían tener diferentes significados o motivaciones para un hijo de cacique, de un comerciante pequeño de un pueblo o villa, de un almacenero del Consulado de México, de un oidor o de un caballero de la Orden Militar de Santiago.
De la universidad ideal a la diversidad social
Desde su fundación en 1551, la Universidad de México se identificó con el proyecto social y político de los colonizadores españoles.5 En el transcurso del siglo XVII, la corporación universitaria creció y se consolidó, identificándose a sí misma como un cuerpo de españoles americanos distinguidos, provenientes de familias nobles, honorables, limpias de sangre y alejados de oficios viles o mecánicos.6 En la segunda mitad de ese siglo se hizo un balance de lo que había sido la universidad hasta entonces, a raíz de la puesta en marcha de las nuevas constituciones elaboradas por el visitador real Juan de Palafox y Mendoza en la década de 1640. En 1668, con motivo de la confirmación real y publicación de las mismas, el rector fray Marcelino de Solís definió a los doctores de la universidad como: “[…] sujetos singularísimos en puestos, letras, virtud y prendas […]”. El discurso de los dirigentes de la Universidad iba encaminado a convencer a la sociedad, a las autoridades y a la corona, sobre su distinguida conformación.7
En el siglo XVIII, otros escritos del claustro universitario insistieron en el mismo discurso, como el de 1777,8 en respuesta a la nueva política anticriolla sobre nombramientos eclesiásticos.9 No obstante, ese discurso se refería a la élite académica y gobernante de la corporación universitaria: los doctores y catedráticos, quienes se atribuían la máxima representación de la institución.10 Ellos eran descendientes de comerciantes, funcionarios, hacendados acomodados y de familias aristocráticas que veían en la universidad y sus carreras un destino digno de sus aspiraciones. Quedaban fuera cientos de estudiantes y bachilleres que, a pesar de los obstáculos económicos y sociales que tenían que enfrentar cotidianamente, se esforzaban por conseguir al menos un grado de bachiller que les diera alguna posibilidad de ascenso social. ¿Es qué acaso ellos no eran integrantes de la Real Universidad de México? Formalmente sí, pero en la práctica no participaban de su gobierno, ni de sus decisiones ni de sus beneficios.
Sin embargo, más allá de esa concepción de universidad ideal de la élite académica, las transformaciones sociales vividas en Nueva España durante el siglo XVII tuvieron repercusión en corporaciones que, como esa institución, defendían un proyecto de sociedad dirigido por la república de los españoles. En ese proyecto, los estudios mayores no estaban pensados para los indios ni para los nuevos grupos mestizos. Si bien en 1551 la cédula de fundación de la Universidad había señalado expresamente la aceptación de los indios como vasallos libres del rey, su catástrofe demográfica y la nueva política tributaria de Felipe II de la segunda mitad del siglo XVI, que implicó el desgaste de la antigua nobleza indígena, les impidieron estar en posibilidad de aspirar a los estudios y los grados.
En el siglo XVII, la Universidad y sus estudiantes ya eran diferentes: una corporación más compleja y amplia, cuyos miembros provenían de un mayor abanico social. En la época del virrey Cerralbo un incidente en la facultad de Medicina, en 1634, abrió una discusión sobre la presencia de estudiantes mestizos y mulatos en las escuelas universitarias, surgida por la molestia de algunos estudiantes criollos opuestos a tal permiso.11 Esta situación era reflejo de la nueva conformación de la sociedad novohispana, en donde un mayor número de grupos sociorraciales, estamentales y corporativos pugnaban por ocupar una mejor posición. Por entonces, ninguna de las normas que regían a la Universidad se había ocupado de tal asunto, por lo cual el virrey ordenó permitir a los estudiantes impugnados la asistencia a los cursos. Y es que, antes de las constituciones palafoxianas de 1645, que regirían hasta el fin de la colonia a la Universidad, lo que más se acercó a una revisión de la calidad social fue la obligación de los licenciados y doctores, la élite académica, de presentar testigos sobre su vida y costumbres ante el secretario de la Universidad.12 Tal norma la hallamos vigente hasta la década de 1660, cuando se añade la obligación de comprobar su limpieza de sangre.13 Mas respecto al control de los estudiantes no hubo por entonces algo parecido.
No obstante, es de suponer que en los años siguientes hubo más discusiones y fricciones por el origen social del estudiantado, a tal grado que el visitador de la Real Universidad, Juan de Palafox y Mendoza, decidió incorporar en las nuevas constituciones universitarias una especialmente dedicada a regular el origen y la calidad social de los alumnos y graduados. Se trata de la 246, la cual reflejó el temor de una comunidad reconocida como española, de ver entre sus filas a jóvenes provenientes de otras calidades y estamentos. La referida constitución expresaba que:
Ordenamos que cualquiera que hubiere sido penitenciado por el santo oficio, o sus padres o abuelos, o tuviere alguna nota de infamia, no sea admitido a grado alguno de esta universidad, ni tampoco los negros ni mulatos, ni los que comúnmente se llaman chinos morenos, ni cualquiera género de esclavo o que lo haya sido: porque no sólo no han de ser admitidos a grado, pero ni a la matrícula; y se declara, que los indios, como vasallos de su majestad, pueden y deben ser admitidos a matrícula y grados.14
En estas líneas se recogen las inquietudes sociales de los dirigentes de la Universidad de aquellos años. En primer lugar, la prohibición a los penitenciados por la Inquisición o sus descendientes, reflejo innegable de la década de 1640, famosa por los autos de fe de la ciudad de México.15 La frase de la constitución: “[…] o tuviere alguna nota de infamia […]” siempre se prestó a diferentes interpretaciones que se usaron para atacar a enemigos o detener estudiantes sospechosos de sus orígenes. En el siglo XVIII hubo muchos casos de estudiantes de padres desconocidos, hijos naturales, o bien, adoptados en otras familias, que tuvieron que enfrentar esa frase de la constitución 246.16
La tercera prohibición de la constitución hace alusión a los negros, los mulatos y los chinos morenos, así como a los esclavos. Esta parte de la ley fue aplicada sin miramientos en el siglo XVIII; es decir, si un estudiante era catalogado como negro o mulato, automáticamente era expulsado de la Universidad. Al final se menciona la aceptación de los indios, recordando la cédula fundacional.
