Introducción
Hasta hace algunos años la antropología de la población indígena de Chiapas no había estudiado las especificidades del segmento juvenil, sino que se había concentrado en aspectos de la organización y estructura social que lo tocaban de manera tangencial. Las temáticas abordadas trataban la división social del trabajo por género y por edad, y varios estudios se centraron en el matrimonio y las alianzas entre los grupos, los ritos de paso, la configuración de las familias y los sistemas de parentesco. Esto tal vez se debió a que se consideraba que en el mundo indígena no existía en estricto sentido una etapa de juventud, como la que podía encontrarse entre las sociedades urbanas a partir de la segunda mitad del siglo XX, no obstante que en varias lenguas indígenas utilizaran un término para designarla. Los niños indígenas rurales se perfilaban hacia la adultez en el momento en que aprendían las labores requeridas en sus unidades domésticas y cuando se les consideraba fisiológicamente -o, mejor dicho, socialmente- preparados para reproducirse.
La noción de juventud fue cobrando pertinencia con los programas educativos del gobierno federal a partir de la década de 1950 en Los Altos, y en los dos decenios posteriores en otras regiones de Chiapas. Por ejemplo, en los sesenta en el municipio de Las Margaritas fueron las instituciones religiosas quienes impulsaron la formación de “campesinos jóvenes”, con el fin de modificar “algunos aspectos de la vida cotidiana de los campesinos tojolabales” y el Instituto Nacional Indigenista promovió la formación de promotores educativos indígenas (Escalona, 2009: 130). Pero fue quizá en la década de 1990 cuando se reconoció a los jóvenes como un segmento particular de la población indígena, y aquí coincidimos con Feixa acerca de que el neozapatismo jugó un papel de gran relevancia en la definición de los jóvenes (Feixa, 2006) y en el fomento al uso y extensión de las redes sociales en el ciberespacio. No hay duda de que los jóvenes indígenas se encuentran inmersos en una red de relaciones e interacciones sociales múltiples y complejas (Pérez Ruiz, 2008), una parte de la cual concierne a la interrelación que sostienen con el entorno, en el cual se incluye el ambiente humano, en la medida en que consiste en todo aquello que rodea a los sujetos.1
Podemos decir que la reflexión acerca de la relación entre los jóvenes indígenas y el ambiente es pertinente para la antropología en un contexto de transformaciones tanto ecológicas como socioculturales en Chiapas que pueden ser comparadas: el deterioro ambiental, la baja productividad de la tierra y la alta parcelación, la explotación de territorios para el cultivo extensivo de palma africana (Elaesis guineensis) destinada a la producción de agrocombustibles que ha sustituido milpas y cafetales; de igual forma, la ganadería extensiva que ha deforestado bosques. Por su parte, la composición demográfica de las ciudades medianas y pequeñas se ha complejizado debido al constante flujo de migrantes, y la desigualdad ha cobrado mayor visibilidad. Si bien no es de interés en este artículo definir en concreto lo que es un joven indígena debido a la dificultad de generalizar sobre una base empírica heterogénea y en permanente reconfiguración, sí interesa apuntar mediante diversas situaciones los modos en que los jóvenes indígenas enfrentan asuntos relativos al entorno, entre los cuales figura la tierra como eje de la vida social en localidades de Chiapas, trátese de vínculos directos o indirectos con ésta, es decir, sean ellos agricultores o jóvenes urbanos que mantienen un vínculo simbólico con la tierra y el territorio.
Los jóvenes con los que dialogamos, cuyas edades fluctúan entre los 14 y los 25 años, son de origen tsotsil, tseltal, ch’ol y zoque, y han buscado respuestas como la pluriactividad y la migración como opciones de vida, o el desarrollo profesional a través de la educación media y superior que les permita incidir en el manejo ambiental en sus comunidades.2 Así, en este artículo presentamos una aproximación etnográfica de las interacciones que sostienen jóvenes indígenas con el ambiente o entorno natural y social, conocidas como procesos socioambientales (Boege, 2008; Alonso, Megchún y Acevedo, en prensa). La educación formal y la pluriactividad constituyen campos de la experiencia social de los jóvenes donde éstos reflexionan o bien actúan ante problemáticas, lo cual nos ha llevado a proponer que los jóvenes indígenas estudiantes de nivel bachillerato y universitario podrían ser considerados sujetos socioambientales.
Nuestra investigación etnográfica se desarrolló durante varias estancias de campo entre 2012 y 2015 en localidades de la Selva Negra, el norte del estado, el noroeste de la selva Lacandona, Los Altos, y las ciudades de San Cristóbal de Las Casas y Palenque.3 Si bien cada una de dichas regiones y ciudades se enmarca en problemáticas específicas, han compartido condiciones históricas que desataron resultados similares, lo cual posibilita la comparación de la experiencia social de los jóvenes originarios de esas zonas.4
Los jóvenes y sus entornos
En una investigación previa estudiamos distintas experiencias de interacción entre la población indígena de cinco regiones de Chiapas con el medio ambiente en un contexto de crisis de ecosistemas y de conflictos locales, y observamos que dichas interacciones constituían procesos socioambientales en la medida en que estaban definidas por una relación dialógica e histórica entre factores de carácter sociocultural y económico con el medio biofísico (Alonso, Megchún y Acevedo, en prensa).
