Introducción
Lluís Duch Álvarez (1936-2018) es uno de los pensadores contemporáneos más importantes en el ámbito hispanohablante.1 Con más de cincuenta textos escritos y alrededor de trescientos artículos publicados, podemos denominarlo un “escalador” de las montañas del saber, “explorador” de los incógnitos laberintos que conforman a la psique humana y “rastreador” de historias y memorias. Es, sin duda, digno heredero de una “vieja sabiduría” cuya obra entera constituye un “implícito alegato por la regeneración del legado humanista” (Chillón, 2011: 35).
La profundidad y el calado de sus reflexiones se refleja en la creación de un lenguaje teorético de hondo alcance, que conforma un universo pluridimensional, plurivalente y poliédrico que da cuenta de las múltiples facetas y dimensiones de la humana conditio y sus peripecias del día a día. Sus reflexiones se anclan, explícitamente, en la “vida cotidiana” de individuos y colectividades; categorías como: logomítica, empalabrar, condición adverbial, estructura e historia, acogida, ambigüedad, teodiceas prácticas refieren a las múltiples caras y expresividades humanas que se articulan culturalmente.
La amplitud e importancia de sus aportaciones no pueden ser resumidas de ningún modo; lo que nos proponemos es recuperar lo que, desde nuestra perspectiva (Nietzsche), consideramos pueden ser algunos de los elementos más importantes de su reflexión antropológica en torno a lo cotidiano. En este sentido, las principales problemáticas que trataremos de atender son las siguientes: ¿qué entiende Duch por “vida cotidiana” y qué importancia le da en la conformación, desarrollo y transformaciones de una sociedad?, ¿qué son las “estructuras de acogida” y qué relación guardan con lo cotidiano?, ¿cuáles son algunos de los elementos fundamentales de sus reflexiones para un posible estudio de la cotidianidad?, ¿son vigentes sus aportaciones en nuestro contexto cultural?
Nuestra hipótesis es que en sus estudios sobre la “vida cotidiana” se sintetizan algunas de sus principales aportaciones al conocimiento del ser humano y de la sociedad y despliega su amplio abanico lingüístico y conceptual. Asimismo, que en el estudio de las “estructuras de acogida” destaca la importancia de la cotidianidad para la “colocación” de cada ser humano en su mundo, para el establecimiento de transmisiones de conocimiento y relaciones sociales, para la conformación de la sociedad, el ejercicio de la política y de la ciudadanía, y para comprender los procesos de cambio sociocultural y los diferentes devenires históricos, así como sus posibilidades de transformación.
Nuestro acercamiento al pensamiento de Duch estará centrado en la interpretación crítica de su Antropología de la vida cotidiana, dividida en cuatro tomos y seis volúmenes (1999, 2000, 2001a, 2001b, 2002, 2003, 2004), y la obra que escribe con Albert Chillón (Duch y Chillón, 2012, 2016). Además, aunque no los citamos directamente, nos basamos en textos como Mito interpretación y cultura (1998), Antropología de la ciudad (2015) y Antropología de la comunicación (2012b). Tangencialmente, retomamos también las obras de investigadores que han reflexionado sobre su antropología.
En la actualidad, en Occidente y más aún en las sociedades occidentalizadas (colonizadas) como la nuestra, se vive una grave crisis en múltiples dimensiones sociales, económicas, políticas, culturales y ecológicas. Creemos que la voz de Lluís Duch representa una crítica y una posible “respuesta” a dicha crisis, al buscar no sólo la reconstrucción de un saber olvidado y la creación de nuevo conocimiento, sino también replantear los problemas de nuestra era desde una nueva óptica.
En este contexto, sus aportaciones al estudio de la “vida cotidiana” cobran radical importancia, por lo que resulta fundamental recuperar sus principales tesis para tener un acercamiento en profundidad al estudio y comprensión de nuestras sociedades y seguir en la construcción de conocimientos y alternativas contra la crisis que nos acecha diariamente.
Breve aproximación al estudio de la vida cotidiana: tradiciones y teorías
Antes de entrar directamente en la obra de Duch, es importante mencionar, aunque sea de manera resumida, que el estudio de la “vida cotidiana” se inscribe en, cuando menos, dos grandes tradiciones teóricas: la fenomenológica y la marxista. Desde nuestra perspectiva, la tradición marxista tiene como dos de sus principales exponentes a Henri Lefebvre, principal pionero, y a Agnes Heller, de la Escuela de Budapest; ambos autores, con sus particularidades, refieren la importancia de la cotidianidad para comprender los procesos sociales e históricos que han dado forma a la modernidad y cada uno aporta ciertas caracterizaciones que permiten comprender dicha relevancia.
Desde la perspectiva fenomenológica fue Dilthey un explorador en la reflexión sobre lo cotidiano y, sobre todo, Husserl, quien le da un lugar de suma importancia para la reflexión filosófica. A partir de aquí podemos identificar dos grandes vías fenomenológicas: una, la de Heidegger y su tesis del Dasein, que funda además la hermenéutica filosófica, y desde otra perspectiva, Schütz y su idea del “mundo dado por garantizado”, como la base fundamental sobre la cual se alza la sociedad y toda actividad humana.
Si bien no es nuestra intención -y resultaría imposible hacerlo aquí- resumir las principales tesis y discusiones de todos estos autores, lo que queremos indicar es que la perspectiva antropológica de Duch se acerca más a Dilthey y Husserl, pero se aleja radicalmente de Heidegger, prefiriendo en cambio, los análisis de Schütz. Además, recupera la tradición de la antropología filosófica alemana (Scheler, Plessner), un cierto marxismo heterodoxo (Bloch) y la reflexión ética proveniente de Kant, que se desarrolla en autores como Emmanuel Lévinas y Hans Jonas, sin dejar de lado los estudios de psicología, tanto de Freud como de autores pertenecientes al Círculo de Eranos (Jung y Eliade, principalmente), los estudios teológicos (Nicolás de Cusa, Pascal), además de recurrir al análisis de la novela, como fuente de reflexión antroposociológica.2
Desde nuestra perspectiva, la obra de Lluís Duch constituye la aproximación más acabada y profunda al estudio de la “vida cotidiana” desde la vía fenomenológica, porque, además, se nutre de múltiples tradiciones teóricas, sin rechazar tajantemente el marxismo, y se erige con una originalidad y perspicacia única que, sin duda, merece ser plenamente recuperada, analizada, ponderada y criticada, de modo que podamos seguir avanzando en la construcción del conocimiento científico humanista y social.
Resulta oportuno distinguir aquí entre la “antropología social”, que realiza trabajo de campo, estudios empíricos de la cotidianidad y hace descripciones etnográficas de las “prácticas cotidianas”, con autores clásicos como, por ejemplo, Malinowski, Lévi-Strauss, Marcel Mauss, Clifford Geertz, así como, Margaret Mead y Erving Goffman, entre muchos otros; y la “antropología filosófica”, que no realiza directamente investigación etnográfica, como son, por ejemplo, Max Scheler, Ernst Cassirer, Helmuth Plessner y Arnold Gehlen. La antropología de Duch es “filosófica” y es pionera en plantearse explícitamente la reflexión teórica, sistemática y profunda sobre la “vida cotidiana” como dimensión fundamental y básica para ser estudiada por el conjunto de las ciencias sociales y humanas.