Pero si esta constitución respondió en la década de 1640 a las preocupaciones de entonces, en los años posteriores fue rebasada por una realidad social cambiante que ningún legislador podía prever, dando pie a interpretaciones sobre cuál debía ser la calidad social de los estudiantes, en especial cuando éstos presentaban situaciones no consideradas, como fue el caso de los castizos, los mestizos, quienes presentaban defectos de nacimiento, eran hijos de padres desconocidos, expuestos o hijos naturales, eran asiáticos o había indios queriendo graduarse.
La presencia de estudiantes no españoles parece acentuarse en las escuelas de la Universidad en la segunda mitad del siglo XVII, sobre todo en las facultades de Artes y de Medicina. En 1674, el doctor Juan de Brizuela, catedrático de Cirugía y Anatomía, expulsó de su clase a un estudiante de origen filipino, Manuel de Santa Fe, por considerarlo chino moreno.17 Cabe mencionar que un año antes, en 1673, la Real Audiencia de México había decretado la liberación de todos los esclavos chichimecos y chinos,18 con lo cual probablemente surgió en la capital desconfianza para distinguir a un asiático libre de uno recién liberado. Igualmente, el rechazo del catedrático pudo deberse a que normalmente los asiáticos de la capital desempeñaban oficios domésticos, de barberos o en obrajes textiles.19 El inculpado solicitó entonces al rector, García de León Castillo, que no se le impidiera cursar pues no era de los que “[…] comúnmente se llaman chinos morenos ni he sido ni lo han sido mis padres, esclavos, pues antes son indios japonés […] vasallos de su majestad […]”.20
Desde el siglo XVI, Felipe II había reconocido a sus nuevos vasallos de Filipinas como indios también.21 El rector estuvo de acuerdo, pues la constitución 246 no especificaba el origen geográfico de los indios y ordenó al secretario de la Universidad, en consecuencia, recibir información a Manuel de Santa Fe sobre su calidad social. El secretario certificó que el alumno ya se había hecho acreedor al grado de bachiller en Filosofía pocos días antes. Luego de tales informaciones, el rector, quien además era juez ordinario del Santo Oficio: “[…] declaraba y declaró […] no ser de los comprendidos en la constitución doscientas cuarenta y seis y mandaba y mandó se le admita la matrícula para cursar la facultad de Medicina y ningún catedrático de los de dicha facultad se lo impida[…]”.22 Cabe destacar la decisión del rector de hacer una interpretación muy acotada de la constitución; es decir, sólo aplicar la constitución a quienes expresamente estuvieran señalados y no más: negros, mulatos o chinos morenos.
En 1691 otro estudiante filipino, Nicolás de la Peña, quizá teniendo en cuenta el caso de Santa Fe, ofreció voluntariamente demostrar no ser chino moreno, sino antes bien, hijo de indios principales, el equivalente filipino de los caciques novohispanos.23 El rector, por entonces Agustín de Cabañas, aceptó el interrogatorio propuesto por el asiático24 y decidió también, a diferencia de su antecesor, ventilar esta vez el asunto con el abogado de la Universidad, el catedrático de Instituta José de Miranda Villayzan. El parecer de este último es por demás interesante:
En conformidad de este proveimiento y remisión que se sirve de hacer el señor rector, he reconocido la pretensión de Nicolás de la Peña y probanza con que la instruye y hallo que, por ella, consta ser de los indios filipenses, natural y originario de la provincia de la Pampanga y de padres naturales también de ella, por cuya razón es vasallo libre y generalmente lo son los de las islas Filipinas por varias leyes que así lo tienen dispuesto […].25
Con este parecer, Agustín de Cabañas ya no tuvo reparos en admitir al estudiante filipino en la universidad. No sabemos aún si en los tiempos posteriores siguieron arribando filipinos, pues las fuentes de la institución no dicen mucho al respecto.
