En la actualidad, alrededor de 25 000 norcoreanos residen en Corea del Sur tras haber literalmente escapado de su país natal.1 Es posible que a simple vista no parezca un número importante dada la experiencia en otras latitudes. Lo significativo de este número es lo reciente del fenómeno (en 2001 había aproximadamente 1 500 y unos 300 llegaron entre 1993 y 1998) y, principalmente, sus rasgos cualitativos. Es en parte por esto que se le ha etiquetado como una “crisis de refugiados moderna”,2 y también porque la dramática aventura implica dar un gran rodeo al cerco que divide la península, el cual significa forzosamente atravesar parte de China en un trayecto que conlleva fatalidad latente y desgracia garantizada;3 de hecho, aunque no hay forma de verificar con certeza cuántos de los que abandonan Corea del Norte quedan varados (o “atrapados”) y en condiciones de clandestinidad e ilegalidad en China, se calcula que podrían ser casi la misma cantidad de los que han logrado llegar a Seúl. Dicha situación y la colaboración del gobierno chino con Pyongyang conducen a que los emigrantes sufran del tráfico de personas, de privaciones, abuso y explotación (sexual y laboral), lo cual es un alto precio que no siempre evita que con el tiempo sean deportados a Corea del Norte y padezcan las consecuencias.
La decisión de salir del territorio norcoreano suele sustentarse en dos motivos principales: la opresión (y persecución) política y la hambruna. En el contexto norcoreano, ambas situaciones significan que la vida corre peligro y escapar es una alternativa para la salvación. A diferencia de los contados arribos en los años ochenta y principios de los noventa, el éxodo, desde 1998, lo constituye una gama variada de personas, en su mayoría mujeres,4 lo cual hace del asunto de los refugiados un problema complejo en el que confluyen intereses y posiciones diversos, tanto de organizaciones civiles pro derechos humanos y agrupaciones humanitarias, como de gobiernos, políticos, congresistas, organismos internacionales, etcétera. Buena parte de este fenómeno se ha centrado en el debate entre la protección de los derechos humanos (que implica una afectación al régimen) y la ayuda humanitaria (que implica mantener el régimen) y qué tanto ambos asuntos deben converger o estar vinculados en el problema norcoreano, incluido el asunto de los refugiados.5 Las dificultades de los programas de incorporación a la sociedad surcoreana también han puesto a debate qué tan preparada está Corea del Sur (institucional, económica y socialmente) en caso de un supuesto colapso del régimen que desencadene un hipotético desplazamiento poblacional masivo.
Situación de derechos humanos y desastre humanitario
En marzo de 2013, en el fragor de uno de los más recientes conflictos en la península coreana que llamó inusualmente la atención de la prensa internacional ante la posibilidad de una reanudación de la guerra, el Consejo de Naciones Unidas para los Derechos Humanos estableció por primera vez una comisión de la ONU para investigar el caso de violaciones de derechos humanos específicamente en Corea del Norte. En septiembre de 2013, la Comisión de Investigación hizo público un primer reporte que reprobó al régimen de Pyongyang en esa materia. El reporte llamó mucho la atención no porque sus hallazgos fueran una novedad, sino por la naturaleza de la comisión en sí misma;6 esto es, comisiones similares han sido las encargadas de documentar lo que después se convertiría en juicios en tribunales internacionales ad hoc sobre crímenes a la humanidad, entre los cuales destacan los casos de Yugoslavia, Ruanda, Sierra Leona y Líbano. El alto nivel de la Comisión y el relativamente nuevo marco legal internacional (i.e., el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, 2002) en defensa de los derechos humanos podrían contribuir de manera significativa a detonar un cambio en esta circunstancia e involucrar más a la comunidad internacional.
Aunque, naturalmente, el gobierno norcoreano niega la existencia de un sistema de campos de trabajo o kwan-li-so,7 se calcula que en ellos habitan actualmente alrededor de 150 000 o 200 000 prisioneros y que unos 400 000 han muerto ahí por maltrato o por ejecución.8 Con frecuencia, los prisioneros son detenidos arbitrariamente y llegan a estos sitios sin saber bien la razón, ya que no son sujetos a un proceso judicial o siquiera provistos de una explicación; incluso, son víctimas de acciones cometidas por algún familiar cercano, consideradas criminales por el régimen bajo la norma de “castigo a tres generaciones”. Las narraciones de lo que ahí acontece son espeluznantes, surreales y carentes de lógica o justificación, y aunque es difícil encontrar evidencia que compruebe irrefutablemente los hechos y acciones más allá de los testimonios, la Comisión dice haber reconocido patrones en la violación de derechos, los cuales servirían como líneas específicas de investigación. Los testimonios de sobrevivientes y prófugos de campos de trabajo son consistentes, por lo que la veracidad de sus extraordinarias historias podría ser tomada como evidencia confiable de la situación.
