1. La generación hermenéutica
El presente trabajo es de carácter histórico-filosófico. No en el sentido de una mera suma de las características más representativas de ambas disciplinas, sino más bien en el sentido de un análisis que tiene como punto de partida el momento particular en el que el pensamiento filosófico se vuelve decididamente histórico. No se trata por tanto de la historia considerada como un mero elemento dentro de un sistema filosófico dado, sino del giro radical en que el carácter histórico de la existencia humana se transforma en el sustento de todo pensamiento.
Como es sabido, esto sucede por primera vez cuando Friedrich Schleiermacher busca implementar lo que él llamará el círculo hermenéutico como método práctico o Technik para la comprensión correcta de discursos y textos. Él mismo definirá la hermenéutica como “la reconstrucción histórica y adivinatoria, objetiva y subjetiva de un discurso dado” (Schleiermacher, 1974, p. 83). Tal reconstrucción no consiste solamente en el acto de volver algo inteligible, sino sobre todo en “reconfigurar de la manera más completa todo el proceso interior del acto de composición del autor” (Schleiermacher, 1977, p. 321). Reconstruir es por tanto el esfuerzo que tiene como objeto principal la comprensión del autor en su situación concreta y en su horizonte histórico.
Pero solo algunos años más tarde, de la mano de Wilhelm Dilthey, alcanza la hermenéutica su plenitud y forma más acabada. El paso entre Schleiermacher y Dilthey puede ser explicado sintéticamente como el paso entre una hermenéutica de textos a una hermenéutica filosófica (cfr. Mancilla, 2014, p. 7). La hermenéutica filosófica de Dilthey propone que aquello que aparece en los distintos modos de comprensión son “manifestaciones de la vida” (Lebensaüßerungen) (Dilthey, 1965, pp. 205-207). Esto quiere decir por lo pronto que las formas discursivas fundamentales -como la filosofía- no operan principalmente de modo teórico ni sobre la base de reducciones abstractas o de representaciones (Vorstellungen) de la vida. Se trata más bien de la vida misma autointerpretandose.
La historia, para Dilthey, no es, por supuesto, la mera ciencia de la historia o historiografía, vale decir, una recoleccion y categorización objetiva de los sucesos humanos, sino que es, siguiendo la línea que se ha comenzado a trazar, “la vida captada desde el punto de vista del todo de la humanidad, que constituye una conexión” (Dilthey, 1965, p. 256). Un todo del que nosotros no podemos ser testigos exteriores porque ya de antemano e indisolublemente estamos insertos en él.
Por supuesto, no se pretende en este breve análisis trazar y describir la evolución de la hermenéutica. Se quiere más bien dar el contexto para pensar las dos comprensiones de la comunidad más eminentes de principios del siglo pasado, y esto, como se ha dicho, no por un afán de aumentar nuestro conocimiento histórico, sino, justamente, en un afán hermenéutico, de comprender el horizonte histórico de dicha disputa como una disputa que afecta aún nuestro propio horizonte histórico.
Una historia comprendida como la comprende Dilthey no puede encontrar sus unidades temporales en formas externas y cronográficas como lo son los días, meses, años o décadas (como en el positivismo de Comte). Una historia como la descrita debe buscar su unidad temporal en su propio curso, debe emanar desde dentro de él mismo. Es así como Dilthey arriba al concepto de “generación”. En él haya Dilthey, como pondrá de manifiesto Paul Ricoeur, el fundamento de una “ley general concerniente a los ritmos de la historia” (Ricoeur, 2003, p. 793).
No se trata aquí de generaciones en términos del hecho biológico de la extensión y el recambio de vidas humanas, sino que más bien, como dirá el propio Dilthey de “un espacio de tiempo”, a saber, una representación temporal que entrega una medida desde dentro, “a la cual aquella de la vida humana está supeditada” (Dilthey, 1964, p. 36).1
La generación tiene además el carácter de un “todo homogéneo”, ya que los hombres y mujeres que la componen están en una relación de “dependencia de los mismos grandes hechos y variaciones que aparecieron en su época de receptividad, a pesar de la diversidad de otros factores agregados” (Dilthey, 1964, p. 61). Dicha homogeneidad no es en ningún caso una ausencia absoluta de diferencia al interior de la generación. Es más bien el marco de acción común en el que se puede desarrollar todo acuerdo u oposición dentro de ella. El carácter homogéneo hace referencia a la condición de posibilidad en la que se da la tensión y combinación de fuerzas en su interior. Dilthey afirma: “así constituye una generación tal un todo, que es efectivo a través de la combinación variable de las condiciones para la producción de múltiples direcciones” (Dilthey, 1964, p. 38), para añadir años más tarde que “junto a la tendencia imperante, grande y continua hay otras que a ella se oponen. Ellas aspiran a conservar lo antiguo, ellas notan las consecuencias de la unilateralidad del espíritu de la época y se vuelven contra él” (Dilthey, 1965, p. 178).
