En la segunda mitad del siglo XVIII, las cofradías fueron materia de reforma en buena parte de las monarquías del mundo católico. La monarquía hispánica no fue la excepción, según lo ha mostrado ya una amplia historiografía1. Reforma a la vez civil y religiosa, se distinguió por tratar de fortalecer la presencia de la autoridad del rey y, al mismo tiempo, por reforzar su carácter religioso, lo que para unos magistrados y fiscales cercanos a lo que se conoce como el «catolicismo ilustrado» significaba preferir la caridad al culto. No era un asunto menor: no solo se trataba, aunque era uno de los temas principales, del control de los bienes de las cofradías, sino, de manera más general, de la forma en que las autoridades regias y eclesiásticas podían orientar o incluso controlar la construcción de lo social. En efecto, en una sociedad del Antiguo Régimen en que no existía el derecho de asociación libre, pero en la que, sin embargo, la sociabilidad corporativa estaba por doquier2, la cofradía era justo una de las modalidades más extendidas —también una de las más diversificadas y maleables— en las que los seglares podían organizarse de manera más o menos autónoma respecto del clero y de los magistrados de la Corona3. Definir o redefinir a las cofradías, como intentaron los fiscales del rey, enfrentándose a algunos de los obispos de la época, era una preocupación no solo económica sino, además y de manera fundamental, política y religiosa.
Ahora bien, la amplia documentación reunida por los reformadores, y que ya en el siglo xviii fue difícil de procesar, nos permite acercarnos de muchas formas a la problemática de las cofradías. Ya la historiografía reciente, tanto mexicana como española, nos ofrece algunos ejemplos interesantes4. Por nuestra parte, y si bien estamos lejos de ser conocedores en la especialidad de historia de género, en este artículo queremos resaltar el tema de la participación de las mujeres5.
Mujeres y cofradías no era una asociación que pasara automáticamente de manera positiva en la mente de los reformadores y cofrades. En una primera parte, a partir de la documentación normativa reunida para la reforma, vamos a examinar algunas de las modalidades de la participación querida por los redactores de constituciones, ordenanzas, reglas y estatutos de cofradías y hermandades. La comparación entre los reinos de Sevilla y de Nueva España resulta interesante pues, podemos adelantar desde ahora, en la Península era mucho más explícito que la participación femenina se consideraba un problema; su legitimidad, sin embargo, se mantuvo casi siempre en la ambigüedad. En un segundo apartado, veremos la perspectiva de los reformadores: los dictámenes de los fiscales de los tribunales y las resoluciones de los magistrados nos muestran que tampoco entre ellos había claridad meridiana en cuanto a la participación de las mujeres. Sin embargo, había consideraciones puntuales de interés en los temas de la decencia y la caridad. En fin, terminaremos analizando un caso muy concreto, el de la reforma de las constituciones de las esclavas de Nuestra Señora de los Dolores de la villa de Carmona, en el reino de Sevilla, cuya historia nos ilustra que, a pesar de esos principios en apariencia tendientes a la moderación de la presencia femenina, podía incluso haber hermandades femeninas que se imponían a otras mixtas o directamente masculinas, gracias a la forma en que supieron aprovecharse de las inquietudes reformistas.
Las cofradías ¿un asunto de hombres?
Entre 1773 y 1820 al menos unas 133 cofradías del reino de Nueva España acudieron al Consejo de Indias para obtener su licencia real y reformar sus constituciones. Si algo se desprende con claridad de los documentos de la reforma es que en el siglo XVIII se estimaba que las cofradías eran asunto de hombres. Ante todo, esto significaba que eran ellos quienes podían ser los responsables de la dirección de las cofradías y que la participación femenina, si bien era muy común, no estaba dada por descontada. Es así que en 51 constituciones de esas cofradías novohispanas lo primero que llama la atención es que se estimara necesario aclarar que estaban abiertas a seglares «de ambos sexos». Más aún, no faltaban las cofradías exclusivamente masculinas. Esto es tanto más relevante cuanto que entre ellas se contaban algunas de las más prestigiosas de la época, por ejemplo, ciertas cofradías de devoción y de acompañamiento del Santísimo.
Tal fue el caso de las Escuelas de Cristo, hermandades de devoción cuyo instituto databa del siglo XVII6. Sus constituciones preveían que en sus ejercicios espirituales semanales solo entraran varones: la mezcla de sexos hubiera puesto en cuestión, sin duda, el carácter religioso de una reunión celebrada en horario crepuscular y a puerta cerrada7. Hubo, sin embargo, cofradías devotas que solucionaron este problema estableciendo ejercicios separados para las hermanas, como se asentó en las constituciones de la de San Juan Nepomuceno de Guadalajara de 17748. El caso contrario era el de las congregaciones del Alumbrado y Vela del Santísimo, la primera de las cuales se había fundado en el palacio real de Madrid por cortesanos de Carlos IV. Su instituto llegó a México gracias al arzobispo Haro y Peralta en 1793, y admitía a notables de ambos sexos para rezar media hora diaria antes de la Eucaristía en las iglesias9.
Tampoco debemos pensar que la participación femenina fuera un hecho por entero excepcional, más no faltaban algunas advertencias particulares a su respecto. Una que parece haber sido frecuente era la restricción contra las mujeres embarazadas en las cofradías de retribución. Contamos con 10 ejemplos que nos muestran que una mujer grávida se consideraba, por definición, en riesgo mortal, de ahí que, al igual que los enfermos o los viejos «de más de 50 años», su ingreso se estimara como una pérdida para las cofradías10. Estas, como se sabe, tenían entre sus obligaciones fundamentales pagar los funerales y entierro de sus hermanos, que se financiaban con las contribuciones semanales o mensuales que se iban acumulando a lo largo de los años. Si una hermana embarazada recién admitida fallecía en el parto, su funeral hubiera sido cubierto necesariamente con las contribuciones de los demás. Empero, en ciertas cofradías se las admitía «por devoción» o «como pobres»; es decir, participando de las indulgencias y demás beneficios espirituales de las cofradías, pero no de la asistencia funeraria material.
