Introducción
El proceso de pérdida de capital social no es para nada estridente. Va avanzando de manera solapada y es muy difícil advertir su carácter corrosivo hasta que dicho proceso, ya bien avanzado, se hace evidente a través de sus resultados y de sus consecuencias. En la literatura especializada encontramos dos casos-paradigma ampliamente analizados que muestran, con la expresividad que suelen tener las parábolas, cómo actúan estos sigilosos mecanismos productores de pérdida de capital social. Uno se refiere a las llamadas cosas comunes, y el segundo a lo que conocemos como bienes públicos. El primer caso ha sido trabajado por Hardin en su ya clásico artículo "The tragedy of the commons"1, mientras que el segundo fue documentado por Barragán en el también difundido, y analizado "La aldea era una fiesta"2. En la exposición de Hardin se describe la existencia de una pradera de uso común a la que N granjeros tienen derecho a llevar su ganado a pastar; es decir que cada granjero podría utilizar 1/N superficie del espacio común, superficie esta que es capaz de alimentar satisfactoriamente a Z cabezas de ganado, permitiendo también su renovación. Sin embargo, cada granjero considera que no crearía demasiados problemas a nadie si él apacienta Z+1, ó Z+2, ó Z+3 ó.....Z+n.....cabezas de ganado, siendo n.... un número suficientemente pequeño. La sobreexplotación de la cosa común que genera este comportamiento conduce finalmente al agotamiento del recurso con una severa pérdida colectiva, pérdida que, aunque puede razonablemente ser atribuida a todos y cada uno de los granjeros, difícilmente dará lugar al señalamiento de responsables específicos. Por su parte, en la "Aldea era una fiesta" se analiza un problema semejante, esta vez referido a los bienes públicos3. El caso refiere la situación de una aldea donde la celebración del día del Santo Patrono requiere de las contribuciones de todos los miembros de la comunidad; éstos según acuerdos sellados por la tradición deben aportar a la realización de la fiesta sus mejores vinos y viandas, a fin de que en la celebración se disfrute de la más alta calidad alcanzable por ese grupo humano. De un modo que resulta poco menos que imperceptible dentro del conjunto de las contribuciones, cada uno de los aldeanos va desmejorando paulatinamente la calidad de sus aportes hasta llegar a un nivel de degradación a partir del cual la fiesta es solo un lejano recuerdo, siendo sustituida por un escenario de recriminaciones y desconfianzas. Como en el caso de los pastos comunes descripto por Hardin, también en la aldea la responsabilidad por lo ocurrido es difusa, y difícilmente podría ser atribuida a un miembro específico del colectivo; sin embargo son evidentes e indiscutibles los efectos negativos que los comportamientos individuales han sido capaces de producir sobre la fortaleza del tejido social.
Aunque los dos problemas reseñados difieren en cuanto al tipo de bienes a los cuales se refieren, y en consecuencia cada uno de ellos posee ciertas peculiaridades que los hace analíticamente diferentes, la estructura lógica que captura su dinámica decisional es común; se trata de la que ha sido expresada en el llamado Dilema de los Prisioneros. No me detendré en este trabajo a profundizar sobre el tema, y me permito sugerir al lector interesado la revisión de mis trabajos anteriores en los que se puede encontrar un desarrollo más amplio, como así también la lectura de los artículos clásicos sobre la materia4.
Este modelo basa su estructura en tres supuestos o condiciones. La primera condición se refiere a la racionalidad de los actores, los cuales por tal carácter son capaces de ordenar coherentemente sus preferencias y buscan siempre maximizar su función de utilidades esperadas; es decir que este agente no se supone inclinado a considerar la maximización de las utilidades colectivas, sino sólo de las individuales; además, frente a cualquier acuerdo, tal agente tiene la alternativa de cumplir con sus compromisos (C) o de incumplir los mismos (I), lo que hace de él un auténtico decisor. La segunda condición establece una estructura de pagos según la cual la utilidad que cada prisionero obtendría tomando en cuenta el comportamiento probable del otro prisionero sería la siguiente: (I-C) > (C-C) > (I-I) > (C-I); esta relación refleja el hecho de que cuando el prisionero incumple (I) con lo acordado mientras la otra parte cumple (C) recibe las mayores utilidades posibles (I-C); mientras que la peor utilidad la obtiene cuando él cumple con lo acordado y se encuentra frente a alguien que incumple con su compromiso (C-I). La tercera condición se refiere a que los acuerdos no son reforzados por ningún mecanismo diferente al juego mismo, condición esta que pretende capturar la autonomía intelectual de cada actor para conocer, evaluar y seleccionar la mejor estrategia, así como también la autonomía volitiva para dirigir su acción en un sentido determinado.
Las tres restricciones han sido ampliamente evaluadas en su plausibilidad, por lo que se supone constituyen un cuerpo razonable para servir de base al modelo. Es por esta razón que desde un punto de vista lógico el Dilema de los Prisioneros captura de manera muy expresiva la contradicción que existe entre la racionalidad dirigida a la maximización de las utilidades individuales, frente a la que procura la maximización de las utilidades colectivas. Esto se ve claramente en los ejemplos considerados; tanto en el caso de los pastos comunes como en el de la aldea, los comportamientos respetuosos de los acuerdos sobre el número de cabezas y sobre la calidad de las contribuciones conducen a la maximización de las utilidades sociales, y en consecuencia tienen el poder de reforzar la urdimbre colectiva e incrementar el capital social; parecería entonces muy lógico pensar que cualquier miembro de una comunidad tendría que inclinarse razonablemente por tales comportamientos. Sin embargo, se comprueba permanentemente (como sucedió en la pradera común y en la fiesta de la aldea) que las cosas suceden de manera muy diversa, lo cual resulta sin dudas sorprendente, y en buena medida muy preocupante, ya que pareciera que los mismos mecanismos capaces de dar vida a la convivencia social son también los responsables de su fractura y debilitamiento.
Tradicionalmente las tres restricciones que hemos señalado han sido tratadas de la misma manera, considerándolas solo como las condiciones lógicas del modelo; sin embargo, si observamos más detenidamente la índole de las mismas, podemos ver que mientras la primera condición tiene su base en un constructo conceptual acerca de lo que puede entenderse por racionalidad, las restricciones dos y tres poseen un carácter prescriptivo que deriva de una decisión normativa de quien ha definido las reglas para este juego. En efecto; la relación de pagos establecida: (I-C) > (C-C) > (I-I) > (C-I) no está basada en ninguna discusión conceptual, ni tampoco pretende constituir una descripción de cómo se dan efectivamente los pagos en la realidad; la misma es claramente una opción normativa del constructor del juego. Asimismo, la ausencia de reforzamiento normativo en el marco del juego es también una decisión cuya índole prescriptiva no puede ignorarse. Consideramos que efectuar una lectura de las restricciones el Dilema del Prisionero en la que se tenga en cuenta la índole diferente de las mismas nos permitirá avanzar en el diseño de políticas públicas que hagan menos onerosas para los individuos las conductas constructivas de capital social.
Un dilema decisional inexistente, y la presencia decisiva del fiscal
Al comprobar que con más frecuencia de lo deseable los comportamientos que buscan la maximización individual desalojan las posibilidades de maximización de las utilidades sociales comienzan a rondarnos dos preguntas; por una parte, quisiéramos saber cuál es la razón que lleva a los actores a conspirar de manera sistemática contra un elemento tan vital para la convivencia como es el capital social. Y en segundo lugar, qué podría hacerse para inducir el tipo de comportamiento capaz de contribuir al fortalecimiento del tejido colectivo, y al consecuente incremento de ese capital social. Trataremos de abordar ambos asuntos solo desde el punto de vista del diseño institucional, aun reconociendo que existen otras posibilidades ciertamente fecundas de tratamiento; sin embargo, en este caso dirigiremos el interés a analizar aquellos aspectos del problema que pueden razonablemente ser manejados desde el ámbito de las decisiones públicas.