E. Nelson es preciso al notar que la imposibilidad de dar cuenta del carácter agonal que impregna la dinámica de la generación, su lucha interna, es precisamente lo que impide desarrollar una visión metafísica (teórica, no autointerpretativa) total de la vida. Es precisamente ahí donde esta se resiste a una teoría unificadora, que pretende observar la vida desde fuera de ella misma (cfr. Nelson, 2011, p. 27). La historia, como también el carácter de una generación, pueden entonces solo ser comprendida desde la tensión de sus fuerzas.
2. La ideología de la guerra
Desde el fundamento hermenéutico recién descrito se pretende ahora desplegar la pregunta por la pugna entre dos comprensiones del fenómeno del pueblo que guiaron la discusión política a principios del siglo pasado. Un elemento debe ser entonces aún resaltado antes de proseguir: la oposición entre lo que detallaremos en las siguientes páginas como pueblo transnacional y pueblo del ser no es en ningún caso una lucha cualquiera dentro de aquella generación, pues el resultado de esta discusión afectará -precisamente- el modo en que se comprende la naturaleza misma de las relaciones generacionales. Cada generación contiene una tensión en la que se transparenta de modo radical lo que ella es para sí misma: en el caso que se quiere analizar acá, es aquella en torno al pueblo.
La generación objeto de nuestro análisis es aquella conformada por los pensadores alemanes que tienen edades similares en el periodo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Podemos nombrar a Ernst Jünger, Edith Stein, Cassirer y muchos más, así como por supuesto a Jaspers y Heidegger, que tomaremos como sus eminentes representantes. La filosofía alemana es especialmente fructífera para dar cuenta de los cambios políticos y culturales que afectan al mundo entero en las primeras décadas del siglo XX, pues es precisamente ese país el que está envuelto de modo más profundo en el acontecer de la guerra y, como se vuelve claro, la fuerza de los eventos históricos agudiza y torna más claros los campos que se enfrentan.
Jaspers y Heidegger están marcados por la perspectiva similar de que su época se encuentra peligrosamente amenazada por un dominio sin contrapeso de la ciencia y la técnica, así como por una cierta mirada política -al menos en un principio- respecto de su comprensión general de la guerra, y no menos por el hecho biográfico de su cercanía y amistad. Por tanto, antes de retratar aquello en lo que difieren sus pensamientos, es necesario dar cuenta de lo que comparten, es decir, precisamente aquello que los constituye en una unidad de medida histórica.
Es sin duda alguna la guerra, en especial la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento homogeneizador para esa generación. Esta se presenta para la mayoría de los intelectuales alemanes como un nuevo principio, como una experiencia radical de finitud que contiene la posibilidad de refundación del espíritu nacional. Para Heidegger y Jaspers, en ese momento aún jóvenes autores, y para muchos otros de la generación anterior, como Weber, Scheler y Husserl, por nombrar a algunos, significa la guerra un proceso en que lo común se vuelve a dignificar. El propio Husserl describe su experiencia como sigue:
El sentimiento de que la muerte de cada uno significa un sacrificio ofrecido voluntariamente confiere una dignidad sublime y eleva el sufrimiento individual a una esfera que está por encima de toda individualidad. La experiencia de cada uno concentra en sí misma la vida de la entera nación y ello le confiere a cada experiencia su impulso tremendo (Husserl, 1987, p. 293).
Esta frase sorprendente2 tiene, sin duda, el tono que se puede escuchar varios años más tarde, ad portas de la Segunda Guerra Mundial, en el discurso de Heidegger para su asunción al cargo de rector en la Universidad de Friburgo, conocido como el Rektoratsrede.3 Esta similitud ha sido puesta de manifiesto con claridad por D. Losurdo. El autor italiano ha intentado mostrar que Heidegger es receptor de la “ideología de guerra” (Losurdo, 2003, pp. 7-34) imperante en Alemania, dentro de la cual la muerte y la comunidad son exacerbadas. Pero a su vez describe Losurdo que Jaspers, lejos de su imagen liberal, comparte ciertos rasgos distintivos de la Kriegsideologie, como por ejemplo el enaltecimiento de la camaradería, el peligro y el destino que se despiertan en el frente batalla (cfr. Losurdo, 2003, pp. 41-46).4 Con esto se pretende dar cuenta de que ambos pensadores, desde las marcadas diferencias entre sus pensamientos, que describiremos en detalle a continuación, son herederos y representantes fieles de las motivaciones y estados de ánimo de su propio tiempo.
3. Heidegger y el pueblo
Como es sabido, las posiciones respecto de la guerra, en un principio unánimes sobre su grandeza, no demoran en disgregarse con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. En términos filosóficos, esto se muestra como la divergencia respecto de a qué tipo de refundación del espíritu alemán es lícito aspirar. Por un lado, surgen voces que apoyan una refundación comprensiva, que englobe la tradición occidental racionalista y que lleve a la razón al sitial elevado que esta merecería y, por otro lado, otras que precisamente desean desechar la tradición inmediata, la metafísica, para volver así a unos orígenes prefilosóficos en los que las comprensiones originales de existencia, mundo y verdad estarían alojadas. Es precisamente en esta última línea de pensamiento donde se encuentra el pensamiento heideggeriano.
