I. Formulación del problema
En este trabajo quiero partir de un ejemplo de la falta de tematización o problematización de un problema relevante y pertinente por parte de la llamada “teoría contemporánea de la virtud judicial”. Como mostraré, esta falta de tematización no se traduce en el hecho de que esta teoría no cuente con recursos teóricos para enfrentar el problema que pondré sobre la mesa. Como defenderé, casi al final de este artículo, la solución al complejo problema que expondré puede descansar en la noción de jueces munidos de frónesis; noción sobre la que daré también precisiones.(1)
Como es sabido, en los siglos XX y XXI se ha producido un renacimiento de la teoría de las virtudes -especialmente de herencia aristotélica- en el campo metaético y en el de la ética normativa (véase Lariguet, 2012). Este renacimiento ha hundido también sus raíces en el derecho al punto que es cada vez más frecuente hablar de “ética de las virtudes judiciales”. No voy a comentar en este trabajo todos los rasgos que esta corriente tiene en la ética ni tampoco el tipo de problemas u objeciones que suscita -problemas como el supuesto relativismo moral a que lleva la ética de las virtudes o cuestiones como si es posible pensar, bajo un esquema de gobierno liberal, en las virtudes de los jueces-. Más bien, me contentaré con señalar que en esta ética lo que fundamentalmente importa es la evaluación de los rasgos de carácter de un juez para saber si él encarna a un juez virtuoso o no. Estos rasgos de carácter pueden ser la templanza, sabiduría práctica, imparcialidad, justicia, la debida diligencia, etc.(2)
Sobre los antes mencionados rasgos la literatura filosófica es abundante (véanse, como par de ejemplos, Farrelly y Solum, 2007 y Lariguet, 2012). Tal abundancia se apoya, en parte, en un dato visible, a saber: la proliferación de códigos de ética judicial que parecen incorporar en forma masiva el léxico conceptual de las virtudes y la teoría ética de las virtudes judiciales. Para este léxico y esta teoría importa mucho si el juez es un buen juez en una forma que no se puede describir prescindiendo del lenguaje de las virtudes y los vicios. Entre los vicios generales uno podría pensar en la ignorancia sistemática, la negligencia, la parcialidad, la injusticia, el temor injustificado, la imprudencia, etc.
Ahora bien, en la teorización filosófica sobre las virtudes y vicios judiciales lo más común es apelar a ejemplos de sociedades más o menos ordenadas en los términos rawlsianos, más o menos estables políticamente y a sociedades democráticas y regidas hacia adentro por la paz. En el mencionado contexto social, el típico ético de la virtud judicial se pregunta si el juez del Noveno Circuito de Nueva York ha obrado con imparcialidad o valentía, si el juez del Tribunal Supremo español ha sido justo o injusto, si el juez de la Suprema Corte mexicana ha obrado con temor injustificado y parcialidad, o si un juez de la Corte Suprema argentina o de la Corte Constitucional colombiana son ejemplos de virtud en algunas de las dimensiones antes referidas o en todas ellas.
En los ejemplos anteriores hay un presupuesto común: todos estos jueces pertenecen a un tipo de sociedad. Estas sociedades, más allá de sus problemas más o menos serios, comparten las características de ser ordenadas, estables y democráticas, más o menos pacíficas hacia adentro, dado un umbral mínimo de definición compartida de estos conceptos; definición que aquí daré por descontada.
Ahora bien, una intuición de la ética aristotélica parece ser que la virtud florece o se mantiene dados ciertos “bienes externos” (Aristóteles, 2005, Libro 1, 1099b-1101a, Libro 10, 1179a). Aristóteles dice en 1099b lo siguiente:
Con todo, parece que -digamos nosotros el agente moral- también necesita adicionalmente bienes externos, pues es imposible o nada fácil que nos vaya bien si carecemos de recursos.
Entre esos “recursos” Aristóteles menciona nada menos que al “poder político”. Por ende una ecuación adecuada para la virtud es la existencia de un poder que asegure, ahora hablando en términos actuales, la paz, la democracia, la estabilidad política, tal que sea inteligible hablar de virtudes, por ejemplo, de jueces.
