Introducción: una respuesta sorprendentemente simple
La filósofa Christia Mercer (2017) argumenta que detrás de algunas de las ideas cartesianas más prominentes se encuentra el trabajo no reconocido de una mujer. Mientras que el relato oficial dice que René Descartes (1596-1650) es el padre de la filosofía occidental moderna, la realidad es que si bien él tenía cierta fama, sus contemporáneos no consideraron que su trabajo fuese original ni mucho menos pionero. Mercer descubre que en realidad un grupo de académicos alemanes crearon y promovieron exitosamente el relato oficial a finales del siglo XIX. Cuando a las Meditaciones metafísicas se las asoció con una nueva forma de acercarse al conocimiento del ser, una ruptura con la vieja escuela y la inauguración de la filosofía moderna, Descartes ya llevaba más de dos siglos muerto. Lo interesante de esta historia es que las muchas investigaciones sobre filosofía medieval que buscaban descubrir las influencias en el pensamiento de Descartes pasaron por alto la más importante: Teresa de Ávila.
Teresa de Ávila (1515-1582) fue una religiosa mística española dedicada a la filosofía y, en particular, al conocimiento del ser y de dios.1 En su tiempo, Teresa gozó de gran prestigio; es más, su obra Las Moradas o El castillo interior (1940) llegó a ser considerada la meditación más importante del siglo XVII. Aunque Descartes no se caracterizaba por hacer públicas sus fuentes ni sus influencias, Mercer afirma que es altamente probable que estuviera familiarizado con el trabajo de Teresa de Ávila: acudía a una escuela jesuita donde se hacían lecturas místicas cada semana; su supervisor, Marin Mersenne, admiraba el trabajo de la religiosa; y también están las enormes y obvias semejanzas en el trabajo de ambos.2
¿Cómo explicar entonces que el nombre de Teresa de Ávila no figure en los anales de la historia de la filosofía de la misma manera que el de Descartes? Para Mercer, la respuesta es sorprendentemente simple: "los historiadores han ignorado la deuda de Descartes con la tradición meditativa en donde Teresa ocupa un lugar tan prominente porque han ignorado a las mujeres que podrían haber influido en él" (Mercer, 2017, p. 2543, cursivas de A. Ch.).
Esta historia va más allá de la anécdota obscura y curiosa, pues nos muestra que la forma en que el conocimiento se construye y es interpretado, reconocido y transmitido entre especialistas, supone un ejercicio de poder, una lucha por el monopolio de la autoridad científica (Bourdieu, 2000) que, muchas veces, se lleva a cabo bajo el auspicio de prácticas académicas cruzadas por sesgos implícitos de género (Haslanger, 2000; Pinal, Madva y Reuter, 2017; Saul, 2012, 2013).
Lo anterior significa que, a pesar de sus particularidades, la historia de Teresa no es ni única ni excepcional. Historias de exclusión, despojo, invisibilidad, subvaloración y menosprecio del trabajo intelectual -y de todo tipo- de las mujeres, así como de otros sujetos estructuralmente marginados, se repiten demasiadas veces; la trama es la misma, solo cambian sus intérpretes y sus escenarios.
Es en este sentido que el campo de los estudios de género y la epistemología feminista han intentado dar cuenta de que los terrenos en los que se lleva a cabo la producción y validación del conocimiento no solo no son neutros sino que, muchas veces, son adversos a las mujeres. Esto, a su vez, coloca los estudios de género y la epistemología feminista como blancos de formas específicas de injusticias epistémicas. Las injusticias epistémicas son daños a la capacidad de las personas como conocedoras y proveedoras de conocimiento. Impedir el acceso a la educación u obstaculizar la pertenencia y permanencia dentro de los grupos donde se generan significados colectivos de conocimiento son ejemplos de cómo se daña esa capacidad.
Este artículo busca explicar, por un lado, la manera en que se ha configurado y sistematizado el conocimiento feminista dentro de la academia. Ese conocimiento es el producto del intercambio intelectual y activista entre diferentes grupos feministas a lo largo de varios siglos y que se verá notablemente influido por el uso del término género como categoría de análisis de la realidad social. Por otro lado, el artículo argumenta que pese a los enormes avances de las últimas décadas, los estudios de género y la epistemología feminista aún se enfrentan a reacciones de deslegitimación en tanto exponen los sesgos androcéntricos de las ciencias hegemónicas.
Las primeras tres secciones de este artículo están dedicadas a esbozar la configuración del conocimiento feminista. La primera se refiere a los orígenes ético-políticos del feminismo y su impacto en la consecución de importantes derechos para las mujeres, en particular el acceso a la educación. Más adelante, se hace énfasis en el desarrollo de la categoría género y su adopción por parte del feminismo académico en las décadas de 1970 y 1980. La tercera sección describe la propuesta epistemológica feminista y su relación crítica con la epistemología hegemónica. En la cuarta sección hablo con mayor detalle de las injusticias epistémicas como desafíos a los que los estudios de género y la epistemología feminista tienen que responder. El artículo concluye con algunas reflexiones en torno a la necesidad de continuar robusteciendo el campo de conocimiento de los estudios de género y las diferentes vertientes de la epistemología feminista.
