Introducción
En 1757 la Inquisición de México recibió una denuncia contra José Mariano de Ayala1 por haber blasfemado. Por alguna razón, este joven expósito y preso en la Real Cárcel de Corte de la ciudad de México sabía que tal delito atraía la atención de sus familiares, inquisidores y religiosos, por lo que reincidió en él hasta que murió en 1783, noticia que fue comunicada a los inquisidores hasta 1785. Recorrió distintos pueblos de Nueva España como prófugo impenitente debido a que logró escapar de sus castigos en tres ocasiones, gracias a sus engaños e imposturas como religioso apóstata o soldado, unas veces para huir del Santo Oficio, y otras para llamar su atención y ser nuevamente procesado. Las actitudes de este personaje y las penitencias impuestas por los inquisidores permiten preguntarse: ¿por qué José Mariano insistía en volver a ser juzgado por la Inquisición, si ya había recibido varias amonestaciones y sentencias? ¿Las blasfemias de De Ayala eran simples dudas y reniegos contra la fe o revelaban algo más?
El caso de José Mariano, tanto en su conjunto o sólo algunos fragmentos, ha sido considerado en varios estudios. José Toribio Medina resumió su proceso al describir la actividad del Santo Oficio relacionada con los autos de fe de 1765 y 1769. Antonio M. García-Molina Riquelme aprovechó la relación de causa de 1765 enviada al Consejo de la Suprema para ejemplificar el tipo de penitencias que recibían los que insultaban a la Virgen María.2 En investigaciones recientes, Andrea Guerra y Ana Lilia Quintero pusieron especial atención en el dibujo incluido en el expediente. Guerra hizo una tipología sobre las maneras de entender el suicidio en Nueva España durante los siglos XVI-XVIII e incluyó el proceso de De Ayala en el apartado “Tentativas de suicidio a través de visiones demoniacas”, donde hizo un breve recuento sobre la elaboración del dibujo, detalló los elementos que lo componen y analizó la representación del suicidio y del pacto demoniaco.3 La conferencia dictada por Quintero también se centró en aquella representación, aunque se especializó en el material, los colores, las técnicas y en interpretar los recursos iconográficos utilizados; asimismo, presentó un panorama sucinto sobre las razones que llevaron a su realización y las reacciones que provocó.4
En un “Índice general de causas”,5 iniciado en 1719 por el inquisidor Francisco Garzarón y continuado por los demás secretarios del Santo Oficio, se registraron los casos seguidos por la Inquisición de México desde 1571 hasta 1820. En él se incluyó el de José Mariano de Ayala. Durante la edición del “Índice” para su posterior publicación,6 me percaté de que es el único caso, entre más de dos mil registros seguidos, que tuvo cuatro causas.7 Entre 1761 y 1780, José Mariano fue sentenciado por blasfemo, impenitente y otros delitos. De acuerdo con el “Índice”, entre aquellos años se siguieron 252 causas, de las cuales, 16 fueron sobre blasfemos. Como se muestra en el cuadro 1, si bien la poligamia y la solicitación corresponden a un gran porcentaje del total, la blasfemia constituyó el tercer delito más perseguido durante ese periodo. Casi la mitad de estos blasfemos era militante de algún regimiento en Nueva España, ocupación que involucraba una continua movilidad,8 condición a la que De Ayala estuvo habituado, como veremos más adelante.
Poligamia | 100 |
Solicitación | 59 |
Blasfemia | 16 |
Proposiciones | 13 |
Confesante/celebrante sin órdenes | 11 |
Sacrilegio | 10 |
Herejía (mixta, formal) | 8 |
Contra el ejercicio del Santo Oficio | 7 |
Luteranismo | 5 |
Impenitencia | 4 |
Embustes/imposturas | 3 |
Pactos con el demonio | 3 |
Superstición | 3 |
Francmasonería | 2 |
Hechicería | 2 |
Obscenidades | 2 |
Calvinismo | 1 |
Idolatría | 1 |
Ilusos | 1 |
Libros prohibidos | 1 |
Total | 252 |
FUENTE: Conteo realizado según el “Índice General de Causas”. AGN, Instituciones Coloniales, Inquisición, v. 1524, exp. 1.
La Inquisición en Nueva España, destinada a supervisar el correcto comportamiento de la comunidad cristiana, ha sido percibida como una institución de temor.9 Pero para algunos habitantes novohispanos podría haber representado una vía de escape o refugio temporal para llevar las penas causadas por la pobreza y la marginalidad con menos severidad si lograban ser procesados por delitos menores. Un ejemplo son los esclavos negros y mulatos que cuando eran castigados por sus amos, blasfemaban con gran ímpetu para atraer testigos y provocar un escándalo, de manera que los inquisidores intervenían en las correcciones físicas y, en algunas ocasiones, los reubicaban.10 ¿Bastaría lo anterior para explicar por qué José Mariano de Ayala pretendía regresar una y otra vez al Tribunal del Santo Oficio?
Su caso tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII durante la administración borbónica. Las nuevas reformas políticas y económicas de la Corona española centralizaron el poder en el soberano español y beneficiaron especialmente a ciertas corporaciones, comerciantes y empresarios peninsulares, y pusieron en desventaja intereses, cargos y ocupaciones que los americanos se habían afianzado anteriormente. Este fenómeno desató el descontento entre varios grupos criollos y aumentó la disparidad de riquezas de por sí ya marcada entre la élite y la plebe novohispana. Incluso entre los sectores en principio no marginales -como el peninsular-, se hizo más grande el riesgo de caer en la miseria y la marginalidad.11 Aun con este panorama, y al ser José Mariano un expósito, se presentó como hijo natural de padres españoles en algunas audiencias inquisitoriales y durante sus andanzas por territorio novohispano.
Las descripciones de las palabras, los comportamientos y las motivaciones de José Mariano a lo largo de su causa permiten perfilar una figura recurrente en la literatura del mundo hispánico desde el siglo XVI: el pícaro. Estos individuos descontentos, meditabundos y generalmente huérfanos vagaban por diferentes lugares y debido a su sociabilidad con distintas personas, sabían manejar las debilidades humanas. Eran descritos por los demás como sinvergüenzas porque al no tener pertenencias materiales ni nada más que perder, eran capaces de esclarecer y demostrar las contradicciones de sus respectivos mundos sociales12 sin importar las consecuencias. Desde su primer delito de fe, De Ayala supo descifrar qué faltas religiosas perturbaban a sus conocidos -y a todos quienes lo rodeaban- y qué niveles de indulgencia manejaban las autoridades civiles y eclesiásticas, unas veces para convencerlos de ayudarlo y otras para intentar desafiarlos.
