El fin del siglo pasado estuvo marcado por una creciente ampliación del interés por la democracia, la política y la participación ciudadana. El florecimiento del análisis, la reflexión y las discusiones, no menos que la extensión de las prácticas implicadas, dieron testimonio del interés en aquéllas, en sus alcances y promesas, por medio de una pluralidad de enfoques y formulaciones. Las perspectivas oscilaron, sin embargo, de un modo complejo entre el énfasis puesto en el debilitamiento de la política, originada en variadas pérdidas de credibilidad, de representatividad y de participación ciudadana, o bien en la acentuación de su vigorización, derivada del interés renovado en la reconstitución del espacio político, sus nuevas formas y actores.
Nuestro siglo XXI parece inclinarse por una creciente dominancia de la primera dimensión de dicho diagnóstico, las del debilitamiento de la política y, con ella, la erosión y desconsolidación de la democracia. Ambigüedades y divergencias caracterizan los procesos de demorcatiación y consolidación de esferas públicas incluyentes. La realidad cambiante de América Latina refleja tanto la fuerza expansiva de la democracia como sus recesiones, regresiones y reconfiguraciones (Bokser Liwerant, 2013). El continente ha incorporado de modo contradictorio ciclos globales de oportunidades políticas y conflictos sociales, tal como se expresan en los procesos de democratización y desdemocratización; centralización; ciudadanía cívica y pertenencias étnicas; afirmación colectiva e individualización de derechos. Dilemas y ambigüedades atraviesan un camino constructivo hacia el pluralismo, al tiempo que riesgos severos marcan tintes regresivos.
El énfasis puesto en el agotamiento de la política recoge hoy varios nutrientes: en parte, la inconformidad ciudadana con el desempeño de los actores gubernamentales y las instituciones públicas; la incertidumbre de una ciudadanía que no se reconoce en los actores políticos tradicionales; la pérdida de confianza y credibilidad en la eficacia de los mismos y en un minimalismo de la política, expresado en el desplazamiento de las demandas ciudadanas hacia el espacio social, mismo que se correspondería con una visión de la creciente “privatización” de la ciudadanía anclada ya no tanto en representaciones comunes normativamente universales e incluyentes, sino en diferencias, particularidades y fracturas (Lechner, 1997; Bokser Liwerant, 2002). En esta misma línea, se puede señalar el desarrollo de la política, muchas veces subordinado de manera exclusiva a las funciones más acotadas del Estado, que dejaría poco margen de entrada a las variadas formas de gestión y de participación social que requiere una ciudadanía cada vez más diversa y particularista.
El debilitamiento de la política encuentra hoy expresión de manera contundente en la preocupación por los destinos de la democracia. Enunciada ya sea como su desencanto, desconsolidación, regresión, desdemocratización o como muerte de la democracia liberal, acentúa dimensiones diversas y complementarias. La reciente literatura al respecto confirma esta última afirmación (Harari, 2018; Levitsky y Ziblatt, 2018; James, 2016; Nussbaum, 2018; Runciman, 2018; Snyder, 2017; Mounk, 2018).
Por un lado, vemos un escenario mundial en el que parecería que las expectativas de una ampliación de regímenes democráticos -alentadas sobre todo con la tercera ola democrática y el colapso del comunismo- resultaron infundadas. Como bien señalan Levitsky y Way (2015), después de los eventos extraordinarios de 1989-1991, muchos observadores simplemente asumieron que la ola de avance democrático de las décadas de 1980 y 1990 continuaría. Estos autores también destacan que otra razón para la decepción contemporánea es el voluntarismo excesivo que resultó del cuestionamiento a las teorías estructuralistas que habían predominado en los años de 1960 y 1970. Mientras que estas últimas enfatizaron los obstáculos sociales, económicos y culturales de la democratización en países en desarrollo y comunistas, la democratización en países como Bolivia, El Salvador, Ghana y Mongolia hizo ver que ésta era posible en todos lados. Sin embargo, este sano escepticismo sobre un análisis demasiado estructuralista evolucionó a un voluntarismo exagerado. La evidencia de que factores estructurales como la riqueza, la baja desigualdad o una sociedad civil robusta no eran necesarios para la democratización llevó a muchos observadores a concluir que no eran causalmente importantes. En otras palabras, la importante lección de que la democratización podía suceder en todos lados fue tomada por algunos como que debía suceder en todos lados (Levitsky y Way, 2015).