Aunque en este artículo no nos ocuparemos del tema, muchos antropólogos debaten acerca de la relación entre el entorno y la constitución de la cultura, recordando la discusión sobre el vínculo entre ésta y la naturaleza (Descola, 2001). La ecología humana también ha reconocido que lo cultural es un factor clave en la variabilidad y transformación de las relaciones humano-ambientales (Gallopin, 1980), asimismo, ha profundizado en la subjetividad ambiental estableciendo nociones que han sido retomadas por la antropología (Arizpe, Paz y Velázquez, 1993; Rappaport, 1979 y 1985). Uno de los hallazgos antropológicos más evidentes sobre esta relación ambiente/sociedad tuvo que ver con la especificidad y al mismo tiempo la complejidad de la relación de las diferentes sociedades humanas con su respectivo entorno, al establecer que ello tiende a incidir en sus características materiales, organizativas y simbólicas, como lo ha mostrado la etnoecología (Toledo et al. 1980).
Dentro de esta dinámica emergen nuevos sujetos socioambientales: los jóvenes indígenas, en cuanto segmento de la población que ha adquirido cierto protagonismo debido a su respuesta y búsqueda de alternativas en la materia, como veremos a lo largo de este texto. Por igual, llamó nuestra atención el hecho de que los jóvenes figuraran en el discurso del desarrollo en la agenda pública chiapaneca en los últimos gobiernos, involucrando a los provenientes de comunidades urbanas y rurales en la elaboración de propuestas para afrontar el cambio climático y la contaminación. Empero, paradójicamente, este sector es excluido de algunos programas públicos, como los que se ejecutan a través de los ejidatarios (sus padres o abuelos), quienes son sujetos de derecho agrario, con lo cual se generan dinámicas de exclusión en detrimento de los jóvenes y de las mujeres sin tierras.5 No es de extrañar que el Programa Estratégico Trópico Húmedo6 se haya puesto en operación en la zona norte de Chiapas, pues tenía como propósito potenciar cultivos comerciales de alta rentabilidad, no obstante que el objetivo primordial del programa era evitar que los jóvenes emigraran al brindarles condiciones para proyectos productivos. Asimismo, los jóvenes han sido sujetos de atención en el discurso gubernamental y religioso debido al alto índice de suicidios en distintas regiones de Chiapas.7
Ahora bien, el joven indígena, en cuanto adulto en ciernes, se encuentra en un estatus transitorio propio del grupo de edad, y pasa por un estado provisional, es decir, “los sujetos no pertenecen a la categoría, sino que la atraviesan” (Rosemberg, 2013: 251). Para ser jóvenes, los individuos transitan por un complejo periodo de socialización, durante el cual el lenguaje tiene un papel central en términos de la competencia lingüística para comunicarse en su lengua materna, en español y en otros idiomas, por ejemplo, los niños zoques de Rayón aprenden el idioma local y en muchas ocasiones también el tsotsil, debido a la presencia de población de Los Altos en este municipio de la Selva Negra, al tiempo que estudian español en la escuela. A muchos jóvenes les avergüenza expresarse en su idioma, y dicen que los propios padres son quienes les han prohibido hablarlo por diversos motivos, pero en particular los maestros en las escuelas: “la causante de las pérdidas de nuestras lenguas son muchas, influyen la televisión, las modas, la música que escuchamos, las personas con quienes tenemos que pasar la mayoría de nuestro tiempo como nuestros profesores” (testimonio de joven zoque, Tapala, 2012).
De igual forma, como demuestra De León acerca de la formación de los niños zinacantecos, tan relevante es el lenguaje como las emociones y la moral que, al entrecruzarse en las negociaciones cotidianas, posibilitan el fortalecimiento del ch’ulel (De León Pasquel, 2005: 193 y 197) para constituirse en personas. Éste es el proceso por medio del cual los jóvenes indígenas adquieren las herramientas para pertenecer a un grupo social, así como a su generación, toda vez que ésta se encuentra delineada por relaciones simbólicas entre individuos, con valores y experiencias similares, aunque no pertenezcan a la misma colectividad propiamente dicha, como podría ser el hecho de ser estudiantes. Por lo mismo, la educación tiene implicaciones identitarias, marca a los individuos y los sitúa de otra manera en la organización social, familiar y comunitaria (para quienes provienen de un entorno de este tipo), no necesariamente opuesta a éstas.