Un expósito y vagabundo denunciado al Santo Oficio
Antes de estar en la Real Cárcel de Corte, la vida de José Mariano de Ayala había estado llena de giros e inconsistencias. Se trataba de un expósito nacido entre 1737-1738 y desde que apareció en las puertas de la casa de doña Juana Frías (o Mozarbe) y del cirujano don Antonio de Ayala, su crianza cayó en diferentes miembros de esa misma familia.13 El abandono de infantes fue una práctica urbana habitual en Iberoamérica desde el siglo XVI. En Nueva España, hasta el siglo siguiente, la suerte de los huérfanos estaba definida por el desamparo y la incertidumbre. Pero en la primera mitad del siglo XVIII, los expósitos ya no se dejaban tan a la deriva y se fomentaba el deber cristiano de darles cobijo y sustento; abandonarlos a las puertas de familias nobles o adineradas resultaba más común que exponerlos a las de la Iglesia. Sin embargo, en la segunda mitad de dicha centuria, los huérfanos comenzaron a ser vistos como un problema social y la solución sería segregarlos en una Casa de expósitos.14
José Mariano era un hombre “de buena presencia, blanco de rostro, ojos garzos [azules], no muy poblado de barba, [nariz] aguileña, pelo negro y en la cabeza [tenía] unas cicatrices con una quemadura que le coge desde encima de la frente a la parte superior de la cabeza”. No ejercía ningún oficio y sus pertenencias eran la vestimenta desgastada y un par de enseres y rosarios que pudiera conseguir.15 La única información sobre su educación la declaró él mismo en una de sus últimas audiencias de oficio: su instrucción estuvo a cargo del betlemita fray Francisco de Santa María y del clérigo don Ángel Mariano; el primero le enseñó a leer y escribir, y con el segundo estudió “un poco de gramática”.16
FUENTE: elaboración propia a partir de las declaraciones de don Agustín de Ayala, Sor Mariana de San José y José Mariano de Ayala. AGN, Instituciones Coloniales, Inquisición, v. 1136, exp. 1, ff. 218-220v.
Finalmente, don José de Ayala, también maestro cirujano e hijo de los citados don Antonio y doña Juana, fue asignado como tutor principal de nuestro personaje (véase cuadro 2). Al cabo de un tiempo, lo entregó al alcalde ordinario de la ciudad de México, ya fuera por librarse de su cuidado o por deshacerse de un joven problemático de 19 años que supuestamente se había enfrascado en el “vicio del hurto y la ratería”.17 Por esa razón, durante su primera denuncia en 1757, José Mariano se encontraba en la Real Cárcel en espera de ser trasladado al presidio de San Juan de Ulúa, donde fue condenado a seis años de trabajo forzado. Los delitos que abundaban en la ciudad eran ocasionados por vagos o jóvenes sin oficio, domicilio fijo ni familia conocida. La edad promedio en la que eran denunciados para castigarlos era de 20 años, cuando su indisciplina ya no era tolerada por los parientes más cercanos.18
Blasfemias y dibujos por desesperación
El primer denunciante de José Mariano de Ayala fue el presbítero don Agustín de Ayala, hijo del mencionado don José. En abril de 1757 advirtió a la Inquisición que su hermana, Sor Mariana de San José, profesa en el convento de San Jerónimo, había recibido una esquela llena de blasfemias y un dibujo “desconcertante” en los que parecía ir envuelta una hostia -el cuerpo de Cristo-.19 La carta contenía insultos contra Cristo, contra la profesa y contra su padre (don José) por el hecho de ser cristianos, pues para el reo, era una contradicción que “su fe” predicara la caridad, pero no la ejercieran con desamparados como él:
pero si quiera porque dicen que somos cristianos, que yo no creo en ese perro de ese palo viejo que está abiertos los brazos, es un cornudo carajo de mierda, que yo maldita sea la hora en que nací, pues no me dieron a reconocer a el maldito padre que me engendró, mal rayo lo parta. 20
Al referirse a Cristo como alguien “tonto” con el mote vulgar de “cornudo”,21 José Mariano volcaba en él su aversión por los parientes en los que había recaído su crianza y lo hacía culpable del tipo de vida que le había tocado. La causa del arrojo fue que le había pedido a su tutor, don José, que le enviara comida y algunos “trapos viejos” para cubrir su desnudez, pero al no recibir respuesta, arremetió diciendo que, si en verdad fueran cristianos, no lo tendrían “en cueros vivos con un bocado […] cada veinticuatro horas”.22 La vestimenta y la alimentación básica también inquietaban a los administradores de la Real Cárcel. Una parte del sustento lo solventaba la Real Sala del Crimen, pero la mayor parte de la manutención provenía de limosnas y obras pías. En lo posible, se buscaba una distribución adecuada de recursos entre los presos más pobres, a pesar de que los sentenciados a los presidios resultaban un gasto extra. De Ayala estaba en ambas condiciones, y si los fondos para el mantenimiento eran variables, era probable que las comidas al día fueran limitadas, quizá sin llegar al extremo de repartir sólo una ración como él mencionó, aunque por los altibajos en la administración, tampoco se descarta totalmente dicha posibilidad.23
El dibujo anexo a la carta que recibió Sor Mariana (véase lámina 1) mostraba estos elementos: una ventana de la que colgaba una cuerda que daba al cuello de un hombre con la piel negra, que simulaba decir: “Toma amigo, para que me ayudes, aquí está mi alma”. Éste sostiene con la mano izquierda una serpiente de color azul con ojos y lengua rojos, y la ofrece a una figura zoomorfa también en color carmín, que le respondía: “Para que veas, que te ayudo, te vengo [a] aliviar para que no padezcas; toma esta soga para tu remedio y vámonos”. El texto de la parte superior derecha es como sigue:
Mariana, has visto como si fuéramos cristianos, te hubieran lamentado mis súplicas, pero como no los somos, ahí te envío a él, que había de entrar en mi alma, ese pedazo de oblea, para que si es tu [Dios], lo adores. Yo sólo creo en el que me ha de venir [a] ayudar, para salir de tantas hambres; y también te digo que éste es el postrer papel. Allá te cito, a ti y a tu padre, ante tu Dios para que se vea lo que han hecho conmigo. Adiós.24
Por la cita anterior y el diálogo entre las dos figuras, se entiende que el hombre representaba a José Mariano, quien parecía ahorcarse, y la serpiente que sujetaba simbolizaba su alma, que ofrecía al demonio en lo que sería un pacto. Ana Lilia Quintero y Andrea Guerra afirman que el dibujo fue obra sólo de De Ayala, pero desde los interrogatorios iniciales, él dijo haberle pedido la elaboración a un compañero de celda, al que no le comentó el motivo, “sino solamente que le pintara al declarante de aquella manera”. Primero señaló que el pintor fue Juan José Rodríguez y luego que había sido Juan José Robles.25 Si bien no fue el único que ejecutó el dibujo, la idea y los escritos fueron de José Mariano, por lo que, de acuerdo con las autoras, la pintura es una muestra de la angustia y el sufrimiento del reo, y proporciona valiosa información sobre las representaciones visuales de las creencias populares que circulaban en la sociedad novohispana en la segunda mitad del siglo XVIII.26