En la caracterización del tiempo que nos toca vivir, por otra parte, una vez garantizada la realización de elecciones libres, los procesos de consolidación del cambio democrático han desplegado nuevas exigencias y puesto en juego diversas dimensiones de construcción institucional y participación ciudadana, en cuyo centro se ubica la cuestión de los derechos humanos y su defensa, en un entorno que demanda el desarrollo y la ampliación del núcleo de los derechos básicos: empleo, salud, educación, seguridad, notablemente estrechados, sin los cuales el imperio de la ley se reduce a “una cáscara vacía”. Liberalismo y democracia se implican mutuamente en sus amplios requerimientos; simultáneamente, asistimos al desarrollo de bifurcaciones que generan democracias iliberales o un liberalismo no democrático (Mounk, 2018).
En efecto, la democracia tiene necesidad de un Estado de derecho, es decir, un Poder Ejecutivo constreñido constitucionalmente y de facto por el poder autónomo de otras instituciones gubernamentales; que los ciudadanos tengan múltiples canales de expresión y de representación más allá de las elecciones; la ampliación de fuentes alternativas de información; igualdad política ante la ley, aunque sean desiguales los recursos políticos; canales de expresión para las minorías; que las libertades individuales y grupales sean protegidas por un Poder Judicial autónomo y no discriminatorio cuyas decisiones son respetadas por otros centros de poder; que la ley proteja a los ciudadanos de detenciones injustificadas, terror, tortura, persecución, no sólo por parte del Estado sino también de fuerzas antiestatales o no estatales organizadas; y una autoridad política balanceada y derechos individuales y grupales asegurados (Dunn, 1995).
En este universo de requerimientos, el informe sobre La democracia en América Latina, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2004), afirmó entonces que mientras que los latinoamericanos gozan de niveles sin precedente de derechos políticos de ciudadanía, sus derechos cívicos básicos son precarios y sus derechos sociales se han estrechado. En esta contradicción -la aparente incapacidad de los ciudadanos para utilizar su derecho político al voto para encontrar soluciones democráticas a sus necesidades más urgentes- radicaría la principal amenaza a la democracia en la región (Oxhorn, 2003). Ciertamente, el riesgo se asocia a la posibilidad de cuestionar el nexo esencial entre democracia y desarrollo, entre democracia y derechos humanos.
Hoy, analizando el Latinobarómetro 2018, Marta Lagos afirma que:
Desde el inicio de la transición a la democracia América Latina pocas veces había vivido un periodo más convulsionado de su historia como el actual. No se trata de revoluciones o de grandes acontecimientos sociales, sino más bien de la suma de hechos significativos que van conformando un cuadro muy nítido.
Estas convulsiones no se han producido por protestas, como fue al inicio de esta década, sino mas bien por los resultados de las contiendas electorales, las acusaciones de corrupción, los presidentes presos, las empresas corruptas, las migraciones masivas más altas de la historia. Todo aquello nos indica, según dicha autora, que en 2018 hemos presenciado como espectadores el fin de la tercera ola de democracias (Lagos, 2018: 1).
Los riesgos tienen hoy su raíz en la amenaza interna de las democracias, en la paradoja de su debilidad, por la cual se puede acceder al poder por medios democráticos y desde él mismo minar sus mecanismos y espacios (Popper, 1995). Uno de esos riesgos está dado por la emergencia de nuevos populismos de derecha y de izquierda, en las Américas o en Europa, en Asia o en África, que, como resultado de desempeños fallidos de los ordenamientos institucionales, cuestionan la viabilidad y eficacia misma de las instituciones, haciendo recaer la compleja tarea de gobernar sociedades complejas en liderazgos personalizados. Ello resulta central en los diagnósticos de la crisis de la democracia desde una gran diversidad de posturas políticas e intelectuales, especialmente enfocadas en sus debilidades. Entre aquello que se destaca sobresale la alienación de las élites y el consiguiente quiebre entre la voluntad popular y el gobierno, conduciendo a una nueva paradoja de liderazgos poderosos. Esto, aunado a la brecha sumamente profunda entre la legitimidad de las instituciones públicas y la confianza que debería derivar de una estructura democrática madura y cohesionada (Blesznowski, 2012: 332). La mala gobernanza se ha desarrollado a partir de la falla fundamental de muchos de los sistemas democráticos actuales en poder construir estados con instituciones modernas y efectivas. Sin ellas, el bienestar social que se esperaba de los regímenes democráticos no se pudo consolidar: cada vez más frecuentes son el bajo crecimiento económico, los servicios públicos deficientes, las crisis de seguridad y la corrupción rampante (Plattner, 2015: 7). Las respuestas conllevan riesgos.