Antecedentes: configurando el conocimiento feminista
El pensamiento feminista es el conjunto plural de conocimientos, saberes y posicionamientos político-intelectuales críticos, y a veces contrapuestos, que busca entender, analizar y transformar el orden cultural de género. En este sentido, para un número importante de feministas, la de género es una categoría central en tanto contribuye a explicar el funcionamiento del sistema que coloca a mujeres y sujetos feminizados en posiciones de subordinación política, social y económica con respecto a los varones.
La trayectoria del pensamiento feminista moderno comienza con críticas éticas y reivindicaciones políticas para, con el correr de los siglos, sistematizarse como un campo de conocimiento interdisciplinar. A continuación hago un breve esbozo de algunas de las personas que hicieron esa trayectoria posible y dieron pie a la creación de los estudios de género y la epistemología feminista. Si bien no se trata de una revisión exhaustiva, esta sección tiene como objetivo identificar momentos clave de los orígenes de la configuración del feminismo como una propuesta intelectual seria y rigurosa.
La Ilustración es el movimiento filosófico-político de la modernidad por antonomasia; tuvo lugar en la Europa occidental durante los siglos XVII y XVIII, y se ve a sí mismo como un proyecto de emancipación, de autonomía de los individuos, pues apela a la liberación del hombre de la inocencia y su salida de la oscuridad intelectual (Kant, 2015).3 El lema de esa liberación es Sapere Aude; sus armas (la razón, la crítica y la reflexión) serán, paradójicamente, las que el feminismo utilice para constituirse en la primera gran crítica a este proyecto y, como veremos más adelante, en un campo de estudio.
Puede decirse que, en términos generales, las feministas de la época notan que hay graves problemas con el discurso ilustrado: "si todos los hombres nacen libres, ¿cómo es que todas las mujeres nacen esclavas?" (Mary Astell, citada en Pateman, 1985, p. 217). El discurso ilustrado habla de libertad, igualdad y autonomía, pero solo para y entre varones; habla del uso de la razón, pero sus razones para excluir a las mujeres son irracionales; reflexiona sobre la necesidad de derechos universales, pero omite a la mitad de la humanidad.
La respuesta del feminismo ilustrado consiste no solo en señalar esas inconsistencias, sino en tornarlas en demandas ético-políticas al denunciar aquello que Celia Amorós llama "universales fraudulentos" (Amorós, 2004, p. 74). Así, esta primera crítica feminista sospecha de la verdad sobre el lugar de las mujeres y cuestiona directamente a quienes la instauran y propagan. Deja ver que el genio ilustrado es misógino: si la misoginia no tiene bases racionales, luego entonces, el genio misógino debe ser un oxímoron. Este tipo de cuestionamientos ya estaba presente en trabajos protofeministas como el de Christine de Pizán, quien en La Ciudad de las Damas subraya que las resistencias contra la educación de las mujeres no eran sino señal de que "las opiniones de los hombres no se fundamentaban todas sobre la razón, porque está bien claro que ahí andaban equivocados" (Pizán, 2001, p. 198).
El feminismo ilustrado marca el comienzo de una nueva manera de sistematizar el conocimiento mediante obras críticas a posiciones supuestamente progresistas, pero que, en realidad, consideraban la desigualdad entre hombres y mujeres como un orden no solo natural e insuperable, sino también justo. Asimismo, es importante notar el motor ético de este feminismo expresado, por ejemplo, en la insistencia en la instrucción igualitaria para las mujeres, pues había que hacer de ellas integrantes no solo dignas de respeto, sino también útiles a la sociedad (Wollstonecraft, 1998, p. 74). El feminismo ilustrado constituye el primer cimiento para las movilizaciones de mujeres que habrán de desarrollarse durante el siglo XIX y que fueron encabezadas tanto por sufragistas como por feministas socialistas.
En el siglo XIX, las mujeres en casi todo el mundo carecían de libertades: no podían heredar ni tener propiedades, administrar dinero, recibir una educación similar a la de los varones, asociarse y hablar en público, predicar en la iglesia u obtener la tutela de hijas e hijos (Miyares, 2005). Sin embargo, no fue la desigualdad civil y política de las mujeres per se lo que las llevó a una convicción sufragista; esta se gestó, de acuerdo con Mary Nash, debido a la conjunción de dos factores político-ideológicos específicos: el protestantismo y el abolicionismo en Estados Unidos (Nash, 2004, p. 80).
El protestantismo que se estableció en América, por un lado, consideraba importante que las personas participaran activamente en la vida pública de la iglesia; por ello se hicieron necesarios procesos de alfabetización para que toda la comunidad tuviera acceso a las escrituras. Esta formación iba de la mano con la tarea predicadora y moralizadora de la ética protestante, tarea que las mujeres no dudaron en ejercer y extender a confines más allá de las comunidades cuáqueras a las que muchas de las futuras líderes sufragistas pertenecían.
