Introducción
En los últimos años vivimos una extensión del feminismo sin precedentes.1 Esta extensión ha permitido la aparición de discursos críticos de género allí donde antes era impensable. Sin embargo, también ha abierto preguntas complejas que suponen nuevos desafíos: ¿hacia dónde vamos?, ¿quiénes son las compañeras en este viaje?, ¿caben todas las posturas en esta revuelta feminista?, ¿pueden ponerse líneas rojas ante la diversidad de objetivos?, ¿quién es el sujeto que se hará cargo de estas interrogantes?, ¿hay solo un sujeto, son muchos o se construye al interior de la misma acción política?2 Este texto no pretende zanjar dichas preguntas, pero sí al menos dibujar las líneas de un mapa que contribuya a orientarnos en la tarea de afianzar las posibilidades de un feminismo transformador. Para trazar este mapa, primero plantearé una reflexión general sobre la crisis sistémica y el impasse político en el que nos encontramos, con la intención de ofrecer claves para pensar el presente y reconocer algunas de las dificultades que enfrentan actualmente los procesos políticos. En segundo lugar, presento uno de los debates más importantes en el seno del feminismo de las últimas décadas, en el que se discute sobre la pertinencia o no de circunscribir un sujeto femenino como lugar privilegiado de enunciación. Y, en último lugar, propongo lo que he llamado una "política feminista de lo común" y pregunto por el tipo de proyecto que queremos.
¿En qué consiste nuestra dificultad?
En el intento de diagnosticar el momento actual, emerge cierta ambivalencia. Por una parte, el mundo entero pareciera cambiar al ritmo de las demandas del feminismo, que ha ensayado una política capaz de trastocar cada dimensión de la vida: económica, política, educativa, sexual, reproductiva. Las protestas de los últimos años, que se replican de una punta a otra del globo, en diversas e innovadoras formas de acción política, son protagonizadas por las más jóvenes y por aquellas que provienen no tanto de capas acomodadas, como sucedió en otros momentos históricos, sino de los sectores populares.3 Estos dos elementos -politización en términos de totalidad vital y nuevo protagonismo "desde abajo"- son fuente de renovación y potencia de la capacidad histórica de expansión del feminismo.4 Sin embargo, también encontramos una enorme dificultad: el mismo horizonte abierto por la protesta se difumina en un escenario inaudito de violencia, desorientación y miedo. Esta doble mirada permite entender la extensión del feminismo como parte de un momento histórico profundamente paradójico en el que de manera simultánea tienen lugar avances y retrocesos. Dicho de otro modo: al tiempo que vamos ganando, vamos perdiendo. Al tiempo que descubrimos la fuerza de los miles de cuerpos reunidos tomando el espacio público, aumenta la sensación de vida amenazada.
No está de más recordar que en las últimas décadas la desprotección social y la precariedad se incrementaron drásticamente, de modo que la distancia entre una vida más o menos sostenible y la posibilidad de exclusión social se redujo de modo alarmante. Las políticas neoliberales, moduladas y administradas de distintas maneras en el mundo entero, extendieron la incertidumbre y el miedo como experiencias transversales de la cotidianidad de millones de personas. La violencia contra las mujeres, articulada siempre con la economía política, lejos de desaparecer se ha intensificado en los últimos años, tal como arrojan las cifras en distintos países.5
Este aumento se expresa de manera especialmente cruel en los repetidos casos de violaciones multitudinarias. Como argumenta Rita Segato (2016), la violación cumple más una función comunicativa que sexual: permite sellar el pacto de poder entre varones sobre el cuerpo feminizado. Las violaciones grupales en la actualidad son grabadas y compartidas en redes sociales con quienes, sin estar presentes, también participan de la agresión. La complicidad permite expandir el marco de legitimación de la violencia.6 Este pacto cumple una función especialmente importante en un momento en que las estructuras simbólicas y materiales que organizan una realidad desigual entre los sexos parecen haber entrado en crisis debido a los cambios propiciados por la economía globalizada y por las propias luchas feministas.
