En 1645, el provincial de la Compañía de Jesús en la Nueva España, el cordobés Andrés Pérez de Ribas, publicó en Madrid un voluminoso tomo con el expresivo título de Historia de los triunfos de nuestra santa fe entre gentes las más bárbaras y fieras del Nuevo Orbe en el que se narraba con gran detalle la historia de los inicios de la misión jesuita en el noroeste de México. Pérez de Ribas no hablaba de oídas, pues él mismo había pasado 16 años entre las sierras y desiertos de las remotas regiones del noroeste mexicano. La obra, de casi 800 páginas impresas a dos columnas, constituye la relación más importante de la empresa jesuítica en dicha región. El grueso tomo se divide en dos partes y la primera, que consta de siete libros, se dedica a describir los intentos de conversión de la región de Sinaloa, mientras que la segunda parte, compuesta de cinco libros, narra, en particular, la conversión (y posterior rebelión) de los indios Tepehuanes. El último libro, el XII, se dedica a los intentos de evangelización de la Florida por parte de los jesuitas.1 Los historiadores modernos han hecho uso de la Historia por la gran cantidad de información que aporta sobre las costumbres y modos de vida de los diferentes grupos indígenas que habitaban esta zona de México en la primera mitad del siglo XVII. Pero la obra contiene otro tipo de información que el etnohistoriador tiende a pasar de largo: en la parte final de cada uno de los doce libros el autor dedica varios capítulos a narrar las vidas y violentas muertes de muchos de los misioneros jesuitas. Con un tono hagiográfico, Ribas presenta a los misioneros como auténticos mártires que murieron en defensa de la religión cristiana. Para el etnohistoriador, la hagiografía, con sus fantásticas historias de traición indígena y martirio misionero, es un género que no resulta de mucha utilidad. Por supuesto, Pérez de Ribas veía las cosas de manera muy diferente, pues para él dichas historias no eran sino la parte principal de la obra y lo que le daba su razón de ser. Es en estas biografías que cierran cada uno de los doce libros que conforman la obra donde el autor precisamente sitúa el clímax y desenlace de los diferentes relatos que componen la Historia. A este respecto, la obra se halla saturada de gráficas y macabras imágenes de sangre, tortura y muerte. Así describe Pérez de Ribas la muerte de uno de los jesuitas durante la rebelión de los Tepehuanes:
Antes de matarlo le cogieron en alto ocho indios, diciéndole por escarnio las palabras que dél habían oído en la misa: Dominus vobiscum, y respondiendo otros, Et cum spiritu tuo. Y trayéndole desta suerte, desde afuera le tiraron un flechazo que le pasó la espalda de parte a parte. Y después, para que fuera su muerte más cruel, le cogieron entre tres y los dos dellos lo tenían por los brazos, en forma de cruz, para que muriera como su Señor y Redemptor Nuestro, Jesucristo. El tercero de los indios con una hacha le abrió el cuerpo de alto a bajo, diciendo el bendito padre antes de expirar: "Haced hijos míos de mí lo que quisiéredes, que por mi Dios muero". Y con esto dio su alma a Dios en suavísimo holocausto.2
Este tipo de escena, con sus detalladas y sangrientas descripciones, se repite una y otra vez a lo largo de la obra de Pérez de Ribas. Pero este énfasis en lo sangriento y macabro no es peculiar de Pérez de Ribas, sino que forma parte de una literatura que se había desarrollado enormemente desde la segunda mitad del siglo XVI, como consecuencia del enfrentamiento entre católicos y protestantes. Pero a pesar de este renacimiento de la cultura martirial en la segunda mitad del Quinientos, las historias martiriales que tienen como escenario el Nuevo Mundo no aparecerán hasta mediados del Seiscientos. La razón de esta tardanza se debió a que la actividad misional sistemática en las fronteras de esa parte del imperio español no comenzó hasta este periodo. Y esta actividad sistemática no empezó antes porque hasta entonces la China y el Japón, pero sobre todo éste último, habían movilizado el fervor evangelizador de las Órdenes religiosas. Mientras el Japón apareciese como el gran objetivo misional, las (desde la perspectiva europea), remotas y desoladas fronteras americanas ofrecían muy poco atractivo.
Si, para finales del siglo XVI, las poblaciones de los antiguos imperios de Mesoamérica y los Andes ya habían sido convertidas al cristianismo (en teoría al menos) la labor misionera de las Órdenes había quedado reducida a lejanas y generalmente inaccesibles regiones, habitadas por poblaciones de "bárbaros" que ocupaban el último lugar de la escala de civilizaciones de los religiosos.3 En opinión de muchos, la capacidad de estas poblaciones para comprender las complejidades de los dogmas cristianos era casi nula y el proceso de conversión de estas gentes no se podía comparar a los intentos de evangelización de las ricas y complejas civilizaciones de la China y el Japón. Eso explica que América se convirtiera en escenario martirial sólo cuando el Japón se desvaneció del imaginario de las órdenes religiosas como el teatro de conversión más prometedor y excitante, aunque la China, como se verá más adelante, seguiría ejerciendo una poderosa atracción en los ardores misioneros.
Aunque los jesuitas habían empezado a extenderse por las fronteras americanas del imperio español desde finales del siglo XVI, no será hasta mediados del XVII cuando sus esfuerzos evangelizadores se concentren en el Nuevo Mundo por la progresiva desaparición de las oportunidades de misión en otras áreas del globo. Y esta concentración en el Nuevo Mundo se corresponderá con la aparición y desarrollo de una literatura martirial que marcará la creación de las correspondientes fronteras misionales. Sin embargo, los mártires, o por mejor decir, las obras de contenido martirial, sólo tendrán una presencia significativa en los momentos iniciales de consolidación de la correspondiente frontera misional. Como se verá en las páginas que siguen, en un corto espacio de tiempo, entre 1639 y 1646, los jesuitas publicarán historias y relaciones en las que se relata con gran detalle los esfuerzos evangelizadores de la Compañía en tres remotas zonas fronterizas de América: el noroeste de México, el Paraguay y el sur de Chile. Estas obras señalan claramente el interés de la Orden en afirmar su presencia en las fronteras americanas del imperio español, pero son, además, las primeras crónicas jesuitas del Nuevo Mundo en las que el discurso martirial juega un papel fundamental. Más tarde, en la década de 1680, aparecerá otra crónica fronteriza, la de la región amazónica, que se puede considerar como la última gran crónica misional jesuita del siglo XVII.
El renacimiento de la cultura martirial
La cristianización gradual de la Europa medieval había tenido como resultado la casi completa desaparición del fenómeno martirial, que tanto había caracterizado los siglos iniciales del cristianismo. Aunque esta desaparición convirtió dicho fenómeno en un recuerdo distante en la Europa bajomedieval, la cultura religiosa había permanecido profundamente imbuida con el concepto de martirio. Al fin y al cabo, el cristianismo es una religión basada en la idea de un salvador-mártir y las obras sobre la pasión de Jesucristo, las prescripciones para sufrir con paciencia, y el arte de bien morir gozaron de gran predicamento en el cristianismo bajomedieval.4 Esa misma cultura religiosa se hallaba dominada por el culto a los santos y sus reliquias. Muchos de los santos más populares en la Europa bajomedieval (Pedro, Pablo, Sebastián, Lorenzo, Andrés, Lucía, Bárbara) eran, o así se creía, santos mártires de la Antigüedad. Además de sus reliquias, ya fueran auténticas o no, representaciones vivamente imaginadas de la pasión y muerte de estos mártires de la Antigüedad que se hallaban presentes por todas partes en la Europa bajomedieval. Esta cultura bajomedieval no sólo persistiría sino que sería reforzada a lo largo del siglo XVI como consecuencia de las divisiones religiosas de la época.5 Miles de hombres y mujeres, principalmente en los Países Bajos, Francia e Inglaterra, fueron ejecutados judicialmente por causa de sus creencias religiosas, sobre todo en el siglo XVI. Sus simpatizantes les rendían homenaje como genuinos mártires que habían muerto defendiendo la verdadera religión, mientras que sus detractores los denunciaban como falsos mártires. En este sentido, estos mártires se nos presentan como la encarnación literal de los desacuerdos doctrinales que caracterizaron el cristianismo de los siglos XVI y XVII.6
En el caso concreto de los católicos, éstos afirmarían con rotundidad la importancia del martirio como instrumento divino en la lucha contra la herejía. Si en una de las últimas sesiones del Concilio de Trento en 1563 se promulgaron varias resoluciones subrayando la efectividad de imágenes y reliquias en la propagación del catolicismo, el jesuita Antonio Possevino, estudioso de las teorías artísticas, insistía, poco después de la conclusión del concilio, en que las representaciones de martirios debían ser "sangrientas y vívidas" para que así produjeran un mayor impacto en el espectador.7 No sería por casualidad que gran parte de los espacios públicos de los colegios e iglesias jesuitas de este periodo quedaran saturados de terribles imágenes martiriales.8
Aunque las sociedades católicas de Europa se hallaban impregnadas de imágenes martiriales, la probabilidad de que los miembros de dichas sociedades, especialmente los habitantes de la monarquía hispánica, sufrieran martirio era prácticamente nula. En el caso de España, la uniformidad religiosa se había conseguido de manera temprana, y los escasos intentos por introducir el protestantismo en la península se habían erradicado de manera veloz e implacable. No obstante, si los católicos españoles tenían pocas posibilidades de sufrir martirio en su propio país, las fronteras del imperio hispánico les ofrecían amplias oportunidades para demostrar su fervor religioso. Los miembros de las órdenes religiosas aceptarían el desafío con gran fruición, contribuyendo a la causa de la Iglesia católica por todo el mundo con un sinnúmero de mártires. Es por esta razón que, al examinar la importancia histórica del fenómeno martirial en la frontera norte, debemos situarlo necesariamente en un contexto imperial. La presencia de mártires, además, no se limitó al Nuevo Mundo, sino que se dio en muchos otros lugares, siguiendo las fronteras del imperio español, un imperio que, no hace falta recordar, era de ámbito global. Sería en estas fronteras, precisamente, donde adquiriría su mayor importancia, en esas zonas de contacto (o de fricción) donde la civilización hispánica se encontraba con otras culturas y otras religiones. Si se ha argumentado que en el transcurso del proceso de evangelización de Europa a lo largo de la Edad Media, dondequiera que la cristiandad se encontraba con una frontera, necesitaba de mártires,9 podríamos afirmar que, en la Edad Moderna Temprana, allá donde las órdenes religiosas se topaban con una frontera, se hallaban igualmente necesitadas de mártires.
