Introducción
“En Amérique, les noms sont civilisés, les choses sont barbares”. Concisa, lapidaria y condenatoria, esta frase apareció en 1852 en un artículo de la Revue de deux Mondes, entonces una de las revistas más leídas en Occidente.1 Con ella su autor, el francés Charles de Mazade, no solo apelaba a la dicotomía excluyente entre civilización y barbarie, sino que además la entremezclaba con otro lugar común, a la sazón sostenido por muchos: la convicción de que existía un divorcio radical entre el pensamiento o las ideas hispanoamericanas, consideradas una mera imitación de lo producido en Europa, y la realidad en que circulaban. Entre las palabras, “les noms”, y las cosas, “les choses”, se abría una fisura infranqueable en el Nuevo Continente.
Para ilustrar su tesis, Mazade se refería en su artículo al gobierno liberal de José Hilario López en la Nueva Granada (1849-1853), en su opinión el paradigma por excelencia del lugar problemático que ocupaban las ideas en Hispanoamérica y de su vínculo descentrado, dislocado, con el estado de cosas circundante. El texto de Mazade, sin embargo, no circuló en solitario, pues se insertaba y participaba en una larga y encendida polémica que alcanzó su máxima intensidad entre los años de 1851 y 1854. Detonada por el panfleto Los rojos en la América del Sud,2 del argentino Félix Frías, la querella consistió en un ir y venir de artículos y folletos en que partidarios y detractores del gobierno López debatían, a ambos lados del Atlántico, sobre la verdadera naturaleza de las ideas liberales neogranadinas, ideas que eran tachadas, por sus críticos, de ser simples importaciones del socialismo europeo, cuando no deformaciones monstruosas del mismo. Insertos en una enmarañada geografía de palabras cruzadas, en una confusa red de confutaciones y refutaciones, réplicas y contrarréplicas, quienes aportaron a este debate internacional se esforzaron por definir la posición, pertinencia, uso y/o abuso de las ideas europeas en la Hispanoamérica del medio siglo.
El propósito del presente artículo es ofrecer una introducción panorámica a este debate y desentrañar sus vericuetos e inflexiones, haciendo hincapié en el modo en que sus participantes, suscribiendo sus textos desde Quito, París, Roma, Santiago de Chile o Bogotá, abordaron la correspondencia, o desencuentro, entre las ideas europeas y la realidad hispanoamericana; entre “las palabras”, por un lado, y “las cosas”, por el otro, para emplear los términos de Mazade. Ahora bien, que el gobierno liberal de José Hilario López figurara prominentemente en esta querella de las palabras y las cosas no obedeció a una casualidad: ampliando el sufragio y avivando la movilización popular, separando Iglesia y Estado, liquidando los resguardos indígenas, eliminando monopolios coloniales como el del tabaco, aboliendo la esclavitud, ensanchando las libertades ciudadanas y, en general, fomentado la libre circulación de bienes, personas e ideas, su acelerado ímpetu reformista lo posicionó como un Estado pionero en la ola liberal de medio siglo.3 Tan radicales fueron algunas de sus políticas, que el carácter, velocidad y efecto de las reformas motivó una división entre “gólgotas” y “draconianos” dentro de las mismas filas del partido liberal.4 Y era precisamente este radicalismo acelerado el que molestaba a sus detractores y los llevaba a negar la realidad del liberalismo neogranadino, considerándolo, de acuerdo con los prejuicios difusionistas en boga, una réplica del socialismo europeo, sus doctrinas y sus prácticas. En el régimen de López estos polemistas, en su mayoría conservadores o liberal conservadores con una inclinación marcada al catolicismo intransigente,5 avistaron tanto la irrupción del laicismo como la ampliación riesgosa de la participación democrática; en otras palabras, vislumbraron con terror el fin del orden católico y el trastrocamiento de las jerarquías sociales.
El turbulento contexto neogranadino -de la controvertida elección de López al golpe del general Melo en 1854-, ha sido abordado suficientemente, aun por sus contemporáneos.6 La querella que aquí nos ocupa, no obstante, ha sido trabajada parcial o someramente.7 Ante este vacío historiográfico, mi lectura presenta de modo inteligible, en primer lugar, el desenvolvimiento del debate, reuniendo numerosas fuentes primarias y llamando la atención sobre unos ejes temáticos; en segundo lugar, organiza las estrategias retóricas empleadas y los argumentos esgrimidos, aún inexplorados por la historiografía; y aporta, por último, a la historia intelectual de Colombia y América Latina al indagar cómo era esta misma producción intelectual concebida, invisibilizada o legitimada en el siglo XIX. Los asuntos aquí analizados -en torno a la relación que guardan las ideas con los contextos en que brotan, circulan, viajan y se modifican- no han dejado de constituir problemáticas medulares de la historia intelectual en una época, la actual, más estrechamente globalizada que la decimonónica.8 También en este sentido constituye el siglo XIX nuestra prehistoria.9
La estructura del artículo será la siguiente: me concentraré, primero, en lo que he llamado la palabra extemporánea, es decir, la acusación de que el liberalismo neogranadino, peligrosamente influido por el socialismo europeo, no era compatible con el espacio-tiempo propio de Sudamérica y por ello representaba una regresión a la barbarie; segundo, analizaré lo que denomino la palabra artificial, la imputación de que las importadas ideas socialistas traídas del afuera ocultaban, debido a su carácter postizo, un peligro más urgente y terrible; me adentraré, tercero, en la palabra sangrienta, la idea de que el liberalismo neogranadino era inseparable de una retórica determinada que incentivaba unos regímenes emocionales perjudiciales, antesala de una violencia masificada; y cuarto, me aproximaré a la palabra reacomodada, esto es, al modo en que los letrados neogranadinos se vieron obligados a repensar sus principios ideológico-políticos, articulando en su defensa una relación más positiva entre palabras y cosas. Desentendiéndose de la rúbrica de “socialistas”, o en últimas aceptándola a medias y con importantes matices, los liberales neogranadinos se esforzaron por clarificar en la esfera pública sus principios ideológicos. Al hacerlo, iluminaron las similitudes y diferencias existentes entre el liberalismo porque abogaban y el socialismo europeo que supuestamente imitaban. En los tres primeros apartes del artículo, así, se enfatizarán las críticas al liberalismo en la Nueva Granada; en el cuarto, las estrategias adoptadas por los criticados para poner en entredicho, refutar e incluso subvertir estos ataques.