En la medida en que la violencia reproduce y determina la posición de mujeres y varones, debe ser entendida como domesticación de género. Ello revela algo muy importante: si el género debe ser fijado es porque no existe una esencia o naturaleza fundante del mismo; su contenido es producido a través de distintas prácticas, muchas de ellas violentas en un sentido explícito y muchas otras cuya violencia puede pasar inadvertida. Los movimientos de mujeres se basan en esta idea: no existe nada inamovible en la masculinidad que impida un cambio profundo de las relaciones de género. Por ello, las luchas feministas trastocan, además de las estructuras económicas y sociales, de manera muy especial, las culturales. Esto explicaría la reacción desatada en sectores religiosos y de la derecha en defensa del regreso del orden patriarcal amenazado. El tiempo paradójico que vivimos está íntimamente relacionado con esta tensión social en la que el conflicto de género, que había permanecido soterrado durante décadas -entre otras cosas, por la promesa de libertad de los sistemas neoliberales de Occidente-, no solo logra salir a la luz, sino que lo hace desde un profundo reclamo de justicia.7
Para entender el alcance de este tiempo paradójico, resulta útil acudir a dos problemas que exceden al feminismo, pero que, al mismo tiempo, le inyectan nuevas posibilidades: el contexto de crisis que habitamos, analizado desde una perspectiva global, y la dificultad que existe en los procesos políticos para los que los grandes proyectos de emancipación dejaron de ser el lugar desde el que comprenderse a sí mismos. Decimos que ambas cuestiones inyectan al feminismo de nuevas posibilidades porque precisamente en medio de estos problemas emergen abordajes productivos sobre la polémica cuestión del sujeto del feminismo y despunta una política feminista de lo común.
La crisis, ¿qué crisis?
En los últimos años, se produjo una disputa por el relato en torno a la crisis. En el Norte global, crisis fue identificada con el colapso financiero de 2008 que puso en jaque las economías de varios países, dando lugar a las políticas de austeridad, la deuda de estados enteros y los famosos rescates de la banca con dinero público (Observatorio Metropolitano, 2011). Actualmente, aunque los efectos de las políticas que acompañaron la gestión de la crisis siguen impactando en las capas de población más empobrecidas, parecería que fue superada o, por lo menos, absorbida por sectores relegados a los márgenes sociales. Aquellos que a casi nadie importan.
En los países del Sur, la "crisis" viene de largo, propiciada por las políticas de ajuste estructural y las imposiciones del Banco Mundial y el FMI en décadas anteriores. La era de los gobiernos progresistas contuvo en algunos aspectos las consecuencias de esta crisis. Sin embargo, las políticas extractivistas, los modelos de desarrollo basados en la turistificación y el despliegue de la economía financiera de la deuda han acabado por colapsar las posibilidades de reconstrucción del tejido social, dañado profundamente por la miseria y la violencia. El estallido contestatario en distintos países -Ecuador, Haití, Chile y Colombia- en otoño de 2019 expresa el profundo malestar existente ante condiciones de vida cada vez más constreñidas por las políticas neoliberales.
Al respecto de las "crisis", podemos plantear una pregunta interesante: ¿y si esta crisis no es simplemente coyuntural? Algunas economistas, como Amaia Pérez Orozco (2014), insisten en no interpretarla como un acontecimiento pasajero: no estaríamos ante un bache en el camino o un tropiezo desafortunado que una vez superado permitiría regresar a la normalidad. Por el contrario, la crisis es estructural e inherente a este modelo social y económico. ¿Qué significa esto? ¿Por qué afirmar algo tan tajante como su carácter "inherente"? En la medida en que el motor del capitalismo es la búsqueda ilimitada de lucro, siempre existirá un choque entre su desarrollo y las necesidades derivadas de sostener la vida. En otras palabras: el capitalismo no tiene como prioridad el bienestar de las personas -ni de los territorios-, y esto hace que la crisis, de modo más o menos explícito, siempre haya estado ahí, aunque no sea visible cuando miramos desde la estrecha perspectiva de lo que ocurre en los mercados (que reducen el impacto del capital a números de crecimiento y porcentajes de inflación) o desde algunos sectores acomodados de la sociedad. La singularidad del momento actual puede leerse en términos de intensificación del choque capital-vida. Para millones de personas, las condiciones básicas de reproducción no están garantizadas; para muchas otras, el miedo lo atraviesa todo: miedo a quedar afuera, a no ser reconocidas, a sufrir violencia, a perder la salud, a no acceder a tratamientos o no tener capacidad para mantener y cuidar de las personas cercanas. Miedo como forma de adiestramiento en un contexto velado de crisis: aquí no pasa nada y, sin embargo, ¡pasa todo!.
