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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.66 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2018

https://doi.org/10.24201/nrfh.v66i1.3402 

Reseñas

Primera parte de la silva de varios romances

Alejandro Higashi* 

* Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Correo electrónico: higa@xanum.uam.mx.

Primera parte de la silva de varios romances. (Zaragoza, 1550). Ed. facsímil, Estudio de, Beltran, Vicenç. Coordinación de la edición de, Labrador Herraiz, José J.. Frente de Afirmación Hispanista, México: 2016. 598p.


Como parte de un proyecto editorial muy ambicioso, que recuerda la titánica labor de Antonio Rodríguez-Moñino al frente de la colección Fuentes del Romancero general (1957), hasta ahora sin contendientes de peso, José J. Labrador y el Frente de Afirmación Hispanista se han dado a la tarea de rescatar, en prácticas ediciones facsímiles, una nutrida serie de fuentes fundamentales para el estudio del romancero impreso. Por el momento, circulan ya algunos tesoros decimonónicos que dan cuenta del renovado interés que despertó este género entre hispanistas de distintas partes del mundo, como los romanceros de Manuel José Quintana (Madrid, 1796), de Jacobo Grimm (Viena, 1815), de Nicolás Böhl de Faber (Hamburgo, 1821, 1823 y 1825) y de Georges B. Depping (Londres, 1825), acompañados además de rigurosos estudios y un aparato complejo de notas de distintos tipos donde dominan por mucho los inventarios para rastrear la tradición textual de cada romance.

Con esta edición de la Primera parte de la silva de varios romances de Zaragoza se inicia una nueva etapa de facsímiles imprescindibles que documentan, minuciosamente, los progresos del género en la imprenta del siglo XVI. Se trata de un catálogo muy ambicioso y que, es de esperarse, podrá crecer en la medida en que se desahoguen los títulos prometidos. Por ahora, se anuncian para publicación el Cancionero de romances (Amberes, 1550), acompañado por un estudio de Paloma Díaz-Mas; el Romancero general de 1604, con un estudio de Antonio Carreira; la Segunda parte del romancero general de Miguel de Madrigal (1605), con estudio de José Manuel Pedrosa; y la Hystoria del muy noble y valeroso cavallero el Cid, también de 1605, con un estudio de Arthur L.-F. Askins. No escapa al especialista que cada una de las ediciones propuestas se ha seleccionado por alguna razón de peso; del Cancionero de romances, por ejemplo, contábamos con facsímiles de la princeps, publicada en la misma imprenta de Martín Nucio unos años antes (1547-1548), pero no de la segunda edición, modificada en varios sentidos por el editor, con miras a presentar un volumen distinto y más maduro desde una perspectiva editorial; del Romancero general, se publica la última edición, más completa y también más influyente que las dos previas; del Romancero del Cid, se publica la primera edición de Lisboa, un ejemplar único y de difícil acceso conservado en Harvard (aunque recientemente la Biblioteca de Badajoz ha dado noticia de contar con otro ejemplar).

La importancia de la Primera parte de la silva de varios romances publicada por Esteban de Nájera en Zaragoza, en 1550, nunca se ha puesto en duda: desde el imponente volumen que le dedicara Antonio Rodríguez-Moñino a la Silva de varios romances, publicada en Barcelona en 1561 (Salamanca, 1969), quedó claro el relevante papel que representó el trabajo de De Nájera en el desarrollo del género, camino hacia su popularización (de la Silva de 1561 se conocen 33 ediciones hasta 1696). Aun así, la empresa de De Nájera siempre se tuvo por una copia fraudulenta del Cancionero de romances de Martín Nucio que no hacía sino retomar su selección y disimularla con algunas estrategias ingenuas, como la de avanzar romances de tema religioso y expurgar algunos carolingios (que inexplicablemente aparecerían después en la Segunda y Tercera parte de la silva).

Esta edición facsímil es una buena oportunidad para revisar estas opiniones a la luz de las nuevas perspectivas que se han impuesto en los últimos años, ahora que conocemos más detalles de la circulación de los romances en los pliegos sueltos, de las intenciones editoriales del Cancionero de romances de Martín Nucio y, en general, de la imprenta del siglo XVI. El estudio introductorio, a cargo de Vicenç Beltran, cumple sobradamente con esta necesaria revisión a lo largo de sus más de 130 páginas (pp. 9-137); se trata, sin duda, del estudio monográfico más profundo y extenso dedicado recientemente a la Silva de De Nájera desde los trabajos de Rodríguez-Moñino.