El surgimiento del abolicionismo, por otro lado, supuso la participación directa de mujeres en la causa antiesclavista. La creación de la National Female Anti-Slavery Society fue una reacción directa a la negativa de la American Anti-Slavery Society de permitir a las mujeres participar en sus asambleas (Álvarez González, 2000, p. 104). Esta causa llevó a las sufragistas a dibujar un paralelo entre la situación de los esclavos y su propia situación, pues si la demanda de derechos de libertad para la población esclava era legítima, ¿por qué la demanda de las mujeres no debía serlo también?
La lucha de estas "hijas de la libertad" (Nash, 2004, p. 82) tiene una clara inspiración ilustrada no solo porque busca la autonomía de las mujeres, sino también porque comparte algunas de las contradicciones del proyecto ilustrado con respecto a la exclusión de ciertos sujetos. Sobre este último punto es necesario mencionar una crítica recurrente a las sufragistas anglosajonas con respecto a su posición aparentemente racista, en particular contra las mujeres de color. Según Ellen Carol DuBois, se trataba de mujeres que eran a la vez feministas y racistas, lo que produjo la creación de un movimiento elitista dirigido por mujeres blancas de clase media que "se consideraban los seres superiores social y culturalmente entre los hombres libres" (en Álvarez González, 2000, p. 114).4
Las sufragistas crearon un movimiento con una importante presencia política: se organizaron en foros, asambleas y asociaciones públicas; difundieron sus ideas en periódicos como The Revolution (1868-1872) y Women's Suffrage Journal (1870-1890), y en la serie de libros History of Woman Suffrage (1881-1922), por nombrar solo algunos. Asimismo, llevaron a cabo estrategias de protesta sin precedentes, la mayoría de ellas pacíficas, pero que en ocasiones incluían actos deliberados contra la propiedad pública y obras de arte, hasta el uso de la violencia. Todo, los actos pacíficos y los "bélicos", les costaron encarcelamientos y embates por parte de la prensa que las ridiculizaba.
En esta brevísima historia del feminismo en el siglo XIX es indispensable mencionar el papel que el feminismo socialista tuvo en la lucha por los derechos de las mujeres. La organización de las trabajadoras ocurrió temprano en el siglo XIX; de acuerdo con Álvarez González (2000, p. 51), la primera huelga de trabajadoras de la que hay registro en Norte América tuvo lugar en 1824 en Rhode Island y su pliego petitorio aún resulta familiar: incremento salarial y reducción de las horas de trabajo. En Alemania, pese a la prohibición que legalmente impedía a las mujeres asistir a mítines y asociarse en formaciones políticas, hubo mucha organización a través del Partido Socialdemócrata (Sozialdemokratische Partei Deutschlands, SPD). Desde su fundación en 1869, el SPD mantuvo una agenda en donde se incluía la consecución del voto para todas las personas y, hacia 1914, contaba con la afiliación de 175,000 mujeres (Álvarez González, 2000, p. 75).
El feminismo socialista coincidía con el sufragista en la importancia del voto. No obstante, también afirmaba que no podía simpatizar con el movimiento sufragista burgués, pues, según Clara Zetkin (1906), este consideraba el voto como un fin en sí mismo y no como un medio para avanzar hacia la revolución. Aunque el feminismo socialista reconocía la valentía y mérito del sufragismo en haber despertado la conciencia entre mujeres de distintas clases sociales, su interés principal era hacer frente al crecimiento vertiginoso del sistema económico capitalista encargado de mantener a una buena parte de la población en una situación muy similar a la esclavitud. El activismo y las huelgas de trabajadoras contribuyeron a crear tensiones sociales que habrían de ser resueltas a través de la consecución de derechos políticos -como el sufragio- y también derechos laborales.
Si bien el derecho al voto -que era el principal objetivo del movimiento sufragista y el objetivo intermedio del socialismo feminista- no se consiguió sino hasta el siglo XX -con desfases importantes dependiendo del color de la piel, la clase social o el país-, los movimientos de mujeres lograron la consecución de derechos civiles y políticos muy importantes, entre ellos el derecho a la educación que permitió la entrada de las mujeres a las universidades.5
En la primera mitad del siglo XX se dieron reivindicaciones paulatinas para las mujeres que parecían suprimir algunos de los obstáculos legales para incorporarse formalmente a la vida educativa, política y laboral. Sin embargo, pese a las victorias legales que pregonaban la igualdad entre hombres y mujeres, ellas seguían siendo vistas y tratadas como inferiores.
Solo con el feminismo del siglo XX, heredero directo de las luchas ilustradas, sufragistas y socialistas, se cristalizan las bases intelectuales de la crítica por venir. En otras palabras, sin las reivindicaciones políticas alcanzadas a partir de la movilización de mujeres en distintos lugares del mundo, la creación de una masa crítica feminista pujante habría sido imposible. Por un lado, esas reivindicaciones permitieron la entrada de mujeres a espacios otrora negados, como la educación superior; y por otro, evidenciaron que los problemas de desigualdad requerían más que logros legales y políticos.
La publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvoir en 1949 es sumamente significativa para el feminismo académico en los años de la posguerra. Si ya se han conseguido derechos políticos sin precedentes, algo más debe explicar la continuación de las relaciones de subordinación entre hombres y mujeres. Beauvoir afirma:
la mujer siempre ha sido, si no la esclava del hombre, al menos su vasalla; los dos sexos nunca han compartido el mundo en pie de igualdad; incluso en nuestros días, aunque su condición esté evolucionando, la mujer sufre grandes desventajas. En casi ningún país del mundo tiene un estatuto legal idéntico al del hombre y, en muchos casos, su desventaja es considerable. Incluso cuando se le reconocen unos derechos abstractos, un hábito arraigado hace que no encuentren expresión concreta en las costumbres (Beauvoir, 1998, p. 55).
¿A qué se refiere Beauvoir con un hábito arraigado? Para esta autora, la explicación de la subordinación de las mujeres en la sociedad no puede remontarse a una explicación histórica ni a fechas fundacionales, sino a los significados que los cuerpos de las mujeres tienen en la cultura. Las mujeres son lo otro de lo humano. En tanto constituyen esta otredad, ocupan un lugar contrario al del sujeto: "La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, es el Absoluto: ella es la Alteridad" (Beauvoir, 1998, p. 50).
La obra de Beauvoir nos ofrece un planteamiento epistemológico donde la condición de las mujeres -algo que más tarde llamaremos género- es cuestionada. A partir de trabajos como el suyo se complejizan las explicaciones sobre el origen de la subordinación y los hábitos arraigados, hábitos vistos como naturales que sostienen el sistema de desigualdades.
En este apartado he intentado esbozar momentos claves en la configuración del pensamiento feminista que sirven como antecedente para el desarrollo de los estudios de género y la epistemología feminista durante la segunda mitad del siglo XX. A continuación hablaré sobre el impacto de la categoría género en el feminismo académico.
El género en la investigación
La conformación de los estudios de género como campo académico se encuentra estrechamente ligada a dos procesos que tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo XX: 1) el nuevo significado que se le da al término género a partir del trabajo clínico de John Money, y 2) la formación de una masa crítica feminista en la academia.
De acuerdo con David Haig (2004), en lengua inglesa existen indicios del uso intercambiable entre los términos género [gender] y sexo [sex] desde el siglo XV. Sin embargo, en 1955 John Money inaugura el uso separado de los términos con el fin de diferenciar entre las características biológicas y las características culturales que distinguen a hombres y mujeres. Para Money (1955), la importación del género a las ciencias médicas y la sexología hizo posible "escribir sobre personas que venían a la oficina ya sea como hombre o mujer, pero de quienes no podía decirse que su rol sexual en el sentido genital específico fuese de hombre o de mujer en tanto que tenían una historia de defectos de nacimiento de los órganos sexuales" (citado en Haig, 2004, p. 91).
La influencia del trabajo de Money durante la década de 1970 ocurre principalmente en revistas académicas de psicología. La idea del rol de género como un constructo social fue retomada por el psicoanalista Robert Stoller quien, junto con Ralph Greenson, introduciría la noción de identidad de género para expresar el conocimiento, consciente o no, que una persona tiene sobre sí misma en cuanto a su pertenencia a un sexo y no al otro (Stoller, 1964).
En la década de 1970 el relativamente nuevo feminismo académico comienza a utilizar el término género de manera progresiva. Siguiendo a Haig (2004, p. 93), el primer texto académico feminista en cuyo título se encuentra la palabra género es Some Evolutionary Aspects of Human Gender, de Ethel Tobach, publicado en 1971 y que, curiosamente, no hace referencia a los trabajos de Money y Stoller. Kate Millet con Sexual Politics (1970), Nancy Chodorow con "Family Structure and Feminine Personality" (1974) y Gayle Rubin con "The Traffic in Women: Notes on the 'Political Economy' of Sex" (1975) comienzan a usar el término género de manera sistemática.
La entrada y permanencia de mujeres en espacios universitarios asentó las condiciones para la teorización y cientifización de problemáticas concernientes a la subordinación de las mujeres con respecto a los varones, y a los significados culturales de la feminidad y la masculinidad. Hay que enfatizar que el desarrollo de los estudios de género en la década de 1970 cristalizó un número importante de inquietudes políticas y sociales; más específicamente, este proceso de conformación académica no puede entenderse sin los movimientos de feministas universitarias en varias ciudades del mundo. Como afirma Jean Robinson, los movimientos sociales en pro de la justicia fungieron como la "partera" de los estudios de género (citada en Ginsberg, 2008, p. 10).
Para Buquet, López y Moreno (2020, p. 180), la década de 1970 representa un primer momento en la institucionalización de los estudios de género. Los primeros programas de estudios oficiales sobre mujeres, feminismo y género comenzaron en universidades de Estados Unidos, por ejemplo, la Universidad Estatal de San Diego (Ginsberg, 2008). Junto con los programas docentes, se crearon centros de investigación como el Centre d'Études Féminines et d'Études de Genre de la Universidad de París 8-Vincennes en 1974 y el Center for the Study of Women and Society en la City University of New York en 1973 (Buquet et al., 2020), con la filósofa Hélène Cixous y la socióloga Joan Acker como sus respectivas directoras.
En México, los antecedentes de estos procesos de institucionalización se encuentran en la Universidad Nacional Autónoma de México con el curso dictado por la escritora y activista feminista Alaíde Foppa en la década de 1980 en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, el Programa de Posgrado en Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma Metropolitana y la creación, en la década de 1990, del Programa Universitario de Estudios de Género en la UNAM, dirigido por la filósofa Graciela Hierro (Buquet et al., 2020).