El fenómeno martirial en el mundo hispánico no se produce en todas partes al mismo tiempo, sino que se mueve temporal y geográficamente según aparecen y desaparecen las ocasiones de martirio. Tiene sus inicios en Europa, con la persecución contra los católicos en Inglaterra, en particular contra los jesuitas, durante el reinado de Isabel I. Las historias de mártires jesuitas empezarán a circular por Europa a partir de 1580, con el inicio de la misión de Inglaterra. La Corona española, en su lucha contra "el cisma de Inglaterra" apoyará la creación de varios colegios jesuitas en España (San Albano en Valladolid y San Gregorio en Sevilla) para educar a seminaristas ingleses e irlandeses que, una vez terminados sus estudios, debían regresar a Inglaterra para, desde la clandestinidad, intentar la reconversión de la isla. Pero una vez arribados a su destino, muchos fueron descubiertos, detenidos, acusados de alta traición y condenados a una cruel muerte (muchos otros mártires jesuitas procedían de los colegios ingleses de Douai y de Roma).10 De este modo, Inglaterra se constituirá en la primera frontera martirial jesuita, la que se podría definir, desde la perspectiva de la Orden, como la "frontera de la herejía".11 Aunque la persecución contra los católicos ingleses continuó durante las primeras décadas del siglo XVII, con el acceso al trono en 1625 de Carlos I, un monarca con una actitud más positiva hacia los católicos, Inglaterra prácticamente dejó de aparecer como tierra de mártires.
Esta persecución fue el hecho histórico que sirvió para activar el fenómeno martirial en el mundo hispánico, puesto que hasta finales del siglo XVI la existencia de mártires era prácticamente nula. La evangelización de América en el siglo XVI no produjo ni mártires ni una literatura martirial. Los primeros miembros de las órdenes que llegaron al Nuevo Mundo, especialmente los franciscanos, lo hicieron con la expectativa de crear una sociedad cristiana ideal, sin que la esperanza de alcanzar el martirio jugara ningún papel relevante en su motivación para cruzar el Atlántico. Además, era ese un momento en el que la reforma protestante estaba dando sus primeros pasos y todavía no se habían creado las profundas divisiones religiosas que contribuyeron al renacimiento de la cultura martirial en Europa. Bartolomé de las Casas ni siquiera admitía la posibilidad del martirio. Para él, los religiosos que habían perecido a manos de los indígenas en el transcurso de la conquista habían muerto, no por su condición de evangelizadores, pues los indios ni siquiera conocían el Evangelio, sino por ser españoles e ir acompañados de crueles conquistadores que robaban y asesinaban indiscriminadamente.12
A finales del siglo XVI, los franciscanos ya habían perdido, en gran medida, el ímpetu evangelizador que los había caracterizado, hallándose la mayoría de ellos cómodamente instalados en sus parroquias y doctrinas.13 Los jesuitas, por el contrario, pertenecían a una Orden nueva, poseída de un gran impulso evangelizador y sin una experiencia misionera que los condicionara. Además, cuando arriban al Nuevo Mundo a partir de la década de 1570, lo harán imbuidos de una cultura martirial en pleno desarrollo en Europa. Esta cultura se manifestará en gran medida a través del "deseo de las Indias", el deseo que mostraban numerosos miembros de la Orden para que se les enviara a las Indias, ya fueran las orientales o las occidentales, y, con ello, la posibilidad, siempre presente, de morir de manera violenta en defensa de la religión católica. El archivo jesuita de Roma guarda miles de indipetae, peticiones de jesuitas de toda Europa para que se les enviara a alguna de las misiones establecidas por la Compañía en Asia o América y que requerían el permiso del general de la Orden. En el caso de la provincia jesuita de la Bética, por ejemplo, la gran mayoría de estas peticiones se concentran en las últimas décadas del siglo XVI y la primera mitad del XVII, es decir, en el momento de mayor auge de la cultura martirial.14 No obstante este deseo martirial tardara algún tiempo en desarrollarse, pues en la década de 1560 todavía no parece hallarse presente. Prueba de ello es la encuesta solicitada por Jerónimo Nadal, general de la Orden, durante su visita a las provincias ibéricas en 1561 y 1562. De los casi 700 jesuitas españoles y portugueses que respondieron a la encuesta, tan sólo 3 citaron el deseo de alcanzar el martirio como una de las razones que los había llevado a entrar en la Compañía, mientras que el deseo de ir a las Indias sólo se cita en 10 ocasiones.15
Será sólo a partir de 1580, con el inicio de la misión de Inglaterra y del incremento en la persecución de los católicos ingleses, cuando la cultura martirial empiece a calar en la sociedad hispana. Al mismo tiempo que los católicos eran perseguidos en Inglaterra, en el extremo sur de Europa, y como consecuencia del enfrentamiento entre musulmanes y cristianos en la frontera del Mediterráneo, miles de cautivos cristianos, pertenecientes a todos los estamentos sociales, se hacinaban en las prisiones de Argel y Marruecos a la espera de su redención por las órdenes religiosas dedicadas a ello (los mercedarios y trinitarios). La existencia de esta población cautiva daría lugar a la aparición y desarrollo de una copiosa literatura sobre el cautiverio en la que se definía a los cautivos como "mártires cristianos" que sufrían persecución a manos de los infieles mahometanos.16 En ese sentido, el Mediterráneo se constituirá en una segunda frontera martirial, que se podría definir como la "frontera de la infidelidad", la cual quedará en manos de las órdenes redentoras y en la que los jesuitas no tendrán ninguna presencia. Aunque el norte de África seguiría siendo tierra de cautivos hasta inicios del siglo XIX, es en las primeras décadas del siglo XVII (el periodo que va aproximadamente desde la expulsión de los moriscos en 1609 hasta 1640) cuando se produce un gran incremento en el número de cautivos. Es en este periodo cuando Argel se convierte en el lugar por antonomasia del cautiverio cristiano y, por extensión, en locus martirial. A partir de la segunda mitad del Seiscientos, por una serie de circunstancias tanto internas como externas, la actividad corsaria magrebí descenderá notablemente, y con ello el número de cautivos cristianos, aunque volverá a resurgir a finales del siglo, esta vez centrada en Marruecos.17
En el otro extremo del globo, desde la segunda mitad del siglo XVI, las órdenes religiosas (jesuitas, franciscanos y dominicos, en particular) aspiraban a la conquista, si no militar, al menos espiritual de la China y del Japón. Tras algunos éxitos iniciales, a finales de la centuria los gobernantes del Japón decidieron prohibir la predicación del cristianismo en sus dominios. Las primeras décadas del siglo XVII se caracterizarán por una violenta persecución de los cristianos japoneses y de los miembros europeos de las órdenes reli giosas, muchos de los cuales, desobedeciendo las órdenes de expulsión, permanecerán clandestinamente en el Japón. Muchos pasarán a engrosar las listas de "mártires del Japón" que las órdenes se encargaban de publicar regularmente.18 Si a esto añadimos la producción por parte de las órdenes de una extensa literatura polémica sobre los mártires del Japón, que circulará profusamente tanto por el mundo hispánico como por el resto de Europa, se entiende que en la primera mitad del siglo XVII, el Japón se convirtiera en el locus martirial por excelencia, constituyendo, quizás, la más importante frontera martirial, que, desde la perspectiva jesuita se veía como la "frontera del paganismo civilizado".19 Estos mártires jugarán, además, un destacadísimo papel en el enfrentamiento entre españoles y portugueses por el control del Asia oriental, convirtiéndose, asimismo, en un arma poderosa en la feroz competencia que existía entre los jesuitas, por un lado, y los franciscanos y dominicos, por otro, por control de las misiones del Asia oriental.20 Pero cuando en 1640, la práctica totalidad de los miembros de una numerosa embajada portuguesa de Macao, que había viajado al Japón para solicitar el restablecimiento de la actividad comercial, fueron ejecutados por contravenir la expresa prohibición de la entrada de extranjeros en tierras japonesas, Japón dejará definitivamente de ser un foco de evangelización (aunque no desaparecerá del imaginario europeo como lugar antonomástico de martirio).21
En este sentido, no fue por casualidad que Pérez de Ribas publicase su voluminosa crónica repleta de mártires en 1645. Para entonces, tanto Inglaterra como Japón y el norte de África habían dejado de suministrar energía al ímpetu evangelizador y redentor de las órdenes religiosas. Es el momento en el que los jesuitas centran su mirada en las misiones de las remotas regiones fronterizas de América, las cuales vendrán a constituir una última frontera misional que, a ojos de los misioneros europeos, se definirá como la "frontera del paganismo salvaje".22