En el contexto de esta disgregación filosófica y del ascenso del nacionalsocialismo al poder, Heidegger ve la oportunidad para su particular modo de comprensión de un nuevo nacimiento del pensamiento -y, con ello, del espíritu- nacional. La situación política se le presenta como la vía concreta para su proyectada superación de la larga tradición metafísica que se extiende desde Platón y Aristóteles hasta su maestro Husserl. En términos específicos, aquello que ha de ser superado -a través de una destrucción ontológica- es precisamente una suerte de racionalismo europeo por el que Kant, Husserl y más tarde Jaspers han abogado insistentemente. Heidegger ve su propio pensamiento como acto de resistencia contra el imperio o primado de lo teórico (Herrschaft des Theoretischen) (GA 56/57, p. 59), desde el que surgiría la posibilidad para la recuperación de la pregunta por el ser, arrancándola del olvido en el que se la ha relegado.
La implementación de su pensamiento requiere una transformación espiritual (geistige Wandlung) (GA 16, pp. 410-411). Dicha transformación es una que no puede ser propuesta o llevada a cabo como una acción individual, ni siquiera como la suma de acciones individuales, sino como un movimiento que se enmarca en el destino común (Geschick) (GA 2, p. 508) de un pueblo. El pueblo de Heidegger responde a la necesidad de elaborar una modalidad de comunidad que permita el paso metódico hacia un Dasein histórico desde el que una reformulación del espíritu alemán sea posible pero que a la vez no contravenga el marcado carácter autoreferencial de la analítica del Dasein como ha sido planteada en los años veinte, esto es, que no atente contra los procesos de individuación (Vereinzelung) (GA 2, p. 249) indicados como condición de posibilidad de la existencia auténtica.
La pregunta por el sentido del ser, primero tímidamente en el parágrafo 74 de Ser y tiempo y más decididamente en los años treinta, es puesta en relación con el concepto de “pueblo”, que no tiene el carácter de lo público (Öffentlichkeit) o el de lo social, pues, como se ha mencionado, dichas estructuras están determinadas como atentatorias contra la integridad del Dasein. El pueblo de Heidegger está planteado como una comunidad del ser, lo que le permite señalar:
Pero este pueblo solo convertirá en destino esta destinación, de la que estamos seguros, cuando encuentre en sí mismo una resonancia, una posibilidad de resonancia para este destino, al comprender de manera creadora su propia tradición. Todo esto implica que este pueblo, en cuanto histórico, se ubica a sí mismo, y por tanto a la historia de Occidente, a partir del núcleo de su acontecer futuro, en el ámbito originario de los poderes del ser (GA 40, p. 42).
El pueblo al que se hace referencia no es uno que pueda ser entendido -como han notado varios autores-5 de modo racial ni tampoco de modo político, al menos no en el sentido común del ejercicio político, como la mera administración del Estado, sino, en primer término, desde su relación con la verdad del ser. En este sentido afirma Pöggeler que: “‘político’, en un sentido amplio, es aquella configuración de la polis o de la verdad del ser que es la verdad de un pueblo” (Pöggeler, 1972, p. 27). Esta versión modificada de lo político es aquello que Heidegger tratará bajo el título de metapolítica, como sucede, fundamentalmente, en sus escritos de los años treinta, especialmente en Überlegungen A.6
La transformación espiritual a la que hace referencia Heidegger tiene la forma precisa de un “otro comienzo” (anderer Anfang).7 Este otro comienzo está propuesto en relación y en contrapartida con el primer comienzo en la antigua Grecia. El otro comienzo no tiene por tanto su condición de posiblidad en un pueblo cualquiera: no es un fenómeno general, sino que se sitúa muy precisamente en el pueblo alemán. Aquello que acontece entre estos dos eventos -a saber, la historia de Occidente- es visto desde la pregunta por el sentido del ser, precisamente, como el encubrimiento y olvido de la pregunta misma.
El giro hermenéutico que ha dado Heidegger lo impulsa al origen mismo de la historia del pensamiento, esto es -de modo doble-, tanto a los orígenes presocráticos como a su comienzo metafísico. El factor unificador desde el cual Heidegger construye una historia que relaciona de modo radical a griegos y a alemanes es el lenguaje, “puesto que este lenguaje [el griego] es (visto desde la posibilidad del pensamiento) junto con el alemán el más poderoso y espiritual al mismo tiempo” (GA 40, p. 61).8
La comunidad de pueblos formada por alemanes y griegos es una que, ante todo, se conforma en torno a la verdad del ser. Estos pueblos y estos lenguajes estan, para Heidegger, en una relación más profunda o auténtica que la relación que Alemania puediese tener con pueblos contemporáneos y sus vecinos europeos.