El ser humano de la vida cotidiana: entre lo estructural3y lo histórico
Desde la perspectiva de Duch, a la pregunta antropológica por excelencia: ¿qué es el ser humano?, no se pueden dar respuestas definitivas; si acaso, lo que podemos construir son aproximaciones históricas y parciales, siempre inacabadas y con posibilidad de ser profundizadas o abandonadas. Asimismo, la “historia” no es el único elemento que toma en cuenta para el estudio del anthropos, sino también sus dimensiones “estructurales”, aquellas que pertenecen a toda la especie homo sapiens sapiens. ¿Cuáles son algunas de estas “estructuras” antropológicas y cómo se expresan social y cotidianamente? En este cuestionamiento y en sus múltiples respuestas está una de las principales reflexiones y aportaciones que hace Duch al estudio antropológico y social.
Según nuestro autor, a lo largo de la historia de Occidente han existido múltiples discursos sobre lo que se comprende por el concepto de “ser humano” y sus principales rasgos, aunque en general se mueven en dos grandes polos. Así, por ejemplo, autores como Hobbes, Locke y Kant afirman, explícita e implícitamente, que el ser humano, en origen, tiende esencialmente al “mal”, mientras que, en el polo opuesto, autores como San Francisco y Rousseau consideran que el homo es por esencia “bueno”.
Por su parte, Duch, siguiendo las intuiciones teológicas de Nicolás de Cusa, para quien el anthropos es una coincidentia oppositorum, considera que el ser humano no es ni bueno ni malo, a priori, sino más bien es “ambiguo”, es decir, en cada “respuesta” y acto de su vida se mueve entre lo que se considera el “bien” y el “mal”, categorías y valoraciones construidas social, histórica y filosóficamente, y sus relaciones con los demás seres humanos afectan para bien y para mal al otro, lo cual sucede consciente e inconscientemente.
La “ambigüedad”, como atributo específicamente humano, se va a expresar de múltiples maneras, en los distintos planos de la vida social e individual, pero de manera ejemplar; como veremos más adelante, se manifestará en las “estructuras de acogida” (familia, ciudad, religión), creaciones humanas que han tomado diversidad de “rostros” y “formas” a lo largo de la historia.
Esta concepción del anthropos como un ser “ambiguo” rompe con el “esencialismo antropológico” que pretende definir de manera definitiva y a priori qué es el ser humano y, al mismo tiempo, rompe con las tesis historicistas que pretenden definirlo únicamente con análisis históricos, olvidando que el homo también posee ciertas “estructuras”.
La “ambigüedad” permite a Duch afirmar, en un solo movimiento, la radical igualdad estructural de la especie homo sapiens sapiens y, al mismo tiempo, la diversidad incuantificable de sus expresiones culturales e históricas; en otras palabras, rompe con el “racismo” y el “evolucionismo”, atestigua la “continuidad” de nuestra especie y, por lo tanto, de ciertas manifestaciones de su “estructura”, e igualmente afirma el “cambio” social, económico, político y cultural.
Además de la “ambigüedad”, como dimensión que caracteriza al ser humano, Duch destaca otras “estructuras” que han sido observadas y teorizadas por diferentes pensadores a lo largo de la historia; por ejemplo, la idea de que el ser humano es zoon politikón y un zoon logón ejón (Aristóteles), ser finito (San Agustín), homo religiosus (Pascal), homo faber (Marx), homo parlante (Schelling), “animal simbólico” (Cassirer) y, como él mismo menciona, un ser mítico y lógico. Todas estas dimensiones “estructurales” también participan de la “ambigüedad” y se articulan “históricamente”, tomando formas distintas y transformándose; además, se expresan cabalmente en las “estructuras de acogida”, como veremos a continuación.
Aproximación a las estructuras de acogida clásicas: familia, ciudad y religión
Recuperando las reflexiones de autores como K. Lorenz y A. Gehelen, Duch observa que, a diferencia de muchos animales, al ser humano no le bastan sus instintos para lograr sobrevivir, sino que durante los primeros años de vida requiere ser “reconocido” y “cuidado” para lograr subsistir y comenzar a ser y a hacerse miembro de una cultura; de otro modo, cada uno de nosotros estaría irremediablemente “arrojado” a la muerte. Sin embargo, no es así, el ser humano al nacer es “acogido” y “reconocido” “en el seno de la maternidad del hogar” (Bachelard). En este sentido es que para Duch la “acogida” es una “estructura”.
La familia o la codescendencia
Cronológicamente, la primera “estructura de acogida”, fundamental para la supervivencia del infante, es la familia o, en palabras de Duch, la “codescendencia”. A través de la familia el in-fans (el que no habla) recibirá las primeras “gramáticas de los sentimientos” (Steiner), del amor y del odio, y le serán dadas las “transmisiones” necesarias para que pueda comenzar a “empalabrar”4 el mundo y hacerlo su mundo. Debido a ello, la “codescendencia” resulta fundamental para que cada individuo pueda adquirir los conocimientos y habilidades básicas para comenzar su proceso de socialización y lograr, paulatinamente, su ejercicio como “actor” o “actriz” (Goffman) en el “gran teatro del mundo”, como dijera Calderón de la Barca.
Para Duch no existe la familia “en sí”, sino que existen modelos familiares que a lo largo de la historia de la humanidad han tomado una multiplicidad de formas. Igualmente, reconoce que la familia tiene unos antecedentes prehumanos que la ubican en el ámbito de la animalidad, si bien lo que caracteriza a la familia como estructura humana es la posibilidad de ofrecer a sus miembros ir “más allá” de la mera instintividad, para que puedan ser capaces de plantearse preguntas y respuestas fuera del ámbito de la mera reproducción biológica.
Dada la imposibilidad de establecer modelos familiares universales, nuestro autor propone modelos a partir de “tipos ideales” (Weber) que sirvan de orientación en la reflexión teórica, pero que en ningún caso pueden ser modelos cerrados ni definitivamente realizados. Debido al límite del espacio, que hace imposible resumir aquí los tipos ideales familiares, lo que nos parece importante resaltar es el hecho de que la “codescendencia”, como “estructura de acogida”, permite a sus miembros comenzar a instituir diversas “praxis de dominación de la contingencia” y “teodiceas prácticas” para canalizar los impulsos del ser humano hacia procesos relacionales y creativos que tomaran forma concreta, sobre todo, en el espacio público, la ciudad.
Antes de entrar directamente en el ámbito de la segunda “estructura de acogida”, la “corresidencia”, resulta básico mencionar una premisa teórica que establece Duch para comprender la importancia decisiva de la “acogida” en sus distintas estructuras; se trata de la noción de “contingencia”, categoría fundamental en el pensamiento antropológico de nuestro autor.