La irrupción de los jesuitas en las fronteras americanas
La Compañía de Jesús fue la última de las grandes órdenes religiosas en llegar a América. Cuando se establecieron en el continente, en 1568 en el Perú y en 1572 en México, el ardor evangelizador de los primeros años de la conquista se había desvanecido en gran parte. Al inicio, los jesuitas se concentraron en las ciudades de españoles, fundando colegios y seminarios para atender las necesidades espirituales y educativas de éstos. Pero para finales del siglo XVI se observa un aumento de su interés por la evangelización de los pueblos indígenas que habían escapado a la dominación de los españoles, un interés claramente acorde con el ímpetu misional de ámbito mundial que caracterizaba a la Orden. Además, este es un momento en el que la Corona española deja de ver con buenos ojos las conquistas militares, tanto por razones prácticas (carecía de los recursos para sostener la incorporación de nuevos territorios) como ideológicas. En la segunda mitad del siglo XVI, la Corona había legislado en contra del uso de medios violentos para convertir a los indígenas al cristianismo; los nuevos asentamientos deberían siempre ir acompañados de la conversión pacífica y voluntaria de los nativos. La Corona había incluso eliminado la palabra "conquista" de su vocabulario, reemplazándola con el eufemismo "pacificación".23 De este modo, prácticamente se dejaba en manos de las órdenes religiosas la expansión de las remotas fronteras del imperio americano.
El año de 1591 marcará la reanudación del trabajo misional de la Compañía en el Nuevo Mundo, tras el fallido intento de establecer una misión en la Florida en la década de 1560.24 Será este año cuando los padres Gonzalo de Tapia y Martín Pérez lleguen a Durango, capital de la gobernación de Nueva Vizcaya. De allí partirán hacia la provincia fronteriza de Sinaloa. Tan sólo tres años más tarde, en 1594, el padre Tapia morirá a manos de los indios que trataba de evangelizar, pasando a disfrutar del honor de ser considerado el primer mártir jesuita de las vastas regiones fronterizas del norte de la Nueva España. Pero no será hasta medio siglo después que Pérez de Ribas escriba su Historia y con ello marque la consolidación de la frontera misional del noroeste. Pérez de Ribas escribe para defender la acción jesuita y así justificar el dispendio que le suponía a la Corona española el intento de evangelización de poblaciones tan remotas.25 Para ello, Pérez de Ribas, como tantos otros autores antes que él, apela a los intereses materiales de la Corona, arguyendo que sin convertir antes a los nativos al cristianismo será muy difícil que los españoles puedan penetrar en el territorio para extraer sus riquezas minerales. Dicha extracción no supondrá ningún perjuicio para los nativos, aclara el autor, puesto que ellos no se aprovechan de las minas existentes en sus tierras. La existencia de esta riqueza mineral en tierras habitadas por gentes tan "fieras y bárbaras" es, para Ribas, un gesto de la clemencia divina, pues Dios la había plantado allí para que por medio de ella se les pudiese comunicar a sus habitantes la luz del Evangelio.26
A pesar de estas preocupaciones de carácter secular, o tal vez a causa de ellas, la Historia de Pérez de Ribas constituye, sin duda, el ejemplo más acabado de la literatura martirial situada en el Nuevo Mundo. Pero, a pesar de su insistencia en la ferocidad de los habitantes de la frontera norte de la Nueva España, el autor no ve estas muertes como un caso único, sino que las sitúa en un contexto martirial de ámbito global. Así, al relatar las muertes de los padres Julio Pascual y Manuel Martínez en la misión de Sinaloa, el autor recuerda los muchos jesuitas que han muerto en Inglaterra o en el Japón en defensa de la religión católica.27 Aunque si Pérez de Ribas disponía de una abundante literatura martirial tanto antigua como moderna en la que inspirarse para redactar su obra, al momento de su composición los jesuitas apenas estaban empezando a desarrollar esta literatura en tierras americanas. Antes de 1645, los jesuitas tan sólo habían publicado un par de obras de temática martirial. La primera es una breve relación de la muerte en 1628 de tres sacerdotes jesuitas en la misión del Paraguay. Escrita por el italiano Juan Bautista Ferrufino, procurador general de la provincia del Paraguay, apareció sin licencia ni aprobaciones de ninguna clase, y sin lugar ni fecha de publicación. Es un librito en cuarto de tan sólo sesenta páginas y compuesto con un tipo de letra muy grande. Claramente se escribió para que se leyera, especialmente por el rey mismo, al que iba dirigido. Según su autor, los tres mártires representan "el primer fruto de la fe en aquellas provincias dilatadas, que comenzadas ya a regar con sangre, esperan adelantarse en fecundidad a otras muchas". Y le suplica al monarca que "envíe un copioso escuadrón de religiosos soldados" para que saque a los nativos de su ceguera espiritual.28
Esta obrita se podría considerar como el prólogo de otra de mayor significación y en la que el discurso martirial juega un papel importante. Se trata de la Conquista espiritual del Paraguay del jesuita limeño Antonio Ruiz de Montoya. En muchos aspectos, es una obra similar a la de Pérez de Ribas: al igual que éste, Ruiz de Montoya, el gran impulsor de la misión jesuítica del Paraguay, no hablaba de oídas pues había pasado veinte años en las selvas de aquella región; la relación también se publicó en Madrid, donde Montoya se hallaba residiendo como procurador de la provincia del Paraguay, saliendo a la luz en 1639, tan sólo unos años antes que la Historia. La Conquista espiritual está dividida en 81 capítulos y en los primeros se describe, de manera sumaria, la provincia del Paraguay y sus diversas poblaciones indígenas. La mayor parte de la obra, sin embargo, está dedicada a describir todas las reducciones que los jesuitas han fundado hasta la fecha. Intercalados entre estas descripciones se encuentran los martirios de cinco miembros de la orden, muertos a manos de los indígenas. Los últimos capítulos están dedicados a narrar los destrozos causados en las reducciones por las incursiones de los bandeirantes brasileños en busca de esclavos indígenas.29
Pero la Conquista espiritual, aunque una obra de gran significado no tiene la densidad de la Historia de Pérez de Ribas. Es una obra de tan sólo doscientas páginas y no alcanza ni la calidad literaria ni la profundidad etnográfica de la Historia. Lo que distingue y le da su fuerza a la Conquista espiritual es la urgencia con que está escrita, pues supone una intervención sobre el futuro misional e imperial del Paraguay, que se veía seriamente amenazado por las incursiones de los bandeirantes de San Pablo. En opinión de Montoya, la sangre de los mártires había producido "el fruto copiosísimo de veinte y cinco poblaciones o reducciones que la Compañía tiene hoy firmes en la fe y obediencia de Su Majestad", pero las incursiones de los paulistas ponían en peligro estos avances. Ruiz de Montoya se había trasladado a Madrid en 1638 como procurador de la provincia precisamente para recabar el apoyo y protección de la Corona.30 Los jesuitas no podían contar para su defensa con la población del Paraguay de origen europeo, que se mostraba hostil a que los indígenas de las reducciones se vieran eximidos de la encomienda y del servicio personal a los colonizadores. Dada la escasez de recursos de la Corona, los jesuitas concluyeron que la única posibilidad de supervivencia de las reducciones era armar a la población indígena, pero para eso tenían que vencer la prohibición de que los indios portaran armas de fuego. Ruiz de Montoya fue enviado a España precisamente con ese cometido. Un año después publicaba su relación sobre la misión del Paraguay que, sin duda, ayudó a convencer a las autoridades regias para que permitieran la creación de las milicias guaraníes y, con ello, se garantizara la supervivencia de la misión.31
La otra gran crónica jesuita que aparece a mediados del siglo XVII, y que marca igualmente el establecimiento definitivo de otra remota frontera misional en América, es la Histórica relación del reino de Chile del jesuita chileno Alonso de Ovalle, que se publica en Roma en 1646, justo un año después de la publicación de la Historia de Pérez de Ribas. Los jesuitas llegaron a Chile en 1593, poco antes de que se produjera la gran rebelión indígena de 1598-1599. Desde que Pedro de Valdivia conquistara el norte de Chile en 1540, los invasores españoles habían sido incapaces de someter a los nativos araucanos.32 Como los habitantes de la frontera norte de México o los del Paraguay, los araucanos o mapuches se caracterizaban por vivir en asentamientos dispersos y por un poder político descentralizado. Una característica de estos pueblos era el hecho de que la guerra constituía, ya antes de la llegada de los españoles, un fenómeno central en la articulación de la sociedad indígena y en la elaboración de su identidad. A esto habría que añadir que esta población mostró gran habilidad para adaptarse a las necesidades de la guerra contra los españoles. A estos factores específicos de la frontera araucana habría que añadir otros, comunes a todas las fronteras americanas, como eran el escaso número de españoles y las dificultades de abastecimiento de una región tan remota, todo lo cual explicaría la incapacidad española para someter a la población indígena.33