Si analizamos rápidamente cuál es elemento común a la tragedia de los pastos comunes y a la tristeza de una aldea sin fiesta, encontraremos que en ambos casos el acuerdo inicial ha sido irrespetado por quienes lo suscribieron. En el caso de las cosas comunes el no respeto al acuerdo consiste en esos pequeños incrementos sobre Z que practicados por un buen número de granjeros conduce al agotamiento de los pastos; y en el caso de los bienes públicos el irrespeto estriba en introducir leves y sucesivas disminuciones en la calidad de las contribuciones, las que sumadas trajeron como consecuencia la imposibilidad de la fiesta. Podemos desde ya extraer una conclusión que ayudará a avanzar en la mejor comprensión de la primera pregunta; esta conclusión rezaría: los acuerdos pueden ser cumplidos o incumplidos; o lo que es lo mismo, el hecho de acordar algo no implica que ese algo será nece sariamente cumplido por quien lo acuerda: es evidente que tanto los granjeros como los aldeanos incumplieron los acuerdos iniciales. Este incumplimiento no podría ser siempre calificado de una transgresión en el sentido fuerte de la palabra; más bien nos encontramos frente a comportamientos gorrones o proclives a la autoexcepción. Es bueno tener en cuenta que desde un punto de vista social y hasta jurídico tales conductas se diferencian entre sí5 y ejercen su poder erosionante de manera muy diferente. Mientras que las transgresiones evocan una clara conciencia de estar frente a un irrespeto deliberado de las normas acordadas, los comportamientos gorrones se asocian más a una cierta habilidad para sacar el mejor partido de las circunstancias sin causar grandes males al prójimo, y las autoexcepciones hasta llegan a convocar una cierta tolerancia benevolente (más acentuada en unas culturas que en otras); esto explica la manera sigilosa en que estos dos últimos comportamientos van debilitando el tejido colectivo. A pesar de las diferencias señaladas, y tal como acabamos de decir, estas conductas tienen en común el hecho de que optan por no respetar las reglas acordadas y en consecuencia representan una opción estratégica en el marco de la estructura lógica del Dilema de los Prisioneros. Ya en tal marco podemos reformular la primera pregunta en estos términos: porqué los prisioneros optan por traicionarse entre sí y no por cooperar uno con el otro, llegando de tal manera a un resultado socialmente sub-óptimo.
La respuesta se deriva de una manera "necesaria" de las tres condiciones que el fiscal ha establecido como marco del juego. La conjunción de las tres condiciones definen un escenario en el que la estrategia dominante de cada jugador es la de "no cumplir", en la esperanza de que la otra parte si cumpla, con lo cual se obtendrían las máximas utilidades (I-C), pero aceptando que incluso en el caso de que el otro no cumpla, el resultado (I-I) no es del todo malo; tal estrategia dominante tiene en consecuencia el gran atractivo de garantizar al prisionero que nunca será víctima de la intersección (C-I) que es portadora del peor pago en utilidades que el prisionero puede esperar. Pero cuando la estrategia dominante es seguida por los dos prisioneros (I-I) los resultados son socialmente ineficientes, o lo que es lo mismo, el capital social sufre una merma; es decir que la estrategia dominante en el escenario construido por el fiscal tiene consecuencias perversas desde el punto de vista social. Siendo así las cosas, el fiscal ha quedado en evidencia; prácticamente sus reglas dejan trazado el camino hacia la pérdida de capital social.
Como vemos, cuando se habla de estrategia dominante hacemos mención a una estrategia "necesaria" para un decisor racional cuyo objetivo es la maximización de sus propias utilidades esperadas; pero si aceptamos que no existe duda alguna acerca de la estrategia que cada actor debe seguir si quiere ser consistente con las restricciones establecidas por el fiscal, habría que preguntarse dónde queda el famoso dilema de los prisioneros. La respuesta es que desde el punto de vista de la racionalidad individual no existe dilema decisional alguno para los prisioneros, ya que la única decisión racionalmente posible es "incumplir lo acordado"; y esto es así porque el fiscal, al establecer las condiciones, define normativamente cuál es la estrategia dominante, o lo que es lo mismo, traza un único curso de acción susceptible de ser considerado consistente con tales restricciones. A partir del análisis decisional se ha hecho entonces evidente que es el fiscal el que ha construido (tenemos que pensar que fue de manera deliberada y con singular eficacia) la inevitable encerrona que tantas preocupaciones ha causado a los responsables de promover la conservación e incremento del capital social; esta es la respuesta (no demasiado grata) a la primera pregunta que nos formulamos. El fiscal querrá, sin dudas, poner en claro que sus supuestos son altamente plausibles si se considera cual es el comportamiento real de los actores sociales, y que en consecuencia él se ha limitado a capturar y expresar mediante una estructura lógica las selecciones estratégicas que de hecho efectúan los agentes sociales cuando se encuentran en interacción. Sin embargo, y a pesar de la respuesta desalentadora y de la frecuencia con que en nuestro mundo aparecen praderas agotadas y fiestas frustradas, no podemos renunciar a la búsqueda de alguna respuesta a la segunda pregunta; es decir, desearíamos saber si algo puede hacerse para inducir el tipo de comportamiento capaz de contribuir al fortalecimiento del tejido colectivo y al consecuente incremento de ese capital social. El análisis de la estructura lógica del Dilema de los Prisioneros podrá quizás acercarnos a alguna respuesta.
El dilema desde un punto de vista lógico
A primera vista no parece haber dudas que desde un punto de vista lógico la estructura definida por el fiscal encierra efectivamente un dilema, el cual se deriva de los supuestos establecidos. Si analizamos su estructura veremos que el Dilema del Prisionero consta de una premisa conjunción (PC), una premisa disyunción (PD) y una conclusión (C), y que como todo dilema tiene la característica de aprisionar el razonamiento en una contradicción sin salida.
La (PC) en el dilema de los prisioneros se expresa así: Si el jugador elige la estrategia dominante obtiene un pago irracional, y si no elige la estrategia dominante actúa irracionalmente. La (PD) se expresa del siguiente modo. La elección será entre la estrategia o no (a ó -a). Por lo tanto la (C) reza. La elección o es irracional o produce efectos irracionales. Por lo general quienes se han dedicado a la ardua tarea de superar el dilema, han ensayado el recurso metodológico de "coger el dilema por los cuernos" que consiste en negar la (PC), negando alguna de sus partes, lo que les ha llevado bien sea a revisar el concepto de racionalidad o bien a revisar el sistema de pagos establecido por el fiscal. Según ya vimos, la restricción referida a la racionalidad de los agentes se apoya en un constructo conceptual que no exhibe explícitamente ninguna forma de prescriptividad, lo que la hace diferente de las restricciones expresamente normativas que se refieren al sistema de pagos. Esto ha dado lugar a que los autores que atacan la disolución del dilema por el cuerno de la racionalidad sostengan que, en este frente, los agentes están en condiciones de superar por sí solos la encerrona sin intervención de ninguna autoridad normativa.
Entre los que intentan la negación de la (PC) mediante una revisión del sistema de pagos establecido por el fiscal hay un grupo que sostiene que ese mismo fiscal (si rechaza los efectos perversos de la racionalidad maximizadora) posee la autoridad necesaria para modificar la relación (I-C) > (C-C) > (I-I) > (C-I), haciendo que la opción (C-C) sea portadora de la máxima utilidad esperada. Esta solución supone una intervención directa de la autoridad normativa la cual mediante un sistema de incentivos (negativos o positivos) puede modificar la estructura de las compensaciones, lo que naturalmente hace surgir una estrategia dominante diferente; en este caso el dilema habría dejado de existir6. También entre quienes intentan la negación de (PC) a través de la modificación de la estructura de pagos están los que sostienen que los propios sujetos (sin intervención de la autoridad) están en capacidad de promover ese cambio mediante la educación de su capacidad estratégica. Ambos grupos coinciden en aceptar que sólo mediante la modificación de la relación (I-C) > (C-C) > (I-I) > (C-I), se superaría el dilema.