Como parte importante de diferentes esfuerzos institucionales para la implementación, consolidación y robustecimiento del pensamiento feminista, los estudios de género y el feminismo en las universidades, en 1972 aparecen revistas académicas como Feminist Studies, editada por académicas y activistas; Radical Philosophy (conocida también como Journal of Socialist and Feminist Philosophy), editada por una colectiva, y Women's Studies Newsletter (hoy Women's Studies Quarterly), editada por The Feminist Press. En los años siguientes, a estas revistas se sumarán muchas más, como Signs: Journal of Women in Culture and Society (1975) e Hypatia (1983) en Estados Unidos, Feministische Studien en Alemania (1982), Debate Feminista en México (1990), Cadernos Pagu en Brasil (1993), Indian Journal of Gender Studies (1994) en India, o Politics & Gender (2005) en el Reino Unido, por nombrar solo algunas de las más destacadas.
Con estos antecedentes no es de extrañar que Haig (2004) note un incremento exponencial, a partir de la década de 1980, en el número de publicaciones académicas que incluyen el término género en trabajos sobre ciencias sociales, artes y humanidades. Tal incremento es inversamente proporcional al desuso del término sexo en esas mismas disciplinas.
El género se convierte, poco a poco, en una categoría de análisis central para explicar y describir la complejidad de las relaciones asimétricas entre mujeres y varones. Su uso nos ayuda a observar la realidad social de una manera particular, enfocada principalmente, mas no de manera exclusiva, a visibilizar a las mujeres y a sujetos feminizados, sus actividades, espacios, experiencias, cuerpos, contribuciones a la creación de la realidad social, y mostrar la manera en que cada fenómeno de la vida social está atravesado por relaciones de desigualdad (Serret, 2011). La de género es, además, una categoría que no trabaja sola, sino que suele articularse con categorías como raza, sexualidad, etnia, clase, edad y orientación sexual, necesarias para explicar procesos simultáneos de subordinación e injusticia.
Antes de continuar, quisiera examinar la siguiente objeción sobre la pertinencia del género como categoría de análisis, con el fin de defender su centralidad dentro del debate académico feminista. Existe en el debate feminista una crítica al realismo de género, es decir, a la posición ontológica que supone que todas las mujeres comparten condiciones similares de existencia (Mikkola, 2017). Parece, dice la crítica, que ese realismo no toma en cuenta la diversidad y peculiaridad, cruzadas por la raza o la clase social, de las experiencias de las mujeres. El problema con esta línea de pensamiento es que, según Judith Butler (1999), tiene un carácter normativo sobre lo que significa ser mujer, pues insinúa que hay formas correctas e incorrectas de ser mujer. Esto, a su vez, revela un ejercicio de poder sobre quién decide cuáles son esas formas. Dice Butler que el género no es una identidad estable ni similar para todas las personas, sino una repetición continua de performatividades.
En respuesta a estas críticas, habría que decir que es plausible pensar que la subordinación es una condición compartida por las mujeres, independientemente de otras características sobresalientes. Por ejemplo, pensemos en la violencia contra las mujeres como una amenaza muy real. Incluso en países como Suecia y Dinamarca, con altos índices de igualdad, las estadísticas de violencia doméstica en contra de las mujeres por su condición de género son alarmantes (a este fenómeno se le conoce como "la paradoja nórdica"). Ahora bien, quizás haya que matizar lo que se entiende por mujeres. No se trata de una categoría metafísica ni normativa a rajatabla, sino construida culturalmente, en donde se ubica a personas a las que se les asignan características de feminidad (cualesquiera que estas sean) que no son fijas, sino que varían en y durante la vida de las personas y de una sociedad a otra. Además, esas características de feminidad no están relacionadas con la genitalidad. Aquí parece que no hay un desacuerdo con Butler; es correcto suponer que las categorías mujer y mujeres siempre están en un proceso de devenir. No obstante, mucho de las relaciones de poder entre las mujeres y los varones, así como las dinámicas de construcción de la masculinidad y la feminidad, se explican a través del género como categoría analítica.
Epistemología feminista
Hasta ahora he esbozado la manera en que, a lo largo de varios siglos, el pensamiento feminista se ha configurado y sistematizado en un campo de conocimiento plural y activo dentro de la academia. En tanto nuevo campo de conocimiento -en el sentido institucional del término- los estudios de género tienen bases epistemológicas que representan una ruptura importante con la epistemología tradicional.
La epistemología, sabemos, es la rama de la filosofía dedicada al "estudio de la naturaleza del conocimiento y la justificación" (Moser, 2004, p. 292). Es decir, estudia la forma en que conocemos la realidad, justificamos nuestras creencias sobre ella y contribuimos a su propagación. De esta definición inicial se derivan distintas vertientes de la epistemología, que abarcan la epistemología moral, la epistemología de la virtud, la epistemología social y hasta la epistemología evolucionista (Audi, 2004).
