El concepto de centro-periferia tuvo sus orígenes en la teoría económica de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Fue desarrollado por Raúl Prébisch en la década de los años cincuenta, y evidenciaba la diferencia de ingresos percibidos en los países centro (industrializados) y en los países periferias (primario-exportadores), denominados Desarrollados y Subdesarrollados respectivamente, así como el deterioro en el intercambio económico que mantenía esta divergencia. El carácter macroeconómico, estructural y, sobre todo, situado detrás de este concepto, sentó las bases de lo que se conoce como las teorías de la dependencia, dentro de las que se encuentra el estructuralismo latinoamericano de la cepal, en el que se destaca el trabajo de autores como el mencionado Prébisch y Osvaldo Sunkel (1975); la teoría de la dependencia per se, desarrollada por autores como André Gunder Frank (1967), Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto (1969), Rui Mauro Marini (1977) y Theotonio dos Santos (1998), entre otros, y la teoría del sistema-mundo de Inmanuel Wallerstein (1979).
Siguiendo a Prébisch, todas estas propuestas teóricas reconocían la existencia de una configuración mundial (económica) en la que los países centro dominaban por sobre -y a costa de- los países periféricos, de modo que el concepto de centro-periferia denotaba una forma específica de relación entre países dominantes y países dominados que caracterizaba toda una dinámica global de dominio tanto económico como político, cultural y social. Estas teorías también concordaban en que el subdesarrollo no era una etapa temprana del proceso para alcanzar el desarrollo (como lo propondría Walt W. Rostow (1961) en su teoría de los estados de crecimiento), sino una consecuencia inherente al -y en algunas posturas incluso parte fundamental del mecanismo del- sistema capitalista (Speaker, Álvarez y Gordon, 2009: 279).
Ya que el tema central de este artículo es el concepto de centro-periferia, se hace importante situar el debate en el que surge y se desarrolla. Hay que aclarar que la categoría de dependencia aparece antes que la de centro-periferia (esta se identifica desde la búsqueda misma de independencia latinoamericana en la conquista), aunque fue sólo a partir del estudio económico de la CEPAL (Beigel, 2006) que la dependencia se reconoció como una pretensión teórica, y como pretexto de diversos y recurrentes debates.
En primer lugar, aparece la discusión entre Gunder Frank y Agustín Cueva acerca de los orígenes del capitalismo: mientras que Gunder Frank sostenía que el capitalismo se originó en el siglo XVI, Cueva decía que no se consolidó sino hasta el siglo XIX (sin perder de vista que las desigualdades sociales son producto de la acumulación originaria). Nos inclinamos más por la posición de Cueva, añadiendo a esta discusión que la dinámica de poder en términos geopolíticos incluye un componente de raza, tal como sugería Aníbal Quijano (colonialidad del poder) (Beigel, 2006). También aparece la discusión de Dos Santos, quien defendía la hipótesis de que la dominación de unos países a otros era el reflejo de decisiones internas que permitían dicha dominación, con otras hipótesis, como la de Cardoso y Faletto, que discutían el carácter político interno de los Estados que permitían el intercambio desigual (2006).
De fondo, la discusión que se mantuvo en los diferentes debates giraba en torno a si las contradicciones fundamentales eran de clase o si se presentaban entre Estados, y si se necesitaba un proyecto liberador (que influiría en el accionar de diversos movimientos políticos latinoamericanos).
Con la crisis de las teorías estructurales se desdibujó la noción de Estado-nación, cuestión que correspondía a fenómenos como la aparición del neoliberalismo, la globalización y las cadenas de valor mundial, donde se planteaba una economía que “beneficiaba al mundo entero”. Allí, la definición de Wallerstein de sistema-mundo fue crucial, por evidenciar que el andamiaje económico mantiene las desigualdades precedentes, sólo que de una manera más “líquida”. Bajo su teoría, la noción de centro-periferia se tornó más difusa (Beigel, 2006).
Desde una perspectiva geográfica, esto se exacerba. Silvia Carina Valiente Bertello y Rafael Sandoval Álvarez (2021), en su análisis desde el dominio cartográfico, se centran en visibilizar el despojo territorial y el cambio de dinámicas de los espacios a partir de la dinámica desigual entre países. Con la consolidación de la globalización y la pérdida de importancia de los Estados-nación, es evidente que la noción centro-periferia en el ámbito estructural del espacio geográfico deja de ser importante, de modo que en los estudios geográficos el objeto de estudio pasa a ser el sujeto, hecho que pierde de vista que la división centro-periferia es también reflejo de la disparidad económica en la que los sujetos están inmersos; por lo tanto, lo que rescatamos de este análisis es el foco en la acción de los sujetos en los centros que dominan y en las periferias que se marginan.
En la misma línea que Wallerstein, Emilio Pantojas-García (2014) reconoce que en la dimensión geográfica el concepto de centro-periferia pierde vigencia para explicar la realidad, pero describe cómo el nuevo modelo de cadenas económicas integradas de valor mundial, instituciones internacionales que regulan la economía por encima de los Estados y el paradigma de la información, permiten la concentración de ingresos en algunos puntos espaciales, sobre todo en las casas matriz de las empresas transnacionales, y sugiere que la dinámica centro-periferia también se expresa en escalas locales: Jan Bazant (2015), por ejemplo, demuestra que la noción de centro-periferia es visible a nivel de ciudad en la dinámica concéntrica que presenta el crecimiento de esta.
Con esto, nuestra hipótesis es que, aunque el nivel orgánico de las relaciones mercantiles desdibuje la noción estructurada de centro-periferia, esta no desaparece y, por el contrario, se prolonga a través de discursos hegemónicos del capitalismo (que en el nivel de lo simbólico son más visibles) en diferentes dimensiones: internacional, nacional, regional y local. La herramienta que proponemos ilustra cómo este concepto continúa vigente y cómo se manifiesta en dichas dimensiones.
El desarrollo de esta herramienta comprende un breve estudio histórico de la noción de centro-periferia en el que identificamos los discursos hegemónicos de la eficiencia (entendida en el sentido liberal productivo del “mejor” provecho de los recursos), de raza (teniendo en cuenta que el análisis se sitúa en y se realiza desde América Latina) y de desarrollo (entendido en el sentido económico del crecimiento -infinito- de la riqueza soportado en el progreso tecnológico, pero con un complemento cultural asociado) como los principales articuladores de la realidad social, ahora líquida, en la que los análisis de tipo estructural han perdido su poder explicativo teniendo en cuenta que el mercado, en tanto nuevo eje articulador de la vida cotidiana, ha tornado las relaciones sociales mucho más efímeras (Bauman, 2015).