Por su parte, quienes buscan la negación de (PC) por vía de la modificación del concepto de racionalidad trabajan con la idea general de que el principio de maximización de la utilidad esperada puede ser "racionalmente" limitado por cada actor con el fin de hacerlo compatible con el sistema de utilidades de otros actores sociales; sobre la base de este nuevo principio se podría calificar de "racional" al actor que se inclina por una estrategia que hace máxima la suma de las ganancias colectivas, aunque desde el punto de vista individual tenga que aceptar una maximización limitada. En el caso del dilema de los prisioneros tal sería la opción (C-C). Desde luego que este principio sólo resultaría plausible en caso de que la evolución moral de la humanidad permitiera asumir que todos los agentes sociales (o al menos un buen número de ellos) comparten esa racionalidad autolimitada7. Dada tal condición, estaríamos frente a un mundo en el que la racionalidad individual maximizadora autolimitada, coincidiría con la racionalidad colectiva, y el dilema habría dejado de ser tal.
El análisis de la estructura lógica del Dilema de los Prisioneros nos ha permitido mostrar, en primer lugar, que si se mantienen constantes las restricciones establecidas al modelo original, no hay modo alguno de eludir el dilema; y si por el contrario tales condiciones son modificadas, no es que se haya logrado una respuesta al dilema, sino que se ha construido otro juego, en el que el que el antiguo dilema no existe. Por esta razón los múltiples intentos de escapar a la encerrona lógica dentro de la estructura del Dilema del Prisionero se han visto sistemáticamente frustrados, aunque hay quienes sostienen haber alcanzado alguna forma de éxito; en estos casos aparentemente exitosos lo que se ha hecho es construir una estructura formal alternativa basada en otros supuestos cuya plausibilidad tendría que ser defendida.
Todo lo analizado nos permite afirmar que si se acepta la estructura formal que es propia del Dilema de Prisioneros, hay una sola estrategia dominante en el juego, y en consecuencia no existe ningún dilema decisional; pero hay más, como se trata de un juego simétrico, dicha estrategia es generalizable y válida para todos los actores. Esta generalización de la estrategia dominante hace converger la solución a (I-I) con consecuencias perversas para el capital social, situación que deja un muy amargo sabor en la boca. Desde luego que una pradera de pastoreo (capital social) inutilizada para sus fines, y una fiesta (capital social) abruptamente abolida no constituyen buenas noticias desde el punto de vista del interés colectivo; más allá de cualquier duda tanto los pastores como los aldeanos deploran sinceramente el verse privados del capital social, y no dejan de lamentar la situación. A pesar de lo que indiquen la teoría de los juegos, los pastores, aldeanos, habitantes urbanos y cualquier ciudadano del mundo preferiría habitar en un espacio en el que los acuerdos fueran cumplidos; y este deseo deriva de que es mucho más fácil y agradable vivir en un escenario previsible, en el que los costos de transacción sean bajos, y cada vez que se saluda (institución social) pueda esperarse razonablemente una respuesta amigable y no una agresión, y cada vez que se suscribe un acuerdo (institución jurídica o económica) cabe esperar razonablemente que sea respetado, y que cada vez que se establezca una obligación de contribuir (institución fiscal) se suponga que va a ser puntualmente satisfecha. Intentar una solución a este problema que de manera tan generalizada desgarra el tejido social, es la tarea de mayor relevancia, y también una de las más difíciles con que se enfrenta el diseño de las instituciones.
En este camino lleno de grandes escollos, el análisis de las claves decisionales y de la estructura lógica del Dilema de los Prisioneros que se ha realizado permite mostrar con mayor claridad algunos aspectos relevantes del problema para la pregunta número dos que anteriormente nos formulamos:
En primer lugar, está claro que aceptando las restricciones clásicas, desde un punto de vista decisional no existe dilema alguno, ya que el juego tiene una estrategia dominante (I-I). El hecho de que cuando se sigue esa estrategia dominante se producen resultados subóptimos desde el punto de vista social, no constituye una razón suficiente para que un actor racional modifique la selección.
También este análisis ha permitido poner en claro que colocadas en un mismo plano decisional, la racionalidad individual y la social están en contradicción, y que al tener el juego una estrategia dominante, la racionalidad individual prevalece. Este resultado queda completamente definido en el momento en que el fiscal establece normativamente la estructura del dilema y del sistema de pagos.
Por su parte, el análisis de la estructura lógica del dilema ha puesto en evidencia que para construir una estructura lógica alterna que no esté dominada por la ya señalada estrategia (I-I), es siempre necesario modificar la relación existente entre los pagos ofrecidos por las combinaciones. Para lograr tal objetivo existirían dos caminos: A- atacar de manera directa la decisión normativa del fiscal, B- contribuir al refinamiento de la llamada racionalidad que permita incorporar la utilidad colectiva como parte constitutiva de la utilidad individual. Los que se inclinan por la primera vía, asumen que los agentes sociales mantienen un punto de vista externo en relación con los acuerdos, y que solo un sistema de incentivos diseñado y aplicado por la autoridad permitiría modificar la relación entre los pagos. Los que optan por la vía B- consideran que los sujetos están en condiciones de asumir un punto de vista interno en relación con los acuerdos, el cual puede ser modificado a través de procesos en los que no resulta necesaria la intervención de la autoridad.
Modificación de la estructura de pagos mediante el diseño de incentivos
Cuando el deterioro del tejido social se hace evidente, y la disminución del capital social es ya perceptible, se piensa de manera natural en una solución directa que ataque frontalmente a la utilidad asociada a los comportamientos (I). Según ya vimos, el gran responsable de que la estrategia (I-I) sea dominante es el cuerpo de restricciones que el fiscal dejó establecido; en otras palabras, la dominancia de una solución que finalmente resulta perversa desde el punto de vista social deriva de la racionalidad individual maximizadora en conjunción con una estructura de pagos en que (I-C) > (C-C) > (I-I) > (C-I). A primera vista es razonable pensar que esta última condición es de fácil control, ya que como todo sistema de incentivos puede ser refinado a la luz de los comportamientos reales, o de lo que Binmore llama "el juego de la vida"8. Se trataría simplemente de introducir una "sanción" que opere como un desestímulo de los comportamientos (I), procurando reducirlos a su mínima expresión. Ahora bien, para que dicha "sanción" cumpla con el objetivo buscado, debería satisfacer dos condiciones: en primer lugar tendría que ser suficientemente intensa como para constituir una pérdida significativa para quienes se inclinan por los comportamientos (I); es decir que el monto de la "sanción" debería superar el monto de las utilidades derivadas de los comportamientos (I). Como segunda condición, debería existir una alta probabilidad de que la "sanción" sea efectivamente aplicada a quienes opten por los comportamientos (I). Esto se expresa formalmente en la siguiente relación:
(*) U(e) < P(s). D(s)
Siendo:
e Los casos en los que un actor opta por un comportamiento (I)
U(e) La utilidad que obtiene tal individuo en los casos e
S La sanción establecida normativamente para los casos e
P(s) La probabilidad de que S sea efectivamente aplicada en los casos e
D(s) La desutilidad que produce la sanción para los casos e
Cuando la autoridad normativa diseña un sistema de incentivos en el que prevé una fuerte sanción para quienes optan por los comportamientos (I), pero la probabilidad de que esta sanción sea efectivamente aplicada P(s) es muy baja, la relación (*) no podrá nunca ser satisfecha, lo cual pone en evidencia la importancia que tienen los aspectos organizacionales, procedimentales y de control en el diseño de los sistemas de incentivos.
En efecto, aunque la relación (*) luce extremadamente simple, el llevarla a la práctica supone dificultades y costos de transacción que deben ser considerados cuando se efectúa el diseño de los incentivos. En primer lugar no podemos olvidar que los encargados de aplicar la sanción pertenecen a la misma cultura de aquéllos aprisionados por la estrategia dominante en el Dilema de los Prisioneros, que por lo que se ha visto estimula los comportamientos (I); el lograr que estos actores sancionadores opten por un comportamiento (C) puede llevar más esfuerzo colectivo y costos de lo que muchos diseñadores de sistemas de incentivos suponen. Las quejas sobre la parcialidad en las decisiones judiciales, sobre la falta de credibilidad de los sistemas burocráticos o sobre diversas formas de abusos de posiciones dominantes constituyen muestras permanentes de que los comportamientos (C) no harán una aparición mágica en la escena social por el sólo hecho de que la autoridad normativa así lo establezca; por lo general, sucede que se hacen necesarios nuevos sistemas de incentivos y controles para evitar que los encargados de aplicar las sanciones opten por comportamientos (I), lo cual puede conducirnos a una recurrencia infinita al Dilema de los Prisioneros.