Para ello, Vicenç Beltran inicia el ejercicio de recontextualización desde los mismos orígenes del romancero. Este viaje en el tiempo podría considerarse ocioso si no fuera por una muy buena razón: la Silva, pese a su aparente continuismo respecto del Cancionero de romances de Martín Nucio, es prácticamente coetánea; aunque el experimento de Nucio precedió al de De Nájera, lo cierto es que entre 1547 y 1550 los impresores reparan, con distintos grados de originalidad, en una forma que debió haber permanecido en estado latente dentro de las capillas musicales de las cortes y que paulatinamente se había popularizado a través del canto y de la capacidad para renovar los repertorios musicales, cuya huella estaba sujeta a cada ejecución, hasta llegar a los pliegos sueltos y, finalmente, al canon. Esta historia, contada también por Vicenç Beltran, sigue los pasos de otra investigación suya, El romancero: de la oralidad al canon, al menos durante las primeras cincuenta páginas (pp. 9-61); entroncar con esta investigación me parece un acierto, porque no hace depender el estudio de la Silva de otro trabajo externo al libro, sino que le confiere su propia unidad. En muchos casos, por la bibliografía y la claridad con la que se expresan algunas ideas centrales, el estudio sobre la Silva da la impresión de estar más actualizado que el otro trabajo publicado también en 2016 (no hay que descartar, por supuesto, que El romancero: de la oralidad al canon se haya demorado de más en la imprenta).

En todo caso, este nuevo trabajo se separa notablemente del libro previo después de los dos primeros capítulos, cuando se llega al Cancionero de romances de Nucio (pp. 61-80). Aquí, con los antecedentes analizados, Beltran se concentra en explicar el trabajo de Nucio, consistente en “un complejo proceso de compilatio y de ordinatio”, además de “una intensa revisión ortográfica” y “una nueva presentación tipográfica para mejorar su legibilidad” (pp. 62-63). Las circunstancias de su publicación en Amberes en 1547 y 1550, durante un momento en el que la migración hispana se intensificó siguiendo a la corte de Felipe II, dejan claro el interés despertado por las capillas musicales dentro de las cortes y, luego de forma manifiesta, en los pliegos sueltos, medio de difusión que congregó a una masa urbana con aspiraciones que disfrutaría de poder consumir los mismos bienes culturales que circulaban en ámbitos más exclusivos. Este análisis de la formación del Cancionero de romances sirve para mostrar un modus operandi editorial (o un usus imprimendi), pero también para insistir en temas que el neotradicionalismo había dejado de lado, como la “proliferación de clones” (p. 75) editoriales ante los temas exitosos en pliegos, romanceros, manuscritos, sin distinción de nuestra dicotomía más moderna de lo tradicional o lo cortesano, bien ejemplificada con el análisis del Romance del conde Claros, con “todos los requisitos para gustar: descripciones cuidadas de personajes, ambientes y refinamientos cortesanos, fuertes dosis de erotismo, la muerte por amor (real, no metafórica, en cuanto el Emperador condena a muerte al Conde) y la peripecia final: el perdón y el matrimonio de los enamorados, con la consiguiente mejora para el linaje de Montalbán” (p. 72). Las distintas orientaciones de las versiones conservadas demuestran la intervención de intereses cortesanos muy variados en un proceso de adaptación continua, muy probablemente a través de las capillas musicales, por lo que no parece descabellado interpretar que las relaciones entre impresores, músicos y ejecutantes fueran más estrechas de lo que hasta ahora hemos querido ver. La idea de Martín Nucio como un folclorista temprano puede matizarse a la luz de las circunstancias esbozadas; no parece improbable que, a falta de algún romance en los pliegos sueltos, principal abastecedor de su Cancionero de romances, hubiera podido recurrir a los repertorios de las capillas musicales de las cortes.