Comprender el concepto de centro-periferia -y todas sus implicaciones sociales- como vigente y cristalizado es, creemos, un punto de partida fundamental para analizar cómo, a pesar de la crisis de los paradigmas estructurales de las ciencias sociales en la década de los años sesenta, en la que se hablaba de un agotamiento del análisis estructural, la noción de centro-periferia, en principio estructural, permanece arraigada también en las explicaciones de carácter local de la microinteracción cotidiana y del estudio de las subjetividades (tal como los autores de la teoría de la dependencia empezaban a sugerirlo al notar que la dinámica macroeconómica influía en las decisiones microeconómicas y, en general, en la vida cotidiana).
A lo largo de este artículo rastreamos cómo dicho concepto se encuentra vigente en las dimensiones macro, meso y micro, para explicar por qué retomarlo es fundamental para entender su rol articulador entre tales dimensiones. Para ello, en primer lugar, revisamos la historia económica desde el periodo de la conquista hasta hoy, en términos de los procesos sociales, en la organización económica y en las teorías explicativas, teniendo en cuenta los discursos mencionados que permiten explicar el surgimiento del capitalismo, su proceso histórico de adaptación en América Latina y el discurso articulador de la vida social desde el mercado, respectivamente. Luego, introducimos elementos de la teoría sociológica contemporánea para establecer posibles conexiones entre la teoría macro de centro-periferia y sus manifestaciones en la microinteracción social situada en un plano geográfico más pequeño que un Estado-nación. Finalizamos presentando un espacio social a modo de marco epistemológico y metodológico, plasmado en una herramienta gráfica teórica que contribuya a los análisis locales de la sociedad (una región, una ciudad, etcétera), construida a partir de la relación que existe entre un espacio orgánico de organización enfocado en el “mejor” uso de los recursos y un espacio simbólico que le da sustento al discurso hegemónico del capitalismo, en el cual las sociedades se adaptan a través de significantes vacíos, estos dos espacios mediados por un tercero, llamado perceptual, fundamentado en las ideas de eficiencia, raza y desarrollo que rastreamos previamente.
La búsqueda no es, entonces, por descartar el análisis macro, sino por reconocer que es necesario tener en cuenta la relación que existe entre éste y sus manifestaciones en la microinteracción a la hora de establecer conclusiones más locales y cercanas a la realidad. En ese sentido, en este artículo buscamos proponer una actualización del concepto de centro-periferia, aportando una herramienta metodológica que dé cuentas de su evolución y cristalización en diferentes dimensiones de la realidad social, sugiriendo que retomarlo y “aterrizarlo” desde su origen estructural es fundamental para el estudio de la realidad cotidiana, ahora “líquida”, en un sentido más local, situado, pertinente y vigente.
Metodología
La herramienta metodológica que se propone está construida principalmente a partir de una revisión bibliográfica cuyo punto de partida es la teoría económica, pero cuyo desarrollo se extiende a la teoría sociológica contemporánea, en la que se encuentran más herramientas para articular el estudio estructural de centro-periferia y de sus manifestaciones locales y subjetivas.
Siguiendo los desarrollos teóricos y metodológicos de los académicos de la teoría de la dependencia y el estructuralismo latinoamericano, nuestra propuesta parte de una comprensión de la realidad en la que la dimensión económica, en este caso del sistema-mundo capitalista, juega un rol fundamental en la configuración de la vida (micro) social. Partimos también de la base de que las realidades de los países latinoamericanos son hoy líquidas (Bauman, 2015), así como el reflejo de una modernidad “adaptada”, híbrida, que las teorías estructuralistas modernas (y mucho más las neoclásicas) no logran abarcar, por cuanto pierden de vista la trayectoria histórica particular de cada uno de estos contextos y el dinamismo con el que se modifican. Esta aproximación dualista (que encuentra interdependencia entre las macroestructuras y las microinteracciones), situada (que comprehende las particularidades de cada contexto y dimensión: mundial, nacional, regional y local) e histórica (en tanto consideramos fundamental hacer seguimiento a la evolución del concepto), es la base epistemológica de la construcción de la herramienta que proponemos.
El rastreo histórico de la noción centro-periferia se da desde la identificación de la estructura económica predominante, de las teorías económicas y de los aportes de la sociología contemporánea de tres épocas que marcaron la dinámica en la economía mundial, a saber: 1) la formación de la industria y los orígenes del capitalismo (siglo XIV-crisis de 1929); 2) la era de la industria (crisis de 1929-crisis del petróleo de 1973); 3) la época de la globalización (1973-hoy). Así, se describe la dinámica del espacio orgánico de las relaciones sociales cuya organización se rige, principalmente, por el mercado y su articulación (de corte estructural que se va tornando más líquido y atomizado), en complemento a otros aspectos sociales, que se pueden presentar en un espacio perceptual (de discursos hegemónicos que se reproducen en la cotidianidad) y que se mantienen y se sustentan a través de significados en un espacio simbólico (donde se evidencia la continuidad de centros y periferias).
El espacio orgánico (donde se llevan a cabo las interacciones sociales) es la primera de tres categorías que propone David Harvey (1977) en su metodología para la representación gráfica y teórica de un espacio social, que nos permite rescatar las categorías de centro-periferia, cada vez más difusas. El espacio perceptual, la segunda categoría, es lo que perciben los sujetos frente a las interacciones sociales; lo estudiamos desde los tres discursos hegemónicos mencionados, eficiencia, raza y desarrollo; a su vez, son los que permiten el paso a un espacio simbólico. Éste, que se refiere a una abstracción imaginativa de lo que es la interacción social orgánica, se manifiesta a través de símbolos e imágenes que varían de acuerdo con el lugar geográfico especifico, y se adaptan al discurso hegemónico a través de significantes vacíos.
El tránsito de la noción centro-periferia, entre el espacio orgánico y el simbólico, es el que nos proponemos representar a modo de herramienta gráfica metodológica, es decir, realizamos una representación espacial de las nuevas dinámicas que se presentan bajo la lógica de centros y periferias, y que pasan de ser estructurales a locales: una perspectiva analítica estructural pondría su foco en el estudio del espacio orgánico, constituido por las relaciones políticas, sociales y económicas articuladas en el mercado en un sistema capitalista mundial. Nuestra propuesta para estudiar la realidad desde una perspectiva más situada, local y cotidiana, es analizar el espacio simbólico, constituido por signos e imágenes (lo semiótico, lo estético), teniendo como articulador, entre un espacio y el otro, el concepto de centro-periferia materializado en ciertos discursos hegemónicos y en los significantes vacíos que permiten adaptar dichos discursos a situaciones y contextos muy particulares que se presentan en el espacio perceptual.
El origen, la consolidación y la transformación de estos tres discursos hegemónicos que dan sustento al capitalismo articulan el contraste entre el desarrollo teórico y la realidad empírica en las épocas mencionadas. La comprensión de la realidad desde el concepto de liquidez de Bauman es el pretexto para querer aterrizar los marcos teóricos de análisis estructurales: si las instituciones han perdido la solidez que las solía caracterizar, ¿cómo estudiar hoy la relación de centros-periferias (más líquida) desde una perspectiva situada? Los discursos hegemónicos analizados a la luz de los planteamientos de Ernesto Laclau aparecen como uno de los ejes articuladores en tal relación para dar sustento al espacio perceptual de los sujetos y poder analizar las manifestaciones locales situadas geográficamente de estas dinámicas sociales.