En 1689, ante el aumento de estudiantes no españoles, hubo nuevos intentos por restringir su ingreso a las escuelas, a raíz de los cambios de requisitos para la matriculación de estudiantes. El rector José Amurrio del Campo ordenó que “[…] todos los estudiantes que pretendieren matricularse en cualquiera facultad presenten fe de bautismo en debida forma […]”.26 El secretario pasó, cátedra por cátedra, a notificar lo anterior e hizo constar las fes de bautismo presentadas por los cursantes del momento, todas señalando matrimonios legítimos y el origen español de los siguientes estudiantes: Antonio Sedillo, de Artes; Miguel Caballero, Pedro José Arias, Alfonso Arias, Juan Antonio de Burgos Castañeda, Tomás Téllez, Nicolás Zamudio, Jacinto González de Laris, Diego de los Reyes, Matías González de Maya, Salvador Díaz, hijo de la iglesia, asentado en libro de españoles, Baltasar González Lazcano, Juan carro de la Vega y Antonio Carro, hermanos, Eligio José de Vergara, Pedro de Arteaga, artista; Matías de Ayala, artista; Nicolás de Porras, artista; Luis Clemente Astorga, artista; Alejo López, Gaspar de León, Nicolás Fernández.
En 1696 el virrey interino y obispo de Michoacán, Juan Antonio de Ortega Montañés, preocupado por las posibles ligas de los estudiantes con el tumulto de la ciudad de México de 1692, intentó expulsar de la Universidad a aquellos no considerados españoles, sobrepasando lo estipulado por las propias normas estatutarias de la Universidad.27 Esa medida radical, sin embargo, decayó una vez que el prelado dejó el cargo de virrey. Los dirigentes de la Universidad fueron tolerantes ante la demanda de estudios de una población cada vez más heterogénea. Además, nuevas cédulas reales de fines del XVII habrían influido en una mayor apertura a los indios y los mestizos, en los colegios y en el sacerdocio.28 Por esa misma época, la tasa de nacimientos ilegítimos en la ciudad de México alcanzaba a por lo menos una tercera parte de españoles, mestizos y castas.29 Es indudable la relación que guardaba este proceso con lo que sucedía en las instituciones a quienes se les demandaban estudios, como la universidad. En ese mismo sentido habría que insertar la sensibilidad política de la monarquía al cambio social en Indias, y en consecuencia, el impulso que dio al ascenso de indios nobles y mestizos, aunque no de manera indiscriminada, puesto que siempre distinguió a los caciques de los maceguales, y a los mestizos legítimos, cercanos al ideal español, de los nacidos fuera de matrimonio.
El último grupo social no español en hacer su aparición claramente en la universidad del siglo XVII fue el de los indios. Desde la década de 1530 se examinó la pertinencia de asimilarlos a la clerecía. Los franciscanos defendían que como vasallos libres y antiguos señores de la tierra, debían gozar de todos los privilegios que los españoles. La postura opuesta, defendida por encomenderos y colonizadores españoles, consideraba que los naturales, como parte del pueblo conquistado, no debían tener tales prerrogativas.30
Cuando se fundó la Universidad en 1551, aunque se les permitió el acceso formal, en la práctica los grandes trastornos que ya estaba experimentando la población indígena y su nobleza obstaculizaron seriamente su acceso a los estudios mayores. Aunque se fundaron poco después algunos colegios para indios por los jesuitas, los estudios ahí impartidos fueron de primeras letras básicamente.31 Hasta mediados del siglo XVII el asunto pareció finiquitado: con una población indígena en sus peores momentos demográficos y su nobleza empobrecida, una educación universitaria para ella parecía un asunto olvidado. A fines del siglo XVII, nuevas políticas reales y condiciones de la población indígena ocasionaron un cambio de expectativas. En primer lugar, la reconstitución de las comunidades indígenas y el inicio de su recuperación demográfica; en segundo, una política favorable de Carlos II en favor de la nobleza indígena, cuya esencia consistió en darle acceso a los mismos cargos que a los españoles; y en tercero, la disposición de los caciques a buscar un destino eclesiástico para su descendencia, luego de casi dos siglos de asimilación a la cultura hispánica.32
El 12 de marzo de 1697 la corona decidió favorecer a la nobleza indígena con una cédula, que sería confirmada en 1725 y en 1766,33 según la cual los caciques debían ser considerados como del estado general de los españoles y, por tanto, candidatos a ocupar los mismos cargos civiles, políticos y eclesiásticos.
En la Universidad, los rectores siguieron apegándose a la constitución 246 que permitía a los indios en general el acceso a cursos y a grados. No obstante, los estudiantes indios que comenzaron a tocar las puertas universitarias decidieron manifestar su calidad no macegual y se declararon hijos de caciques o principales, a tono con la cédula de 1697, a pesar de que no había alguna declaración explícita de la corporación universitaria en que ordenara aceptar sólo a hijos de caciques. Por supuesto que otro factor de peso pudo ser que los caciques sí contaban con los recursos para educar a sus hijos, a diferencia de la pobreza de los indios tributarios, además de que el tributar pudo considerarse por entonces una nota de infamia.34 Con todo, las autoridades siguieron mostrando preferencia por la nobleza, como lo prueban las constituciones del nuevo seminario conciliar de México, que consideraba dar becas sólo a indios nobles.35
Lo cierto es que desde fines del siglo XVII la presencia indígena en la Universidad dejó de ser algo excepcional. A medida que trascurrieron los años y sin dejar de ser nunca un sector minoritario, el número de estudiantes y graduados indios se acrecentó de manera importante. La relación indios universidad se dio por dos vías: los cursos en las escuelas universitarias y los grados de bachiller por suficiencia. Los indios que asistían a las aulas de la Universidad podían ser también colegiales en alguna institución de la capital, o bien, ser únicamente cursantes de la primera.36
Es difícil precisar el número de indios que cursaron en la Universidad. En los libros de matrículas de estudiantes no se asentó la calidad social de los estudiantes, salvo algunas excepciones que nos pueden llevar fácilmente a la idea de su excepcionalidad. Sin embargo, otras fuentes prueban plenamente su presencia en las aulas: entre 1692 y 1724 fueron ya 11.37 Este pequeño conjunto era en realidad sólo una fracción de un conjunto mayor que es más difícil identificar. Además, tomando en cuenta la densidad de población indígena y de linajes nobles en el centro y en el sur de la Nueva España, no es creíble un número tan corto. En otra fuente se confirmó pronto tal hipótesis: los registros de grado de bachiller de la misma universidad.38 Los indios que alcanzaron el grado de bachiller en Artes fueron al menos 134 en el periodo de 1711 a 1822, la mayoría de la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del xix.39 Y decimos al menos porque los hijos de caciques del seminario conciliar de México que alcanzaron un grado no aparecen así registrados en la Universidad. Calcular el número de indios, cursantes o procedentes de colegios de otras provincias novohispanas, que fueron graduados por la Universidad, es ciertamente una tarea difícil por lo inexacto y la escasez de fuentes, por lo que la cantidad antes mencionada es un mínimo.