Atrás mencionamos que el ser humano se distingue de los animales porque al nacer es absolutamente vulnerable y, para no morir, requiere de cuidados durante los primeros años de vida. Una vez que adquiere ciertos conocimientos, lenguajes, habilidades, es posible que pueda relacionarse con los otros, la naturaleza y lo que le rodea y hacer frente a las interrogantes que le va planteando la vida para ir paulatinamente creando y recreando su mundo.
La “contingencia” es, para Duch, todo aquello que es impredecible y azaroso en la “vida cotidiana”, el bien y el mal, la enfermedad y la salud, la paz y la beligerancia, la vida y la muerte. Los seres humanos, porque somos “finitos”, pero además conscientes de ello, tenemos que hacer frente a la “contingencia” y dar “respuestas” a los azares del destino; vivimos permanentemente marcados por el “drama” que significa dar “sentido” a la existencia y, al mismo tiempo, dar “forma” a las relaciones sociales de una manera responsable, ética, o no. En otras palabras, el anthropos vive en medio de la “contingencia” y, por lo tanto, tiene la ineluctable necesidad de fundar continuamente y sin cesar su mundo, y en este contexto es donde cobran una importancia enorme las “estructuras de acogida”.
La ciudad o la corresidencia
Para Duch la ciudad es la forma concreta que adquiere la segunda “estructura de acogida”: la “corresidencia”, y expresa de manera cabal la capacidad humana de transformar lo dado, la “naturaleza”, a través de la “técnica” (homo faber). El anthropos es un “ser deficiente” (Gehlen), al que no le bastan sus instintos para sobrevivir y tampoco es posible que lo logre a la intemperie, en la “naturaleza pura”; requiere organizar su mundo de manera “artificial”, de modo que pueda hacer frente a la “contingencia”. Siguiendo con esta idea, para nuestro autor la ciudad es una de las máximas expresiones de dicha artificiosidad, expresión cabal de la “configuración artificial del tiempo y el espacio antropológicos”.
Las estructuras del anthropos (zoon politikón, animal simbólico, homo religiosus) se expresan históricamente en la invención y configuración de la urbe y ésta, a su vez, permite al ser humano instituir diversas “praxis de dominación de la contingencia”. Del mismo modo, la ciudad expresa la controversia entre lo que es “natural” y lo que es “artificial” y, por lo tanto, también señala la lejanía entre el ser humano y la llamada “naturaleza pura”. La “corresidencia” posibilita la transición del ser humano “natural” al “cultural” y el paso de la niñez a la edad adulta y “responsable”.
Sobre este punto hay que precisar que para el antropólogo el ser humano no conoce la “naturaleza pura”, “en sí”, sino que ésta siempre llega a él mediada por la interpretación cultural, “para sí”, e incluso, el llamado “retorno a la naturaleza”, más que una posibilidad, es una crítica de la cultura vigente, por lo que este retorno siempre será articulado culturalmente o, en otras palabras, no es posible tal “retorno a la naturaleza” porque nunca hemos estado en la “naturaleza pura” y jamás podremos estarlo. Esta observación le permite también destacar que para el ser humano su “disposición cultural” constituye su verdadera naturaleza y no únicamente sus atributos biológicos ontogénicos, que en última instancia siempre son moldeados culturalmente.
Además, es importante destacar que esta reflexión de Duch subraya que la capacidad técnica del anthropos, su artificiosidad, revela la dimensión del trabajo, que siempre han destacado los marxistas (Lefebvre, Heller). Como observa nuestro autor:
En el siglo XIX se afirmó con creciente y explícita insistencia que la técnica es una dimensión central, creadora del mundo histórico. Opuesta a la de los griegos, tal concepción fue sobre todo impulsada por Karl Marx, para quien el uso perverso de la técnica propiciada por el capitalismo ha hecho de la manufactura la pieza clave de la sociedad moderna (Duch y Chillón, 2012: 442).
Lo que distingue a Duch de la concepción marxista (Heller, Lefebvre) es que introduce el factor del “símbolo”; las herramientas no sólo contienen una utilidad práctica sino también vehiculan significados y formas culturales y simbólicas que configuran diferentes tipos de relaciones entre individuos, colectividades y con la naturaleza. Además, la técnica sólo es una mediación más, entre otras, que sirven al homo para construir su mundo y no es la base o estructura sobre la que se alcen otras mediaciones, aunque hoy en día juega un papel sumamente importante en la configuración de nuestra sociedad.
Entre paréntesis, vale la pena mencionar que, desde la perspectiva fenomenológica, una de las reflexiones sobre la “técnica” más importantes y profundas la realizó Martín Heidegger en sus ensayos “La pregunta por la técnica” y “Construir, habitar, pensar” (Heidegger, 1994). Lo que indica que, tanto desde la vía marxista como desde la visión fenomenológica, la capacidad técnica del anthropos resulta un atributo estructural y trascendente en la “vida cotidiana”.
Para Duch la invención de la ciudad es el reflejo de lo más profundo que hay en el ser humano: de su tiempo y de su espacio antropológicos, del logos y del mythos, de memoria y olvido, de deseos y temores. La urbe es el “marco” más adecuado para las representaciones y el escenario sobre el que cada actor y actriz desempeñan su papel dentro de una cultura específica; dicho de otra forma, la ciudad es la espacio-temporalidad privilegiada en la que se desenvuelve la “vida cotidiana” de individuos y colectividades, donde se mezclan las representaciones imaginarias con la arquitectura, la libertad y la necesidad, pero además, donde se condensan los impulsos “creadores” y “destructores” del ser humano. Parafraseando a Duch: “en cada uno de nosotros hay una ciudad implícita” (Duch, 2000: 391).
De acuerdo con nuestro autor, la creación de la ciudad representa una de las “obras de arte” más complejas que ha producido la humanidad; desde sus orígenes simboliza orden, seguridad, estabilidad, ritmos armónicos. Pero también ha sido el lugar en el que se han desarrollado algunas de las actividades más degradantes del ser humano; para los foráneos y extranjeros simbolizaba peligro, amenaza, dominación. En general, la ciudad en todos los tiempos manifiesta la “ambigüedad” fundamental del anthropos; no sólo representa creación, orden y posibilita el desarrollo de la ciencia y la tecnología, también alude destrucción, caos y ha servido de base para la expansión de imperios. Por eso concibe poéticamente que la ciudad es “luces y sombras”, como reza el subtítulo de su obra (Duch, 2000).
Desde la perspectiva del antropólogo, la urbe, como “estructura de acogida”, posibilita al ser humano desplegar y articular “lo político”, como una de las dimensiones que lo constituye; crear la ciudad es hacer política, como forma de organización social, con normas, tradiciones, derechos y obligaciones. Cada ciudad es una “respuesta”, ambigua, de una cultura a las necesidades de sus ciudadanos. La configuración de una urbe se presenta en un principio como la plasmación del “deseo” (Bloch) de una “vida cotidiana” armónica, la vida deseada; por eso toda ciudad, como despliegue de la política, está íntimamente vinculada con la “ética” de sus habitantes y sus “respuestas” urbanas frente al “rostro del otro” (Lévinas).