Justamente, las problemáticas ambientales y el riesgo percibidos por los jóvenes estudiantes indígenas van en correspondencia con los problemas establecidos en el discurso de la sociedad global posmoderna (Ayora, 2002: 41). En el ejido Nuevo Esquipulas Guayabal del municipio de Rayón, por ejemplo, se ha configurado una generación preocupada por el cambio climático, la escasez de agua, la contaminación y los conflictos por la competencia entre las zonas agrícolas y ganaderas, la urbanización y la tecnología. Los jóvenes zoques de este lugar, cuyos padres y abuelos fueron desplazados por la erupción del volcán Chichonal, se consideran a sí mismos agentes de transformación para mejorar las condiciones de vida de sus familias: “Todos somos problemas: pueblos, ejidatarios, industriales, gobiernos, dependencias, instituciones (…) ¿A poco no nos damos cuenta? Las industrias, los nailon, los plásticos. Ahí están, somos nosotros los que provocamos. Entonces tan rápido viene el deterioro del medio ambiente”. Ante esta opinión de un ejidatario zoque de Tapalala, un joven de Rayón, estudiante de Biología, le respondió: “Pero, se hacen proyectos [para revertir el deterioro ambiental] se podría decir que nosotros podemos mejorar el pueblo [porque] somos el futuro” (testimonios recogidos en el ejido Nuevo Esquipulas Guayabal, Rayón, 2014).
Este joven es parte de la organización pluriétnica (zoque, tsotsil, mestiza) Semilla de Esperanza, que surgió a partir de las preocupaciones y protestas en contra del establecimiento del basurero municipal en la selva. La mayoría de los integrantes cursa el nivel bachillerato y otros carreras universitarias en Pichucalco y Villahermosa, y otros más son egresados de la Universidad de Artes y Ciencias de Chiapas (Unicach). Algo que la distingue es su impronta religiosa, pues está ligada a los frailes franciscanos8 y entre sus acciones figura la realización de retiros espirituales en la selva. Al mismo tiempo, realiza acciones ambientalistas motu proprio. Ha limpiado calles y coladeras de la cabecera municipal y ha colocado señalamientos en las riveras de los ríos para que los visitantes no arrojen basura a la corriente; también ha organizado encuentros y talleres informativos. La demanda principal de este movimiento ecologista es la preservación del bosque, que consideran parte de su historia.
Disputas intergeneracionales y negociación
El seno familiar es el espacio de cobijo y reproducción social para sus miembros, pero también es el escenario de pugnas intergeneracionales. Boyer documentó casos en San Andrés Larráinzar donde que se cree que los jóvenes estudiantes “se pusieron inteligentes” utilizando la voluntad -que es considerada colectiva y no individual- a su antojo y se comportan de manera irrespetuosa (2012: 302). Así, para muchos jóvenes indígenas originarios de las zonas de estudio, en adición a las problemáticas de acceso a la tierra y del impacto de la educación formal, la relación con sus padres se encuentra en permanente negociación y juegos de poder. Regresemos al caso de Rayón, donde, pese a su convicción ambientalista-religiosa y el tipo de acciones que realiza, Semilla de Esperanza es un fenómeno minoritario. Según los frailes son pocos los jóvenes que están en verdad interesados, pues la mayoría persigue “un progreso personal no comunitario, individual”. Empero, para los miembros de Semilla de Esperanza, la cosa es un poco distinta. Tiene que ver con gozar de mayor libertad de acción ante sus padres, ya que han dejado de ser niños, y, por ende, asumir ciertas responsabilidades, pero no sólo eso, sino también expresar sus propias ideas.
Como una manifestación de este proceso de transición que define el ser joven emergen las dudas y las discrepancias que parecen situar a estos estudiantes indígenas entre dos mundos: el que han heredado de sus ancestros y practican en sus comunidades y el que están encontrando en la escuela y el mundo que rodea a ésta. Pero la brecha no siempre se dirime optando por la visión comunitaria y local. También hay situaciones en las cuales los jóvenes se deciden, más bien, por la visión modernizadora del orden de las cosas. Éste es el caso de estudiantes tseltales del Colegio de Bachilleres de Chiapas (Cobach) de Tenejapa, en Los Altos, a quienes en las clases de biología y de ecología y medio ambiente les enseñan que la naturaleza tiene sus propios procesos, así como sus propias problemáticas debidas a la contaminación, deforestación, uso de agroquímicos, y demás, los cuales necesitan entender para conservarla de mejor manera. Esto contrasta abiertamente con lo que creen los adultos, sobre todo los mayores de 60 años y que pertenecen a la religión de “la costumbre”. Para ellos, en el ambiente existen una serie de entidades con las que se establecen diferentes tipos de relaciones, muchas de ellas mediante fiestas y celebraciones en las que se realizan distintas ofrendas y rituales, que consideran necesarias, por ejemplo, para obtener una buena cosecha. Tomemos como caso la siguiente discrepancia entre un hombre y su hijo de origen tsotsil en torno a la causa que ocasionó un torbellino que atravesó San Cristóbal de Las Casas en agosto de 2014 y provocó destrozos, entre ellos la caída de techos de lámina de las casas del asentamiento irregular donde habitan únicamente migrantes:
Dicen que en Youtube salió el video del torbellino [el señor no ha visto el video], y comentan que clarito se ve la cabeza de un diablo y en su boca en donde le salen unos cuernos o colmillos de la boca de ahí sale el torbellino, y que se ve clarito la forma de la culebra [cuerpo del diablo].