Sobre los informantes. La dificultad de acceder a información relacionada con casi cualquier cosa que ocurre en Corea del Norte es por todos conocida; igualmente difícil es encontrar fuentes fidedignas o que puedan ofrecer una visión objetiva, dado el sesgo político y la animosidad que siempre acompaña el tema de las relaciones intercoreanas, incluida la creciente presencia de norcoreanos en Corea del Sur. Mucho de lo que sabemos sobre la situación de los derechos humanos y la crisis humanitaria recurrente en Corea del Norte es a través de los testimonios de aquellos que lograron salir y se han animado a relatar su experiencia, especialmente aquellos que sobrevivieron a un campo de trabajos forzados. Tales testimonios son accesibles a la opinión pública internacional gracias al trabajo académico y periodístico de autores como Noland, Haggard, Lankov9 y Barbara Demick10 o los propios protagonistas que escaparon y narraron su historia en volúmenes autobiográficos,11 así como en filmes y documentales.12 Más recientemente, los testimonios recuperados por la comisión de Naciones Unidas proveen otra andanada de datos que contribuyen a visualizar el panorama del problema de los refugiados.
La misma investigación de la comisión de Naciones Unidas consiste en audiencias públicas con desertores norcoreanos para que rindan testimonio como parte documental del reporte y para generar conciencia en la comunidad internacional. Esto constituye un reto frontal al régimen que dirige Kim Jong-un, y una apuesta a elevar el nivel de concientización de la comunidad internacional, más allá de las constantes denuncias de agrupaciones civiles, cuya voz y abogacía se pierde en la pléyade de agrupaciones semejantes en todo el mundo.
La hambruna como el principal motivo de éxodo
Así como la opresión social y política ha logrado empujar los límites de la sobrevivencia hasta el punto de quedar al borde del precipicio, la crisis alimentaria y la consecuente hambruna que azotó a la población norcoreana en la segunda mitad de los años noventa fue el empujón para dar el salto. La hambruna fue producto de la combinación de factores estructurales y coyunturales.13 Entre los primeros tenemos, por un lado, el agotamiento y eventual colapso de la economía centralizada a principios de la década de 1990 -acelerado tras el desmoronamiento del bloque comunista-, el cual arrastró consigo el de por sí inequitativo sistema de distribución y, por otro, el bloqueo internacional. Entre las coyunturas más significativas están, sin duda, las inundaciones de 1994 y 1995, que demostraron una grave deficiencia de la infraestructura para contenerlas. En combinación, se establecieron las condiciones para uno de los desastres humanitarios más desoladores y duraderos de la historia regional reciente, que dejó secuelas de desnutrición severa, fragilidad, muerte, trauma y orfandad.14 Mientras más apartado se estaba de la capital Pyongyang o del sector militar, peor golpeaba la crisis. La ingente dificultad para conseguir aun raciones mínimas de subsistencia se prolongó por varios años más, lo que alargó la agonía que sirvió de acicate para la emancipación individual que significa huir del país, como puede observarse en la Gráfica 1.