Esta observación permite al antropólogo señalar que el ser humano es siempre un “ser deseante” que busca construir su “vida cotidiana” de acuerdo con sus aspiraciones más profundas, las cuales plasma en calles, monumentos, arquitectura, plazas, jardines. Por eso cada ciudad revela, a su modo, qué es el ser humano en un momento histórico y cultural concreto. Parafraseando a nuestro autor: “modelo antropológico y modelo urbano están íntimamente coimplicados” (Duch, 2000: 385).
La ciudad, como “estructura de acogida”, revela el zoon politikon, que es el ser humano, que da forma a su cotidianidad, estableciendo vínculos más allá de los familiares, con ciertas normas, códigos, tradiciones, rituales, e instituciones que le permiten establecer, siempre provisionalmente, una “praxis de dominación de la contingencia”, con su inalienable “ambigüedad”. La urbe es una articulación histórica “política” que expresa “lo político” como dimensión estructural constitutiva del homo sapiens.
La religión (y la política) o la cotrascendencia
La religión, como estructura de acogida, resulta una de las dimensiones más complejas y difíciles de abordar, sobre todo en una sociedad como la nuestra, en la que se ha decretado “la muerte de dios” y, sin embargo, siguen existiendo y surgiendo una serie de actitudes y comportamientos místicos y religiosos, o al menos, como observa nuestro autor, con un marcado acento “gnóstico”.
Hemos mencionado que para Duch el ser humano es estructura e historia: es un ser logomítico, ambiguo, homo parlante y homo faber, ser finito y deseante que tiene memoria y olvido; es un zoon politikon y animal simbólico, dimensiones con las que simultáneamente se enfrenta a la contingencia (el mal, la muerte, lo impredecible, lo incontrolable, lo que está fuera del dominio humano), construye su mundo, organiza una familia, da forma a su comunidad y se relaciona con los otros seres humanos, la naturaleza y el “más allá”: los orígenes y los finales, la protología y la escatología, el nacimiento y la muerte.
Para Duch la cotrascendencia es la manifestación más elocuente del homo religiosus y del “animal simbólico” que es todo homo sapiens; de hecho, es una de las “respuestas” del ser humano a la angustia de su finitud y a la conciencia de su futura muerte:
La religión, porque es un “hacer práctico” ubicado en un tiempo y un espacio concretos, siempre y en todas partes, ha constituido un síntoma muy evidente de la profunda cuestionabilidad del ser humano que se plantea las “cuestiones fundacionales” (¿por qué la vida, la muerte, el mal: hay un más allá? etc.) como cuestiones cotidianas (Duch, 2001a: 60).
El estudio de la religión que realiza nuestro autor tiene la particularidad de ser elaborado en su relación con la política, ya que, para él, religión y política son expresiones de la interioridad y la exterioridad del ser humano, y están coimplicadas en las transmisiones y en las expresiones y prácticas cotidianas. Para el antropólogo no debería de hablarse de lo religioso y lo político, como dos dimensiones separadas, sino más bien de lo “religioso-político” como dos aspectos coimplicados del ser humano que reflejan su interioridad y su exterioridad en un movimiento permanente. Aun así, aclara, es pertinente, pedagógicamente, estudiarlas por separado, aunque en la práctica siempre se manifiestan conjuntamente.5
Un primer dato que destaca nuestro autor es que cuando se habla de religión siempre se refiere a una religión concreta, ubicada históricamente. Sobre este punto, no hay que confundir “lo religioso”, como estructura antropológica, con “la religión” como articulación histórica. Otro dato más es que el término “religión” es de origen occidental y sus elementos más importantes tienen sus antecedentes en los griegos y semitas, por lo que su aproximación a la religión será a la de la cultura occidental y, más específicamente, al judaísmo y, sobre todo al cristianismo que se desarrolla en Europa en sus distintas manifestaciones, y más que estudiar a la institución, la Iglesia, se interesa por las prácticas religiosas cotidianas que se despliegan a lo largo de la historia, pero que se viven en el día a día.
Según el antropólogo (Duch, 2001a), en la Grecia clásica los términos que se utilizaban para designar las actividades religiosas eran threskeia, que significa culto y piedad; eulabeia, que refiere a la precaución, circunspección y temor; nomos, que es ley y orden divino, y basileus, que refiere al rey del universo. En Roma, Cicerón enlaza la palabra religión con legare, cosechar, reunir; la vincula con la repetición y la novedad, pero igual con el temor, el pudor, el culto y la ceremonia. Por su parte, Lactancio une religión al verbo ligare, que significa reunir, unir, vincular con Dios.
Nuestro autor explica que estas acepciones permanecerán implícitas y explicitas en la religión occidental en su larga historia y tomarán rostros diversos hasta llegar a nuestros días. Lo que nos interesa destacar sobre estos elementos es que son las “armas espirituales” que la religión occidental ha desarrollado para enfrentar la contingencia, el mal y la muerte, así como para darle sentido y orientación a la vida, que haya orden, que permita ligar al ser humano con la trascendencia, la naturaleza y los otros, por medio del culto, el ritual, la piedad, la precaución, el cuidado, actualizando y reactualizando las relaciones con lo divino y lo sagrado.
Otra de las características importantes de la religión, como estructura de acogida, es su vínculo con la narración, es decir con el lenguaje. Sobre este punto Duch hace un recorrido por las diferentes definiciones de la religión, desde los primeros críticos del siglo XIX, Taylor (E.B. Tylor), Spencer, Müller, pasando por la escuela francesa de antropología, Durkheim, Mauss, y revisando a los antropólogos contemporáneos, como Levi-Strauss y Geertz.
Más allá de las diferentes conclusiones y definiciones a las que llegan los distintos autores, algunas de las cuales son contradictorias e irreconciliables entre sí, lo que Duch observa es la imposibilidad de una definición exhaustiva de la religión y la necesidad de sus estudio desde distintas perspectivas y con el concurso de diversas ciencias y disciplinas; asimismo, da cuenta de la necesidad antropológica de las definiciones, el ser humano en su vida cotidiana necesita definirse a través de narraciones y explicaciones y la religión va a proporcionar las “narraciones simbólicas” que permitan establecer “praxis de dominación de la contingencia”. Para nuestro autor:
La religión de un grupo humano llega a constituirse, tanto a nivel erudito como popular, como consecuencia del conjunto de relaciones, sueños, deseos y suposiciones que, en su mundo cotidiano, mantienen los seres humanos con la protología y la escatología; relaciones que, como es bien sabido, adoptan casi siempre narrativas en forma de mitos o de acción cultual (Duch, 2001a: 123).
Por eso para Duch donde hay narración hay rastros de religión que actualizan el lazo del ser humano con el “más allá”: un tiempo y un espacio metafísico. La presencia de la religión en el mundo permite a nuestro autor observar que en el ser humano hay un profundo deseo por enfrentar su finitud, o en otras palabras, el anthropos es un ser de aspiraciones infinitas, “ens finitum capax infinit”, de acuerdo con la tradición teológica, que de alguna manera está inconforme con su situación de mortal y con la contingencia, con toda clase de “oscuridades” y “alienaciones”. Por eso, la pregunta por la existencia del “más allá” de la vida y por sus orígenes siempre es latente y, por lo tanto, la respuesta religiosa siempre es potencial, de ahí que el antropólogo observe que el ser humano es siempre un “posible homo religiousus”.