De allí la importancia de que el énfasis sea puesto en un nuevo vigor con el que se puede y debe perfilar la política a la luz del horizonte amplio de lo público y su redimensionamiento como ámbito en el que se definen los rumbos y modalidades de la convivencia colectiva. Junto al reconocimiento de la diversidad social cobra relevancia el planteamiento que reivindica, en el marco del pluralismo político, la solidez de las instituciones y su eficiencia, ancladas en la participación y la creación de consensos ciudadanos, en el marco de la óptica que recupera la importancia del Estado y sus transformaciones contemporáneas. Ello resulta doblemente importante, sobre todo, en contextos en los que deben aún superarse desfases históricos entre la política y otras dimensiones y procesos, específicamente los económicos y que ha conducido a llamar la atención en torno a la presencia de un serio déficit democrático en los procesos de reflexión y deliberación colectivas y a señalar los riesgos derivados de una ruptura entre las dos funciones básicas de la acción política: la representación y la participación. Ambas funciones deben ser vistas como referentes esenciales de construcción de institucionalidad democrática y de ciudadanía.
Por ello, la relevancia de nuestro dossier Nuevas aristas de los procesos políticos: casos y consideraciones . En él convergen 12 artículos que analizan desde ópticas disciplinarias, teóricas y metodológicas diferentes aspectos centrales de las transformaciones políticas contemporáneas, que recogen la diversidad de logros y debilidades de los ordenamientos vigentes a través de casos que cubren el amplio espectro de los espacios y mecanismos que configuran la política y lo político.
La democracia, entonces, no ha respondido a las demandas más fundamentales de bienestar del grueso de la población y, aún más, en muchos casos la participación política se llega a considerar un bien de lujo. Es este cuestionamiento al que abona el trabajo de Rebeca Sura Fonseca, que problematiza el vínculo de la pobreza y la desigualdad (cuya eliminación ha sido una de las grandes deudas de la democracia) con la participación electoral ciudadana. Ubicando al voto como pieza indispensable de una cultura política sana y estable, el artículo busca generar evidencia empírica que dé cuenta de que, efectivamente, personas excluidas o en condición de riesgo social debido a la desigualdad, que en ocasiones son identificadas como personas en condición de pobreza, son más proclives a abstenerse de ejercer su derecho al voto.
Ciertamente, en el ámbito institucional se observa una reconfiguración de los instrumentos de participación y organización que tienen que ver con una impotencia de las estructuras actuales de responder a las necesidades de la población y de limitar la corrupción y la impunidad dentro del sistema político. Es aquí donde surgen también liderazgos particulares, que aprovechan la desafección hacia los partidos tradicionales para consolidarse como agentes fundamentales en el desarrollo democrático, tomando en cuenta que la mediatización de la política contemporánea dota a los líderes de una centralidad que antes era dominio de los partidos. Bajo esta premisa, José Manuel Rivas-Otero hace un estudio minucioso sobre los casos de Andrés Manuel López Obrador, Pablo Iglesias y Albert Rivera, identificando sus características de liderazgo y sus transformaciones a lo largo del tiempo, influenciadas por diversos factores, como la presión mediática, el respaldo institucional del partido y las expectativas electorales generadas a partir de encuestas.