Pero su hijo de manera enfática dijo: “eso se debe a fenómenos naturales”. Sin embargo, el señor replicó, explicando que había pasado un torbellino por la ciudad porque han dejado de ofrendar a los vientos.
Cabe mencionar que en la sociedad contemporánea la representación de la juventud encarna formas y significados asociados a los sujetos de derecho, los jóvenes urbanos, las generaciones con valores nuevos y modernos. Al respecto, la idea de modernidad, según Latour, siempre se define en términos de un régimen nuevo que pretende diferenciarse de un pasado “arcaico y estable” (2012: 27). No obstante, los jóvenes indígenas se caracterizan por su versatilidad y creatividad para interrelacionarse con sus entornos, sin necesariamente contraponer lo nuevo versus lo viejo; y su capacidad de agencia es demostrada a partir de los modos en que se vinculan con la tierra. Esto es, el acceso y vínculo con la tierra constituye el centro regulador de las relaciones sociales de los jóvenes con sus comunidades y con su propia generación. No es fortuito que, para los jóvenes profesionistas de Los Altos, la deforestación y los problemas del agua sean el centro de sus preocupaciones y una vez que terminan los estudios, quienes regresan a su comunidad, consideran que el proponer proyectos ambientales los colocará en disputas intergeneracionales, pues para muchos adultos los jóvenes carecen de la experiencia que les permita plantear propuestas adecuadas y, sobre todo, llevarlas a cabo.
Cuando se trata de las formas de cultivar, los jóvenes sostienen una postura crítica entre lo que aprenden en la escuela con los agrónomos -el uso de las técnicas científicas y de las tecnologías para los cultivos como los agroquímicos-, frente a los saberes tradicionales utilizados por sus padres, los cuales revaloran y defienden, pese a que en ocasiones los propios adultos no hayan dimensionado la amenaza ecológica que conlleva la contaminación de los ríos y suelos por el uso constante de agroquímicos.
El pertenecer a una comunidad indígena involucra a los jóvenes en todos los aspectos de la vida cotidiana. Así, participan en los rituales y estructuras religiosas como las mayordomías para las celebraciones; reproducen las creencias locales acerca de la salud, la enfermedad y el conocimiento del cuerpo. Desde niños saben de la existencia de las entidades sagradas que moran en los alrededores, y el que la tierra sea ente vivo que precisa de atención y cuidado.
Al respecto, durante las entrevistas en Tila, los jóvenes mostraron mayor interés y soltura en las argumentaciones respecto a problemáticas de la salud porque se relacionan con los patrones culturales que determinan sus entornos. Por ejemplo, para afecciones menores dijeron acudir con el médico alópata, pero para casos como la “enfermedad de la envidia” consideran que, dada su peligrosidad (porque de no ser tratada puede conducir a la muerte, y afecta tanto al individuo como a su familia), sólo puede ser tratada por los ilol o curanderos (Gutiérrez y Pacheco, 2013). Por lo que toca a su vínculo con la tierra, los jóvenes ch’oles de Tila se involucran en las peticiones de lluvia y en las ceremonias de protección “de casa”, en las cuales ayudan a “alimentar a la Madre Tierra” a través de ofrendas. Por su parte, el que los jóvenes no sean poseedores de tierra (por no ser ejidatarios o herederos de terrenos, o porque nacieron en la ciudad y únicamente desarrollan un vínculo indirecto con la tierra), los coloca en una condición ambigua frente a su círculo parental y en una permanente negociación con los adultos. Por ejemplo, los jóvenes de los ejidos de Tila y Nueva Esperanza aseguran conocer la existencia de entidades sagradas de la zona de montaña como el Ñek’, el Ch’ix wiñik y los wäläk-ok o duendes, pero no comparten todas las creencias con la comunidad, pues su perspectiva se encuentra sesgada por su propia especificidad contextual. De ahí que los jóvenes juzguen que viven entre dos mundos, como una suerte de sujetos transculturales. Otro caso que ilustra lo anterior es el de la unidad Oxchuc de la Universidad Intercultural de Chiapas (Unich). En este campus de Los Altos hay un pequeño montículo donde se encuentra una cueva,
se trata de un sitio sagrado, cuyo dueño, según dicen los estudiantes del plantel, es una culebra. De hecho, fueron los de la primera generación de la carrera de Desarrollo Sustentable quienes colocaron allí una cruz, distinguiendo así al lugar. Y si bien no se acostumbra a celebrar rituales ahí, la Academia del programa de Desarrollo Sustentable decidió que el lugar debe permanecer como zona de conservación [testimonio de estudiante tsotsil, 2015].
Otro caso de esa ambigüedad frente a su círculo parental y de la permanente negociación con sus padres y abuelos, lo vemos cuando el estudiante efectivamente logra derivar saberes de la gente local, como cuenta Roberto Martínez, estudiante de quinto semestre en el mismo campus universitario:
Aprendí del abuelo de un compañero que nos habló acerca de cómo sentía la naturaleza. [Él] sólo estudió primaria, vive en una casa de adobe con techo de paja [y la] charla fue en tsotsil. No le desea mal a nadie. No codicia lo que no tiene. No desea más de lo que tiene. Lo que más quiere es armonía.