La Historia relación de Ovalle aparece cinco años después de la celebración de lo que, en las fuentes hispanas, se conoce como las paces o parlamento de Quillín y refleja el optimismo jesuita ante lo que se creía una paz duradera que haría posible la evangelización de los indígenas de la Araucanía.34 El libro de Ovalle es una edición muy cuidada y elegante, de casi 500 páginas a dos columnas, con numerosas ilustraciones, entre las que se incluye el martirio de los tres jesuitas mencionados más arriba. Incluye también un enorme mapa plegado de Chile con escenas de la atroz guerra entre españoles e indios que había durado cien años y de la firma de la paz en 1641.35 La obra de Ovalle es muy similar y al mismo tiempo muy diferente a la de Pérez de Ribas. Dividida en ocho libros, los dos primeros describen la geografía y naturaleza chilenas y el tercero a sus habitantes. Del libro cuarto al séptimo se narra, de manera cronológica, la invasión y colonización de Chile por los españoles y la fiera resistencia de sus habitantes al dominio español, especialmente de aquellos que habitaban al sur del rio Biobío. El libro octavo y último, que es el más largo de todos, pues ocupa casi una cuarta parte del total, se dedica a los esfuerzos evangelizadores de los jesuitas por tierras chilenas.
Si Pérez de Ribas escribe como etnógrafo, Ovalle lo hace más como naturalista, ya que se muestra especialmente interesado en describir la naturaleza y geografía chilenas, alabando la abundancia y fertilidad de su suelo, su clima semejante al de Europa, la variedad de sus ríos, la riqueza de su flora y fauna. Como alguien que había nacido y crecido en Chile, Ovalle muestra un aprecio por su tierra natal que no existe en la crónica de Pérez de Ribas (ni en la de Ruiz de Montoya). Mientras que Chile se representa como un frondoso vergel, el noroeste mexicano aparece dominado por una naturaleza agreste y salvaje, de escarpadas sierras y amenazantes desiertos. Esta naturaleza agreste se corresponde perfectamente con la fiereza y barbarie de sus habitantes. Por el contrario, Ovalle, a pesar de la violencia fronteriza, tiene una visión mucho más positiva de los indígenas de Chile, dedica varios capítulos a describir la nobleza y valentía de los nativos, algo que habría sido impensable en los casos de Ribas y Montoya. También resulta llamativo que nunca se refiera a ellos como "bárbaros", un término que Ribas utiliza continuamente. Esto tiene que ver, sin duda, no sólo con el hecho de que Ovalle sintiera una cierta identificación con la población originaria de Chile, sino, muy probablemente, con que, en la etnografía de la barbarie desarrollada por Acosta, éste había colocado a los araucanos no en la tercera sino en la segunda clase de bárbaros, junto a los aztecas e incas. Acosta tenía, en general, una opinión favorable de estos pueblos, sobre todo de los incas, sin duda, por ser los que mejor conocía.36
Aunque, a primera vista, el discurso martirial no ocupa un lugar tan prominente en la crónica de Ovalle como en las de Ribas y Montoya, pues sólo se narra la muerte en Elicura en 1612 de los jesuitas Martín de Aranda, Horacio Vechi y Diego de Montalbán, el martirio, no obstante, juega un papel altamente simbólico en la estructura de la obra. El libro VII, y penúltimo, está dedicado a dichas muertes y concluye con el establecimiento de la paz de Quillín, como si el autor quisiera dar a entender que con la sangre de los mártires jesuitas se había abierto la puerta a la pacificación y conversión de la frontera chilena. El libro viii, y último, por tanto, se dedica al "Principio y progresos que ha tenido la fe en el Reino de Chile", progreso que se debía, evidentemente, a los esfuerzos de la Compañía de Jesús. Ovalle concluye su Relación reproduciendo un largo memorial que le había dirigido a Mucio Viteleschi, Prepósito General de la Compañía, en el que expresa de manera apasionada la urgente necesidad de religiosos que tiene la misión de la Araucanía. Ésa era la razón que había traído a Ovalle a Europa, primero a España, a reclutar "apostólicos operarios" para la remota misión de Chile, y después a Roma, para continuar su labor de alistamiento. Y esa era la razón que le había llevado a escribir su magna obra, para dar a conocer al público europeo un lugar tan desconocido y apartado como Chile y así facilitar la labor de reclutamiento.
La alargada sombra de la China y el Japón
En su intento de reclutar novicios y de obtener fondos de la Corona para sus respectivas fronteras misionales, tanto Ovalle como Pérez de Ribas y Ruiz de Montoya tenían que competir con la misión de China y el precedente del Japón, que había quedado marcado en la conciencia contemporánea con la sangre de numerosos mártires. Esta competencia era tal que Hernando de Santarén, uno de los primeros jesuitas en intentar cristianizar a los acaxees de Sinaloa, reflexionando en 1602 sobre las difíciles condiciones en que realizaba su misión, debido a su soledad y aislamiento, falta de alimentos y escaso éxito en las conversiones, manifestaba que no se arrepentía de su decisión de llevar el cristianismo a tan remota región y, para darse ánimos, se decía a sí mismo, "aquí está el Japón y aquí está la China".37
Esta atracción por la conversión de las civilizaciones asiáticas no era privativa de los jesuitas. Los franciscanos y dominicos también mostraron un enorme interés por las misiones de Asia. Desde mediados del siglo XVI, los franciscanos de Nueva España empezaron a ver la conversión de China y Japón como un objetivo mucho más atractivo que el Nuevo Mundo. El propio Bernardino de Sahagún expresaba en 1576 un gran optimismo por las posibilidades evangelizadoras que la China ofrecía, en contraste con su creciente pesimismo respecto al futuro del cristianismo en México, "donde -según escribía- la Fe Católica tiene muy flacas raíces, y con muchos trabajos se hace muy poco fruto y con poca ocasión se seca lo plantado y cultivado". En contraste con América, en la China "hay gente habilísima, de gran policía y de gran saber". Para Sahagún, si el cristianismo consigue implantarse en China durará muchos más años que en la Nueva España o el Perú, donde la fe católica está como de paso. En ese sentido, la evangelización de América no habría sido sino el paso necesario para alcanzar el verdadero premio: la evangelización del "gran reino de la China".38
A mediados del siglo XVII, China y Japón seguían ejerciendo una extraordinaria atracción en la imaginación religiosa. Así, Ruiz de Montoya se ve obligado a señalar en su crónica que el objetivo de su relato no es el comparar la misión del Paraguay con "otras muy lustrosas", ya que el que busque en su escrito "las casas y palacios, la policía, las sedas, los vestidos japoneses, la variedad de comidas y regalos", no las hallará porque en el Paraguay la única vestidura y traje que existe es la que "al nacer concede la naturaleza a los humanos". Pero Ruiz de Montoya se apresura a señalar que a pesar de la pobreza de la misión, al Paraguay no le faltan los mártires que tanto abundan en el Japón.39 Es, sin duda, por esta razón que, al final de la primera parte de la Historia de Pérez de Ribas, la narración se interrumpe para intercalar una digresión del autor en la que se intenta demostrar que el trabajo de los misioneros entre gentes tan "bárbaras y fieras" es una actividad tan digna como las otras misiones de evangelización que los jesuitas llevan a cabo entre las "naciones nobles, políticas y de lustre del mundo", como las de la China y el Japón.40 Pérez de Ribas reconoce que es legítimo el dudar que alguna vez se pueda convertir de verdad a los habitantes de regiones tan inhóspitas como el noroeste mexicano, debido a "su corta capacidad, como lo demuestran sus bárbaras e inhumanas costumbres, sin género de policía de repúblicas ni reyes ni gobierno", siendo normal que cunda el desánimo entre los misioneros al tener que lidiar con gentes tan primitivas, todo lo cual les puede hacer dudar del valor de arriesgar sus vidas por semejante empresa que nunca traerá los frutos deseados. A esta duda Pérez de Ribas responde que lo que hace más llevaderos semejantes peligros, e incluso puede hacerlos más deseables, "es la esperanza del martirio".41 Efectivamente, el martirio ocupa un papel fundamental en la Historia, pues sin mártires las misiones jesuitas del noroeste mexicano corrían peligro de caer en la irrelevancia, además de poner en peligro el continuo apoyo de la Corona española.