Lo que se acaba de describir debe ser, para efectos de este análisis, puesto de relieve de modo doble. Por una parte, se debe indicar que la relación con el pueblo griego planteada por Heidegger es una relación exclusivamente alemana y no europea. Solo el pueblo alemán puede ser llamado al otro comienzo, pues solo en su lengua materna se muestra la relación más originaria -no metafísica- entre pueblo y ser. Por ende, se deberá añadir que cualquier intento de pensar a los alemanes como ciudadanos europeos es, desde este giro onto-histórico, necesariamente una interferencia con tal destino. Por otra parte, implica la ontologización que ejecuta Heidegger con la relación entre Grecia y Alemania y el necesario antieuropeismo que de esto se deduce: la despolitización de ambos pueblos. Por esta razón puede él asegurar que Grecia es “el pueblo apolítico por antonomasia” (GA 54, p. 142).
Esta descripción, evidentemente contraintuitiva, debe ser nuevamente puesta en el contexto de la historia del ser que Heidegger pretende hilar. Como ha notado D. Aurenque, Heidegger comprende la polis griega “desde la verdad como desocultamiento, es decir, como el lugar donde se despliega la verdad” (Aurenque, 2010, p. 203). y no como Estado en el sentido usual. La polis es, fundamentalmente y antes de cualquier despliegue político, el ámbito en el que la existencia y su relación con el ser son puestas al descubierto. Solo porque la polis es primeramente relación con el ser puede desarrollarse posteriormente el mundo político griego, el biós politikós aristotélico, que Europa y todo Occidente han abrazado.
Este concepto uninacional y apolítico de “pueblo”, como también lo ha notado Otto Pöggeler (1972, p. 17), está en línea con lo propuesto por Herder con su concepto de “espíritu del pueblo” (Volksgeist)9 y posteriormente por el idealismo alemán.10 Heidegger, en este sentido, es heredero y toma el relevo en el desarrollo de un concepto de “pueblo” que tiene su origen en los siglos XVIII y XIX para ponerlo a disposición de la ansiada transformación del espíritu alemán en el contexto que le procura el Tercer Reich.
El carácter onto-histórico es la determinación específica que ha aplicado Heidegger al concepto de “pueblo” uninacional y apolítico heredado. Un pueblo en la historia del ser requiere, para adquirir su más propia forma, precisamente, de ciertas instituciones históricas que lo acompañen. No significa esto que, paradójicamente, la transformación espiritual deba ocurrir de modo institucional-político, sino más bien que -muy al estilo de Heidegger- es la institución la que debe despertar su verdadero carácter de institucion del pueblo en la historia del ser: una meta-institución para una metapolítica. Así, la razón de su rectorado y en general del deseo de impulsar la autoafirmación de la universidad alemana tienen su fundamento en que “la educación del más alto saber sobre las leyes y los ámbitos de toda la existencia del pueblo ocurre en la universidad” (GA 16, p. 292). Entablada la relación entre pueblo y universidad queda todo dispuesto para el proyecto de un nuevo comienzo para el pensamiento en muy particular sintonía, que se ha descrito, con el mundo griego antiguo.
4. Jaspers y el humanismo supranacional
Jaspers asevera en su texto La idea de la universidad, de 1923:
[…] la universidad es siempre, cuando es real, expresión de un pueblo. Ella busca la verdad, ella quiere conocer lo universalmente válido, ella quiere servir a la humanidad, representar al género humano sin más. Humanitas -incluso cuando este concepto se ha transformado muchas veces y profundamente- le pertenece a su esencia. Justamente por eso es cada universidad nacional y pertenece a un pueblo, pero ella aspira más allá, precisamente, a comprender lo supranacional y volverlo real (Jaspers, 2016, p. 66).11
Esta frase de Jaspers es ejemplar respecto de la divergencia -ya anterior a la guerra- que su concepción de la universidad -y, por tanto, del (íntimamente relacionado) fenómeno del pueblo- evidencia respecto de la de Heidegger. Las diferencias son notorias a primera vista, así como también las similitudes. Jaspers, al igual que Heidegger, piensa el pueblo desde su relación con la universidad y la nación: esta triada es, sin duda, el nucleo homogenizador desde el que la generación de entreguerras despliega su pensamiento político. Pero es precisamente en lo común desde donde se genera toda tensión y separación. Las diferencias entre ambos pensadores son claras y profundas respecto del sentido general que adquiere el pueblo. Este es, en la descripción de Jaspers, una estructura nacional que pretende, a través de la universidad, volverse supranacional para la realización de su más propia esencia. El pueblo no es un espacio para la autoafirmación de una nación, sino, precisamente, para la construcción de la plurinacionalidad. En este sentido, se trata en Jaspers, no de pueblo, sino de pueblos, de su pluralidad.