En su declaración, José Mariano confesó que, antes de aquellos papeles, había enviado otros más a diferentes destinatarios desde la Real Cárcel, en los que había comparado la ley de los moros con la de los católicos con respecto al trato que tenían con los desvalidos como él; que había denunciado el hambre, la “falsa bondad” de sus conocidos; que su sufrimiento le hacía preferir a Mahoma; y que incluso había considerado pedirle ayuda al demonio. Pero al final, se retractó de lo anterior y aclaró que en ese momento se sentía cristiano.27
Para los inquisidores, sus blasfemias eran “como una especie de desesperación”, y le mandaron una ligera reprimenda: que simplemente fuera aleccionado sobre lo que sucedería si reincidía en “tan bárbaras expresiones” y le asignaron un confesor con la facultad de absolverlo ad cautelam.28 Pero José Mariano insistió en que no recibía un trato ni una manutención decente y mandó cartas blasfemas a su confesor asignado y a don Agustín de Ayala. En un segundo interrogatorio, dijo que las escribió en su “entero juicio”, cambió su discurso y sostuvo con firmeza que no creía en Dios. En junio de 1757, el fiscal Tomás Cuber concluyó que sus palabras lo constituían un hereje formal, pues era consciente de sus acciones, y pidió que lo llevaran a las cárceles secretas.29 Sin embargo, parece que esta orden no se llevó a cabo, pues en su expediente no figuran más diligencias al respecto durante ese año. Como no hay registro de su ingreso ni de la cala y cata, como en ocasiones subsecuentes, es probable que en ese periodo no se siguiera su causa debidamente en el Tribunal, porque los trámites para ser conducido al presidio de Veracruz por las autoridades civiles ya estaban avanzados. Años después, José Mariano declararía que, en efecto, cumplió los seis años de trabajo forzado.30
Hasta ese momento, podría decirse que la denuncia del presbítero y demás declaraciones sólo sirvieron para abrir un expediente contra De Ayala, pues no se alcanzó a ejecutar la sentencia y estos hechos del proceso inconcluso o trunco, que inició en 1757, se retomaron como parte de la causa formal que inició en 1764 a partir de los delitos siguientes.
Prisiones, fugas y embustes
En 1764, el Tribunal siguió la primera causa inquisitorial de nuestro personaje, luego de recibir otra denuncia desde San Martín Texmelucan por su impostura como corista de la orden de San Diego que “había hecho la apostasía”.31 Los denunciantes relataron que luego de fingir un desmayo en las calles de aquel pueblo, De Ayala fue atendido en una casa particular y en un convento franciscano, donde recibió atención médica y religiosa.32 Según el padre guardián de aquel convento, su comportamiento y trayectoria no coincidían con el de un religioso y, al sospechar que fuera alguien con asuntos pendientes en la Inquisición, lo envió a la cárcel pública de San Martín.
Encarcelado, De Ayala confesó por escrito que ya había estado cinco veces en las cárceles secretas por blasfemo -lo que era falso- y que deseaba ser llevado de vuelta al Tribunal para no sufrir las calamidades de aquella cárcel pública, que aseguró, “con los moros no las pasara”. Advirtió que se denunciaría a sí mismo de ser “protestante de nuestra fe”, que celebraría ser polígamo o lo que fuera necesario para acusarse y salir de aquel “infierno humano”, ya que “hasta el loco” sabía que en aquellas cárceles inquisitoriales no se pasaba hambre.33 Al optar por llamar la atención del Santo Oficio, quizá consideró que las blasfemias ya cometidas no eran un delito perseguido con rigor, así que tuvo la intención de ser un impostor de otros delitos que le parecían más graves, los que probablemente conoció a partir del contacto con otros reos de la Real Cárcel y en San Juan de Ulúa.
José Mariano daba a entender que todos sabían que las cárceles secretas tenían mejores condiciones que las públicas. Sin contar que los presos con buena posición económica podían costearse una mejor estancia, un reo sin recursos recibía al menos una comida tolerable. Una ración de comida equivalente a dos reales, acompañada de chocolate, preparados por profesas de diferentes conventos o en la cocina del alcaide,34 ¿sería una expectativa suficiente para ser un reincidente e impostor de delitos contra la fe?
Meses después, llegó a San Martín el mandato de llevar a De Ayala a las cárceles secretas. Los informes de su comportamiento revelan los engaños que empleó: tres días consecutivos fingió que le habían dado “accidentes”, hasta que el inquisidor Cristóbal de Fierro amenazó con azotarlo, llamándolo “bribón insolente” y “pícaro”.35 En las audiencias y a la acusación del fiscal, José Mariano respondió que todo fue con el “fin de conseguir que le aliviasen de las prisiones”, sin ningún “ánimo y creencia heretical”.36 Su primera sentencia como blasfemo heretical, en 1765, consistió en salir en el auto de fe37 en la iglesia de Santo Domingo, abjurar de vehementi, recibir doscientos azotes en las calles públicas y ser desterrado de la ciudad de México por una década, pero los primeros dos años serviría en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús y los ocho restantes los pasaría como gastador sin sueldo en el presidio de La Habana.38 No obstante, poco después, los inquisidores fueron informados de que De Ayala había huido a través de la iglesia de La Profesa.
Entre los vecinos cercanos al templo, la noticia fue un escándalo. El padre prepósito de la Casa justificó la poca rigidez en la vigilancia al señalar que al reo lo habían notado tan devoto y que “a todo se acomedía”, como para advertir algo inusual en sus intenciones. Pero en agosto del mismo año -1765-, De Ayala se encontraba de vuelta en las cárceles secretas, y relató el recorrido de su fuga. Se había dirigido a Tulancingo y luego a Huauchinango, donde dijo haber simulado otro accidente en la calle.39 Sin evidencia de que nuestro personaje reincidiera en blasfemias o cometiera otros delitos, en julio de 1766 los inquisidores lo sentenciaron a salir en auto particular de fe y de nuevo, a trabajar como gastador en La Habana por diez años. Pero al año siguiente, nuevamente De Ayala logró escapar de su traslado a San Juan de Ulúa.