En las páginas siguientes (pp. 81-131), Vicenç Beltran podrá consagrarse por completo al estudio de la Primera parte de la silva de romances en lo que será el primer análisis monográfico extenso dedicado a este título desde Rodríguez-Moñino (sin olvidar, por supuesto, las calas realizadas por Mario Garvin en Scripta manent, de 2007). Con los antecedentes expuestos, Beltran entra muy pronto en materia y plantea una provechosa discusión sobre las etiquetas que utilizan estos editores para los nuevos productos que proponen. En el caso de Nucio, se aprovechó la repercusión de un formato manuscrito y luego editorial bien aclimatado en las cortes, el cancionero (donde resuena, claro, el éxito del Cancionero general de Hernando del Castillo de 1511). Respecto al título de Silva de romances elegido por Esteban de Nájera, Beltran recuerda la raíz humanista del concepto, presente en la Silva de varia lección de Pero Mexía (1540), pero rara y apenas visible en algunas pocas misceláneas jurídicas y religiosas del momento. Aunque Pero Mexía asocia la etiqueta al desorden, parece claro que De Nájera procura resaltar los valores misceláneos de la compilación y su excelencia (porque no se olvide que los textos de Mexía procedían “de muy grandes y aprobados autores”, p. 82). Este título tan original y rebuscado permite sugerir a Beltran que “no nos encontramos, como suele pensarse, ante un mero plagio de la edición de Martín Nucio” (p. 83). Esta perspectiva se confirma cuando se analiza la selección de textos, en que muy pronto se advierte que las supresiones e inserciones de Esteban de Nájera aspiraban a conseguir “una coherencia que su modelo estaba muy lejos de alcanzar” (p. 87); el expurgo de los romances carolingios o de tema francés, en cambio, revelaba un proyecto distinto, en el que se concedería mayor preeminencia a los romances de tema religioso, populares por sí mismos dentro de las cortes. Aunque no es una cuestión explícita en la argumentación de Beltran, creo que no puede pasarse por alto que ya desde este primer volumen se hable de una primera parte, porque eso revelaría un proyecto de mayor envergadura en tres partes y explicaría que algunos de los romances expurgados en la primera lo fueran sólo en apariencia, a la espera de reincorporarlos en la segunda o tercera partes ya previstas (tal como sucede). En efecto, más que un plagio del plan editorial de Nucio, la evidencia nos sitúa ante un proyecto diferente y, por mucho, más ambicioso. El estudio de los otros títulos que salieron de la misma imprenta zaragozana (trama seguida por Beltran en las pp. 110-114) arroja patrones semejantes, es decir, el editor parte “de la imitación de productos ajenos para producir inmediatamente después originalísimas aportaciones” (p. 112).

Respecto a las novedades que incorpora la Primera parte de la silva, resulta difícil pasar por alto los veintitrés romances religiosos que encabezan la selección. Sobre la procedencia de estos textos, atribuida desde Ramón Menéndez Pidal y hasta Mario Garvin a pliegos sueltos preexistentes, Beltran demuestra, luego de meticulosas y amplias calas, que las sutiles desviaciones entre versiones dificultan ver con claridad el orden en el proceso de copia. Beltran propone, incluso, que los pocos pliegos conservados podrían haber copiado de la Primera parte de la silva y no al revés (pp. 101 y 104). La idea estará presente en largos tramos de la argumentación, pero siempre con los matices necesarios, de modo que quien lee termina por asumir la validez de perspectivas enfrentadas sin poder decidirse, ante la falta de evidencia, por una segura. Así, se progresa a través de una redacción abierta a diferentes posibilidades, del tipo “no parece probable, pero no es tampoco imposible que el pliego descienda de la Silva, ni que esta haya tomado el texto de un pliego que no contuviera tales errores (o que los corrigiera si ya estaban)” (p. 119), lo que obliga a quien lee a mantenerse muy atento a la narrativa general de esta sección. En todo caso, en el proyecto de De Nájera se procedió de forma muy diferente; mientras que en la Primera parte de la silva de varios romances resulta imposible encontrar “la sucesión de idénticas series de romances en pliegos y Cancionero” (p. 103), Martín Nucio unió pasivamente pliego tras pliego, y en muchas ocasiones dejó expuestas las suturas de dicho trabajo de remiendo.

Respecto a la morfología del volumen, De Nájera parece estar muy consciente de las corrientes de su momento y logra un ensamblaje de textos superior al de Nucio. La coherencia del volumen resulta sostenida: abre con los romances religiosos, de mayor virtud, prosigue con los de historia de España y cierra con los de amores y chistes, entretenidos y ligeros, siempre de menor calado dentro de la misma escala de valores. La idea, por supuesto, pudo provenir del prestigioso Cancionero general de Hernando del Castillo, aunque se percibe mejor articulada en esta silva por la naturaleza más selectiva de los materiales y su dimensión menor. Sobre la poesía amorosa casi al cierre del volumen, Beltran la emparenta con los saraos, como una evolución natural de los fastos cortesanos que, ocasionalmente, llegan hasta la imprenta (como sucede con el Sarao de amor de 1561 publicado por Timoneda). La inspiración pudo llegar a De Nájera por fuentes no librescas a través de músicos y clérigos, por lo que Beltran no desaprovecha el análisis de la documentación notarial para emprender un discreto desvío por las relaciones sociales del impresor, en que la clerecía y la música tienen alguna relevancia (pp. 124-125).