Este problema cobra vigencia especialmente en la vida cotidiana y, sobre todo, en nuestra época moderna que, desde la Ilustración hasta nuestros días, se ha planteado de diferentes formas acabar con la religión a la que se ha llegado a concebir como “pensamiento inferior”, “irracional”, “infantil” y, en última instancia, como “falsedad” y “alienación”.
Sobre esta problemática, el autor nos hace interrogarnos: ¿si el anthropos es un “animal simbólico”, que para poder establecer praxis de dominación de la contingencia tiene que recurrir a todas sus dimensiones, entonces eliminar lo religioso no conlleva un peligro para la salud, psíquica, física y las buenas relaciones entre los seres humanos? ¿Las armas espirituales, que proporcionan todas las religiones, no permiten a cada ser humano hacer frente a la angustia por la muerte y expresar su interioridad? ¿Es posible que la política o la ciencia sustituyan a la “religión” en sus funciones espirituales?
Sobre estas cuestiones Duch nos recuerda que el ser humano es “polifacético”, “polifónico” y “políglota”, y que para expresar su interioridad y dar forma a su exterioridad requiere tanto del logos (conceptos) como del mythos (imágenes), de la religión y de la política, cada una por su lado conllevan a un reduccionismo y a un monolingüismo que afectan la constitución psíquica y fisiológica del individuo y también de sus relaciones sociales.
Ahora bien, si la religión proporciona al anthropos las armas espirituales para poder expresar su interioridad, sus deseos y necesidades más profundas, también requiere de armas materiales para poder dar forma a su exterioridad y lograr plasmarla en el ámbito de lo público, para Duch estas armas las proporciona principalmente la política.
El antropólogo reconoce que la discusión sobre política es monumental y afronta el problema estudiando a los principales pensadores occidentales. Lo que nos interesa destacar de toda su reflexión son algunas de las principales armas materiales, que se complementan con las armas espirituales. En general, destaca que existen tres grandes temas que se relacionan con el ejercicio de la política y que han sido objeto de reflexión en prácticamente toda la historia de Occidente: 1) las características formales que tienen que ver con los lugares en los que y a partir de los cuales se lleva a cabo la actividad política, 2) el segundo insinúa el paso del “marco teórico” a la “acción concreta” y lo presenta esquemáticamente como la relación “ética-política” y, 3) la práctica concreta, la cual analiza a través de los campos de concentración del siglo xx.
Sobre el primer punto, nuestro autor observa que, en todo lugar y tiempo, el anthropos no puede dejar de tomar decisiones, negarse a ello igual es una decisión, por lo que la actividad política también es su destino ineludible. De manera esquemática nuestro autor refiere tres grandes “lugares” donde se desarrolla la actividad política: el de la vida cotidiana, que involucra al conjunto de la especie y tiene que ver con las decisiones del día a día; el de los políticos, como actividad especializada que se organiza en y desde las instituciones, y el de la política “a partir de la sociedad como sujeto”, este último lugar tiene su ejemplo paradigmático en la democracia griega y su emplazamiento el ágora; en la actualidad, observa nuestro autor, es la que goza de más precariedad.
Duch destaca que un arma material básica que proporciona la política es el poder, elemento que en la cultura occidental ha tenido sobre todo usos perversos, pero esto no significa que el poder sea por sí mismo dominación y subordinación de unos sobre otros, una interpretación errónea que ha costado el descrédito de la política, sobre todo a partir de la Ilustración y más concretamente durante la primera mitad del siglo xx. Siguiendo a Hannah Arendt, nuestro autor distingue entre “poder”, como la capacidad del ser humano para organizar sus fuerzas y su vida pública, por lo tanto, es sobre todo una dimensión individual y social, y la “dominación” como el ejercicio perverso del poder que implica la subordinación y casi siempre la violencia.
Además, nuestro autor distingue entre autoridad y poder: el primero proviene del verbo griego augeo y significa autor o creador, se refiere a la autoría o creación de algo; en cambio, poder proviene del verbo latín potestas que significa promover, hacer crecer. La “autoridad” es principalmente un reconocimiento que viene desde afuera, una persona reconoce que otras tienen autoridad sobre un tema porque así lo considera desde su perspectiva; en cambio, el poder es una acción que se ejerce, hace crecer, promover; ambos son armas materiales.
Sobre el segundo elemento, la ética-política, lo primero que nos recuerda nuestro autor es su distinción entre moral y ética. La moral se vincula sobre todo con las instituciones sociales, religiosas, políticas, jurídicas, que en el transcurso de la historia se han ido formando y reivindican unas ciertas normas que se establecen, de manera a priori, como códigos culturales de comportamiento (las constituciones, los diez mandamientos) con los cuales cada individuo se enfrenta, se los apropia y a partir de ellos puede establecer nuevas formas de relaciones.
La ética, y también la política, se encuentra con este universo moral ya constituido y se plantea su reflexión, comenta Duch: “la ética describe, por un lado, las reglas y valores que orienta efectivamente la conducta moral, y del otro, se interroga sobre la legitimidad racional de estos valores y reglas” (Duch, 2001b: 63). De modo que la ética es un a posteriori y sobre todo un “horizonte ideal” y orientación fundamental de las referencias del individuo.
En la vida cotidiana y en la acción política no hay separación radical entre moral y ética, ambas constituyen el actuar y los principios de orientación del individuo y las comunidades, son armas materiales. Esta observación cobra vigencia y radical importancia en nuestros tiempos modernos, cuando la figura de Dios ha sido declarada muerta y los principios que guían a la sociedad ya no son exclusivamente religiosos, sino “seculares”, es decir, que refieren al mismo ser humano.
El tercer elemento de la reflexión es la “práctica concreta” de la política y Duch sitúa su análisis en los “campos de concentración” construidos durante la Segunda Guerra Mundial. Dos aspectos importantes distinguen este tercer elemento: la burocracia y la tecnología, que, llevados a su radical instrumentalización, configuraron los “totalitarismos del siglo xx”.
La discusión sobre la acción práctica de la política en los campos de exterminio permite explicar al antropólogo dos grandes problemáticas contemporáneas: la ambigüedad que caracteriza a la “política”, su expresión como el mal, y la coimplicación entre religión y política en la modernidad, que se expresa en la discusión en torno a la secularización y el peligro que acarrean los discursos monolingüistas para la vida cotidiana de individuos y comunidades.
Debido al corto espacio del que disponemos no podemos profundizar en estos temas y lo que nos interesa destacar, con relación a nuestra problemática, es que otras armas materiales que proporciona la política son la burocracia y la tecnología, en nuestra época estas dos armas siguen sirviendo, principalmente, para la dominación de amplios grupos sociales.
En resumen, poder, autoridad, ética, moral, burocracia, tecnología, constituyen las principales armas materiales que proporciona la política a los seres humanos para configurar y dar forma a su exterioridad; coimplicadas con las armas espirituales: culto, piedad, cuidado, orden, reunir, vincular, que proporciona la religión, permiten a los individuos y colectividades instituir diversas “praxis de dominación de la contingencia” y continuar dando forma a sus múltiples deseos y aspiraciones, a su interioridad y a su exterioridad.