A lo largo del artículo presentamos diversas consideraciones empíricas situadas (geográficamente) para identificar y caracterizar aquellos isomorfismos que nos permiten representar las principales características de la noción centro-periferia, de manera local y situada, en un punto específico de la realidad social, mediante una herramienta metodológica y epistemológica.
La propiedad privada, la productividad y la noción de eficiencia en el nacimiento del capitalismo
En “Los orígenes agrarios del capitalismo”, Ellen Meiksins Wood (2016) propone que el desarrollo del sistema económico capitalista se originó en el campo y no en las ciudades. La autora argumenta que las condiciones necesarias para que la revolución industrial se llevara a cabo fueron: la liberación de mano de obra, es decir, la separación de los productores del medio directo de producción; la productividad agrícola y el mercado articulado en el campo. Para la industria era fundamental contar con hombres y mujeres “libres” dispuestos a trabajar para subsistir, y tener un abastecimiento de bienes básicos para la subsistencia de origen agrícola, insumos para las manufacturas y una idea de mercado prearticulada para comercializar los productos hechos con una estructura de demanda. Esta lógica mercantilista en el campo (capitalismo agrario) requirió la instauración de conceptos fundamentales, como productividad, acumulación y generación de riqueza material.
La noción de productividad y de mejoramiento constante, como lo ilustra Wood, es el inicio de la propiedad privada en el “pre capitalismo”: la tenencia de tierras pasó de ser un medio de mera subsistencia a un medio de generación de productos y acumulación de riqueza, en tanto que la superación de la etapa feudal movió los intereses de los y las terratenientes hacia estas nuevas ideas mercantilistas, y los campesinos y las campesinas que dependían de las relaciones productivas del feudo se vieron desplazados y desprendidos de su medio directo de producción.
Aunque existen diversas versiones históricas acerca de cómo ocurrió este proceso, las más destacadas, la de Adam Smith ([1776] 2011) y la de Karl Marx ([1867] 2007), coinciden en que el paradigma dominante era el del uso eficiente de los recursos y el de la competitividad, donde la eficiencia justificaba tanto el desplazamiento de los menos productivos (Smith, [1776] 2011, libro 2, capítulo III) como el despotismo estatal y la violencia terrateniente (Marx, [1867] 2007, libro I, tomo III, capítulo XXIV). Según ambas posturas, en este proceso se consolida la propiedad privada como unidad de riqueza material.
Uno de los grandes pensadores del liberalismo como estructura económica y social, John Locke, justificó la propiedad privada en el Segundo tratado sobre el gobierno civil (Locke, 1994) mediante el siguiente argumento: Dios creó la tierra común para todos, así que lo único propio del hombre es su trabajo y la posesión de lo que con él extrae de la tierra para su uso provechoso. Es también de su propiedad lo que pueda extraer de ésta hasta el límite de lo que le es útil, pero si los hombres pueden seguir trabajando y generar más para el intercambio, entonces no hay daño al bien común. La idea de acumulación se origina, entonces, en el mejor provecho de los recursos, es decir, en el sentido productivo que le da Wood al término, en el que la eficiencia (el “mejor” uso de los recursos) es una virtud y en el que el paradigma social son los mecanismos que permiten la acumulación más allá de lo que es de uso inmediato del fruto del trabajo: el dinero y la titulación de bienes, es decir, los derechos de propiedad. Esto se manifiesta diariamente en el consumo de bienes y servicios y en el deseo de su acaparamiento (acumulación) individual.
La era industrial dio origen a un nuevo paradigma de servicios, consumo y dominio financiero de la economía, en el que la información se convirtió en uno de los recursos principales. Las categorías de dinero y de derechos de propiedad se han extendido a todos los aspectos de la vida, de tal forma que rastrear la noción de eficiencia es más sencillo en nuestros días. En la descripción del sujeto neoliberal, Christian Laval y Pierre Dardot (2013) señalan que la empresa, la unidad organizada de la industria, se ha interiorizado en los sujetos: ya no sólo se busca la productividad en los recursos externos, sino también en los recursos propios del individuo. Aunque en este paradigma el mecanismo de generación de riqueza sigue siendo el mismo (la productividad como medio para acceder a la propiedad privada y a su disfrute y acumulación), el discurso competitivo de la eficiencia ahora también se ha individualizado.
La individualización de la noción de eficiencia tiene consecuencias para la dinámica social, en tanto que la riqueza individual como paradigma es contraria a la idea de propiedad común y a la estructura de comunidad. El consumo, la acumulación y el acceso a bienes y servicios se han vuelto el horizonte trazado del bienestar, y todos los aspectos de la vida han devenido recursos para alcanzar estos fines. Así se ha consolidado la autorrealización humana, en la búsqueda de la eficiencia, de la idea del mejor, y con ello la autodisciplina de los individuos en una competencia hacia el horizonte trazado del bienestar, que implica la comparación con sus pares y, por lo tanto, la necesidad de cuantificar y racionalizar todos los recursos personales con los que cuenta. La consecuencia es la construcción de estándares de vida plena desarrollados en dos sentidos que se complementan: la noción de eficiencia (productivo) y de consumo (como bienestar).
Dicha cuantificación de los estándares de vida es lo que permite la jerarquización social de unos estilos de vida por sobre otros, y los más valorados, a su vez, dictan qué recursos deben optimizarse (producto de una influencia hegemónica); así, las relaciones se mueven en un entorno utilitario en el que el coaching y los emprendimientos individuales tienen como norte al “mejor consumista”. ¿Cómo se da el tránsito entre una acepción tan general de la eficiencia a la esfera individual? Para responder, es necesario analizar la forma en que este discurso se adaptó en América Latina, y cómo aparecen otras variables, como la noción de raza, que juegan un papel fundamental dadas las dinámicas de colonización que se dieron (y se dan) en este contexto geográfico. Todo lo anterior, apoyado en la teoría decolonial y la descripción de cómo el proceso de colonización configura y refuerza la noción de centro-periferia en el capitalismo mundial.
Estructura mundial, nacional y local de centros y periferias bajo la categoría de raza
La lógica de la industria logró instaurarse a nivel del individuo, en principio, articulando a todas las regiones del mundo a partir de una unidad básica a nivel internacional: los Estados-nación. Tal como explica Quijano (2000), el proceso de expansión del capitalismo, como forma social y económica, coincidió con procesos de poder geoespacial que se fundamentan en la idea de raza. Afirma que el control geoespacial del territorio americano por parte de los europeos implicó relaciones de poder manifiestas en la categoría biológica visible de raza. Al fenómeno de dominación basado en las diferenciaciones biológicas del fenotipo regional y geoespacial lo denominó la colonialidad del poder, categoría implícita en las relaciones económicas y de trabajo. Aunque la religión es también un factor frecuentemente asociado con el “éxito” de la conquista, fue en la diferenciación de raza y color de piel donde se sustentó el modelo político-económico de las Indias (v.gr., los criollos tenían más derechos que los mestizos y estos a su vez más que los mulatos, etcétera).
