INTRODUCCIÓN
En los últimos años hemos adquirido mayor comprensión de la dimensión política de la contracultura,1 particularmente de su relación con organizaciones políticas. Sabemos que fue fundamental en los procesos de definición política de la nueva izquierda y la nueva derecha en Estados Unidos (Klatch, 1994; Rossinow, 1997), dentro de la oposición nacionalista en el bloque socialista (Madigan, 2011) y en el debate público neoyorkino a propósito de la revolución cubana (Rojas, 2016). Para Latinoamérica, sabemos de su relación con el movimiento estudiantil en Uruguay y Chile (Scheuzger, 2018, pp. 246-347) y del papel desempeñado por la militancia política en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno (Salinas, 2013, pp. 293, 310-311). En el caso de México, está presente en la configuración de un ethos de izquierda particular, y recientemente se ha reconsiderado su relación con el activismo político (Scheuzger, 2018, pp. 340; Zolov, 2002; 2012). Sin embargo, es exiguo nuestro conocimiento sobre su articulación en los festivales musicales.
No es extraordinario pensar que un momento de la reproducción viva de la música, como excepción de la cotidianidad y fenómeno de masas, representara la posibilidad de articular política y contracultura. En Estados Unidos es conocido el impulso de una revolución político-cultural por un segmento de Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS, por sus siglas en inglés) en vinculación con los hippies, por medio del periódico subterráneo Rag y del festival universitario Gentle Thursday (Rossinow, 1997, pp. 80 y 94-102). Sabemos que festivales contraculturales masivos en Latinoamérica expresaron el desencanto juvenil con el Estado-nación, así como la búsqueda de un sentido comunitario y vital alternativo (Pacini, Fernández y Zolov, 2004, pp. 7-11; Zolov, 2009a, pp. 379-383).
Para el caso mexicano la historiografía se ha centrado en el festival de Avándaro, realizado el 11 y 12 de septiembre de 1971. Músicos, cineastas, escritores, editores, periodistas y escuchas reconocen en el mito que lo envuelve. La interpretación vigente se puede sintetizar de la siguiente manera: Avándaro fue el punto culminante de un impulso histórico en el que el rock mexicano participaba de la industria nacional y transnacional hasta que el gobierno lo reprimió en medios masivos, producción y presentaciones. Además del abuso en el consumo de drogas, el nudismo contracultural o el contenido de la música que incitaba esas prácticas, el acto al que se atribuye la represión no eran sólo las letras, sino el exhorto de los músicos a comportarse así y a usar un lenguaje soez. La incitación “¡chingue su madre el que no cante!” de Felipe Maldonado, baterista de Peace and Love, transmitida por Radio Juventud, es considerada la causa de la represión. Eso condenó a la música al subterráneo (Paredes y Blanc, 2010, pp. 410-411; Zolov, 2002, pp. 281-282).
Sin embargo, es necesario atender con mayor detenimiento la relación entre la izquierda y la contracultura en tales espacios. Avándaro ha sido interpretado como un momento de afirmación política de una juventud “roquera” rebelde y contestataria (Peza, 2013, p. 40), sin considerar el mundo de significados y prácticas de la contracultura. También se ha considerado como una zona parcialmente liberada propicia para el desorden, que afirmaba una “política de antipolítica” y la implementación de un dispositivo policiaco como parte de los temores gubernamentales fundados en una potencial conjunción de estudiantes de izquierda con las masas. Si acaso la literatura ha identificado su cariz político con la petición de un minuto de silencio “por los que murieron” con los asesinatos en Tlatelolco o la represión del 10 de junio, en realidad aludía a músicos o la interpretación de Street fighting man de los Rolling Stones por parte del grupo Three Souls in My Mind (Zolov, 2002, pp. Al no profundizar sobre el carácter potencial y al aceptar lo “antipolítico” se soslaya el vínculo con la izquierda.
Así, me interesa abordar la articulación entre la izquierda y la contracultura dentro del festival de Avándaro.2 Hubo formas de apropiación del evento como la explotación económica de los organizadores, las prácticas antiautoritarias y contraculturales dentro del ambiente sonoro brindado por los grupos de rock chicano, pero también acaeció un intento de cultivo de su dimensión política. Para acceder a dicha arista partimos del reconocimiento de la complejidad histórico-social para profundizar en la comprensión del fenómeno y sopesar la relevancia de esos espacios para exteriorizar la disensión y las prácticas contraculturales.
Ello exige no reducir la música a la materialidad de un objeto cultural aislado, a la mercancía, a su contenido o forma (sonora o escrita), ni siquiera a la reproducción viva. En lugar de esta concepción abstracta que no sitúa al objeto en sus relaciones y determinaciones, pienso que la música debe ser comprendida como un proceso multidimensional con determinaciones históricamente establecidas. El objetivo de este artículo es explorar el vínculo contracultura-política mediante la música, considerando el momento de convergencia en la reproducción viva en la esfera del consumo dentro de las relaciones musicales de producción vigentes (Adorno, 2009).
En función del problema de la articulación se precisa de un enfoque específico respecto de la izquierda.3 Por lo tanto, abordo la práctica política como criterio analítico de la construcción política, examinando la vinculación con los sectores sociales, y considerando dialécticamente las representaciones, los objetivos y las limitaciones estructurales. Es decir, las formas concretas de hacer política ligadas con procesos de representación y apropiación que vincularon la contracultura, la izquierda y los festivales. Para abordar las limitaciones cognoscitivas puestas por la caracterización de las prácticas contraculturales como antipolíticas es central la noción de infrapolítica (Scott, 2000, pp. 39, 182, 217-237, 261).
En la construcción de la contracultura mexicana participaron diversos elementos y prácticas infrapolíticas: la sensibilidad de la nueva izquierda, la disidencia de la política estudiantil junto con el rock n’ roll y la crítica al paternalismo, el budismo Zen, el movimiento pánico, el jipismo, así como -a partir de mediados de los sesenta- las artes visuales y el cine discrepantes. Tras la represión cultural alrededor de 1968 la Onda Chicana se convirtió en el lugar que permitió la reproducción de diversas prácticas contraculturales, especialmente en su manifestación de 1971 (Bartra, 2009; Debroise, 2006; Jodorowsky, 2011; Marroquín, 1975; Moreno, 2014; Ramírez, 2007; Zolov, 2002, 2004, 2009a, 2009b, 2012).