La intensificación de este conflicto viene acompañada de otro fenómeno al que es importante prestar atención: la redefinición del concepto de vida. ¿Qué significa esto? La noción de vida está siendo despojada de su valor intrínseco: el imperativo kantiano que considera éticamente al otro como fin en sí mismo y no como instrumento, resulta extraño cuando toda realidad puede ser reducida a mercancía. Solo algunas vidas privilegiadas mantienen la cualidad de ser valoradas en sí mismas por el simple hecho de existir y, por tanto, son las merecedoras de protección, de cuidado. En el reverso, se encuentran vidas significadas como desechables, vidas que no importan, vidas que, en última instancia, pueden resultar incluso exterminadas. Los feminicidios en Ciudad Juárez son el paradigma contemporáneo de este fenómeno. Aquí, los valores ilustrados de igualdad se desploman en la medida en que descubrimos que la manera en que se ha tratado de definir lo humano estaba cargada de jerarquías y exclusiones internas.8
El éxito de este fenómeno de diferenciación jerárquica entre vidas depende de otro aspecto relevante, la desafección. La desafección es una emoción que expresa la ruptura de un vínculo, ruptura por la que dejamos de sentirnos afectados o convocados. Quien se siente desafectado se vuelve impenetrable, recorta lazos con el exterior, de modo que puede poner en duda el mismo sentido de persistencia social. Esta experiencia desvela que el entramado con las personas que tenemos alrededor, aquellas que son parte del mundo que habitamos, no se produce de modo automático ni está garantizado de manera exitosa per se. No tenemos certeza de que vayamos a ser cuidados como necesitamos ni de que los vínculos en medio de los cuales surgimos sean los adecuados para desarrollar una vida digna o una que sintamos propia, en la que se nos acoja de manera íntegra. Esto significa que la desafección puede tener lugar en cualquier momento de nuestra experiencia, incluso sin ser muy conscientes de ello. La redefinición actual del modo en que comprendemos la vida, reactiva esta precariedad intrínseca de las relaciones humanas para dejarla completamente al descubierto. Resistir a este fenómeno de vulnerabilidad desnuda implicaría caminar en la dirección opuesta, insistir en la afección, en lo que la hace posible, en lo que hay entre. ¿Y no emerge la afección cuando el vínculo es cuidado, cuando existe protección de la vida? ¿No es desde ahí que puede hacerse que la vida, no la mía o la tuya, sino la vida en tanto dimensión compartida, vuelva a significar, a importar?
No obstante, para afectarnos, debemos ser capaces de mirar, percibir, sentir lo que tenemos alrededor. Pero, ¿y si lo que nos rodea se ha vuelto insoportable, nos da miedo o produce una profunda impotencia? ¿Y si el dolor del mundo fuese tan grande que no pudiésemos ver más? No quiero saber nada de aquello que me causa un profundo dolor o me incomoda en exceso. Desde esta perspectiva, transitar el contexto señalado de crisis se hace más difícil todavía, porque requiere no solo pensar la vida como vínculo común frente a la desafección, sino el desafío de afectarnos con lo que sucede afuera cuando hacerlo se ha vuelto demasiado doloroso o incluso insoportable.9
Impasse de lo político
El segundo de los problemas del tiempo paradójico que habitamos es consustancial a las formas políticas contemporáneas. Tanto a nivel filosófico (Laclau y Mouffe, 1985/2011) como a nivel político, desde finales de la década de 1960 se intentó analizar las transformaciones económicas, políticas y sociales desatadas tras las dos guerras mundiales y el avance del nuevo espíritu del capitalismo (Bolstanki y Chiapello, 2002). Las nuevas generaciones en Europa cuestionarían la democracia liberal-representativa como único horizonte de gobierno, los nudos cada vez más densos entre el deseo colectivo y el capital (Deleuze y Guattari, 1972), la dificultad del relato marxista para incluir nuevas luchas -feminismo, ecologismo, movimiento antirracista, diversidad sexual- y las estructuras rígidas de los partidos como catalizadores exclusivos de demandas. Esta crítica permitirá repensar las prácticas políticas durante las décadas siguientes. Pero, al mismo tiempo, irá acompañada de nuevas dificultades: al abandonar los programas de partido predefinidos y la comprensión teleológica de la organización política, la movilización tiene lugar inevitablemente en medio de la incertidumbre. ¿Hacia dónde vamos cuando protestamos? El sujeto político de enunciación se difumina, ¿quién puede decirse, por ejemplo, que es el sujeto de la actual revuelta feminista? No hay una voz única, pero, entonces, ¿caben todas las opiniones y posturas? Además, la existencia de un amplio abanico de realidades impedirá presuponer el contenido completo de la acción política antes de su desarrollo: es en su curso donde le damos sentido, recogiendo y alimentando la diversidad presente.
Hay principalmente dos maneras con las que se ha intentado responder a esta situación abierta por lo que puede llamarse el "problema político de la diferencia": la manera populista (Laclau, 2005/2013) y la de la autonomía (Negri y Hardt, 2009). En un momento histórico marcado por el despegue neoliberal, ambas comparten el reconocimiento de la pluralidad de sujetos y luchas, así como la necesidad de ir más allá de la gramática ortodoxa marxista. Sin embargo, tienen profundas diferencias: la primera, acentúa la dimensión racional-comunicativa de la política con el objetivo de articular las diferencias bajo un determinado significante (impactado de contenido a través de las demandas populares). La segunda, mucho más apegada a los procesos de cambio, no plantea articulaciones discursivas a través de un significante general, sino la composición desde abajo de las diferentes luchas, relevantes en sí mismas dada su capacidad de transformación molecular. Si la primera concede mucha importancia a la representación y al Estado, la segunda, a la expresión de las luchas per se y a la desestatalización de la política. La primera se traduce en política sin proceso encarnado; la segunda, en sobredimensión de la capacidad organizativa y en falta de mecanismos de mediación y representación que aglutinen un mayor y diverso abanico de realidades. Aquí el peligro más importante es olvidar que la autonomía siempre está en proceso de construcción y no es una esencia o una identidad opuesta sin más al estado.