Dos observaciones parecen pertinentes antes de abordar con mayor profundidad la posición de Jaspers. La primera, respecto de la relación entre ambos pensadores; la segunda, sobre la línea de pensamiento de la cual Jaspers es heredero. Jaspers y Heidegger no solo pertenecieron a una misma generación (tuvieron solo seis años de edad de diferencia), sino que tuvieron además un trato íntimo. En 1920 se conocieron personalmente con ocasión del cumpleaños sesenta y uno de Husserl. Esta relación se transformó en una amistad y en una relación de trabajo filosófico que perduró hasta 1933. Un signo evidente de la profundidad de esta relación es el ofrecimiento que le hace Heidegger a Jaspers de conformar (solo ellos dos) una “comunidad de lucha” a través de la cual aunar fuerzas para la misión de superar el pensamiento escolar, que según ellos reina en la academia, y lograr así pensar nuevamente Alemania (cfr. Holzapfel, 2007, p. 141). Ambos representan el epítome de lo que Dilthey llama una generación tanto por las posibilidades comunes desde las que despliegan sus pensamientos como por el radical enfrentamiento que finalmente se impone entre ellos.
Los pensamientos de Jaspers y Heidegger se intersectan y despliegan desde la posibilidad histórica de la decisión del modo en que Alemania estará referida a sí misma y a otras naciones. Como resulta evidente, una intersección solo puede producirse entre líneas de pensamiento que acuden desde distintos orígenes y que, por tanto, deben proyectarse, finalmente, en distintas direcciones. La idea de Jaspers de la supranacionalidad, esto es, de una Alemania que trascienda a la nación alemana, o por lo menos que se proyecte, como su más propio sentido, en una estructura europea o mundial, ha sido propuesta anteriormente por Kant. El supranacionalismo europeo de Jaspers es heredero de una larga tradición, en la que destaca principalmente el tratado sobre filosofía del derecho “Hacia la paz perpetua”, de 1795, en el que se asevera que todos somos ciudadanos de una comunidad moral y, además, que “el derecho de la ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de una hospitalidad universal” (Kant, 2013, p. 16). La ciudadanía mundial de Kant, también llamada cosmopolitismo, es una idea necesariamente deducida del universalismo racionalista de su ética, que, como ha notado Donaldson, “considera a todos los hombres, en la medida en que comparten la condición de seres racionales, como ciudadanos de un único orden moral” (Donaldson, 1992, p. 15).
En esta misma línea debe ser pensado el racionalismo europeo de Husserl. El padre de la fenomenología se entiende como el albacea del la tradición racionalista continental, pero a la vez como el heredero de una crisis. La racionalidad está atravesada, según él, por una ingenuidad que debe ser superada para que el pensamiento filosófico pueda seguir desarrollándose. La solución que propone Husserl no presupone la destrucción de la tradición de pensamiento occidental, sino más bien un giro que permita asentarla firmemente sobre los fundamentos de su fenomenología trascendental. En “La crisis de la ciencia europea”, Husserl dice:
La crisis de la existencia europea solo tiene dos salidas: la decadencia de Europa en la alienación respecto de su propio sentido racional de la vida, la caída en el odio espiritual y en la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo. El mayor peligro de Europa es el cansancio. Luchemos contra este peligro de los peligros como “buenos europeos” con esa valentía que ni siquiera se arredra ante una lucha infinita (Husserl, 1976, p. 348).
El “sentido racional de la vida” debe ser rescatado en contra del “naturalismo”. Esto no es una tarea que incumba exclusivamente a los destinos del pensamiento filosófico, sino que es fundamental para evitar la caída moral, política y religiosa de Europa en la “hostilidad hacia el espíritu y hacia la barbarie”. Tal rescate es entonces la consumación de un acto político de “los buenos europeos”, pero a la vez uno que solo se vuelve posible dentro del marco de las comprensiones fenomenológicas en las que se funda y desde donde es posible un nuevo tipo de relación con el Otro, a la que Husserl llama “intersubjetividad”. Este tipo de alteridad no es un simple accesorio que adorne un yo absoluto y autofundante, pues en ella se da un orden superior de la constitución de la cosa12 y, por tanto, del comprender en general:
El yo deja de ser una cosa aislada entre otras cosas del mismo tipo en un mundo previamente dado, y, en general, la exterioridad y contigüidad de las personas egológicas pierde toda su relevancia para dejar paso a un interior ser-unos-en-otros y unos-para-otros [eines innerlichen Ineinanderund Füreiananderseins] (Husserl, 1976, p. 346).
Solo porque filosóficamente existe una decisión radical hacia el Otro, sin la cual se declara que, de hecho, no puede haber pensamiento alguno, se debe entender subsecuentemente como posible un giro hacia Europa, o, en otros términos, un giro hacia una comunidad de naciones. Jaspers se inserta dentro de esta línea de pensamiento, en la que la alteridad es el presupuesto fundamental de la propia existencia, aseverando que “yo solamente existo en compañía del prójimo; solo, no soy nada” (Jaspers, 1953, p. 17). La autocomprensión requiere, por tanto, como factor no sustituible, un estar vueltos, precisamente, hacia los otros, de tal modo que la autoreferencia solipsística del yo sea desarticulada. A su vez, detalla Jaspers el mecanismo de dicho ser con el otro del modo siguiente: “Bajo el punto de vista del ser uno mismo, cada uno de nosotros depende de otro igual, en la comunicación con el cual y solamente en ella llegamos a ser ambos nosotros mismos” (Jaspers, 1953, p. 62).