La contracultura y la izquierda desarrollaron una tensa relación a lo largo de la década de los sesenta. Sin embargo, el aumento de la represión hacia el movimiento estudiantil-popular de 1968 y a la movilización del 10 de junio de 1971, la búsqueda de alternativas de lucha, y la transformación de la izquierda se tradujeron en el cultivo político de la contracultura mexicana por parte de la izquierda, dada la dimensión de las prácticas infrapolíticas de la disidencia cultural con el antiautoritarismo. La articulación coyuntural entre ambas volvió los espacios abiertos y masivos en los festivales en espacios para la protesta encubierta cuando la callejera había sido vedada. Pero las tensiones contraculturales visibilizadas en Avándaro y Monterrey (1971), la mezcla del temor hacia una juventud politizada con la contracultura como caja resonante y el deseo de controlarla y cooptarla por parte del gobierno autoritario, llevaron a la izquierda a romper con la contracultura. Esta entró en descomposición, desvaneciéndose de las prácticas musicales y juveniles, en tanto que la izquierda redefinía su política de masas hacia nuevos derroteros.4
Es posible explorar dicha arista con documentos del Archivo General de la Nación (AGN). Zolov (2002) desarrolló su trabajo en la década de 1990 sin acceder a tales expedientes, por lo cual consideró potencial la presencia de activistas. No es un dato menor el destacar la composición de la base documental de esta reflexión con los archivos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), organismo de inteligencia que, desde 1947, espiaba enemigos y grupos políticos, deteniendo a sus cuadros y dirigentes (Aguayo, 2001). Para 1971 era el instrumento del Estado para vigilar y desactivar toda amenaza potencial.
En la medida en que la contracultura se politizaba y masificaba se volvió un peligro. Las prácticas y productos contraculturales ocuparon un lugar central de la DFS con agentes infiltrados generando documentos escritos e imagéticos sobre los festivales aquí analizados. Tales materiales fueron objeto de crítica rigurosa para superar los prejuicios y la óptica del poder vigilante que los impregna, contrastándose la información de periódicos y revistas de la época, así como con algunas fuentes orales, con documentos del Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista (CEMOS).
Desarrollo mi argumento en dos momentos. Primero analizo la tensa relación de la contracultura y la izquierda, particularmente sus expresiones estudiantiles en la década de 1960. En segundo lugar, abordo los factores que fortalecieron una articulación -hacia 1971- con el cultivo de un ala izquierda de la contracultura para la protesta. Comprender este momento ofrece pistas para profundizar en el periodo de impulso de una política de masas por parte de la izquierda y su inserción orgánica en diversos sectores sociales: en este caso los jóvenes. Al mismo tiempo permite penetrar en la acción política bajo condiciones adversas: autoritarismo, represión, inoperatividad de las estructuras políticas.
CONTRACULTURA E IZQUIERDA. DE LA DISTANCIA CRÍTICA A UNA CONVERGENCIA TENSA
La articulación de la contracultura y la izquierda anticapitalista fue marcada por la pugna entre las fuerzas políticas por la juventud y el sector estudiantil a lo largo de la década de 1960, la cual tuvo un ritmo lento a medida que maduraban las políticas de masas, la estudiantil y la juvenil. La contracultura penetró al movimiento estudiantil y al conjunto de las organizaciones políticas a lo largo del decenio. El carácter masivo del movimiento estudiantil-popular y las expresiones contraculturales que no pudieron ser contenidas llevaron a la izquierda -con sus respectivos brazos estudiantiles- a posicionarse ante su masificación y la represión.
Desde la década de 1950 el Partido Revolucionario Institucional (PRI) hegemonizó la política juvenil.5 Desde su fundación, fungió como mecanismo integrador para dirimir los conflictos políticos y controlar corporativamente a los sectores sociales. Hacia 1939 el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) intentó integrar a la juventud mediante la Confederación de Jóvenes Mexicanos (CJM). En 1950 había en el país 4 931 525 jóvenes que representaban 20% de la población nacional (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 1950), señalando claramente un nuevo sector etario. Como respuesta a dicho aumento, en ese año, el gobierno creó el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana (INEGI o INJUVE), que buscó canalizar a los jóvenes a través de actividades culturales, cívicas, deportivas y extraescolares, así como mediante la capacitación política, hasta su liquidación en 1977. Aún con cuadros formados en el INEGI y las limitaciones de incorporación al PRI, la universidad constituía la cantera de cuadros formados en las asociaciones de alumnos y las federaciones. Pero su hegemonía comenzó a ser disputada por la izquierda anticapitalista, la derecha y la democracia cristiana (Lomelí, 2000; Rivas, 2007, pp. 25, 279).
Hechos locales y regionales tuvieron un impacto politizador en la juventud. La ocupación militar a las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional (IPN), en 1956, las movilizaciones ferrocarrileras y magisteriales de 1958, el primer movimiento estudiantil de masas contra el alza de camiones de agosto de 1958 (Rivas, 2007, pp. 129-166), el ímpetu de la revolución cubana y las movilizaciones en su defensa llevaron no sólo al cuestionamiento del papel dirigente del Partido Comunista Mexicano (PCM), sino al reconocimiento del sector. Este parecía no ser una alternativa para la juventud, en la medida que la falta de debate teórico tenía como correlato una estructura con una centralización política, verticalidad, autoritarismo y paternalismo equiparables a los del partido oficial, traducido en la expulsión de José Revueltas y la célula Carlos Marx (Rousset, 2000, pp. 27-52). En la discusión interna se cuestionó su capacidad directiva para con los ferrocarrileros, así como para representar los intereses juveniles, aun con la reorganización y normativización democrática del XIII Congreso Nacional en mayo de 1960 (Rivas, 2007, pp. 170-171 y 297-208). Así, surgió un nuevo ethos político-cultural juvenil. Los movimientos locales y la revolución cubana contribuyeron a la configuración de una nueva conciencia global de protesta y lucha antiimperialista (Pensado, 2009, pp. 330-338). Ese impulso llegó a un sector con poca comprensión de los problemas políticos pero ávida de participar, a decir de Raúl Álvarez Garín, militante del PCM (Rivas, 2007, p. 280).
Dicho ethos ligaba la contracultura al marxismo de forma extrapartidaria. Roger Bartra, sin militancia pero bajo el ímpetu de la rebeldía contracultural y revolucionaria, formó un grupo compuesto que trabajaba con el líder campesino Rubén Jaramillo. En 1961 viajó a Arcelia, costa grande de Guerrero, para organizar una guerrilla. El grupo convocó a los campesinos a levantarse en armas, pero fueron denunciados en el contexto de la persecución a Genaro Vázquez y el movimiento cívico, el ejército se trasladó a la región sin lograr encontrarlos, puesto que habían huido a Chilpancingo (Bartra, 2009, p. 280).