Durante julio y agosto de 1767, se siguió una tercera causa contra José Mariano y declaró al Tribunal sus pasos durante su segunda fuga, en la que se enlistó y desertó de varios regimientos militares y se hizo pasar por jesuita recién expulso. La fase de soldado empezó en Cholula, donde entró al Regimiento de América, luego tomó la “Bandera de China” en la ciudad de México y después se dirigió a Chilapa. Más tarde partió para Puebla de los Ángeles donde sentó plaza en el Regimiento de la Corona; regresó a la ciudad; luego se marchó a Ayotzingo y, de vuelta en la ciudad, finalmente fue aprehendido más bien por desertor y lo mantuvieron preso en el cuartel.40
La necesidad de formar un ejército en Nueva España se reforzó a partir de la toma de La Habana y Manila, en 1762, por los ingleses, pero las pobres condiciones para mantener las fuerzas defensivas novohispanas explicarían la notable facilidad de De Ayala para entrar y salir de ellas. Al inicio se requerían hombres “aptos y disponibles”, de entre 16 y 36 años, solteros, saludables, y que fueran blancos, castizos o mestizos, pero el bajo número de candidatos voluntarios obligó a los oficiales españoles a reclutar a “cualquier hombre que pudiera sostener un mosquete”, y enlistó incluso a vagabundos. Un soltero de poco o más de 30 años que pasaba como español y sin ningún oficio como De Ayala, sería más que bienvenido; además sabía leer y escribir, habilidades muy apreciadas por los coroneles.41 La deserción también fue una constante en las filas militares, inducida por el trato violento hacia los reclutados y la falta de comodidades mínimas durante los alojamientos. Nada impedía que los soldados, beneficiados además por las características geográficas del territorio novohispano, escaparan por la noche y obtuvieran algunos pesos al vender sus uniformes, armas o municiones.42
Respecto a la impostura, en Ayotzingo -Provincia de Chalco- De Ayala tuvo contacto con fray Ignacio Arias, quien informó a los inquisidores sobre un “embustero famoso” que vestía “un traje destituido […] y un solideo de jesuita, que llevaba puesto con demostración de descuido [y les] insinuó bajo varios preámbulos y secreto […] ser jesuita huido con la presente novedad de la expulsión”.43 Desde los primeros momentos de desconcierto, el 25 de junio de 1767, entre los habitantes de distintos pueblos, se advirtió una nostalgia y evocación de los jesuitas que eran maestros, confesores y familiares, lo que favoreció que años más adelante varios impostores se hicieran pasar por los expulsos de la Compañía, y se ocultaran para vivir de la limosna y conseguir asilo itinerante.44 Aunque las autoridades virreinales se esforzaron en efectuar la expulsión con el mayor sigilo posible y silenciar toda opinión al respecto, resultó imposible callar rumores, juicios y preguntas,45 y tal suceso incluso permitió que forasteros o fugitivos como José Mariano jugaran con la incertidumbre de unos para convertirla en una posible oportunidad de subsistencia.
Al final de esta trayectoria, José Mariano fue capturado como desertor militar en la ciudad de México, y los inquisidores tramitaron lo necesario para llevarlo de vuelta a sus cárceles.46 Después de las audiencias, el fiscal Julián de Amestoy pedía que, sin más formalidad, lo mandaran cumplir la sentencia anterior -destierro a La Habana por diez años-, pero sus embustes e impenitencias fueron méritos para salir también en un tercer auto de fe el 7 septiembre de 1767 con los castigos físicos habituales.47
Logrado el traslado al presidio habanero y a pesar de todas las precauciones, Ayala encontró la forma de salir de la isla. De vuelta en la capital en 1768, el reo precisó, ahora durante su cuarta causa, cómo en La Habana fingió otra enfermedad para escapar al convento de Belén, en cuya enfermería reveló ser un “religioso sacerdote [francis]cano, apóstata del convento de San Di[ego]” de aquella ciudad; los religiosos creyeron su historia y lo vistieron con el hábito.48 Como el padre provincial sospechó de José Mariano cuando evadió la petición de oficiar una misa y mostró trabas al responder ciertas preguntas sobre la religión cristiana, ordenó su encarcelamiento en aquel convento betlemita para trasladarlo al castillo de San Juan de Ulúa.49
A lo largo de sus recorridos, algunos de los contactos que hizo le ayudaron sin saber que se trataba de un fugitivo, y otros, al contrario, dieron parte al Santo Oficio porque lo conocían por haber sido compañeros de prisiones.50 Estas tramas terminaron hasta que las órdenes de los inquisidores sobre mantenerlo bajo estricta vigilancia por fin dieron frutos y no pudo huir más. En 1769, De Ayala recibió la cuarta sentencia de trabajar en las galeras de Cavite (Filipinas) por toda su vida.51 Como lo dictaba el proceso de embarque, primero tuvo que esperar un tiempo en la Real Cárcel de Corte, pues independientemente de la calidad y el origen de reclutas o condenados, las remesas provenientes de diferentes zonas se reunían en la ciudad de México para su traslado al castillo de San Diego en Acapulco.52
El destierro perpetuo a las Islas y la dureza del trabajo asignado (remar para propulsar la embarcación), equivalía a una condena máxima de acuerdo con los delitos de José Mariano -blasfemia, impostura de delitos e impenitencia- y su condición social -expósito inclinado al “hurto y ratería”-. El presidio de Cavite era uno de los peores destinos para los reos, pero se trataba de una plaza española por excelencia asignada para defender las Islas por su ubicación portuaria, donde se asentaba uno de los más importantes astilleros y un centro de fuerzas militares y navales.53 Desde que los españoles hicieron su aparición en Filipinas, advirtieron una constante tensión bélica en las Islas, por lo que el envío continuo de soldados y forzados era imprescindible.54
Hasta ahora hemos visto las condiciones bajo las cuales José Mariano de Ayala fue criado y cómo intentó ser juzgado por la Inquisición para no cumplir su condena civil. Desde su primera carta blasfema y el dibujo, se deja entrever resentimiento y amenazas hacia quienes sabía que debían procurarlo y contra los principios de misericordia exhortados por la sociedad cristiana. A partir de aquel suceso, empleó distintas argucias con diferentes objetivos, como el anhelado contacto con los inquisidores o conseguir alimento y asilo. En un sentido racional, esto último pudo haber movido a De Ayala para buscar la atención del Tribunal, pues parecía que la estadía en sus cárceles era decente en comparación con otras, y con la simulación de accidentes o desmayos obtenía atención médica y religiosa. No obstante, la primera vez que estuvo en aquellas cárceles, siguió con sus embustes sobre enfermedades, y en la Casa Profesa, quizá por la subsistencia mínima, se mostró obediente unos días, pero decidió no conformarse.