Asimismo, aún cuando los comportamientos (I) y (C) son perfectamente discernibles en el plano lógico, y parecieran tener claros valores de verdad en un mundo bivalente, en el terreno concreto más se asemejan a modalidades de un continuo en el que las opiniones de los que tienen que cualificar la acción y en su caso aplicar la sanción se mueven necesariamente en un lenguaje de textura abierta que permite interpretaciones, y aún decisiones contradictorias.
Además, cuando los comportamientos (I) son controlados y sancionados por un sistema de incentivos que les imponen altos costos adicionales, comienza a ser rentable la generación de los más complejos e ingeniosos artilugios tendientes a disfrazar dichos comportamientos, llegando incluso a utilizar costosos asesores capaces de ayudar en tal empresa9. Ésto, desde luego, produce nuevos costos sociales que muy a menudo no están contemplados en el sistema de incentivos. En consecuencia, un camino que cuando la relación (*) fue expuesta parecía relativamente simple para desestimular los comportamientos (I), resulta tener muchos costos ocultos derivados fundamentalmente de los numerosos controles que se encadenan de manera sucesiva y que resultan imprescindibles para garantizar una probabilidad razonable para la aplicación de la sanción P(s). Todo esto a su vez genera un complejo sistema al que hay que inmunizar constantemente contra eventuales perversiones, lo que hace que los costos deban ser mantenidos y aun incrementados a lo largo del tiempo.
Un problema adicional de costos se deriva del tamaño de la sanción S; dicho tamaño no puede ser ilimitado, y debe ser ajustado mediante complejos mecanismos basados tanto en análisis empíricos como en herramientas conceptuales y metodológicas; es evidente que una sanción groseramente magnificada en relación con la cuantía de un comportamiento (I) resultaría éticamente inaceptable y podría incorporar costos importantes en materia de fractura del tejido social. Todo esto pone en evidencia que aún en el aparentemente simple hecho de establecer un sanción, hay que considerar cuidadosamente las consecuencias que tal hecho genera.
De lo que acabamos de señalar respecto a P(s) y S es fácil inferir que para mantener el sentido en la relación (*) hay que realizar múltiples y diversas actividades; en primer lugar, hay que realizar una tarea ardua y permanente de detección de los múltiples aspectos del proceso que tienden a pervertirse o ser vulnerables. En segundo lugar, es necesario aplicar de manera sistemática sofisticados métodos de corrección, que permitan lograr un balance entre una (P(s). S) elevada, y el costo que dicha actividad demanda. Adicionalmente, como todo estos procedimientos se apoyan en un punto de vista externo a los actores sociales, las soluciones que se logren mediante los mismos no son autosustentadas y en consecuencia resultan inestables.
Aun cuando nos decidamos a asumir este problema de altos costos e inestabilidad, y finalmente lleguemos a una solución aceptable para los mismos, el único objetivo (nada despreciable por cierto) que por esta vía se lograría alcanzar es el de lograr por parte de los actores sociales un acatamiento de lo acordado basado en el hecho de que no resulta rentable llevar adelante los comportamientos (I); es decir un acatamiento apoyado en un punto de vista externo, y condicionado a la subsistencia de un sistema eficiente de incentivos. Es evidente que cuando es correctamente diseñado el sistema de incentivos, constituye un mecanismo capaz de lograr una mejora neta en la eficiencia colectiva; pero también queda claro que difícilmente podríamos afirmar que esta sea una condición suficiente para incrementar el capital social, ya que tal incremento requiere de la existencia de una voluntad interna de los agentes de erradicar racionalmente los comportamientos (I)10.
La modificación de la estructura de pagos basada en la conducta individual
Por lo que hemos visto, la vía que pretende negar la premisa conjunción basándose en los mecanismos de diseño de incentivos solo es capaz de crear una condición sin dudas necesaria pero no suficiente para la construcción de capital social; por otra parte si se considera el costo que produce la recursiva tarea de controlar a los controladores de los controladores, el mecanismo muy pronto llega a ser ineficiente. Ésta es una de las razones por la cual muchos ojos se han vuelto de manera esperanzada hacia la vía que sostiene que los agentes sociales poseen la capacidad de modificar su comportamiento individual haciéndolo compatible con la mayor utilidad social, y que además estos procesos de educación de la propia voluntad pueden llevarse a cabo sin la intervención directa de la autoridad normativa.
Para quienes abogan por esta vía, el origen de los problemas que conduce a la intersección (I-I) se sitúa en rasgos personales de los agentes de una sociedad determinada, los que pueden estar asociados a bases psicológico-sociales de origen educativo o cultural. Quienes optan por esta línea argumental sostienen que el factor desencadenante de la pradera común sobrexplotada o de la aldea privada de su fiesta, debe buscarse en los rasgos individuales proclives a ceder al vicio del egoísmo; estos rasgos llevan a que cada cual piense solo en su propia utilidad individual, aún cuando su decisión pueda afectar la confianza general, e incluso cuando su comportamiento lesione de hecho a otros miembros del colectivo. Para ayudar a corregir esos rasgos individuales y lograr que los agentes sociales modifiquen esos comportamientos se considera importante poner de manifiesto las ventajas que a nivel individual y social producen las acciones (C). Según este punto de vista el cultivo constante de las virtudes de honradez y altruismo no sólo es capaz de lograr un cambio positivo en las propias conductas individuales sino que al mismo tiempo tiene el poder de promover una transformación virtuosa de la totalidad del escenario social. En el fondo se trata de aceptar la complejidad que implica construir un punto de vista interno que conduzca a los comportamientos (C-C); admitiendo que sólo se logran resultados en el largo plazo. En este enfoque el énfasis se coloca no sólo en el acatamiento de lo acordado sino en un cambio de actitud moral, lo cual implica mucho más que aplicar desde un punto de vista externo un sistema de incentivos. Obviamente, el diagnosticar, evaluar y estimular de manera constante esta actitud moral requiere de un gran esfuerzo teórico y político, así como también de costos que deberán ser calculados cuidadosamente.
La posición de Robert Axelrod ha convocado desde hace algunos años grandes esperanzas entre quienes consideran que la superación de las dificultades que entraña la conciliación de la utilidad individual con la colectiva debe basarse en el nivel del comportamiento individual11.
El interés principal de este enfoque radica en que no hace énfasis en rasgos genéticos de la conducta humana, que podrían resultar demasiado simplistas, sino en su capacidad de educación de su propia potencialidad estratégica. Desde este punto de partida Axelrod pretende, por una parte, haber identificado los comportamientos estratégicos individuales que pueden dar un impulso inicial a los comportamientos (C-C) aún en un entorno en el que prevalezcan los comportamientos (I-I); por otra parte, cree haber puesto en evidencia la capacidad que tal estrategia posee para generar utilidades a quienes la practican, y finalmente sostiene haber probado la fortaleza de los mencionados comportamientos para resistir invasiones de otras estrategias (I-I). Desde su punto de vista, un comportamiento estratégico TIT for TAT (comenzar con una conducta (C), para luego tratar al oponente de la misma manera en que el oponente lo haga) sería eficiente no solo para el jugador quien obtendría mayores utilidades, sino que serviría también para educar los comportamientos (C-C) en todo el colectivo. Es decir que a partir de un comportamiento individual se lograría un cambio generalizado en la forma social.