La filosofía de la alteridad y la comunicación de Jaspers se constituye en torno a lo que él llama el “tiempo eje” o “axial” (Achsenzeit), que designa la esencia de su pensamiento histórico. A través de este concepto pretende él pensar la humanidad como una unidad, pues “sólo la totalidad de la historia humana puede suministrar los módulos para entender el sentido del acontecer actual” (Jaspers, 1980, p. 15). El tiempo axial es el periodo de la humanidad que comenzaría alrededor del 500 a. C., en el que “se aglomeran cosas extraordinarias” (Jaspers, 1980, p. 20), pues viven en China Confucio y Laotsé; en la India surgen los Upanishads, vivió Buda; en Grecia, la filosofía; también Zaratustra en Irán, por nombrar algunos de los casos en los que se centra Jaspers para su tesis. Él considera que la pregunta inicial de toda consideración histórica debe ser aquella por el misterio de esta simultaneidad. Este tiempo axial, en el que el espíritu humano se ha elevado, está además bajo amenaza por la edad técnica en la que “se produce una desviación allí donde el carácter de medios de las herramientas y de la acción se hace independiente y, olvidando la última finalidad, los medios se convierten por su parte en fines y se absolutizan” (Jaspers, 1980, p. 138).
Jaspers se propone investigar esta simultaneidad tanto en lo más alto del espíritu humano como en el mayor de los peligros, y su planteamiento inicial es una consideración peculiar:
Así vista, no tiene la historia más sentido, más unidad, ni más estructura que los que hay simplemente en las concatenaciones causales inabarcablemente numerosas y en las configuraciones morfológicas, lo mismo que se dan también en los procesos de la naturaleza, sólo que en la historia son mucho menos determinables exactamente. Pero la filosofía de la historia significa buscar ese sentido, esa unidad, la estructura de la historia universal. Esta estructura sólo puede darse en la humanidad en conjunto (Jaspers, 1953, p. 58).
Dos diferencias fundamentales con el pensamiento de Heidegger se revelan en esta frase: por un lado, el estudio histórico, o mas bien el giro hacia la historia del pensamiento filosófico, solo puede ser fructífero si se propone como objeto a la humanidad en su conjunto y no solo a los pueblos de Occidente y su sentido unitario. En Heidegger, solo los pueblos herederos de la Grecia antigua están en relación con la historia del ser, pero, para Jaspers, solo en la pluralidad verdadera de la totalidad de los pueblos se oculta el misterio de la historia. En segundo lugar, es necesario resaltar que en la idea de Jaspers de “humanidad” se pretende desarticular el fundamento centralizador, que ha permitido a Heidegger construir las tesis de que a) un solo pueblo puede finalmente guiar y decidir el acontecimiento de la historia, y b) ese pueblo, por las razones expuestas anteriormente, debe ser Alemania. La idea que propone Jaspers es, por tanto:
Un eje de la historia universal, en el caso de que lo haya, sólo podría encontrarse para la historia profana, y aquí empíricamente, como un hecho, que en cuanto tal puede ser válido para todos los hombres, también para los cristianos. Tendría que ser convincente para Occidente y Asia y todos los hombres sin el patrón de medida del contenido de una fe determinada. Brotaría para todos los pueblos un marco común de autocomprensión histórica (Jaspers, 1953, p. 60).
Solo porque el movimiento oculto de la historia reside en la totalidad de los pueblos es posible aspirar, como meta posible, a la unidad de la humanidad. Jaspers asevera que esta meta no es la meta final de la historia, pero sí “una meta que sería la condición para alcanzar las más altas posibilidades del hombre [y que] puede definirse formalmente: la unidad de la humanidad” (Jaspers, 1953, p. 63). Las más altas posibilidades son, tal como lo había ya propuesto Kant, las de un reino de paz otorgado por un orden jurídico acorde: “El fin de las guerras se alcanzaría en un orden jurídico mundial en que ningún Estado poseería ya la soberanía absoluta, que sólo correspondería a la humanidad jurídicamente organizada y en funciones” (Jaspers, 1953, p. 64). La humanidad, como motor de la historia, tiene en Jaspers su propio origen y meta, y es el marco necesario dentro del que los pueblos tienen su existencia. Ellos surgen, se levantan, triunfan o fracasan en el curso, aun desconocido, pero simultáneo y plural, de la humanidad, y solo desde tal fundamento podrán ser entendidos finalmente dichos movimientos históricos.
5. Ser y humanitas
La generación a la cual pertenecen Heidegger y Jaspers, está, tal como lo ha descrito Dilthey, homogenizada por los mismos grandes hechos. Ellos están llamados a hacer filosofía bajo la sombra de la guerra y cargar con las enormes responsabilidades que esto conlleva, y son por ende suceptibles tanto a los más profundos errores como a los más grandes aciertos.