Aunque menos visibles en los registros escolares, los mestizos y los mulatos también estuvieron presentes en la Universidad. Desde el siglo XVII se tiene noticia de mulatos en Medicina, como ya se mencionó antes. Para el siglo XVIII se acepta mucho menos su existencia, justo cuando la sociedad novohispana alcanzó su máximo nivel de mestizaje. Sin duda, la preocupación de los sectores criollos por defender su distinción y privilegios, y que se autodefinían como la cúspide de la sociedad, incluyendo a los doctores universitarios, era proporcional a esa mayor diversidad social que se asomaba claramente a las aulas universitarias. A ello hay que agregar el eco provocado por las críticas en Europa a la inferioridad de los españoles americanos.40 Pilar Gonzalbo ha sugerido que muchos hijos de castas fueron favorecidos por los curas para ascender en la jerarquía social al momento de bautizarlos.41 De no ser así, cualquier estudiante tachado de mulato o descendiente de negros recibía todo el peso de la constitución 246 y era rechazado de la universidad. Por ello es que en los registros universitarios aparecen en realidad muy pocos casos.
¿Hasta qué punto inquietaba a la Universidad dar el máximo grado a un mulato? Puede darnos una idea el ejemplo del bachiller Agustín Rodríguez Medrano Vázquez, presbítero y abogado, quien tuvo que pasar por toda una investigación de sus antecedentes familiares y sociales.42 Todo comenzó con una denuncia anónima que llegó a manos del rector, según la cual la madre del bachiller era mulata. Igualmente, se rumoraba que, al casar su padre con una mujer de calidad inferior, no había podido lograr ascensos, por lo que había enloquecido. Además, se afirmó que el Colegio de Abogados había rechazado a Rodríguez Medrano y que la Inquisición le había negado también el cargo de notario. Tales ideas ocasionaron que su proceso de graduación de doctor se suspendiera.
Si bien la Universidad había dado ya grados a españoles expuestos e indios, aceptar a un hijo de mulata como doctor significaba una clara transgresión a la constitución 246. No obstante, el catedrático jurista Ambrosio Llanos de Valdés declaró que no debía negársele el grado a Rodríguez Medrano por simples rumores sobre la calidad de la madre, pues en realidad no existían pruebas contundentes. El catedrático no rechazaba propiamente la constitución 246 sino la calificación social del bachiller. Otros dos catedráticos juristas, Agustín Bechi y José Pereda Chávez, expresaron que el parecer de Llanos no era decisivo y que hacía falta una averiguación secreta y amplia. El acusado, enterado de la suspensión de su grado, solicitó copia de los autos para alegar en su derecho y expresando que sospechaba de un enemigo que quería manchar su calidad.
Luego de las averiguaciones, efectuadas por el secretario de la Universidad, se comprobó que Rodríguez Medrano nunca había sido rechazado por el Colegio de Abogados ni por el Santo Oficio. El secretario averiguó que en realidad el pretendiente solo había sido amanuense y notario interino en la Inquisición, por encargo y favor, pero que nunca pretendió la titularidad y por lo tanto no tuvo por qué probar su calidad. En vista de esto, los catedráticos Bechi y Pereda ya sólo pidieron nueva información al doctor, con testigos de calidad y que probara la limpieza de su abuelo materno, una vez que ya hubiese presentado las constancias de bautizo de su madre y de su abuela. Aun así, el secretario interrogó todavía a 21 nuevos testigos sobre la calidad de la familia y de Rodríguez Medrano. Es indudable que a la corporación universitaria le preocupaba sobremanera aclarar este tipo de casos para salvaguardar su prestigio ante la sociedad.
Pero el cambio social se reflejó también en los estudiantes considerados españoles; me refiero a los que eran señalados como hijos ilegítimos, naturales o expuestos. Ante el aumento de casos en el transcurrir del siglo XVIII, la corporación universitaria hubo de aceptar otra vez las nuevas realidades sociales, ya no de los indios o los mestizos, sino del sector con el que más se identificaba, aun si para ello debía hacer una interpretación más amplia de sus estatutos.