Otra posibilidad era establecer cuotas diferenciadas para su ingreso, normalmente menores a las de los varones. Cuatro constituciones, tan antiguas como las de 1596 de la sacramental de Teotihuacán, o tan modernas como las de 1796 de la archicofradía del Cordón franciscano de Querétaro, nos ofrecen ejemplos de ello11. Más común parece haber sido el establecer para ellas responsabilidades diferenciadas: en 1715, las constituciones de la del Rosario de ánimas de Veracruz admitían a las mujeres, pero sin participación en el rosario nocturno que constituía el ejercicio principal de la cofradía; en 1799, las de la archicofradía sacramental de la parroquia de Santa Veracruz de México, las mujeres, asimismo, no salían al acompañamiento del viático12. La variación fundamental estuvo en su ausencia en la administración de las cofradías: quedaban, por lo general, fuera de los cargos principales, aunque en algunos casos podían tener cargos honorarios o algunos más adecuados a lo que entonces se estimaba propio de su género.
Un buen ejemplo fue el de la congregación del Alumbrado y Vela de México como ya hemos mencionado. Según el arzobispo Haro, fue para que hubiera «sujetos de ambos sexos que exciten al mayor culto y devoción del Santísimo y cuiden de su aumento» que nombró no solo cargos de varones, conforme a la real cédula de la congregación original, sino también una vicehermana mayor, dos conciliarias y una celadora. Un año más tarde, el mismo arzobispo aclaró bien que «no tienen más que el título que las distingue, porque no pueden celebrar juntas ni mezclarse en el gobierno»13. Cabe destacarlo: los cargos femeninos recordaban lo que sucedía en las órdenes terceras, donde, en efecto, las mujeres tenían la posibilidad de aspirar a esos títulos honoríficos, pero eran los varones quienes las nombraban para ellos14.
Empero, hubo algunas contadas ocasiones en que esos cargos sí implicaron alguna responsabilidad: en las constituciones de 1759 de la cofradía de San Benito de Palermo de Veracruz, aparecen madres y fiscalas que tenían la ocupación de recolectar limosnas: eran las responsables de los platos en que se recogían en la iglesia y de entregarlas a los mayordomos. No era una cuestión menor, considerando que implicaba alguna participación en la gestión de los bienes y una presencia en el espacio público de la época15. En las cofradías de la Ciudad de México, en cambio, la responsabilidad más propiamente femenina parece haber sido la de camarera. Aparecen en cuatro constituciones redactadas lo mismo en 1694 que en 180016. La camarera era la responsable del vestido y ornato de las imágenes religiosas, por tanto, era un honor particularmente destacado: las constituciones de Nuestra Señora de Covadonga requerían para el encargo a «una señora de las más ilustres y principales de esta corte», nombrada por la junta de oficiales de manera perpetua17.
Ahora bien, entre todas las cofradías novohispanas que acudieron a Madrid para su reforma, solo dos fueron más allá en cuanto a responsabilidades de las hermanas: la de ánimas de Sultepec y la de Nuestra Señora del Camino de Orizaba18. Las constituciones de la primera tenían la originalidad de confiar el cargo principal de la cofradía, el de rector, tanto a varones como a mujeres: «podrán servir este oficio las mujeres» decía claramente, pero agregando de inmediato un matiz: en ese caso «en las juntas pertenecientes a la cofradía tengan voto por ellas, y hagan sus veces el rector de la archicofradía», es decir, de la sacramental con la que estaba fusionada la de ánimas19. Podía, pues, haber una rectora de ánimas, pero no dejaba de estar de alguna forma al servicio de una autoridad masculina, que hablaría en su nombre sin mayor problema.
En fin, la cofradía de la Virgen del Camino de Orizaba fue la única formada exclusivamente por mujeres que participó en la reforma ante el Consejo de Indias. Según los documentos presentados en Madrid, la hermandad había sido fundada en 1722 por un grupo de 10 «indias doncellas naturales y vecinas» del entonces pueblo de Orizaba, organizadas por el párroco20. Un par de años más tarde, había sido la mayordoma doña Micaela María Vázquez, presentada como «cacica doncella», quien obtuvo la licencia episcopal para la erección final en cofradía21. Organización femenina y además «de indios», sus constituciones incluso definían una jerarquía de ingreso y cuotas que dejaban a las otras calidades del pueblo por debajo de las jóvenes indias.
A primera vista, se diría que se trataba de la única cofradía que cuestionaba de alguna forma las jerarquías más caras y tradicionales de la época, no solo en cuanto al género sino también en cuanto a la edad e incluso a las «calidades» étnicas que marcaban todos los ámbitos de la vida del reino de Nueva España. Mas ya en 1781, la cofradía fue presentada en Madrid, no por las propias jóvenes indias, sino por el gobernador y cabildo de indios orizabeños. Y es que en realidad no es extraño, pues revisando los libros de gobierno de esa cofradía que se conservan en el archivo parroquial parece claro que, aunque las cofradas y mayordomas titulares eran las jóvenes, en realidad eran sus padres quienes en nombre de ellas organizaban el culto de la Virgen22. Esto es, incluso en esta cofradía femenina, se reafirmaba bien el principio de que su gobierno debía recaer en los varones.
Ahora bien, del otro lado del Atlántico, las hermandades del reino de Sevilla vivían en ambigüedades semejantes. En la capital hispalense, sabemos que entre 1771 y 1833 al menos 109 hermandades se presentaron ante el Consejo de Castilla para la reforma de sus ordenanzas. En el conjunto del reino, sin haber podido completar una búsqueda exhaustiva, fueron al menos 175 para el período 1770-1830. En el caso de la ciudad de Sevilla, las ordenanzas de al menos 58 hermandades mencionaban el tema de la participación de las mujeres; cabe destacarlo, 51 de ellas habían sido redactadas en el marco mismo de la reforma. Aunque en 28 de esas normas se les admitía al mismo título que los varones, en general, se entendía que era necesario hacer mención de esa posibilidad; y al contrario, parece ser que era más bien obvio que ellas no podían aspirar a los cargos de la hermandad. La apertura a la participación de las mujeres podía tener diversos grados. Entre las reglas más cerradas se contaba la de la hermandad de la Santa Cruz de la plazuela de San Román (1793), que permitía la entrada solo de las esposas de los hermanos23. En nueve casos podemos constatar que la opción que en Nueva España se utilizaba para las embarazadas servía en Sevilla para las mujeres en general: la participación en lo espiritual de las gracias e indulgencias, pero no en lo material de las retribuciones funerarias24.