Nuestro autor explica que si una de las dos dimensiones, lo religioso o lo político, es negada o reprimida entonces se crean problemas de salud psíquica, social, individual y colectiva, así como peligros de que predominen sistemas totalitarios, exclusivamente políticos o meramente religiosos, entonces se impondría un monolingüismo, religioso o político, que reduciría las posibilidades humanas de expresar cabalmente la interioridad y la exterioridad; la comunicación sería cada vez más complicada y las relaciones sociales dejarían de ser cordiales, se impondría una pugna discursiva sobre la “Verdad” y las definiciones, que podría llevar a enfrentamientos físicos, e incluso al genocidio, como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial.
En síntesis, Duch plantea que el anthropos, para poder armonizar su interioridad (deseos, imaginación, sentimientos) con su exterioridad (relaciones sociales, vida pública), necesita recurrir tanto a sus capacidades religiosas como a sus posibilidades políticas, o en otras palabras, necesita imágenes y símbolos (mythos) que orienten su vida cotidiana y de conceptos y normas (logos) que le permitan vivir en sociedad, de armas espirituales y armas materiales que le posibiliten establecer, aunque sea provisionalmente, praxis de dominación de la contingencia.
Como podemos observar, la religión como estructura de acogida, rebasa por mucho la noción de “institución”, refiere, principalmente, a la forma concreta e histórica en que el ser humano expresa el homo religiosus que es nuestra especie; además, y a pesar de los esfuerzos de “separación” y escisión promovidos desde la Ilustración y durante toda la modernidad, la religión y la política no corren cada una por su lado, sino que se disputan el monopolio del “discurso teológico” y, como antes mencionamos, para Duch no cabe hablar de lo religioso y lo político como dos dimensiones separadas, sino de lo religioso-político como dos ámbitos coimplicados.
A partir de la concepción del ser humano como un ser religioso-político, nuestro autor nos hace cuestionarnos sobre problemas fundamentales de nuestra era que deberían ser urgentemente atendidos en distintas investigaciones, por ejemplo: ¿quién domina la vida pública, política, la exterioridad, y quién influye determinantemente en la conciencia y el pensamiento de las personas, la interioridad? Dicho de otro modo, tomando en cuenta que el ser humano se expresa religiosa y políticamente al mismo tiempo, ¿cuáles son los principales mitos que organizan la política moderna de hoy en día y que se expresan en la vida cotidiana?, ¿hasta qué punto es posible realmente la separación radical entre religión y política? Más aún, ¿es deseable dicha separación radical? Planteado el problema de otra manera, ¿la religión y la política han de proceder siempre por vía de confrontación y reducción o es posible y deseable su convivencia más o menos armónica?
Las estructuras de acogida hoy: la comediación, surgimiento e impactos en la vida cotidiana
Como hemos insistido, la codescendencia, la corresidencia y la cotrascendencia han sido estructuras fundamentales a lo largo de toda la historia del homo sapiens para la configuración de su “espaciotemporalidad”, para que el infante, paulatinamente, vaya adquiriendo las habilidades y lenguajes fundamentales y pueda convertirse en un miembro más de su “cultura”, haga frente a la contingencia y logre hacer del mundo su mundo. A pesar de su decisiva importancia, estas tres estructuras de acogida clásicas han ido perdiendo su papel de “transmisoras” y ha surgido una nueva estructura de acogida, muy específica de nuestra era.
Albert Chillón, periodista, escritor, comunicólogo e investigador de la Universidad Autónoma de Barcelona, uno de los pensadores que mejor conoce la obra de Duch, observó que los mass-media clásicos y las nuevas tecnologías digitales, el Internet y el llamado ciberespacio, están cobrando una importancia radical en la vida cotidiana y se están convirtiendo en los nuevos “orientadores” y “transmisores” de “valores” y “normas”, poniendo en jaque a las estructuras de acogida clásicas y tomando su lugar en muchas de sus funciones básicas.
Por esta situación, Chillón propuso a Duch la tesis de que en nuestra época se ha formado una cuarta estructura: la comediación, que está teniendo un impacto de alcances globales que aún no ha sido ponderado ni dimensionado por las ciencias sociales y humanas. Para comprender la importancia de esta estructura redactaron dos textos: Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. 1 (2012) y Sociedad mediática y totalismo. Antropología de la comunicación, vol. 2 (2016).
En sus investigaciones, Duch y Chillón observan que durante la segunda mitad del siglo XX, pero sobre todo en los últimos treinta años, se han dado una serie de transformaciones sociales vinculadas directamente con el desarrollo de la tecnología digital, la aparición masiva del Internet y la conformación del llamado “ciberentorno”, que han afectado directamente la “interpretación” y “experiencia” cotidiana del tiempo y el espacio antropológicos, individual y colectivamente, lo que significa también que han impactado en los procesos comunicativos y las transmisiones, sobre todo al interior de las estructuras de acogida clásicas: la familia, la ciudad y la religión.
Sobre este problema, en primer lugar, nos parece importante decir que nuestros autores distinguen entre el homo faber, técnico, que es todo ser humano, y sus manifestaciones históricas tecnológicas, las cuales han variado y cambiado a lo largo de la existencia humana. De este modo, aclaran que todos los procesos comunicativos del ser humano son posibles gracias a su innata “disposición técnica”, que le permite crear “medios” que le sirven para vehicular significados, simbolismos, representaciones y a través de los cuales también entabla relaciones, con la naturaleza, con los otros y con el “más allá”.
Como mencionamos en el apartado dedicado a la corresidencia, la capacidad técnica del anthropos es para Duch la que media la transformación de la naturaleza en cultura, es decir, es creadora del mundo histórico -y en esto hay cierta coincidencia con la visión de Marx sobre el “trabajo” como base de la producción material del mundo. De acuerdo con Duch, en la Torá ya se considera el trabajo como una dimensión transformadora del mundo, con rasgos escatológicos, de tal manera que es posible que Marx tuviera esta visión del trabajo debido a su herencia judía.
En este punto cabe profundizar la distinción que hacen nuestros autores entre técnica y tecnología. La primera, como ya mencionamos, refiere a una dimensión constitutiva del anthropos, el homo faber que fabrica máquinas, artefactos de todo tipo y realiza construcciones; la segunda, en cambio, es la vinculación entre técnica y ciencia, es una reflexión sobre la técnica, pero, sobre todo, su desarrollo instrumental, impulsado por la propia reflexión. En la vida cotidiana moderna, subrayan, es prácticamente imposible discernir entre una y otra.
Con el desarrollo de la tecnología digital, el Internet y la aparición del “ciberentorno”, el imperativo de la velocidad ha adquirido rangos “éticos”: se impone el criterio de la rapidez, la eficiencia, la productividad al conjunto de instituciones e individuos en su vida cotidiana; y la tecnología, día a día trata de aumentar su capacidad de aceleración: “la velocidad de los automóviles, por ejemplo, apenas tiene ya que ver con la facilidad de desplazarse; no es utilidad subordinada a fines conscientes, sino complemento suntuario” (Duch y Chillón, 2012: 464).