De acuerdo con Quijano (2000), durante la Colonia se etiquetó a las regiones con categorías raciales: negros, indios, amarillos y blancos, que no se refieren únicamente al color de piel sino también a la imposición de las formas sociales y económicas de la vida por parte de unos (élite blanca) a otras razas. Para entonces, el proceso europeo de tránsito entre el modelo feudal y el industrial modificó las formas de producción en las que el trabajo de las razas sometidas sirvió para consolidar el proceso occidental, articulando un mercado mundial de materias primas. Estas razas sometidas se integraron a este proceso bajo formas de producción no occidentales, es decir, “previas” al desarrollo moderno de la industria (desde un punto de vista eurocéntrico y de tiempo lineal), en las que el proceso occidental constituía la meta o el punto de llegada (Quijano, 2014). A las indias y a los indios les correspondió el papel extractivista, a las negras y a los negros la esclavitud, y las amarillas y los amarillos se articularon desde sus medios de producción agrícola y de materias primas.
De esta forma, cuando las revoluciones burguesas (industrial y francesa) iniciaron, la articulación del mercado mundial ya se había configurado geopolíticamente bajo la idea de raza, y con ella se consolidaba una perspectiva de “atraso” e “inferioridad” de las formas de vida de las regiones sometidas en el marco del desarrollo industrial. Las formas de trabajo de las razas inferiores quedaron articuladas en el mercado mundial como “pre capitalistas”, aunque fuesen parte fundamental del sistema occidental de producción, y los Estados americanos, que surgieron luego de los periodos de “independencia”, mantuvieron (incluso hoy) la dinámica de la conquista: formas “atrasadas” de producción y distribución geopolítica del poder (Quijano, 2000). Esto significa que, aunque los Estados se configuren bajo la premisa de las libertades políticas, la dinámica económica se mantuvo y se mantiene, y con ella las desigualdades sociales producto de una configuración del poder a través de las razas (diagrama 1). Quijano (2000) y Pablo González Casanova (2006) coinciden en que la industrialización y el desarrollo de las relaciones de capital en América Latina dependieron, inicialmente, de dicha composición de raza.
Esta dinámica de colonialidad también se mantiene a nivel interno en la configuración de los Estados. Según Prébisch (1983), existe un proceso económico de consumo de bienes y servicios imitativo de las clases con mayor ingreso (presuntamente más blancas) desde los Estados “subdesarrollados” a los “desarrollados”, donde la categoría de desarrollo se entiende como las formas sociales y económicas de Occidente, y en la que se ubica a los subdesarrollados en una etapa previa a alcanzar dichas formas de modo aspiracional. González Casanova (2006) define este proceso como colonialismo interno y lo categoriza en una dimensión internacional, intranacional y transnacional (diagrama 2). La dinámica del mercado internacional depende de la articulación entre Estados, lo cual implica la existencia de mercados internos con lógica colonial dentro del territorio geopolítico del dominio intranacional del Estado y la articulación del mercado nacional interno con el externo. La lógica del mercado trasciende a través de los Estados en la lógica transnacional. De esta manera, la condición es que exista articulación capitalista externa e interna, es decir, colonialismo externo e interno.
La idea de mercado capitalista articula formas industriales de producción con formas no capitalistas de producción, a nivel externo entre países “desarrollados” y “subdesarrollados”, y a nivel interno entre “ciudades modernas” y “campo atrasado” o “informalidad”. El norte industrial marca el punto de referencia del rezago de las formas no capitalistas, y la dinámica mercantil entre estas dos regiones dispares (desarrollados y subdesarrollados, tanto a nivel interno como externo) es desigual, lo que genera relaciones de dependencia en la articulación y de atraso secular en términos económicos, en las dos dimensiones mencionadas. No en vano Prébisch (1983) teorizó esta dinámica en términos económicos usando los términos centros y periferias para describir las regiones industriales y no industriales respectivamente, en la época posterior a las dos guerras mundiales en que inicia el crecimiento imparable de la economía. En su teoría, los centros industriales generan más valor, en términos productivos, diversificando sus productos a través de técnicas industriales; mientras que las periferias quedan atrasadas, especializadas en productos agrícolas sin mayor transformación tecnológica, y la relación de intercambio de mercancías es desigual en el comercio entre las regiones, manteniendo las relaciones de asimetría en el ingreso.
En conclusión, la noción centro-periferia resulta muy pertinente para comprender la asimetría propia del colonialismo y la idea de poder geopolítico en la idea de raza. Occidente se configuró como el centro industrial blanco, y las periferias se incorporaron al “desarrollo” pero de manera “rezagada” y con una perspectiva productiva en clave de eficiencia. Este sistema se articuló a través del intercambio en el mercado, pero lleva implícitas las relaciones sociales de poder configuradas geopolíticamente en las razas. A nivel interno, las ciudades donde predominan las relaciones salariales de la élite blanca también funcionan como centros, y las periferias son las regiones donde se encuentran las formas no capitalistas de producción y generalmente las razas no blancas. Los mapas 1-5 prueban esta hipótesis tanto a nivel mundial como en el contexto colombiano.
Redefinición de las categorías de centro y periferia en un contexto de inestabilidad económica
En la dinámica industrial que acompañó al desarrollo del capitalismo prevalecieron dos principios en la teoría económica y productiva: el fordismo y el keynesianismo. El fordismo (desarrollado por Henry Ford en 1903) es el paradigma productivo que parte de la teoría taylorista, y busca la reducción de los tiempos de trabajo y la eficiencia de los procesos, estandarizando las actividades de los obreros y especializando las tareas de cada uno; allí prevalece el concepto de eficiencia económica, del “mejor” uso de los recursos en el interior de la industria.
El keynesianismo, por su parte, hace referencia al paradigma económico que prevaleció desde la crisis de 1929 hasta 1973. Conocido también como el Estado de Bienestar, la teoría de Keynes (2014) tenía por premisa que el consumo de bienes y servicios era la forma de bienestar social, y fue usada para reactivar la economía que no se recuperó de manera espontánea después de la caída de la bolsa de Wall Street, como proponían los economistas clásicos, por obra de la oferta y la demanda (Galbraith, 1965). Dicha reactivación requirió la participación activa del Estado, justificando así su intervención en la generación de empleo, reactivación de la demanda y, por ende, de la producción del sector privado para levantar los bajos niveles de desempleo: bajo este modelo el Estado usa sus herramientas de política económica, incentivando la demanda (el consumo) para la reactivación económica y la generación de empleo con seguridad social y garantías laborales aunque, por lo general, esto produzca alzas en los precios de las mercancías (inflación).