Los jóvenes pluriactivos
Ahora bien, tanto la pluriactividad como la educación están definidas por las formas de acceso y vínculo con la tierra y constituyen ámbitos donde es posible observar la versatilidad de los sujetos. Ambos entornos de la experiencia social están atravesados por la condición económica y el estatus social de la unidad doméstica, pues ni todos los jóvenes son estudiantes ni tampoco pluriactivos. Tomemos el caso de los hijos de floricultores de Zinacantán, quienes al pertenecer a una emergente elite económica no se emplean como jornaleros; en caso de asistir a sus padres, lo hacen únicamente medio tiempo, porque son estudiantes además de estar en cierto desacuerdo con el cultivo comercial, pues opera a base de agroquímicos que han contaminado fuentes de agua. Unos cuantos de estos jóvenes se han integrado a ensambles musicales de batsi rock (rock tsotsil) y dedican tiempo a la interpretación y la composición.
La pluriactividad no es reciente, aunque se ha intensificado desde la década de 1980 en el marco de la tercerización de las economías regionales como respuesta a la presión demográfica, la escasez de tierras, el deterioro de los suelos y la globalización. Es un hecho que los ingresos recibidos por trabajar en servicios o bien como albañiles y peones aseguran a los jóvenes indígenas un salario más o menos fijo, que contrasta con las entradas económicas irregulares obtenidas por el trabajo agrícola. Con ello, este segmento de la población emprende distintos patrones de movilidad hacia los terrenos de otros propietarios para emplearse como jornalero, al tiempo en que cuida la parcela familiar, o bien migra de manera temporal hacia las cabeceras de los municipios o ciudades de Chiapas como Tuxtla Gutiérrez, Chiapa de Corzo, San Cristóbal de Las Casas o Palenque, y hacia otros lugares como Teapa o Villahermosa en Tabasco, pero también hacia la Ciudad de México, Playa del Carmen, Mérida, y a los estados de Michoacán y Sinaloa. Esta migración conlleva también distintos fenómenos de urbanización, debido a una mayor comunicación entre regiones por la ampliación de la cobertura de rutas de transporte colectivo. Aunque se trata de rutas y destinos migratorios históricos, la movilidad implica la transformación de los modos de vida, en particular de aquellos jóvenes indígenas que se establecen en las ciudades progresivamente, ya sea que retornen o no a sus localidades.
Debemos decir también que los jóvenes pluriactivos son sujetos susceptibles de la explotación de mano de obra por parte de la agroindustria y en muchos casos son vulnerables a la violencia; así, su devenir laboral como asalariado está marcado por la incertidumbre y por el hecho de experimentar nuevas formas de tránsito y coexistencia entre lo que se considera la vida rural y la urbana. Empero, estos mismos jóvenes, inmersos en entornos que cambian con mucha rapidez, tienen claridad acerca del significado de pertenencia a su comunidad, y los derechos y obligaciones correspondientes al rol que ocupan, así como las discrepancias intergeneracionales frente a las cuales negocian día a día. Tal es el caso de los jóvenes ch’oles migrantes que regresan cada determinado tiempo a Tila para celebrar el “día del migrante”, o bien el de quienes ejercen el cargo obligatorio de “cooperantes” o “comités” en localidades tseltales del municipio de Tenejapa en Los Altos, en términos de las relaciones de reciprocidad establecidas en sus comunidades.
Una situación similar es la de los campesinos zoques del municipio de Chapultenango, entre los cuales figuran jóvenes estudiantes de secundaria o preparatoria que han abandonado la escuela por falta de recursos. Este sector de la población recurre también a la pluriactividad, pues no sólo trabaja la parcela familiar, sino que además se emplea en el mercado local o en las agroindustrias plataneras de Pichucalco y de Teapa. De igual modo labora en las obras públicas del ayuntamiento y como jornalero en los potreros ganaderos de particulares.
Huelga decir que, debido a la movilidad de la población en la actualidad, sería muy difícil oponer del todo el ámbito rural al urbano, porque ambos coexisten, y los ejemplos aquí referidos reflejan la estrecha relación y dependencia respecto de las ciudades por parte de las poblaciones rurales dedicadas al trabajo agropecuario. Asimismo, en ciudades como San Cristóbal de Las Casas los espacios están determinados históricamente por las relaciones entre las poblaciones indígenas y las mestizas. Por el contrario, en Palenque, indígenas y mestizos comparten las colonias de la ciudad; pese a todo, hoy en día las dos ciudades son consideradas por los jóvenes indígenas como espacios apropiados para vivir.