La palabra extemporánea
Exiliado del régimen de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires, Félix Frías (1816-1881) llevaba tres años residiendo en París cuando puso punto final a Los rojos en la América del Sud, el 6 de mayo de 1851. Se trató de un momento clave en la conservadurización de su itinerante trayectoria intelectual10 y de un hito en la esfera pública sudamericana. La amplia circulación del escrito se benefició, en primer lugar, de la creciente reputación del autor como “escritor católico” enfrentado al “rojismo” revolucionario, cuyo ímpetu había presenciado en 1848; pero asimismo del contexto caldeado al que arribó el texto en Sudamérica, avivado por el fortalecimiento de la cultura impresa y la cristalización de los partidos;11 del alcance internacional del órgano en que fue publicado, El Mercurio de Valparaíso; y del prestigio de su lugar de origen: París, faro cultural de Occidente y uno de los epicentros editoriales de lo leído y comentado en Hispanoamérica.12
Pieza sobresaliente de una constelación de artículos afines, Los rojos en la América del Sud denunciaba la discrepancia insalvable entre las ideas socialistas europeas en Sudamérica,13 provenientes de otro lugar, y el contexto en que circulaban. Para Frías, los liberales neogranadinos en el poder blandían ideas ajenas, reacias a una realidad que parecía refutarlas. Las palabras importadas no encajaban con las cosas, no se avenían con una realidad que los liberales, “esos ciegos”, ignoraban por completo:14 la de “una sociedad que nace y que ha crecido en medio de las convulsiones de la anarquía”, “que vivió trescientos años bajo el yugo colonial”, “que no ha sido educada antes de su emancipación” y que ahora se encuentra sumida en “la guerra de las facciones”. Este desconocimiento inexcusable explicaba el desvarío de querer “gobernar a la francesa” y confiar en el poder, casi mágico, de las ideas. Las “tradiciones”, advertía Frías, “no se desarraigan con un pomposo decreto, ni con proclamas demagógicas”. Y “no basta que un pueblo se llame republicano”, sentenciaba, “para que sea republicano”. Los prohombres del liberalismo, “niños ridículos”, no eran sino ingenuos imitadores de unas ideas ajenas a su realidad, trasplantadas a suelo extraño.15
Estas ideas no solo provenían de otro lugar sino de otro tiempo o, más precisamente, de otro lugar en el tiempo. A los ojos de Frías, el liberalismo en la Nueva Granada recuperaba tardíamente unas doctrinas ya repudiadas en las naciones adelantadas del Viejo Continente: lo desechado en Europa era admitido y celebrado en Sudamérica, que gozaba del “triste honor de rehabilitar lo que aquí ha sido execrado”; lo pasado en una orilla del Atlántico se tornaba presente en la otra.16 Al mismo tiempo, y para consternación del argentino, no dejaba de ser cierto que el socialismo que aborrecía se había originado en la misma Francia, presunto centro de la civilización occidental. Desengañado, se vio forzado a reevaluar sus prejuicios con respecto al país galo y a replantearse el otro lugar y tiempo que este ocupaba respecto a Sudamérica:17 la Francia socialista, aseguraba, padecía un caso grave de “exceso de civilización”, mal que no afianzaba el progreso sino que conducía, de manera paradójica, a la barbarie.18 Sin temor al contrasentido, aseveraba que “cuando un país se encamina a la barbarie, el que retrograda es el más progresista”.19
Esta barbarie europea estaba lejos de ser idéntica a la sudamericana: si “los salvajes de nuestras tribus indígenas”, por un lado, “tributan su culto grosero cuanto se quiera, pero tributan su culto al Creador, y si hacen el mal y cometen el crimen, no saben lo que hacen”; por otro lado, “los bárbaros nacidos y crecidos en la más culta de las ciudades”, “niegan a Dios en nombre de la ciencia y en el uso de su razón ilustrada”. La barbarie sudamericana provenía de una ignorancia pre-civilizatoria aún imbuida, pese a todo, del sentimiento religioso; la barbarie socialista francesa, en cambio, atea y envanecida, partía de un error al interior del espacio-tiempo civilizado. Por eso “es la peor de las barbaries”, concluía Frías, “porque no precede a la civilización, sino que tiene su origen en la civilización misma”. Y meditando “en medio de las ruinas” de la sociedad francesa, aventuró una teoría sobre el auge y caída de las naciones, sobre “cómo empiezan las civilizaciones y cómo acaban”: si “el mártir está al principio de una civilización”, apuntalaba, “el socialista” aparece “al fin de ella”.20
El encuentro de la barbarie francesa con la sudamericana auguraba, por ende, una regresión temporal: la misma que se verificaba en la Nueva Granada, que parecía ya asomarse tímidamente en Chile y que era análoga al régimen de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires, Argentina.21 Aquellos “que en lugar de la ignorancia de nuestras masas ponen la preocupación socialista”, avisaba Frías, “llevan a nuestros países mucho más atrás del régimen colonial”. “La sociedad cristiana”, de este modo, “desaparecerá para ceder su puesto a la sociedad salvaje y orgullosa con su barbarie”. Tras el derrumbe de la civilización, para Frías un envoltorio apenas epidérmico de fuerzas potencialmente irrefrenables, sobrevendría una suerte de recreación invertida del trauma histórico de la conquista: “el día que las ideas rojas penetren en las creencias de nuestras masas, sería el día de la reconquista de la América del Sud por los indios antes vencidos”. En resumidas cuentas, “la regeneración” prometida por “los demagogos miserables de la Nueva Granada” no era más que una vuelta a una barbarie pasada, dormida pero todavía latente.22
Detener esta regresión temporal no era fácil. La mayor dificultad residía en que el espacio-tiempo sudamericano, para un letrado como Frías, no pertenecía por entero ni a la civilización ni a la barbarie, entendiendo por esta “el paganismo de las tribus indígenas que no han sido sometidas a la civilización, las costumbres censurables de los esclavos emancipados, la agresividad política del pueblo, el anticlericalismo de los liberales y el rojismo”.23 Sudamérica se desenvolvía, más bien, en un “nivel intermedio”, precario, irresuelto, siempre “amenazad[o] por una simple posible victoria de la barbarie”.24 Esta condición ambigua hallaba confirmación en la complejidad existente adentro del continente: cruzadas por islas de civilización y grandes soledades bárbaras,25 no todas las naciones se hallaban en el mismo estadio de desarrollo -no era lo mismo Chile que la Nueva Granada, por ejemplo. Y en el interior de muchas de ellas, encima, coexistían varios espacio-tiempos diferenciados --la pampa argentina no era equiparable a una ciudad como Buenos Aires.