En medio de esta encrucijada, ¿reinventan las prácticas feministas contemporáneas un modo distinto de hacer con "el problema de la diferencia"? Efectivamente, aparece una manera más allá tanto de la generalidad abstracta y estatal de la articulación hegemónica como de la tendencia a plegarse sobre sí de la autonomía. Una manera que logra formular problemas amplios sin renunciar, al mismo tiempo, al tejido de procesos concretos. Esto significa que dichas prácticas no necesitan desprenderse de la corporeidad para producir articulaciones masivas, tal como se ha visto en las movilizaciones recientes: se extienden con fuerza consignas e imágenes en torno al estar entre mujeres, cuidarse entre mujeres, poner el cuerpo simbolizado desde problemas y deseos distintos, incluyendo a las personas trans. Por otro lado, se disloca la metafísica dualista que de un modo u otro reaparece en el pensamiento político clásico, recombinando elementos aparentemente contrapuestos: particular/general, estado/afuera, cuerpo/discurso, emoción/razón, privado/público, sensibilidad/razón, individuo/sociedad (Gago et al., 2018). Las prácticas feministas desarrollan dinámicas complejas de construcción política en las que los problemas se encarnan y el estar juntas es un modo de cuidado colectivo no reñido con la voluntad de expansión y generalización (Gutiérrez, 2009). En estas prácticas, se despliegan universales -justicia, igualdad, democracia-, pero con dos cualidades que los redefinen filosóficamente: concreción materialista en el contenido y apertura e inacabamiento en su formulación, siempre provisional y contingente (Butler, 1992).
Un ejemplo al respecto lo encontramos en el proceso organizativo de la Huelga Feminista en España de los años 2018 y 2019.10 La propuesta de "huelga" tiene una aspiración universal, la movilización de todas las mujeres y el avance hacia un cambio sistémico. Es decir, no se trata simplemente de los derechos de un sector de la sociedad. Esta aspiración tampoco se extiende solo discursivamente, sino que se reconstruye en la práctica asamblearia, acciones, elaboración de ideas y comunicados, organización de grupos de trabajo. El discurso se desarrolla desde abajo hacia arriba para luego volver inversamente a enfrentar la prueba de los hechos (que es la capacidad del discurso para decir la realidad, como defendía Foucault que debía hacer todo discurso). Tampoco hay líder u organización representante de la huelga; se trata de protagonismos provisorios o decididos colectivamente, las ideas son compartidas y difundidas por voces múltiples y en infinidad de espacios convertidos en laboratorios ético-políticos del mundo deseado. Se trata de un proceso abierto, antídoto contra identidades que podrían solidificarse. Existe un momento de clausura de la discusión que permite consolidar acuerdos, pero, rápidamente, se produce la apertura necesaria que permitirá nuevas reconfiguraciones (por ejemplo, hacer centrales temas que habían quedado relegados a un plano secundario, como el racismo). No hay un sujeto homogéneo que precede a la huelga, sino muchas experiencias entrelazadas que existen a través de un grito compartido. A esto se suma otro elemento importante: las demandas desplegadas no reproducen la división entre asuntos privados y públicos. En ellas, se conectan dimensiones generalmente escindidas, sexualidad y poder, micropolítica y esfera global, como sucede al defender el reparto del cuidado en el hogar en cuanto problema del sistema económico en su conjunto, o al afirmar que la violencia contra las mujeres es la base del capitalismo (Federici, 2019). La huelga feminista, tanto en sus procedimientos innovadores como en sus contenidos, visibiliza lo que históricamente había sido opacado: producción de género, jerarquías corporales y sexuales, violencia heteropatriarcal, y la relación de todos estos elementos con la "economía". Por último, se descubre como una práctica política que acontece en distintos niveles, capaz de entretejer diálogos simultáneos en el hogar, la calle, las instituciones públicas, los sindicatos, los medios de comunicación o las redes sociales, sin que pueda distinguirse a priori una jerarquía entre estos lugares. Habría también que preguntar hasta qué punto estas prácticas cuestionan la noción clásica del Estado como instancia exclusivamente coercitiva, en la medida en que ocupan las instituciones y exigen redefinirlas a favor de las necesidades sociales.