El indiscutible atractivo de la posición de Axelrod radica en haber puesto de relieve que el comportamiento previo de los jugadores en el escenario del juego constituye una importante pieza informativa cuando el Dilema del Prisionero se juega iterativamente12; pero su pretensión de haber superado la encerrona del Dilema del Prisionero logrando una solución (C-C) estable sin intervención de una autoridad externa parece excesiva. El meticuloso trabajo analítico de Axelrod sobre la estructura del Dilema del Prisionero, deliciosamente condimentado con el suculento aderezo de un enfrentamiento público entre estrategias rivales no resulta suficiente para dotar de un basamento sólido a su pretensión de haber identificado la posibilidad de que la transformación de las conductas en una búsqueda de la solución (C-C) sea promovida y desarrollada desde el nivel del comportamiento individual sin la intervención de una autoridad superior a los jugadores mismos. En realidad para dotar de estabilidad a la solución (C-C) Axelrod ha tenido que incorporar varios supuestos adicionales. En primer lugar, el juego se juega bajo condiciones constantes por un periodo extenso (garantía de estabilidad del escenario en el largo plazo); asimismo ha introducido un llamado parámetro de descuento, que hace que las utilidades sean ponderadas por la variable tiempo; y finalmente, pero tal vez lo más importante ha establecido que la finalización del juego debe ser aleatoria (para evitar el abuso de la información calificada). El caso es que Axelrod falla en tres aspectos: en ningún momento ha sometido a consideración la plausibilidad de los nuevos supuestos; no deja tampoco en claro que al agregar tales supuestos no estamos sólo en presencia de un Dilema del Prisionero jugado iterativamente sino ante otro juego, y por último no parece advertir que tales supuestos adicionales no pueden sino derivar de una autoridad externa que mediante nuevas reglas busca estabilizar el juego en la casilla (C-C). Este último déficit, que es fundamental para nuestro argumento, hiere de muerte su pretensión de resolver el problema de inestabilidad basándose solo en el poder transformador del comportamiento individual.
Tal como puede observarse, en las concepciones que localizan el origen de los problemas de disociación social en las conductas de los individuos, el destino de las instituciones está asociado a esos comportamientos, por cuanto tales instituciones no hacen sino reflejar el carácter virtuoso o vicioso de los miembros del grupo. Desde este supuesto, ya sea que el mismo se dirija a la transformación del comportamiento o a la modificación de las pautas culturales, la raíz de la fortaleza o debilidad de las tramas sociales se encuentra anclada siempre en el nivel individual. Las eventuales modificaciones destinadas a producir efectos en el sistema de relaciones sociales deberían, desde esta perspectiva, incidir bien sea sobre los procesos de educación de los comportamientos o sobre la transformación de los componentes culturales de esas individualidades.
Hay un grupo importante de pensadores que en la búsqueda de soluciones al dilema por la vía de la transformación de las conductas han dirigido su atención hacia las bases culturales que inducen a asumir de los comportamientos (I). Este enfoque comparte con el que acabamos de analizar la creencia de que los comportamientos individuales pueden generar un equilibrio (C-C)) sin necesidad de apelar a imposiciones derivadas de una autoridad externa al juego y también que tales comportamientos además de ser socialmente deseables son individualmente convenientes. Sin embargo el punto de vista que privilegia la herencia cultural considera a tales comportamientos no como un producto exclusivamente individual, sino como la resultante de una herencia acumulada, que ha ido sedimentando gradualmente vicios o virtudes sociales. Entre los trabajos que con mayor expresividad e indiscutible dedicación y esmero sostienen la tesis de que los comportamientos (C-C) reconocen una raíz cultural se encuentra el de Robert D. Putnam13. Putnam, sobre la base de abundantes observaciones empíricas, intenta demostrar que la acumulación de formas culturales que él denomina "el capital social", permitiría romper con la famosa encerrona que sufre la decisión cuando intenta armonizar la racionalidad individual con la racionalidad colectiva. A pesar de que este tipo de propuesta también es capaz de convocar enormes esperanzas, el trabajo de Putnam tiende a ignorar, en todos los casos estudiados, la existencia de fuertes elementos de coacción (social y hasta jurídica) que están implícitos en gran parte de las soluciones que analiza, elementos ésos que sin la normatividad de alguna forma de autoridad externa al juego no tendrían posibilidad de existir, y que son condición necesaria para la estabilidad de la solución. Da toda la impresión de que en la presentación de Putnam no se toman en serio las enormes dificultades que conlleva intentar un cambio cultural que desplace los comportamientos (I) hacia los comportamientos (C), dificultades éstas que de ningún modo podrían superarse en un volumen significativo (y menos aún cobrar un estatus general) desde la sola voluntad individual.
El refinamiento del concepto de racionalidad individual
Hasta el momento hemos analizado tres propuestas de solución todas las cuales atacan la premisa-conjunción del Dilema del Prisionero desde el "cuerno" de la matriz de pagos. La primera lo intentaba desde el diseño de incentivos llevado a cabo por la autoridad normativa, mientras que las dos últimas propugnaban un cambio basado en el nivel individual, bien sea a través de la evolución del comportamiento estratégico o del enriquecimiento de la herencia cultural de los actores.
Buscando entrar por el otro "cuerno" de la citada premisa, aunque siempre desde el nivel individual de la decisión, David Gauthier propone un cambio en la definición de racionalidad, cambio que ayudaría a eliminar la inconsistencia entre racionalidad de la decisión y racionalidad de los resultados14. La nueva racionalidad propuesta por Gauthier se caracteriza por tres rasgos: primero, es una disposición a utilizar estrategias conjuntas en lugar de estrategias individuales; segundo, esa disposición se encuentra condicionada por una expectativa de beneficio o utilidad; y tercero, persigue una maximización restringida que se apoya en el principio de la concesión relativa mini-max.
Gauthier coloca al actor en la posición de decidir previamente entre dos disposiciones: una que representa la racionalidad irrestricta, que puede llamarse clásica en el Dilema del Prisionero, y la nueva racionalidad (la otra disposición) que ya no estaría dirigida a una maximización pura de la utilidad esperada, sino a una maximización restringida de la misma. La selección de esta segunda disposición perseguiría la obtención de resultados muy próximos al óptimo. El decisor portador de esta nueva racionalidad, no sólo es capaz de ordenar coherentemente sus preferencias, sino que también está en condiciones de ordenar jerárquicamente los beneficios derivados de utilizar una estrategia individual o una de conjunto, y puede actuar en consecuencia. Además, su función de utilidad no persigue la maximización pura de las utilidades esperadas, sino que una vez acotado un entorno alrededor de ella, acepta un resultado que se acerque a lo óptimo, definiendo de este modo una maximización restringida. El cambio en la función de utilidad producida en virtud de la concesión relativa y del principio de maximización restringida, llevaría al jugador a seleccionar no el resultado que le produce la mayor expectativa de ganancia, sino aquél que permitiéndole utilizar una estrategia conjunta le ofrece las mejores utilidades, aunque estos beneficios sólo sean próximos al óptimo.
Para tomar una decisión entre la disposición hacia la maximización pura, y la disposición a la maximización restringida, el actor necesita previamente determinar el nivel de racionalidad de la maximización restringida. Para fundamentar dicha selección Gauthier desarrolla los argumentos que podrían esgrimirse a favor del uso de una y otra forma de maximización; pero antes establece dos condiciones adicionales: 1- La situación concreta en la que se tiene que elegir entre una disposición y la otra, debe ofrecer la posibilidad de que la solución (C-C) sea mutuamente beneficiosa y equitativa. 2- También debe ofrecer la posibilidad de beneficios adicionales para el individuo que asume un comportamiento (I). Con la primera condición, Gauthier quiere dotar de sentido moral a la autolimitación, y con la segunda, busca eliminar de la consideración los casos en que dicha autolimitación no es necesaria. Aún con la incorporación de estas condiciones no podría afirmarse que la solución (C-C) resulte en un equilibrio estable; pero adicionalmente Gauthier no parece advertir que el establecimiento de estas nuevas restricciones supone la intervención de una autoridad externa, por lo que difícilmente podrían ser consideradas como originadas en el individuo; esto permite inferir que la base para la estabilidad de la solución (C-C) radica necesariamente en una decisión normativa emanada de la autoridad.
No resulta extraño que ante la ineficiencia y alto costo de las soluciones que se apoyan en la estrategia de las sanciones promovidas desde una autoridad externa, surjan grandes esperanzas cada vez que se habla de soluciones basadas en el individuo; el discurso fundado en la reivindicación de la autonomía de los sujetos, en el poder de la participación de los actores y en formas más o menos elementales de liberalismo protagónico, es sin dudas extremadamente seductor. Sin embargo, a pesar de que sería muy tranquilizador asignar a tales esperanzas una alta probabilidad de ocurrencia, los análisis que acabamos de efectuar muestran que no parece razonable suponer que desde el sólo nivel individual sea posible resolver de una manera estable el profundo dilema que enfrenta las funciones de utilidad individual con las funciones de utilidad colectivas.