Pero al buscar cómo robustecer esta frágil realidad, Frías no pudo librarse del modelo imitativo que tanto reprochaba a los neogranadinos. Desechada la emulación del naufragio francés,26 existía otro lugar y tiempo que presentaba a primera vista un futuro alternativo: los Estados Unidos de América. Para el argentino era este país, y no la Nueva Granada, la auténtica “vanguardia de la humanidad”.27 El inconveniente era que el modelo, a la larga, se revelaba como irrealizable, dada la “distancia inmensa, de siglos, entre las condiciones morales, intelectuales e industriales de las masas de la América del Sud y las del Norte”.28 ¿Qué imitar, entonces, si el hemisferio occidental aparecía, o bien decadente, o bien inalcanzable? Según Frías, el paradigma había que buscarlo en la misma Sudamérica, en la república de Chile, ejemplo único de catolicismo y civilización, de “orden” y “buena conducta”, un país que había mostrado cómo “ser primero hombres civilizados para ser después libres”.29 El problema, así, no residía en la imitación en sí, sino en la mala imitación; la impugnación de una autoridad extranjera descansaba, en últimas, sobre una nueva autoridad.30 Dice Frédéric Martínez que a la “legitimación contra el exterior” solía sucederle una “legitimación por el exterior”;31 en este caso, sin embargo, ese exterior legitimador no era Europa, ni los Estados Unidos, sino otra república sudamericana.
Los rojos en la América del Sud, en síntesis, presentaba a la Nueva Granada como retrogradando en el tiempo debido a la palabra extemporánea del socialismo francés, que no se avenía con las cosas sudamericanas y representaba un exceso de civilización muy próximo a la barbarie; sopesaba el modelo estadounidense, pero solamente para subrayar su inimitabilidad, toda vez que las diferencias entre el Sur y el Norte de América se medían en siglos; y se decantaba finalmente por el paradigma chileno, promesa de orden, mesura y religión; una opción viable para una región aún presa de la lucha imprevisible entre civilización y barbarie. En enero de 1854, en una suerte de conclusión feliz de estas inquietudes, Frías reiteraría su tesis de que las ideas del “rojismo” “están fuera de tiempo y fuera de lugar” en Sudamérica.32
La palabra artificial
Extemporánea, anacrónica, la palabra socialista empleada por el liberalismo neogranadino era también artificial.33 La tesis tuvo uno de sus defensores en Charles de Mazade (1820-1893), colaborador en la sección política de la Revue des Deux Mondes, quizás la revista europea más leída en Hispanoamérica.34 En mayo de 1852, un año después de Los rojos en la América del Sud, apareció su artículo “Le socialisme dans l’Amérique du Sud”, traducido pronta y torpemente al español por un anónimo neogranadino simpatizante.35 Además de acentuar el desplazamiento conservador de la Revue y catalizar una segunda ronda de debates en torno al tema que nos ocupa, el artículo retomaba varias de las tesis de Frías y las contrastaba con otras fuentes:36 apuntalaba la posición central de Francia como “el ministro universal de las naciones; la soberana reguladora de sus ideas y movimientos”;37 describía el socialismo sudamericano como una instancia emblemática de “redoblamiento de barbarie”, que reunía “la barbarie nacida del exceso de la civilización a la barbarie de las sociedades nacientes”;38 proponía la religión católica como “la única capaz de llevar a cabo la obra civilizadora” en la región;39 y reiteraba la idea de que “entre las palabras y las cosas” sudamericanas existía un “désaccord”, una “discordancia”.40
Antes que un choque de temporalidades, en esta discordancia Mazade descubría artificialidad. La atribuía, en parte, a la imposibilidad filosófica de un socialismo como el francés en Sudamérica, donde el “desierto” y el “vacío” predominaban, donde una “población escasa, diseminada y estacionaria” se entregaba a una “sociabilidad mal equilibrada y llena de contrastes” -un imaginario que Mazade había tomado del argentino Domingo Faustino Sarmiento.41 Si en las “ciudades americanas la vida europea se refleja”, fuera de ellas el sentimiento religioso se aunaba a las “supersticiones locales”; “el carácter español”, atravesado por el feudalismo y las “diferencias de sangre”, se combinaba con “las influencias excitantes de las sociedades salvajes”; y “las palabras”, algunas tan altisonantes como “libertad”, “no tienen ya el mismo sentido”.42 De ahí que Mazade dedujera “cuanto hay de incompatible” entre esta “asociación fraccionada y dividida”, y la “filosofía” medular del socialismo: el “materialismo”. En Europa, en cambio, la sociabilidad no era deficiente sino la de “una civilización extrema y corrompida en sus clases, alterada por el bienestar y los goces, devorada por antagonismos”, “amenazada de la repleción”. Y únicamente bajo tales condiciones podía germinar una filosofía socialista auténtica.43
De la artificialidad filosófica del socialismo en Sudamérica, Mazade pasaba luego a la artificialidad económica del mismo. El déficit poblacional del continente impedía que los asuntos que preocupaban a los socialistas europeos -pauperización, proletarización, lucha de clases- adquirieran visos de realidad y urgencia. Los problemas, en realidad, eran otros: se padecía una “desproporción” entre el “capital” y “los elementos que hay que explotar”, entre “la población” y “la extensión del terreno”.44 Todos esos “campos sin cultura”, la inmensa tierra sudamericana, debían según el francés “reclamar el derecho al sudor de los hombres, a su industria, a sus labores, porque de todo esto carece”45 -y coincidía con Frías en que, antes que ideas, eran hombres lo que Sudamérica debía importar de Europa-.46
