Introducción
Ante una imagen -tan antigua como sea-, el presente no cesa jamás de reconfigurarse por poco que el desasimiento de la mirada no haya cedido del todo el lugar a la costumbre infatuada del “especialista”. Ante una imagen -tan reciente, tan contemporánea como sea-, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira (Didi-Huberman, 2008, p. 32).
En esta excelsa cita, Georges Didi-Huberman nos cuenta que una imagen es, efectivamente, un objeto perdurable más allá de lo efímero de las vidas que la observan. Pero también nos dice -y esto es lo que nos interesa sumamente- que la imagen reconfigura tanto el presente como el pasado. Y esto es así porque la presencia de la imagen es tal que provoca una interrupción en el decurso del tiempo que acontece. Hay ya una noción, entonces, que irrumpe: la de la memoria. La memoria, precisamente, no deja jamás de mutar y de recomponerse ante la presencia de la imagen indeleble e imperdurable. La tentativa del proyecto de Didi-Huberman se erige, así, como la búsqueda de realizar una historia crítica del arte que implique “detenerse ante el tiempo”, esto es, interrogar al objeto de la historia, a la historicidad misma.
Unas páginas más adelante, Didi-Huberman añade que, ante el imperativo del historiador de no extrapolar nunca ningún concepto extemporáneo al propio objeto de estudio, existe una productividad del anacronismo que puede definirse a guisa de lo expresado a continuación: “El anacronismo sería así, en una primera aproximación, el modo temporal de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes” (Didi-Huberman, 2008, pp. 38- 39). ¿Pero sobredeterminación de las imágenes realizadas por qué cosa? Es decir, ¿qué es aquello que sobredeterminaría a las imágenes? Dos párrafos más adelante, el autor francés acota que “la cuestión del anacronismo es, pues, interrogar esta plasticidad fundamental y, con ella, la mezcla, tan difícil de analizar, de los diferenciales de tiempo que operan en cada imagen” (Didi-Huberman, 2008, p. 40). Aquello que sobredetermina a las imágenes son los diferenciales del tiempo, entonces. El tiempo siempre se encuentra operando de manera tal que determina de modos múltiples a la imagen: “La imagen está, pues, abiertamente sobredeterminada respecto del tiempo. Eso implica reconocer el principio funcional de esta sobredeterminación dentro de una cierta dinámica de la memoria” (Didi-Huberman, 2008, p. 42). Vuelta entonces del concepto de la memoria al acervo de conceptos del autor. La memoria, ahora entroncada con la noción de “anacronismo”: el anacronismo señala las coordenadas de una complejidad de la imagen a la vez que ofrece la clave para elucidar la sobredeterminación respecto del tiempo en la que la imagen se inscribe, la cual está ubicada en una “dinámica de la memoria”. Porque las imágenes también tienen una memoria: aún más, no sólo la poseen, sino que la producen. Es una memoria que se encuentra presente en todos los cuadros del tiempo; ella logra aunar la enmarañada complexión de montajes de tiempos heterogéneos.
En lo que sigue intentaremos rastrear los conceptos de “anacronismo” y “memoria” en una serie de autores. Es la tesis vertebradora de este trabajo el que puede hallarse en Spinoza una noción de “anacronismo productivo” similar a la que aparece en Benjamin y Koselleck. Para ello, primero haremos una presentación de los conceptos mencionados en este incipit en Benjamin y Koselleck, cuyas obras, en gran medida, los han tematizado. Ello nos permitirá situar las coordenadas conceptuales sobre cómo el anacronismo debe ser entendido y asido. En segundo lugar, nos trasladaremos al autor de nuestro interés principal, Baruch Spinoza, para ver qué papel juegan allí el anacronismo y la memoria, ciñéndonos principalmente a las explicaciones que Spinoza realiza en el Tratado teológico-político y en la Ética. Se procederá, pues, a la restitución de la dinámica de la memoria en el autor para poder elucidar cómo aparece el anacronismo. Finalmente, en tercer lugar, se continuará con una explicación de la productividad política que el anacronismo y la memoria comportarían, esto es, la capacidad positiva y virtuosa que estos dos conceptos detentarían en relación con el hacer político.
1. Benjamin y Koselleck
En la segunda tesis de Sobre el concepto de la historia, Walter Benjamin expresa que la idea de la felicidad está atada a otro elemento, a la redención. Redimir, en efecto, el pasado, pero únicamente el pasado que quedó trunco, el pasado que no pudo ser. Esta es la ambigüedad del presente de Benjamin, una ambigüedad que también se encuentra en la noción de “pasado”: el presente designa tanto lo que nos es dado, lo que ha llegado a ser y tenemos por delante, como también aquello que se malogró, que nunca pudo ser y que quedó apenas como posibilidad. Mientras el primer presente refiere al pasado que fue, el que efectivamente sucedió, el que ha sido, ese segundo presente refiere a un pasado que nunca terminó de ser y que queda en el presente, trunco, como una posibilidad.
Es precisamente el historiador de tipo materialista histórico quien puede desentrañar ese pasado no sido. Para ello, se sirve de un principio destructivo/constructivo, el cual es especificado en la tesis decimoséptima de la mentada obra:
La historiografía materialista está basada, por el contrario, en un principio constructivo. Propio del pensar es no sólo el movimiento de los pensamientos, sino más bien su estado de suspensión. Cuando el pensar se detiene repentinamente en una constelación saturada de tensiones, entonces provoca un shock por el que se aglutina como mónada (Benjamin, 2009, p. 150).
Y es que el investigador materialista histórico debe abandonar la posición serena so pena de caer en una empatía rayana en la historia de los vencedores. Debe adoptar una actitud crítica que le permita elaborar una constelación de elementos pasados que fueron dejados de lado en una constelación particular cargada de esos elementos pretéritos. En una coyuntura dada, particular y situada, esa constelación debe entrar de lleno y acentuar las contradicciones existentes en una tesitura caracterizada por el predominio de una historia imperante.