La reacción del régimen fue relativamente previsible, no sólo al endurecer las reglas económicas y mantener un control total en la distribución de la poca ayuda que logró introducirse, sino también en su inclinación a criminalizar y castigar las desesperadas iniciativas individuales de lo que podría decirse fue un atisbo de formación espontánea de pequeños mercados. Como si se tratase de un padecimiento temporal, antes que llevar a cabo reformas, el régimen norcoreano dio un nuevo significado a la crisis al convocar a la población a un nuevo conjuro, un sacrificio extremo, el llamado a la “Marcha penosa” (“konan ui haeggun”), a la cual le precedió la campaña de “dos alimentos al día” a principios de la década de 1990. Ante estas circunstancias, puede decirse que la imposibilidad de vislumbrar un futuro en el cual la sobrevivencia, no se diga el bienestar, pueda estar mínimamente asegurada es una razón bastante racional para emprender la fuga. No obstante el deseo de mantener el control fronterizo, el sistema de vigilancia sufrió con la crisis y perdió eficacia en la cacería de desertores; sin embargo, al parecer esa capacidad se ha ido recuperando paulatinamente, aunada a un nuevo programa de “repatriación” que ofrece incentivos poco creíbles.15
Decisión de salir
Desde que Kim Jong-il falleció, en 2011, y su hijo Kim Jong-un asumió nominalmente las riendas del poder en Pyongyang, el número de desertores que llegaron a Corea del Sur disminuyó (véase Gráfica 1). Esto no es debido a la mejora de las condiciones de vida, sino a la multiplicación de obstáculos, el endurecimiento de la vigilancia fronteriza y las nuevas reglas sobre las consecuencias que sufrirán los familiares que se quedan una vez que se identifica a los “ausentes”.16
Como mencioné al principio, la decisión de salir del territorio norcoreano puede estar sustentada tanto por la opresión como por la dificultad para obtener alimentos más allá de Pyongyang.17 No obstante que estos problemas son sufridos por la mayoría de la población, no podría afirmarse que todos quieran o estén en condiciones de salir; para ello, hay un gran número de incentivos para retener a los insatisfechos o sufrientes, los cuales son más bien de carácter negativo, pues escapar implica grandes riesgos y, aun logrando salir, las consecuencias que sufren los que se quedan son motivo suficiente para pensarlo más de una vez. Por ejemplo, no sólo implica que una persona logre burlar la vigilancia en la frontera con China -que ciertamente se había tornado relativamente porosa, pues hasta hace poco la vigilancia y las barreras se han intensificado a lo largo del río Tumen al noreste de la península-, sino que los familiares que permanecen en territorio norcoreano serán castigados severamente (enviándolos a los campos de trabajo, como mínimo). Además, si logra sobrevivir el paso fronterizo, tendrá que vérselas con la guardia china, la cual podría ser o no ser susceptible de aceptar sobornos. Todo ello conlleva una gran preparación y el acceso a dinero que haga posible el tránsito por los primeros filtros, lo cual también significa que tienen que comunicarse las intenciones a más de una persona, lo que aumenta el riesgo de la salida aun antes de intentarla.
Con lo anterior quiero decir que existe cálculo, bastante sopesado, de quienes consideran abandonar el país y que incluye mirar más allá del beneficio y desesperanza individual. También demuestra la capacidad del régimen para imponer un eficaz sistema de monitoreo y control de la población que encarece la opción de desertar.
El proceso de escape
La frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur es una de las más vigiladas e inviolables del mundo. El éxodo de norcoreanos que buscan establecerse y reiniciar su vida en el Sur sólo es posible a través de un largo rodeo luego de partir del noreste del país.18 La esperanza es alcanzar alguna embajada surcoreana en Mongolia o el sureste de Asia.19
El escape es, en todos los casos, un proceso enmarcado por la tragedia y la incertidumbre, aunque también por la esperanza. Para empezar, la tragedia y el cargo de conciencia de quien sale, pues no sólo su vida corre peligro en todo momento sino que esa acción trasciende su iniciativa y voluntad al dejar que su familia sufra y pague por su decisión. La incertidumbre la impone el estatus en el que se encuentra el individuo, ya que no sólo debe permanecer escondido y en situación de ilegalidad, sino que además la categoría jurídica o política en la que se encasilla,20 generalmente migrante económico, no es sujeto de protección en China y es deportado a Corea del Norte. Aunque estrictamente la mayoría de los refugiados han abandonado su país huyendo de la pobreza y el hambre, la reprimenda que les espera, de ser devueltos, puede redefinir su condición y convertirlos en sujetos “elegibles” de protección. Para el régimen norcoreano, los que escapan del país son desertores, y por lo tanto traidores y criminales; aunque la sentencia puede variar, los deportados no escapan de algún tipo de castigo. Por un acuerdo con Pyongyang para la protección mutua de la frontera, firmado desde 1986, China no acepta la calidad de refugiado político, por lo que el refugiado podría quedar al amparo de organismos internacionales que protejan sus derechos humanos y posibiliten el asilo o el traslado a un país diferente a Corea del Norte. Esta relativa ambigüedad jurídico-conceptual en el caso de los refugiados económicos es ciertamente complicada, pues además de ser un desincentivo para la migración masiva a través de territorio chino, estimula el contrabando de personas, la corrupción y la extorsión. Finalmente, a sabiendas de todo lo anterior, la esperanza de salir y, en algunos casos, denunciar la situación en Corea del Norte se convierte en acicate principal.