Aquellas que denominamos las ciencias se han constituido como las disciplinas a cargo de la construcción del conocimiento que consideramos verdadero y legítimo. Es decir, las ciencias crean fronteras que distinguen entre el conocimiento y otros saberes que no están atravesados por el método científico. Hacer ciencia desde, por ejemplo, la academia, implica el establecimiento y reproducción de criterios de validación que contribuyen al fortalecimiento de esas fronteras. En palabras de Howard Sankey:
A lo largo de la historia de la ciencia, el avance de la ciencia se ha hecho mediante la eliminación de las creencias del sentido común en favor de las teorías científicas que muestran que el sentido común está equivocado. Ubicar el sentido común en una posición protegida es crear obstáculos al tipo de investigación crítica sistemática que ha permitido a la ciencia progresar hasta el primer lugar (Sankey, 2010, p. 52).
Si bien existe la idea generalizada de que el conocimiento científico legítimo es el conocimiento objetivo, la crítica feminista ha demostrado que ni la construcción ni el estudio mismo del conocimiento ocurren de manera aislada. En este sentido, mucho se ha escrito sobre si en realidad las ciencias y el conocimiento pueden ser objetivos o si la objetividad es un ideal asequible (Fausto-Sterling, 1985; Gregg, 1987; Harding, 1985, 2015; Haslanger; 1999). Más específicamente, la crítica feminista a la construcción del conocimiento ha develado cuán problemática es la noción de objetividad, así como sus implicaciones para la investigación realizada bajo la bandera de una supuesta objetividad que disfraza un enfoque centrado en los varones.6
El pensamiento feminista ha cuestionado ampliamente la manera en que el conocimiento se construye sobre supuestos en apariencia universales que, curiosamente, toman a los varones como punto de partida epistemológico. De acuerdo con Diana Maffía (2007), se trata de un tipo de conocimiento que expresa un punto de vista androcéntrico que, como su nombre lo indica, asume una posición cognoscitiva en la cual los varones son el referente central del mundo. Si bien esta definición es adecuada, es importante notar que, por lo general, se refiere a un tipo específico de varón: blanco, cristiano, propietario, capaz y heterosexual.
El punto de vista androcéntrico se construye a través de instituciones que a las mujeres "nos niegan racionalidad, capacidad lógica, abstracción, universalización, objetividad, y nos atribuyen condiciones a las que les restan cualquier valor epistémico: subjetividad, sensibilidad, singularidad, narratividad" (Maffia, 2007, p. 65). La ciencia es, pues, un escenario adverso para las mujeres y personas feminizadas en tanto sujetos y objetos de conocimiento.
Como hemos visto, desde mediados del siglo XX se ha ido formando un fuerte posicionamiento académico crítico feminista que utiliza diversas herramientas de análisis otrora ignoradas para dar cuenta de la manera en que la ciencia produce un conocimiento sesgado, pero que se presenta como neutro y universal.
De acuerdo con información obtenida de la base de datos de la Dirección General de Bibliotecas de la UNAM, los primeros textos académicos que utilizan la frase "Feminist Epistemology" en el título datan de 1983: por un lado está "Hand, Brain, and Heart: A Feminist Epistemology for the Natural Sciences" de Hilary Rose publicado en la revista Signs; y "Feminist Epistemology and Women Scientists" de Alan Soble, publicado en Metaphilosophy. En 1984, Sandra Harding y Merrill Hintikka editaron Discovering Reality. Feminist Perspectives on Epistemology, Metaphysics, Methodology, and Philosophy of Science. En cuanto a la producción en castellano, el primer texto donde aparece la frase "epistemología feminista" es de Diana Maffía: "La filosofía sexista, la epistemología feminista y otras vicisitudes de la razón", publicado en 1993 en Temas actuales de filosofía.
¿Qué es, entonces, la epistemología feminista? Para Elizabeth Anderson, es "la rama de la epistemología social que investiga la influencia de las concepciones y normas de género socialmente construidas y los intereses y experiencias de género en la producción de conocimiento" (2002, p. 312). En otras palabras, la epistemología feminista se encarga de analizar la forma en que la categoría género impacta en aquello que llamamos conocimiento científico, y las maneras en que dicho conocimiento discrimina a las mujeres y a los sujetos feminizados al limitar su participación, representarles y justificarles como inferiores (aquello que Anderson llama discriminación, y que más adelante describiremos como injusticia epistémica).
Detrás de la epistemología feminista hay una poderosa arma crítica que desmitifica los pilares sobre los cuales se ha construido el conocimiento científico. Según Anderson, esa desmitificación sirve para dos cosas: i) exponer los logros de la crítica feminista a la ciencia (revelar el sexismo y el androcentrismo en la investigación); y ii) defender las prácticas científicas feministas que tienen un compromiso con la liberación de las mujeres y la igualdad social y política de todas las personas (Anderson, 2002, p. 313).