Por ello, Benjamin se enfrenta tanto a los cientificistas, que creían que la historia era una ciencia y que podían conocer los hechos pasados tal como ellos sucedieron, como también a los historicistas, quienes proclaman que hay que entregarse al pasado para vivirlo tal como fue. Un historicista como Foustel de Coulanges, como relata Benjamin en la tesis séptima de Sobre el concepto de la historia, lo que pretende es conocer el pasado de manera desinteresada y desapasionada, con una pretensión de objetividad. Ahora bien, esa tan mentada objetividad desaparece cuando el historiador historicista es de pronto seducido por ese pasado que intenta estudiar de una manera neutral. Esa seducción es la empatía a la que Benjamin se refiere en esta tesis, “el bastión más fuerte y más difícil de atacar” (Benjamin, 2008, p. 92), según comenta en un borrador. Sin aplicar ese principio destructivo, sin poner en duda el pasado de los victoriosos que nos ha llegado hasta el presente, lo que pasará es que la historia se seguirá leyendo desde el punto de vista del vencedor. Si no realizamos ese esfuerzo por conocer el pasado que resultó trunco, seguiremos cegándonos por las grandes y grandilocuentes victorias de la historia de los vencedores, vamos a enceguecernos por el brillo de los grandes monumentos de aquellos que resultaron ganadores. Al colocar el triunfo de ayer como referente del pasado, el historiador tomaría partido por la historia de los vencedores. Es en este sentido que todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie: la barbarie anida al interior de cada documento que se digna como de cultura, le saca el aguijón crítico que podría tener en cuanto testimonio de las masacres y las violencias aplicadas contra los dominados y los convierte en una bella pieza de museo que no es un reportaje crítico ni lleva a una experiencia compasiva, sino que convalida la dominación actual.
Al materialista histórico no le queda otra cosa que hacer que cepillar la historia a contrapelo. Es decir, no se trata, como dice en otro lugar Benjamin, de “sacar brillo incesantemente al presente como si de un cilindro roñoso se tratara” (Walter Benjamin, citado en Mate, 2006, p. 140): esto es lo que haría un historiador que no hace otra cosa que comulgar con la visión dominante de las cosas. Un historiador materialista, un historiador que no quiere que nada se pierda, lo que va a hacer es cepillar la historia a contrapelo, es decir, investigando y prestándole atención a eso que aparece como insignificante en la historia canónica, en ese pasado que no fue.
Pero aún hay algo más, algo que Benjamin menciona en el convoluto K de su Libro de los pasajes al mencionar que:
El giro copernicano en la visión histórica es éste: se tomó por punto fijo “lo que ha sido”, se vio el presente esforzándose tentativamente por dirigir el conocimiento hasta ese punto estable. Pero ahora debe invertirse esa relación, lo que ha sido debe llegar a ser vuelco dialéctico, irrupción de la conciencia despierta. La política obtiene el primado sobre la historia. Los hechos pasan a ser lo que ahora mismo nos sobrevino, constatados es la tarea del recuerdo. Y en efecto, el despertar es la instancia ejemplar del recordar: el caso en que conseguimos recordar lo más cercano, lo más banal, lo que está más próximo. […] Hay un saber-aúnno-consciente de lo que ha sido, y su afloramiento tiene la estructura del despertar (Benjamin, 2011, p. 394).
De lo que trata ese giro copernicano al que Benjamin refiere es entonces de poner al objeto, ese pasado que no fue, ese pasado trunco, en el centro de la escena, un pasado vivo, un pasado que sale al paso, con el objetivo específico de hacerle justicia, de recordarlo, de redimirlo: un pasado solicitante que le reclama, siempre en esa chance efímera que corre el peligro de perderse, al sujeto necesitante que lo redima, que le haga justicia. Se trata, dicho con otras palabras, de recordar ese pasado trunco, de hacerle memoria, para que este no caiga en un olvido permanente. Aquí podríamos situar, precisamente, la conexión entre dos temáticas que Benjamin se aboca a estudiar sistemáticamente: la historia y la memoria. Porque la memoria es un trabajo y un proceso que debe ejercerse sobre aquella historia no sida, es decir, sobre aquella historia que no ha efectivamente prosperado y que se encuentra velada.
El anacronismo se advierte, de esta manera, en el pensamiento benjaminiano en la figura de ese pasado no sido que ha sido despojado de todo protagonismo por la historia dominante. Precisamente en esos restos, figuras y calaveras que son dejados de lado por los dominantes -y que deben ser rescatados por el historiador materialista en su análisis a contrapelo de la historia- encontramos la presencia anacrónica de un acontecimiento pasado que comporta respecto del presente una productividad que es totalmente disruptiva: ella desmiente completamente la historia construida por los dominantes y la hace desmoronar hasta sus cimientos. Es ahí donde se encierra la productividad incesante que el pasado trunco no ceja en tener respecto de la contemporaneidad imperante: la de, precisamente, actualizar algo que había sido tildado de obsoleto o como carente de importancia, para darle su merecida prioridad sobre el presente fáctico, de manera que sea rescatado de su olvido y sea recordado.
Por parte de Koselleck, la cuestión del anacronismo aparece en primer lugar en el capítulo inicial de Futuro pasado, en el análisis de una pintura realizada por Altdorfer en el siglo XVI. La imagen representaba la batalla de Isso, acontecida en el año 333 a. C., que implicó una victoria decisiva para Alejandro Magno sobre el emperador persa Darío III, lo cual significó el comienzo indisputable de la era helénica. Dicho cuadro es en sí mismo un anacronismo, nos cuenta Koselleck, ya que allí mismo es posible visualizar también el infructuoso asedio de las tropas turcas a Viena en el año 1529. Se aproximan entonces dos sucesos disímiles: en el entramado del enfrentamiento entre los macedonios y de los persas también se deja entrever la colisión de fuerzas austrohúngaras y otomanas. El anacronismo se configura, de esta manera, como una estrategia central del cuadro encomendado por el duque Guillermo IV de Baviera: una contemporaneidad entre el suceso del cuadro y la coyuntura candente actual en la que Altdorfer realizó la pintura. He allí la clave del anacronismo, esto es, el regreso del pasado al presente, un asalto inesperado pero eficazmente sucedido. Allí, entonces, en una misma extensión del tiempo, es posible identificar contemporaneidades disímiles.
Esto se evidencia claramente en la impresión que el cuadro causó, tres centurias posteriores, a Friedrich Schlegel cuando vio el cuadro por primera vez: “Schlegel elogia la pintura con cascadas de ideas chispeantes, reconociendo en ella la más elevada aventura de la antigua nobleza. De esta manera confirió a la obra maestra de Altdorfer una distancia histórico-crítica” (Koselleck, 1993, p. 23). Si la pregunta de Koselleck es qué ha sucedido en los trescientos años que separan a la realización de la pintura de Altdorfer y la contemplación por parte de Schlegel, la respuesta viene por parte de una cualidad novedosa que el tiempo histórico ha adquirido en ese interregno. La respuesta que da Koselleck a la interrogante recién formulada es esbozada por el autor en una tesis crítica: “en estos siglos se produce una temporalización de la historia en cuyo final se encuentra aquel tipo peculiar de aceleración que caracteriza a nuestros modernos” (Koselleck, 1993, p. 23).