Tal como señalamos, muchos de los liderazgos que se han desarrollado durante este siglo han llevado a la ciencia política y a otras ciencias sociales al estudio del populismo como epifenómeno del accionar de la política y lo político en la América Latina. Partiendo de las premisas de que el populismo se manifiesta como un acto performativo y de que su acción efectiva se manifiesta en una dimensión discursiva, Jenny Alexandra Jiménez y Santiago Patarroyo identifican la necesidad de analizar los significantes vacíos en los que se basa el discurso populista, desde una perspectiva semiótico-crítica. Para ello estudian los discursos de tres mandatarios que han sido clasificados como populistas (sin importar su espectro político) en la región: Rafael Correa, Hugo Chávez y Álvaro Uribe; y cómo sus discursos se centran en un espacio, un tiempo y un sujeto que son comunes, a pesar de los matices ideológicos. Es importante resaltar que el análisis del populismo en América Latina en clave de democracia, excluyendo su concreta trayectoria autoritaria o bien subsumiéndola en un clamor emancipatorio, plantea serios interrogantes a una teoría que no puede ser cabalmente aprehendida al margen de los desarrollos históricos concretos (Bokser Liwerant, 2017). En todo caso, este dilema atraviesa contextos geopolíticos y deviene un fenómeno transnacional
Los cambios en el papel del partido en la configuración política del Estado y su transformación en los últimos años en el mundo no sólo ha derivado en un regreso a la figura del líder o caudillo, sino que ha reconfigurado también las acciones de los partidos mismos. El surgimiento de partidos que representan intereses cada vez más plurales, pero focalizados, implica también que existe una necesidad imperiosa de encontrar alianzas políticas cada vez más diversas. El análisis sobre las coaliciones electorales, que ha aumentado en años recientes, se ha enfocado en elecciones nacionales y legislativas federales a lo largo del continente, dejando de lado las elecciones a nivel subnacional o estatal y no ofrece datos empíricos sobre el axioma fundamental que existe respecto de dichas coaliciones, a saber, que, en efecto, éstas permiten a los partidos aumentar sus posibilidades de obtener una victoria en las elecciones, especialmente en contiendas por un único cargo. Juan Cruz Olmeda y Lisandro Martín Devoto realizan un acercamiento empírico necesario para contestar esta pregunta; al analizar el caso de México del año 2000 al año 2016, identifican las particularidades de cada partido y la efectividad que proveyeron, o no, sus coaliciones electorales.
Sin embargo, también está el caso de las campañas a nivel federal del presente año en México, en donde el principio estelar fue el pragmatismo político. Las alianzas partidistas durante este proceso, enmarcadas en el pluralismo democrático que pugna por revitalizar las bases democráticas, fueron inéditas. Primordial es notar que la maquinaria partidista a nivel local no es suficiente para la movilización a nivel presidencial: para ésta se necesitan alianzas con grupos de poder de facto y una estructura territorial que represente intereses regionales. De ahí que, como analiza Carlos Hernández Alcántara, las campañas políticas tengan que ajustarse a las transformaciones que la comunicación digital ha generado en las interacciones sociales, llegando a ser espacios donde se combinan los mecanismos de las relaciones de poder tradicional con las interacciones del poder mediático.
Sin embargo, no puede decirse que la organización partidista de los sistemas políticos alrededor del mundo, pero en especial, los latinoamericanos, esté en declive. Su papel en la vida política de los estados no se limita, siquiera, a la esfera de la política interior, contrario a lo que la teoría realista de las Relaciones Internacionales ha planteado -según la cual el Estado al exterior se comporta de forma uniforme y con objetivos comunes. El artículo de Pedro Feliú Ribeiro, a través de un análisis del comportamiento legislativo de cinco países latinoamericanos, argumenta la similitud entre las posturas en las votaciones sobre temas domésticos e internacionales, con una polarización fuertemente influenciada por la ideología e intereses partidistas, e incluso por la pertenencia o no a la coalición de gobierno, así como factores conectados al distrito electoral del legislador.
Esta polarización de intereses y posturas impacta también en la forma en que se ha transformado la idea de la labor legislativa de un proceso naturalmente complicado, debido a las negociaciones que se llevan a cabo entre las facciones con intereses diversos, a un elemento más de una estructura gubernamental ineficiente e improductiva. Complejizar el análisis es necesario, con el objetivo de comprender los procesos legislativos y las intenciones de los congresistas, recordando que las iniciativas de ley devienen la materia prima del nexo representativo. Bajo la premisa de que los miembros del Congreso deben ser sujetos de estrictos modelos de evaluación y partiendo de esta materia prima que son las iniciativas de ley, Sergio Arturo Bárcena Juárez propone un modelo para medir el nivel de coordinación, el objeto de transformación y la profundidad del cambio que se busca con cada una de ellas, ponderando el impacto real de la iniciativa.