Las soluciones teóricas que hemos presentado han servido en diferentes épocas para impulsar otros tantos estilos de decisiones normativas (plasmadas en políticas públicas o en arreglos institucionales), las cuales alternativamente se han disputado la supremacía en el exigente escenario de construir sociedades eficientes y equitativas. En el caso de las decisiones que se caracterizan por una fuerte intervención de la autoridad para mantener el equilibrio (C-C), ellas reciben aliento de su gran capacidad para expresar y ejecutar la voluntad de la autoridad, lo que las hace especialmente atractivas para quienes son amantes de las soluciones expeditivas, directas y fuertemente controladas. Sin embargo, este estilo intervencionista no tarda en demostrar, por una parte, su alto costo de transacción, y por la otra, su completo fracaso en dotar de estabilidad a la solución.
El hecho de que estas ineficiencias de las decisiones normativas que apelan a una intervención constante de la autoridad se hagan rápidamente evidentes contribuye a crear grandes expectativas alrededor del estilo que reivindica la capacidad de los sujetos para alcanzar y estabilizar por ellos mismos la anhelada solución (C-C). Desde luego, ante el fracaso de las decisiones normativas que requieren imperiosamente de una autoridad que controle, sancione y establezca nuevas y nuevas restricciones para obligar a los jugadores a adoptar conductas (C) sobre la base de un sistema de incentivos, un estilo que se apoya en la autonomía de los actores y en su capacidad para crear mediante su propia participación un mundo (C-C) resulta sumamente atractivo. Adicionalmente, este último estilo deja en el paladar la siempre grata sensación de estar viviendo de manera activa la experiencia de una democracia participativa, a la que los mismos individuos le dan diseño, forjando de una manera autónoma su propia sociedad.
Sin embargo, la grandes esperanzas que se fincaron en este estilo de políticas públicas y arreglos institucionales tampoco se vieron satisfechas. En realidad, si la trama de las relaciones sociales posee una estructura muy similar a la del Dilema del Prisionero, se hace necesaria la presencia de una autoridad para reforzar el cumplimiento de los acuerdos ; y si "el juego de la vida" como lo llama Binmore consiste también en otro u otros juegos, de nuevo la autoridad tendrá que estar presente para incorporar las reglas que definan ese otro juego; todo ésto es prueba suficiente de que los comportamientos individuales librados a si mismos también conducen a resultados ineficientes en materia de capital social.
De todo lo que acabamos de analizar pareciera desprenderse que los trabajos teóricos que hemos aquí considerado han sido sólo portadores de malas noticias, las cuales han contaminado también a las prácticas sociales. Sin embargo, las citadas contribuciones teóricas han permitido poner en claro dos asuntos cuyo análisis será sustancial para lograr una mejor comprensión del origen de la capacidad normativa de las políticas públicas y de las instituciones. El primero de estos puntos es el que destaca el carácter crucial e inevitable que asume la intervención de la autoridad, aun cuando tal actividad sólo se circunscriba a fijar las reglas del juego; no podemos olvidar que el Dilema del Prisionero tiene la estrategia dominante en el resultado (I-I) porque así lo definió el fiscal, y no porque los jugadores cultiven especiales vicios. El segundo punto es el que evidencia que por más férreo que sea el sistema de intervención de la autoridad, él por si solo será ineficiente en el logro de una salida (C-C) estable si no logra crear incentivos para una modificación profunda de los comportamientos (I); es decir, si no es capaz de producir el reforzamiento interno de las conductas (C)15.
Las contribuciones de Axelrod, Putnam y Gauthier han permitido visualizar que las soluciones sólo apoyadas en el punto de vista externo (una autoridad controlando y sancionando) son efectivamente costosas e ineficientes, con lo cual la necesidad de construir un punto de vista interno se ha tornado evidente. Tal punto de vista interno es el que hace que el actor en el modelo de Axelrod se incline por el TIT FOR TAT, aún cuando haya riesgos en comenzar un juego con un comportamiento (C). Es también el punto de vista interno el que prevalece cuando en uno de los casos analizados por Putnam alguien sigue contribuyendo a una sociedad de crédito mutuo, aunque ya ha obtenido su propio crédito, y es finalmente también el punto de vista interno el que guía al decisor de Gauthier cuando se inclina por la maximización restringida, siendo que la irrestricta le produciría mayores utilidades inmediatas. Pero también los trabajos citados, aun contradiciendo la intención intelectual de los autores, han hecho evidente que a partir de la sola voluntad individual de los actores es imposible construir el deseable punto de vista interno de una manera estable. También del análisis de las dificultades teóricas que han afrontado infructuosamente dichos trabajos es posible inferir que solo el desarrollo de un punto de vista inter-no lograría hacer mínimos los costos de control y de sanción, al tiempo que incrementaría la estabilidad de la solución mediante la ampliación de su base de sustentación, todo lo cual contribuiría a disminuir de manera sensible los costos de transacción.
Decisiones normativas y punto de vista interno
Con el fin de analizar los mecanismos más eficientes para que las decisiones normativas (origen de las políticas públicas y de las instituciones) alcancen el objetivo de contribuir a la construcción del punto de vista interno en los actores, en primer lugar sería conveniente considerar una clasificación generalmente aceptada de los diferentes tipos de reglas16; esto ayudaría a caracterizar los rasgos de aquellas que regulan los diferentes juegos presentes en la interrelación social. Según esta clasificación, hay un primer tipo de reglas que son las llamadas "reglas de la naturaleza", las cuales tienen como característica fundamental la de ser descriptivas de comportamientos naturales, sobre cuya ocurrencia no exhiben ninguna capacidad normativa. Las descripciones que estas reglas efectúan pueden producir una interpretación de tales hechos naturales (teorías), pero de ningún modo pueden alterar el acaecer de los mismos. Resulta muy fácil trazar la diferencia entre las reglas de la naturaleza y las que regulan las relaciones sociales, ya que estas últimas no son en ningún caso descriptivas, y sí ejercen una importante influencia normativa sobre tales relaciones. Otro tipo de reglas son las llamadas "reglas del derecho"; estas reglas no describen, sino que prescriben determinadas conductas, estableciéndolas como obligadas, prohibidas o permitidas. El carácter prescriptivo de las reglas del derecho hace que las mismas ejerzan una considerable influencia sobre los comportamientos, especialmente porque las reglas de derecho están asociadas a la idea de alguna forma de sanción, la cual refuerza su poder modelador de conductas. A pesar de que la diferencia entre este tipo de reglas y las que nos interesan no es tan evidente como en el caso de las reglas de la naturaleza, sí puede ser claramente percibida, ya que en las reglas del tipo del Dilema del Prisionero no encontramos estrictamente hablando una prescripción de conductas, aunque de un cierto modo influyan sobre las mismas. Un tercer tipo de reglas son las llamadas "reglas de juego", como el ajedrez, las cuales no describen ni prescriben conductas, sino que de cierta manera las determinan. Las reglas del ajedrez, por ejemplo, determinan los movimientos permitidos y aquéllos que no lo están, con lo que también determinan qué se entiende por jugar correcta o incorrectamente o simplemente no jugar al ajedrez. La diferencia entre estas reglas y las del tipo Dilema del Prisionero no es ya tan clara. En un cierto sentido en el dilema las reglas definen las alternativas permitidas, pero de un modo diferente al del ajedrez, pues éstas no solo regulan la actividad de jugar sino que también la constituyen.
La caracterización de las reglas de la interacción social se hará más clara si se consideran las llamadas reglas del lenguaje, que son un tipo especial de las reglas del juego17. Entendido como un juego, el lenguaje posee reglas con características especiales que se diferencian de las reglas de otros juegos como el ajedrez en varios aspectos: en primer lugar, se trata de reglas en la mente y no escritas; en segundo lugar, son reglas de significado y no constitutivas; y en tercer lugar son reglas que pueden modificarse a medida que se juega. Si se consideran estos rasgos de las reglas del juego del lenguaje se descubre una gran similitud con las reglas que nos interesan. En efecto, en el ejercicio del propio juego de interacción estratégica se van descubriendo los significados de determinadas acciones y de ciertas restricciones; y dichos significados son descubiertos tanto por los jugadores como por la autoridad que formalmente construye las reglas.