Pero por esta razón, Pérez de Ribas tiene que dejar bien claro que las muertes de estos jesuitas constituyen auténticos martirios, ya que muchos podrían argüir que los indios habían matado a los jesuitas simplemente por su violencia innata o sus salvajes costumbres. Para él, el verdadero martirio sólo tiene lugar cuando se derrama la sangre y se pierde la vida "por la gloria de Dios y de su santísima fe, y no por el antojo de un bárbaro, que cortó la cabeza o cubrió de flechas a un ministro de almas, por sola costumbre que tenía el tal bárbaro de quitar la vida a todos los que no son de su nación, teniendo a todas las demás por enemigas".42 Aunque es cierto, reconoce Pérez de Ribas, que los indios no utilizan los mismos métodos que se usaban en las persecuciones de la Antigüedad, donde los mártires eran juzgados en un tribunal que examinaba sus creencias religiosas y los condenaba a muerte a causa de ellas, él insiste una y otra vez que los nativos matan a los religiosos "en odio de nuestra Santa Fe y por perseguirla", pues son siempre los "hechiceros" ("falsos sacerdotes" e "instrumentos del demonio", como él llama a los especialistas religiosos de los pueblos nativos) los que generalmente promueven de manera consciente la muerte de los misioneros. Prueba de ello son las señales que habían dejado algunos de ellos en el trance de su muerte. Por ejemplo, después de matar al padre Gonzalo de Tapia, los indios le cortaron la cabeza y el brazo izquierdo, pero cuando intentaron cortarle el derecho, no lo consiguieron por mucho que lo intentaron. La razón era, según Pérez de Ribas, que el religioso había muerto haciendo la señal de la cruz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, que además son los mismos que se utilizan para sujetar la Sagrada Forma, señal inequívoca, en opinión del autor, de que Tapia había muerto por la fe de Cristo.43
Alonso de Ovalle también es consciente de la desventaja a la que se enfrenta la misión de la Araucanía al tener que competir con las de la China y el Japón, pero, al contrario que Pérez de Ribas, él transmite una visión optimista del cristianismo indígena, y piensa que si todos los indios de América no se han convertido ya es simplemente por la falta de religiosos y porque "el tiempo no ha dado lugar a penetrarlo todo". No niega que muchos misioneros hayan derramado su sangre en América, pero esta sangre no es nada comparada con toda la que se ha vertido en "la persecución del Oriente". Al contrario de lo que sucede en Asia, en el Nuevo Mundo los nativos se convierten fácilmente, porque sus religiones eran tan sólo "ignorancias y desvaríos de gentiles, que como nieblas a la presencia del sol, se desbarataron y desaparecieron luego al rayar de la primera luz de nuestra católica religión, sin que fuese menester gastar tiempo en disputas y argumentos para convencer y persuadir su verdad". En cuanto a la irrefutable evidencia de la oposición al cristianismo de los pueblos del centro-sur de Chile, Ovalle tiene una visión bastante simplista de sus causas, ya que, según él, este rechazo es sólo una cuestión de "apetito sensual", el cual impide a los indígenas aceptar que, al convertirse al cristianismo, tengan que conformarse con vivir con una sola mujer.44
La sombra de las misiones de China y Japón seguirá presente muchos años después en la mente del colombiano Manuel Rodríguez, procurador general de las provincias jesuitas de Indias en Madrid, quien en 1684 publicó un extenso volumen de más de 400 páginas en folio para defender las misiones de los ríos Marañón y Amazonas. Los jesuitas, que durante mucho tiempo habían ignorado aquella región, entraron en ella por primera vez en el año de 1638.45 La obra de Rodríguez, aunque tan monumental como la de Pérez de Ribas, carece del estilo dinámico y de las cualidades literarias de esta última. Además, el discurso martirial ocupa un lugar mucho menor en la narrativa. El proyecto fundamental de Rodríguez al escribir su crónica radica en demostrar los beneficios de la misión amazónica, a pesar de su lejanía, aislamiento y pobreza, lo que la convertía en una empresa poco atractiva. Rodríguez intenta transmitir a su audiencia la idea de que será más fácil conquistar a los nativos del Amazonas con misioneros que con una expedición militar, aunque no se deba excluir la presencia de soldados que protejan a los religiosos en sus correrías por las selvas amazónicas. Rodríguez también recomienda que se establezca un presidio donde sea más conveniente. Pero, por supuesto, esta fuerza militar debe de estar siempre supeditada a las necesidades de la misión y debe servir para proteger a la población indígena de los abusos de los colonos europeos, ejerciendo, de este modo, "una suave violencia" que servirá para atraer a los indígenas a la fe cristiana.46 Rodríguez sostiene que, aunque desde los tiempos de Pizarro se había intentado conquistar la zona militarmente numerosas veces, dichas empresas siempre habían fracasado, insinuando con ello que la conquista del Marañón y del Amazonas debía dejarse en manos de la Compañía.47 Puesto que el resto de las órdenes religiosas habían mostrado poco interés en la zona, para Rodríguez estaba claro que "la cristiandad de el Marañón la reservó y la entregó Dios al cuidado de la Compañía".48
Rodríguez se enfrenta al mismo problema al que cuarenta años antes había tenido que hacer frente Pérez de Ribas: cómo justificar una misión en un lugar tan inaccesible y en el que el éxito de la evangelización era más que dudoso. A lo largo de toda la crónica hay una insistencia en la falta de misioneros y de medios y una queja más o menos explícita hacia los que "pueden y deben enviar predicadores a la mucha gentilidad de las Indias y no los envían".49 Hacia el final del libro, Rodríguez cita por extenso una carta escrita por un jesuita napolitano desde Quito (la misión del Marañón dependía del colegio jesuita de Quito) en la que cuenta sus experiencias en América, a la espera de ser enviado a la misión del Marañón, y en la que se lamenta amargamente "del poco aprecio que parece se hace destas misiones". Sus propios correligionarios, parientes y amigos napolitanos habían intentado disuadirle de su marcha a las Indias, argumentando que el viaje era tan peligroso que nunca llegaría vivo y, en caso de que sobreviviese, viviría siempre "enfermo e inhábil"; incluso habían solicitado al general de la orden que le impidiese el viaje. En su carta, el jesuita señala que en Nápoles muchos de sus compañeros insistían en que si quería dedicarse a la evangelización de paganos e infieles, en vez de marcharse a las Indias, debería ir a la China, que era una empresa mucho más "gloriosa". Para el napolitano, sin embargo, las misiones entre "indios pobres" son mejores que las misiones entre "los ricos de la China". Al contrario que los chinos, los nativos de la región amazónica se sujetan a la religión cristiana con suma facilidad: "en hallando un indio no hay sino abrazarle, darle un regalillo de vestido u otra cosa, instruirlo y después bautizarlo. [...] El bautizar uno es bautizar todos los de su nación, por no tener tirano ni bonzos ni religión ni secta que les impida convertirse". Para demostrar las ventajas de la misión amazónica, el jesuita establece una serie de comparaciones entre las dos culturas:
[En la China] los convertidos, que son señores y políticos, presumidos de sabios, no tienen la sujeción que deben al padre si no es que fuese un San Francisco. Aquí es el padre el superior, el patrón y, en su estimación, su rey y su pontífice, obedeciéndole con todo rendimiento. [...] Allá la lengua y caracteres sínicos son muy difíciles de aprenderse. Acá en tres meses puede aprenderse la lengua de estas naciones. [...] Allá son altivos y soberbios de natural. Acá es indecible la humildad y docilidad de estos gentiles, como de todos los demás indios, que tanto se sujetan por su pusilanimidad a los españoles, aunque tal vez se les han rebelado algunos.