Desde fines del siglo XVII comenzaron a presentarse casos de españoles con algún defecto de nacimiento.43 Si el estudiante era capaz de demostrar con su fe de bautizo y con testigos juramentados que, a pesar de su nacimiento, era español, la Universidad lo aceptaba. Para la segunda mitad del siglo XVIII los casos de ilegitimidad o de expuestos registrados aumentaron considerablemente, tal y como sucedió con la presencia indígena. Incluso en los grados mayores podemos encontrar a hijos naturales o expuestos. En el sector de los bachilleres se presentó el mayor número de casos al respecto:
Defecto | Casos |
Expuestos | 117 |
De padres desconocidos | 43 |
Hijos naturales | 14 |
Total | 174 |
Fuente: AGN, Universidad, 167-170.
Esta mayor apertura de la Universidad cuestionaba ya los viejos parámetros sociales bajo los cuales había nacido y se había consolidado en el siglo XVII, como expresó un catedrático del periodo colonial tardío al criticar lo anticuado de la constitución 246, en una época en que, expresó, ni siquiera en las universidades más célebres de España tenían algo parecido.44
Algo característico de los bachilleres con defecto de nacimiento es que fueron adoptados y criados en familias reconocidas como españolas. Para ellos fue esencial demostrar que sus padres adoptivos eran españoles. Su principal argumento fue que, de no haber sido españoles, no hubieran sido aceptados en una familia “decente”.45
El fenómeno social se presentó también en los doctores, en donde hubo hasta 35 casos de expuestos, hijos naturales o de padres desconocidos.46 Los juristas de la Universidad impulsaron la apertura de los grados mayores para estos casos. El doctor Beye expresó que, aunque la común opinión fuera que los expuestos deberían quedar excluidos de empleos, comunidades y colegios, no obstante existía:
[…] una ley que lo decide y es la real cédula fecha en Aranjuez a 19 de febrero de 94, hoy publicada por bando en esta ciudad a 30 de julio del mismo año. Por ella manda el rey que los expuestos, en cualquier lugar o casa, sean tenidos por legítimos, y los legitima su majestad para todos los efectos civiles, generalmente, y sin excepción, declarando que la cualidad de expósito no sirve asimismo, que todos los expósitos mientras no consten sus padres verdaderos, queden en la clase de hombres buenos del estado llano: y por último que sean admitidos en los colegios, o convictores a menos que sus estatutos, o fundaciones prevengan que sean legítimos y de legítimo matrimonio nacidos: de consiguiente sólo en estas circunstancias podrán excluirse[…] Por tanto siendo como es constante por la información testimoniada que ha presentado dicho bachiller Picazo, que es expuesto debe ser tenido por hombre bueno del estado llano, sin nota alguna de infamia […] y vuestra señoría, si es servido, puede admitirlo a los grados mayores […] Febrero 10 de 1796 […].
Como podemos apreciar, el rey dejó la última decisión a las mismas corporaciones con estatuto o alguna norma de exclusión, como la Universidad. El jurista no consideraba ya el ser expuesto como un signo de infamia, opinión compartida ya normalmente por el resto de la corporación universitaria. Ahora bien, si en las aulas universitarias llegaron a compartir los mismos espacios estudiantes de varios orígenes sociales, ello no significó que hicieran similares trayectorias públicas.
Diferentes destinos
El origen familiar y el medio social al que pertenecían los estudiantes fue también un factor de peso, tanto en sus vidas como en sus carreras públicas. Aunque jóvenes de diferentes estamentos y calidades sociales pudieran compartir los espacios universitarios y académicos, ello no significaba que también lo hicieran en la sociedad y el medio de su profesión. La apertura de los estudios mayores no garantizaba a grupos de bajo rango social un encumbramiento profesional, pues para lograrlo existían factores que rebasaban el ámbito universitario y académico. Esta realidad puede verse bien dentro del clero secular, uno de los destinos más buscados por los estudiantes universitarios.
De la Universidad al alto clero del arzobispado
El clero secular del arzobispado de México estaba constituido por individuos que también provenían de varias capas sociales: criollos de diversos niveles de riqueza y educación, mestizos integrados a alguna de las repúblicas de indios o de españoles, e integrantes de la nobleza indígena a partir del siglo XVIII.47 Esta clerecía reflejaba, como los universitarios, la heterogeneidad de la sociedad novohispana.