Heidegger, quien suele comprenderse a sí mismo y a su pensamiento como un evento espontáneo, que no guarda relación con sus antecesores directos, vale decir, como un quiebre radical con la historia de la filosofía, es, en este respecto, muy por el contrario, un claro continuador de Herder y el idealismo alemán. Comparte y es, como en Jaspers en este sentido, un receptor de la tradición del cosmopolitismo iniciada por Kant. Ambas líneas de pensamiento pueden ser rastreadas más atrás, incluso a los orígenes de las filosofía misma.
El hilo conductor de esta comparación es la pregunta por la comunidad en cuanto pueblo. Mientras Heidegger le da al pueblo el horizonte de comprensión de la historia del ser, Jaspers lo sitúa en la historia universal de la humanidad. En la filosofía de Heidegger, un fenómeno como el de la humanidad en su totalidad debe ser necesariamente considerado como una generalización que rebasa la facticidad que él se ha impuesto desde la analítica del Dasein como última frontera del conjunto humano. Para Heidegger, toda comunidad más amplia que el pueblo es una mera construcción discrecional. Solo los pueblos, en su concreto quehacer y desarrollo pueden asumir el rol de ser la última frontera de lo común. El pueblo es un faktum que surge desde la lengua y el suelo (Boden) común, pues solo así se está ante una comunidad real o, como dirá el propio Heidegger, que arraiga “en una tradición” (GA 12, p. 676). La finitud y mortalidad que determinan al Dasein deben replicarse en el pueblo, ya que este es para Heidegger el Dasein mismo visto desde la perspectiva histórica que posibilita y entrega la hermenéutica.
Para comprender el pueblo de Heidegger es esencial, entonces, entender el presupuesto de que la única comunidad posible en el despliegue de su pensamiento es aquella en la que se debe poder, al menos, preservar la posibilidad de la individuación (Vereinzelung) del Dasein. El pueblo heideggeriano está estructuralmente volcado hacia sí mismo; es, en este contexto, “introvertido”, razón por la cual todo modernismo y cosmopolitismo que lo ponga en una disposición de apertura es entendido como un atentado, en última instancia, contra el Dasein auténtico y su facticidad.
Aquí radica precisamente el carácter de inacabado de la teoría política que surge desde la analítica del Dasein. Esta considera, en general, los modos de la comunidad como un peligro para la posibilidad del ser autentico; por eso lo público, la sociedad (Gesellschaft) y los Otros (die Anderen), por nombrar algunos, son considerados como formas de lo inauténtico. Sin embargo, un pensamiento que pretende desplegarse metódicamente, especialmente si posee un acentuado carácter histórico, requiere considerar una estructura comunitaria, incluso si el punto de partida es el ente que tiende radicalmente hacia su individualización. El resultado es, por su puesto, una comunidad sui generis que obedece a la dinámica de las comunidades primitivas, como la de la Grecia presocrática o como aquella de los primeros cristianos. Ambas, tanto la primera polis13 como el ágape,14 tienen en común, para Heidegger, que no están principalmente cohesionadas por el ejercicio político, sino que son, sobre todo, el ámbito eminente de la verdad, donde el ser del Dasein es puesto al descubierto. Esto mientras este tipo de comunidad se mantenga -como ha notado E. Carrasco (2004, pp. 42-43)- como ideal de vida, aún no entregado a la metafisica ni convertido en imagen del mundo.
El pueblo apolítico de Heidegger, que se entiende como el agente de un destino del ser, es necesariamente un pueblo que se justifica en su oposición y lucha con otros pueblos y con toda otra comunidad que desborde la particular barrera fáctica de la lengua y el suelo, como, por ejemplo, la comunidad científica o el cristianismo moderno, que están cohesionados por la facticidad del conocimiento o de la fe, pero que evidentemente no tienen un arraigo en la nación y el idioma. Son supranacionales y, por tanto, para Heidegger, solo posibles desde una generalización metafísica.
Por otro lado, la razón metódico-estructural que posibilita que Heidegger pueda construir una comunidad de tales características y alcance es que el pueblo no necesita cumplir una función trascendental total, en el sentido de proporcionar un horizonte de comprensión para el Dasein que abarque a toda la especie humana. El pueblo heideggeriano es un horizonte fáctico, ontológicamente limitado y regional, que puede serlo porque se comprende a sí mismo, en última instancia, como inserto en el ámbito más amplio de la historia del ser. El ser es, en el pensamiento de Heidegger, el último y absoluto horizonte trascendental. Esto deberá explicar la falta de una historia universal en su pensamiento y, paradójicamente, la presencia de un claro destino planetario. La comunidad pierde su función trascendental a la luz de la pregunta por el sentido del ser y, así, el pueblo del ser se transforma, precisamente, en una versión no trascendental de esta.
El esfuerzo filosófico de Jaspers, incluso cuando esto no está temáticamente desarrollado en su filosofía, tiende precisamente a reemplazar el ser por su comprención trascendental de la humanidad. La humanitas es para Jaspers el trascendens o, en otras palabras, el horizonte último de toda comprensión. Las diferencias entre Heidegger y Jaspers en este ámbito son, por tanto, irreconciliables.