En 1973, con la crisis del petróleo, se presentó una situación inédita: la estaninflación.1 La decisión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) de reducir en 25% la producción de petróleo fue el arma de guerra de algunos países árabes en contra de Israel y su aliado Estados Unidos: el incremento del precio del petróleo, un insumo fundamental para la producción industrial, aumentó los costos de producción y los precios, al tiempo que hubo un gran despido de trabajadores y bajas en la producción y el crecimiento económico (Maffeo, 2003). En el paradigma keynesiano se sacrificaba un alza de precios por un crecimiento en la productividad, había crecimiento con inflación, pero ante este nuevo acontecimiento esta teoría perdió su carácter explicativo de los hechos económicos.
En respuesta a estos acontecimientos, una redefinición de la teoría económica liberal aconsejó la reducción en la expansión de la oferta monetaria (para mantener los índices de inflación bajos), la desregulación del mercado y una menor intervención del Estado. Las políticas públicas en este nuevo paradigma se encaminaron a la autorregulación del mercado, incluyendo el mercado laboral (fijación del salario de acuerdo con la demanda de trabajadores de la empresa y a la oferta de mano de obra), en la que el Estado debía desregular su intervención desmantelando las leyes que impidiesen la rápida circulación de mano de obra y promoviendo aquellas que se encaminasen a reducir los costos de producción a las empresas. Estas leyes generalmente protegían al trabajador garantizándole cierto consumo básico para su subsistencia. Este proceso se conoce como precarización laboral y consiste en la desaparición de la protección social heredada del Estado de Bienestar.
A nivel internacional, el patrón dólar, que era la medida de cambio dominante porque podía respaldar su valor en reservas de oro, sufrió una crisis de convertibilidad,2 producto de las transferencias al gasto militar durante la guerra de Estados Unidos y Vietnam, de la inversión extranjera directa en otros países llevada a cabo por General Motors, y de las transferencias a Europa para la reconstrucción desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Se generó una impresión de dólares desmesurada y el respaldo del dólar en oro se perdió. La desestabilización del dólar, que afectaba a la política cambiaria internacional, reconfiguró el comercio mundial por medio de la vía neoliberal: un regreso al liberalismo económico que promovía la autorregulación del mercado internacional, sin la intervención de los Estados en la economía, la reducción de los costos de las empresas, y con ello la precarización laboral, que se trasladó a los países periféricos a modo de tercerización de los procesos.
En la consolidación de este nuevo orden económico mundial, cuyo inicio se reconoce en lo que sería denominado el Consenso de Washington (Williamson, 1998), que consiste en el reordenamiento de los gastos públicos y la austeridad del Estado, la liberalización de las tasas que regulan los mercados nacionales e internacionales (tasa de interés y tasa de cambio), la desregulación del comercio internacional (reducción de aranceles y obstáculos del comercio), el crecimiento guiado por el sector privado y la desregulación del mercado laboral. Todo esto haría que la dinámica de centros y periferias dejara de ser tan explícita, pues el Estado, como institución básica de articulación social, perdió importancia en el desarrollo económico y el mercado tomó un papel principal en el desarrollo de las actividades sociales intra, trans e internacionales.
El nuevo paradigma productivo deja de ser el fordismo, y la cadena de producción pasa a un plano internacional en el que se externalizan los procesos productivos (Feenstra y Taylor, 2011). El nuevo proceso consiste, entonces, en la circulación de bienes intermedios a nivel mundial, que explotan las oportunidades de costos bajos en países “subdesarrollados” (inversión extranjera directa), de tal forma que las ventajas estructurales, como costos de transporte, vías de comunicación, políticas flexibles, seguridad, mano de obra abundante y barata, etcétera, son aprovechadas por los grandes productores. La externalización de procesos productivos mejora el salario de trabajo calificado de los países tecnológicamente avanzados, y como consecuencia lógica disminuye el salario de la mano de obra no calificada (2011). Bajo esta lógica, la empresa, como unidad básica de la industria, deja de ser fuerte a nivel nacional.
Se dice que, en estas condiciones, la lógica de centros y periferias ya no aplica porque las industrias se desintegran a nivel mundial y se hacen difusos los patrones industriales centrales (parece que ya no hay estructuras tan sólidas), hecho que desconoce dinámicas como la colonialidad del poder y otros factores sociales que trascienden lo económico, en los que se observa cómo estas estructuras se reconfiguran bajo otras manifestaciones. Desde el punto de vista económico, tal afirmación es también refutable, si se tiene en cuenta que la tesis de Prébisch ilustra cómo el ingreso desigual entre centros y periferias se mantiene, ahora, bajo la lógica de trabajo calificado y no calificado: teniendo en cuenta que las personas, a diferencia de las mercancías, no tienen libre movilidad entre países, el hecho de que en los países periféricos se desarrolle primordialmente el trabajo no calificado permite que se perpetúen las relaciones de poder del sistema-mundo descrito en la década de los años cincuenta, a pesar de que las empresas ahora operen bajo esquemas transnacionales. Así, los países con mano de obra intensiva (periferia) agregan menos valor en la cadena o, lo que es lo mismo, son menos productivos e informales (gráfica 1), mientras que en los países centro se lleva a cabo el desarrollo de tecnologías para el control de la información y del conocimiento. Bajo este modelo, el mayor Producto Interno Bruto (PIB) corresponde a los países centro (mapas 1 a 3 ) en los que las empresas duplican sus ingresos, y donde existen niveles de inflación bajos y aumento de la capacitación laboral (mapa 4) (Zapata, 2001).
En el paso de la era industrial al nuevo paradigma neoliberal, el Estado y las instituciones que dieron forma a la modernidad, como las empresas nacionales, perdieron protagonismo. Bauman (2015) describe este fenómeno como una etapa sólida que comienza a desintegrarse, pues aquellas estructuras ya no determinan las acciones sociales: se abre paso a una etapa líquida y más fluida, con menos limitaciones estructurales, en la que la individualidad determina, en mayor medida, las acciones sociales. Los fenómenos sociales que antes eran estructurales -y mucho más evidentes en la teoría y en la práctica- necesitan, entonces, nuevos conceptos que permitan analizar cómo se manifiestan ahora los principios estructurales a nivel local e individual.
Ya no hablamos de marginalidad en el sistema mundial entre Estados sino de marginalidad local. Loïc Wacquant (2001) retrata la segregación espacial en sectores urbanos después del auge del Estado de Bienestar, partiendo de la desigualdad económica a nivel macro y de la mutación del trabajo asalariado, con pérdida de empleos, precariedad laboral, pobreza alimentaria, etcétera. Concluye que, en lo local, existe también una dinámica espacial de segregación y concentración de diferenciación de raza e ingreso (mapas 4 y 5), similar a la de centros y periferias mundiales (mapas 2 y 3), aclarando que, aunque existen diferencias entre unos lugares -y tiempos- y otros, se encuentran similitudes en la identificación de estas concentraciones de individuos en términos del “mejor” y de raza. Vamos a estudiar el caso colombiano.