Ahora bien, “si las ideas democráticas y el socialismo no tienen verdadera relación con el fondo real de las sociedades americanas”, ¿por qué -se preguntaba con razón Mazade- la “intensidad con la cual estas ideas se apoderan del Nuevo Mundo”?47 La artificialidad misma debía tener su origen en una realidad factual; lo “postizo”, en un fenómeno natural, y el francés lo hallaba en “el espíritu de imitación” de la “raza hispanoamericana”. De acuerdo con el pensamiento racial en boga,48 omnipresente en varias de las más influyentes publicaciones francesas,49 Mazade se explayaba en los atributos culturales de la “race hispanoamericaine”: mecida en la pereza y el delirio, oscilando “entre los instintos salvajes y los excesos intelectuales” -es decir, replicando a nivel individual la oposición binaria entre civilización y barbarie-, el hispanoamericano enseñaba una “invencible inclinación” a imitar “todo lo que se hace en Europa” y particularmente en Francia. Este fenómeno mimético, habitual entre “las poblaciones ilustradas de esos países”, era tanto más agudo cuanto “más exagerado” o “excéntrico” parecía lo extranjero.50
Luego de la independencia, cuando con “las ideas del siglo xviii” se edificaron “castillos en el aire”,51 el artificio llegó a colmo con el estallido de 1848, motor de un segundo momento mimético: entonces “las ideas democráticas se convierten en socialismo en Europa, y este socialismo, a su vez, tiene su día y su hora en el Nuevo Mundo”.52 Pero hubo más, en opinión de Mazade: desbordado el “carácter artificial”, entronizada la “ideocracia”, las ideas devinieron “ficciones políticas, ficciones literarias”; surgieron radicales como Francisco Bilbao, el “Lamennais de la América”, o el gólgota José María Samper, “demagogo de Bogotá”; y se emularon con fervor toda suerte de modas europeas, de la contradanza y los folletines a las vestimentas más extravagantes.53 Más que ninguna otra novela, El judío errante (1844) de Eugène Sue proporcionó un repositorio manipulable de tipos sociológicos, un imaginario con el que revestir la cartografía del poder: en Nueva Granada, el líder conservador Mariano Ospina era un Rodin, el arzobispo Mosquera un Malipier, la política un mundo en clave de romance.54 Los hispanoamericanos, en fin, “se visten, piensan y se manejan” como europeos, haciendo suyos, en su existencia vicaria, “los sueños, las pesadillas, las sombras de sistemas y las fantasías” del Viejo Mundo. Lo artificial era disfraz, parodia, envoltorio ridículo.55
La cuestión de fondo, no obstante, era que la artificialidad del socialismo europeo en Sudamérica ocultaba, como un antifaz o un velo confuso, el “más pasmoso” de “los espectáculos contemporáneos”: el “sistema invasor de la raza anglo-americana” que había engullido la mitad de México, se cernía sobre Cuba y adelantaba “el pie en Panamá; es decir, en la Nueva Granada”. Visto desde Francia, el imperialismo norteamericano se mostraba diametralmente distinto al de “las potencias europeas, que enviaban sus escuadras y plantaban su pabellón sobre un territorio”. Los Estados Unidos, por el contrario, “se apoderan de un país por la industria de sus emigrados, que se establecen en él y se enriquecen hasta hacerse a una preponderante influencia”. En Panamá los norteamericanos, dinamizados por la fiebre del oro californiano, ya habían construido ferrocarriles, fundado periódicos, incluso rebautizado lugares. Y al panameño no le restaba sino “resignarse a la absorción”. “El Istmo”, profetizaba un Mazade obsesionado con el Destino Manifiesto, no tardaría en ser “un estado de la Confederación Americana”.56
Este asunto geopolítico inquietaba vivamente al gobierno francés y a la Revue. Así como los artículos sobre Argentina son inseparables del intervencionismo galo en el puerto de Buenos Aires,57 los consagrados a Panamá no son comprensibles si se olvida el proyecto, una y otra vez postergado, de construir un canal interoceánico en el istmo.58 Para una Francia interesada en expandir sus tentáculos imperiales en Sudamérica, Panamá era la “llave del continente”, un bien codiciado que no podía dejarse sin más a la rapacidad norteamericana. Y en esta pugna las ideas socialistas europeas se interponían como elemento distractor: en la medida en que los sudamericanos se entregaban a sus artificios, sostenía Mazade, soslayaban el peligro del Norte y fungían de cómplices involuntarios del mismo. “¿Pensáis”, preguntaba, “que las fórmulas socialistas de la Nueva Granada conjurarán este otro peligro venido del exterior?”. “Nube roja y fantástica”, cúmulo de “nombres ridículos y agitaciones facticias”, el socialismo únicamente lo “encubre y disimula a nuestros ojos”. A manera de advertencia, Mazade concluía con una “cuestión más grave aún”: “¿la Europa tendrá tan resfriada la sangre de sus venas para dejar que se consume y cumpla esta lenta y progresiva posesión que de todo un continente va tomando una raza ambiciosa?”. ¿Cuál, pues, debía ser el papel del Viejo Continente frente a este ascenso imparable, a escala global, del poderío norteamericano?59
En pocas palabras, el socialismo europeo en Sudamérica adoptaba una máscara postiza y deformante que ocultaba, sobre todo a las potencias imperialistas como Francia, el verdadero peligro que acechaba a ese continente: la expansión militar y económica de los Estados Unidos. La denuncia del influjo socialista, en consecuencia, escondía una honda preocupación geopolítica, concebida en términos de una contienda internacional entre “razas” diferenciadas. La conflictiva dinámica triangular entre las razas hispanoamericana, angloamericana y latina, que había alcanzado su punto álgido en torno al istmo panameño, anunciaba desde entonces la oposición binaria y excluyente entre latinos y anglosajones que se consolidaría a lo largo de esta década crucial de los 50’s, y que, bien entrados los 60’s, serviría a Francia para justificar su intervención militar en uno de los países más grandes de la “América Latina”: México.60
La palabra sangrienta61
Aunque extemporáneo y artificial, el socialismo europeo en Sudamérica no era inocuo: su peligrosidad estribaba, antes que nada, en el recurso a una retórica vigorosa, cuya circulación estaba en función de unas condiciones materiales, económicas e ideológicas determinadas. Por eso Mazade había criticado con dureza los excesos libertarios de la legislación liberal neogranadina, principalmente la “libertad ilimitada de prensa”. Declarada en mayo de 1851, esta había acelerado un auge de cultura impresa y clubes políticos sin precedentes, culminación del “fervor asociativo” de finales de los 40’s.62 Juzgaba el francés que en este brote mediático y de movilización los neogranadinos, y en menor medida los chilenos, “se arrojan con un furor infantil sobre los más peligrosos medios de acción”, importados del Viejo Mundo. Se fundaban periódicos ideológicamente extremos y florecían “sociedades democráticas”, que “envuelven el país como una formidable red”.63 Un año antes, Frías había pintado un cuadro no muy distinto: clubes y periódicos eran un “arma funesta, que apenas pueden emplear con provecho los pueblos que han llegado al más alto grado de civilización”; medios propios de otro tiempo y lugar.64 Mazade optaba, en cambio, por remarcar su artificialidad en el continente sudamericano, aún en manos de la acorralada oposición conservadora.65