El autor insinúa que con los chinos pasará lo mismo que con los turcos, que a pesar de estar tan cerca de Europa nadie se molesta en ir a convertirlos, porque, a causa de su pertinacia, son "inconvertibles". Por último, el autor de la misiva no puede dejar de hacer referencia a la cuestión del martirio: "Una cosa podrán decirme los que aspiran a la China y Japón: que allí hay martirio y aquí no, como me decían en Nápoles". El problema con la misión del Amazonas es que aunque también ha tenido sus mártires (tres cita el autor), nadie se acuerda de ellos, aunque el propio autor no parece muy seguro de que dichas muertes puedan ser calificadas de martirio. Por ello concluye que, sea martirio o no, lo que está claro es que la muerte de estos religiosos a manos de los indios fue "por Cristo y por amor de su fe".50
El atractivo, tanto material como intelectual, de las misiones de Asia suponía un serio obstáculo para el reclutamiento de religiosos. Existe cierta ironía en el hecho de que el martirio en la China se viera como más probable (y más auténtico, según los cánones martiriales, pues se asemejaba más a los martirios de la Antigüedad) que el de las fronteras americanas, a pesar de que la misión china, en realidad, no había producido un solo mártir hasta la fecha. No obstante, es necesario señalar que el Nuevo Mundo siempre ejerció una atracción especial entre ciertos sectores de la población católica europea. Para Gerónimo Pallas, un joven jesuita calabrés que en 1617, a la edad de veintitrés años, fue enviado al Perú, la misión a las Indias se caracterizaba por "los excesivos trabajos, grandes infortunios e innumerables peligros de perder la vida", y por eso, concluye Pallas, dicha misión "es un martirio y quien la emprende y lleva adelante no vence menos de lo que los mártires padecieron". Pero es por esta razón, precisamente, que los miembros de la Orden con vocación de mártires "piden instantemente ser enviados donde mayores ocasiones hay de padecer".51
La retórica del martirio
Cuando los autores jesuitas del siglo XVII se sentaban a escribir sus crónicas misionales tenían a su disposición una enorme literatura martirial, tanto antigua como moderna, de la que podían nutrirse para inspirarse (aunque la mayoría de esta literatura no se había originado en tierras americanas). La existencia de este "archivo" martirial es de gran importancia, pues si aspiramos a entender el significado último de la Historia de Pérez de Ribas y de toda la literatura martirial de este periodo, no sólo es necesario situar estas obras en su contexto político-religioso, sino que además debemos examinar su contexto discursivo y su intertextualidad. En su monumental tratado sobre el martirio en la Europa de la Temprana Edad Moderna, Brad Gregory sostiene que el estudio del fenómeno martirial debería servir de correctivo a ciertas tendencias historiográficas recientes que minimizan la importancia de la teología y el dogma en las controversias religiosas de la época de la Reforma protestante. Este énfasis en la teología, sin embargo, puede llevar a una lectura demasiado literal de las historias de mártires y a minimizar la importancia de la idea de "martirio" como un concepto teórico que es necesario deconstruir. Las historias impresas de mártires son textos complejos con múltiples niveles de lectura que requieren de un análisis tanto textual como contextual. En este sentido, los textos martiriales tienen un carácter tanto denotativo (reflejan la realidad) como connotativo (son constitutivos de la realidad), aunque esto es algo que, sin duda, se puede aplicar a cualquier documento histórico.52
El análisis textual es incluso más importante cuando estudiamos el fenómeno martirial en un contexto imperial y colonial, como es el caso de la práctica totalidad de los mártires del Nuevo Mundo, cuya existencia fue básicamente textual, ya que estos supuestos martirios ocurrieron en áreas remotas y aisladas y no frente a cientos de espectadores, como fue el caso de los mártires europeos. En otras palabras, la existencia de los mártires hispanos dependió siempre de la palabra escrita, sin la cual sus persecuciones y suplicios apenas habrían tenido alguna repercusión. Sin la relación escrita y, sobre todo, impresa, la fuerza político-religiosa del mártir se habría visto seriamente disminuida. Esto no significa dudar del deseo de muchos miembros de las órdenes religiosas de sufrir y morir en nombre de su religión, pero no podemos subestimar el papel que jugaron los autores de martirologios y crónicas martiriales en crear y recrear las historias que daban forma y substancia a la cultura martirial.53
Como ha mostrado Maureen Ahern en su estudio de la Historia de los triumphos de nuestra santa fee, Pérez de Ribas adopta de manera eficaz los tropos más comunes del género hagiográfico a la acción jesuita en la frontera norte. En el Prólogo de la Historia, el autor equipara los trabajos de la Compañía en Sinaloa a principios del siglo XVII con las misiones de los primeros apóstoles, cuya sangre martirial sirvió para fertilizar la semilla del cristianismo.54 La descripción del martirio del padre Gonzalo de Tapia en 1594, en tiempos de la primera misión a Sinaloa, es paradigmática a este respecto, al evocar las muertes de los primeros cristianos, despedazados por las fieras en los anfiteatros romanos. En ese sentido, el vertido de la sangre del fundador de la misión de Sinaloa tiene el mismo efecto que el derramamiento de la sangre de los mártires de la Antigüedad, pues ambas sirven para extender el cristianismo por el mundo. Al mismo tiempo, Pérez de Ribas equipara las muertes de jesuitas en la frontera norte con la misma Pasión de Jesucristo. Recuérdese, por ejemplo, la muerte del misionero citada al inicio de este artículo, donde el autor hace explícita esta idea: según su relato, los indígenas habían sujetado al sacerdote "por los brazos, en forma de cruz, para que muriera como su Señor y Redemptor Nuestro, Jesucristo". De este modo, el cuerpo torturado del misionero deviene en la perfecta representación del emblema fundamental de la Pasión de Cristo.55
Las descripciones de las muertes de los misioneros en tierras americanas siempre siguen el mismo modelo: premonición, viaje hacia el locus martirial, traición de un chamán o de un cacique, encuentro o captura, tormento, ejecución, sucesos milagrosos y clarividencia retroactiva (después de cada muerte, el autor recuerda las premoniciones que anunciaban la escena martirial). Igualmente, se pone gran énfasis en la recuperación de los restos de los misioneros muertos (las reliquias son imprescindibles para crear el culto al mártir; además, con las reliquias el mártir se asimila al santo).56 El relato de las muertes, en 1628, de Roque González de Santacruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo en las selvas del Paraguay es un buen ejemplo de todo esto. En esta ocasión el traidor está representado por la figura de Potiravá, indio apóstata que actúa como la conciencia indígena de Ñezú, cacique principal y "famoso hechicero", el cual, según nos cuenta el autor de la relación, se resentía de la influencia que los tres jesuitas habían conseguido entre los nativos. Así le habla Potiravá a Ñezú:
Ya ni siento mi ofensa ni la tuya, solo siento la que esta gente advenediza hace a nuestro ser antiquo. [...] ¿Por ventura faltan ejemplos en el Paraguay de quien son los españoles, de los estragos que han hecho en nosotros? [...] ¿Quién duda que los que nos introducen ahora deidades no conocidas, mañana, con el secreto imperio que da el magisterio a los hombres, introduzgan nuevas leyes o nos vendan infamemente a donde sea castigo de nuestra credulidad un intolerable cautiverio? 57
A pesar de la intrínseca maldad con que se intentan representar las ideas de Potiravá, en última instancia sus palabras pueden verse como un contradiscurso de rebeldía indígena en oposición al discurso ortodoxo del autor de la crónica y que deja entrever la existencia de lo que puede haber sido una resistencia más o menos determinada por parte de la población indígena de la zona a los avances del colonialismo europeo.58 Por otro lado, las palabras de Potiravá también podrían dejar entrever un velado criticismo por parte del autor hacia los excesos del régimen laboral de la encomienda o de los intentos de esclavizar a la población indígena.
El momento álgido de la narración martirial se alcanza cuando Ñezú se deja influir por las palabras de Potiravá y ordena la muerte de los misioneros. La muerte del padre Juan del Castillo toma la forma de un suplicio prolongado, que se describe con gran detalle. Así, después de matar a los padres Roque y Alonso, los conjurados acuden a su choza, dispuestos a acabar con su vida:
Aquí comenzó a padecer de veras, primero dándole palos terribles y después, atándole con una soga las manos y la cintura, le sacaron del pueblo abominable para darle con más dilatados tormentos la muerte no merecida. [...] Comenzaron, pues, a arrastrarle hasta un arroyo [...] Le dio Quarobay tres heridas con una espada [...] Cayó el venerable soldado de Cristo y era esto lo que ellos querían, que ayudase la flaqueza del santo a la crueldad de sus matadores. Y así le arrastraron por la falda de un monte, tan áspero y con tal violencia, que a pocos pasos no le quedo hilo de su vestido, sino sola una media [...] Desta suerte desnudo le arrastraron tres cuartos de legua, sacándole gran copia de sangre, tanto las muchas heridas como la vergüenza de verse descubierto. [...] Unos le pasaron los ijares con saetas, otros con los arcos le punzaban los ojos, otros otras partes igualmente sensibles, haciendo su cobarde crueldad ingeniosos tormentos en el santo. [...] Con dos grandes peñas le deshicieron la cara y le molieron el cuerpo, dando con esto fin a su muerte y principio a su inmortalidad.