Sin embargo, en la literatura teórica contemporánea sobre este tipo de ética hay un descuido sobre el que en este trabajo pretendo llamar la atención. No se ha tenido debida consideración en la discusión ética la situación de los jueces que pertenecen a sociedades de otra clase. Sociedades mal ordenadas en términos rawlsianos, o trastornadas por una violencia sistemática, compleja, multinivel o por razones multicausales. Más aún y para ser más específico, no se ha tenido en cuenta la existencia de jueces que tienen que impartir justicia en zonas de conflicto armado. (3) Piénsese por ejemplo en el caso colombiano. Colombia viene experimentando desde hace cincuenta años aproximadamente distintas fases de guerra entre grupos de izquierda como el ejército de liberación nacional, las farc, por un lado, y los grupos de derecha llamados paramilitares, el ejército colombiano, grupos de “limpieza” que actúan fuera de la ley en determinadas ciudades, por ejemplo Medellín, las tristemente célebres bacrim, por el otro lado. Y a esto se le añade el complejo problema del narcotráfico asociado a esta guerra (Alfieri, 2016, pp. 2-3).
En el epicentro de esta guerra, se apela ahora con mucha insistencia a expresiones como “post-conflicto” y “justicia transicional”. Tales expresiones apuntan a dos cosas. Por una parte, con la primera expresión, a que el conflicto va cediendo lugar a una incipiente paz dada por la voluntad de negociar y plegarse a la vida democrática. Por el otro, con la segunda expresión, a que hay que instaurar distintas fases o “transiciones” que lleven de la guerra interna a la paz, de la violencia a la tolerancia, de la tiranía de los grupos facciosos a la democracia, de diversos “micro estados” a un solo estado de derecho, etc. En este marco, en Colombia pueden convivir, de un lado, los jueces del tribunal constitucional que actúa en una zona donde no hay conflicto armado como Bogotá y jueces que actúan -o actuaban-en municipios donde el conflicto armado entre diversos grupos facciosos es -o era- la característica sobresaliente.
El experimento teórico que quiero hacer en este trabajo es el siguiente. Mientras que para jueces del primer caso podemos llenar manuales de ética de la virtud, no ocurre lo mismo con los jueces sin estado que acabo de describir arriba. A ellos los desconsideramos, posiblemente porque se trata de jueces que actúan en estos humildes municipios alejados de los grandes centros de derecho. Se trata de jueces sin estado porque ellos, en algún sentido, no expresan la voz de la ley, de la jurisdicción, del estado, de la justicia.
Lo que quiero subrayar es que la falta de atención en la ética contemporánea de las virtudes por el caso de jueces sin estado que actúan en zonas de conflicto armado es delicada por un motivo principal, a saber: cualquier desarrollo teórico sobre las virtudes judiciales necesita estudiar también con atención los serios obstáculos o límites que, en cierto momento dado, en cierto tipo de sociedad, existe para el desarrollo de la virtud, en este caso judicial. El trato actual de las virtudes judiciales en este sentido es insuficiente porque olvida que las virtudes siempre fueron pensadas como prohijadas en un tipo de comunidad.