En el mundo de los empleos eclesiásticos existían diferencias notables. Había un primer sector de clérigos con grados de bachiller en Artes, en Teología o en alguno de los derechos, sin recursos o interés por hacer una carrera de altos vuelos en la capital, y cuya vida transcurrió en los desolados curatos rurales de la arquidiócesis.48 En cuanto al bajo clero urbano, se caracterizaba por desempeñar cargos inferiores durante toda su vida.49 Un tercer sector, más afortunado, era el de los clérigos dedicados a servir capellanías de misas, pues de los capitales impuestos obtenían rentas que aseguraban un mínimo de subsistencia.50
El sector dominante del clero secular, miembros del cabildo catedralicio, funcionarios de la curia arzobispal, los curas de la capital o catedráticos universitarios, era una minoría caracterizada por sus altos grados académicos, por tener recursos económicos suficientes, a veces cuantiosos, por provenir de familias distinguidas y bien relacionadas, por desempeñar una serie de actividades o líneas de profesión y por estar integrados a corporaciones o grupos de poder desde donde se encumbraban.51
Difícilmente un clérigo podía aspirar a tener éxito en su carrera de manera aislada o individual. En el Antiguo Régimen los grupos o colectivos eran más importantes.52 Así, las carreras eclesiásticas no pueden entenderse del todo sin comprender los vínculos y las relaciones de los clérigos.53 Alrededor del cabildo eclesiástico, de los curatos de la capital, de los tribunales eclesiásticos y de los catedráticos universitarios se conformaban grupos clientelares importantes que pesaban en el destino de sus integrantes.54 Lo que más caracterizó al clero en ascenso de México, y de lo que dependía su fama y distinción, fue su capacidad de construir relaciones con la jerarquía del arzobispado, cabildo y arzobispo fundamentalmente, aunque también con otras instancias de gobierno y de poder, como el virrey, la Audiencia, el Ayuntamiento o el Consulado de Comerciantes. Los méritos que iban logrando los clérigos eran consecuencia de los vínculos formados en los exámenes para ganar las órdenes sacras, en los cursos, en las oposiciones a cátedras, curatos o canonjías, en la participación o asistencia a los actos religiosos y sociales de la capital, vínculos que, bien cuidados, podían convertirse en lazos de amistad o clientelares.55
En el claustro universitario, máximo órgano de gobierno conformado por doctores, predominaba el alto clero del arzobispado y sus clientelas. Hacia el último cuarto del siglo XVII la Real Universidad de México tomó el camino definitivo de la clericalización; esto es, el clero secular, vía sus miembros con grado doctoral, terminó por hacerse del control de las cátedras principales, el rectorado y los órganos de gobierno. Aunque estudiantes y doctores laicos, como los médicos y uno que otro legista, siguieron teniendo presencia, sin embargo tuvieron un lugar secundario.56 De ahí que desde la Universidad se pudieron construir sólidas carreras eclesiásticas para quienes contaban además con buenas relaciones al exterior. El siguiente caso ejemplifica bien ese modelo de trayectorias.
Desde los cursos universitarios los estudiantes entraban en contacto con jerarcas del alto clero del arzobispado, al fungir éstos como catedráticos o examinadores de grado; los alumnos más destacados o mejor relacionados hallaban patrocinadores que, eventualmente, se convertían en francos protectores. Fue en este contexto institucional donde se desarrolló la trayectoria de José de Torres Vergara, hijo de un regidor de la ciudad de México, entre 1678 y 1700, quien nos relata en una relación de méritos que, siendo estudiante de Filosofía, realizó un acto académico dedicado al cabildo eclesiástico de México, el cual estuvo presidido por el arcediano de la catedral, el doctor Juan de la Peña Butrón. Aunque no es seguro que ese dignatario haya favorecido después a nuestro personaje, fue un hecho que Torres se hizo notar desde entonces por los capitulares.
Torres Vergara fue parte de una generación que estudió derecho entre 1678 y 1682 aproximadamente y estuvo compuesta por alrededor de ocho estudiantes.57 De ellos, dos se convirtieron en amigos de Torres y juntos compartieron una década más de actividades en la Universidad: Guillermo Dorlan y Pedro de Recabarren.58 De ese grupo fue Torres Vergara quien llegó más lejos y cuya carrera representa los patrones de ascenso del clero vigentes por entones. Un catedrático y miembro del alto clero, a quien Torres apoyaría después en sus ascensos, fue quien le otorgó el grado de bachiller en Cánones en 1679: el doctor Diego de la Sierra,59 personaje que lo protegió en los inicios de su carrera. De la Sierra era además cabeza de un grupo clerical al que se integró nuestro personaje como cliente y protegido en los años posteriores.
En 1683 Torres Vergara obtuvo el grado de doctor, privilegio que sólo una minoría de letrados alcanzó a lo largo de la época colonial.60 Por ello era importante escoger a un buen padrino de grado que a futuro pudiera convertirse en un protector, o, mucho mejor, quien introdujera al ahijado a un grupo o red clerical. Tal parece haber sido la intención de Torres al conseguir como su padrino y mecenas de grado al clérigo y doctor Juan de Narváez, rector de la universidad, quien por entonces se hallaba en franca carrera para ingresar al cabildo catedralicio de México.61 La relación maestro-alumno se transformaba en el lazo prebendado-clérigo fuera de la universidad. Torres no se equivocó pues hacia 1686 su padrino obtuvo finalmente una prebenda en el cabildo mexicano62 y él una posibilidad de recomendación para futuros ascensos. Es sabido que los miembros de los cabildos acostumbraban ayudar a sus ahijados y protegidos para obtener buenos curatos y otros beneficios eclesiásticos.63
La cátedra universitaria se había convertido, para los clérigos, en una especie de prebenda eclesiástica dada la gran influencia del alto clero en su provisión.64 Torres inició las oposiciones por las cátedras en 1683,65 estrategia común de los clérigos juristas de la capital. En 1688, a los 27 años de edad, Torres obtuvo su primera designación como sustituto del catedrático de Vísperas de Leyes, integrándose al cuerpo de universitarios candidatos a las prebendas, dada la alta incidencia cátedra-prebenda.66 El hecho de que Torres contara con el voto del arzobispo en esta oposición le indicaba ya cierto reconocimiento del alto clero, no solamente para ganar cátedras sino para futuras prebendas o cargos eclesiásticos de la curia.67 Así, en la década de 1690, nuestro personaje fue nombrado juez de testamentos, capellanías y obras pías del arzobispado, el cual ya no dejó sino hasta su deceso, 36 años más tarde.68 El acceder a tal cargo confirmó su estatus de protegido del arzobispo. La llegada de Torres Vergara al juzgado de testamentos le dio una amplia presencia y reconocimiento en los círculos clericales y del crédito eclesiástico del arzobispado,69 lo que se tradujo en un ascenso regular en las cátedras universitarias y la consecución de uno de los principales curatos de la arquidiócesis, por lo menos hasta antes de que falleciera el arzobispo Aguiar y Seijas.70 Así, opositó y obtuvo sin dificultad en 1698 un curato de catedral.