Si en Nueva España las mujeres llegaban a pagar contribuciones reducidas, en Sevilla solo hemos encontrado el caso de la hermandad del Cristo de Zalamea, donde contribuían anualmente con la mitad del monto de los varones25. Parece ser que la norma era más bien lo contrario, pues las reglas de las hermandades sacramental de la parroquia de San Bernardo (1781), del Carmen de la calle Sierpes (1795) y sacramental de la parroquia de San Esteban (1802) les imponían cuotas superiores, incluso dobles26.
Esta cuota mayor debía compensar las obligaciones que las mujeres no podían cumplir de la misma forma que los varones. Debemos tenerlo presente, se trataba de unas hermandades que normalmente no contaban, contrario a las novohispanas, con bienes raíces y semovientes y que por ello, dependían, sobre todo, de la cuesta de limosnas. Según se decía con claridad en la regla de la hermandad del Carmen de la calle Sierpes, el pago mayor que se cargaba a las mujeres era «respecto a no poder pedir demandas»27. En efecto, no se estimaba correcto que las integrantes de las hermandades sevillanas recogieran limosnas, tanto más cuanto que este ejercicio, que en cambio involucraba hasta a los oficiales de las hermandades, no tenía lugar solo en las iglesias sino también en las calles de cada colación.
Más todavía, algunas de las constituciones anteriores a la época de la reforma dan cuenta de que no solo las sevillanas no debían salir a colectar limosnas, sino que incluso su participación en procesiones podía llegar a estimarse impropia. Las constituciones de 1570 de la hermandad de Cristo de la Expiración y Nuestra Señora de las Aguas asentaba, por ejemplo, que, en su salida del Viernes Santo, «no vaya hermana ninguna rebozada, ni en otra forma»28. Las mujeres debían ir «acompañando», es decir, detrás de todo el cortejo procesional, pero no integrarse en él. De la misma forma, las constituciones de la sacramental de Santa Ana de Triana, que databan de 1730, excluían a las mujeres de la obligación de salir a acompañar el Santísimo Sacramento, lo que compensarían rezando hincadas un padrenuestro y un avemaría al escuchar la campanilla29. Volveremos sobre el tema de los acompañamientos más adelante, pero cabe advertir ahora que esta exclusión parece haber sido más bien excepcional.
Más definitiva parece haber sido, en cambio, la exclusión de los cargos de gobierno de las hermandades. Ello no evitaba que también de este lado del Atlántico hubiera alguna posibilidad para que las mujeres asumieran responsabilidades a través de las imágenes. En efecto, también aquí había camareras en al menos 12 hermandades, encargadas del vestido y ornato, sobre todo de las imágenes marianas30. Se trataba de una distinción particularmente importante, por lo común elegida por el conjunto de las juntas de oficiales. En las constituciones, ya de 1830, de la hermandad del Amor, se establecía que fuera una «hermana de escogida devoción a la Santísima Virgen»31.
A pesar de que en general se aprecia una mayor jerarquización entre los géneros, no faltaron en la capital hispalense cuatro hermandades en que las mujeres contaban con otros cargos. Algunos eran muy puntuales: la hermandad de Nuestra Señora de las Maravillas de la parroquia de San Juan de la Palma contaba con una mayordoma encargada de las insignias de su rosario nocturno, mientras la ya citada hermandad del Amor, en sus constituciones de 1830, establecía además 24 cargos de hermanas enfermeras32. Como en la capital novohispana, la Orden Tercera de Siervos de María contaba, en cambio, con una nómina completa de cargos femeninos, pero hay que destacar sobre todo a la hermandad de Nuestra Señora del Coral de la parroquia de San Ildefonso. En su regla de 1692 no solo se establecían cargos de mayordomas y diputadas sino que incluso debían ser electas por las propias hermanas, algo que pareciera haber sido más bien excepcional a ambos lados del Atlántico33. Fuera de la ciudad de Sevilla aparecen las variaciones más interesantes en cuanto a la participación en cargos: en la de ánimas de Villamartín, las constituciones daban la posibilidad de que una hermana asumiera la secretaría, que era la segunda posición de los oficiales34. Sobre todo, en la villa de Carmona se fundó una cofradía femenina: la Esclavitud de Nuestra Señora de los Dolores, sobre la cual volveremos en la tercera parte de este artículo.
En suma, la redacción de las constituciones de las cofradías de los reinos de Nueva España y de Sevilla nos muestra así que, a ambos lados del Atlántico, su participación era más bien limitada y controlada: sin ser del todo excluidas, las mujeres tenían sus espacios mucho más en la iglesia que en la calle; así como sus labores propias, mucho más vestir santos y vírgenes que recolectar limosnas, más las oraciones que la administración de los bienes cofradieros. Por mucho, el personaje femenino aparentemente más apreciado por los cofrades de ambos lados del Atlántico era la camarera o sacristana, mujer reclutada entre los notables locales para lucir «el primor y cuidado, prenda propia de las señoras mujeres», por utilizar los términos de las constituciones del Rosario de Nuestra Señora del Sagrario de Cádiz35.
Es necesario examinar ahora la labor en la materia de los reformadores borbónicos, y también de los clérigos, quienes confirmaron en parte esta tendencia hacia una inclusión moderada, contribuyendo, sobre todo, a racionalizarla bajo principios estables.
La decencia, la caridad y el culto
Las reformas implicaban ante todo la revisión de las constituciones de las cofradías y hermandades por parte de los más altos tribunales de la monarquía: los reales y supremos Consejos de Indias y de Castilla. En sus salas o secciones correspondientes, los fiscales del rey debían leerlas y enmendarlas, o bien remitirlas para ese fin a los tribunales del distrito correspondiente. En nuestro caso, se trataba de las Reales Audiencias de México, Guadalajara y Sevilla, donde también los expedientes de las cofradías se turnaban a los fiscales para su examen. En el reino de Sevilla, sobre todo fuera de la capital, el Consejo de Castilla recurrió también a las corporaciones municipales, a través, sobre todo, de los diputados y síndico personero del común, defensores del interés del público36.