Ante los juicios que se han desarrollado a las estructuras partidistas, también han surgido otras figuras, como las candidaturas independientes, que parten de la idea de que el gobierno democrático se origina desde la ciudadanía y debe garantizar condiciones de competencia real entre numerosos candidatos o actores. En México, sin embargo, el diseño electoral no permite generar condiciones igualitarias entre individuos y organizaciones, argumenta Fernanda Vidal Correa, a partir de un análisis de los resultados del proceso electoral 20142015 en el país. La autora critica que el modelo electoral actual incluya criterios que son, cuando menos, inequitativos y desproporcionados entre candidatos de partidos y candidatos independientes, así como entre aspirantes que buscan una candidatura independiente por un mismo cargo, pero en demarcaciones diferentes.
Las legislaturas federales y los partidos no son el único eslabón del sistema político que ha recibido fuertes críticas en este aparente desencanto de la democracia. En vista de la debilidad de los esquemas organizativos del Estado a partir del municipalismo, el estatalismo y el federalismo, y de una transformación e incremento en tamaño y población de las áreas urbanas en México desde los años setenta, la gobernación metropolitana se planteó como una forma de eficientar la administración de estas zonas. El ámbito legal, sin embargo, no se ha desarrollado a la par y representa uno de los grandes obstáculos para esta forma de gobernación, profundizada también por los conflictos de interés derivados de las agendas políticas particulares de los actores públicos, particularmente los objetivos de sus carreras políticas a largo plazo. Ignacio Carlos Kunz Bolaños y Gerardo González Herrera argumentan en su trabajo que el uso de la presidencia municipal para catapultarse a algún puesto de mayor envergadura limita la posibilidad de los actores de realizar acuerdos que no se vean en una perspectiva de suma cero, pero es necesario replantear la alineación de los actores públicos para crear la posibilidad de construir una gobernación metropolitana que permita la coordinación entre los distintos niveles y promueva la flexibilidad de los esquemas contractuales.
Son estos intereses a largo plazo en las carreras políticas uno de los ámbitos más criticados de la forma en que se construye la democracia tanto a nivel local como federal: la constitución de sujetos políticos elegidos de forma representativa pero cuyos intereses particulares no permiten priorizar la negociación. Los ilícitos e irregularidades que pueden llegar a desarrollarse por parte de servidores públicos debido a este choque de intereses deben ser vigilados y difundidos a la población por parte de la prensa, que respalda su trabajo en la premisa fundamental de que la libertad de expresión absoluta fortalece los principios democráticos y a la democracia. La realidad, sin embargo, muchas veces es otra. Las sanciones legales por delitos contra el honor buscan regular el discurso público y, aunque la tendencia mundial apunta a la derogación de las llamadas leyes de desacato por su incompatibilidad con los sistemas más amplios de protección a derechos, lo cierto es que siguen posibilitando que se les blanda como armas contra la función crítica de la prensa. Ante esto, María Grisel Salazar Rebolledo cuestiona la manera en que estas leyes orillan a los periodistas a ejercer una suerte de autocensura, por temor a las represalias por parte de los actores políticos. Sin embargo, sostiene que es importante eliminar la visión de la prensa como un actor pasivo y retomar cómo, incluso bajo dinámicas de manipulación, es posible que la prensa continúe realizando su labor de crítica y vigilancia al poder, si la configuración local de actores le provee de recursos que le permitan resistir los intentos de control. No obstante, esto sólo puede darse a partir de instituciones fuertes que respalden la labor periodística, en contraste evidente con el debilitamiento del diseño institucional actual, que no permite la eliminación de las amenazas a la libertad de prensa.