La entrada y el desarrollo del pensamiento feminista en la academia, junto con la creación de importantes categorías de análisis, inauguran un nuevo capítulo para la epistemología, las ciencias y las humanidades. Justo bajo los dominios de la epistemología feminista encontramos bases teóricas para robustecer los estudios de género como campo de conocimiento interdisciplinar y transversal. Ambos, epistemología feminista y estudios de género, están inevitablemente motivados por comprender y combatir los problemas estructurales de las relaciones asimétricas y de subordinación entre mujeres y hombres que permean todas las esferas de interacción humana; o sea, en su centro yace un motor ético que cuestiona la injusticia resultante de esas interacciones. No es exagerado sugerir que tienen un carácter desafiante pues, en última instancia, cuestionan el statu quo y buscan sentar bases sólidas para una transformación sociocultural que revierta el orden de género y la desigualdad existentes. Tal carácter, ya vimos, es herencia del pensamiento feminista.
Ahora bien, pese a que la constitución de los estudios de género como campo de conocimiento y el desarrollo de la epistemología feminista han significado un vuelco en las maneras de hacer ciencia, ambos son objeto de formas de descalificación; de manera particular, son blanco de distintas formas de injusticas epistémicas. En la siguiente sección hablo de esto con mayor detalle.
Injusticias epistémicas
Para Miranda Fricker (2007) una injusticia epistémica es un daño a la capacidad de una persona como conocedora y como proveedora de conocimiento. El primer caso sucede cuando, por ejemplo, se impide a alguien tener acceso a la educación. El segundo puede ocurrir de dos maneras: como injusticia testimonial o como injusticia hermenéutica.
Nos referimos a una injusticia testimonial cuando la persona que habla recibe un "déficit injusto de credibilidad" por parte del oyente debido a los prejuicios de este último; la persona habla, emite testimonio, pero sus palabras no son tomadas en serio. Por su parte, una injusticia hermenéutica ocurre cuando "un área significativa de la experiencia social de la persona se encuentra oculta de la comprensión colectiva debido a un prejuicio estructural de la identidad en el recurso hermenéutico colectivo" (Fricker, 2007, p. 155).
Por prejuicio estructural de la identidad Fricker entiende cualquier sesgo en contra de una persona en virtud de pertenecer a un grupo social que carece de poder; y por recurso hermenéutico colectivo se refiere a las herramientas socialmente compartidas para la interpretación social. Lo anterior presupone que, en condiciones de desigualdad social, hay personas o grupos de personas marginadas hermenéuticamente en tanto que tienen una participación desigual, o ninguna, en las prácticas donde se generan los significados sociales. En consecuencia, sus experiencias no son conceptualizadas de manera adecuada y/o son mal interpretadas (Fricker, 2007, pp. 148-149).
Es importante notar que las injusticias epistémicas pueden ser incidentales o estructurales. Las incidentales no forman parte de los patrones generales de la dinámica de las relaciones de poder social, sino que se refieren a episodios aislados. En contraste, las injusticias epistémicas estructurales se encuentran informadas por relaciones de poder social y tienen un carácter sistemático, repetitivo, y se vuelven patrones de comportamiento social que fácilmente se normalizan. Para el tema que compete a este artículo, centro la atención en las injusticias epistémicas de carácter estructural.
Es posible, entonces, extrapolar los contenidos de las propuesta de Fricker y preguntarnos ¿cómo es que los estudios de género y la epistemología feminista son blanco de injusticias epistémicas?
El desarrollo y consolidación de campos de conocimiento, siguiendo a Bourdieu (2000), es una lucha por el monopolio de la autoridad científica que no necesariamente ocurre en condiciones de igualdad. Sabemos que ciertos sujetos y ciertos objetos de estudio han sido histórica y sistemáticamente excluidos de la ciencia al negárseles la entrada, al no ser tomados en serio o al pensar que sus aportes al conocimiento son irrelevantes. La exclusión, muchas veces, se basa en prejuicios. Así ocurrió a las mujeres antes de las reivindicaciones políticas y legales del siglo XX. Como sujetos estructuralmente marginados, las mujeres eran dañadas en su capacidad como conocedoras cuando se les prohibía el acceso a la educación y a espacios de intercambio intelectual. De igual forma, estas prácticas operaron en detrimento de su capacidad como proveedoras de conocimiento al ser invisibilizadas o ignoradas, como nos lo recuerda la historia de Teresa de Ávila.
En tanto que la epistemología feminista y los estudios de género no pueden colocarse ni por fuera ni por encima de la estructura de desigualdades que los hace posibles, y en tanto que han sido impulsados por sujetos hermenéuticamente marginados, no es del todo sorprendente que, en su relación con otros campos de conocimiento, se encuentren en una relación asimétrica. Durante mucho tiempo, la creación de conocimiento de las mujeres ha sido desestimada, incluso el conocimiento sobre sí mismas. Es decir, se encuentran testimonial y hermenéuticamente marginadas. La equiparación entre hombre y sujeto cognoscente ha sido falsamente asumida como neutral y han sido los varones quienes ponen sus intereses, sus cuerpos, sus prácticas, sus espacios y sus experiencias en el centro de la investigación, y los disfrazan como neutrales y objetivos. Ha sido la experiencia masculina la que ha marcado la pauta del método científico, un método que excluye y descalifica otras voces. Por consiguiente, los resultados de la investigación no se acercan a la verdad, sino a una verdad sesgada. En su versión menos mala, este conocimiento es parcial; en su peor versión, es incorrecto y hasta peligroso.7
Las injusticias epistémicas que competen directamente a las mujeres son un hecho cuantificable en las comunidades científicas. Por ejemplo, la Academia Mexicana de las Ciencias tiene poco menos de 25% de mujeres, mientras que en el Sistema Nacional de Investigadores representaban, en 2016, 36% del padrón (Rodríguez, 2016). De acuerdo con datos de la UNESCO, a nivel mundial, las cifras no son más alentadoras; a pesar de que en muchos países las mujeres son una porción importante en la matrícula universitaria, representan solo 30% de quienes se dedican a la ciencia (UNESCO, 2019). De igual manera, en la clasificación de las 200 mejores universidades del mundo, solo 39 son dirigidas por mujeres (Times Higher Education, 2019).