Aunque de manera más bien tangencial, pues no parece haber sido un tema prioritario de la reforma, los fiscales y magistrados también hicieron observaciones respecto del papel de las mujeres en las cofradías y hermandades. En el caso novohispano, es ejemplar en este tema el expediente de la cofradía sacramental de Huajolotitlán, pueblo de la provincia de Oaxaca. En 1796, el párroco había obtenido la autorización del Consejo de Indias para que se redactaran constituciones y para presentarlas al obispo y al virrey, como lo hizo en efecto, obteniendo su aprobación al año siguiente. En ellas aparecía la clásica prohibición de admitir mujeres embarazadas que hemos citado antes. Presentadas al Consejo de Indias, el 14 de enero de 1798 el fiscal Ramón de Posada solicitó diversas modificaciones, a las que se agregaron otras del propio tribunal tres días más tarde, siendo remitidas al virrey de Nueva España en carta acordada de 4 de abril de ese año37. Lejos de estimarla negativamente, los consejeros indianos ordenaron que la cofradía admitiera solo a «los vecinos y cabezas de familia sin perjuicio de que los sufragios se extiendan a las mujeres e hijos proporcionalmente»38. Esto es, excluyeron a las mujeres, se diría que en aras de establecer una regla clara y de disminuir las excepciones. Ese mismo espíritu, aunque más moderado, parece haber animado al fiscal de la Real Audiencia de México, Francisco Xavier Borbón, a quien correspondió examinar el expediente en febrero de 1799, y que prefirió dejar a enfermos y «mujeres grávidas» en calidad de hermanos de indulgencias y sufragios39. Al mismo fiscal tocó revisar las constituciones de las cofradías sacramental y de ánimas de Sultepec en 1802, en cuya oportunidad sentenció: «lo que tiene de más reparable la expresada constitución» era que las mujeres pudieran aspirar al oficio de rector, posibilidad que, desde luego, suprimió40.
No es de extrañar que, del otro lado del Atlántico, se dieran también observaciones, asimismo puntuales, semejantes en cierto sentido. Así por ejemplo, en 1780, el fiscal del Consejo de Castilla pidió la supresión del cargo de camarera en la hermandad de San José de Lebrija, cuyas responsabilidades debían pasar al sacristán, teniente de hermano mayor o, en todo caso, a varones nombrados por la junta de oficiales41. Hacen más bien figura de excepción los dictámenes de marzo y junio de 1799 del fiscal de la Real Audiencia de Sevilla, Joaquín José Márquez Villalobos, favorables a la integración de las mujeres en las cofradías: en el primero suprimía la exclusión que de ellas hacían las constituciones de la sacramental de la parroquia de Angustias de Ayamonte y, en el segundo, dado en el expediente de la sacramental de Écija, determinaba que se les aplicaran las mismas reglas de ingreso que a los hombres42. En cambio, en tiempos de su sucesor, el fiscal José Hevia y Noriega, ya a principios del siglo XIX, las decisiones del tribunal hispalense fueron más claras en sentido negativo. En el informe de Hevia en el expediente de la sacramental de Chiclana en junio de 1804, afirmó que las mujeres «solo pueden ser participantes», es decir que estaban «impedidas por justas causas de ser hermanos con voz y voto»43. No es de extrañar que en 1808 el tribunal considerara «indispensable» la eliminación del cabildo de las hermanas de Nuestra Señora del Coral, «porque semejantes concursos están sujetos a inconvenientes notorios», concediendo la facultad de hacer el nombramiento de las oficialas a los varones44.
Esto es, aunque el tema de la participación y cargos femeninos no eran prioritarios, es claro que para los reformadores del siglo XVIII, de manera más explícita que para los cofrades mismos, las mujeres no podían hacerse responsables de las cofradías y su integración en ellas debía limitarse. Según se desprende de diversos expedientes, el principio que guiaba a los magistrados y fiscales era evitar las reuniones en que se mezclaran personas de ambos sexos, tanto para los cabildos, que es lo que vemos en el último caso que hemos citado, como para las prácticas religiosas. Las procesiones y los rosarios de las cofradías podían ser fuertemente cuestionados por ello, tanto más cuando se realizaban fuera del tiempo tenido por adecuado para lo sagrado, es decir, en horarios nocturnos.
El principio fundamental de la participación femenina era, pues, la decencia, siempre en peligro por la presencia y porte de las mujeres45. El Consejo de Castilla dio un buen ejemplo en 1807, cuando pidió un informe especial a la Real Audiencia de Sevilla a propósito de la procesión del Jueves Santo de la hermandad del Señor de la Pasión y Nuestra Señora de la Merced, para aclarar, en primer lugar, «la concurrencia de las hermanas». El fiscal Hevia debió tranquilizar a los consejeros indicando que ellas «van separadas y reunidas en su lugar, sin mezcla alguna con los hermanos, sin que se haya notado el más leve escándalo por los trajes que llevan»46. Mucho más severo había sido ese mismo tribunal con la hermandad de Jesús Nazareno de Sanlúcar de Barrameda en 1796. Esta organizaba una subasta de sus insignias para salir en procesión, que fue calificada de «irreverencia» por los magistrados, entre otros motivos «porque la iglesia se llena de personas de uno y otro sexo»; pero más aún, la hermandad procesionaba en Viernes Santo de madrugada, con lo cual la mezcla de sexos era aún más peligrosa pues «son de temer multitud de desórdenes con la proporción que ofrece la noche, la libertad y trato franco de los puertos y la ocurrencia de multitud de nazarenos con las caras tapadas»47.
Ya hemos citado que en Nueva España hay ejemplos de constituciones cofradieras que compartían esa preocupación, y que prohibían a las mujeres salir en procesiones, acompañamientos y en la que fue una de las prácticas más extendidas de las cofradías y hermandades del siglo XVIII: los rosarios nocturnos. Mucho más sencillos que las grandes y célebres procesiones de Semana Santa, consistían en la salida de una imagen de formato pequeño, normalmente iluminada, a la que seguía un cortejo de fieles rezando o cantando, como su nombre indica, alguna de las variantes del rosario.
Ahora bien, si los reformadores estimaban que las mujeres debían limitar su participación en las cofradías, en aras de la preservación de la decencia, promovieron en cambio que esas corporaciones orientaran sus actividades a favorecerlas. No es que la caridad hacia las mujeres pobres estuviera ausente del instituto de cofradías y hermandades de Nueva España y Sevilla, especialmente para procurarles lo necesario para un buen matrimonio: una dote. La de San José de Veracruz dotaba a huérfanas españolas, preferentemente hijas de carpinteros, desde 172648; la de San Francisco Xavier de la parroquia de Santa Veracruz de México rifaba, asimismo, una dote anual para huérfanas el primer domingo de mayo desde 169849. Del otro lado del Atlántico, la hermandad de Nuestra Señora de la Estrella y San Roque de Sevilla administraba la fundación de 200 ducados para dotes dejada por el capitán Francisco Pérez de Veas desde 168250; la de la Purísima Concepción de Triana también distribuía dotes, siguiendo el ejemplo dejado por su fundadora en la misma década de 168051. Entre las constituciones presentadas para su reforma, solo hemos encontrado variantes en las del «reynado» fuera de la capital hispalense. Se destacaba al respecto la hermandad de Santa Ana de Utrera, que estaba dedicada a la atención de un hospital desde 1699, y sus constituciones declaraban que el instituto principal era «servir y socorrer a las pobres peregrinas»52.