En relación con este tema, las reglas de la interacción estratégica no podrían en rigor ser consideradas como reglas constitutivas, y en consecuencia inamovibles, sino más bien como reglas de significados que se encuentran en permanente construcción, lo cual permite hacer que ellas evolucionen en la medida en que la autoridad del juego y los jugadores mismos ejerzan su capacidad de incidir sobre dichas reglas como lo harían con las del lenguaje. Desde esta perspectiva, se produce automáticamente una disolución de los límites entre el plano del pre-juego (construcción de los acuerdos y ejercicio de la autoridad) y el plano del juego (interacción estratégica y ejercicio del rol de jugador). En este marco, el camino de construir un punto de vista interno parece tener un mejor comienzo.
Al caracterizar de este modo la naturaleza de las reglas del juego de interacción estratégica, el horizonte de acción de las decisiones normativas y muy especialmente de las orientadas al diseño de instituciones se desplaza; ya no se trata sólo de establecer arreglos que definan restricciones formales a las acciones de los jugadores, sino que tales arreglos deben satisfacer un objetivo fundamental que es el de estimular la construcción de un lenguaje de respeto a los acuerdos. En el marco de este lenguaje las conductas (C-C), no deberían estar eternamente sostenidas por el inestable recurso de la sanción, ni tampoco libradas a la racionalidad individual, sino que deberían sostenerse en el desarrollo de un punto de vista interno, asumido tanto por los jugadores y como por las autoridades normativas.
El análisis del Dilema de los Prisioneros ha hecho evidente la influencia determinante que tienen en el resultado del juego las decisiones de la autoridad normativa. En efecto, en la estructura original del dilema vimos que la existencia de una estrategia dominante (I-I) obedece a que cuando el fiscal establece las restricciones (que de alguna manera modelan los comportamientos) deja también establecida una estrategia preferible a cualquier otra para todo actor racional. También entre quienes han procurado definir estructuras alternas, la presencia explícita o implícita de las decisiones normativas define los resultados preferibles. En la propuesta de Axelrod la autoridad normativa es la única que puede sostener la estabilidad de un escenario en el que tenga sentido jugar cooperativamente esperando utilidades a largo plazo, y es también la única que puede garantizar "transparencia y equidad" en el desenvolvimiento del juego. En los casos analizados por Putnam la presencia de las decisiones de la autoridad normativa son también determinantes para la construcción de formas culturales que consoliden el capital social; y finalmente, para que la "maximización restringida" de Gauthier no sea un mero ejercicio de generosidad sino un auténtico juego de cooperación, también la autoridad normativa debe garantizar mediante sus decisiones que los excedentes derivados de la cooperación sean distribuidos de una manera mutuamente beneficiosa y equitativa. Por lo que vemos, las decisiones normativas juegan un papel crucial en la estabilidad de las soluciones (C-C), que son las constructoras del capital social. Es por esta razón que tales decisiones deben ser ampliamente justificadas no solo en sus aspectos formales sino en lo que concierne a su contenido normativo.
En el marco de las sociedades democráticas una justificación transparente de las decisiones normativas supone tres dimensiones, las cuales son separables sólo en el nivel analítico. La primera de esas dimensiones concierne a la discusión sobre la sustentabilidad valorativa de los fines que la decisión persigue; la segunda dimensión se relaciona con la capacidad instrumental de la decisión normativa para lograr eficientemente la asignación de recursos aconsejada por la función de fines, mientras que la tercera esfera procura evaluar el sistema de incentivos que la decisión normativa ofrece para favorecer la cohesión social. Tal como puede verse, las citadas dimensiones corresponden a esferas bien diversas: mientras la discusión propia de la primera dimensión se instala en el terreno de la Ética, las otras dos corresponden a un plano netamente instrumental. El complejo escenario dibujado por esta situación hace que la regla de formación utilizada en la elaboración de esas decisiones demande una atención muy especial cuando se intenta construir capital social. La búsqueda de un buen nivel de calidad en la justificación ofrecida no responde a un mero ejercicio intelectual sin significado práctico; en rigor, una justificación sólida tiene consecuencias inmediatas sobre la capacidad normativa de la decisión, y por consiguiente, en el nivel de aceptabilidad de la misma por parte de los usuarios. En este contexto, aún cuando los aspectos formales son los responsables directos de la legalidad de una determinada decisión normativa, su legitimidad, y en consecuencia también su eficacia, dependen fundamentalmente de la calidad de la justificación que la regla de formación utilizada por la autoridad normativa pueda exhibir.
La necesidad de una justificación argumental sólida deriva del hecho de que las decisiones normativas (a diferencia de la decisiones individuales o en escenarios de juegos)18 colocan al decisor en la posición de un árbitro o autoridad que debe escoger cursos de acción que afectan a los sujetos que están en obligación de acatarlas; es decir, que el decisor normativo no restringe sólo sus propios cursos de acción, sino que establece restricciones sobre las acciones de otros sujetos, en muchas oportunidades en contra de la opinión de los mismos. Ésto se debe a que en este tipo de decisiones la interacción se cumple en el marco de una estructura jerárquica que previamente establece a unos actores la obligación de acatar las selecciones realizadas por otros actores (autoridad), con independencia de que las compartan o no.
La estructura de las decisiones normativas interrelaciona tres elementos que se vinculan de una manera muy intensa; en primer lugar está la autoridad normativa (AN) que mediante un acto de voluntad, y dotada del poder formal que le ha sido otorgado mediante un procedimiento legítimo, establece a las conductas de otros actores un determinado estatus deóntico (prohibición, permisión u obligación), circunstancia ésta que restringe la libertad de los que están en la obligación de obedecer a esa autoridad. Un segundo elemento es el soporte expresivo de la voluntad de la autoridad normativa al que conocemos como norma (N), la cual sirve para comunicar a los usuarios el contenido normativo de dicha voluntad; finalmente, encontramos el sujeto destinatario de la norma (S) que es quien debe obedecer la voluntad de la autoridad expresada a través de la norma.
Si se observa esta estructura se comprueba que no es para nada obvia la razón por la cual los sujetos llamados a obedecer las normas tienen que sobreponer la voluntad de la autoridad a la suya propia; naturalmente que si aceptamos la autonomía de los actores sociales, la (AN) deberá estar en condiciones de exhibir razones sólidas para que tal subrogación sea admisible, y que en consecuencia no entre en contradicción con la racionalidad de los destinatarios de la decisión normativa. De allí que la elaboración, análisis, justificación y perfeccionamiento de la regla utilizada en la formación de (N) sea un tema de central interés en el ámbito de las decisiones normativas. Para que tales reglas de formación sean aceptables deberían ser capaces de mostrar con razones suficientes su capacidad para producir (Ns) que a los ojos de los (Ss) exhiban una clara vocación de corrección, y sean aceptables desde un punto de vista interno.
Si bien no es posible establecer una fórmula inequívoca para determinar cuándo una regla de formación cumple adecuadamente con su función, o juzgar si una regla de formación es superior a otra, sí existen algunas condiciones que dichas reglas deberían satisfacer19. La primera condición nos dice que la regla de formación debe ser compatible con los principios de legalidad procedimental establecidos en el sistema de normas que rige el ámbito al cual concierne la regla. Según esta condición, la regla de formación no podría contravenir los requisitos formales y materiales establecidos por el orden jurídico aplicable al espacio en el que la regla pretende ser la herramienta de formación de las normas; la validación de esta instancia es relativamente simple, ya que solo habría que cotejar las condiciones que ha satisfecho la regla de formación contra el patrón formal establecido por el sistema de normas. Sin embargo, este análisis de legalidad solo responde a muy pocas preguntas acerca de la calidad de la regla de formación, y tales respuestas no serían un argumento suficiente para evaluar la calidad de las razones que la misma proporciona. Sin dudas, las restricciones formales constituyen una condición necesaria para la evaluación, pero además las decisiones normativas deberán ser validadas en las dimensiones (ética e instrumental) que según vimos definen su estructura de justificación.