Para Heidegger, la humanidad es, en su afacticidad -vale decir, en su no situabilidad y en su carácter fundamentalmente teorético- digna de la crítica contra la cual él ha defendido la pregunta por el ser: humanitas sería el más universal de los conceptos y, por ello, el más vacío. Esta idea es tan preponderante en el pensamiento de Heidegger que incluso llega a aseverar que este título solo ha acarreado desdicha (Unheil) (GA 9, p. 315) y consiguientemente lo reemplaza por el término Menschentum, traducido usualmente como “dignidad de ser hombre”,15 para así aspirar a un sentido de lo humano que no conduzca a un horizonte rígido y que no tenga, como el super hombre de Nietzsche, su “estructura esencial ni en el individuo ni en la masa” (GA 6.2, p. 145).16 Para la filosofía jasperiana, que se sitúa en un preguntar político-ético, el orden de los horizontes debe ser necesariamente trastocado, pues la “[Apolitie] es el fracaso de aquel que no necesita saber lo que quiere, ya que no quiere nada más que auto realizarse [selbstverwirklichen] en su ser sí mismo [Selbstsein] privado de mundo [weltlos]” (Jaspers, 1949, p. 92). En la ausencia de la dimensión ético-política es donde Jaspers cree descubrir la verdadera falta de situabilidad, vale decir, una deficiencia de la facticidad y desvanecimiento de mundo.
Como es sabido, la amistad entre Jaspers y Heidegger termina en 1933 tras una serie de eventos en los que las diferencias entre ambos se han hecho patentes, no solo filosóficamente sino también a nivel personal. El fin de esta relación no significa, por supuesto, el fin de la pugna que se ha descrito. Ambos son prolíficos hasta entrada la segunda mitad del siglo y, además, dicha tensión es traspasada y perdura en nuevas formas de debate en el corazón de las siguientes generaciones, por ejemplo, en los textos tardíos de Arendt -de un marcado carácter histórico-político-, en los que se intenta responder a la pregunta por el origen y preeminencia de la violencia en el siglo XX a través del análisis del fenómeno de la despolitización, o en el pensamiento de Gadamer, que hace el esfuerzo por entregar una síntesis de ambas posiciones -la de Heidegger y la de Jaspers- a través de una suerte de analítica del Dasein con diálogo, así como la hermenéutica de la segunda mitad del siglo XX, que enfrenta el problema de la falta de un ethos en la pregunta por el ser.
6. Conclusión
El encuentro entre Heidegger y Jaspers, que se transforma rápidamente en una amistad que sufre los vaivenes del ascenso del partido nazi al poder, es a la vez el escenario de una profunda pugna filosófica en el corazón de la generación de entreguerras. El contexto hermenéutico del que se ha provisto en un principio al presente análisis tiene por función dilucidar el carácter y sentido histórico de tal generación desde la integridad de sus multiplicidades. Este tipo de mirada histórica prevendría que, como se suele hacer en este tipo de comparaciónes, se tienda a la dilucidación de cierto tipo de conexiones, que, ya sean positivas o negativas, siempre permanecen superficiales, pues no apuntan a revelar el horizonte histórico de posibilidad que comparten y desde el que sus pensamientos son requeridos.
El horizonte histórico es aquel que llamaremos, junto con Jaspers, el pensamiento de la existencia, título que, a pesar de ser limitado en cuanto al desarrollo del pensamiento de Heidegger, pues este finalmente enmarca su analítica del Dasein en la pregunta por el ser, sí logra dar cuenta de un momento esencial de su relación. Heidegger al igual que Jaspers considera que es una tarea fundamental de su tiempo situar la existencia como categoría primaria y previa a toda esencia. Lo que este horizonte sea en detalle es imposible describirlo en estas acotadas palabras al cierre, pero por lo pronto muestra que ambos autores enfrentan la misma disyuntiva histórica, que finalmente es resuelta de modos divergentes. Mientras Heidegger construye una tríada del Dasein/pueblo/ser, que pone a la existencia como punto de partida para la pregunta por un ambito trascendental que es distinto de ella misma, pero del que tampoco puede ser apartada, Jaspers, con su propia tríada Dasein/pueblo/humanidad, propone dicho ámbito y horizonte de comprensión desde una modificación de la existencia misma a través de la proposición de una existencia universal o humanitas. En ambos pensamientos, el pueblo sirve como el eslabón que conecta la existencia individual con el ámbito trascendental. Desde aquí se vuelve clara la necesidad de Heidegger de asegurarle a la existencia dispositivos de individuación que la resguarden de toda forma común no determinada por el ser, vale decir, de toda comunidad en la que precisamente el ser sea encubierto, así como la necesidad de Jaspers de -precisamente- abrir la existencia, a través del diálogo, a un modo más profundo de alteridad que el que su camarada en la comunidad de guerra deba y pueda permitir.