En las páginas siguientes (pp. 125-129), Beltran se detendrá en el usus imprimendi de Esteban de Nájera, cuyas peculiaridades ofrecen un cuadro particular consecuente con el panorama general: al título novedoso y a la nueva perspectiva con la que se propone esta selección, se suman mejoras estilísticas de fondo (corrección de hipo o hipermetrías, por ejemplo), pero también de forma, como la eliminación de los paratextos que fueron comunes al pliego suelto y a sus primeras adaptaciones (como puede seguirse en el Cancionero de romances de Nucio a través de todas sus ediciones antuerpienses). Quizá el gesto de mayor originalidad esté en la inserción de grabados, “otro indicio de la dignificación del romance” (p. 129), que ponía a esta silva romanceril en el mismo plano de la apreciada literatura didáctica y moral de la época; la orientación temática de los primeros romances religiosos pudo dar la nota para una compilación que perseguía un público concreto, atento a la disciplina moral, pero sin desatender el fasto cortesano, bien expresado en los lances amorosos del final y los chistes.

En un apartado final (Conclusiones, pp. 131-137), Vicenç Beltran reúne los argumentos previos y nos presenta a un Esteban de Nájera que para superar el modelo editorial del Cancionero de romances de Martín Nucio, fuertemente inspirado en los pliegos sueltos, propondrá una organización con mayor unidad y coherencia, en una curva progresiva de lo más edificante a lo más entretenido, desde los romances religiosos hasta la lírica amorosa e, incluso, el chiste. La inapetencia con la que se ven los pliegos sueltos, del todo comprensible cuando pensamos que De Nájera imprime en una ciudad española donde los pliegos debieron circular libre y copiosamente, a diferencia de Amberes, permite muchas libertades a nuestro impresor. Su atención al Cancionero de romances, del cual procede un buen porcentaje de su nuevo proyecto, deja clara su intención de partir del libro y no de la miscelánea de pliegos, como antes hizo Nucio. La morfología de su compilación confirma esto: las pocas obras transmitidas a través de pliegos sueltos no ofrecen evidencia de haber sido tomadas en cuenta para el volumen, lo que podría dejar apuntado que más bien haya sido la Primera parte de la silva de varios romances la fuente en la cual se inspiraron estos pliegos (hipótesis que Beltran considera muy probable, aunque resulta difícil demostrarla); algunas otras pudieron proceder del magma en ebullición de los repertorios de músicos del momento. El filo comercial de la empresa queda bien expresado en la esencia continuista de la obra, hasta una tercera parte, anunciada desde la impresión de la primera. Se trata, a todas luces, de un proyecto más ambicioso, más extenso, más libresco (y menos dependiente del pliego suelto) y, como sabemos hoy por la historia literaria, de mayor impacto directo en el mercado editorial de su momento.

Este estudio se acompaña de un muy útil facsímil de bajo contraste, en blanco y negro, en escala 1/1, con amplios márgenes en cada página. El trabajo de impresión en bajo contraste permite conservar la información del soporte de manera más fidedigna, aunque se pierde esa falsa ilusión de leer un original que mantienen los facsímiles con alto contraste. Aunque el cuerpo del volumen no rescata las reducidas proporciones de los cancioneros en dozavo (lo que implicaría triplicar las casi 150 páginas del prólogo de Beltran para adaptar los contenidos a un tamaño de caja mucho menor), el respeto a la proporción en las páginas interiores conserva algo de la emoción propia de los formatos pequeños. En todo caso, la edición facsímil reproduce con enorme precisión todas aquellas características del soporte material que Beltran comenta en la Introducción y que dan un sesgo particularísimo al conjunto dentro del panorama de los romanceros publicados por esos años: el uso de grabados para ilustrar algunos romances, la continuidad entre ellos, las rúbricas en la portada, la composición de los cuadernillos y otros.

En su conjunto, esta edición cumple sobradamente con dos propósitos: poner a disposición del público lector las fuentes documentales para entender el complejo universo del romancero impreso del siglo XVI y, al mismo tiempo, una renovada clave de interpretación para apreciar los rasgos de originalidad de esta empresa de Esteban de Nájera en su contexto. Esta evidencia, sumada a otras más, permite vislumbrar un corto periodo de enorme actividad (1547-1551) dentro de las imprentas, tanto en España como en Amberes, que señalaría el rumbo de los siguientes decenios, en que igual se reunían pliegos sueltos para conducirlos al prestigioso formato del libro (Cancionero de romances, de Nucio), se copiaban libros para escalar a proyectos más ambiciosos (como esta trilogía que empezó con la Primera parte de la silva de varios romances) o se escribían romances originales inspirados en las crónicas (Romances nuevamente sacados de historias antiguas de la crónica de España, de Lorenzo de Sepúlveda). Todo esto, en un vertiginoso lapso que no superó los cinco años y que hasta hoy habíamos vislumbrado parcialmente a través de la historia de uno de sus miembros prominentes, pero que gracias a publicaciones como ésta podemos valorar con más justicia.

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