Aunado a lo anterior, existe un déficit de credibilidad por parte de la comunidad científica respecto de los sujetos que trabajan en estudios de género y desde la epistemología feminista. Un indicador de lo anterior es la medición del índice de impacto de las principales revistas académicas: aunque Gender Studies es la mejor posicionada dentro del campo de los estudios de género con un índice de 2.4, se encuentra muy lejos de la revista número uno, la Annual Review of Public Health, que cuenta con 7.32.8
Pensemos ahora en el affaire Teresa de Ávila-Descartes: cuando unos filósofos alemanes concluyeron, tras exhaustiva búsqueda, que el trabajo de Descartes era originalísimo y meritorio de dividir la filosofía en un antes y un después, quizá realmente creyeron que estaban realizando, a su juicio, un trabajo objetivo y riguroso. El problema aquí no es de descuido o de inocente ignorancia, sino de prejuicio y sesgo de género. Excluir el trabajo de Teresa de Ávila fue una decisión que refleja creencias muy arraigadas sobre la incapacidad de las mujeres para producir conocimiento.
La investigación de Mercer (2017) desafía directamente la versión oficial sobre el origen de la filosofía moderna y la denuncia como androcéntrica e injusta. Su trabajo ayuda a visibilizar a las mujeres y a mostrar por qué la producción de conocimiento debe incorporarlas. Este tipo de trabajos no se limita a la mera excavación arqueológica en los cofres de la filosofía, sino que supone, además, un posicionamiento político-normativo: insta a llevar a cabo más investigaciones sobre las mujeres en disciplinas tradicionalmente consideradas masculinas, en aras de visibilizar aquello que siempre ha estado ahí pero permanece innombrado.
Tomada realmente en serio, la historia de Teresa de Ávila, supondría reivindicarla y reconocer el lugar que le corresponde en la filosofía. Ello significaría reescribir y llevar a cabo una sacudida de proporciones monumentales para la disciplina filosófica y para la historia de cómo se construye y valida el conocimiento; también supondría una lección valiosísima sobre lo que sucede cuando el trabajo de las mujeres deja de pasar inadvertido.
Con estos antecedentes, no parece del todo desatinado pensar que la epistemología feminista, los estudios de género, las y los sujetos que se dedican a estos y el conocimiento que generan, se enfrentan a formas de injusticia epistémica en su capacidad de conocer y de proveer conocimiento. Si bien la epistemología feminista y los estudios de género son posicionamientos académicos consolidados, aún se enfrentan a déficits de credibilidad por parte de visiones dominantes que piensan el género como algo que es solo para y sobre mujeres. Al negar a las mujeres su competencia como proveedoras de conocimiento, se menoscaba su capacidad de conocer; cuando se ignoran los aportes de la epistemología feminista y de los estudios de género al entendimiento de la realidad social se produce una injusticia testimonial; al evitar que las experiencias, conocimientos y saberes de las mujeres tengan cabida en la creación de conocimiento, se produce una injusticia hermenéutica. Gracias a estas injusticias los estudios de género muchas veces no son tomados con la misma seriedad que otros campos de conocimiento.
Reflexiones finales
Evidentemente, existen avances importantísimos en las disciplinas que forman parte de los estudios de género, así como en la conformación de una masa crítica feminista. Si bien, a diferencia de Teresa de Ávila, muchas filósofas y científicas cuentan con condiciones afables para que su trabajo no sufra déficits de credibilidad, aún queda mucho por hacer.
La configuración del pensamiento feminista moderno comenzó denunciando falsos igualitarismos y reclamando derechos políticos y sociales para las mujeres. Más tarde, el desarrollo e institucionalización de los estudios de género y la epistemología feminista contribuirían a dotar de rigor teórico-metodológico a esas denuncias. La categoría género surgió para entender y explicar la subordinación de ciertos sujetos sociales, y contribuir a denunciar las injusticias con que se ha construido el conocimiento considerado legítimo.
En todo lo dicho hasta ahora subyace una preocupación ética sumamente feminista sobre la necesidad de revertir las injusticias en la creación del conocimiento. Es importante visibilizar y dar autoridad testimonial y hermenéutica a quienes no la han tenido; otorgar espacios a quienes tienen algo que aportar, algo que hacer y que decir no solo sobre sí mismas sino sobre cualquier aspecto de la realidad. Así se construye un conocimiento incluyente y una ruta más hacia la libertad, la igualdad y la justicia dentro de la academia.