Empero, si bien solían ocuparse además del entierro de sus integrantes y de socorrer a los hermanos enfermos y desamparados, en realidad era el culto la prioridad de la mayoría de sus institutos. Fue eso lo que trataron de cambiar los reformadores: en las cofradías de Nueva España, fue don Ramón de Posada, fiscal de la sección novohispana del Consejo de Indias, quien más se interesó en promover la caridad hacia las mujeres. Posada se esforzó por reorientar a las cofradías novohispanas para que disminuyeran sus gastos para el culto que, sin cuestionar de manera radical, estimaba como excesivos y, en cambio, dedicaran sus recursos, como escribió en alguna ocasión, a «obras de verdadera caridad»53. Es cierto que podía ser la tradicional dote de huérfanas, como se ve en su dictamen de agosto de 1796 en el expediente de la cofradía de la Purísima de Querétaro, en que recomendaba que se redujeran gastos para aumentar el número de dotes que, ya de por sí, los cofrades sorteaban entre las huérfanas54. La iniciativa más importante del fiscal fue la promoción de la educación: en agosto de 1798, dictaminó que el corregidor de Querétaro debía exhortar a la cofradía de la Santísima Trinidad y Santo Ángel de esa ciudad a dotar «una escuela gratuita de niñas pobres»55; en septiembre siguiente indicó lo mismo en el caso del gobernador de Durango para la cofradía de Nuestra Señora del Tránsito de la capital de esa provincia56. Entró incluso en los detalles de la organización de estos establecimientos en el expediente de la archicofradía, asimismo queretana, del Cordón franciscano, que examinó en septiembre de 180257, y que es bien posible que hubiera incluido el tema en sus constituciones siguiendo el ejemplo de la aprobación de la anterior, la de la Santísima Trinidad. Cabe decir que otra consecuencia indirecta del esfuerzo de Posada en las cofradías queretanas fue que también la del Señor de los Trabajos recibiera indicaciones en la Audiencia de México en el sentido de aplicar sus sobrantes para dotar huérfanas.
Casi sobra decir que tanto la promoción de dotes para un buen matrimonio como la educación que apoyaba el fiscal iban destinadas a reforzar un modelo femenino muy tradicional, marcado por la dedicación de las mujeres al matrimonio y a la atención de sus familias, según la moral católica. En efecto, Posada siempre se refirió a que había que enseñarles dos materias: «doctrina cristiana» y «las labores del sexo», es decir, «coser, hilar y tejer». Por supuesto debían ser escuelas abiertas a niñas «de todas las clases y calidades», en donde impartirían clases exclusivamente maestras. En el caso de la archicofradía del Cordón, el fiscal trató de darle mayores dimensiones a la nueva escuela, proponiendo que se reunieran sobrantes de las otras cofradías con sede en el convento franciscano para financiarla y que se nombrara a alguien para la vigilancia de las maestras, especialmente un clérigo, y encargando al corregidor de Querétaro que «promueva lo que mejor conduzca a mejorar este establecimiento»58. Posada resaltó los beneficios de este tipo de escuelas, benéficas tanto a la religión como «a la causa pública y Estado».
Del otro lado del Atlántico, hay que reconocer que si bien la caridad también tenía un papel fundamental en la reforma59, no hubo en ella —al menos en el caso hispalense según parece—una atención particular para las mujeres. Baste ver al respecto el dictamen del fiscal del Consejo de Castilla de 4 de marzo de 1773 a propósito del expediente de la cofradía hospitalaria de Santa Ana de Utrera. Lejos de estimar útil a la hermandad, o de aprovechar su instituto para introducir nuevas formas de atención caritativa a las mujeres, el letrado calificó de «superfluo e impertinente» el establecimiento. Para los reformadores, las peregrinas, por dedicarse a la vagancia, distaban de ser sujetos legítimos de caridad, pues «se dedican a ella [a la peregrinación] más por vagar simplemente que por necesidad o voto particular»60.
Así pues, para los reformadores de ambos lados del Atlántico las mujeres debían tener una participación más bien limitada en las cofradías y convertirse, en cambio, en objeto de sus institutos, a través de la caridad. Sin embargo, el caso particular de la única hermandad de mujeres que hemos identificado entre los expedientes de reforma del reino de Sevilla, la Esclavitud de Nuestra Señora de los Dolores de la villa de Carmona, nos permite constatar que las hermanas y cofradas podían aprovechar la reforma de maneras algo inesperadas.
Unas devotas insurrectas
El 12 de marzo de 1779 se presentó ante la Sala de Gobierno del Consejo de Castilla un memorial a nombre de doña Ana Joaquina Beltrán, titulada «esclava mayor» de la Congregación de Esclavas de Nuestra Señora de los Dolores de la villa de Carmona, al que se anexaron unas constituciones que databan de 1739 y contaban con la aprobación del arzobispado de Sevilla61. Tal fue el inicio de uno de los más voluminosos expedientes particulares de reforma de cofradías del reino de Sevilla, en que las esclavas que encabezaba Beltrán se enfrentaron, exitosamente podemos decir desde ahora, con el Ayuntamiento, clero y, sobre todo, con los hermanos de la Orden Tercera de Siervos de María, que terminaría siendo fusionada con una hermandad sacramental por resolución de la Sala de Justicia del mismo Consejo dada el 29 de octubre de 179962. La Real Audiencia de Sevilla dio cuenta además de que fue una controversia, no solo extensa, sino que además dividió a los habitantes de Carmona63.