No sucedió así con la izquierda militante, por lo cual dicha sensibilidad fue encauzada hacia la configuración de la contracultura bajo otras determinaciones como la música -el rock-, la filosofía oriental, la literatura, las artes y la sexualidad liberada. El PCM, en el IV Pleno del Comité Central del 7 y 10 de junio de 1961, acordó la reconstrucción de la Juventud Comunista de México (JCM) y la formación de un grupo promotor con experiencia organizativa político-estudiantil en la UNAM, el IPN, las Escuelas Normales y las universidades del Distrito Federal y los estados. El PCM no orientó una política a partir de los intereses juveniles, sino desde su posición como estudiantes universitarios, por lo que se concentró en el movimiento estudiantil pugnando por las asociaciones de alumnos. Operó en la universidad mediante células y/o grupos en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales (ENCPyS) -Julio Antonio Mella-, en la Facultad Derecho -grupo Renacimiento- y la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) -grupo César Vallejo-. También con partidos estudiantiles a partir de la reforma de Pablo González Casanova, en 1961, en la ENCPyS, extendida a otras escuelas y facultades mediante la fusión de células o grupos para crear, en 1963, el Partido Estudiantil Socialista Universitario (PESU) en Derecho y el Partido Estudiantil Socialista de Economía (pese). También impulsó la Central Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED) en 1964.
La izquierda anticapitalista plural -que surgió de la crítica al PCM- orientó su trabajo también en el sector estudiantil reivindicando matrices políticas diversas (Barbosa, 1983 y 1984). Muchos confluían en la Liga Leninista Espartaquista (LLE) desde 1960 y pequeñas agrupaciones, fundidas en 1966 en la Liga Comunista Espartaco (LCE), con presencia en la UNAM, el IPN, la Escuela Normal Superior y la Escuela Nacional de Maestros, donde impulsaron formas organizativas con grupos, Comités de Lucha, la corriente política Movimiento de Izquierda Revolucionaria Estudiantil (mire) y espacios de unidad en la Unión Nacional de Estudiantes Revolucionarios (UNER) (Fernández, 1978; Rivas, 2007, pp. 172-288; Rodríguez, 2015, pp. 31-40).
La represión gubernamental unió a la contracultura y la izquierda. Las expresiones contraculturales musicales y escénicas habían sido vetadas en los medios masivos de comunicación, y desde 1965 los cafés cantantes fueron objeto de redadas que buscaron limitar un género ligado a la psicodelia, el cabello largo, y la irreverencia contra la familia y la cultura dominantes. Mientras que los hippies, visibilizados por la prensa en 1967, fueron perseguidos y expulsados en un esfuerzo constante por eliminar su influencia (Zolov, 2002, pp. 125-134). La izquierda recibió fuertes golpes con la represión de campesinos de la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM) en Chihuahua, el aniquilamiento del Grupo Popular Guerrillero (1965) y la detención de cuadros del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) en 1966. Pese a la represión, la izquierda mantuvo continuidad política en acciones de solidaridad y experiencias políticas como las siguientes: el movimiento de camiones (1965), frente al rector Ignacio Chávez de la UNAM (1966), así como con la creación de la Brigada Campesina de Ajusticiamiento (1967), y en el sector estudiantil el nacimiento de la preparatoria popular (1968). Al mismo tiempo, la persecución de las prácticas juveniles se amplió al calor de la disidencia política. A lo largo de 1968 el crecimiento de la rebeldía juvenil contracultural -alentadas por el impulso transnacional- desembocó en el movimiento contracultural local bajo el epíteto de “la onda”, formado por la fusión de rock nacional y extranjero, literatura de “la onda”, lenguaje y vestimenta, la formación de una conciencia crítica plural, el budismo zen, el yoga y la sexualidad liberada (Zolov, 2004; 2002, pp. 138-142).
Ese abigarrado tenía una dimensión política e infrapolítica. Para Bartra (2009) la contracultura local era una nueva forma de consumo, diversión y crítica más que una corriente de ideas o estilo homogéneos. Entre sus elementos reconocía el uso ritual e intelectual de drogas, marxismo, guevarismo, guerrilla, maoísmo, narrativa de “la onda”, arte abstracto, rock, canción folclórica y revolucionaria, teología de la liberación, existencialismo, hippies, pornografía y beatniks. En su hogar se reunían beats y aspirantes a revolucionarios a expandir la conciencia, por lo que no era extraña la vinculación entre la rebeldía contracultural y el marxismo (pp. 129-143).
Si bien la vinculación en el espacio privado era reconocida, en el espacio público la contracultura se hizo presente como una tensión no resuelta. Por ejemplo, en el grupo Miguel Hernández6 impulsado por la LCE en la FFyL, en el ascenso de la izquierda estudiantil con la conquista de comités ejecutivos en las sociedades de alumnos. Desde 1966 conquistó espacios al disolver la sociedad de alumnos e impulsar, en mayo, un Comité de Lucha Pro Reforma Universitaria y ganó las elecciones, en octubre, para la mesa directiva de la restaurada sociedad para el periodo 1966-1967. Para 1967 tenía un centenar de militantes de la LCE, aunque también de la Liga Obrera Marxista (LOM), bajo un pluralismo orientado a la discusión y la formación política, pero con distinciones entre “intelectuales” y “artesanales” (Rivas, 2007, pp. 262-266).
La tensión estalló después de la huelga de 1967. En mayo los “intelectuales” denunciaron la falta de condiciones para ser vanguardia debido al “amiguismo” y “caudillismo” entre activistas dedicados a tareas político-culturales como el volanteo, elaboración de periódicos murales y saloneo. El segmento se autodenominaba “la izquierda a go-go”, en referencia al ritmo del rocanrol, y era denunciado por su “liberalismo” y “vicios pequeñoburgueses” derivados “del amor libre” y el uso intelectual de drogas, considerados una amoralidad burguesa disfrazada de revolucionaria. Sostenían que “el llamado ‘amor libre’ que definía Lenin como ‘matrimonio proletario por amor’ ha sido interpretado como libertinaje o prostitución sin paga”; en tanto que argumentaban lo innecesario del uso de “tranquilizantes” bajo una perspectiva revolucionaria, ya que “para hacer la revolución no era necesario embrutecerse en alcohol, no es necesario enervarse, excitarse, animalizarse musical, sexual, alcohólica, síquicamente” (Rivas, 2007, pp. 269-270).
Pese a que el amor libre podía calificarse como marxista, el uso de drogas constituía una de las cuestiones a tratar en una redefinición ético-política. Para agosto de 1967 el grupo se fracturó y un mes más tarde los intelectuales crearon el grupo José Carlos Mariátegui con 25 militantes de la LCE, mientras que los 60 restantes conservaron el nombre de Miguel Hernández. Sin embargo, se reunificaron para contender con éxito por la mesa directiva de la sociedad de alumnos de la FFyL de dicho año. Luego, el grupo se reunificó para contrarrestar la exclusión de estudiantes en la UNAM y fundar la primera Preparatoria Popular a principios 1968 (Muñoz, 2012; Rivas, 2007, pp. 270-274).