Más aún, Duch y Chillón observan que los media clásicos (televisión, radio, prensa, cine) y contemporáneos (Internet, redes sociales) se están convirtiendo en los principales transmisores de valores, normas, creencias y lenguajes que rigen el mundo moderno y la vida cotidiana de individuos y comunidades; por eso observan que se ha conformado esta cuarta estructura de acogida que han llamado comediación. Su impacto es grave en las clásicas estructuras de acogida.
La comediación contribuye en gran medida a acelerar el tiempo y el espacio vital de todos los seres humanos, a diferencia de la codescendencia, la corresidencia y la cotrascendencia, que basaban sus transmisiones en la “con-vivencia” y la compartición de una espaciotemporalidad común, la comediación fábrica una contemporaneidad que no se basa en relaciones frontales ni empáticas y menos aún en “historias compartidas” e incluso no hay “con-vivencia”. La avasallante cantidad de información que se mueve en los media hace casi imposible una reflexión crítica sobre sus múltiples significados, valencias, implícitos y explícitos, haciendo casi inviable la comunicación, lo que no significa que seamos meros receptores acríticos, sino que existe una tendencia a la masificación de la información que no favorece la cavilación y la meditación.
A nivel familiar, la sobreaceleración de la espaciotemporalidad provocada por la comediación fractura la confianza entre sus miembros, su comunicación y sus hábitos de convivencia. A nivel de la ciudad, lo mediático sustituye a lo político, el espacio público es anulado por el espacio publicitario, la participación por la indiferencia y la irresponsabilidad: acontece “el declive de lo político”.
Sin duda, la comediación está configurando una serie de nuevas relaciones sociales, políticas y económicas que afectan el conjunto de la sociedad y la vida cotidiana. Los límites entre lo público, lo privado y lo íntimo se desdibujan día a día en las llamadas “redes sociales” y el ciberentorno; lo mismo pasa con lo familiar, lo comunitario y lo tradicional, que pierden su cercanía espacial y se extienden y alejan por fronteras geográficas y marítimas, pero permanecen en contacto cotidiano por medio de las tecnologías digitales. A este nuevo entorno, nuestros autores le llaman sensorium de la vida cotidiana, promovido por la comediación.
Por último, nos parece importante destacar que para Duch y Chillón la comediación, igual que las clásicas estructuras de acogida, es “ambigua” y sus usos, procesos y alcances, impactos benéficos o negativos, no están predeterminados, sino que siempre es posible configurarlos de una u otra manera; pero eso depende de las decisiones que tome el individuo y la sociedad en su conjunto, en la cotidianidad.
Conclusiones: vigencia e importancia del estudio de la vida cotidiana y las estructuras de acogida
El proyecto de Antropología de la vida cotidiana que desarrolla Duch resulta ser una obra monumental que no se limita a los primeros cuatro tomos, divididos en seis volúmenes, sino que ya se esboza en obras anteriores, como Mito, interpretación y cultura o Religión y mundo moderno, y se sigue desarrollando en obras como Antropología de la ciudad; Religión y política y, por supuesto, en la Antropología de la comunicación, que escribe con Albert Chillón.
En todas sus obras trata de proponer respuestas a la pregunta antropológica por excelencia: ¿qué es el ser humano?, y como él mismo menciona, ninguna aproximación es exhaustiva ni agota la complejidad de lo que es el anthropos. Creemos que para Duch la vida cotidiana es el eje central de su reflexión antropológica y un “colofón” de su praxis intelectual, pues, según su pensamiento “para el ser humano no hay posibilidad extracultural”, es decir, la vida cotidiana es el lugar en el que se configura y conjuga lo estructural con lo histórico y toma forma “la humanidad de lo humano”, en todas sus polaridades y ambigüedades.
Como observamos a lo largo del escrito, para Duch el anthropos posee ciertas “estructuras” comunes que afirman la radical igualdad de nuestra especie: es un ser logomítico, ambiguo, homo parlante, homo faber, zoon politikon, animal simbólico, homo religiosus, deseante, creador, contingente, que tiene memoria y olvida. Con estas dimensiones estructurales nuestra especie se enfrenta al mundo: crea relaciones familiares, comunitarias y religiosas, conformando las estructuras de acogida que han de servir de base para el desarrollo de su vida cotidiana.
Asimismo, en el transcurrir del tiempo, el ser humano va “moldeando” y dando “forma” a su comunidad, conformando una tradición e impulsando cambios y transformaciones al interior de su cultura. Dicho de otro modo, el anthropos no sólo es un “poliedro” de estructuras moldeables, sino que, al habitar es, al mismo tiempo y en un mismo movimiento, estructura e historia, continuidad y cambio, libre para trazar su destino y condicionado histórica y culturalmente.
Según su propia concepción, Duch no trata de realizar una teoría de la vida cotidiana, sino que, a través de su estudio, descripción y narración, caracteriza al ser humano y a su sociedad, porque ambos conforman una unidad indestructible. Para nuestro autor no es posible la existencia del ser humano al margen de su cultura; en este sentido entendemos su propuesta teórica como una “antroposociología” y, como él la autodenomina, una “sociofenomenología” (Duch, 2012a).
La Antropología de la vida cotidiana de Duch es filosófica, teológica, histórica y sociológica; sus reflexiones no sólo tratan de responder a las interrogantes de la antropología, también son una recuperación de la tradición hermenéutica, la fenomenología y un cierto marxismo “heterodoxo”. Son una cavilación sobre el pasado y los procesos que han dado forma al mundo actual y son una crítica de la sociedad moderna, de sus limitaciones y de sus propios mitos.
En el conjunto de su pensamiento, el antropólogo evita plantear un “discurso con final de trayecto canónico” para la vida cotidiana.6 A diferencia de las tesis materialistas como las de Agnes Heller y Henri Lefebvre, en las que se plantean de manera implícita y explícita discursos teóricos en los que la cotidianidad tiende a la “libertad” o al “socialismo”, el pensamiento de Duch no propone un “final” o una “teleología” de la historia, sino que observa que en el futuro no hay nada escrito de antemano.
Dicho en otras palabras, al mismo tiempo que afirma la igualdad de nuestra especie homo sapiens, enfatiza el cambio y la contingencia; a la par que reconoce la importancia de la historia y la tradición, observa que “en el futuro el ser humano siempre es posible”. Es decir, en la historia, como en la vida cotidiana y en las “estructuras de acogida” hay “cambio en la continuidad y continuidad en el cambio”, o sea, que el destino, individual y colectivo, no se puede definir antes de que suceda.
Una característica fundamental de la teoría de Duch es que parte de una antropología de la ambigüedad que no considera al ser humano como bueno o malo a priori, sino que lo comprende como un ser “responsorio” que permanentemente da respuestas a la “contingencia”. En cada “respuesta” se puede hacer el bien o el mal, pero ello no significa que el origen o el destino humano se ubiquen permanentemente en uno de los dos ámbitos. En este sentido, el anthropos es un ser “contextual”: que se actualiza, conforma y cambia en cada momento de la historia y en cada una de las múltiples culturas. Sus variadas oscilaciones entre “lo bueno” y “lo malo” son uno de sus rasgos más característicos.