Pensar la crisis de la democracia nos lleva inevitablemente a darnos cuenta que ésta deviene factor en el desarrollo de otras formas de organización social, unas más apegadas a la institucionalidad y otras que se alejan de la organización gubernamental. Los esfuerzos por constituir nuevos modelos de gobierno cuyas premisas fundamentales se alejen de las negociaciones y los acuerdos de élites, así como de la corrupción rampante que aqueja principalmente a los valores democráticos, han llevado al desarrollo de nuevas propuestas para la articulación institucional. Una de las más desarrolladas ha sido la del gobierno abierto cuyo objetivo primordial es modificar los esquemas jerárquicos y verticales de relación entre gobierno y sociedad, promoviendo la participación ciudadana y la rendición fehaciente de cuentas. Víctor Manuel Figueras Zanabria, sin embargo, se pregunta cuáles son los límites de esta propuesta en México, teniendo en cuenta las condiciones materiales del país. El desarrollo de instrumentos de transparencia, tecnologías de información y comunicación (TIC) y participación ciudadana (PC) es precario, desde el nivel legal hasta las barreras de la desigualdad de ingresos que permitan el acceso y uso tecnológico.
Enfrentados, entonces, con una crisis de la democracia y sus instituciones, y con pocas alternativas para transformar las estructuras institucionales, se debe reconocer también la necesidad de una metamorfosis de “lo político” como lo conocíamos tradicionalmente. Si el término se transforma, los mecanismos para garantizar la libertad, la participación, la justicia y la igualdad -esto es, los preceptos fundamentales que pretenden defender las estructuras democráticas- deben modificarse consecuentemente. Para ello es indispensable pensar no sólo en el análisis de la participación o falta de participación de grupos específicos dentro de la comunidad, sino en la idea misma de lo comunitario, como la potencialidad de la comunidad de ser un lugar en donde los ciudadanos puedan construir y desarrollarse a partir de virtudes éticas y políticas (Blesznowski, 2012: 334). Sebastián Rivera analiza este fenómeno específicamente en América Latina, confrontando la confianza en las instituciones con la participación electoral, a partir de lo cual observa una relación proporcional, de tal suerte que entre menos confianza existe en las instituciones políticas, la participación en elecciones disminuye. Sin embargo, es importante señalara que la desconfianza no significa una desmovilización de la acción política, sino un viraje hacia modalidades menos convencionales, como la protesta, que ven un incremento de participación.
Precediendo el hilvanado analítico del dossier, la primera sección del número incluye seis artículos cuya diversidad temática abona, igualmente, a ampliar los horizontes intelectuales que delinean el amplio campo de las problemáticas sociales de nuestros entornos y enriquecen nuestras miradas e interrogantes.
Así, no podemos olvidar que las estructuras democráticas actuales no son sino el fruto de procesos históricos que nunca están libres de tensiones ni contradicciones. Uno de los mejores ejemplos es la Revolución mexicana, que devino fuente de legitimidad para los gobiernos pos-revolucionarios, pero cuyos principios de libertad política y autonomía se vieron subsumidos por el clientelismo, el paternalismo y el centralismo que habían sido construidos cuidadosamente por el partido hegemónico. Amando Basurto Salazar argumenta que es necesario regresar al análisis y la búsqueda de los principios democráticos que surgieron en medio de la lucha revolucionaria y separarlos del revisionismo histórico oficial, para lo cual propone un minucioso análisis de los estudios de Hannah Arendt sobre las revoluciones modernas que permita identificar y recuperar aquellas experiencias políticas que constituyan los cimientos que requiere una renovada narrativa mexicana de democratización.
Derivado de este sistema tan particular que se construyó con el régimen del partido único en México, se establecieron mecanismos de control que se mantienen hasta nuestros días. La represión de la protesta es uno de ellos, particularmente en el centro del país. La relación gobierno/disenso se ha estudiado desde distintas perspectivas, pero Itzel Coca Ríos se sitúa en el análisis de la amenaza y los diferentes niveles de reclamo para construir un indicador de represión, tomando datos de siete casos en el entonces Distrito Federal, entre 2012 y 2014, a partir de un análisis probabilístico con una regresión logística binomial de eventos raros y un análisis determinístico con un método comparado cualitativo, llevando a repensar también el papel del federalismo en los temas de seguridad pública y disenso político frente a las limitaciones de los gobiernos locales.