La vinculación también se expresó durante el movimiento estudiantil-popular de 1968. Están documentadas las propuestas de transformación cultural impulsadas por jipitecas, jipis politizados, y roqueros de las bases que planteaban una lucha contra todo poder más allá del Estado, así como las brigadas de happenings que realizaban espectáculos callejeros para dar a conocer las demandas. Se experimentó la penetración y ampliación de las prácticas contraculturales que cuestionaron los valores que prohibían la participación a hombres y mujeres, introdujo el lenguaje popular, vinculó a los jóvenes con las tensiones sociales y aportó a la irreverencia de la protesta (Cohen y Jo Frazier, 1993; Jardón, 1998; Quiroz, 2008; Walker, 2013, pp. 10-11; Zolov, 2002, 2009a, 2009b).
La represión político-cultural se intensificó contra estudiantes, dirigentes, intelectuales y militantes de organizaciones políticas de izquierda. Olivier Debroise (2006) señala que ese año terminó la tolerancia a la experimentación cultural de los sectores medios y, “además de la persecución política misma, la crisis de 1968 marcó el inicio de una etapa de represión cultural, centrada especialmente en las manifestaciones de la contracultura juvenil que el régimen identificó con el desafió de los estudiantes al autoritarismo” (p. 21). Pese a la apropiación estatal de la gráfica psicodélica para los Juegos Olímpicos, la disidencia cultural mantuvo expresiones individuales y colectivas (Debroise, 2006; Espinosa y Zúñiga, 2002; Illich, 1978; Marroquín, 1975; Medina, 2006a, 2006b; Mier, 2003, pp. 135-144; Vázquez, 2012, 2006; Zolov, 2009a, 2009b; Zona Rosa, 1968-1970).
Tras la represión, el desencanto con el autoritarismo, la política vigente y el fortalecimiento de la estructura patriarcal surgió un nuevo movimiento jipi multisectorial. Aunque ligado al proceso global, predominaban los mexicanos -los jipitecas-. Los hippies buscaban playas exóticas para su iniciación. Los sectores medios locales afirmaban su identidad recuperando la cultura indígena, con una crítica al consumo de drogas y los valores cotidianos, la rutina, la familia y sus creencias. Un amplio sector popular participó de la contracultura con el consumo de drogas, aunque en lugar de marihuana, ácido lisérgico u hongos alucinógenos, consumía pastas e inhalantes de bajos precios y demandaba acceso al rock generalizado -con espacios de distribución en los medios masivos-, la solidaridad y la sociabilidad desarrolladas en 1968, y el aumento de sitios para las presentaciones (Blanco, 1994; Zolov, 2002, pp. 180-198). Entonces, se fortalecieron las prácticas espirituales, el naturismo, la búsqueda de una comunidad ligada a la meditación, el yoga, el vegetarianismo y las colonias espirituales (Marroquín, 1975, pp. 174-175).7 El vehículo central de la contracultura fue el movimiento musical denominado la Onda Chicana entre 1969 y 1971 (Paredes y Blanc, 2010, pp. 405-409; Zolov, 2002, pp. 239-251).8
La contracultura, que fue transmitida por el rock chicano, se masificó gracias a las mediaciones que brindaron las relaciones de producción, distribución y consumo. La capital de la república mexicana se convirtió, desde mediados de los sesenta, en el núcleo de la industria nacional y transnacional con la distribución del rock extranjero impreso en México, a veces en alianza con empresas locales convertidas en operadoras. Eso permitió a los músicos locales salir de gira y prometía la internacionalización. Los medios masivos de difusión permitieron crear un mercado nacional con la radio como catalizadora, alimentando una creciente distribución. La velocidad de la penetración permitió a los músicos concretar sus aspiraciones de participar del movimiento global, alimentando los deseos de otros de llegar a la capital a grabar con las grandes compañías (Zolov, 2002, pp. 230-238).
La contracultura masificada se tornó en refugio de la disidencia cultural y política, denominada por Zolov (2002) “jipismo de izquierda en el rock” (pp. 177-178). Los factores políticos tuvieron un papel central pues, más que una despolitización y enajenación individualista, de lo que se trataba era del desencanto ante el autoritarismo, las organizaciones políticas vigentes y la estructura patriarcal. La disidencia juvenil se refugió en la contracultura con un componente infrapolítico antiautoritario y sin etiquetas en potencia o reducida a las prácticas individuales, lo que se expresaría en los espacios abiertos de música viva, potenciado por el rock chicano. La reproducción viva de la música, más allá de la mera escucha en repetición, potenció la contracultura y su reproducción, con una participación multisectorial en el abigarrado de la infrapolítica contracultural.
No sorprende que tras la represión al movimiento estudiantil-popular la expansión de la contracultura formó parte indisoluble y contradictoria de la izquierda estudiantil. De ahí que la interpretación de la relación entre la contracultura y la política de izquierda haya señalado por bastante tiempo el efecto negativo que tuvo sobre el movimiento estudiantil. Se señalaba que el desencanto, la despolitización y el desinterés juveniles habían llevado a una “cultura individualizante” que “confundió” y “penetró” el carácter estudiantil que ahora incluía el jipismo, la “cultura de la droga”, “música para aturdirse”, la literatura de “la onda”, el orientalismo y las comunas, como en su momento la interpretaron Gastón García Cantú o Sergio Zermeño (Rivas, 2007, p. 641; Zermeño, 2010, pp. 259-261). Las prácticas contraculturales masificadas parecían irreconciliables con la izquierda, disyuntiva aparente plasmada en Mi casa de altos techos de David Celestinos (1970) (Vázquez, 2006, p. 58).