Luego de dos décadas de iniciada la carrera eclesiástica, nuestro personaje finalmente obtuvo una media ración en 1704.71 A partir de ese momento su ascenso por las prebendas y dignidades fue sistemático: de medio racionero a racionero, a canónigo, a tesorero, a maestrescuela, a chantre y finalmente a arcediano, poco antes de morir en 1727.72 Entre 1704 y 1727, Torres Vergara se convirtió en una de las cabezas del arzobispado, pues no sólo gobernó el juzgado de testamentos, sino también encabezó la defensa del claustro de doctores de la Universidad en un largo pleito con el Colegio Mayor de Todos los Santos, se desempeñó como examinador de los aspirantes a ordenarse de sacerdotes y, cuando accedió a la maestrescolía, pudo dar los grados mayores de la Universidad a los futuros dirigentes del arzobispado. Además, en la década de 1720, fue nombrado asesor legal del arzobispo para atender los conflictos ocasionados por la recaudación del subsidio eclesiástico, recién establecido en las Indias.73 Tal concentración de poder no fue, insistimos, el resultado de acciones individuales, sino el fruto de una estrategia bien llevada por el grupo clerical que estuvo muy cerca de los arzobispos y de los ascensos en el alto clero entre 1700 y 1730.
De la Universidad al bajo clero parroquial: los indios bachilleres
En contraste, las expectativas para los indios en las instituciones y en las profesiones del ámbito español eran muy limitadas. El panorama era complicado para ellos pues además de seguir siendo considerados de menor calidad social, también carecían de los recursos económicos y relaciones necesarias para emprender una carrera prestigiada como la descrita antes. Aun cuando un indio cubriera los requisitos formales de estudios y origen social exigidos por las instituciones educativas y eclesiásticas, los valores sociales defendidos por los grupos dominantes de la sociedad eran un impedimento. Ni siquiera los hijos de caciques, aun con sus probanzas de legitimidad y limpieza de sangre, se salvaban de ser menospreciados en los colegios o en la Universidad, en donde sus condiscípulos españoles negaban tener sangre india en ese mismo tipo de probanzas.74 De hecho, los indios participaban muy poco de la vida académica de la Universidad, a juzgar por los actos, provisiones de cátedras y demás hechos que se tienen registrados en el archivo universitario. Los pocos que lo lograron tuvieron que pasar años en las ciudades episcopales, opositando a los curatos vacantes y cultivando buenas relaciones con el alto clero.
A ello habría que agregar la falta de “conveniencias” de los indios; es decir, lazos de amistad o de patronazgo, de autoridades y grupos académico clericales de poder. Es comprensible entonces que el destino más común de los indios bachilleres fuese el de vicarios auxiliares o tenientes de curatos rurales, pues su ascenso a curas titulares era excepcional. Por supuesto que tal horizonte -nada halagüeño- lo compartían con clérigos de otras calidades, que igualmente tenían pocas probabilidades de ascender pero sí mucho que hacer en el campo, como lo aceptó el arzobispo Rubio y Salinas en 1764:
[…] de ella, por lo que les queda muy poco tiempo para el estudio y aun para el preciso descanso. Su instrucción generalmente se limita a la gramática y materias morales, como a la perfecta comprensión de los idiomas. Y, a proporción de sus talentos, virtud y tiempo que han administrado, se les acomoda en curatos de su idioma y en las parroquias en que fallecen los curas propios, hasta que llegue el caso de la provisión y entre tanto perciben íntegramente las obvenciones y emolumentos del beneficio y pagan a sus ayudantes. A éstos se destina para coadjutores de los curas enfermos o impedidos por alguna causa y en este ejercicio concluyen su carrera gustosamente.75
La existencia de indios como curas titulares no era, pues, común. En 1760, de 103 curas propietarios del arzobispado de México, sólo 7 tenían esa calidad.76 En la década de 1790, en algunos informes se mencionaba a 19 curas y ayudantes indígenas. El problema es que la documentación está incompleta y es difícil hacer un mejor cálculo.77
La trayectoria de los indios en la Iglesia puede representarse por Juan Faustino Xuárez de Escovedo, descendiente de los caciques del pueblo de la Candelaria, parroquia de Santa Cruz, ubicada al sureste de la ciudad de México, y quien llegó a ser un presbítero muy activo, bien conocido en la curia, pero que luego de casi dos décadas no había logrado aún un nombramiento medianamente aceptable.78
Xuárez Escovedo estudió entre 1711 y 1729: primeras letras en el Colegio de San Gregorio; latín en el convento de la Merced y el seminario conciliar de México; retórica y artes en este mismo colegio y en la Universidad, así como teología también en esta última. Durante esos años tuvo un desempeño ordinario, dedicándose a cumplir las exigencias académicas de los colegios y la Universidad, lo cual le llevó a conseguir en 1725 el grado de bachiller en Filosofía, el más común del clero secular, y en 1729 el de bachiller en Teología.