Según el francés, en estos espacios se cultivaba una demagogia inflamada: presididos por “doctores en derecho revolucionario, sacerdotes emancipados, artesanos arrancados de sus talleres” y “oradores vagamundos”, “apóstoles de todas las fantasías”, en ellos abundaba “la polémica furibunda”, “el “entusiasmo ridículo”, las “revelaciones religiosas” y “revolucionarias”; en suma, todos los rasgos de “la elocuencia roja”, en que “el terror se mezcla con la bufonada”, lo trágico con lo cómico.66 De manera similar, Frías manifestaba que tamaña elocuencia estaba atiborrada de “delirios”, de “producciones de fantasías mal inspiradas”67 y de “las locuras de la idolatría demagógica”.68 Se había puesto en circulación, así, lo que los hermanos Cuervo denominaron un inventario de “palabras mágicas”.69 Esto es, un léxico sugestivo cuya incidencia sobrepasaba al mero individuo y que conformaba, echando mano de un versátil “vocabulario emocional”, una “generación” o una “comunidad emocional”.70
El desfase entre este vocabulario y su contexto suscitaba unos efectos corporales en la audiencia o público, una praxis violenta. El “veneno socialista”, decía Frías, “vertid[o] en el alma del ignorante y del pobre”, “no le educa para el bien, sino para el mal”,71 pues siembra en ella “las semillas de la anarquía intelectual”. “Y del desorden de las conciencias al de las calles”, añadía, “no hay muchos pasos”:72 enardecidas por demagogos que “colocan sus puñales y sus pistolas al lado de sus ideas”, “las masas excitadas” -envenenadas, embriagadas, poseídas-73 se transformaban en “furias indomables” prestas a resquebrajar el orden social republicano. Esta cadena de eventos ya se había experimentado en la Nueva Granada, donde “los hechos que corresponden a la enseñanza roja no se han hecho esperar”: robos, asesinatos, violencia de género, inversión de las jerarquías sociales.74 El diagnóstico de Mazade difería en poco del de Frías, si bien alcanzó a incluir en su catálogo de cruentos hechos neogranadinos la guerra civil de 1851, declarada apenas unos días después de que el argentino enviara a imprenta su artículo.
Estos discursos reflejaban una incómoda y aguda ansiedad ante un fenómeno social que recibiría su bautizo científico en el estudio, posterior, de Gustave Le Bon.75 Si algo llama la atención en los escritos de Frías es el terror al “predominio de la masa”, de la “fuerza bruta del mayor número”, angustia que Mazade heredó e intensificó: si por una parte el argentino temía a la “multitud desbordada”, a esas “hordas” que, atizadas por la retórica socialista, devolverían a Sudamérica a una desnuda barbarie;76 por otra el francés, valiéndose del esquema sarmientino, explicaba que “el número, en las repúblicas hispano-americanas, es el elemento inculto y salvaje”, “la multitud que varía de nombre según los países sin cambiar de naturaleza, y que se llama el gaucho, el guaso, el llanero, el roto, el indio”. En todas partes, pues, era lo mismo: la barbarie “haciendo interrupciones sobre la sociedad civil”, “con sus pasiones rebeldes, sus ineptitudes, sus ignorancias, sus repulsiones” y, quizás lo más perjudicial, “mirando a los extranjeros como el primer mal”.77 Por ello el resultado de esta sublevación popular era, a nivel político, el “americanismo”, a juicio de Mazade una mezcla nativa de “rojismo” y “militarismo” caudillista, la manifestación nacionalista de esa “lucha viva y permanente de las costumbres y de las pasiones locales contra la civilización”.78
Como Mazade, Frías identificó en el liberalismo neogranadino, saturado de socialismo europeo, el americanismo de que había huido. El predominio de las masas en Nueva Granada, vaticinaba, “será el mismo que han adquirido en mi país”, “donde encabezadas por el más famoso bandido… han confiscado y degollado, han violado la vida, la religión, la propiedad”.79 Y había otros parecidos: José Hilario López, verbigracia, era un “Rosas granadino”. Pero el mayor de los descubrimientos fue percatarse de que la retórica socialista contaba con el mismo correlato visual que el rosismo: la bandera roja, “símbolo de tiranía y barbarie”, “de sangre y exterminio”.80 “Yo”, confesó Frías desde París, “que suponía que el color punzó era sólo la divisa de los bárbaros que sirven al bárbaro Rosas, me encuentro con que el partido… que pretende sostener la bandera del progreso, levantaba en Francia una bandera roja”.81 Con todo, esta igualación ideológico-cromática entre el socialismo francés, el liberalismo granadino y el rosismo argentino, no carecía de matices. Puesto a escoger, Frías prefería el mal conocido: “esa barbarie, a cuya frente está Rosas”, sostenía, “aflige aun menos mis afecciones de Sud-americano, que la barbarie roja promovida y protegida por el Gobierno de la Nueva Granada”.82
En fin, el vínculo incendiario entre la elocuencia roja y la movilización violenta de las masas existía justamente debido a la extemporaneidad y artificialidad de la palabra sangrienta, y no pese a ella. Del desacomodo entre palabras y cosas se pasaba expeditamente al desarreglo de las pasiones: conformando cúmulos de vocabularios emocionales, la retórica penetraba el alma y el cuerpo del público, se difundía rápidamente en espacios de sociabilidad popular y catalizaba una violencia cruenta, masiva. No era infrecuente, en el siglo XIX, situar las emociones en el corazón y la sangre de los individuos, de acuerdo con sedimentadas tradiciones médicas y religiosas -el humoralismo, por ejemplo-. La palabra del socialismo europeo, instilada en el liberalismo sudamericano, desajustaba la circulación de la sangre y, al desatar unas emociones cardio- o hemato-céntricas,83 posibilitaba su efusivo derrame.