En medio de esas tensiones había posibilidad de otra forma de articulación. Por un lado, la militancia política ofrecía una salida desde una perspectiva redentora en tanto brindaba una salida a la rebeldía contracultural (Bartra, 2009, p. 143). Por otro, la contracultura nutrió a la izquierda con su tónica comunitaria, pues quien participaba políticamente también vivía en comunas jipis o de inspiración socialista. Por ejemplo, Sergio Valdés y León Chávez Texeiro, suplentes de la representación al Consejo Nacional de Huelga (CNH) del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) durante el movimiento de 1968, vivían con otros amigos en una casa en Santa María la Ribera a la que llamaban “La comunidad” (Chávez, 2008, p. 6). También para militantes de la LCE como Carmelo Enríquez, la contracultura desempeñaba un papel importante en su práctica política. En 1971, Enríquez pertenecía a una célula en la Escuela Nacional de Antropología, de la que era responsable Paco Ignacio Taibo II, que tenía una vida comunitaria mientras hacía política.9
FESTIVALES MUSICALES: ENTRE EL CONTROL OFICIAL Y LA PROTESTA ENCUBIERTA
La convergencia de la contracultura y la política de izquierda fue marcada por la generalización de la contracultura transmitida por la Onda Chicana como fenómeno de masas, lo que implicaba la exacerbación del antiautoritarismo contracultural y la potencial canalización bajo la política de masas estudiantil. La música juvenil y los eventos masivos fueron el espacio de vinculación coyuntural ante el cierre de los espacios para la protesta y la búsqueda de alternativas por la izquierda. Pese a la represión de la disidencia cultural identificada con la izquierda, la contracultura se masificó por medio del rock chicano respaldado por la industria discográfica. Se acentuaron las tensiones de las prácticas contraculturales y fueron aprovechadas por el gobierno para mediatizar a la juventud. El movimiento estudiantil había entrado en un proceso de reorganización con nuevas estructuras, en la búsqueda de alternativas. Los festivales contraculturales fueron un ámbito de lucha entre el gobierno y la izquierda estudiantil, en donde los episodios más relevantes se registraron en 1971, vinculando a los sectores más politizados en el centro y norte del país.
El uso de los espacios de reproducción de música viva contracultural para el trabajo político de izquierda o la protesta encubierta no fue un proceso automático. Las presentaciones de grupos internacionales como Union Gap, The Birds y The Doors, en 1969, habían mostrado la demanda de las masas por participar en la contracultura y el rock, con la transgresión de las barreras de clase en el espacio público, impulsada por la industria discográfica, convirtiéndola en una potencial conquista juvenil (Zolov, 2002, pp. 210-217).
Las vacilaciones respecto del carácter y potencial político de las prácticas contraculturales residían en su potencial mediatización. Constituía un terreno en disputa en la universidad y con las instituciones del régimen autoritario. En la UNAM operaban grupos paramilitares -halcones y porros- que organizaban festivales de rock en los planteles y distribuían mariguana. Debido al empuje de la música contracultural lograron, a principios de 1969, organizar conciertos, incluso en los centros más politizados como la Escuela Nacional de Economía, aunque tuvieron que enfrentarse con la izquierda estudiantil organizada, la cual los encaró y obligó a retirarse (Rivas, 2007, p. 641).
El gobierno del Departamento del Distrito Federal (DDF) trató de canalizar la demanda juvenil infructuosamente. En los primeros meses de 1971, junto con la industria discográfica organizó una serie de conciertos dominicales que concluyeron en Chapultepec. En esa ocasión, los músicos fueron condicionados a interpretar Good Day Sunshine de los Beatles, por lo que los escuchas reprobaron a los músicos con chiflidos y naranjazos, pese a lo cual los conjuntos La Tinta Blanca y La Comuna fueron electos ganadores de un contrato de grabación con la empresa DUSA, dinero en efectivo e instrumentos musicales. Cuando una mujer trató de calmar los ánimos usando la jerga jipi fue objeto de burla y agresión por parte del público, como rechazo al intento de cooptación.10
Tanto para la izquierda estudiantil aglutinada en el PCM como para la LCE y otros grupos que criticaron la relación del PCM con las masas, la emergencia juvenil masiva en 1968 representaba un reto político de articulación. La contracultura y su irreverencia se presentaban como una rebeldía que debía ser canalizada políticamente. Ello facilitó la inclinación de la izquierda para cultivar políticamente la contracultura, su infrapolítica antiautoritaria masificada y la oportunidad de convertir un festival musical en una protesta política abierta para la izquierda en el Valle de México y Nuevo León.
La inclinación de los brazos estudiantiles de la izquierda por los espacios abiertos en los festivales se explica en la medida que la reorganización política estudiantil se reactivó en la ciudad de México y Nuevo León frente a la represión y las contradicciones internas en la búsqueda de alternativas. Aunque en otras regiones del país se vivió un vertiginoso auge del movimiento estudiantil (De la Garza Toledo, Ejea y Macías, 1986, pp. 48-151), pronto hubo un declive a causa de la represión selectiva dentro y fuera de los espacios universitarios, con la presencia continua de militares y granaderos en las calles, así como persecuciones policiacas, la promoción del consumo de drogas, presencia de porros y paramilitares en los centros de estudio, y el desgaste por la búsqueda de liberación de los presos políticos. Desde fines de 1968 los comités de lucha -en sustitución de los de huelga- como formas orgánicas estudiantiles impulsaron la movilización con la creación del Comité Coordinador de Comités de Lucha (COCO), en el contexto del rectorado de Pablo González Casanova, movilizándose contra las intervenciones estadunidenses en Camboya y Vietnam, las elecciones de 1970 y las sentencias para los presos políticos (Oikión, 2018). Tan pronto como estos se reincorporaron a la política, el movimiento estudiantil logró una fuerza para enfrentar a los grupos de choque y salir de la escuela a solidarizarse con otras luchas. Tal era el caso de la solidaridad con el movimiento de la Universidad Nuevo León (UNL) y la represión del 10 de junio de 1971, acontecimientos que incidieron en la búsqueda de alternativas para la protesta (Rivas, 2007, pp. 627-708). Las movilizaciones en la calle eran un espacio en el que la correlación de fuerzas no favorecía a una izquierda estudiantil dislocada, lo que favoreció el cultivo político de la contracultura en los festivales musicales masivos.