Koselleck quiere significar que el sujeto de la moderna filosofía de la historia fue el ciudadano ilustrado y emancipado de la sumisión absolutista y de la tutela eclesiástica. Debido a esto, el tiempo se acelera de tal manera que hace que, entrado el siglo XVIII, el futuro deje de ser una categoría escatológica y pase a ser un dictum, esto es, una obligación de planificación temporal. Pero dejemos aquí los análisis del anacronismo vinculado a la exégesis de las imágenes y pasemos, en cambio, a los estudios del anacronismo abordados desde una perspectiva historiográfica.
¿Cómo vincular, en efecto, la perspectiva de estudio de índole estética con una eminentemente historiográfica? A cuentas de esta interrogante resulta sumamente proficuo un análisis que realiza Koselleck sobre los memoriales de guerra. Allí se hace patente la perseverancia de cierto pasado, el de los caídos en acción, el cual perdura hasta el presente, a las generaciones sobrevivientes. En este análisis iconológico se “produce una apertura para la contemporaneidad de lo no contemporáneo, esto es, para la presencia de anacronismos en los pasajes memoriales” (Svampa, 2016, p. 255). Es precisamente en esa instancia donde se juega un doble proceso de identificación, el cual se encuentra contenido en “la diferencia entre el pasado muerto que es evocado y la interpretación visual que el memorial de guerra ofrece” (Koselleck, 2002, p. 288). Formulado con otras palabras, podría decirse que existe la perduración de una declaración, de un pasado, que es aprehensible a través de lo que ofrece visualmente una estética determinada. En este sentido, “las posibilidades ‘estéticas’ de una declaración, conectada a la receptividad sensorial de los observadores, sobrevive a las demandas políticas de identificación que ella debía establecer” (Koselleck, 2002, p. 325). El mensaje que buscaba ser transmitido por una estética determinada -en el caso del citado artículo, la de los memoriales de guerra- permanece, al mismo tiempo que, en cierto sentido, cambia a lo largo del tiempo: permanece en cuanto el propósito de una estética determinada -aquí es el llamado de identificación de los memoriales de guerra- sobrevive a lo largo de las épocas; cambia, dado que cada época les otorga una significación distinta a las estéticas particulares. La estética, podría decirse, investiga una brecha, un espacio, un intersticio: la articulación entre pasado y presente, entre lo que se quiso significar y la significación dada coetáneamente, entre un pretérito que sigue interponiendo su fuerza en el presente y una contemporaneidad que no ceja en resignificar los restos del pasado. Siguiendo esta línea, por la cual el arte y la estética articula lo sido y lo que es, es que justamente Koselleck nos advierte, en un artículo intitulado “Begriffsgeschichte and Social History”, que, “[t]eóricamente, se podría definir toda la historia como un presente permanente conteniendo el pasado y el futuro -o, alternativamente, como la interacción continua entre pasado y futuro, lo que constantemente causa que el presente desaparezca-” (Koselleck, 1998, p. 30). Con ello no se quiere decir solamente que el pasado, presente y futuro interactúan de manera constante entre ellos, motivo por el cual no se puede decir que ninguno se encuentra muerto o inmóvil propiamente dicho, sino que también se busca indicar las coordenadas de la interacción entre la faz sincrónica y diacrónica de la historia: en el caso de exaltar la primera, la historia se deterioraría en un puro espacio de conciencia en el cual todas las dimensiones temporales se encuentran contenidas simultáneamente; en caso de ponderar la segunda, la presencia activa de los seres humanos devendría sin margen de acción.
Volviendo pues a los razonamientos anteriores, en el capítulo cuarto de Futuro pasado, Koselleck nos indica que existen tres modalidades temporales de la experiencia. La primera referiría a la irreversibilidad de los acontecimientos, es decir, el antes y el después en las distintas coyunturas en las que suceden. La segunda aludiría a la repetibilidad de los acontecimientos, en tanto se suponga su identidad, bien se acuse recibo de un retorno de coyunturas, bien se trate de una coordinación ornamentada de los acontecimientos. Pues bien, es la tercera de esas modalidades la que nos interesa aquí: la simultaneidad de lo no simultáneo. El anacronismo hace su aparición aquí con toda fuerza. Koselleck dice que, “[e]n una cronología natural y homogénea, se trata de clasificar diferenciadamente los decursos históricos” (Koselleck, 1993, p. 129). Esto es, existe un fraccionamiento temporal en el cual están contenidos de manera conjunta diferentes estratos del tiempo que tienen distinta duración y, a pesar de ello, deben ser comparados entre sí. En este sentido, en lo anacrónico o en la contemporaneidad de lo no contemporáneo están implicadas distintas extensiones de tiempo. “Éstas remiten a la estructura pronosticable del tiempo histórico, pues cualquier pronóstico anticipa acontecimientos que están esbozados sin duda en el presente, pero que, precisamente por eso, no se han realizado todavía” (Koselleck, 1993, p. 129). El anacronismo, según Koselleck, contiene extensiones de tiempo que afectan y son afectadas por los sujetos que las habitan. De este modo, la contemporaneidad de lo no contemporáneo emerge en una articulación de lo sincrónico y de lo diacrónico, de contextos impredecibles, y los hombres que protagonizan aparecen entre la finitud de su existencia física y la infinitud de su retorno, provocados por evocaciones sucedidas mientras exista, como tal, la humanidad.
De la diferente combinación de estos tres criterios formales, prosigue Koselleck, pueden deducirse conceptualmente el progreso, la decadencia, la aceleración o el retardamiento, entre otras variadas determinaciones diferenciales del tiempo. Pero lo importante es lo siguiente, que está relacionado con la manera en que hemos de entender al anacronismo: este implica una repetición, esto es, un regreso del pasado al presente.
De acuerdo con estos dos autores -Benjamin y Koselleck- y la reconstrucción de la problemática realizada a partir de sus pensamientos, parecería que el anacronismo es un tópico exclusivamente contemporáneo, esto es, que se trata de un problema que habría hecho su aparición hace apenas unas décadas atrás. El anacronismo implicaría una determinada concepción del tiempo y de la historia, una concepción por la cual pasado y presente no son ni inmutables ni compartimentos sin relación, sino que son dinámicos: el pasado puede retornar al presente, alterándolo y mostrándole su -paradójica- actualidad.
Sin embargo, creemos que el anacronismo también pudo haberse presentado en tiempos más lejanos, como, por ejemplo, en la Modernidad. Por ello, intentaremos rastrear la forma en que el anacronismo se presenta en uno de los autores celebérrimos de esa era: nos referimos, precisamente, a Spinoza. Hacia allí dirigiremos nuestros esfuerzos teóricos subsiguientes.
2. La memoria en Spinoza
Si queremos dedicarnos al estudio de la memoria en el autor holandés, debemos antes elucidar qué es un afecto, puesto que, sin explicar antes dicha noción, asir el concepto de memoria se volvería una operación sumamente difícil.