Al reconocer que el mal y el bien son parte de la humana conditio, nuestro autor afirma al mismo tiempo que en la vida cotidiana de individuos y comunidades hay orden y caos: hay normas, instituciones, leyes y códigos de comportamiento, así como aspiraciones, “deseos”, rebeliones y “utopías”, pero también hay dolor, enfermedades, tristeza y pérdidas. Dicho de otro modo, en todas las sociedades hay una “cotidianidad”, o una cierta “rutina”, que permite establecer “praxis de dominación de la contingencia”, con el “deseo” latente de una “vida mejor” y, al mismo tiempo, está la posibilidad permanente de que irrumpa el “caos”, “lo imprevisible”, el “mal” y la “muerte”. Porque si algo caracteriza al ser humano al habitar en el mundo es su “condición ambigua”.
Por eso resulta muy pertinente para Duch anclar su Antropología de la vida cotidiana en el “principio de esperanza” de Ernst Bloch¸ que afirma la capacidad “deseante” del ser humano, y en el “principio de responsabilidad” de Hans Jonas, que se plantea una ética frente al “rostro del otro” para afrontar las posibilidades del mal (Duch, 2002).
Para el antropólogo la “esperanza” y la “responsabilidad” revelan la “estructura simbólica” del anthropos y ésta, a su vez, revela la capacidad humana de transformar la “naturaleza” en “cultura”, pero también -y esto resulta decisivo- de transformar la sociedad “vigente” en una “nueva sociedad”, “deseada” y construida por sus ciudadanos en la vida cotidiana. Por ello, su antropología simbólica resulta esperanzadora e irruptora, y en estos dos puntos vamos a centrarnos para terminar esta breve aproximación a su pensamiento.
El “principio de esperanza” de Ernst Bloch es recuperado por Duch (2014b) haciendo su propia “reinterpretación” y dándole un carácter de “utópico”. En su texto Del cielo y de la tierra (2014b), observa que, en las palabras de Bloch, desde sus primeros escritos, hay una mezcla sumamente explosiva de “mesianismo judío”, “milenarismo cristiano” y pensamiento “escatológicoapocalíptico”; además, destaca que a pesar de sus matices y cambios conserva a lo largo de su vida una actitud “místicolibertaria”, a veces muy difuminada, y reivindica el pasado de los “vencidos” (Benjamin) como “misticorevolucionario”, escondido pero potencialmente activo.
De acuerdo con la interpretación de Duch, estos rasgos “religiosos”, “místicos” y “anarquistas” del pensamiento de Bloch son parte de su herencia judía, pero sobre todo son los que le permiten plantear su tesis de “los sueños despiertos” o lo “aún no encontrado”, “el paso hacia lo aún no consciente”, que están en el fondo de su “principio de esperanza”. Este principio en realidad refiere a algo más profundo, de acuerdo con el antropólogo, se funda en el deseo y, en última instancia, en lo simbólico. Escribe Duch: “el concepto clave de la metafísica blochiana de la esperanza, de la utopía, es la categoría de salvación, idónea para superar, transformar, iluminar el estado inacabado del mundo mediante el enriquecimiento y la superación progresiva de la inevitable esencia fragmentaria de todos los objetos” (Duch, 2014b: 106).
La categoría de “salvación” revela, para Duch, la dimensión simbólica del ser humano, porque frente al mal y la muerte permite instituir “praxis de dominación de la contingencia”; porque se presenta como un a posteriori que siempre requiere de contextualización, actualización y reinterpretación; porque “proyecta” hacia el futuro la “imagen” de un “paraíso” que hay que buscar, aunque sepamos de antemano que quizá nunca podremos llegar a encontrarlo; porque frente a la “contingencia” está siempre presente la posibilidad de “salvarse”, superar el caos y volver a intentar nuevamente darle forma a la humanidad de lo humano. Por eso, para Duch, en última instancia, la “salvación, el “deseo” y lo “simbólico” revelan también lo “utópico” como estructura humana.
Para nuestro autor, la esperanza, fundada en la simbólica de la “salvación”, ligada indisolublemente al “deseo” y lo “utópico”, se asocia con el cambio, la transformación, la libertad, la anarquía; contiene un potencial plurilingüístico que sirve para luchar contra los monolingüismos económicos, políticos o religiosos y contra el establecimiento de los sistemas totalitarios. En esta base salvífica reside el carácter irruptor de la antropología duchiana; por ello podemos denominarlo, junto con Francesc Torralba, un “ácrata y heterodoxo de vocación” (Torralba, 2011: 175), así como un libertario antidogmático y auténtico “hereje que argumenta voluntariamente contra el sistema” (Feyerabend) religioso, económico, político de nuestras sociedades contemporáneas, y más que dar respuestas definitivas a las interrogantes de nuestra era las replantea profundamente bajo su óptica de la ambigüedad.
Desde nuestra perspectiva, la obra duchiana constituye un alegato y un testimonio en contra de la reificación del mundo moderno. Es una crítica radical de los sistemas totalitarios, sean éstos religiosos, económicos o políticos y, al mismo tiempo, es una luz que vislumbra posibles salidas a la crisis de nuestra era, partiendo de una comprensión cada vez más profunda de las “estructuras” del anthropos y sus múltiples expresiones y posibilidades históricas, que toman miles de formas en la vida cotidiana, a través de las diferentes estructuras de acogida.
Sus propuestas teóricas son sumamente pertinentes para estudiar a nuestras sociedades contemporáneas y analizar nuestros barrios, pueblos, ciudades, tomando en cuenta la ambigüedad, los mitos, la “contingencia”, el caos, las posibilidades del “cambio” y la indisoluble relación entre lo religioso y lo político. Investigar y dar cuenta de “nuestras estructuras de acogida”, sus expresiones y características nos posibilitará una mayor comprensión de nuestros problemas, su génesis y posibles salidas.
Sobre este último punto, la obra duchiana nos hace plantearnos una serie de problemáticas que creemos son altamente pertinentes y urgentes de atender en futuras investigaciones, dada la importancia que tienen en la configuración de nuestras sociedades y el poco conocimiento que tenemos sobre ellas, por ejemplo: ¿Qué importancia tiene la familia actual en la transmisión pedagógica de conocimientos? ¿Cuáles son los “modelos familiares” que predominan hoy en día y sus valores vigentes? ¿Quién domina la “vida pública” y la exterioridad? ¿Quién influye y domina sobre la interioridad, la conciencia, de las personas? ¿Qué papel juega la religión en la vida cotidiana de nuestras sociedades? ¿Cuál es la relación que hay entre la religión y la política hoy en día? ¿Cuáles son los mitos políticos dominantes de nuestra era? ¿Qué papel juegan los medios de comunicación masiva y las nuevas tecnologías en la configuración de relaciones sociales e imaginarios colectivos? ¿Cómo influye la comediación en la vida familiar, política y religiosa de nuestras sociedades?