Sus enredos fueron el cambio de identidad por medio del disfraz; distorsionar “el discurso de su vida” para convencer de sus infortunios a los vecinos y a las autoridades de los pueblos; fingir enfermedades y delitos; así como enrolarse en varios regimientos, lo que conllevaba una movilidad incesante. Los embusteros o pícaros aprovechaban las eventualidades que encontraban en sus caminos para actuar según sus diferentes motivaciones, aunque Antonio Calvo afirma que la impostura se practicaba principalmente para ascender socialmente.55
Como “al parecer español” era lo que encabezaban las descripciones de su persona, supo aprovechar sus características físicas y la información que obtenía por casualidad para aventurarse a aparentar ciertas calidades dentro de la sociedad novohispana. Al hacerse pasar por franciscano, cubría eficazmente el origen étnico, la posición económica, la ocupación, la situación familiar y la reputación personal, y esto lo hacía alguien respetable.56 Así como un siglo antes, Martín de Salazar, alias “Garatuza”, se valió de sus conocimientos adquiridos con los jesuitas para fingirse sacerdote y desenvolverse en diferentes ámbitos,57 Ayala empleó sus habilidades de leer y escribir para conseguir algo de atención y ayuda de algunas autoridades, y probar su suerte en diversas esferas sin que cuestionaran su procedencia.
Cartas y quejas desde Filipinas
Aun después de su cuarta condena -en 1769-, José Mariano mantuvo los intentos de comunicarse con la Inquisición mediante varias cartas que envió a autoridades y a ciertas religiosas que, sabía, entregarían sus escritos al Tribunal.58 En 1770, cuando aún se encontraba en el puerto de Acapulco esperando su traslado, se dirigió a los inquisidores para quejarse. Alegó estar detenido en aquel puerto porque el certificado de su sentencia no había llegado -el Santo Oficio debía emitirlo-, y agregó que no tenía:
quien me suministre los alimentos necesarios, pues que Vuestra Señoría ha ejecutado todo el rigor de ese Santo Tribunal y ninguna misericordia. Pido y suplico mande Vuestra Majestad se me ponga en ese Santo Tribunal y [se] ejecute por escrito, pues será providencia divina el que pague con el último rigor y no pierda mi alma con descuidos de que me pongan sin más de cargado [sic] de prisiones y sin ninguna caridad, lo que me motivó a regar hasta mi vida por las fugas que tengo hechas.59
Como decía haber escapado antes por la hambruna y demás limitaciones, daba a entender que el incesante estado precario en el que lo mantenían provocaba su mal comportamiento. Pero quizá no sabía que el tiempo que pasaban soldados y forzados en la costa antes de navegar, les servía para que se habituaran un poco a la atmósfera tropical a la que se enfrentarían en su destino, pues Acapulco tenía un clima parecido a las Islas.60
Los inquisidores volvieron a tener noticia de él por una carta en la que se autodenunció por haber cometido otro delito contra la forma sagrada, por blasfemar, renegar de ser cristiano y de querer escapar a los montes, deseos motivados por los altercados que tuvo con un teniente o sargento61 en el castillo de San Diego. Sucedió que, cuando De Ayala ya tenía el certificado de su sentencia, un sargento se la pidió y luego no se la había querido devolver. Para el reo, eso consistía un desacato porque, según los comisarios y los juramentos que había hecho, era una regla el guardar secreto de todo lo que había visto y pasado en la Inquisición, y que la certificación no debía verla nadie más que el “padre que se le eimpusiere [sic] espiritualmente”. José Mariano criticó que los castigos no fueran aplicados a todos por igual, porque a él, “tan sólo” por no haber cumplido su primera sentencia y fugarse, lo mandaban por toda su vida a Cavite y al sargento “por ser rico”, no le hacían nada.62 Decía que aquello le hacía protestar de la santa fe y concluía que:
si en alguna manera lo hay, hay dos glorias: para los ricos, las que pintan los predicadores y para los pobres, una sola como verbi gratia la del castellano y dos infiernos, como en las cárceles que hay separaciones para ricos y pobres.63
Por los periodos que había pasado en distintas cárceles, se dio cuenta de que las penas para aquellos que cometían faltas contra la fe o el Santo Oficio no eran las mismas según su condición social; esto lo convenció de que los lugares terrenales no eran más que un reflejo de lo que había en el más allá. Sobre la organización de las cárceles, las Siete Partidas64 señalan la importancia de las separaciones entre hombres y mujeres, y entre la calidad de las personas, pues si un hombre provenía de una buena familia, debía distinguirse de “los otros”. En la Real Cárcel de Corte, donde De Ayala fue recluido un par de veces, había un lugar destinado para los reos de familia acomodada. Los que cumplían su sentencia y los que esperaban la resolución de sus procesos, compartían lugares comunes. De esta forma, era fácil diferenciar las posiciones social, económica y hasta política de los reos. Aún si esta división no fuera empleada en todas las cárceles de los pueblos y conventos, era evidente que los castigos se aplicaban y se sufrían de manera diferente según la condición distinguida o menos afortunada de los presos.
Entre 1772 y 1773, la producción de misivas de nuestro personaje fue más constante. En 1774, se comenzó una última causa contra José Mariano a distancia, nuevamente por blasfemias y sacrilegio. Los inquisidores encargaron a fray Joaquín del Rosario, comisario del Santo Oficio en Manila, que reuniera testimonios y le diera las audiencias de oficio.65
En 1772, José Mariano de Ayala ya se encontraba a bordo del navío San Carlos rumbo a Filipinas. Si bien el tiempo y lo terrible de la ruta desde Acapulco a tal destino era menor en comparación con el viaje de Manila al puerto novohispano,66 no se puede omitir el temor siempre presente de enfermarse en altamar. La probabilidad de pasarla mal durante el trayecto dependía en buena medida de que las corrientes de aire favorecieran o atrasaran las embarcaciones. Es posible imaginar la incertidumbre que invadiría a los forzados si tenían que ser custodiados a todas horas y disponer de poca movilidad por los grilletes o el alivio limitado de los malestares físicos. Era más cómodo encontrar consuelo espiritual en los religiosos que iban en la nao y en los libros devocionales que éstos pudieran prestar a los pasajeros.67 Quizá por estas vicisitudes, nuestro personaje creyó pertinente escribirle en julio de ese año al bachiller don Bernardo de la Vega, a quien conoció en Acapulco porque había sido prefecto en el castillo de San Diego.