Tras la muerte del mártir, o durante el martirio, los verdugos suelen proceder a profanar y ridiculizar todo lo que tenga que ver con el cristianismo, en un proceso de inversión ritual. Así, el autor de la relación nos informa de que los indios, tras dar muerte al padre Castillo,
pasaron a la iglesia y rompiendo cuanto había venerable en ella, reservó para sí Ñezú los sagrados ornamentos. [...] Se revistió el sacrílego la casulla y con ella salió a la vista de su pueblo triunfante. Y haciendo traer delante de sí los infantes bautizados por el padre, él con diabólicos ritos, rayéndoles la lengua y el pecho, daba a entender que les borraba la divina señal que hermoseó sus almas con el bautismo.
Maureen Ahern sostiene que esta apropiación por parte de los indígenas alzados de los objetos y símbolos asociados con la autoridad religiosa de los españoles debería entenderse como gráfica manifestación de rechazo a dicha autoridad y, al mismo tiempo, como una afirmación de la soberanía indígena.59 Esto es muy probablemente así si tomamos la narración de Ruiz de Montoya al pie de la letra. Pero también es posible que estas inversiones rituales, que, curiosamente, se repiten en prácticamente todas las crónicas martiriales de América, fueran simplemente una convención narrativa, producto de una creencia, dominante entre los jesuitas, según la cual las religiones indígenas no eran sino una inversión diabólica de los rituales del cristianismo.60
Las muertes de los misioneros siempre se describen como felices o dichosas muertes, puesto que el martirio es un don divino que garantiza la ascensión al cielo del mártir. Por eso, cuanto más brutales sean los suplicios, más "excelente" o "ilustre" y más auténtico (más parecido a los modelos de la antigüedad) se considera el martirio. Para alcanzar el martirio debe existir la voluntad de morir. Cuando al padre Castillo se le desata la soga con que los indios le habían atado las manos, él mismo les dice: "Volved a atarme, que muero de buena gana".
Tras la muerte del mártir se suceden los hechos milagrosos. Los indios abandonan el cuerpo del padre Castillo en el monte para que sea devorado por las fieras y no quede rastro de él, pero como las fieras, "por respeto", dejan su cuerpo indemne, deciden quemar sus restos en una gran hoguera. Intentan hacer lo mismo con el cuerpo del padre Roque González, pero una voz que sale de su cuerpo les dice a los indios: "Habéis muerto mi cuerpo pero no mi alma, que está ya entre los bienaventurados en el cielo. Muchos trabajos os han de venir con ocasión de mi muerte, porque mis hijos vendrán a castigaros". Este hecho milagroso sólo sirve para enfurecer más a Ñezú, quien intenta ahogar las voces, pero al darse cuenta de que no pueden salir de los labios por estar destrozados por los golpes de las clavas, deciden abrirle el pecho. Las voces, sin embargo, todavía se oyen, y todos concluyen que deben de salir del corazón, por lo que se lo arrancan, lo atraviesan con una flecha y lo arrojan al fuego. Sin embargo, el fuego no consigue consumirlo. De este modo, el corazón del padre Roque, al ser posteriormente recuperado por los cristianos, se convertirá en valiosa reliquia. El relato concluye con el castigo de los verdugos y la recogida de reliquias:
No quedó sin castigo esta atroz inhumanidad, [...] porque los indios de la Candelaria y de otras reducciones [...] tomaron debida venganza de aquellos sacrilegos alevosos. [...] Pero lo que más hace a nuestro propósito fue la presa que tuvo esta vitoria. [...] Recogieron las sagradas reliquias, cuerpos, vestidos y sangre de los santos, con que pasando triunfantes por las reducciones de aquella tierra [...] llegaron a la ciudad de la Asunción, adonde a vista de tan glorioso espectáculo [quedó] conmovido el pueblo y toda la nobleza.
El castigo de los culpables de las muertes de los religiosos es un aspecto indispensable del relato martirial, tanto es así que en el caso de la muerte del padre Pedro Suárez a manos de los abijiras en 1667, relatada en la crónica amazónica de Manuel Rodríguez, este castigo se realizó nueve años después de dicha muerte. Aunque la identificación de los asesinos después de tan largo tiempo resultaba más que improbable, este detalle no parece preocupar al autor, pues lo que importa es dejar constancia de que los culpables reciben su merecido castigo.61
Las relaciones martiriales no sólo se nutren de la hagiografía a la hora de construir sus relatos. Algunos autores sostienen que las historias de santos y mártires se valieron de los recursos de los libros de caballerías, que tan populares eran en la época, para incrementar el atractivo de sus historias.62 Sin embargo, las historias caballerescas son muy diferentes a las martiriales.63 Donde sí encontramos muchos rasgos comunes es con la novela de aventuras de los siglos XIX y XX, cuyas características perduran hoy en muchas películas fantásticas y de aventuras producidas por Hollywood.64 Como en las historias martiriales, los protagonistas de las novelas y películas de aventuras son siempre héroes masculinos carismáticos, que representan el orden patriarcal y que se caracterizan por su coraje, astucia, capacidad de liderazgo, fortaleza y perseverancia. En las historias de aventuras, la figura del héroe se halla en continuo peligro; la acción es constante y se desarrolla en lugares exóticos, y estos lugares siempre se encuentran dominados por una figura masculina demoniaca, características todas que encontramos en los relatos martiriales. El cuerpo del héroe juega un papel fundamental en ambas historias: es de una fortaleza y resistencia tan increíbles que desafían a la razón. Al mismo tiempo, se intenta transmitir al lector una sensación de horror a través de la tortura y mutilación del cuerpo del héroe. Finalmente, las historias de aventuras, como las de mártires, se desarrollan en un contexto imperial europeo (el locus por antonomasia de la historia de aventuras es la frontera), lo que les presta a estas historias un contenido político implícito.65 La gran diferencia entre un tipo y otro de historia es, obviamente, el destino final del protagonista: mientras que en el relato de aventuras el héroe siempre sobrevive, en la historia martirial no le queda más remedio que morir, única manera de alcanzar el título de mártir.
El martirio del padre Cristóbal de Mendoza, narrado por Ruiz de Montoya en su Conquista espiritual, es representativo de todo lo dicho. Nacido en Santa Cruz de la Sierra y miembro de una de sus más nobles familias, Mendoza, acompañado de algunos fieles, se vio un día atacado por un numeroso grupo de indígenas. Sin dudar un momento, Mendoza saltó sobre un caballo y se lanzó al contraataque, pero su decidida defensa se vio entorpecida cuando su caballo cayó en un lodazal. Dando voces a los suyos para que huyesen al monte y se salvasen, el padre Mendoza le arrebató la rodela a un indio para guarecerse de la lluvia de flechas que sobre el caían, aunque no pudo impedir que una flecha le golpease la sien, dejándole aturdido. Habiendo recibido varios golpes en la cabeza y dos flechazos, el cuerpo del jesuita se vino a tierra. Allí los indios "lo molieron a palos", lo desnudaron y le cortaron una oreja "por trofeo". Para suerte del sacerdote, antes de que pudieran rematarlo, empezó a llover y los indios, que tenían intención de quemar el cuerpo, decidieron dejarlo para el día siguiente y salieron huyendo para guarecerse de la lluvia. Según nos cuenta el autor de la relación, Mendoza
Volvió en sí bien tarde de la noche obscura, hallóse desamparado de los suyos, desnudo y metido en un pantano, la cabeza rota por dos partes, la sien herida, las espaldas atravesadas de saetas, y su cuerpo todo ensangretado [sic]. Levantóse el invicto mártir y medio arrastrando se apartó algún trecho, buscando algún abrigo, mas ¡cómo lo había de hallar en la campiña! Dejo a la consideración lo que este santo haría toda aquella noche.66
A partir de este momento, los elementos de la narración son los típicos del relato martirial: cuando los indios regresaron a la mañana siguiente, viendo que el misionero seguía vivo, empezaron a burlarse de él, preguntándole que dónde estaba ese Dios del que tanto predicaba. En respuesta, Mendoza, a quien aparentemente todavía le quedaban fuerzas para mantener una conversación, empezó a amonestar a los indios para que se convirtieran al cristianismo y a amenazarlos "con el riguroso castigo con que Dios castiga a los rebeldes". Los indios le mandaron callar, pero como él seguía hablan do, "con un machetazo que le dieron en la boca le derribaron los dientes, que -añade Ruiz de Montoya- recogidos por un muchacho que se halló presente y le ayudaba a misa, los tenemos hoy por reliquias". A pesar de este acto de brutalidad, los indios no consiguieron que el padre Mendoza se callara. Esta persistencia nos conduce al clímax martirial. Ruiz de Montoya menciona que Mendoza le había dicho en cierta ocasión en que los dos se hallaron en peligro "que deseaba un martirio breve y repentino, por no ver tan de espacio la cara de la muerte". Montoya añade de manera tersa y sucinta: "No se le concedió, porque se le dilató la vida con una larga muerte, para que a pena larga siguiese largo premio y no se pusiese duda en su martirio". El relato continúa así:
Prosiguió el santo con su predicación y ellos con sus golpes y porrazos, cortándole los labios de la boca, la oreja que le quedaba y las narices, repitiendo por mofa lo que el santo solía decir a los cristianos en la explicación de la doctrina. Atravesado en un palo, lo llevaron a un bosquecillo para que allí muriese, y como si su boca estuviese muy entera les dijo el gusto con que moría y el amor que tenia a sus almas, deseando lavarlas en las aguas puras del bautismo. [...] Cansados ya de maltratar el santo, le sacaron la lengua por debajo de la barba y con bestial fiereza le fueron desollando todo el pecho y vientre, que todo hacia un pedazo con la lengua. Tuvo siempre los ojos clavados en el cielo, como reconociendo el camino por donde su alma a largos pasos había de caminar a la corona. Abriéronle el pecho y aquel corazón que ardía en su amor se le sacaron y atravesándole de saetas decían los obstinados hechiceros: veamos si su alma muere ahora.