Aunque el grado de penetración de la Onda Chicana se había traducido en la búsqueda de explotación del mercado que constituían grandes presentaciones, sólo las de carácter masivo y abierto constituían una posibilidad para la protesta de la izquierda. Las impulsadas bajo el cobijo gubernamental y de la industria discográfica intentaban cooptar y someter las prácticas musicales y la protesta juvenil. Por su capacidad, las independientes se encontraban limitadas para proyectarse a través de los medios escritos y publicitarios como para tener una recepción favorable en la juventud.11 Los organizados por los sectores acomodados conllevaban la segregación social mediante la barrera económica, en contradicción con la demanda por parte de los sectores populares.12
El festival de Avándaro significó una reunión multitudinaria. Pese a haber sido anunciado como un evento complementario de una carrera de autos -la cual fue suspendida-, conjugó la logística de los sectores privados y fue respaldado con el fin de explotar el rock comercialmente en los medios de comunicación, la venta de discos, películas, entre otras cosas; aunque no sin momentos de desorganización, fallas de equipo y mecanismos de control social (Zolov, 2002, pp. 281-282).13 Una excepción de la cotidianidad en un espacio abierto permitió la transgresión de los límites de clase social y dio lugar a la circulación y apropiación plural de identidades, prácticas contraculturales y el trabajo político de la izquierda estudiantil ante una asistencia de más de 200 000 personas del país e incluso del extranjero.14
No estaba prohibida la reunión multitudinaria para tal evento, pero las autoridades sabían de los peligros y tomaron medidas precautorias. Roberto Salgado, responsable de vigilancia y seguridad por parte de los organizadores, dispuso 50 elementos y se repartieron 1 000 gafetes entre los asistentes elegidos para ayudar a conservar el orden. Se prepararon dos compañías de la 22a Zona Militar, bomberos, policías de Seguridad Pública y Tránsito, así como 400 policías judiciales del Estado de México.15 Por su parte, la DFS desplegó agentes juveniles en sitios estratégicos para evitar el trabajo político de la izquierda.16
La izquierda estudiantil anticipaba los límites y contradicciones del festival, pero también su potencial para la acción política, por lo que no sólo se involucraron en el registro, sino en organizar brigadas políticas. Aunque el conjunto de la izquierda estudiantil estuvo influido por la fuerza de la contracultura, en la medida que la Liga Comunista Espartaco se fragmentaba en diversos grupos políticos (Moreno, 2018b), la política estudiantil hacia los festivales fue hegemonizada por la Juventud Comunista de México y los brazos estudiantiles, bajo las condiciones que enfrentaban para entonces las organizaciones políticas y los estudiantes.
El golpe de mediados de 1971 agudizó la dificultad de operatividad partidaria sobre todas las juventudes, arrastrada desde 1968. A finales de ese año, el PCM, por medio de la Juventud Comunista, había intentado dotar a los jóvenes del movimiento y a los barrios populares de formas orgánicas mediante Clubes Barrio y Comités Populares de lucha por la democracia. Muy pronto se tornaron insuficientes por su aislamiento, falta de comunicación o coordinación y poca formación política, por lo cual sus participantes se alejaban luego de realizar mítines, pintas, pegas, venta de periódico, debido a la desvinculación con la estructura local del partido. Aunque dicha tensión se intentó resolver a mediados de 1971 -subordinando la política barrial a la de la Juventud Comunista, inclinada a las luchas reivindicativas de los jóvenes como trabajadores y por libertades democráticas-, aún había que resolver el funcionamiento del PCM en las universidades de la capital.17
En efecto, la inoperatividad del PCM abrió un espacio para la creatividad política. Una parte del Comité Central del D. F. había sido encarcelado y sustituido por otro que estaba saturado de tareas y no podía emitir directivas, entrando en contradicción con algunos militantes pasivos acostumbrados a esos métodos de dirección excesivamente verticales y con poca profesionalización como cuadros políticos. En una carta enviada desde Lecumberri al Comité Central que analizaba la política de masas del PCM a fines de 1970, militantes de las juventudes señalaron la necesidad de “fundirse con las masas” ante las condiciones de represión y el espontaneísmo de la lucha de masas integrando organizaciones “de nuevo tipo” como movimientos o corrientes de influencia para encabezarlas “y adquirir en ellas las formas que surjan del propio combate, rompiendo así con los moldes inoperantes de un burocratismo gris que corroe y conduce a la postración de las organizaciones”, con formas de lucha correspondientes a las condiciones.18 Si bien una parte de la Juventud Comunista se inclinó por la vía armada, otra canalizó su práctica a otros sectores (Anguiano, 1997, pp. 23-54; Carr, 1996, pp. 229-280).
Ese espacio de oportunidad permitió a la izquierda estudiantil ejercitar la formulación de una política hacia la contracultura y los festivales musicales como ámbito de disputa ideológica. Antes de la realización del evento, la izquierda comunista organizó la inscripción de asistentes por medio de la Central de Información de la Escuela Nacional de Economía ) a través de Carlos Thierry, miembro del Comité de Lucha local, así como del brazo estudiantil del PCM en el Partido Estudiantil Socialista de Economía mediante Jorge Meléndez. La izquierda estudiantil atribuía relevancia política al festival pues consideraba altamente probable la presencia de militares, drogas, alcohol, sexo y desnudez, como afirmaba la pinta del Comité de Lucha de la Facultad de Derecho: “La reforma educativa de L. E. A. [Luis Echeverría Álvarez] empieza en Avándaro con drogas, mota, pastas, putas y alcohol.” El comité consideraba al festival como parte de la enajenación auspiciada por Echeverría por la distribución de drogas, anticipando la presencia de porros, halcones, el servicio secreto, la policía judicial federal y otros servicios especiales. Los temores se reflejaban en los periódicos murales de la Facultad de Ciencias Políticas que criticaban el evento como instrumento para desarticular el movimiento estudiantil por medio de la música moderna, las drogas, el alcohol y el libertinaje. Así, el Comité de Lucha de la facultad afirmaba su voluntad de crear conciencia política entre la base estudiantil para no caer en el juego del gobierno.19
Pese a las expectativas se organizaron brigadas políticas como forma de organización y acción política básica. En la experiencia del PCM antes de 1968 durante el movimiento estudiantil-popular habían sido el vínculo con el pueblo. Desde la represión del 10 de junio de 1971 las brigadas se habían retraído junto con los Comités de Lucha aislados o constituidos en grupos políticos.20 Los brigadistas organizados por juventudes del pc en las facultades de Filosofía y Letras, Derecho y Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM se prepararon para repartir propaganda relacionada con el movimiento estudiantil e implementar asambleas con el público.21
Las medidas de seguridad fueron minúsculas en relación con la asistencia, por lo que no hubo interferencia en el desarrollo del evento. Debido a los numerosos objetos arrojados entre el público, el aparato de seguridad del Estado de México abrigó el temor de que la situación saliera de control.22 La coexistencia de la juventud con los militares sin intimidación alimentó la sensación de una fuerza proporcionada por la magnitud de la reunión, aunado al consumo de drogas y la incitación a su utilización. Si se consideraban ofensivos los títulos y palabras altisonantes de las canciones, así como la incitación al consumo de drogas por parte de músicos, organizadores y espontáneos, la alarma se acentuó cuando a las 9:30 horas del 11 de septiembre un joven entró al escenario, se apoderó del micrófono y gritó: “jóvenes mexicanos, hay que seguirnos drogando, amor y paz”.23 En el intermedio de la participación de los conjuntos musicales se anunció que el gobierno federal enviaría 300 camiones para descongestionar el tránsito. Además, advertía que del resultado de Avándaro dependían los permisos para otros eventos de tal magnitud. En una muestra de rechazo al intento de cooptación, los asistentes reaccionaron con chiflidos, groserías e insultos24