En un escrito le avisaba de su llegada a Cavite, se encomendaba a él y le decía que quedaba al pendiente de recibir noticias del bachiller, así como el reo acordaba informarle sus peripecias futuras.68 En otra esquela, De Ayala le describía su travesía:
traído con felicidad sin ninguna novedad a este puerto que dimos fondo el 7 de julio […] depositándonos en la galera siete presos […]; en la navegata [sic] la pasé muy bien, me vieron con mucha caridad los padres misioneros, los que me dieron tres camisas y todos los días me socorrían con un bocado, prestándome varios libros […]; cada semana frecuentaba los sacramentos.69
También le pedía que le enviara algunas medallas y un par de libros devocionales. Esto último le parecía casi imprescindible a la par de pedir vestido y alimento, ya que deseaba seguir con la práctica de la lectura durante su estancia en las galeras.
Cuando De la Vega presentó dichas cartas al Tribunal, era capellán en la Casa de la Misericordia en la ciudad de México. En Acapulco, había fungido como refugio espiritual para José Mariano, pues el bachiller confirmó que acordaron seguir en contacto.70 Pero éste no le dio el seguimiento esperado, mientras que De Ayala pensó que era alguien que podía interceder por él tanto en el plano espiritual como en el terrenal.
A partir del mes siguiente, José Mariano envió varias cartas al mencionado comisario en Manila, fray Joaquín del Rosario, quien remitió al Tribunal cerca de 12 escritos. En todos pedía que le mandaran a un religioso con licencia para confesarlo y absolverlo, se lamentaba por encontrarse enfermo con riesgo de morir, por sentirse ignorado y se quejaba de cómo lo trataban los vigilantes en las galeras.
Solicitaba saber si sus cartas por lo menos le habían llegado al comisario, ya que decía hallarse “bien malo cada día a peor del estómago, sin parar ni de día ni de noche” y como no había “más medicina ni más abrigo que la [del] alma”, tenía urgencia por confesarse. A los capellanes que acudían a la galera les solicitaba la absolución de sus pecados, pero por su tipo de “negocio”71 le indicaban que debía verlo con el comisario. Así que De Ayala le remitió a éste un “memorial” que contenía una denuncia de los pensamientos blasfemos que tuvo contra la virgen María, Jesús, Dios y algunos santos. Una muestra de lo que reclamó para sus adentros es lo siguiente. A Dios le dijo: “tú, grandísimo carajo, […] mientras más misa te oigo, y más te rezo, más te chiqueas, más dolores y trabajos me envías; a ver, este Dios tan mentado y por qué no salí del trabajo”.72 Arremetió contra la pureza de la Virgen María: “yo a rezarle a esta grandísima puta, y ella a fornicarme con dolores y trabajos”. Insultó a los santos Juan Nepomuceno y Francisco de Paula: “tener por devotos a estos grandísimos car[ajos ni] rezarles más, ni oírles misas, [es] perder tiempo de valor” y expresó que prefería que lo partiera un rayo.73
En las otras cartas, nuestro personaje incluyó advertencias sobre que en la galera no había más que provocaciones para ahorcarse.74 Lamentaba que los desterrados no contaran con suficientes raciones de comida, que murieran hombres todos los días sin que nadie los atendiera espiritualmente,75 y se quejaba por no haber encontrado consuelo con los padres misioneros que lo acompañaron a bordo. ¿Pero acaso esto último no contrastaba con lo enviado a De la Vega sobre la caridad recibida de los padres en el navío?
De Ayala también se afligía por la deficiente administración de la galera: en ningún otro presidio había visto que los hombres murieran “como chinche[s], por no haber ni hospital, ni médicos, ni ropa”; que la comida era muy poca para los forzados y ningún provecho les hacía a los enfermos. Dijo que, hasta ese momento, no había sido “abandonado de todos por mis enfermedades, tanto por la suciedad como por estar pasando toda la noche con los grillos y molestarles por dormir todos apeñuscados”.76 Aunque nuestro personaje ya había sido enviado a trabajar a los presidios -en Veracruz y poco tiempo como gastador en La Habana-, debió sorprenderle el reducido espacio dentro de las galeras.77
Asimismo, denunciaba que los guardias solían abrir las cartas de los presos. Un vigilante le quitó una esquela a José Mariano y había vociferado sus peticiones de confesarse y ser absuelto, así que advirtió que lo que era secreto del Santo Oficio, ya era asunto público: “¿En qué parte del mundo acostumbran leer lo que uno se precautela [no] lo sepan?”, y evidenció que no había sanciones para ellos, pero en cambio, “si fuera algún infeliz como yo, no hallaran castigo qué hacerle”.78 Con ello hizo un sutil recordatorio de que no acatar sus demandas -recibir el sacramento de la confesión y caridad por ser un desvalido- significaba no cumplir con los mandatos de la Iglesia. Así que De Ayala le aconsejó al comisario que examinara si había sido “bueno o malo vuestro padre como ministro del Tribunal”.79
Por otro lado, De Ayala logró contactar de nuevo al referido presbítero don Bernardo y también escribió a la Madre Luisa del convento de Santa Teresa la Antigua. A De la Vega le describió lo que vivían los presos en las galeras de Cavite, donde sólo había “medicina espiritual”:
y eso escasa [pues] si se llama al Capellán jueves, viene lunes, después de la oración. El que necesita sacramentos se va sin ello; ya no se puede abrir la puerta, se mueren los hombres como chinches y muchos sin saber a qué hora. […] Por milagro de Dios no nos apestamos quinientos hombres, todos revueltos de fiebre y otras enfermedades.80
Cabe enfatizar que, sin desviarse del tema principal (pedir manutención básica y alivio espiritual para él mismo), el tono de estas últimas cartas dirigidas al comisario y al presbítero había sido para delatar las condiciones insalubres en las que se mantenían a los presidiarios. Ya no sólo se quejaba de su situación personal, con las vívidas descripciones del día a día en las galeras pretendía mostrar que también sus compañeros forzados sufrían la escasez de alimento y la muerte de varios. De Ayala brindó un panorama en el que todos convivían apretujados entre enfermos y moribundos y no había respeto a la privacidad por parte de los guardias. Parecía que esto le generaba desconcierto porque la autoridad que castigaba a los que no cumplían u ofendían los preceptos de la fe era la misma que no atendía las necesidades espirituales, como mandar al capellán cuando se requería.