No vamos a dar cuenta aquí de todas las peripecias del caso, que consumieron innumerables fojas, pero es necesario comenzar por un breve relato de los hechos. Ante todo, lo primero que sorprende es que en un primer momento el procedimiento siguió su curso habitual sin la más mínima novedad: el memorial de las esclavas fue remitido al fiscal, quien el 16 de mayo dictaminó que se procediera como en prácticamente todos los expedientes particulares, remitiendo una real provisión al Ayuntamiento para que informara con audiencia instructiva de la parte y de los diputados y síndico personero del común, lo que la Sala confirmó el 28 siguiente64. Entre julio y agosto se siguieron los trámites en Carmona para obtener el informe, y ya el 28 de septiembre el fiscal del Consejo estaba viendo nuevamente el expediente, cuyas constituciones aprobó con modificaciones leves. Fue el 19 de febrero de 1780 cuando el expediente se llevó de vuelta a la Sala de Gobierno, de cuya escribanía se libró el despacho final fechado el día 29 siguiente65.
Fue en ese lapso, justo cuando el expediente estaba terminado, cuando se iniciaron las controversias: el 17 de noviembre de 1779 llegó a la misma Sala de Gobierno un memorial firmado por las hermanas de la Orden Tercera de Servitas de Carmona, en que se oponían a la aprobación de las constituciones de las esclavas, alegando que se trataba de un intento de «separación o independencia» de un cuerpo que había existido «refundido e incorporado» en el de ellas desde 1739. Separación indebida, pues no era sino «multiplicar contribuciones» y congregaciones en una misma iglesia y altar66.
Ya desde el 9 de septiembre anterior se había presentado al Consejo, pero a través de la Sala de Justicia, un memorial documentado de parte de la Orden Tercera de Siervos de María de Carmona67. El expediente siguió exactamente el mismo trámite que el de las esclavas, pero cuando llegó al Ayuntamiento de la villa y pasó a los diputados y síndico del común en febrero de 1780, estos no solo respondieron sobre los servitas, sino que se retractaron de su informe del año anterior a favor de las esclavas, repitiendo los argumentos del memorial de las hermanas servitas ante el Consejo de Castilla; es decir, que las esclavas en realidad no eran sino un «ramo» de los servitas, que trataba de independizarse de ellos de manera ilegítima68.
El expediente se complica a partir de entonces, pues en la primavera de 1780 la disputa entre esclavas y servitas se libró al mismo tiempo prácticamente en tres niveles: en primer lugar, ante el corregidor de Carmona, magistrado que fue más bien favorable a los terceros, y que en abril de ese año dictó un auto para recoger las insignias e incluso la real provisión obtenida por las esclavas; enseguida, la Real Audiencia de Sevilla, que por el contrario revocó ese auto en mayo del mismo año; y en fin, el Consejo de Castilla, a donde las esclavas acudieron a interponerse en el expediente de los servitas. En este último tribunal se sucedieron los alegatos, que concluyeron con la remisión del caso de vuelta a la Real Audiencia para informe. El tribunal sevillano tardó un año en desahogarlo y remitirlo con extensos testimonios, y todavía hubo un intento de intervenir en el Consejo por parte del clero de Carmona. Finalmente, en julio de 1782, la Sala de Justicia dictó una resolución por la que las esclavas y los servitas quedaban definitivamente separados y estos últimos debían trasladarse a otra iglesia69.
La resolución del Consejo no terminó, sin embargo, con la rivalidad entre esclavas y servitas. Ocho años más tarde hubo todavía un nuevo expediente, ahora con motivo de la aprobación de las constituciones de otra hermandad que residía en la iglesia parroquial de San Bartolomé de Carmona: la de Jesús Nazareno70. Entablado nuevamente el pleito, se sucedieron las contestaciones en el Consejo, hasta que por fin, en enero de 1795, la Sala de Justicia pidió de nueva cuenta un informe documentado del tribunal sevillano. Esta vez se requirieron más de dos años para que llegara una respuesta (julio de 1797), de nuevo desfavorable a los servitas, pues el fiscal Cáceres concluía el dictamen con que se conformaron los oidores pidiendo «imponerles la corrección que merecen por la temeridad de sus intentos y por la falsedad de sus exposiciones»71. En el Consejo, el fiscal, a su vez, insistió en el tema de los bienes, tanto más «viendo el empeño ridículo con que se están consumiendo los fondos de las tres hermandades»72. Lo peor para los servitas fue que resultó que mientras las esclavas y los nazarenos contaban con bienes que les dejaban sobrantes, las cuentas de ellos, por el contrario, arrojaban resultados deficitarios, lo que decidió finalmente a la Sala de Justicia a resolver, el 29 de octubre de 1799, aprobar las constituciones de los nazarenos y reunir a los servitas con la hermandad sacramental y de ánimas más próxima73.
Si bien todas las incidencias de estos expedientes particulares son de interés para el tema de la reforma de cofradías, debemos centrarnos aquí en la argumentación en torno a la participación de las mujeres en ellas. Lo que más sorprende del expediente en su conjunto es el contraste entre el éxito de las esclavas y los constantes argumentos en contra de una corporación conformada y gobernada por mujeres. La desconfianza empezaba en las propias constituciones de la congregación redactadas en 1739: aunque el artículo 2.° consagraba que la esclava mayor sería nombrada «por ellas mismas» y el 6.° insistía en que «no se reciba a hombre alguno» menos aún en juntas o cabildos, este último artículo permitía a las propias congregantes invitar como testigo de sus elecciones a un eclesiástico, para mayor «solemnidad y quietud»74. De hecho, en su dictamen de septiembre de 1779, el fiscal del Consejo de Castilla prefirió elevar este punto de opcional a obligatorio, extendiéndolo a todas las reuniones de las esclavas: el párroco de la iglesia de San Bartolomé de Carmona debía asistir tanto a sus cabildos como a sus actos de culto75. Haciendo excepción a una tendencia que trataba de evitar la intervención del clero en las cofradías, el fiscal y los consejeros prefirieron confiar en los párrocos la vigilancia de la esclavitud a dejarlas por completo desprovistas de una autoridad masculina. En principio, era impensable una congregación por entero gobernada por mujeres solas.