Spinoza define al afecto como las “afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, ayuda o estorba la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones” (Spinoza, 2000, p. 126).1 Los afectos tienen, entonces, una modalidad física que les es propia. Se trata, de esta manera, para retomar la frase de Filippo del Lucchese, de “una física de los afectos” (Del Lucchese, 2004, p. 14). Es en este sentido físico que podría decirse, pues, que un afecto es la expresión de una fuerza que afecta y se somete a otras fuerzas. El afecto es así la expresión de la afección de un cuerpo sobre otro, es el impacto, la impresión que algo corpóreo genera sobre otra cosa de la misma naturaleza: “los afectos son las fuerzas que constituyen y expresan la naturaleza en su infinita diversidad y maneras indeterminadas” (Bernstein, 2002, p. 17).
Elucidado qué es un afecto, podemos proceder con la explicación de la noción de “memoria” en Spinoza. Para ello, debemos atenernos muy ceñidamente a lo explicitado en la proposición 18 de la segunda parte de la Ética.2 Allí,3 Spinoza dice claramente lo siguiente: “Si el cuerpo humano ha sido afectado una vez por dos o más cuerpos al mismo tiempo, cuando el alma imagine después alguno de ellos, recordará al instante también los otros” (Spinoza, 2000, p. 95). Las proposiciones precedentes a esta han tomado en cuenta la situación más simple, esto es, aquella en la que el alma percibe una cosa a la vez, dado que el cuerpo del cual ella es idea es afectado por una sola cosa. Pero este razonamiento de un caso elemental continúa valiendo cuando se trata de situaciones más complejas en las cuales el cuerpo es afectado simultáneamente por dos o más cosas y conserva la impresión que han dejado en él aquellas cosas que lo han marcado de manera simultánea. “[E]l alma imagina un cuerpo exterior por la razón de que el cuerpo humano es afectado y dispuesto por los trazos de un cuerpo exterior de la misma manera en que éste ha sido afectado mientras algunas de sus partes han recibido un impulso de ese cuerpo exterior” (Gueroult, 1974, p. 230). Y, según la definición previamente brindada, podemos deducir también que el cuerpo ha sido afectado al mismo tiempo por dos cuerpos, de manera tal que el alma imagina los dos cuerpos de manera simultánea. Consecuentemente, el alma imaginará los dos cuerpos conjuntamente y, cuando se presente uno de ellos, el otro también le aparecerá de forma concomitante.
De esta manera, el alma percibe las cosas simultáneamente, y esto si ellas están presentes o no. Porque, como explica la demostración de dicha proposición 18:
El alma imagina un cuerpo por el hecho de que el cuerpo humano es afectado y dispuesto por los vestigios de un cuerpo externo de la misma manera que es afectado cuando algunas de sus partes fueron impactadas por dicho cuerpo externo. Es así que (por hipótesis) entonces el cuerpo fue dispuesto de forma que el alma imaginó dos cuerpos al mismo tiempo. Luego también después imaginará dos cuerpos a la vez; y, cuando el alma imagine uno de ellos, recordará inmediatamente el otro (Spinoza, 2000, pp. 95-96).
Cuando el cuerpo ha sido dispuesto de tal manera que el alma imaginó dos cuerpos al mismo tiempo, luego, más tarde, cuando el alma imagine uno de esos cuerpos, deberá agregar a dicha imaginación necesariamente al otro cuerpo, se encuentre este presente o no. Porque no imaginamos nunca una cosa de manera distinta y aislada, sino que siempre imaginamos muchas a la vez, lo que multiplica vastamente los efectos del mecanismo aquí en juego. Es interesante destacar aquí que la imaginación se presenta, ante todo, como un proceso corporal de producción de conocimiento, lo cual también impacta de lleno en la conformación de la memoria. Y esto porque:
El cuerpo entonces está poblado de imágenes de otros, imágenes que lo engloban a él junto con otros y que le permiten percibirse, imágenes de relaciones con otros en la duración, imágenes que lo implican y no lo explican y que permanecen presentes hasta que otra imagen, de otras relaciones que acontezcan, las fuercen a negarse y a excluirse (Abdo Ferez, 2010, p. 13).
Así, de acuerdo con Abdo Ferez, la imaginación implica una absolutización de la propia perspectiva: el cuerpo imagina el haz de relaciones con las cuales está entrelazado desde su propio punto de vista. Aparece aquí también, ciertamente, el concepto de huella o de vestigia, esto es, aquellas impresiones que otros cuerpos ejercen sobre el primero y que, lejos de significar una despotenciación de este, lo constituyen, esto es, son parte de su conformación, permitiendo que ese individuo conforme su propia complexión, su propio ingenium.4
Pero, para continuar con el tema de la memoria, podríamos decir, junto con Pierre Macherey, que:
Dicho de otra manera, en las condiciones de conocimiento inmediato, asociamos automáticamente las representaciones que tenemos de cosas como si ellas fueran una, siendo que en realidad no hay ninguna relación entre ellas, salvo por el hecho de que ellas han afectado a nuestro cuerpo a la vez (Macherey, 1997, pp. 187-188).
La naturaleza propia de estas cosas, y el lazo de semejanza que puede derivar de allí, no interviene en la formación de dicha asociación, la cual es absolutamente contingente en la medida en que depende solamente del azar de un reencuentro del cual el cuerpo humano ha conservado el rastro o vestigio.
Aclarado también esto, podemos meternos de lleno en la cuestión de la memoria, pues “para producir una ligazón entre muchas imágenes […] basta que la afección haya tenido lugar una sola vez. El habitus mental, aquí como en cualquier otra parte, no requiere de ninguna repetición” (Gueroult, 1974, p. 230). Permítasenos citar in extenso el escolio de la proposición 18 de la segunda parte de la Ética, so pena de incurrir en recortes que vuelvan la cuestión más oscura:
(a). A partir de aquí entendemos qué es la memoria. Pues no es otra cosa que cierta concatenación de las ideas que implican la naturaleza de cosas que están fuera del cuerpo humano, la cual se efectúa en el alma según el orden y la concatenación de las afecciones del cuerpo humano. Digo, en primer lugar, que la concatenación es tan sólo de aquellas ideas que implican la naturaleza de las cosas que están fuera del cuerpo humano, pero no de las ideas que explican la naturaleza de esas cosas. Pues son realmente ideas de las afecciones del cuerpo humano, que implican tanto la naturaleza de éste como la de los cuerpos exteriores. Digo, en segundo lugar, que esta concatenación se efectúa según el orden y la concatenación de las afecciones del cuerpo humano, a fin de distinguirla de la concatenación de las ideas que se hace según el orden del entendimiento, con el que el alma percibe las cosas por sus primeras causas y que es el mismo en todos los hombres.