En estos mapas se observa una relación entre el ingreso y el color de piel: en las zonas geográficas con mayores ingresos habitan, en promedio, personas de piel más clara, lo que demuestra cómo las dinámicas de centros y periferias se mantienen tanto a nivel internacional como intranacional, en función del mercado transnacional. Por ejemplo, ciudades como Bogotá cuentan con grandes centros de mercados capitalistas, como el del Centro Financiero, y en sus alrededores aglutinan un grueso de población, por lo general, desplazada de las regiones campesinas. Los y las “marginales” periféricos se integran al mercado regional en formas económicas no capitalistas en los denominados mercados informales, es decir, a través de medios que no cuentan con los modos de producción industriales y que, como no pasan por el aval del Estado como formas económicas, no se cuentan como productivos: desde una perspectiva de desarrollo industrial, la informalidad es una forma de atraso.
Así, en el nivel local también se materializa la dinámica de centros y periferias (diagrama 4). El caso de la sentencia T-067 de 2017 de la Corte Constitucional Colombiana es una muestra de la exclusión hacia las prácticas (informales) de las periferias, por parte de los centros. Este caso en particular evidencia el caso de una madre indígena que demanda a las instituciones locales de Bogotá por el uso de medidas policivas para desplazarla de su lugar de sustento, un negocio informal que invadía el espacio público en uno de los centros económicos de mayor escala de la ciudad.
La flexibilización del mercado laboral y la inestabilidad en la vida económica, por el constante riesgo que representa la volatilidad del mercado, se manifiestan en la inestabilidad de las relaciones sociales, la fragmentación de las familias, la falta de confianza entre los individuos y la competitividad en el consumo desigual en la sociedad. Los valores laborales se trasladan a las prácticas sociales de los individuos y a otras esferas de la vida, de tal forma que los individuos se ven encerrados en un ámbito virtual y de competencia en sus labores diarias (Senett, 2006). Hablamos, entonces, de una sociedad atomizada, en constante competencia y riesgo, soportada en la cultura del “mejor consumista”, cuyas consecuencias sociales son el debilitamiento de las instituciones sociales tradicionales.
Ulrich Beck (1998: 42-64) señala que, en el cambio de identidad que deriva del paso de las sociedades tradicionales (periféricas) a las modernas de consumo (centros), la competitividad hace que la sociedad se individualice, transformando los lazos sociales del entorno territorial. La identificación con la sociedad de consumo presiona, además, a desprenderse de las identidades tradicionales en un camino aspiracional de la identidad moderna, de tal forma que individualización y transformación social se vuelven factores propios del sistema productivo; podemos hablar de una crisis cultural de las identidades tradicionales en la perspectiva centro-periferia que aspiran a ciertas formas sociales del capitalismo occidental.
Así, en América Latina la noción centro-periferia se puede observar en el nivel local, regional, nacional e internacional (diagrama 4). A través de la idea de raza se hace una distribución geoespacial del poder, donde los centros mantienen las prácticas occidentales de la raza blanca, y las periferias, las prácticas rezagadas de las razas inferiores, y se traza una perspectiva lineal de un camino al desarrollo que parte desde el atraso periférico hacia el punto de máximo desarrollo y bienestar del centro, del “mejor consumista”. Aunque ese mejor consumista se analiza principalmente en la dimensión micro, la integración de estas categorías yace en el sistema capitalista mundial que articula todas las formas de producción, las “avanzadas” y las “atrasadas”, que ahora también se configuran en términos de conocimiento y tecnología, es decir, de mayor valor agregado en la cadena productiva mundial. Que este sistema capitalista articule las formas de producción que se desarrollan en los diferentes niveles de incidencia social es la razón por la cual no es posible desvincular las categorías estructurales del análisis micro.
Los discursos hegemónicos como sustento actual de la dinámica de centros y periferias
Luego de identificar algunas características del sistema económico y social capitalista, y de describir la dinámica de centros y periferias que se articula en la noción de eficiencia (el mejor), de productividad del mercado (desarrollo) y de raza, debemos destacar que la era industrial dio paso a una nueva era de mercados virtuales y simbólicos. Los mercados financieros, los productos intangibles (por ejemplo, servicios) y la reducción de interacciones sociales físicas son parte de los componentes principales de esta nueva dinámica.
Al igual que los distintos niveles de la realidad social (mundial, nacional, regional y local), el paso de la era industrial a la era virtual tiene repercusiones en la vida social, pero conserva la dinámica de centros y periferias. En primera instancia, debemos identificar el hecho que dio paso a la era virtual y simbólica, a saber, el desarrollo de las telecomunicaciones, que trajo consigo otra condición: la información como unidad económica fundamental. La empresa nacional e individual de mercado tiene como necesidad la racionalidad y el conteo de todos los recursos, ya sean naturales, informacionales, personales, etcétera. La información es el elemento que articula el nuevo orden social porque tiene la capacidad de crear significados más allá del mundo tangible y de las estructuras sólidas del Estado.
La estandarización de los aspectos deseables en la sociedad, materializados en la definición de cifras o de categorías cualitativas que apuntan hacia el camino trazado del “mejor consumista”, crea un espectro de la realización humana como meta social, que establece un discurso en torno a la eficiencia, al rendimiento, a la productividad, al consumo y a la propiedad. Estos discursos que articulan el capitalismo se reúnen en torno a significados sociales que construyen una identidad y agrupan a la sociedad alrededor del mercado y sus dinámicas, de modo que ideas amplias y generales como la búsqueda de la felicidad y de bienestar económico (promovidas por el mercado) se materializan más concretamente a nivel individual en el elogio al esfuerzo personal para conseguir dinero como medio de consumo y símbolo de éxito. Así, la influencia del mercado toma fuerza, por cuanto los significantes vacíos que usa se adaptan y articulan a nivel local a los discursos capitalistas de eficiencia, raza y desarrollo; lo novedoso de esta dinámica en la era informática es que estos significantes vacíos, por ser tan volátiles, pueden “llenarse” y transformarse rápidamente de acuerdo con un sinfín de intereses, a través del uso de imágenes, símbolos y otros códigos del lenguaje.
Este nuevo paradigma, dice Manuel Castells (1999), es una articulación de conocimientos informáticos, factores tecnológicos y factores sociales, propia de la revolución informática gestada en Silicon Valley y, en menor medida, en Japón hacia la década de los años setenta. Sugiere que hay que estudiar la manera en que la tecnología informática penetra en la sociedad, es decir, en forma de red, para comprender cómo el dinamismo de esta forma de configuración se traduce en flexibilidad y capacidad de reorganización del sistema, donde puede prevalecer la represión o la libertad, dependiendo de la concentración de poder en el manejo de la nueva realidad virtual que, en principio, dice el autor, se autoorganiza descentralizadamente. De la misma forma en que en la industria convergieron medios de producción “más o menos eficientes”, en este nuevo paradigma convergen también tecnologías informáticas diversas más o menos avanzadas. Las mejores tecnologías son las que proveen eficiencia en el desarrollo de la producción y de la vida cotidiana.