En primer lugar, en el estado actual de las discusiones en el campo de la ética pública, parece irrefutable que en los sistemas democráticos la regla de formación no puede violentar en ningún caso la autonomía de los sujetos que serán los usuarios de la norma; esto significa que los (Ss) deben encontrar razones suficientes para asumir un punto de vista interno en relación con la decisión. En otras palabras, la regla de formación debe estar en condiciones de ofrecer al decisor individual una respuesta consistente a la llamada "paradoja de la autoridad"20. Esta paradoja se instala en las decisiones normativas por la coexistencia de dos condiciones contradictorias. Por una parte, el supuesto de autonomía de los sujetos indica que los mismos son decisores que, con plena libertad seleccionan los cursos de acción que los conducen mejor al logro de sus preferencias. Por otra parte, la segunda condición establece, con base en un orden jerárquico preexistente, que tales sujetos deben obedecer las decisiones dictadas por la autoridad normativa aún en contra de sus propias preferencias. Resulta evidente que la condición 1 es contradictoria con la condición 2, y en consecuencia, toda regla de formación de una decisión normativa debe estar en condiciones de ofrecer la posibilidad de superar razonablemente dicha contradicción, o lo que es lo mismo, debe permitir que la norma se incorpore a la deliberación práctica del sujeto, haciendo posible que éste revise su propio sistema de utilidades, lo cual le permite obedecer a la autoridad sin vulnerar la condición 1.
Con el fin de dar respuesta adecuada tanto a las demandas de la estructura de justificación como a las derivadas de la paradoja de la autoridad, las decisiones normativas debe articular de manera eficiente el plano ético y el instrumental. Cuando desde el punto de vista ético se acepta la autonomía de los sujetos que deben obedecer las decisiones de la autoridad, resulta muy natural que desde el punto de vista instrumental las decisiones normativas expresen un balance de las razones propias de los sujetos que deben obedecerla; de esta manera, esas decisiones, en una cierta medida, contendrán las razones individuales. Asimismo, a fin de que la norma pueda incorporarse eficazmente a la deliberación práctica de un sujeto autónomo, la misma debe poseer un nivel informacional superior a aquel de que disponen los sujetos individualmente. Con esto, la decisión normativa no sólo permitiría a los sujetos actuar conforme a sus propias razones, sino que además podrían hacerlo de una manera más eficiente de lo que lo harían si no existiesen dichas decisiones.
Volviendo al plano ético, otra condición que deben satisfacer las decisiones normativas para superar el dilema de la autoridad, es la de asumir la vocación de corrección de los principios básicos que constituyen su base valorativa. A diferencia de lo que sucede con las restricciones formales de una teoría, o con los axiomas de los sistemas deductivos acerca de los cuales no se predica ni verdad ni falsedad, en el caso de las decisiones normativas no resulta aceptable que los comportamientos de los sujetos dependientes de la autoridad sean afectados sino en virtud de principios cuya corrección sea plenamente asumida, y que además resulten racionalmente defendibles.
El asumir este punto de vista ético, hace nacer en el plano instrumental la obligación de mantener la consistencia normativa en todos los aspectos de la decisión; así como también de diseñar sistemas de incentivos que estimulen en los sujeto el respeto por aquellos principios básicos.
Conclusiones
Las múltiples dificultades que se deben afrontan cuando se intenta construir un clima social de confianza que resulte estimulante de los comportamientos cooperativos y las graves consecuencias que esto tiene sobre la convivencia social, han servido de poderoso incentivo para ensayar, tanto en el plano de la reflexión teórica como en el terreno de la práctica política, diversas líneas de soluciones. Todos los autores interesados en el tema coinciden en que tal como se dan actualmente las cosas, subsisten poderosas razones para desconfiar de la conveniencia de la cooperación, ya que en el corto plazo los comportamientos no-cooperativos son los que resultan premiados.
A la hora de construir soluciones esta coincidencia se disuelve, y quedan trazadas dos grandes vías bien diferenciadas: están aquellos que apuestan por efectuar una corrección en el sistema de incentivos que actualmente premia con frecuencia los comportamientos no-cooperativos, mientras que otro grupo considera que habría que trabajar en un refinamiento de la racionalidad individual para adecuarla al nivel informacional que hoy por hoy manejan los actores sociales. Entre quienes apuestan por la modificación de los incentivos hay a su vez dos grupos de soluciones: aquéllas que dejan librada tal modificación a la acción del Estado, y las que consideran que es posible lograr cambios en la estructura de los incentivos que estén basados en los comportamientos individuales.
Las soluciones que buscan modificar la estructura de los incentivos a partir de la acción del Estado no tardan en evidenciar una fuerte inestabilidad derivada de la recursiva vulnerabilidad de los controles que debe establecer; adicionalmente tales controles aumentan de manera considerable los costos de transacción, lo que hace que este tipo de soluciones sean también ineficientes. Esta línea considera de manera general que los sujetos asumen un punto de vista externo en relación con las normas, y procura el reforzamiento de las conductas cooperativas mediante un sistema de controles y sanciones.
La vía que propone la modificación de la estructura de compensaciones basándose en el comportamiento individual, apoya su creencia en la presencia de algunas condiciones que se generan como productos espontáneos de la interacción social, tales como son el carácter educable del comportamiento estratégico, y el carácter acumulable de las experiencias culturales. Esta línea de soluciones supone que los sujetos están en condiciones de asumir frente a las normas un punto de vista interno, y que en consecuencia pueden llegar a aceptarlas cuando descubren los beneficios sociales implícitos en esa aceptación. Este tipo de solución pretende haber superado los problemas de inestabilidad y altos costos de las soluciones basadas en la acción del Estado; sin embargo, parecen necesitar siempre de alguna forma de reforzamiento normativo derivado de la autoridad, con lo que los problemas ya señalados regresan, aunque con una tonalidad menos intensa.
A diferencia de las soluciones hasta aquí consideradas, quienes pretenden abordar un refinamiento de la racionalidad no dirigen su atención a la estructura del sistema de incentivos sino a las posibilidades de construcción de un sujeto que sea capaz de incorporar a su sistema individual de utilidades los beneficios derivados de la cooperación; para este sujeto, una decisión racional no sería la que maximiza de manera absoluta las utilidades individuales esperadas, sino la que aceptando una maximización individual restringida hace máximos los beneficios colectivos. Como en las otras soluciones basadas en los comportamientos individuales, aquí también no hay manera de conseguir estabilidad sin la presencia del reforzamiento normativo derivado de la autoridad.
A pesar de que ninguna de estas vías ha logrado un éxito completo en su intento, ellas han producido contribuciones relevantes. Así, quienes consideran que la solución debe basarse en la acción del estado, nos han dejado excelentes análisis de los diseños de incentivos, sin los cuales es impensable actualmente abordar este tema; por su parte, lo que trabajan soluciones basada en el comportamiento de los sujetos han conseguido llamar la atención sobre la necesidad de que los incentivos estén dirigidos a construir en los actores un punto de vista interno.
Para cumplir con este objetivo, las decisiones normativas deben satisfacer dos tipos de condiciones; una se refiere a su estructura de justificación, la cual debe permitir una validación que contemple tanto los aspectos éticos como los operacionales. La otra condición se refiere que tales decisiones deben estar en condiciones de superar exitosamente la paradoja de la autoridad, o lo que es lo mismo, deben poder incorporarse a la deliberación práctica de los sujetos. Si bien no hay ninguna fórmula capaz de garantizar pleno éxito en esta empresa, la presencia en las decisiones normativas de los rasgos de respeto por la autonomía de los sujetos, vocación de corrección normativa y coherencia de los incentivos que hemos ya analizado, puede contribuir consistentemente a superar el grave dilema en el que un cierto concepto de racionalidad y una determinada estructura de incentivos nos han encerrado. Todas las dificultades teóricas y prácticas que conlleva dotar a las decisiones normativas de estos rasgos, constituyen un precio aún exigüo si se lo compara con el valor de preservar el capital social, sin el cual no hay posibilidad de una convivencia civilizada.