Cabe mencionar que, dentro de las múltiples dinámicas de los entornos, los jóvenes indígenas, unos más que otros, se relacionan con sus coetáneos mestizos en términos de sus preocupaciones generacionales, no obstante, lo hacen desde una posición desigual que incluye, sin duda, la problemática del género y la etnicidad. Por su parte, los jóvenes indígenas bachilleres y universitarios se encuentran inmersos por igual en dichos procesos y son, también, jóvenes pluriactivos. A partir de la posibilidad de prolongar la instrucción educativa (Pérez Ruiz, 2008: 12), éstos definen sus relaciones con el entorno a través de la educación formal, aunque no estén al margen del aprendizaje que su familia y comunidad les ha brindado. Pero, desde su punto de vista, la relación entre el ámbito familiar y el universitario no necesariamente es fluida, porque no coinciden sus posturas en cuanto a asuntos como el género, la edad, la comunidad, el trabajo y el entorno. En unos aspectos pueden complementarse, en otros pueden diferir u oponerse de manera abierta. Sobre el particular, las determinaciones que toman los estudiantes en cada caso son ponderadas, no mecánicas, y pueden variar de individuo en individuo.9 De hecho, muchos jóvenes estudiantes ch’oles del Cobach de la ciudad de Palenque concluyen que “se trata de no abandonar lo tradicional, sino de darle un poco de avance, de estrategia, de ampliar más”.
El ser estudiante determina socioculturalmente al joven distinguiéndolo de quien no lo es, y entre quienes pueden encontrarse no sólo integrantes de su propia generación, sino también sus padres y demás miembros adultos de la familia extensa. Por tal razón, la educación tiene implicaciones identitarias, porque sitúa a los individuos en un lugar específico dentro de la organización social. En general, contar con ciertas habilidades y conocimientos derivados de las experiencias educativas hace que el individuo se inserte de una manera diferente en la división social del trabajo (a la que no tendría acceso de no haber estudiado). Ello, al margen de si gracias al “estudio” el individuo modifica de forma sustancial su estatus socioeconómico y deja de ser pluriactivo para dedicarse sólo a su profesión. Una idea que, por lo demás, parece estar presente entre los estudiantes y sus familias.
Jóvenes indígenas estudiantes como sujetos reflexivos
La etnografía de ciertos contextos de la educación formal evidencia una heterogeneidad considerable en términos ambientales, culturales y formativos como veremos en los casos que siguen, en los cuales los jóvenes siguen viviendo en pueblos originarios donde también se criaron sus padres, por ejemplo los de la secundaria de Zinacantán. Otros jóvenes han emprendido el tránsito de la ruralidad hacia lo urbano y en efecto se encuentran entre ambos, como los alumnos del Cobach de Tila, que alternan el “estudio” -como usualmente se le dice- con el trabajo en la parcela. Y unos más se han instalado plenamente en la urbe, como los estudiantes de la Unich en San Cristóbal de Las Casas, aunque no han dejado del todo atrás sus lazos con lo rural. Aquí se busca mostrar cómo, gracias en parte a su participación en estos procesos educativos en los cuales inciden experiencias previas de lo sujetos en cuanto miembros de una comunidad, los jóvenes desarrollan una capacidad reflexiva, lo que les permite actuar de manera deliberada ante sus condiciones y circunstancias vitales y sociales, tomando decisiones y determinaciones (Giglia, 2003). De este modo se constituyen como sujetos socioambientales, es decir que consiguen establecer deliberadamente ciertas posturas, respuestas prácticas y reflexiones ante los asuntos ambientales que les ocupan, en particular en su relación con la tierra.
Conviene destacar por otro lado cómo los distintos procesos educativos afectan el ámbito sociocultural del que el joven es originario y portador. Al respecto, en la medida en que los contenidos toman en cuenta el capital cultural del joven, integrado por aspectos materiales, organizativos y simbólicos, tienen una mayor posibilidad de adecuación al mismo en la práctica, al identificar problemas ambientales de sus lugares de origen y darles una solución. Pero la enseñanza de lo ambiental se basa sobre todo en la racionalidad científica de la ecología, cuyos preceptos y hallazgos pueden diferir, e incluso oponerse, a los saberes propios con los que el joven se ha criado, lo cual puede llevar a interrogantes y rechazo. Por todas estas razones, la construcción de la subjetividad socioambiental entre jóvenes indígenas dista mucho de ser un proceso homogéneo o lineal, pues lo que existe es una diversidad significativa de situaciones y sujetos.
Tomemos como ejemplo la parcela agrícola instalada en la Escuela Secundaria Técnica 105 en Zinacantán, municipio tsotsil de Los Altos, donde ha prosperado la floricultura comercial. La parcela se concibió para reforzar el autoabasto de alimentos, como explica el maestro Andrés Gómez,10 el ingeniero forestal que la tiene a su cargo. La mayoría de los alumnos, al menos 85 por ciento, proviene de familias de agricultores tsotsiles, de modo que está habituada al trabajo rural, y posee ideas y conocimientos sobre el entorno. De igual forma, el que se cultiven alimentos conocidos por los jóvenes (acelga, rábano, coliflor, brócoli, betabel y cilantro, así como plantas medicinales) facilita la asimilación de conocimientos y el que el maestro los aliente a preguntar a sus padres sobre el procedimiento tradicional en sus tierras refuerza esta idea. Se trata de un proyecto que procura fundarse sobre principios de bajo impacto ambiental y que considera el origen de los alumnos:
Estamos hablando de sustentabilidad [empezando por] una definición hasta qué hacer. Ahora, aquí estamos ocupados en algo muy particular: los muchachos vienen de familias agricultoras. No tengo una estadística, pero quizás un 85% son agricultores o tienen que ver con eso.