Más importante para Juan Faustino fue el aprendizaje del náhuatl en la Universidad, básico para su trayectoria en el clero secular,79 en donde se ordenó de presbítero en 1730, en condiciones de pobreza ante la falta de algún empleo o renta,80 como podía ser la de una capellanía.81 Retirado de la academia y de la búsqueda de los grados mayores, nuestro personaje buscó en cambio obtener ingresos seguros más que emprender una carrera eclesiástica ascendente. Este tipo de intereses se combinó con la política de la mitra, consistente en que los presbíteros recién ordenados adquirieran experiencia en forma práctica; es decir, ser enviados como ayudantes, confesores o predicadores con curas experimentados. Quienes se destacaban y estaban bien relacionados en la curia y en el cabildo catedralicio podían esperar pronto un curato en propiedad; quienes no tenían ni una ni otra opción podían seguir indefinidamente en esos cargos subalternos. Juan Faustino es ejemplo de este sector: entre 1731 y 1749 tuvo tres actividades en la administración parroquial, siempre subordinado a curas propietarios: confesor en castellano y náhuatl, predicador y ayudante o coadjutor temporal. Durante esos años cambió de parroquia hasta en 10 ocasiones: 1731-1733: Iztapalapa y Tizayuca; 1734-1735: Coscatlán, en la región cálida de la Huasteca; 1736-1738: Amatepec y Tlatlaya; 1739: Iztapalapa otra vez; 1740: Churubusco; 1741-1742: Tenango del Valle; 1742: Tenancingo; 1743: Iztapalapa por tercera ocasión; 1743-1744: vicario en Xochialicpa, en la sierra; 1745-1749: coadjutor y juez eclesiástico de Chilpancingo y Zumpango del Río. En todos ellos, Juan Faustino desarrolló múltiples actividades: predicó, confesó, administró todos los sacramentos, fundó varias cofradías, tanto de indios como de “gente de razón” o españoles, reedificó iglesias y capillas en ruinas, compró nuevos ornamentos para los templos y estableció escuelas parroquiales para los niños. Persiguió a indios “idólatras” e igual casó a parejas de “amancebados”. Sin duda que Xuárez representa al ayudante ideal para los curatos de tierra caliente, los menos apetecidos por la clerecía.
Reflexiones finales
Desde la perspectiva de los doctores del claustro que gobernaban a la Real Universidad de México la corporación estaba sólo integrada por letrados de distinguida cuna, alejados de la “infeliz constitución de los indios”.82 En 1777, los catedráticos y los doctores, quienes se asumían como “la Universidad”, volvieron a recordar tal principio al rey, ante la perspectiva de perder la posibilidad de acceder a los altos cargos. En el discurso honorífico, “la Universidad” ignoró la presencia de estudiantes y graduados de condición social baja, según los valores de la época.
En los hechos, desde el siglo XVII se dio una diversificación social que continuó en el siguiente. Si bien en sus orígenes esta institución fue pensada para los descendientes de conquistadores y colonizadores españoles, para el siglo XVIII la población universitaria distaba mucho de ser la corporación de españoles que sus doctores deseaban. El discurso apologético debe interpretarse más como una retórica política que como una descripción de la población universitaria. No obstante, en la vida cotidiana de la Universidad, los rectores y el claustro de doctores tuvieron que afrontar esa nueva realidad social. Así, desde principios del siglo XVIII se fue construyendo un principio de tolerancia, tanto por la monarquía como por los juristas universitarios, quienes buscaron interpretaciones para conciliar lo dispuesto por la constitución 246 con la diversidad social del estudiantado.
No obstante la mayor apertura social de las escuelas universitarias, ello no significó una igualdad social. Podían coincidir en los diferentes espacios universitarios hijos de pudientes comerciantes o poderosos oidores, sobrinos de altos eclesiásticos con hijos de modestos labradores o maestros de algún arte mecánico, pero también con alguno que otro hijo de cacique, o de un mulato barbero o de una familia mestiza de vendedores viandantes. Podían compartir aulas, funciones religiosas en la capilla, exámenes de grado o certámenes poéticos, pero las distancias sociales no desaparecían. Ello se reflejaba con mayor claridad cuando los estudiantes finalizaban sus estudios, se graduaban y comenzaban una trayectoria pública. En esta fase, los graduados echaban mano no sólo de sus méritos académicos, sino de sus relaciones familiares, de amistad y de patrocinio, si es que las tenían. Los casos expuestos del arcediano José de Torres y Vergara, por un lado, y del ayudante de cura, José Xuárez de Escovedo, por el otro, ejemplifican los factores que explican el ascenso del primero al alto clero del arzobispado así como las limitantes de un clérigo indio para poder seguir el mismo camino. Los recursos y relaciones de Torres Vergara en la Universidad, en los grupos clericales en ascenso de la capital, así como su cercanía con el cabildo catedralicio y la mitra eran casi inexistentes para la mayoría de los clérigos de orígenes sociales bajos.