(b). Y a partir de aquí entendemos fácilmente, además, por qué el alma pasa al instante del pensamiento de una cosa al pensamiento de otra que no tiene semejanza alguna con la primera. Como, por ejemplo, un hombre romano pasa al instante del pensamiento de la voz pomum (manzana) al pensamiento de una fruta que no tiene semejanza alguna ni nada común con aquel sonido articulado, si no es que el cuerpo del mismo hombre fue muchas veces afectado por esas dos cosas, es decir, que el mismo hombre oyó muchas veces la voz pomum mientras veía dicha fruta. Y así, cada cual pasará de un pensamiento a otro según que la costumbre de cada uno haya ordenado en su cuerpo las imágenes de las cosas. Pues un soldado, por ejemplo, al ver en la arena las huellas de un caballo, pasará al instante del pensamiento del caballo al del jinete, y de éste al de la guerra, etc.; un campesino, en cambio, del pensamiento del caballo pasará al del arado, del campo, etc. Y así, cada cual, según ha acostumbrado a unir y concatenar las imágenes de las cosas de tal o cual manera, pasará de un pensamiento a este o a aquel otro.
La memoria, en este sentido, es una concatenación de las ideas que involucran la naturaleza de cosas que exceden el cuerpo humano, concatenación efectuada de acuerdo con las afecciones que -valga la redundancia- afectan al propio cuerpo humano. O, para decirlo en palabras de Marilena Chaui:
La memoria es, pues, una asociación de imágenes en que una imagen actualmente presente evoca una imagen actualmente ausente porque, en inicio, ha habido una percepción simultánea de dos imágenes y porque, como queda evidenciado por la física del cuerpo humano, la mente es afectada y dispuesta de la misma manera tanto por un cuerpo externo como por los vestigios dejados en su cuerpo por el cuerpo externo afectante (Chaui, 2016, p. 213).
La memoria es así el acto mental por el cual imaginamos cosas, como así también las relaciones entre las cosas. Porque recordar algo es conocer en absoluto algo de esa cosa, dado que lo que hacemos es reproducir mentalmente la asociación que ha sido una vez inscrita en nuestro cuerpo; reproducción que sucede de forma automática una vez que nos encontramos con algunos de esos cuerpos que en algún momento nos ha afectado. La reviviscencia de esa afección particular entraña necesariamente el recordar las otras que también nos han afectado, motivo por el cual el alma debe percibir en conjunto todas las ideas de las afecciones que implican la naturaleza de los cuerpos. Al haber sido afectado simultáneamente por dos o más cuerpos externos, el cuerpo propio se dispone de manera tal que su mente los imaginará en simultáneo y, posteriormente, cuando imagine uno de ellos inmediatamente recordará los demás.
La memoria es, en este sentido, una cierta concatenación de las ideas, concatenación que provee de orden a las afecciones corporales. Pero, asimismo, dicha concatenación se efectúa bajo otro orden distinto a la que se desarrolla bajo el entendimiento, por el cual el alma percibe las cosas según las causas primeras. Así como la imaginación, también la memoria depende de la constitución de un cuerpo individual en sus relaciones con otros cuerpos, de manera que las imágenes y los recuerdos, que dependen de la constitución del cuerpo propio, las circunstancias en las que se relaciona con otros y las costumbres adquiridas, se concatenan en forma exclusiva conforme al orden y conexión de las afecciones corporales, pudiendo variar de individuo a individuo según el estado del cuerpo propio, las circunstancias o las costumbres. Esto sucede al contrario de la concatenación intelectual de las ideas, que siempre es la misma y es la misma para todos, pues su orden y conexión sigue la causa necesaria de las ideas. Por su parte, como dijimos, la imaginación y la memoria juntan y concatenan ideas por una asociación accidental de imágenes que se repiten en el orden común de la naturaleza, produciendo el hábito o la costumbre de juntarlas sin que haya una relación intrínseca entre ellas. El entendimiento, en cambio, conecta las ideas según su necesidad causal inmanente, conforme al orden necesario de la naturaleza, comprendiendo sus semejanzas, diferencias y articulaciones necesarias. Esta distinción entre, por un lado, memoria e imaginación, y, por el otro, entendimiento, no significa que, en sí mismas, memoria e imaginación no posean causas necesarias: ellas son necesariamente causadas por operaciones de afecciones corporales y por eso en sí mismas son necesarias, a pesar de que las ideas imaginativas y los recuerdos no alcancen el grado de necesariedad que el entendimiento detenta para realizar la conexión entre los cuerpos y sus ideas. Porque precisamente la marca indeleble de la memoria es la ausencia de una necesidad intrínseca que determina una relación entre una imagen y otra, como se presencia de manera evidente en el lenguaje, en el cual no hay una relación necesaria entre los signos y las cosas designadas convencionalmente por estos.
Se ve entonces de qué manera opera la memoria: concatenando circunstancialmente dos o más imágenes de cuerpos exteriores que han tenido una influencia sobre el propio cuerpo humano. Y ese concatenamiento se ve afianzado cuando, luego, en el futuro, al recordar una de esas imágenes, el alma vuelve a tener inmediatamente como presente el resto de estas. Vemos con ello, también, la forma en que el anacronismo se presenta en el pensamiento de Spinoza. Hacemos, entonces, uso de una categoría extemporánea a Spinoza pero que puede aportar una mayor riqueza no solo a la hora de problematizar el propio tema de la memoria en el autor, sino también al permitir explotar los corolarios políticos que el anacronismo comportaría. Porque el anacronismo encerraría una productividad que le sería intrínseca, esto es, que habilita a pensar, a su vez, nuevas y novedosas problemáticas. Por tanto, ese anacronismo que, a cuentas de Benjamin y Koselleck, habíamos definido como aquello pretérito que retorna al presente de manera disruptiva, retorna aquí, en la filosofía del pensador holandés, a cuentas del concepto de la memoria, por el cual una imagen pretérita se presentifica una vez que una imagen aledaña a esta es recordada por las mismas causas fortuitas que forjaron su concatenación en un primer lugar. Así, el anacronismo tiene lugar, en el pensamiento de Spinoza, a partir de la memoria, esto es, a partir de esa accidental concatenación de imágenes.
Ahora bien, ¿es posible hallar una productividad política para dicho anacronismo? Esto es, ¿el anacronismo, al menos en Spinoza, puede adoptar una posición productiva, que haga historia del presente al cargarlo de pasado, en lugar de ser meramente improductivo, es decir, un anacronismo conformista, que hace historia desde el presente? ¿Puede, para decirlo finalmente con otras palabras, postularse la existencia de un anacronismo que informe a la política de manera virtuosa en Spinoza? A ello nos abocaremos en el próximo apartado.