Los textos remitidos a la Madre Luisa, indirectamente, también iban dirigidos al Santo Oficio, como De Ayala lo insinuó en el contenido y confirmó después en las audiencias. En ellos se refería a las religiosas del convento de Santa Teresa burlonamente como “santas” y con términos de lascivia y holgazanería, dudaba de su papel como “esposas de Cristo”, cuando más bien eran ambiciosas y embusteras. Sobre los inquisidores, el reo protestó: “Ah, infelices, ellos son los que tienen la gloria, a los que entregaréis ese escrito y esa carta: estos son el verdadero Dios porque ellos condenan al infierno, que es la galera a donde estoy tan aburrido”.81 Que si había misericordia en el Tribunal, no era para pobres ni infelices como él, sino para los hombres acomodados, “pues aunque éstos cometan quizá más delitos que yo, se castigan con toda comodidad, no como se ha procedido conmigo y por una bobada”.82 Los culpaba de hacerlo vivir desesperado buscando su libertad y al mismo tiempo, los cuestionaba sobre por qué no le habían dado una “pena de ricos”, en referencia a mandarlo a pasar el resto de sus días en una celda o asignarle un padre para que lo instruyera en la religión. Concluía que haber nacido entre cristianos era un castigo más porque:
de haber Dios, habrá dos cielos, uno con una gloria como casa de pobres y otro con aquella comodidad de ricos, y también dos infiernos, uno para los pobres con las penas tan acerbas que lo pintan, y otro para los ricos con todas sus comodidades como también con todas sus prisiones bien regaladas, que no les falta más de la libertad.83
De Ayala pedía a los inquisidores que le demostraran que lo anterior no era verdad. De lo contrario, confirmaría que “el cielo era tener dinero”, que las galeras de Cavite eran el infierno y “las cárceles, el purgatorio”.84
El último escrito era otra denuncia contra sí mismo por haber cometido otro sacrilegio contra una hostia sagrada, luego de que en la galera se oficiara una misa con una rapidez inusual en la que no le permitieron que se confesara. Cansado de que no le hicieran caso y en lugar de “reventar delante de todos” -montar en cólera-, dijo que se extrajo la sagrada forma de la boca, y la conservó envuelta en un papel.85 En consecuencia, en 1776, el comisario de Manila envió a la Inquisición de México las diligencias seguidas para recuperar dicha hostia. Además de interrogar a De Ayala, también comparecieron soldados, religiosos y otros forzados.86 Fray Joaquín reportó que el reo simuló enfermedades -como parálisis- y estar muerto, pero que los azotes lo “hacían volver en sí”. Por su parte, De Ayala se empeñó en confundirlos sobre la hostia, al afirmar unas veces que la había guardado, en otras lo negaba o revelaba que ya la había quemado o perdido.87
La desesperación por no dar con ella, llevó a fray Joaquín a hacerle a De Ayala un requerimiento público en Cavite, con la intención de intimidarlo. Citó a “religiosos de todas órdenes: presbíteros y legos y clérigos” y “casi todos los vecinos más distinguidos de dicho puerto y otra mucha gente” fueron testigos de cómo le exigió que entregara la hostia, sin recibir respuesta favorable.88 Pero mientras era conducido a su calabozo, José Mariano confesó que, en realidad, lo que había conseguido y envuelto en papel fueron recortes de oblea sin consagrar, suministrados por un soldado a quien engañó al decirle que los necesitaba para cerrar cartas y pegar sus cajas de cigarros.89
Las declaraciones de José Antonio de Pantoja y de Pedro Luna, compañeros de embarcación y prisión de nuestro reo, arrojaron luz sobre que, en efecto, otros soldados y forzados sabían que De Ayala quería conseguir “retazos o recortaduras de hostias, que a su parecer las pediría para el efecto de persuadir y engañar a los señores jueces”.90 De Pantoja y Luna acordaron que De Ayala tenía un genio “tan caviloso, enredador y embustero”, que lo habían escuchado decir que anhelaba mucho volver a México, su tierra, y que no le faltaría ningún intento de regresar. Así que todas las escenas de la hostia, las cartas y blasfemias, les parecían un plan premeditado porque “desde su venida de México, [Pedro Luna] le oyó decir que tenía intención el dicho Ayala de volver a México en el mismo navío al siguiente viaje”, y que después de la primera visita de las autoridades a la galera para buscar la oblea sagrada, Luna notó en el reo “extraordinaria alegría”.91
Las últimas audiencias de oficio de José Mariano de Ayala en Manila duraron cuatro días.92 Al comisario le preocupaba la difusión y el alcance de sus ideas en contra de la verdadera fe, pero De Ayala respondió que nadie más sabía de sus blasfemias, tampoco que alguien más se las hubiera enseñado y que en ningún libro las había leído, sino que habían nacido de su “sola maldad”. Al contrario, enfatizó que nunca tuvo ignorancia de la doctrina cristiana.93 Parecería que sus opiniones en contra de la religión y la sociedad cristianas las obtuvo a partir de la misma instrucción que recibió y de los libros devotos que le prestaban. Ese material y lo que ocurría a su alrededor fueron su base para dudar y ver los contrastes entre los preceptos religiosos que la sociedad del momento tenía como indiscutibles y los tratos que tenían con él y sus compañeros de celdas y presidios.
Además de usar las blasfemias como expresiones de chantaje y rebeldía, José Mariano en sus cartas dejó entrever una especie de esperanza sobre ser visto y escuchado. Aunque la mayoría de sus escritos se destacó por ser vituperios, cuando se dirigió al bachiller don Bernardo de la Vega por primera vez, sólo le comunicó las noticias de su llegada a Cavite y el bienestar que había pasado en su travesía. Después cambió ese discurso para provocar compasión, pero primero tuvo la expectativa de mantener contacto e intercambiar noticias en adelante con quien había sido prefecto y su consuelo espiritual en Acapulco. Y más adelante, entre los papeles enviados al comisario de Manila, pedía saber si por lo menos le habían llegado aquellos escritos y lamentaba sentirse ignorado por todos y aburrido en la galera.
A partir de los grupos de papeles remitidos de Manila a la Inquisición de México en 1774 y 1776, el fiscal Juan de Mier y Villar elaboró la acusación contra De Ayala en 1777, que fue enviada y leída al reo hasta 1779 por un representante del fiscal. José Mariano apeló en su defensa que el deseo de volver a Nueva España era tan sofocante que le provocaba una “ofuscación del entendimiento”, y le hacía montar en cólera para pensar, escribir y hacer desatinos contra la fe, no porque fuera hereje.94
Los inquisidores fijaron la última sentencia de José Mariano de Ayala en 1784. Por quinta ocasión, lo mandaban a salir en auto público de fe y sufrir las penas físicas y vergüenzas acostumbradas, aunque esta vez por las calles de Manila y ser mantenido por toda su vida en el mismo lugar del que quería salir: las galeras de Cavite. La única diferencia es que añadieron una instrucción que probablemente les hubiera ahorrado tantos sobresaltos y disgustos: la prohibición de escribir.95 Pero nuestro personaje no cumplió su penitencia porque falleció un año antes -1783-, en el hospital de San Juan de Dios en Manila96 con aproximadamente 45 o 46 años, y la muerte fue lo único que pudo cesar su constante necesidad de cometer embustes y comunicar sus pensamientos por sentirse como “un pájaro en una jaula dorada que procuraba su libertad”.97
Consideraciones finales
Al ser hijo de padres no conocidos, la calidad de José Mariano resultaba difusa. El desconocimiento de su genealogía, a pesar de haber sido criado en una familia española -no se especificaba si era criolla-, y en apariencia pasar como uno de ellos, jugaba un papel importante en la sociedad novohispana. Como la desigualdad se acentuaba, algunos peninsulares se acercaban a la marginalidad, pero en general este sector seguía siendo visto como adinerado, poderoso e influyente y gozaba de cierta imagen favorable debido a su “figura e identidad”.98 Por esta percepción positiva sobre los españoles, el caso de De Ayala revela un problema de identificación o pertenencia a grupos de la población novohispana, pues a la menor oportunidad, José Mariano fingió poseer cierto estatus social muy diferente al que realmente tenía y del que siempre fue consciente.