De acuerdo con Alberto Melucci (1998), la unidad en la era de la información son los símbolos. Es en el control de los códigos que determinan el lenguaje (discursos), dice, donde está el control de la información y, por lo tanto, el control de los símbolos que mueven a las sociedades que se configuran sobre la base de esos códigos. Para este autor, la información es el paso siguiente de las comunidades industriales: en el momento en que las necesidades básicas están satisfechas, esta nueva categoría cobra importancia, aunque no se deja de perseguir la eficiencia, sólo se modifica. Siguiendo este planteamiento, la asimetría entre centros y periferias se perpetúa en la medida en que la era de la información comienza primero en los centros industriales (desarrollados y considerablemente más ricos), dado que las periferias (que ingresan con desventajas industriales) no pueden acceder de la misma manera. El control de los códigos informacionales se establece, una vez más, en los centros, y así, las imágenes y los símbolos de la sociedad virtual provienen, en gran medida, de los centros (mediante discursos como el de eficiencia, raza y desarrollo). Las periferias que deciden acogerlas como punto de referencia reproducen este lenguaje occidental, aunque con las variaciones propias de su adaptación (consumo imitativo).
Para Melucci (1998), la resistencia a estos fenómenos está en la creación de discursos locales y en la posibilidad de nombrar de una manera diferente las cosas del mundo. No hay que perder de vista que, si bien los discursos hegemónicos se les atribuyen a los centros, las periferias también juegan un rol, ya sea en la constitución de estos (coproducción) o en la adaptación específica que se hace de ellos. Esto, en palabras de Pierre Bourdieu (2001), serían las estructuras estructurantes y las estructuras estructuradas de la sociedad. Al final, siguiendo las ideas de Bourdieu, la información y el lenguaje de los centros no se consolidan totalmente en las periferias porque las necesidades culturales y lingüísticas de cada contexto son diferentes. Se hace importante, entonces, caracterizar el modo en el que las estructuras informacionales de Occidente se mantienen como sustento de la sociedad del capitalismo mundial a pesar de su transformación en la dimensión local, para lo cual usaremos los planteamientos de Ernesto Laclau (2009) en torno al discurso populista, en tanto que el discurso productivista y consumista cumple con algunas de sus principales características.
Laclau señala que los discursos populistas pueden manifestar equivalencias en las demandas a otro agente social, como el Estado (con lo cual se crean movimientos que se identifican), y pueden hallar contrastes con un “enemigo” creado (lo que genera una fisura en la estructura social) confrontándose con otros discursos sociales. Se identifica una contradicción en el carácter totalizador que requieren estos discursos (hegemónicos) para cristalizarse: para que exista un consenso en la sociedad, uno de los discursos debe reivindicarse en representación del resto, y asumir el papel articulador que terminará por representar a los otros discursos; de este modo, terminará ejerciendo una hegemonía propia de esa representación. Es decir, se reproduce un discurso en la estructura social, que implica la existencia de equivalencias de las demandas sociales y la creación de una identidad que cohesiona la sociedad, en contestación a un/os discurso/s excluido/s.
Para Laclau (2009), el discurso hegemónico, que es totalizador, implica necesariamente la existencia de un discurso excluido, pero a la vez inserto en el proceso. Existen elementos del discurso hegemónico que representan parte de las demandas de otros discursos, por lo que deben articularse alrededor de ciertos significados que, al volverse símbolos, van generando una identidad totalizadora. Los significados originales de las demandas del discurso hegemónico van adquiriendo nuevos significados, es decir, en cuanto símbolos, son vacíos de significado y los diversos discursos sociales se van articulando y generando identidad en torno a ellos, nombrándolos y definiéndolos de distintas maneras, de modo que todos se puedan sentir representados. En este proceso, el afecto es un elemento importante, pues es el que permite encontrar representación en los símbolos.
El proceso de creación de identidad alrededor de un símbolo es comparable con la búsqueda de bienestar que, dicen Sigmund Freud y Jacques Lacan, encontramos en el seno de la madre y que al crecer buscamos en pequeños elementos materiales y afectivos que nos recuerdan dicho bienestar; es decir, se traslada la búsqueda del seno de la madre a la búsqueda en otros elementos (Laclau, 2009). La representación del bienestar capitalista en la sociedad satisface esta búsqueda, pues promociona imágenes estandarizadas de plenitud humana en las que el capitalismo aparece como la (única) forma social que garantiza a los individuos la tranquilidad esperada. En esta representación (totalizante por cuanto ignora que esta idea de bienestar también es el propósito de otras perspectivas alternativas al capitalismo que persiguen la plenitud humana), las pequeñas reivindicaciones materiales son los productos que se consumen de manera inmediata e imitando a los centros, y que se consiguen a través de la productividad. Al ser todos estos significantes vacíos, sólo hace falta encontrar las equivalencias locales (símbolos, imágenes y códigos de lenguaje) para reforzar dicha representación totalizadora. Y es por esto que se dice que el discurso productivista de Occidente es populista, porque se asume como hegemónico y paradigmático en la sociedad. La diferencia con la propuesta de Laclau es que los sujetos no pasan por una reclamación política al Estado, sino que el proceso de subjetivación de estos y de sus discursos se da desde el mercado directamente. El productivismo encuentra un discurso interno equivalente: las formas occidentales del colonialismo interno y el subdesarrollo de la periferia aparecen como un elemento interno diferente que intenta expulsar y realizar demandas para ejercer hegemonía.
El discurso totalizador que articula la sociedad fraccionada en centros y periferias encuentra un símbolo común de identificación: la idea de la productividad o del “mejor consumista” (en la idea global de bienestar). Así, la identidad que cohesiona la sociedad es la idea del bienestar económico como significante vacío, como símbolo generador de identidad, que “se llena” con los elementos cercanos de los discursos no hegemónicos, por ejemplo, los productos y los servicios que pueden consumirse para materializar la idea de bienestar. La información, como evolución de la productividad, se traduce en los símbolos y en las imágenes del consumo. Consumo que resulta imitativo de las periferias a los centros.
El elemento interno de negación es el subdesarrollo, los discursos no capitalistas, el conocimiento no occidental, las identidades sometidas y las comunidades marginales. Estas se consolidan alrededor de discursos de “inferioridad” con respecto al discurso articulador: son razas “inferiores”, son economías informales, regiones aisladas, sin poder geopolítico y sin desarrollo de lenguaje e información en el sentido occidental. Esta periferia, por lo general, encuentra una identificación con el símbolo del “mejor consumista”, y la búsqueda del bienestar se materializa en el consumo, con lo cual se genera una perspectiva de progreso lineal, desde la marginalidad periférica hacia el centro del bienestar consumista.