3. La productividad del anacronismo en Spinoza
Si hemos de hablar de la existencia de un anacronismo productivo en Spinoza, es decir, de un anacronismo que vuelve contemporáneo el pasado al presente (por oposición a un anacronismo improductivo, concebido lisa y llanamente como un pecado imperdonable, una imagen perniciosa que no permite una mediación para la otredad y coloniza una dimensión del tiempo), debemos hablar primero de la historia del Estado de los judíos de acuerdo con Spinoza.
Para ello, debemos aclarar primero que el Estado de los hebreos es apenas un modelo5 que, aunque no puede ser copiado y reproducido en la actualidad,6 nos proporciona, en la historia de su desarrollo y sus vericuetos particulares, la posibilidad de avizorar ciertas cuestiones que permanecen como invariantes universales a cualquier tipo de Estado. En particular, el momento determinante de dicho Estado que nos interesa es el del éxodo y la instauración del, como veremos, primer tipo de autoridad política entre los judíos.
Nuestro autor procede entonces a estudiar la manera en que los hebreos constituyeron su Estado y los eventos que este soportó. A este respecto, Spinoza afirma que, una vez que escaparon de Egipto, los hebreos no se encontraban obligados a cumplir con el derecho de ningún Estado y podían, por tanto, dictar nuevas leyes para organizarse y constituir un Estado en las tierras que eligieran. Habiendo recuperado su derecho natural, el pueblo de los hebreos decidió, entonces, “por consejo de Moisés, en quien todos confiaban plenamente, no entregar su derecho a ningún otro mortal, sino sólo a Dios” (Spinoza, 2012, p. 360), comprometiéndose a obedecer el derecho expresado por Dios a través de la revelación profética. Este régimen puede denominarse formalmente como “teocrático”, aunque Spinoza acota que fácticamente era una democracia. Spinoza señala que, en la práctica, “todos permanecieron absolutamente iguales y […] todos tenían el mismo derecho de consultar a Dios, de aceptar las leyes e interpretarlas, y […] todos conservaban por igual la plena administración del Estado [imperii]” (Spinoza, 2012, p. 361). En este sentido, fácticamente el Estado de los hebreos pareció haberse organizado como una democracia. Si la libertad es el fundamento del Estado, esta solo puede ejercitarse de manera acabada en un Estado que se organice de manera democrática: “No cabe duda [de] que esta forma de gobernar es la mejor y la que trae menos inconvenientes, ya que está más acorde con la naturaleza humana” (Spinoza, 2012, p. 421). Así, lo que buscamos no es señalar que la teocracia es la institución imaginaria de la sociedad qua democrática, esto es, que el Estado establecido es la proyección colectiva de la transferencia de potencia efectuada por la multitud, sino afirmar que “no hay en la historia una única forma del imperium democraticum, sino que hay necesariamente muchas: hay tantos regímenes como representaciones imaginarias del interés común” (Balibar, 2018, p. 355).
Debemos especificar que lo que aquí se presencia es la historia del tiempo en que los hebreos habitaban en Egipto y soportaban la autoridad política de ese régimen. Esa historia va acompañada, ciertamente, por una memoria de esta, la cual tiene un peso decisivo en el porvenir de su organización política. Como vimos, una vez exiliados, los hebreos debieron establecer un régimen político por su cuenta, para lo cual solicitaron el consejo de Moisés, quien les recomendó que no encomendaran el poder a ningún mortal, sino directamente a Dios. Este tipo de régimen teocrático, sin embargo, se organizó en términos prácticos como una democracia. Ahora bien, ¿por qué los hebreos instituyeron el poder político de la manera en que lo hicieron? Esto es, ¿habría algo de la experiencia de cuando habitaban el suelo egipcio que habría informado la posterior constitución de un Estado por su propia cuenta?
Al respecto de esto, Spinoza dice:
Tan pronto salieron de Egipto, ya no estaban [los hebreos] obligados por el derecho de ninguna otra nación, y les estaba permitido, por tanto, dictar nuevas leyes o establecer nuevos derechos a guisa suya, y constituir un Estado donde quisieran y ocupar las tierras que desearan. Para nada, sin embargo, eran menos aptos que para fijar sabiamente derechos y detentar ellos mismo el poder supremo, puesto que todos eran un tanto rudos y estaban deformados por la esclavitud. El poder tuvo que permanecer, pues, en manos de uno solo, que mandara sobre los demás, les obligara por la fuerza y les prescribiera, finalmente, leyes y las interpretara en adelante. Efectivamente, Moisés logró fácilmente retener ese poder, porque superaba a los demás por una virtud divina, y convenció al pueblo de que la poseía y lo confirmó con muchos hechos. Estableció, pues, derechos con la virtud divina, de que estaba dotado, y los impuso al pueblo. Tuvo, sin embargo, sumo cuidado de que el pueblo cumpliera su deber, no tanto por miedo como por propia iniciativa. De hecho, le obligaban a ello dos razones valiosas: la natural contumacia del pueblo (que no tolera ser obligado únicamente por la fuerza) y la inminencia de la guerra (Spinoza, 2012, pp. 160-161; cursivas nuestras).
Respecto a por qué los hebreos decidieron transferir su derecho a Dios -y, por consiguiente, a su profeta, Moisés-, esto es, a una sola persona, los comentadores se bifurcan en dos líneas interpretativas, las cuales, es necesario notar, no se excluyen mutuamente prima facie. Por un lado, Moreau hace eco de lo especificado por Spinoza al definir la complexión o ingenium del pueblo hebreo, cuyos miembros, luego de siglos de servidumbre, “eran un tanto rudos y estaban deformados por la esclavitud” (Spinoza, 2012, p. 160), y eran, además, sumamente contumaces. Esta complexión del pueblo hebreo, según Moreau (2012, pp. 436-440), hace que este se encuentre predispuesto a odiar toda opresión impuesta por un hombre, como los hace también incapaces de vivir en libertad. De allí el consejo de Moisés de transferir su derecho a una potencia divina no percibida como tiranía humana. Por otro lado, Zourabichvili (2002, p. 18) especifica que la situación de los hebreos en su éxodo es análoga a una libertad sin memoria, esto es, a una multitud libre que aspira a su libertad ignorando las causas que la determinan, fundando un Estado como si se tratara de un segundo nacimiento.
Lo interesante de ambos comentadores es que hacen énfasis en dos cuestiones que se imbrican mutuamente. Moreau recalca el papel del ingenium, esto es, la complexión de un cuerpo en función de aquellos afectos que lo han marcado en el pasado; o, en otras palabras:
Es el fruto biográfico […] que se apoya en la constitución física del individuo, por lo que podemos conocerlo por medio de un proceso inductivo que articula las reglas de la imaginación deducidas geométricamente con la experiencia, los pensamientos y las obras de la persona (Ramos-Alarcón Marcín, 2008, pp. 6-7).