El apodo Garatuza aludía al carácter enredador y caviloso del pícaro,99 rasgos que utilizaron los compañeros de galera de José Mariano para describir su personalidad. Desde el inicio del proceso quedó claro que sus blasfemias las creía y escribía en su “entero juicio”, pero las críticas y los cuestionamientos que nuestro personaje hacía, no las predicaba ni buscaba con ellas adeptos o seguidores, como lo habrían hecho los alumbrados o ilusos que también fueron calificados como embusteros. Estos individuos inconformes con su condición social de pobreza y deshonor, mediante la supuesta intermediación celestial, explotaron o aprovecharon la santidad y la buena fe de sus vecinos para alcanzar algo del reconocimiento social.100 Al tiempo que De Ayala empleaba la impostura para huir de la Inquisición y sobrevivir cuando escapaba de sus sentencias, también descifró los temores de quienes le rodeaban para ganar refugio, atención médica y espiritual. Cabe preguntarse si durante sus andanzas y vagabundeos buscaba además construirse una identidad o sentido de pertenencia del que carecía desde el día en que nació y sus primeros protectores fallecieron. A través de enredos, podía hacer propios aquellos vínculos institucionales y familiares que no podía obtener por vías legales.
Así como los esclavos negros que blasfemaban para que el Santo Oficio interviniera e interrumpiera de alguna forma sus sanciones físicas, De Ayala vio en este delito un medio para evitar su castigo, para llamar la atención e intentar que se acataran sus peticiones, y para mejorar su estadía en cárceles si la Inquisición lo llevaba a las secretas. Los “insensatos populares” -estudiados bajo ese nombre por María Cristina Sacristán- también ofendían y acusaban a Dios por sus desdichas económicas y al sentirse abandonados cuando buscaban alguna respuesta sobre sus padecimientos, especialmente los de baja extracción social.101 A pesar de las circunstancias que separan los casos de los alumbrados, de los esclavos y de los “insensatos”, un rasgo común entre ellos era el desarraigo social, que también está presente en el proceso de De Ayala.
Como primer acercamiento, la sola supervivencia pudo haber sido el móvil que impulsaba a José Mariano a anunciar que había insultado a la corte celestial, pues junto con el delito de profanar la sagrada hostia, notó que sólo así le tomaban declaración y le preguntaban cuál era su motivo. Ahí era cuando confesaba que todo nacía de su propia maldad, y reforzaba que sus experiencias y los tratos dados por las autoridades eran lo que incitaban sus impulsos de pactar con el demonio, de quitarse la vida, de negar a Dios, de preferir otra religión y creer que “el cielo era tener dinero”. Este intento de chantaje sólo tenía validez en los mismos términos del compromiso de sus parientes y las autoridades religiosas respecto de la obediencia de las normas sociales y religiosas. Pero por su comportamiento en las cárceles de la Inquisición y el que haya huido de tener techo y comida seguros durante su estadía en La Profesa, no concuerdan con una conformidad de sólo querer encontrar comodidades mínimas para vivir.
¿Pero qué podría quedarle a un sujeto cuyos parientes, o lo más cercano que tenía a una familia, lo habían entregado a las autoridades como delincuente cuando era joven? A este individuo sin una posición social definida, pero que sabía leer y escribir, le preocupaba sentirse ignorado, aburrido en las galeras y observó que sólo a partir de sus delitos, sus conocidos, los religiosos, la Inquisición y otras autoridades volteaban a verlo y lo interrogaban. Así, tenía una oportunidad de manifestar sus inquietudes, de pedir respuestas sobre las injusticias que notaba y preguntar si era cierto todo lo que había leído en los libros devocionales, y escuchado en las misas y juramentos.
Se pintaba como el cristiano más ejemplar con el derecho de juzgar que no se cumplían los mandatos de la Iglesia y que sus delitos eran una simpleza en comparación con los desacatos o no ejercer la caridad con él, por lo que dejaba a la imaginación de los inquisidores y sus tutores las “precisas consecuencias que acarrearía su negativa”.102 Sus blasfemias y reniegos se leen como una transferencia de culpa por sus padecimientos a los representantes de la Iglesia y a las instituciones encargadas de vigilar el cumplimiento de la fe, porque sus contradicciones e hipocresía obstaculizaban el ejercicio de sus deberes como un cristiano.
A pesar del orden social tan desigual al que se enfrentó desde joven, su reprobación y groserías hacia la religión y la comunidad cristiana no significaban un deseo de revocación de las reglas sociales; al contrario, denunciaba lo que no se practicaba con rigor para que se corrigiera. José Mariano sólo contaba con los elementos e ideas adquiridos a partir de su instrucción y experiencia durante los encierros sin proponer una reforma de las políticas o costumbres sociales. Nuestro reo no contaba con otras herramientas intelectuales para salirse de la lógica social en la que se desenvolvía. Si bien cuestionaba “la legitimidad del discurso religioso en el que se justificaba la desigualdad entre los hombres”,103 sus blasfemias revelan que De Ayala creía profundamente, pues trataba de darle un sentido al mundo celestial de acuerdo con las observaciones que hacía de la vida terrenal.
La conocida riqueza de fuentes que hay en los volúmenes del ramo Inquisición del Archivo General de la Nación permitió ahondar en las cartas y el dibujo de un personaje particular como este reo para comprender cómo entendía las prácticas religiosas y las funciones que debía ejercer cada cristiano. Finalmente, el caso de José Mariano de Ayala podría resumirse en que manejaba dos discursos: fuera del encierro pretendía pertenecer al sector más privilegiado y dentro de las cárceles, quería hacer a todos testigos de sus penurias y provocar compasión. Pero sus constantes transgresiones sociales y religiosas le valieron como medio para sobrevivir y sentirse visible en una sociedad jerarquizada y ante unas autoridades que temía, fueran el reflejo del mundo celestial: el dinero era el cielo, las galeras eran el infierno y las cárceles el purgatorio.