Esta fuerza heterogénea con vocación universal tiene la capacidad no solo de reconocer la paradoja de nuestro tiempo, sino también de hacerla estallar y contribuir a dibujar horizontes alternativos. Y lo hace dando respuestas a algunos problemas clave para el futuro del feminismo, pero también para las prácticas políticas en general: la cuestión del sujeto, la política de lo común y el tipo de proyecto feminista que está en marcha. Problemas en los que las diferencias no son un añadido a pie de página, sino la misma materialidad de su despliegue político.
El sujeto del feminismo
Las integrantes de la Asamblea Nos Queremos Vivas Neza, ubicada en el Estado de México -una de las regiones más peligrosas para las mujeres en el mundo- sostienen algo muy relevante: "nosotras no nos hicimos feministas sin más, nosotras somos conscientes de las luchas de las que somos herederas.11 Sin las luchas de nuestras mamás y abuelas por el agua en la ciudad, sin las luchas por la vivienda, sin las luchas estudiantiles, no sería posible comprender nuestra propia fuerza".12 Al retomar sus palabras, resulta interesante preguntar de dónde nace la fuerza del feminismo en la actualidad. Aunque las genealogías y debates son diferentes en distintas partes del mundo, encontramos inquietudes compartidas. Una de las más acuciantes es la del sujeto del feminismo, que debe ser leída desde el impasse político explicado más arriba y que puede entenderse mejor a la luz de experiencias concretas. Lejos de ser un problema meramente teórico, adquiere todo su sentido en el desarrollo de la acción feminista que renueva y amplía los marcos políticos clásicos. Veamos un ejemplo histórico.
En España, las protagonistas del movimiento feminista de la Segunda Ola fueron principalmente obreras, marxistas, separatistas, participantes del movimiento vecinal, lesbianas y mujeres que militaban en partidos políticos.13 No existió un feminismo de corte liberal como en Estados Unidos, entre otras cosas, porque la inmensa mayoría de mujeres de la época no tenía acceso a estudios medios y superiores ni a espacios de poder. Además, las tradiciones marxista y anarquista en el país tenían un peso enorme. Fue un grupo muy minoritario, con estatus económico alto, el que logró estudiar y posteriormente mantenerse en la academia o profesionalizarse. El grueso del movimiento feminista formaba parte del fuerte contexto de politización vinculado a las luchas antifranquistas.
Igual que sucedía en otros países, el movimiento feminista mantenía su masividad gracias a una idea aglutinadora: las mujeres comparten la experiencia de la opresión en el dominio del patriarcado. La Mujer, con mayúscula, representaba esa experiencia común que había analizado con extrema minuciosidad Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Ese deseo de unidad fue el motor para la creación de la Coordinadora Feminista, que operó como un paraguas bajo el cual se reunirían todas las iniciativas del movimiento hasta prácticamente la década de 1990, momento en el que emergieron otras formas organizativas.14 Durante la segunda mitad de la década de 1980, colectivos de lesbianas y de mujeres transexuales protagonizaron una discusión muy importante que fue erosionando ese presupuesto.15 Empezaron a hacerse visibles experiencias sexuales profundamente dispares. Las diferencias entre lesbianas y heterosexuales eran palpables y en ocasiones motivo de conflicto; pero también existían diferencias importantes y mucho menos visibles entre lesbianas. Los colectivos queer insistieron en este aspecto al afirmar que "el deseo no sabe de etiquetas", disociando sexo de género: las lesbianas pueden disfrutar de un erotismo incluso opuesto al que se considera propio de la feminidad, a través, por ejemplo, de prácticas de violencia consentida o del uso de pornografía.16 A esta discusión, se sumará la voz de las trans, decisiva para disparar preguntas tan incómodas como importantes en el interior del movimiento: ¿qué es ser mujer?, ¿es una identidad definida por la biología o, por el contrario, construida socialmente? Y, en caso de que sea construida socialmente, ¿significa que podemos ser mujeres de modos muy distintos o incluso dejar de ser mujeres? ¿Hasta qué punto es posible "deshacer" el género?17 ¿Puede presuponerse un sujeto del feminismo femenino determinado exclusivamente por la biología?18
Estas preguntas pondrán en entredicho la idea de que existe una única forma de opresión. La mirada sobre el patriarcado se complejiza progresivamente y en otros países el reconocimiento del racismo contribuirá a entender la enorme disparidad de experiencias entre las mujeres.19 El patriarcado deja de entenderse como una estructura monolítica cuasi trascendente desde la que resultaba realmente difícil reconocer la agencia de las mujeres. En términos filosóficos, las reflexiones de Michel Foucault (1982) sobre el poder, donde este es comprendido en su compleja relación con la libertad; el problema del placer y su ambivalencia en lo femenino, desarrollado por Carole S. Vance (1989); y los estudios de formas de representación y subjetividad de autoras como Teresa de Lauretis, contribuyeron decisivamente a interpretar el patriarcado de un modo más flexible, vinculado a formaciones ideológicas concretas en el interior de las relaciones sociales. En palabras de Lauretis:
Al igual que el espectador, punto final de la serie de imágenes fílmicas en movimiento, queda apresado en las sucesivas posiciones del significado y es arrastrado con ellas, una mujer (o un hombre) no es una identidad indivisible, una unidad estable de "conciencia", sino el término de una serie cambiante de posiciones ideológicas. Dicho de otra manera, el ser social se construye día a día como punto de articulación de las formaciones ideológicas, encuentro siempre provisional del sujeto y los códigos en la intersección histórica (y, por ello, en continuo cambio) de las formaciones sociales y su historia personal (De Lauretis, 1992, p. 29).