El maestro Andrés tiene altas expectativas con la huerta, animado por las posibilidades de exponer productos y venderlos, aunque ve dificultades entre los estudiantes en cuanto a la apreciación de los productos y tiene que convencerlos de que lo producido orgánicamente es mejor. Y es que a diferencia de la agricultura con agroquímicos que rinde productos grandes, la de tipo tradicional rinde pequeños, lo cual desconcierta a los estudiantes e incluso parece causar vergüenza, sin importarles el argumento de que es de mejor calidad: “muchas veces me dicen: No, profe. ¡Es que me da pena salir a vender los rábanos porque son más chicos!” Por otra parte, el maestro Andrés ve difícil que la agricultura local vaya a cambiar sustancialmente a raíz de la experiencia de la parcela o al menos no en lo inmediato, dada la rentabilidad de la floricultura. Sin embargo, la atención que se le ha conferido a las prácticas productivas y saberes locales para retroalimentar el trabajo de los alumnos en la secundaria ha sido relevante para su formación, y los propios jóvenes refieren prácticas socioculturales relativas al entorno, y las formas de organización familiar para el trabajo agrícola en sus tierras. El maestro ha insistido en que los alumnos investiguen sobre ello, como una opción de crear conciencia acerca de que la escuela no es la única instancia depositaria del conocimiento: “Hay trabajos [tareas] que dejo [a los estudiantes] desde acá, que tienen que ver con una entrevista al vecino, al papá o al tío, sobre qué utiliza o qué podría utilizar en una agricultura orgánica”.
Pasemos brevemente al caso del Centro de Bachillerato Tecnológico Agropecuario (CBTA) de Palenque, donde la mayoría de los alumnos es de origen ch’ol y tseltal. En este lugar la enseñanza de contenidos ambientales se centra en la tecnología ganadera, complementada con un proyecto de rescate de aguacate nativo y otro de conservación de orquídeas; en vez de agroquímicos y fertilizantes se promueven procedimientos como la composta y el uso de plantas repelentes de insectos como el nim (Azadirachta indica). De acuerdo con el director, “ellos conocen la naturaleza como una aliada en la producción de sus mismos alimentos”. Así, en muchas ocasiones la práctica agrícola local no aparece sometida al dominio de la tecnología agroindustrial ni a la lógica mercantil, lo cual puede verse en el siguiente testimonio de un estudiante del Cobach de Nueva Esperanza en Tila:
en mi comunidad nadie hace incendio, nadie quema los montes para sembrar, sino que sólo usan el machete, limpian a machete, a mano. Eso ya es un avance, porque ya no dañan el suelo, porque según lo que dice ecología, cuando se quema el suelo se pierden los nutrientes, el fertilizante de la tierra.
En una interpretación transversal de la información etnográfica obtenida entre los jóvenes bachilleres observamos la recurrencia de por lo menos dos constantes: una está relacionada con los saberes tradicionales de la praxis agrícola y la tierra, así como con las técnicas y conocimientos científicos; y una segunda es la posición crítica que asumen ante los conocimientos científicos y contenidos académicos que reciben de los cursos de Ecología y Filosofía, pues, precisamente, el contraste civilizatorio tiene lugar en el nivel de la cosmogonía. Por ejemplo, una alumna bachiller del ejido de Nueva Esperanza en Tila, confronta sus creencias en la escuela:
En la comunidad se practica las creencias religiosas. Y acá, cuando estamos ya en sexto semestre, nos vienen a dar una materia que es la filosofía, y ya nos siembran muchas dudas, pues si provenimos de Dios o de la evolución. A mí… me cayó mal la filosofía, porque soy muy devota de la Virgen de Guadalupe, y sí me cayó mal esa materia, porque… Ya empiezas a dudar si es que en realidad existe Dios o no existe, o si vienes de Dios… Una vez le pregunté a Paulito cómo era su creencia, y me dijo:
-“¿Cómo puedes pensar eso? si sabes que vienes de Dios”. Ellos están seguros, nos criaron desde niños, en… que nosotros venimos de Dios.