Espacio social y representación del sistema mundial, nacional y local de centro-periferia
Hasta este punto podemos decir que la noción de centro-periferia se puede encontrar en todos los niveles de la configuración geopolítica, socioeconómica y cultural (mundial, nacional, regional y local). Podemos concentrarnos, entonces, en las unidades básicas que lo componen para analizarla de manera tangible. Observamos que su representación geográfica coincide con su representación conceptual, por lo que procedemos a simplificarla gráficamente (diagrama 6). Podemos abstraer del plano geográfico los componentes fundamentales del sistema y representar la unidad básica que compone el organismo de la siguiente manera:
Partiendo de la representación gráfica de las unidades básicas que componen el sistema mundial, en esta abstracción los discursos hegemónicos de la idea del “mejor consumista”, de las formas “desarrolladas” y “no desarrolladas” y de raza, caracterizan cada uno de los polos de la gráfica.
El concepto de espacio social de Bourdieu, establecido por Álvaro Moreno y José Ramírez (2003) como “un sistema de diferencias, un sistema de posiciones, que se define dentro y por la posición misma, como el norte se define única o exclusivamente por la oposición al sur”, es un sistema organizado en el que la posición social se mide por y con respecto a la distancia que la separa de otras posiciones sociales. Las distancias sociales y físicas pueden coincidir o ser diferentes, en cuanto que se puede compartir un espacio físico, pero no un espacio social; por ejemplo, entre los vendedores informales que se ubican junto a los grandes centros financieros de Bogotá y dichos centros financieros, la distancia en el espacio físico es reducida, mientras que en el espacio social es amplia en términos de ingreso y posiblemente raza.
Harvey (1977) establece una metodología para la representación gráfica y teórica de un espacio social, en la que establece una distinción entre espacio orgánico, donde se lleva a cabo la interacción; espacio perceptual, que es lo que perciben los sujetos, y espacio simbólico, que es el que nos interesa representar a modo de herramienta metodológica. El paso entre espacios, dice Harvey, es posible en la medida en que existan isomorfismos que puedan representar a, al menos, dos modos espaciales (diagrama 7). En este caso, identificamos que dichos isomorfismos son las regularidades geográficas y discursivas. Como en el paso del espacio orgánico (articulación del sistema capitalista) al simbólico (articulación de un discurso hegemónico) se pasa por el espacio perceptual (las interacciones sociales, estudiadas en los discursos y el lenguaje), es necesario comprender los discursos de eficiencia, raza y desarrollo, en tanto que ejes articuladores de los espacios, que nos permiten relacionar el sistema de mercado con la hegemonía que lo sostiene, ahora menos sólida y menos estructural.
Las categorías que proponemos en este modelo pueden abordarse de diferentes maneras conforme sea el interés del investigador. El orden en el camino metodológico que proponemos puede variar dependiendo de si el acento de la investigación está en la comprensión profunda de un fenómeno a nivel micro sin perder de vista la comprensión amplia de lo macro o si, en caso contrario, el foco yace en la comprensión profunda de lo macro y se quiere localizar el discurso que da sustento en una región geográfica específica, a nivel meso o micro (Giddens, 2015).
En cualquier caso, y como sugerimos en el diagrama 8, el investigador debe primero situarse en el espacio orgánico en términos de centro-periferia en los diferentes niveles (por ejemplo, Bogotá es periferia mundial, pero centro regional, y por eso debe especificarse el nivel macro, meso o micro geográfico, para poder comprender el discurso hegemónico a nivel estructural o local y situarse como centro o periferia), identificando qué hay en el norte y qué hay en el sur del espacio social (por ejemplo, para el caso de Bogotá, Estados Unidos es el centro económico mundial, pero en otro nivel es centro de regiones periféricas como el Pacífico colombiano). Posteriormente, se hace importante caracterizar los “articuladores del sistema centro-periferia” de “bajada” -del mercado y sus formas hegemónicas y subalternas como la informalidad, del norte al sur-; por ejemplo, cómo es el sistema capitalista y de mercado en el contexto específico de investigación; para luego poder rastrear y caracterizar la percepción que tienen los sujetos frente a los discursos hegemónicos que proponemos -de raza, eficiencia y desarrollo-, que se pueden cuantificar o cualificar regionalmente para mayor comprensión. Esto permitirá identificar las representaciones simbólicas de “subida” -que articulan económicamente al sur con el norte- de dichos discursos (por lo general a través de consumo imitativo cristalizado en imágenes y símbolos locales). El nivel de profundidad que se haga en los distintos pasos dependerá, como mencionamos, del interés investigativo particular.
Conclusiones
Este espacio social permite representar la dinámica centro-periferia en una sociedad cada vez más líquida, desde categorías que pueden articular la atomización del sistema capitalista actual, y hacer visible la articulación discursiva que mantiene las asimetrías (de ingresos y de poder) entre regiones desarrolladas y subdesarrolladas. El camino trazado del sistema-mundo actual es, en esencia, progresista si se tiene en cuenta que las formas de integrar el sistema se fundamentan en un discurso de atraso del sur respecto del norte. Para la comprensión de fenómenos en el contexto latinoamericano, resultan muy apropiadas las categorías de sur y norte, en tanto que permiten dilucidar cómo en el espacio social la dinámica es más o menos homogénea con respecto del centro (sabiendo que para América Latina el centro económico mundial es Estados Unidos).
El entendimiento de las dinámicas sociales en el espacio simbólico (de las representaciones) requiere la comprensión teórica de conceptos como el de discurso hegemónico, los de raza, eficiencia y desarrollo, arraigados en el bienestar consumista y el de centro-periferia intra, trans e internacional, para identificar los rasgos culturales principales de la nueva dinámica mundial, regional y local, que permita dilucidar patrones para analizar las interacciones sociales desde un plano simbólico (en el que podemos representar estas asimetrías, no tan evidentes en el plano orgánico de las relaciones mercantiles).
Un marco epistemológico y metodológico como el que planteamos aparece, entonces, como una propuesta -que reconocemos aún dicotómica- para decodificar y recodificar la realidad social (Freire, 2005) de tal forma que no se pierda de vista que la comprensión integral de una y otra dimensión (la estructural y la local) es lo que permitirá tener una perspectiva situada y más pertinente en el estudio de los problemas locales. Este estudio es, pues, un intento por retomar el concepto de centro-periferia para no perder de vista las asimetrías, que no sólo se mantienen, sino que se reproducen en el sistema-mundo capitalista. Invitamos a que otros estudios discutan con éste, para proponer otras formas en que esta asimetría se perpetúa, como la dinámica extractivista y patriarcal del sistema (que no abordamos por el alcance de este estudio) u otros que hayamos perdido de vista.