Si el patriarcado no es una estructura transcendente, sino que su significado es inseparable de las distintas formaciones sociales, entonces debe ser analizado en sus variaciones culturales e históricas. Como explican Jill K. Conway, Susan C. Bourque y Joan Scott (2013), la noción de género fue extendiéndose durante las últimas décadas con el objetivo de dar cuenta de esta complejidad creciente:
En los últimos veinticinco años, muchas y muy diversas tendencias dentro de las investigaciones académicas han convergido para producir una comprensión más compleja del género como fenómeno cultural. Los matices y las variaciones de esta categoría cultural ahora parecen mucho más sutiles de lo que sugieren las formulaciones hechas por Mead. Hoy día vemos que los límites sociales establecidos por modelos basados en el género varían tanto histórica como culturalmente, y que también funcionan como componentes fundamentales de todo sistema social. El hecho de vivir en un mundo compartido por dos sexos puede interpretarse en una variedad infinita de formas; estas interpretaciones y los modelos que crean operan tanto a nivel social como individual (Conway, Bourque y Scott 2013, pp. 22-23).
Esta interpretación crítica permitió ir progresivamente más allá del marco conceptual de la diferencia sexual. Se abrió la puerta a un enorme abanico de formaciones de género que ensanchan el esquema de dos posiciones sexuales predeterminadas. La diferencia sexual será cuestionada por su incapacidad para explicar por sí misma la identidad, en la medida en que siempre se cruza con otros aspectos: situación económica, procedencia, sexualidad, memorias, afectos y deseos. El énfasis en la formación subjetiva a través de una experiencia múltiple e indeterminada, condicionada también por la presencia del inconsciente, logró desplazar la posibilidad de acudir tanto a la biología como al género -entendido como categoría social unívoca, y no como expresión de un amplio abanico de cuerpos e identidades- para explicar lo femenino. Al mirar desde esta perspectiva, acorde a una realidad que se resiste a ser simplificada, las diferencias entre mujeres explotan, precipitando lo que se ha conocido como la crisis del sujeto del feminismo.
Es importante detenernos en este punto. ¿En qué consiste esta crisis? ¿Qué es lo que se pone exactamente en crisis? Por una parte, una determinada manera de comprender la identidad femenina que, al delinear a priori las fronteras del feminismo, no consideraría realmente la multiplicidad y las diferencias señaladas. Por otra, la unidad de la lucha que habría sido construida en función de una noción de feminidad restrictiva, anclada principalmente en la diferencia sexual. La crisis que provocan estos aspectos en torno a la representación y unidad del feminismo -¿quién es el sujeto y cuáles son sus límites?- irá acompañada de sentimientos de nostalgia en algunos sectores. Incluso, llegará a ser considerada como un efecto no deseado de la posmodernidad, lo que concedería a la teoría en términos generales, un poder cuasi mágico, y de difícil justificación, de construcción de la realidad.20 En una dirección muy distinta, es posible interpretar esta crisis como una extensión de las posibilidades de acción política que se abren cuando se abandona su fundamentación en una identidad previa. Dicho en términos filosóficos, cuando despojamos de su carga metafísica a la categoría Mujer y abrimos el campo político a las diferencias, amplificándolo. Desde esta perspectiva, la crisis es riqueza y permite cuestionar fronteras hasta entonces invisibles. El feminismo se declina a partir de ese momento en plural, se multiplica. Es decir, la crisis es aquello que, no sin dificultades, constituye hoy también nuestra fuerza.