La palabra reacomodada 84
Frente a estas críticas reproducidas, traducidas y circuladas a lo largo y ancho de Sudamérica, los letrados liberales neogranadinos adoptaron varias estrategias argumentativas. Una de ellas consistió en subrayar con ironía el lugar mismo desde el cual se producían los discursos críticos: la palabra de Frías, por ejemplo, concebida y pronunciada desde París, estaba fuera de lugar y tiempo en Sudamérica. La maniobra es notoria en Los rojos en la América del Sud y el señor Félix Frías en París (1851), de Jacobo Sánchez (1824- 1898), un “rojo” radicado en Quito en calidad de “encargado de negocios de Nueva Granada en Ecuador”.85 Aparte del título, que ya problematiza el lugar de origen del debate,86 Sánchez ahondaba en cómo aquello “remitido de París”, gozando del “mérito de la novedad”, “se trasladará por toda la América”. Lo cual, sin embargo, no garantizaba su calidad, pues “de nuestras repúblicas emigran algunos pigmeos a quienes el aire infestado de las ciudades europeas y los perfumes de algún salón adonde son llevados por casualidad, les debilita el cerebro”. El resultado era una deficiencia de visión: Frías “no es un atento observador”, afirmaba, “no ha buscado los instrumentos de óptica moral, que desde la inmensa distancia a que se halla de la Nueva Granada, le presenten los objetos bajo las dimensiones que en realidad tienen”.87
Otros arguyeron que la palabra que censuraba la imitación era, a su vez, fruto de la mímesis: “reproducís”, le reprochaba Sánchez a Frías, “las mismas ideas, las mismas frases concebidas en el frío y cínico cráneo de [Mariano] Ospina, y con el febril e insensato de [José Eusebio] Caro”, agentes del despotismo internacional anti-liberal.88 Y en 1852, un artículo anónimo de la Gaceta Oficial inculpó a Mazade de ser “un imitador del tristemente célebre Sr. Félix Frías” y de tomar por ciertos “los delirios a que lo han entregado sus informantes neogranadinos”. Pero al argumento en contra de una mala imitación, el escrito agregaba que las ideas no surgen ex nihilo, que no ha existido pensamiento que no imite. De otro modo no se entiende la referencia a los “errores” que ciertos “escritores distinguidos de la Francia, patria del crítico Mazade, cometieron en sus inmortales obras, por haberse dejado inspirar de las utopías de Platón en su Primera República, de Licurgo y de otros grandes hombres de la antigüedad”.89 Ya un año antes La Rejeneración había aseverado que “la escuela socialista data desde Platón”.90 Buena o mala, la imitación era en cualquier caso milenaria y universal, trazaba genealogías, renovaba la tradición.
También hubo quienes, admitiendo el desfase entre las palabras y las cosas, postularon una dialéctica positiva entre ellas. Quizás el primer ejemplo de esta estrategia se encuentre en “Al señor Félix Frías”, artículo anónimo de 1851. Allí el autor acusaba al argentino de no contemplar a la sociedad “sino en el estado de inmovilidad” e “ignorar que el progreso es la ley de la sociedad, es la tendencia indefinida del universo”. Tal inmovilismo contradecía, pues, el hecho indudable de que “la sociedad actual es mejor que la del siglo xv; aquella que la del siglo x y así”.91 La actitud de Frías, que condenaba a Sudamérica no a la regresión sino al estancamiento, se sostenía sobre lo que Sánchez llamaba el “sofisma de dilación”. A los ojos del diplomático, aquellos que lo esgrimían “quieren que la humanidad permanezca atada al poste de los pasados siglos; y que continúen las desigualdades sociales”, “la injusticia humana”. “Estos prostituidos políticos”, añadía, la antítesis de los “jóvenes granadinos”92 de su generación, se habrían opuesto incluso al cristianismo, “por haber anticipado la redención”. Y cerraba diciendo que “una verdad eterna” como ese cristianismo primitivo y puro con que hermanaba al liberalismo auténtico, exige “su aplicación, porque después de conocida, si no se practica, se viola, y el quietismo es entonces un delito”.93
El “quietismo” fue, asimismo, uno de los temas abordados por Manuel Ancízar (1812-1882) en su intervención en el debate. Uno de los prohombres del radicalismo liberal, Ancízar se desempeñaba como diplomático en Santiago de Chile cuando publicó Anarquía y rojismo en la Nueva Granada (1853).94 Merecedor de airadas réplicas en el país austral,95 el opúsculo desmontaba la presunta “contradicción violenta entre las instituciones políticas y las costumbres” neogranadinas. “Según las doctrinas del Mercurio”, exponía su autor:
lejos de que las instituciones formen las costumbres, son estas las que generan aquéllas, y es preciso aguardar a que las costumbres se modifiquen por obra y gracia de Dios para retocar las instituciones, pues de lo contrario romperían las ‘tradiciones del pasado’.
Lo que este quietismo desconocía era que las instituciones pueden “altera[r] y aun cambia[r] las inclinaciones y usos del pueblo”, creando tradiciones nuevas y haciendo del hábito una segunda naturaleza. De ahí que la desarticulación de las estructuras coloniales, uno de los grandes propósitos de los reformistas liberales, exigiera el desacuerdo momentáneo entre instituciones y costumbres, entre palabras y cosas: “la libertad no siembra desórdenes”, sentenciaba Ancízar, “sino virtudes, aun sobre el terreno menos preparado para recibirla”.96
La última estrategia recurrente era quizás la más directa y efectiva: dejar en claro qué se entendía por “liberalismo”, por “socialismo” e incluso por un presunto “socialismo neogranadino”, en caso de que existiera. Y además demostrar, de una vez por todas, que las palabras sí se acomodaban a las cosas en la Nueva Granada; más aún, que eran consecuencia de ellas. Para ello había que desenredar la vaguedad que rodeaba a la palabra “socialismo” en esta época “babelina”, de “confusión de ideas”. El siglo XIX había llegado, se quejaba alguno en El Neogranadino, a “perder el verdadero sentido, el sentido ideológico de las palabras”;97 había “nombres que, por su denominación reciente, hieren los tímpanos vulgares y se ven heridos del anatema desde su cuna, porque todo lo inusitado causa pavor a los niños”, declaraba La Rejeneración;98 y el lenguaje político, para colmo, devenía manipulable, “cómodo para jugar todos los lances”.99 Era imperativo, por lo tanto, acotar el significado de “socialismo” en esa centuria de catecismos y diccionarios políticos -intentos de apresar un léxico en acelerada transformación.100 Para examinar el nexo entre palabras y cosas, había que precisar a qué cosas, exactamente, correspondían ciertas palabras.