Desde luego, fueron los rivales de las esclavas quienes más insistieron en resaltar a la congregación como una anomalía. En su memorial de noviembre de 1779, las hermanas terceras servitas fueron todavía ambiguas al calificar la independencia de las esclavas como fuente de «dejaciones y extrañas consecuencias»76. Más directos fueron sus hermanos congregantes en sus alegatos del año siguiente, en que apuntaban a la menor racionalidad con que se identificaba al género femenino en la época, y dejaban claras las consecuencias que las terceras dejaban implícitas. En efecto, se reprochaba en las esclavas su «ánimo», «las ideas vanas [propias] de su sexo», sus «débiles imaginaciones»: el problema estaba en dejar una corporación en manos de alguien incapacitado para gobernarla. En ese sentido, un gobierno de ellas solas, no podía ser sino un «despótico gobierno», su separación era por ello «no poco escandalosa». Los servitas sentenciaron de manera definitiva que «los hombres por todas circunstancias [son] los que por razón y ley deben prevalecer y gobernar». La independencia de las esclavas, en la retórica de los servitas, potencialmente ponía en riesgo la jerarquía de género en su conjunto, arriesgando «hacerlas díscolas por este respecto, aun para sus mismos maridos»77. No es de extrañar que los beneficiados de Carmona hablaran por ello de una «sedición», reiterando este mismo argumento: «con voz de devoción [las esclavas de Dolores] se hacen eneramente insurrectas quizás a sus proios maridos»78.
Sediciosas y generadoras de discordia, había en segundo lugar un problema con el culto que practicaban. Cabe reconocerlo, si las constituciones de las esclavas afirmaban que su principal instituto era dar «más culto público a la Reina de los Cielos», este se reducía más bien a un único ejercicio, el rosario por las calles. Debían salir todos los viernes, domingos y fiestas de precepto y en el septenario de la fiesta de la Virgen de los Dolores; además, como hemos indicado, participaban en la procesión del Viernes Santo con los hermanos de Jesús Nazareno79. No es de extrañar que, junto a los servitas, el corregidor Joseph Antonio Loarte y los beneficiados de la parroquial de San Bartolomé, coincidieran en cuestionar a unas mujeres que se reunían casi en exclusivo para salir por las calles, cuando hemos visto que justo era donde, ya algunas cofradías, pero sobre todo los reformadores y los clérigos, estimaban que no debían estar.
En un informe de 1786 al Consejo de Castilla, Loarte afirmaba que había tratado de reducirlas a la iglesia parroquial, pero que ellas «no quieren ni tienen otro acto que el salir por la calle». De esta forma, lo que para las esclavas era devoción y su principal práctica religiosa, se convertía para el magistrado en mera «altanería»80. Los servitas, por su parte, apuntaron a la defensa del «decoro» del culto, y pidieron que se prohibiera la salida de las mujeres en medio de la procesión del Viernes Santo junto con los hermanos de Jesús Nazareno81. Los beneficiados de la parroquia de San Bartolomé, en fin, lamentaron la salida de los servitas de su iglesia porque, contrariamente a las esclavas, que no tenían fundaciones piadosas en ella, contaban con varias dotaciones, habían pagado el retablo de la Virgen con su lámpara alumbrando en permanencia82. Y es que, en efecto, según su regla, el culto de los servitas incluía misa solemne con exposición eucarística el Viernes de Dolores, misa en la fiesta de San Felipe Benicio, el rezo semanal de la Corona de la Virgen Dolorosa, cuatro comuniones generales en las fiestas marianas y los sufragios por los difuntos en la capilla83, todo lo cual atraía una «celosa concurrencia» y, desde luego, contribuciones y limosnas. Las esclavas pues, sostenían un culto de exterioridades, que ni siquiera llegaba a beneficiar al clero parroquial. De nuevo no es algo que fuera exclusivo de las mujeres, pero sí una más de las preocupaciones fundamentales de la reforma de cofradías, que había dado motivo a la reunión e incluso a la extinción de más de una. Frente a todas estas acusaciones, que no iban desencaminadas en el contexto de la reforma, la congregación de las esclavas pudo salir airosa gracias a que demostró su existencia continua como corporación formal.
Así es, la reforma de cofradías también se interesaba en hacer de ellas unas corporaciones plenamente establecidas, con sus constituciones, juntas, oficiales, bienes, libros de gobierno. La gestión de las cofradías y hermandades podía haber sido, hasta entonces, mucho menos formal, pero, si deseaban subsistir, debían adaptarse a que ahora implicaba necesariamente una buena gestión de documentos. Tal fue la ventaja que las esclavas de Carmona supieron aprovechar en sus alegatos, a pesar de que hay claros indicios que muestran que su historia y la de los servitas ofrecía más de un motivo de confusión. En efecto, en realidad una y otra corporación tenían como fundador en Carmona al vicario y abad mayor de la universidad de beneficiados, Bartolomé Ximénez del Hierro. Había sido él quien había reunido el rosario de mujeres en 1739 y un año después obtenido la patente del general de los servitas para establecer la orden tercera, conocida por cierto como «esclavitud de Dolores». Tan era uno de sus logros como pastor, que las hermanas terceras mencionaron que su carácter de fundador había quedado grabado en su epitafio84.
Cuando falleció el vicario a principios de la década de 1760, fue el párroco de San Bartolomé, Francisco Roales de Consuegra, quien se ocupó de encabezar tanto el rosario como a los servitas. Según los testimonios, parece que los clérigos no se preocupaban especialmente en aclarar si eran o no dos corporaciones distintas o una sola. Más todavía, los documentos que los servitas presentaron muestran que también había un pasado común con los hermanos nazarenos: en 1764, la viuda de Ignacio Ximénez del Hierro, uno de los primeros servitas, había dejado en su testamento unos bienes para el pago del septenario de la Virgen de los Dolores, conforme a la voluntad de su marido; pero la cláusula testamentaria citaba a la «esclavitud» como beneficiaria y encargaba que se informara de la fundación al hermano mayor de los nazarenos85.
Acaso porque el rosario vespertino de los viernes por las calles seguía siendo, en principio, devoción de las mujeres, había mayor cuidado en su control. Es buen testimonio de esta ambigüedad que cuando las esclavas levantaron una información para demostrar la forma en que se habían ido integrando, las respuestas resultaron más bien diversas: salvo por la esclava mayor, no todas tenían claro siquiera el título de la congregación, pero todas estaban seguras de que había sido el padre Roales quien las había anotado en un libro86. Y en efecto, las esclavas contaban con constituciones de 1739 y libro de asientos desde el mismo año. Los servitas solo tenían libros de gobierno desde 1779, es decir, a partir de la desaparición del citado párroco, cuya falta, podemos suponer, terminó siendo el momento decisivo para que se replanteara la distribución del poder entre los devotos de la Virgen de los Dolores de Carmona, lo que resultó en este enfrentamiento, que tenía por líderes a Ana Joaquina Beltrán y a Tomás Nieto Portocarrero, quien encabezaba a los servitas. Las esclavas, que además fueron las primeras en presentarse a pedir la licencia real, alegaron de manera constante que los servitas en realidad no estaban todavía legítimamente establecidos: «aún no tienen fundada su hermandad [y] causan ya a los individuos de la mía varias especies de discordia y pleitos», decía uno de los memoriales presentados en su nombre en 178087.