Política de lo común, diferencias e igualdad
El sujeto Mujer, que durante la Segunda Ola del feminismo había servido para representar lo femenino, es interrogado con la aparición de diferencias que desbordarán sus contornos, como ponen de relieve lesbianas y trans en el caso español, mujeres indígenas en México, negras y mestizas en Estados Unidos o trabajadoras del sexo y migrantes en el centro de Europa. La irrupción de estas voces impulsará el reconocimiento de una enorme variedad de feminismos -populares, negros, autónomos, comunitarios, transfeminismos, descoloniales, queer-, más allá del lugar de enunciación hegemónico de los organismos supranacionales o estatales, o de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Si consideramos el desarrollo de la historia del feminismo desde esta problemática, ¿cómo pensar la revuelta feminista en la actualidad? ¿Sigue siendo la búsqueda de diferenciación un elemento político central? Las prácticas feministas más recientes incorporan un impulso no tanto de distinción como de reconstrucción de vínculos entre realidades diversas, que se logra sin anular la singularidad presente en cada una de ellas. Esta búsqueda de recomposición de vínculos se produce en términos radicalmente nuevos al no traducirse en, o presuponer, o imponer una nueva unidad. Este impulso es contrario a la redefinición del concepto de vida mencionada más arriba. Si la "vida" es empujada a la desafección y a la separación -de cuerpos, territorios, experiencias-, considerar aquello que tiene lugar entre, en tanto condición que hace posible la conexión de realidades en principio diversas, se convierte en una tarea fundamental a favor de la reelaboración de la dimensión compartida del existir. Dotar esta dimensión de una nueva vitalidad social, en su significado e importancia para la vida común, aparece como un importante acto de resistencia en la acción política contemporánea.
Aquí se despliega lo que puede llamarse una "política de lo común" (Gil, 2017): un modo de politización que insiste especialmente en la capacidad expansiva de los cuerpos, en volver a decir "nosotras". A diferencia de lo que ocurría en otros periodos históricos, es un "nosotras" que se niega a ser asimilado bajo categorías totalizantes y esencialistas: no está hecho de identidad, sino de diferencias capaces de recomponerse entre sí. El tipo de "nosotras" que emerge en esta política de lo común es muy distinto al que nace de un feminismo que no ha pasado por la reflexión y experiencia de las diferencias. Mientras los colectivos sociales menos favorecidos insisten en la apertura, las posiciones más centralizadas lo hacen en lo contrario: la preservación de la unidad, aunque esto suponga nuevas exclusiones.21
En este punto, aparece una pregunta que aumenta aún más las dificultades que venimos rastreando. Si la política de lo común emerge como condición contra la lógica subjetiva del neoliberalismo, podría suponerse que el reconocimiento del territorio compartido que esta lógica desdibuja a su paso sería suficiente para transformar la realidad. Sin embargo, recomponer algún tipo de "nosotras" requiere algo más que constatar el espacio común que sostiene toda existencia o la apuesta por un diálogo entre diferentes que no considera las condiciones materiales y simbólicas en las que se produce. Por el contrario, el "nosotras" que emerge al calor de las movilizaciones que acontecen en distintas partes del mundo en los años recientes prefigura un horizonte transformador; su enunciación no es descriptiva ni dialógica, sino en sí misma un acto político.
En primer lugar, se trata de un "nosotras" que extrae su fuerza de la potencia colectiva, del ejercicio de cooperación entre mujeres que no necesariamente se conocen de antemano y de la herencia de distintas luchas políticas. En este sentido, se distancia del tipo de feminismo individualista y empresarial que emerge a lo largo de décadas anteriores, tan criticado por autoras como Nancy Fraser (2019). La convivencia entre la extensión de la economía a todos los órdenes de la vida y las ideas progresistas parecería estar llegando a su límite, expresado por la irrupción de este "nosotras" para el que el empobrecimiento intensificado de las poblaciones es un imperativo desde el que recuperar las voces de las clases populares. No es casualidad que las enormes movilizaciones feministas hayan tenido especial fuerza en países del Sur como Argentina, México o Chile. Como hemos afirmado más arriba, la gran movilización contra la violencia que tiene lugar en México en 2016 no inicia en el centro de la capital, sino en Chimalhuacán, localidad del Estado de México, situada en el anillo periférico, donde las mujeres clavan cruces rosas por sus hermanas, hijas y amigas desaparecidas y/o asesinadas. La apuesta no es por el desarrollo de proyectos individuales, sino por reconstruir una vida vivible para todas, donde "todas" se convierte en el desafío universal contra la desigualdad naturalizada, también entre mujeres.
En segundo lugar. Este "nosotras" no se cierra en una nueva identidad o unidad. ¿Qué significa esto? Las diferencias se componen, pero siempre de forma inestable, abierta a la llegada de las otras. "Nosotras" remite a un común no identitario, fraguado a través de conexiones que entrelazan diferentes realidades. No se trata del universal abstracto que intentaba englobar a todas las mujeres bajo un presupuesto común, sino de un espacio siempre en disputa. Esta articulación no unitaria de las diferencias es el gran problema filosófico-político de nuestro tiempo. Como señalamos más arriba, el feminismo reinventa los universales en términos de concreción y apertura.