Para Sánchez, el gobierno de López encarnaba un movimiento propiamente liberal, no socialista, que perseguía “la emancipación de las clases populares” -que debían ser moralizadas, instruidas y transformadas en ciudadanos autónomos, políticamente activos- y el desmantelamiento de los remanentes coloniales. Marchando en pos de estos derroteros, la Nueva Granada alcanzaría la “felicidad nacional”, se situaría a la “vanguardia” de la modernidad y pagaría la deuda de sangre contraída con los próceres de la Independencia. Ahora bien, si el “socialismo” se reducía “a darle trabajo al pobre para que subsista, e instrucción al ignorante”, los liberales como él no tenían “inconveniente alguno en aceptar el título de SOCIALISTAS”. En sentido estricto, no obstante, se trataba de una adopción selectiva del término, pues “no hemos aceptado en toda su generalidad las doctrinas sociales de Saint-Simon y Louis Blanc, y menos las de Fourrier [sic], Owen, Proudhon y otros comunistas y socialistas”. Únicamente tras un “detenido examen” de las condiciones concretas de la Nueva Granada, podían los liberales seleccionar de lo extranjero lo útil y asimilable y así evitar “la aplicación de algún sistema poco meditado”.101 En definitiva, Sánchez admitía que la preocupación del partido liberal por la “cuestión social”102 se inspiraba en el socialismo francés, pero rechazaba de plano el cargo de una imitación automática, poco razonada o desvinculada del contexto neogranadino. Más categórica fue la Gaceta Oficial al sentenciar la naturaleza no-socialista del gobierno López: se reconocía el vicio nacional de caer en lo que Frédéric Martínez llamó un “socialismo retórico”,103 es decir, de querer “abrazar por espíritu de imitación, sistemas tan absurdos como los de Babeuf, Owen…”, y otros; pero se agregaba ahí mismo que los “desaprobamos altamente… porque en el fondo son antiliberales”.104
En cuanto a Ancízar, el pretendido “socialismo neogranadino” le parecía un constructo artificial que encubría, no el americanismo bárbaro que amedrentaba a Mazade, sino el talante democrático de la nación. Palabras como “rojismo” y “anarquía” no pasaban de ser meros “entes de razón” en la Nueva Granada, unos “espantajos sin cuerpo”, elucubraciones fantásticas de “los partidarios del despotismo”. La artificialidad de estos términos, radicalmente desligados de las cosas, la fundaba Ancízar en una teoría que minaba las premisas de Frías y Mazade: la “fertilidad inagotable” del país, explicaba, junto a sus “anchas soledades”, no entrañaban necesariamente una tendencia ineluctable a la barbarie, a la imitación acrítica de lo extranjero o al autoritario predominio de las masas. “En este modo de ser del hombre en relación con el suelo y la riqueza… ¿quién no ve una predestinación a la democracia?”, preguntaba. “Y si un pueblo así constituido por la naturaleza se congrega en nación”, añadía, “¿cuáles serán las instituciones que se diese más conformes a su carácter, inclinaciones y usos sino las republicanas?”.105 La geografía neogranadina pasaba a ser el lugar propio de la palabra democrática; en vez de proceder del extranjero, brotaba espontáneamente del paisaje. Palabra y lugar, otra vez, parecían ajustarse y corresponderse.106
La palabra reacomodada, en resumen, manifestaba el intenso proceso reflexivo a que fueron forzados los liberales neogranadinos de medio siglo. Asediados por un alud de críticas, se vieron obligados a cuestionar el lugar en que un discurso es producido, a replantearse la diferencia entre la copia mimética y la apropiación selectiva, y a repensar y reajustar dialécticamente el vínculo entre las palabras y las cosas. Más importante aún, el intercambio transatlántico del debate los condujo a una revisión continua de su liberalismo frente al socialismo extranjero, de lo propio a partir de lo ajeno: al tiempo que re-evaluaban su posicionamiento en tanto intelectuales hispanoamericanos, clarificaban la identidad política del país y lo insertaban en la “modernidad republicana”.107 Con ello seguían un movimiento pendular: saliendo de sí para volver sobre sí, se refinaban en contraposición a, y en conjunción con, lo extranjero.108
***
Como todo debate, el suscitado en torno al liberalismo neogranadino no fue estático: las posiciones y perspectivas, los argumentos y la terminología, fueron desplazándose en algunos casos, puliéndose en otros. Frías, verbigracia, acabó por precisar el tipo de modelo no-extemporáneo que Sudamérica requería: Chile. Y los neogranadinos tuvieron que afinar su vocabulario y aparato conceptual al defender en la esfera pública sus políticas. Los discursos expresos, a su vez, fueron develando lo que les subyacía, lo tácito o lo implícito, lo asumido o lo inconsciente: en el caso de Mazade, la amenaza yanqui y, al igual que Frías, el pavor al predominio de las masas, a la violenta revolución social y al derrumbe abrupto del statu quo existente. Conforme se sucedían estos intercambios, los presupuestos mismos del debate, sus condiciones últimas de posibilidad, fueron gradualmente examinados y puestos en cuestión: la relación recíproca que guardan las ideas con el lugar en que son producidas y el espacio en que son recibidas y circuladas; los vocabularios emocionales, su poder retórico y su vínculo con el ámbito de la praxis; la ambigüedad ineludible de las palabras, su susceptibilidad plástica a la manipulación; el deseo siempre insatisfecho de terminologías precisas capaces de eliminar la confusión y sujetar los significados; las aporías de una identidad nacional elaborada en comunicación dialéctica con el exterior; y el problema de la legitimidad de la imitación, de si pueden formularse criterios para distinguir entre apropiación y copia, asimilación y plagio -en un momento en que la lógica de la imitatio, paradójicamente, operaba como el modelo para consolidar un civismo republicano al interior de la nación-.109
La querella de las palabras y las cosas continuó en los años subsiguientes. En 1854 el guatemalteco Antonio José de Irisarri, impactado con la expulsión y posterior muerte en el exilio del arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera, volvió a abordar el tema. Ensañado contra el anticlericalismo liberal, Irisarri no compartía la tesis del obispo de Marsella, Eugène de Mazenod, quien en las exequias del arzobispo arguyó que con su muerte “Dios quería dar a la Francia, último testigo de aquel martirio, lecciones al mismo tiempo severas y consolatorias”. Partía Mazenod del hecho de que Francia “ejerce sobre la Europa, y por la Europa sobre el mundo, una magistratura evidente” como “potencia irresistible del mal”, consiguiendo incluso “desola[r] la Iglesia en aquellas lejanas regiones”, la Nueva Granada. Y la lección consistía en que “Dios ha traído la víctima en presencia de sus primeros verdugos… ha querido sembrar sobre la Francia estas dos cosas divinas, los remordimientos y la expiación”.110 Irisarri, sin embargo, prefirió ser más osado e invertir la dirección del flujo intelectual que Mazenod y tantos otros asumían: los neogranadinos, aseveraba, “no pudieron ser seducidos por los escritos de los socialistas y los comunistas franceses; porque estos escritores no publicaron sus delirios sino algún tiempo después de haberlos puesto en práctica los trastornadores de la sociedad en la Nueva Granada”.111 El difusionismo eurocéntrico era puesto aquí patas arriba.