El concepto de “ingenio”, entonces, engloba nociones tales como el carácter o el talante, el cual ha sido forjado a través de experiencias biográficas de diversa índole. Pero a este análisis podríamos añadir lo siguiente: que en el ingenio también opera la memoria: ese evento pasado que ha implicado la conexión de dos o más elementos particulares también constituye actualmente la complexión de una persona que, al imaginar algo, no puede por ello evitar imaginar también la(s) otra(s) cosa(s) con la(s) que la primera se había dado originalmente.
Por otra parte, tenemos la posición de Zourabichvili, quien afirma que el pueblo hebreo vagando por las tierras de Canaán es análogo a la figura de una libertad sin memoria. Zourabichvili se parapeta en el hecho de que el pueblo hebreo sería homólogo de una multitud libre que busca la libertad sin saber las causas que la determinan. Ahora bien, ¿es posible afirmar que el pueblo judío exiliado es como una libertad sin memoria? ¿No hemos visto, por el contrario, en la larga cita de Spinoza precedente, la descripción puntillosa de las distintas características de los hebreos que fueron constituidas bajo el suelo egipcio y que, a base de la repetición, determinan su comportamiento luego, cuando se encuentran por su cuenta y deben hacerse cargo de su destino político? Creemos, en este sentido, que la libertad conseguida por los judíos es una libertad con memoria, puesto que los hebreos son inseparables de una complexión determinada, esto es, ellos son inseparables de su constitución biográfica y no pueden hacer tabula rasa de las vivencias acontecidas cuando habitaban el suelo de Egipto.
Las interpretaciones de Moreau y de Zourabichvili nos sirven de disparadores para reflexionar en torno al anacronismo y la memoria en el pueblo hebreo. Pero no únicamente nos hacemos de estos comentarios para que oficien de catalizadores, sino que adoptamos una posición definida en relación con ellos: nos plegamos a la lectura de Moreau y, al mismo tiempo, rechazamos la interpretación de Zourabichvili. Con Moreau, afirmamos el papel del ingenium en la constitución del carácter de los judíos: la recolección de las experiencias biográficas y de las formas de las afecciones a las cuales una persona estuvo sometida determinarían las características de su complexión. Respecto de Zourabichvili, nos apartamos de su lectura, que postula que los hebreos se erigieron como un pueblo sin memoria una vez que emprendieron el éxodo para, en cambio, rescatar el elemento de la memoria y de la determinada complexión de los hebreos.
Dichas interpretaciones también nos permiten plantear la relación de la memoria, ya no con la dinámica individual, la cual ha sido desarrollada en el apartado anterior a cuentas de la proposición 18 de la segunda parte de la Ética, sino con la dimensión histórica. Precisamente, como especifica María Luisa de la Cámara (2008), el término “historia” (también historia en latín) hace su aparición una sola vez a lo largo de toda la Ética, en el escolio de la proposición 68 de la cuarta parte: “Y esto, y otras cosas que ya hemos demostrado, parecen haber sido simbolizadas por Moisés en aquella historia del primer hombre” (Spinoza, 2000, p. 229). Esta referencia parece confirmar nuestra intuición de que el elemento histórico, en cuanto lidia con la memoria, se vincula con el análisis de la historia sagrada y, en particular, con aquella que tiene que ver con el protagonista de ésta: el pueblo hebreo. La de los judíos no es la única referencia que Spinoza realiza a un pueblo determinado en toda su obra (extendiéndonos también al Tratado teológico-político y al Tratado político), pero sí podemos afirmar que ella nos da el índice principal para constituir “una propedéutica para una Teoría de la historia” (De la Cámara, 2008, p. 302), a pesar de “que el encuentro de Spinoza con la memoria del pasado, su lectura de libros de carácter histórico y el recurso a los ejemplos no constituyen por sí solos una doctrina sistemática sobre la historia” (De la Cámara, 2008, p. 302; cursivas nuestras). Concordamos, en este sentido, con la interpretación propuesta por De la Cámara: podemos encontrar “una concesión a la ‘filosofía de la historia’ en el capítulo XVII del Tratado teológico-político (La historia del Pueblo Hebreo)” (De la Cámara, 2008, p. 314), la cual nos sirve como ejemplificación de la historia de la humanidad toda.
Debemos entender esta atención específica que Spinoza le dedica al análisis de los avatares del pueblo hebreo como parte del desarrollo de una ciencia política que no se encuentre enajenada del contenido histórico que le es ínsito necesariamente, porque, como bien argumenta Javier Peña, “[e]n cualquier caso, la Política no puede prescindir de la experiencia; no es posible construir una ciencia referida a los hechos sin recurrir a los datos de un contexto empírico” (Peña, 2008, p. 428). De lo que se trata, para Spinoza, es, entonces, de extraer lecciones, invariantes, de la experiencia histórica que le permitan fundar un estudio de la política de carácter científico. La historia aparece así como un lecho en el cual se decantan distintos acontecimientos y experiencias que, en diversas partes de la obra spinoziana, han sido previamente esclarecidos y establecidos demostrativamente.
Esto nos permite hablar de la existencia de una memoria no solo histórica, sino también colectiva y referida a la historia de un pueblo en particular, que se hallaría presente en el corpus teórico de Spinoza. Sería allí precisamente, en la historia, donde se sedimentarían las distintas experiencias relacionadas con una nación definida, la hebrea, la cual se constituye como un modelo que explica cómo se conforma una memoria supraindividual, esto es, distinta de la del individuo, y que está al servicio de un continente colectivo e histórico. Lo que queremos decir, así, es que el anacronismo no solo se revela como existente en el plano biográfico/ personal, sino que también es pasible de ser detectado en la experiencia histórica y colectiva. Efectivamente, como vimos en el apartado anterior, la memoria se encuentra fundada en el funcionamiento del conocimiento del primer género o, más específicamente, sobre el hábito. En la memoria aparece, así, un mecanismo de asociación que pone en relación dos o más cuerpos distintos, lo cual da cuenta de dos propiedades de la memoria: el orden y la singularidad. El primero se vincula con el encadenamiento de ideas, el cual opera siguiendo el mismo patrón de las afecciones del cuerpo humano; la segunda se conecta con el hecho de que esta relación establecida entre dos o más cuerpos es, precisamente, singular, esto es, azarosa y puntual, esa relación es irreductible a cualquier otra relación que pueda establecerse entre dos o más cuerpos. De cualquier manera, lo que queremos sacar en claro con esto es explicitar que el hábito, que sirve de soporte a la memoria, tiene una dimensión social explícita: “Las asociaciones de éste [el hábito] permiten la emergencia, ya desarrollada a partir de la educación, de un habitus, ciertamente más o menos estable, pero capaz de orientar la acción” (Laux, 1993, p. 72). Es ese, justamente, el campo de la costumbre, reductible enteramente a lo social, un hábito reconocido colectivamente como tal, en el cual las personas estabilizan las relaciones entre ellas. El área de lo consuetudinario, entonces, “organiza las imágenes en las cuales el cuerpo social se reconoce y encuentra el medio de reforzar su cohesión” (Laux, 1993, p. 72). El hábito, de esta manera, permite constituir un conjunto donde se componen las relaciones que aumentan la potencia del cuerpo social colectivo y donde las diferentes personas que lo componen hallan su referencia. Ciertamente, cualquier tipo de hábito es guiado por la búsqueda de lo útil, esto es, el hábito exige la unión entre las personas, que ellas entretejan relaciones de composición: a la postre, el establecimiento de una relación social. Es aquí, en este campo de lo estable en lo cambiante de las relaciones, donde podemos advertir que se conforma una memoria de índole colectiva, en la formalización y en el afianzamiento de pautas de conductas que se fijan a fuerza de acciones de semblanza, contigüidad y repetición. De esto se trata una memoria que se efectiviza en una dimensión colectiva y necesariamente histórica.