Los libros y constituciones resultaron decisivos para fiscales y magistrados. Lo vemos en el informe de la Real Audiencia de Sevilla de septiembre de 1781: la separación de la congregación y de la orden tercera tenía, entre otros fundamentos, «el no haber tenido la hermandad de hombres forma de tal hasta el año de 1778 en que empezó a anotar el recibimiento de sus hermanos»88. El registro por escrito, y no las citas en otros documentos o las referencias a reuniones de hermanos, era la prueba de que ya había un cuerpo establecido. Las esclavas, aunque no podemos confirmarlo por completo, acaso habían terminado beneficiándose de los instrumentos utilizados para controlarlas por tratarse de mujeres, y como puede verse, terminaron también sacando provecho de la propia reforma de las cofradías. Hasta donde sabemos por los expedientes, las esclavas no fueron forzadas por los magistrados reales a presentarse ante el Consejo, sino que lo hicieron, según el memorial en su nombre, «para su mayor validación». Es posible que la reforma les ofreciera justo una vía para enfrentar los problemas locales, y es cierto que probó ser eficaz: lo que los servitas nunca pudieron contradecir es que ellas habían sido las primeras en acudir al Consejo de Castilla y obtener su licencia real. Aunque insistieron en que se recogiera la real provisión en que la esclavitud había sido autorizada, los fiscales del Consejo como mucho consideraron la posibilidad de reunir las hermandades bajo nuevas constituciones, pero nunca el dar marcha atrás a unas reglas ya aprobadas. Antes bien, en su resolución de julio de 1782, la Sala de Justicia revalidó la vigencia de esas ordenanzas e insistió en su «absoluta independencia» de los varones89.
Comentarios finales
Al final del examen de los expedientes de reforma, sin duda. la primera impresión en cuanto al tema de las mujeres es la vastedad y complejidad del tema, hemos podido constatar la diversidad de vías en que las mujeres podían participar en ellas, también la multiplicidad de niveles de su exclusión y, por supuesto, la diversidad de caminos que adoptaba la reforma, especialmente haciendo a las mujeres objeto de caridad. Limitado nuestro estudio a los expedientes de reforma y, sobre todo, a los documentos normativos, casi sobra decir que existen posiblemente otras variantes, y que sin duda los estudios más locales pueden abundar sobre el cumplimiento o no de esas elaboradas ordenanzas, constituciones y reales cédulas y provisiones.
Ahora bien, lo que más resalta, según hemos visto, es que la reforma de cofradías, si bien no tenía entre sus objetivos sino mantener limitada la participación de las mujeres, en medio de sus paradojas y de forma a veces involuntaria, no dejó de propiciar vías que las devotas de la época podían aprovechar para construir espacios de cierta autonomía. Es cierto, lo ha analizado ya la historiografía reciente, es en esta época cuando surgen las primeras cofradías en que la participación femenina aumentará hasta ser mayoritaria, como fue en el caso de las congregaciones del Alumbrado90. El expediente de las esclavas de la Virgen de los Dolores de Carmona nos ofrece, en principio, otra posibilidad, la de mujeres que aprovechan la reforma a nivel imperial para resolver conflictos locales, en que se posicionan no solo ante los magistrados reales y las élites locales sino incluso ante el clero.
Entre los numerosos expedientes de reforma, es bien probable que haya otros ejemplos que nos ayuden a complejizar lo que significó la reforma para las devotas. Para el caso concreto de Carmona, todavía es necesario cruzar la información del expediente en el Consejo de Castilla con la información local que nos informe hasta qué punto esta discusión sobre el papel de la mujer en una hermandad pudo tener alguna de las consecuencias que se planteaban ante el tribunal sobre las jerarquías de género del Antiguo Régimen. Estas, sin embargo, es cierto que no aparecen sino más bien reafirmadas en los documentos que tratamos: hemos visto las presiones importantes en el sentido de que las mujeres se limitaran a ciertos espacios y tiempos que ya hemos señalado, la iglesia y no la calle, el día y no la noche. La preocupación por la decencia y por la educación casi se diría que anticipan la clásica moral burguesa del siglo XIX.
Por supuesto, todos estos casos también contribuyen a replantearnos la mirada clásica, mayormente negativa en la historiografía mexicanista, sobre la reforma de cofradías y, en general, sobre las reformas borbónicas. Incluso cuando podría pensarse que hubiera sido la oportunidad para imponer una transformación radical y uniformar la participación de las mujeres, lo que se observa en todos estos expedientes es una constante negociación con las realidades locales. Es cierto que se advierte mejor en el reino de Sevilla, donde la responsabilidad de las autoridades locales fue mayor, pero, en general, los reinos hispánicos no llegaron a conocer revoluciones cofradieras como las intentadas en otras monarquías católicas europeas, tampoco en el tema de la relación entre mujeres y cofradías.
Fuentes
Archivos
Archivo General de Indias (AGI):
Guadalajara
México
Archivo General del Arzobispado de Sevilla (AGAS):
Justicia
Archivo Histórico Nacional (AHN):
Consejos
Archivo Histórico Parroquial del Sagrario de San Miguel Arcángel de Orizaba (AHPSSMAO)
Rodríguez de San Miguel, J. N. (1839) Pandectas hispano-mexicanas o sea código general comprensivo de las leyes generales, útiles y vivas de las Siete Partidas, Recopilación novísima, de las Indias, Autos y providencias conocidas por de Montemayor y Beleña y cédulas posteriores hasta el año de 1820, con exclusión de las totalmente inútiles, de las repetidas y de las expresamente derogadas. México: Mariano Galván Rivera, impresor [consultado 27 Ago 2012]. Disponible en https://books.google.com.mx/books?id=kdNMAQAAIAAJ&dq=pandectas%20ro driguez%20de%20san%20miguel&pg=PP7#v=onepage&q&f=false