El festival permitió a la juventud antiautoritaria una afirmación de infrapolítica-contracultural, que tuvo correlato en la práctica política de la izquierda que había decidido cultivar la contracultura. La izquierda estudiantil logró infiltrase pese a las medidas tomadas por la DFS, aunque varios fueron identificados. Uno era Arturo Zama Escalante, miembro de la Juventud Comunista y vicepresidente de la CNED, con una participación importante en la mesa directiva de 1967 en la Facultad de Derecho hasta ser arrestado el 26 de julio de 1968. Había sido liberado a fines de abril de 1971 junto con otros dirigentes estudiantiles y salió en exilio obligado, regresando un mes más tarde. También se reconoció a Javier Molina Castro, estudiante de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, del Comité Coordinador General de Brigadas (ccgb) y delegado por su facultad al CNH en 1968, y después miembro del Comité de Lucha y dirigente de la Brigada 10 de junio. Asimismo a Jorge Meléndez del pes de Economía con integrantes de su brigada, Alejandro López López del grupo Juan Francisco Noyola,25 Carlos Thierry Zurieta, de la CIENE, y a Margarita Castillo, de la Juventud Comunista (Rivas, 2007, pp. 224, 341, 514, 624, 646 y 814).26
En el festival las brigadas procedieron a desarrollar su trabajo político. Durante la actuación de los Dug Dug’s un joven se acercó al micrófono bajo pretexto de calmar los ánimos de la gente, que ya se encontraba en éxtasis. Al tomar la palabra exclamó: “jóvenes mexicanos, no temamos, unámonos”. De inmediato fue retirado pues resultó ser un activista. Otro acto documentado fue la realización de una asamblea en la oscuridad de la madrugada y lejos del bullicio de la música. A la 1:30 de la mañana del 12 de septiembre, a casi un kilómetro de distancia de la parte posterior del templete, una brigada realizó un mitin con cerca de 80 personas en el que dos jóvenes daban cuenta de los problemas del magisterio y del rechazo a la reforma educativa promovida por Echeverría, pronunciándose por un aumento salarial justo y equitativo para los maestros rurales.27 Dado el número de brigadas preparadas no resulta sorprendente pensar que se hayan repetido dichos actos, aunque sin ser captados por los agentes infiltrados.
El festival se interpretó también como una nueva forma de protestar. Así lo mostraba una carta remitida desde Guadalajara por Alejandro Santamaría a Piedra Rodante, en la que rechazaba que Avándaro fuera un escape, colonialismo o malinchismo, y señalaba:
Avándaro fue el comienzo de la oposición al monólogo diario y continuo de una clase en el poder, por medio de otro monólogo: la música. Tlatelolco y 10 de junio ya no permiten más héroes al estilo de los del Castillo de Chapultepec [...], porque ahora el nuevo heroísmo consiste en rechazar toda lucha frente a frente: no poseemos los mismos recursos. El nuevo heroísmo no es más que la loquera del chavo que no soporta ya la actual forma de vida y/o de gobierno. [...] Pienso que Avándaro fue un enorme paso adelante dado por nuestra generación, ya que demuestra que pudimos darnos cuenta de que existe una enorme población que se resiste a aceptar la demagogia como único vehículo de relación gobernante-gobernados.28
Para un segmento de la juventud del país la reunión masiva permitió la construcción no sólo de una comunidad musical, contracultural y política que se reconocía en el rechazo al gobierno, a la mediatización y buscaba mecanismos alternativos de transformación de las relaciones de poder. La labor política estudiantil representaba una amenaza sería en la medida que podía articular la pluralidad contracultural de manera orgánica. Más allá de una mera transgresión del orden a través de la supresión de barreras de clase, la disputa de la identidad nacional al Estado o el desorden, la juventud encontró un mecanismo de protesta, cobijada por el regocijo de la música y la participación en la contracultura para articular el rechazo, la oposición y el enfrentamiento con el poder, en un contexto altamente represivo.
De ahí que, bajo la concepción de las audiciones musicales abiertas como espacios de disensión, se impulsaran eventos similares que incorporaron la protesta bajo la identificación festival-protesta. En Monterrey, Nuevo León, una radiodifusora local anunció la realización del Festival de Música Pop y Rock and Roll para la noche del 22 de octubre de 1971 como complemento de la carrera de autos México Mil. Resulta significativo que se anunciara como festival en tanto que, a decir de Horacio Pedraza -posteriormente-, locutor pop y de la difusora XERG, al promover el evento, originalmente se anunció que transmitiría música 24 horas mientras el Comité Organizador de la carrera vendía boletos, sin saber cómo se transformó en una noticia de festival; aunque lo cierto es que el permiso se tramitó ante la autoridad local responsable de organizar festivales semanales en la plaza Zaragoza. Se publicitaba como festival bajo el lema “A vencer o morir”, lo que advirtió a las autoridades del peligro del evento ante la potencial llegada de aquellos a quienes consideraban “agitadores” y “provocadores”. De ahí que el alcalde de la ciudad, Gerardo Torres Díaz, ordenara la suspensión.29
La cancelación autoritaria desencadenó protestas que acrecentaron las prácticas contraculturales que habían iniciado con antelación. Antes de iniciado el evento se reunieron en la plaza Zaragoza cerca de 5 000 jóvenes de ambos sexos, “la mayoría vestidos de forma estrafalaria, unos marihuanos, otros ebrios acompañados de prostitutas y varios de costumbres raras, así como algunos estudiantes conocidos como agitadores”, según el informe de la DFS. En varias partes de la plaza, pequeños grupos practicaron “actos bochornosos” y otros se dedicaron, supuestamente, a desnudar a las mujeres al pasar. Durante cinco horas, la policía permaneció inactiva debido a la desventaja numérica, aunque más tarde justificaría su inacción señalando que pensaban que eran estudiantes.
Cuando la radiodifusora suspendió el evento, los grupos apedrearon el kiosco donde se ubicaban los receptores de la radio y el local de la estación, propiedad de Jesús Dionisio González, presidente municipal de San Pedro Garza García. Apedrearon los escaparates de los negocios, el frente del Palacio Municipal y destruyeron los teléfonos públicos. Posteriormente, la policía declaró que 150 personas del Grupo “Problema” [sic] se dedicaron a “provocar” a la policía con insultos y corriendo por la plaza Zaragoza y las calles laterales del Palacio Municipal, hasta la calle Emilio Carranza. El grupo era liderado por cuatro jóvenes cuyos atuendos “indican que no son de la ciudad y cuya manera de comportarse denotaba que sabían lo que hacían”, a decir de la policía. Se señalaba que dicho grupo alentó a los miles de asistentes -2 000, según las declaraciones a la prensa- corriendo unos a La Purísima, donde supuestamente se realizaría el festival, y otros a la Zona Rosa, reuniéndose de nuevo a las diez de la noche en plaza Zaragoza. Entonces la policía actuó con la intercomunicación y coordinación de la policía de Tránsito, la policía Judicial y la Preventiva, prolongándose la confrontación hasta la una de la madrugada.