Para realzar la intrínseca maldad de los indios, Montoya añade un toque de canibalismo a la narración: "Volviéronse a sus casas estas bestias, y no hartos con las carnes de tan amoroso padre, fueron a comerse dos hijos que el santo en Cristo había engendrado, cautivos el antecedente día". La historia, sin embargo, no acaba aquí, pues el canon martirial exige tanto la recuperación del cuerpo del mártir como el castigo de los verdugos. Así, Montoya nos informa de que mas de mil cuatrocientos indios aliados de los jesuitas hicieron en los indios enemigos "muy cruel matanza, y entre ellos murieron todos los que martirizaron al padre". A pesar de la feroz resistencia del enemigo, el ataque terminó sin que muriera nadie en el bando jesuita, algo que se tuvo como gran maravilla. Finalmente, se sacó el cuerpo de Mendoza del arroyo adonde lo habían arrojado sus verdugos, siendo "recibido en el pueblo con universal llanto de los indios y envidia de los padres".
El deseo del padre Mendoza de morir de manera breve y repentina contrasta poderosamente con lo que, según Agustín Dávila y Padilla, cronista de la Orden de los dominicos de México, dijo Santo Domingo a unos herejes que tenían la intención de asesinarlo. Cuando éstos, después de convertirse, le preguntaron al santo qué habría hecho si hubieran perseverado en su intento de matarle, esto fue lo que respondió: "Pidiéraos yo con mucha instancia que no me quitásedes la vida de repente, privándome de la gloria del espacioso tormento, sino que me fuésedes poco a poco cortando dedos y brazos y desmembrándome todo, para que el cuerpo mutilado diese vuelcos palpitando en su propia sangre y acabase con mayor tormento la vida".67 Santo Domingo se nos muestra aquí como un mártir que sigue las convenciones martiriales al pie de la letra, pues, en la retórica martirial las torturas no provocan dolor en el mártir sino alegría y felicidad, ya que le aseguran la gloria divina, y esta felicidad, por añadidura, es proporcional a la cantidad y calidad de los tormentos.68 Ruiz de Montoya, por el contrario, al incluir el comentario del padre Mendoza en su relato, deja traslucir, por un breve instante, a un personaje de carne y hueso, a quien probablemente le horrorizaba la idea de ser torturado. Lo que nunca sabremos es si la muerte que sufrió a manos de los indígenas guaraníes fue efectivamente tan atroz como la que describe Ruiz de Montoya.
Conclusión: el imperio martirial de los jesuitas
Para finales del siglo XVII el ímpetu evangelizador jesuita en tierras americanas no había decaído en absoluto y en las últimas décadas del siglo se establecerán nuevas fronteras misionales en el Alto Perú (actual Bolivia), en las extensas llanuras tropicales al oriente de la gran cordillera andina. Será ahora cuando, tras varios intentos fallidos, algunos misioneros de la provincia jesuita del Perú consigan, por fin, implantar una serie de reducciones en los Llanos de Mojos, mientras que, por su parte, los del Paraguay establecerán, pocos años antes del cambio de siglo, la misión de los Llanos de Chiquitos.69 Por los mismos años, en la frontera norte de la Nueva España el padre Kino establecerá la misión de la Pimería Alta, que se extenderá por el norte de Sonora y sur de Arizona.70 La consolidación de estas nuevas fronteras misionales quedará marcada con las correspondientes crónicas martiriales.71
En los albores del nuevo siglo, los religiosos de la Compañía de Jesús se habían establecido de manera efectiva en los confines del imperio español de América y la aparición de las crónicas de Pérez de Ribas, Ruiz de Montoya, Alonso de Ovalle y Manuel Rodríguez había marcado la realidad de este establecimiento. Aunque las muertes de los misioneros jesuitas en América nunca alcanzarán el refinamiento martirial de sus correligionarios del Japón, los autores de las crónicas harán un uso altamente simbólico del discurso martirial para intentar poner en el mapa de la conciencia católica las misiones de las, desde la perspectiva europea, remotas y desoladas regiones donde la cultura española se enfrentaba, en situación de inferioridad, a civilizaciones indígenas que no parecían quedar muy impresionadas por las supuestas verdades de la religión católica.
La propagación de historias e imágenes martiriales no sólo sirvió para energizar el ardor evangelizador de los miembros de la Orden, sino que, al mismo tiempo, jugó un papel de gran trascendencia en la consolidación y expansión de las fronteras del imperio español, puesto que, en gran medida, los misioneros aparecen en este periodo como los más activos agentes de la penetración colonial hispana, intentando con insistencia establecer nuevas fronteras misionales y, con ello, hacer avanzar las fronteras del imperio. Esta idea la hace explícita el propio Juan Bautista Ferrufino al escribir al rey para que interceda ante el papa para que se inicie el proceso de canonización de los tres jesuitas muertos en el Paraguay en 1628. En la carta de Ferrufino evangelización y poder imperial se hallan estrechamente entrelazados con el discurso martirial. Ferrufino asimila a los tres misioneros con los primeros conquistadores de las Indias, pues si éstos fueron y son premiados por los monarcas por sus servicios, aquéllos "deben con mayores ventajas ser favorecidos de la piadosa liberalidad de Vuestra Majestad, por haber sido los primeros que en la provincia del Uruguay publicaron el nombre de Cristo, y a su sombra el de Vuestra Majestad, conquistando para entrambas coronas aquella provincia". Para Ferrufino, estas muertes son de especial significado, pues han sucedido en una provincia nueva. Así, los enemigos de la Iglesia verán "que no sólo se conservan con sangre las provincias adquiridas, sino que con la misma va comprando nuevas posesiones". Pero, no sólo la Iglesia, sino también la Corona saldrá beneficiada si se canoniza a los tres jesuitas. Si, por una parte, dicha canonización servirá para alentar la llegada de más misioneros con la esperanza de "premio semejante", por otra, el aumento que ello supondrá del número de indígenas convertidos, asimismo traerá consigo un aumento de los vasallos del rey, pues, concluye Ferrufino,
mientras no viven estos bárbaros en poblado, no puede decirse que lo son de Vuestra Majestad, antes son mortales enemigos nuestros. Y reduciendo aquella gente a modo de vivir humano y político gobierno, se conseguirá ser aquellos verdaderamente reinos, poderse con seguridad trajinar lo conquistado del Perú y hacer útiles con el comercio aquellas tierras tan extendidas.72
Las crónicas analizadas en este artículo son claro presagio de la preponderancia que los jesuitas alcanzarán en las fronteras americanas del imperio español, preponderancia que no hará sino extenderse y consolidarse durante más de un siglo hasta la expulsión de la Orden en 1767. Aunque la Compañía de Jesús había sido criticada por preferir el trabajo entre las civilizaciones avanzadas de la China y el Japón, será precisamente esta Orden la que se arroje con mayor ímpetu a la conversión de infinidad de pueblos indígenas de América que durante casi un siglo habían permanecido, más o menos, al margen de la civilización hispana y de los intereses de la Compañía.73 Al mismo tiempo, los franciscanos y dominicos, que tanto habían criticado a los jesuitas por su excesiva concentración en las civilizaciones de Asia, prácticamente desaparecen de la acción misional en el Nuevo Mundo durante el siglo XVII, con la notable excepción de la actividad franciscana en Nuevo México. En la América del Sur, las fronteras del imperio español quedarán prácticamente en manos de los jesuitas (con algunos focos franciscanos de actividad misional en el Amazonas y el Orinoco). Serán los jesuitas, también, quienes hagan un mayor y más sofisticado uso del discurso martirial para afirmar y propagar la acción evangelizadora de la Compañía en el Nuevo Mundo. De este modo, los jesuitas se encargarán de construir, poco a poco y con ayuda de la sangre martirial, un imperio en las fronteras del imperio.