Ingreso y “adaptación” a la nueva sociedad (no todo es felicidad)
Una vez que el periplo llega a su fin, otro igualmente complicado comienza en Corea del Sur. Lo que alguna vez pudo significar la esperanza de alivio, bienestar y abundancia, así como emancipación psicológica, se vuelve con frecuencia una vida dura, en ocasiones miserable; en esta nueva fase los desertores no sólo tienen que “convencer” a las autoridades de Seúl que no son espías, sino que su inserción a la economía y sociedad es una lucha constante sujeta a otro tipo de enajenación.21 La dificultad del proceso no sólo es entendible por la necesidad de superar el shock cultural y la intrínseca crisis de identidad en el intento de incorporarse a una sociedad que gana, en promedio, 45 veces más que la suya, sino además porque las diferencias físicas en talla y estatura, así como intelectuales por la disparidad en los órdenes dietéticos y educacionales, hacen que el idioma y la comunión étnica no sean más que lazos de unión axiomática.
El proceso consiste en una estancia obligatoria de tres meses en un complejo habitacional en Hanawon, al sur de Seúl, especialmente construido para albergar a los recién llegados y “entrenarlos” para su nueva vida con capacitación laboral y una introducción al mundo capitalista hipercompetitivo, característico de Corea del Sur. Mientras tanto, en ese lugar se les interroga con frecuencia; así, además de cerciorarse de que tienen buenas intenciones, se obtiene información sobre el régimen norcoreano. Una vez “listos” para incorporarse al sistema socioeconómico surcoreano, basado tanto en aptitudes como en redes interpersonales, salen a probar su suerte; para ello, se les brinda una ayuda económica inicial a fin de que arranquen una actividad productiva, así como subsidios para conseguir habitación, e incluso una cuenta bancaria.
A pesar de los planes y programas de integración, que ahora incluyen programas correctivos de educación básica y acceso favorable al sistema escolarizado, las iniciativas del gobierno todavía no logran que la sociedad surcoreana supere la división interna, forjada sobre prejuicios respecto a sus “hermanos” del Norte. Tampoco ha sido capaz de asegurar que sus programas de integración laboral no sean aprovechados tanto por norcoreanos que operan como polizontes del sistema de bienestar social, como por empresarios oportunistas que se benefician de los subsidios relacionados con la contratación de refugiados y quienes en ocasiones contribuyen al desprecio y agravio de los recién llegados.22 Incluso los programas educativos destinados a propiciar un acercamiento a la cultura capitalista no logran hacer lo propio con los residentes originales para comprender, tolerar y aceptar las notables diferencias, lo que contribuye a la estigmatización nociva y el aislamiento de los nuevos residentes.
El paulatino aislamiento de los refugiados norcoreanos, en parte por el fenómeno común de las comunidades migrantes de formar redes sociales semicerradas (aunado a la incomunicación con la familia y las redes que se quedaron) y también por la política gubernamental de asentamiento (confinamiento) en ciertas áreas urbanas, integran enclaves socioculturales que redundan en la autoexclusión y la formación de una comunidad que gradualmente establece una identidad particular.23 Las consecuencias en el largo plazo de esta situación todavía no son claras. Posiblemente, las complicaciones de asimilación económica y cultural no permitan una completa armonía social y, al contrario, la organización de estos nuevos habitantes conforme una fuerza política que afecte el labrado de nuevos pactos sociales de manera imprevisible. Otra consecuencia de alcance incierto sería la función de la comunidad de origen norcoreano en el escenario de unificación, sea gradual o súbita.
Lo cierto es que la travesía es un proceso traumático, que mella la salud física y mental de los prófugos. Los altos niveles de estrés, antes, durante y después del peregrinaje, terminan por constituir una nueva personalidad que no encuentra remedio a su desorden emocional, en una sociedad que, por cierto, tampoco ha logrado avanzar mucho en reducir sus propios problemas al respecto. Aunque existe una noción generalizada de que las condiciones de vida en Corea del Sur son relativamente mejores, los desertores norcoreanos a menudo se sienten solos, marginados y estresados, insatisfechos. Es decir, no todos los vacíos existenciales se llenan; aunque no hay opresión del régimen político ni carencia de alimento, sí la hay debido a la competencia y la desigualdad económica; por ello, la idea de regresar no es desechada en todos los casos. La sociedad civil surcoreana y su gobierno tienen un gran reto por delante.