Fueron detenidas entre 58 y 68 personas, de las cuales sólo quedaron consignadas 21 por daños a 39 negocios, bancos, casas particulares y robo a comercios, mismos que lograron la libertad alegando una detención injustificada y que sólo transitaban por el lugar.30 La DFS no especificó el perfil de los detenidos, lo que dificulta conocer su filiación política o si eran estudiantes. En la prensa se les descalificaba como “pandilleros y vagos de ínfima categoría”, en un intento por despolitizar el asunto y reducirlo a un problema juvenil, aunque el teniente coronel Ramón Ruiz Cava, inspector de la policía, y el capitán Juan Urrutia Paura, de la policía preventiva, lo atribuían a “cabecillas profesionales”.31
El suceso permite aproximarse a la relación festivales-prácticas contraculturales-política. No se trató de un acto fortuito y espontáneo, sobre todo por el traslado de piedras a una plaza pública y la composición heterogénea del grupo, entre ellos jipis, disidentes sexuales y activistas. Fue una muestra de rechazo al autoritarismo en el nivel local y un desafío abierto a los símbolos económicos, políticos y a las normas morales, materializado en el apedreo a negocios, edificios de gobierno, la copulación pública y los despojos de vestimenta a los transeúntes. En el acto fue estratégico esconderse entre la multitud o la “turba”, que permitiría diluir toda posibilidad de castigo individual. Frente al autoritarismo, espacios como los festivales -con su permisividad- fueron apropiados no sólo para el consumo de drogas y bebidas alcohólicas, sino para una germinal protesta social encubierta. Así, no sorprende la exacerbación de los temores sobre un potencial foco subversivo en los actos musicales masivos, por lo cual el mecanismo central fue la estigmatización, la represión, la prohibición y el control, usando las tensiones agudizadas por el gobierno y que la izquierda buscaba cultivar redentoramente. Sin embargo, el análisis de dicho proceso va más allá de las intenciones de este artículo, el cual se ha centrado para aportar pistas sobre la protesta.
A MODO DE CONCLUSIÓN
A lo largo de la década de 1960 la contracultura y la izquierda, particularmente sus expresiones estudiantiles, se articularon en la práctica de manera contradictoria. Es decir, el conjunto de las prácticas culturales en ruptura se articuló en la práctica política de la izquierda anudando la transformación social y política con la cultural, nutriéndose mutuamente en la dimensión crítica, antiautoritaria, irreverente y en el ímpetu para la protesta político-cultural. Sin embargo, dicha articulación se realizó de facto en términos generales y no de manera consciente o bajo una perspectiva estratégica y táctica o programática. En ese sentido, el grupo etario juvenil que producía y reproducía la contracultura fue abordado por la izquierda desde su posición en el campo social como estudiante, bajo una política estudiantil en la disputa de espacios en los centros de estudio. De ahí que al filtrarse en la acción política se presentara como una tensión que alimentaba y minaba a la vez el ethos transformador individual y colectivo.
No cabe duda que durante cerca de una década la contracultura coadyuvó a debilitar las bases simbólicas y culturales materiales en las que descansaba la hegemonía estatal sobre el sector juvenil, primero entre los estratos medios de la sociedad y, luego, entre las grandes mayorías: moral vigente, ideas y universos sonoros, concepciones sobre la nación y el nacionalismo en relación con las subjetividades particulares, relaciones sociales familiares (patriarcado), amorosas (machismo) y hombre-naturaleza. El conjunto de esas prácticas constituyó una forma de infrapolítica de la juventud que rechazaba el autoritarismo exacerbado en el mismo periodo que crecía la rebeldía contracultural. Ese sustrato político antiautoritario acercaba a la contracultura con la izquierda y sus brazos estudiantiles, a los cuales les costó trabajo incorporar las nuevas prácticas, pasando del rechazo y la negación a la aceptación de su potencial crítico con un trabajo político incipiente. Esta posibilidad la representaba la exteriorización masiva del discurso oculto juvenil pos 1968 que, en conjunción con la politización de izquierda, se tradujo en protestas públicas ante el cierre de las otras vías de manifestación. Así, de la pluralidad de mediaciones contraculturales, los festivales y, en particular el de Avándaro y la cancelación de la audición en Monterrey, mostraron la manera en que constituyeron un espacio relativamente seguro para la protesta antiautoritaria encubierta entre la multitud.
Hasta donde permiten concluir las pistas aportadas, la izquierda estudiantil cultivó la contracultura en los festivales bajo la perspectiva redentora para la protesta encubierta con fines heterónomos. Es decir, deseaba canalizar la infrapolítica contracultural hacia la protesta antiautoritaria o para sensibilizarla respecto de otras reivindicaciones, pero sin tender un puente político con la pluralidad de ese abanico de prácticas y subjetividades críticas. No se logró articular una política y discurso coherentes para atraer a las subjetividades rebeldes mancomunadas por la contracultura y realizar un cultivo crítico. La articulación consciente fue coyuntural. Luego de ello, las discusiones estudiantiles respecto de las tensiones contraculturales derivaron en un distanciamiento. Sin embargo, recuperar el debate estudiantil posterior a Avándaro rebasa los alcances de estas páginas restringidas a aportar pistas para documentar la relación entre la izquierda y la contracultura, así como su expresión en los festivales musicales.
La apertura democrática gubernamental buscaba recuperar el terreno perdido y en ese tenor se inscribió la relación con los festivales. Su realización permitía dar una muestra pública de la existencia de libertades -como la de reunión en un contexto de intolerancia con otras formas de reunión juveniles- y encauzar el descontento al calor de la música como una válvula de escape. No obstante, el cultivo de la infrapolítica contracultural por parte de la izquierda para las protestas tuvo una respuesta represiva. La descalificación mediática de algunas de sus contradicciones internas sirvió para fortalecer el paternalismo estatal, las estructuras familiares patriarcales, y la represión de la juventud considerada irracional, inmadura y desenfrenada. La represión acentuó el proceso de crisis contracultural, agudizándose las tensiones entre los participantes y escuchas más marginados. Aún es necesario profundizar en otras experiencias regionales de vinculación entre política y contracultura, desde los movimientos estudiantiles y musicales para conocer hasta qué punto casos como los analizados se extendieron a lo largo del país.