En este sentido, no podemos dejar de señalar que, en relación con el tópico del anacronismo, la historia del pueblo hebreo es un caso de un anacronismo de tipo productivo, esto es, se trata de una situación en la que los judíos presentan una contemporaneización del pasado que es vuelto presente. ¿En qué sentido? El acervo de experiencias vividas por los hebreos cuando habitaban el suelo egipcio quedó grabado en su memoria, como fue analizado en el apartado anterior, y es vuelto presente nuevamente cuando, ahora por su cuenta, ya exiliados, deben establecer su propia forma de organización política. El pasado no deja de asediar el presente de los hebreos: su constitución ruda, su deformación por la esclavitud y el carácter contumaz del pueblo son marcas de fuego de la experiencia pretérita de los hebreos acontecida en Egipto, que determina en el presente la forma que la comunidad política debe adoptar para que esta se adapte de la forma más perfecta a las características de dicho pueblo. Así, vimos que los hebreos transfirieron su poder a Dios y a su profeta Moisés, motivo por el cual, a pesar de que formalmente esta organización del poder pueda parecer teocrática, en términos fácticos, el poder fue estructurado de manera democrática. La rudeza y la ausencia de autonomía del pueblo judío determinó el tipo de organización política más adaptado para ellos: un poder constituido, en términos de apariencia, de forma monárquica-teocrática, pero que, en la facticidad, devino una democracia. Presenciamos aquí la manera en que el pasado de los judíos no ceja en marcar su presente.
Conclusión
En el primer apartado del presente trabajo hemos analizado a dos autores que han estudiado el concepto de “anacronismo”. Hemos elegido a Benjamin y a Koselleck porque creemos que representan, ambos, una de las mejores tematizaciones del anacronismo. En este sentido, hemos visto que, para Benjamin, la cuestión del anacronismo reside en la vigencia de ciertos elementos de un pasado que no fue, un pasado trunco, cuyos elementos deben ser pesquisados a contrapelo para que estos puedan cuestionar el presente imperante. Para Koselleck, en una misma acepción que para Benjamin, hemos presenciado que también allí pasado y presente se contaminan, esto es, que lo pretérito y lo contemporáneo se intersecan y se mueven. En el decir de Koselleck, pues, la noción de “anacronismo” o de “contemporaneidad de lo no contemporáneo” remite a una dimensión que aúna diferentes estratos de tiempo. Hemos repuesto muy brevemente las lecturas de Benjamin y Koselleck en torno al anacronismo para poder ubicar de manera correcta las coordenadas analíticas de dicho concepto. A su vez, la breve restitución realizada nos permite lanzarnos a encontrar en otros autores, ya no contemporáneos, sino modernos, la misma problemática en líneas sumamente propincuas, si bien no idénticas. En este artículo, por caso, hemos rastreado esta noción de “anacronismo” en la obra de Spinoza.
Por ello, en el segundo apartado hemos examinado la noción de “memoria” en Spinoza. De esta manera, vimos que, para el autor, la memoria es algo forjado a través de la concatenación azarosa de afecciones distintas, las cuales fortuitamente se han conjugado en un tiempo y espacio determinados para afectar a la vez a una persona específica. De esta manera, cuando una imagen de varias que han afectado oportunamente al mismo cuerpo sea evocada, el resto de estas será evocado en su ausencia por la asociación contingentemente forjada en un inicio. La memoria lleva el índice del anacronismo en el pensamiento de Spinoza: esta implica, como vimos, hacer presente algo del orden de lo pasado, presentificar algo pretérito para volverlo disruptivo en el presente.
Finalmente, en el tercer apartado, hemos indagado sobre la productividad política del anacronismo en la obra de Spinoza. La reposición de Benjamin ha mostrado las potencialidades políticoprácticas del anacronismo, mientras que, para Koselleck, el anacronismo ha permitido develar la riqueza epistemológica que esta misma noción encierra. Ahora bien, ¿qué aportaría el anacronismo para Spinoza? En Spinoza, el anacronismo es hallado como un concepto central para pensar la propia vida política y la constitución y el comportamiento de los distintos pueblos. Para explorar esta arista spinoziana, se ha tomado el ejemplo del caso de los judíos, el cual no es inocuo ni anodino en cuanto dicho ejemplo se yergue como modelo de organización de un Estado que pudo haber durado de forma eterna. En este sentido, vimos que el pueblo de los hebreos, una vez exiliado, tuvo que adoptar una constitución política por la cual transfirieron su derecho a Dios o, más específicamente, a su profeta, Moisés, por el cual organizaron, en su faceta formal, al Estado de manera teocrática pero en verdad, en su facticidad, como una democracia. Así, hemos reconstituido las posiciones de dos comentadores del pensamiento spinoziano, la de Moreau y la de Zourabichvili. Comulgando con el primero y apartándonos del segundo es que hemos enfatizado la noción de ingenium, definida como la complexión biográfica que hace al carácter o complexión de una persona, y el hecho de que el pueblo judío era portador de una memoria de aquellos tiempos en los cuales vivían en suelo egipcio, puesto que su talante era un tanto rudo y de naturaleza contumaz. De esta manera, la memoria del pueblo de los judíos informa su elección de régimen político en cuanto, dado lo propio de su complexión, adoptan un modelo político propicio, el cual se imbrica con la naturaleza de este.
Es en este sentido que consideramos que la tesis planteada en la introducción de este artículo ha quedado corroborada: el pensamiento de Spinoza es proficuo para pensar la noción de “anacronismo” en su seno. Vemos aquí una noción de “anacronismo productivo”, en el cual el pasado continúa reverberando en el presente, un pretérito que irrumpe en los tiempos actuales para constituir una nueva contemporaneidad.