Y la duda se resuelve deliberando con el dilema,
a veces nos viene la duda sobre la fe de Dios o lo que es acá de la filosofía, de la ciencia, [que] no cree en Dios... El conocimiento que obtenemos de aquí es que la tierra se formó de ciertas maneras como el Big Bang, y lo que es la fe de Dios, que sólo existe un ser superior, que es Dios para nosotros… como… estamos acostumbrados en la comunidad. Nuestros padres nos dicen que tenemos que creer en Dios, y tenemos que respetar esa decisión. Entonces, lo que obtenemos del conocimiento de la ciencia, lo tenemos que rechazar, [y] seguir creyendo en un solo Dios. Ése es el análisis que se hace, y la decisión que se toma es seguir la fe y que sólo existe un Dios, y es rechazar lo que es la ciencia, no creer que la tierra se creó por una Big Bang, o ciertas cosas que inventa la ciencia.11
Por su parte, otros jóvenes estudiantes de Rayón, pero que no son miembros de la organización a la cual hicimos referencia con anterioridad, advierten que no esperan recibir en sus centros educativos una preparación ambiental, y tampoco acuden a las autoridades municipales, porque consideran que la mayoría es corrupta. Apuestan en cambio a una vía comunitaria, porque la “fuerza colectiva es importante”, para lo cual ofrecen educación ambiental a la gente y hacen énfasis en la importancia de proteger la diversidad biológica; así, acuden a las comunidades a explicar aspectos de la preservación de los ecosistemas de la zona, además de la recuperación de los conocimientos y valores locales; lo cual los hace sujetos socioambientales en los términos que hemos planteado.
Por igual, los jóvenes estudiantes tsotsiles y tseltales de Los Altos del programa de la Unich con quienes dialogamos han elaborado una visión socioambiental de lo que usual y genéricamente se denomina tierra, y que suele ser fruto tanto de su experiencia personal como de la formación académica. Sin caer en determinismos, la educación los ha llevado a ser sujetos reflexivos. Esto es, en el contexto educativo desarrollan reflexiones sistemáticas ante el deterioro ambiental y las posibles soluciones, las cuales, como hemos visto, no siempre coinciden con la visión que sobre este fenómeno tienen las generaciones que los anteceden -en la medida en que cada sociedad construye saberes particulares.
Cabe mencionar que el plan de estudios en Desarrollo Sustentable integra contenidos tanto socioculturales como ambientales, y fomenta un acercamiento teórico-práctico a la vida de las comunidades, valorando su capital cultural y cognitivo. Sin embargo, el interés respecto al entorno puede originarse antes de que el joven ingrese a la universidad, ya sea en el seno familiar o como estudiante de secundaria y preparatoria. Debemos recordar que hay alumnos que provienen de un ejido y suelen tener un vínculo histórico y cultural con la tierra. Lo anterior marca considerablemente su identidad y a menudo el proyecto de vida que piensan realizar una vez terminada la carrera. Por otro lado, están los estudiantes cuyas familias por algún motivo dejaron de poseer tierra en sus comunidades, migraron o provienen de una ciudad. En este caso, la tierra es el escenario en que se desenvolverá profesionalmente, atendiendo asuntos socioambientales en comunidades rurales a las cuales están interesados en servir. Si bien no tienen acceso a la tierra, sí tienen una postura reflexiva y proactiva ante la misma, detectan problemas y proponen proyectos. Lo que la universidad pretende es formalizar dicho interés dentro de una visión sistemática que incluya un aparato conceptual y herramientas teórico-prácticas. Empero el tema de la construcción del entorno y cómo éste contribuye a forjar identidades específicas, traducidas en prácticas y saberes determinados, tampoco suele ser un tema central, mucho menos el diálogo de saberes.
Consideraciones finales
En este artículo hemos realizado un acercamiento etnográfico a algunas esferas de la experiencia social de los jóvenes indígenas en las cuales se expresan los vínculos que sostienen con la tierra y la praxis agrícola, mismas que delinean su rol particular: la pluriactividad como estrategia de sobrevivencia, y la educación, ambas asociadas a la migración y la vida urbana. Al respecto, la categoría de joven no es absoluta sino relativa al entorno del cual se trate y, por tanto, se puede visualizar de diversas formas (Gallopin, 1980; Ingold, 2000).
Hemos visto que los procesos socioambientales se definen por la relación dialógica entre factores de carácter sociocultural y económico con el medio biofísico; en tanto que se trata de procesos, el devenir de esta dinámica relacional es relevante porque concierne a los cambios ecológicos, demográficos, económicos, sociales y culturales que experimentan los grupos humanos. En este sentido proponemos que los jóvenes podrían ser considerados sujetos socioambientales en la medida en que esta noción no se limita a la nominalización de la naturaleza propiamente dicha, sino que se extiende hacia los entornos socioculturales, de ahí el hincapié en la importancia de la lengua como uno de los elementos de socialización.
Por último, lo que parece revelar el caso de los jóvenes estudiantes es que una escolarización sistemática, teórico-práctica, con una visión social y ambiental de los asuntos del entorno, además de revalorativa con respecto al patrimonio cultural local, puede formar seres humanos reflexivos y proactivos. No cabe duda de que esto responderá a sus contextos y dependerá directamente de la manera en que ese sector se vincula y percibe su entorno. Esto es, se trata de las prácticas de los jóvenes indígenas como respuestas a la modernidad, y en relación con sus ambientes, conocidas como “modernidades indígenas” (Pitarch y Orobigt, 2012).