La represión y el conflicto, sin embargo, no han sido exclusivos del desarrollo democrático en México. América Latina y el mundo han sufrido procesos violentos que demandan justicia, reparación y no repetición de las atrocidades cometidas. El desarrollo de la justicia transicional como una herramienta que permita alcanzar la paz implica no solamente un proceso político y judicial que conduzca al cese al fuego y a juzgar a los implicados, sino también a identificar las causas estructurales de la violencia y la forma como pueda lograrse la implementación plena de los derechos económicos, sociales y culturales de la población. A través de distintos casos, Emerson Harvey Cepeda Rodríguez y Walter Fernando Pérez Niño argumentan que el periodo de justicia transicional representa una oportunidad para poner en la disputa política la construcción de la memoria histórica y las demandas en torno a la inclusión de dichos derechos.
La coyuntura de la que se ha hablado a lo largo de este artículo, que enfrenta a la democracia con sus errores y contradicciones, también obliga a las ciencias sociales a cuestionarse a sí misma y reconocer que las discusiones complejas deben superar la clásica división entre investigadores cuantitativos y cualitativos, así como añadir una dimensión profesional que agregue también las cuestiones de género y raza, entre otras categorías de análisis. Un claro ejemplo de ello es el estudio que realizan Enzo Lenine y Melina Mörschbächer, en el que identifican de forma puntual cómo el discurso de los simposios realizados por distintos estudiosos de la ciencia política acerca de un tema en específico -la iniciativa Data Access and Research Transparency (DA-RT)- se ha complejizado hasta llegar a una reflexión sobre la transparencia, la ciencia política y la ciencia misma a partir de este tipo de cuestionamientos.
Esta coyuntura científica también debe llevar a cuestionar algunos conceptos que se han considerado acabados e incluso a reconocer la pertinencia de problemas que tradicionalmente no se habían visto como temas de investigación en ciencia social. El trabajo que realiza Sebastián Andrés Rumié Rojo se inserta en estos debates, argumentando a través de una revisión de las políticas implementadas por los llamados Chicago Boys durante la dictadura en Chile, el surgimiento de una nueva tecnocracia que, a diferencia de la tradicional, no busca centralizar el poder bajo el gobierno de los expertos, sino la liberalización del mercado y la limitación del Estado. Esta tecnocracia neoliberal cumplía con todos los elementos requeridos para considerarse como tal, pero apegándose a la modalidad de planificación neoliberal, que permite que estos individuos mantengan su participación en la toma de decisiones, mientras que, al mismo tiempo, se limita la concentración del poder estatal y de los gobiernos de turno.
Por su parte, Ariel Dottori propone incluir en la ciencia sociológica el análisis de la filosofía analítica del lenguaje, que ha sido dejada de lado por la sociología. Autores contemporáneos han criticado el análisis de la filosofía del lenguaje para comprender la realidad social e institucional, pero Dottori argumenta que, debido a que nuestro mundo social e institucional se constituye con el lenguaje, el estudio de éste asegura la comprensión de gran parte de nuestra vida ordinaria. Para la filosofía analítica del lenguaje que desarrollan autores como Wittgenstein, Austin y Searle, todo acto de habla es posible si se contemplan las relaciones de poder en las que se enmarca la propia enunciación; por lo tanto, prestar atención a este tipo de aristas filosóficas desde la sociología podría llevar a un camino fructífero de investigación.
Para concluir el número se presenta una nota de investigación de José Said Sánchez Martínez, que ofrece un panorama sobre la participación y victoria electoral en las elecciones a gobernadores en el país, mediante un análisis de dichos elementos desde el año 1994 hasta 2017.
Del mismo modo, se han incluido tres reseñas pertinentes: “El presupuesto como ejercicio de representación política”, de José del Tronco Paganelli, sobre el libro de Khemvirg Puente (2018); “Para la buena vida, el buen ciudadano”, de León David Zayas Ornelas, sobre el volumen coordinado por Karla Valverde Viesca (2017), y “Bases militares estadounidenses en América Latina”, de Froylán Enciso, relativa al libro de Sebastián Bitar (2016).
Así, el presente número y, específicamente, su dossier, aborda con miradas interdisciplinarias nuevas aristas de los procesos, espacios y transformaciones que reconfiguran las constelaciones políticas hoy, a la luz del entramado democrático, sus logros y los riesgos que lo acechan.
Un renovado agradecimiento a Paola Elizabeth Villanueva por su invaluable apoyo.