Contemplada diacrónicamente, la década de los 50’s constituyó una suerte de parteaguas, un momento transicional o vórtice de inflexión en que confluían tanto un pasado en proceso de desvanecimiento como un futuro en vías de consolidación. En términos de política y economía globales, el debate avisaba, para usar la formulación de Hobsbawm, de la “era del imperio”, la era de la guerra hispano-estadounidense y de la separación, en 1903, de Panamá.112 En términos ideológicos, evidenciaba no solo la cristalización de los partidos políticos y sus respectivas facciones -gólgotas versus draconianos, por ejemplo, tirantez que estallaría en el golpe de 1854-, sino que además anunciaba la delineación progresiva de un pensamiento racial y cultural más beligerante e identitario: el de latinos versus anglosajones, latinoamericanos versus angloamericanos. Paralelamente, el país que terminó por llamarse Colombia abandonaría hacia el fin-de-siècle sus devaneos con el liberalismo y construiría una identidad nacional hermética y centrada en sí misma, conservadora, católica, enemiga acérrima de la imitación o de la importación de lo extranjero y concebida provincianamente “contra el exterior”. A lo largo de la segunda mitad del siglo, poco a poco se va imponiendo el imaginario de una “Colombia rural, aislada, pobre pero digna y feliz”.113
La disputa que hemos examinado se perpetuó en el siglo xx y alcanzó el xxi.114 A grandes rasgos, empero, su planteamiento no ha superado los límites trazados por el debate decimonónico.115 Todavía en 1973, en su controvertido artículo “Las ideas fuera de lugar”, el crítico literario Roberto Schwarz examinaba cómo “el Brasil plantea y replantea incansablemente ideas europeas, siempre en un sentido impropio”.116 Es cierto que las “contradicciones inevitables” de este texto fueron desnudadas rotundamente hace no mucho.117 Pero la expresión que lo titula, esa formulación aporística que en su momento pareció tan sugerente a sus lectores, no era en realidad muy novedosa: como se evidencia in extenso en las fuentes citadas aquí, la noción de unas “ideas fuera de lugar” ya formaba parte del “inventario lingüístico” y los “lenguajes políticos” del siglo XIX.118 Schwarz procedía como si las palabras y las cosas, al final, no hubieran cambiado tanto.
Financiamiento
Este trabajo se realizó en el marco de la beca posdoctoral de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), bajo la asesoría de Liliana Weinberg.
Fuentes primarias
Publicaciones periódicas
Gaceta Oficial [Bogotá] 1848-1861
El Misóforo [1850]
El Neogranadino [Bogotá] 1848-1857
La Rejeneración [Bogotá] 1851
Annuaire des Deux Mondes [París] 1851-1868
Revue des Deux Mondes [París] 1829-
Documentos impresos y manuscritos
Ancízar, Manuel, Anarquía i rojismo en la Nueva Granada, Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin i Cía, marzo de 1853.
Bilbao, Francisco, “Sociabilidad Chilena”, en El Crepúsculo, junio de 1844, 57-90.
Cuervo, Ángel y Rufino José, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, París, A. Roger & F. Chernovitz, 1892.
El señor Frías en París y un rojo en Quito, Quito, Imprenta de Valencia por M. Rivadeneira, diciembre 10 de 1851.
Espinosa, Juan, Diccionario para el pueblo: republicano, democrático, moral, político y filosófico, Lima, Imprenta del pueblo, 1855.
Frías, Félix, Los rojos en la América del Sud, Quito, Reimpreso por Manuel Rivadeneira, 25 de agosto de 1851.
Frías, Félix, Escritos y discursos, tomo I, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1884.
García Moreno, Gabriel, Defensa de los jesuitas, Quito, Imp. De Valencia, diciembre de 1851.
Ibáñez, Manuel, Nuevas observaciones sobre la administración del general José H.
López en la Nueva-Granada y un apéndice contestando un folleto del señor M. Ancízar, Lima, Imprenta del Comercio por J.M. Monterola, 1853.
Irisarri, Antonio José de, Breve noticia de la vida del Ilustrísimo arzobispo de Bogotá, doctor don Manuel José de Mosquera Figueroa y Arboleda, Nueva York, Imprenta de S. W. Benedict, 1854.
Le Bon, Gustave, Psychologie des foules, Paris, Félix Alcan, 1895.
Lozano, Jorge Tadeo, El Anteojo de Larga Vista, Bogotá, Imprenta de Espinosa, 1814.
Mazade, Mr. Carlos, El socialismo en la América del Sur, Bogotá, Imprenta de Espinosa, 1852.
Observaciones al artículo 'Jesuitas' del cuaderno publicado en esta capital por el señor doctor Jacobo Sánchez a 25 de setiembre de 1851, Quito, Imprenta de Valencia por M. Rivadeneira, a 6 de noviembre de 1851.
Observaciones a la 'Anarquía i rojismo en Nueva Granada', Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin y Ca., 1853.
Ortiz, Venancio, Historia de la revolución del 17 de abril de 1854, Bogotá, Imprenta de Francisco Torres Amaya, 1855.
Ospina, Mariano, Ojeada sobre los primeros catorce meses de la administración del 7 de marzo, a los hombres imparciales y justos, Bogotá, Imprenta de El Día, por José Ayarza. 1850.
Sánchez, Jacobo, Los rojos en la América del Sud y el señor Félix Frías en París, Quito, Imprenta de F. Bermeo, por M. Vieyra, 1851.
Thjulen, Lorenzo, Nuevo vocabulario filosófico-democrático indispensable para todos los que deseen entender la nueva lengua revolucionaria y los inicuos proyectos de los llamados filósofos regeneradores del mundo, México, Reimpreso por Miguel González, 1834.