Por último, se trata de un nosotras que recupera la exigencia de un tipo de igualdad radical. No es la igualdad entendida como proyecto utópico, aquel cuya llegada es incierta. Tampoco la igualdad ilustrada, condicionada a definir la humanidad a partir de un determinado paradigma, el de la racionalidad occidental y la soberanía del sujeto. La igualdad radical no nace ni de la utopía ni de una definición condicionante, sino de un punto irrenunciable de partida en términos tanto de derecho como de estatus de Ser. En su famosa Ética, el filósofo Baruch Spinoza (2020) afirma algo muy importante: la igualdad ontológica de todos los seres. Las diferencias en Spinoza están marcadas por distintas potencias e intensidades; nunca por el lugar que les correspondería por "naturaleza" según distintas categorías presupuestas.22 Esta igualdad ontológica puede ser traducida en términos de derechos de modo muy interesante: las jornaleras de la fresa en huelga en el Sur de España, las san papier del centro de Europa, las migrantes de Centroamérica o las empleadas domésticas indígenas no son las "otras", aquellas frente a las cuales las mujeres blancas se distinguen, sino parte inherente del "nosotras", sin que esto signifique asimilación o reducción de su singularidad.23 En este sentido, los derechos de unas son consecuentemente los derechos de todas, nunca el apéndice de la reivindicación. Aquí se desestabilizan de manera profunda las jerarquías que en ocasiones son reproducidas en las luchas. Por eso, este "nosotras" es necesariamente antirracista: el bienestar de unas no puede nunca ser a costa del de otras.
Proyecto feminista (y entonces, ¿hacia dónde?)
Con estos criterios, adquiere forma una política feminista virtuosa, resultado de recombinar los tres elementos mencionados: desafío de lo común, afirmación de las diferencias e igualdad radical. Para preservar estos elementos, el nosotras que se dibuja insiste en una idea que durante muchos años no estuvo bien vista: "anticapitalismo". El feminismo la retoma en este momento histórico, llenándola de matices interesantes, en la medida en que no es la figura del sujeto obrero tradicional la que está en su epicentro, sino los cuerpos diversos de las mujeres subalternas. Los esfuerzos de algunas teóricas por desarrollar una postura feminista anticapitalista en este sentido son tremendamente importantes (Arruza, Bhattacharya, Fraser, 2019).
Al inicio, mencionamos que vivir no es algo automático que suceda sin más; se requieren condiciones materiales y afectivas para que pueda desarrollarse o prosperar de manera exitosa. Judith Butler argumenta en este sentido que "incluso el acto más puntual y aparentemente espontáneo depende de una condición infraestructural" (2018, p. 38). Sin embargo, el neoliberalismo menosprecia tales condiciones a favor de otro imperativo muy diferente: la carrera sin freno hacia la movilización del conjunto de la vida para la acumulación. En este contexto, son mayoritariamente mujeres y sujetos empobrecidos quienes se ven obligadas a rehacer las condiciones mermadas por el capitalismo, muchas veces protagonizando luchas ejemplares, como la defensa del sector público, el freno de los desahucios, la búsqueda de familiares desaparecidos o la lucha contra la violencia patriarcal. Por ello, algunas pensadoras hablan de "políticas en femenino" (Gutiérrez, 2014 y 2015). Estas luchas desafían profundamente las dificultades mencionadas al inicio: tanto la desafección y la dificultad para habitar una realidad atravesada por la violencia y el dolor, como la dificultad de no presuponer un sentido prefijado de "revolución". La posibilidad de sostener este desafío se apoya en un denominador común: la constatación de que la vida está sometida a la precariedad y a la vulnerabilidad, y que, por tanto, su despliegue exige atender y defender las condiciones que la hacen posible.24 Reconocer el "entre" mencionado más arriba, pero no simplemente para identificarlo, sino para transformarlo de modo que puedan ser generadas las condiciones de posibilidad adecuadas para el desarrollo de todas las vidas, implica una profunda comprensión del problema de las diferencias y la igualdad radical mencionado más arriba. El proyecto feminista que queremos es aquel capaz de expandir con valentía una de las preguntas más importantes de nuestro tiempo: ¿cómo queremos vivir juntas y juntos a partir de ahora con criterios ético-políticos que permitan preservar tanto la justicia como la libertad? Esta pregunta tienen un carácter universal, lo que significa que no puede ser propiedad de un solo tipo de mujeres, sino que adquiere vitalidad asumiendo la radical diversidad de todos los cuerpos.25 Dicho de otra manera: asumiendo la responsabilidad derivada de la crisis del sujeto del feminismo que supone no taponar, sino comprender en todas sus dimensiones el problema político abierto por las diferencias y elaborar una alternativa más allá de las posturas políticas disponibles hasta el momento. ¿No está efectivamente la actual revuelta feminista inventando respuestas a la altura de esta responsabilidad y redefiniendo una nueva política de lo común?.