Prima facie, la idea sería la siguiente: un hombre no podría ser fácilmente virtuoso en una polis injusta o violenta hacia adentro. Sin embargo, la consideración contemporánea prevaleciente sobre las virtudes judiciales, en los mejores textos filosóficos disponibles, deja a un lado esto que parece ser una verdad conceptual. No es por eso una cuestión inexplicable la ausencia injustificada de una tematización de un problema como el que estoy indicando. Pues la pregunta por el tipo de comunidad a la que pertenecen los jueces, que es una pregunta si se quiere también sociológica y no sólo filosófica, es una pregunta de la mayor relevancia para el abordaje ético de las posibilidades de hablar de jueces virtuosos. En el caso de los jueces de los humildes municipios colombianos, donde aún no había llegado o no llegó con todo vigor la trompeta que anuncia el “post-conflicto” o el “fin del conflicto” y la necesidad de etapas de justicia transicional gobernadas por el derecho penal internacional y el derecho internacional humanitario (Turégano Mansilla, 2013; Quinche Ramírez, 2013) y de los derechos humanos, los manuales de virtud o los códigos de ética judicial parecieran ser solo tinta en el papel. Para que se vea más claro el punto que quiero resaltar, este trabajo se estructurará del modo siguiente. En la sección II daré algunos ejemplos reales para poder escenificar el problema de jueces en zonas de conflicto armado. A continuación, en la sección III, abriré seis líneas de análisis. Ponderaré sus ventajas y desventajas para, al final, defender que la teoría de la virtud, sea la aristotélica clásica, sea la contemporánea de tipo neo-aristotélico, cuenta con un recurso idóneo para resolver el problema formulado, a saber: la idea de frónesis. En la sección IV, en las conclusiones, haré una breve recapitulación de los puntos centrales del trabajo. Y, como apéndice del mismo, explicitaré unas consideraciones adicionales a título de coda.
II. Algunos ejemplos del problema
Para tener algunos ejemplos sobre el punto que quiero sustentar aquí, voy a basarme en un excelente estudio realizado sobre este respecto por el sociólogo colombiano Mauricio García Villegas (2008; véase también García Villegas y Espinosa, 2013, cap. 2) en un libro con un título más que sugerente: Jueces sin Estado.
En el capítulo 3 de este libro, García Villegas recolecta y sistematiza testimonios reales de los jueces a los que aludo en este artículo. El capítulo es rico en matices y expresiones de diferentes jueces. Aquí me centraré en sintetizar algunos aspectos muy llamativos de los testimonios de tales jueces. Veamos los siguientes en forma numerada.
a) “Cuando llegué hice un inventario de los procesos del juzgado. Eran como 25 sin terminar. Entonces me puse a la tarea de seleccionar aquellos que tenían mayores posibilidades de terminar en sentencia. Pero ¡qué va! Era muy difícil. Una vez traté de armar uno y le dije a uno de los involucrados en el proceso. -Oiga fulano pásese por el juzgado para que hablemos del proceso que tiene pendiente. -¿Qué vaya a dónde? -me contestó altanero- ¡Lléveme si es verraco! -Hermano, sabe qué -le dije yo- pase cuando quiera, no me voy a poner a pelear con usted. -Nosotros qué vamos a ir allá -me respondió- Aquí nadie va a los juzgados. Si aquí la ley somos nosotros. Y era verdad. La ley la hacían y la aplicaban los colonos antioqueños en alianza con los concejales, que eran de la Unión Nacional de Oposición (UNO) y los de las farc. Lo único que hacía yo era cobrar el sueldo y rendir unos informes con estadísticas llenas de ceros” (p. 95).
b) “Para que el juzgado funcionara, yo necesitaba colaboración de los comandantes guerrilleros. La gran mayoría de procesos que yo adelantaba en Pinillos eran procesos ejecutivos contra gente campesina que adquirían préstamos en los bancos, hipotecando sus tierritas y después no eran capaces de pagarlos. Es por eso que los jueces de esa zona nos sentíamos sirvientes de la caja agraria y del banco agrario (pp. 107-108). Pero como a la guerrilla no le gustaba que los campesinos perdieran sus tierras, y menos a manos de los bancos, nosotros, los jueces, teníamos que hablar con ellos antes de adelantar cualquier diligencia (p. 108). Yo no estoy de acuerdo con la guerrilla, ni con sus métodos, pero en estos procesos que les cuento, creo que ellos actuaban bien y que lo hacían en defensa de los campesinos” (p. 108).
c) “Como juez, la función mía se limitaba a mandar boletas de citación a la gente. Pero nadie venía. Nadie me hacía caso. El verdadero juez era el comandante de las FARC, no yo (p. 118). “Oiga Señor juez. Queremos que usted administre justicia, pero eso sí, bajo la supervisión nuestra. Por lo menos iba poder administrar justicia. Así duré tres años, resolviendo los casos que mandaban, sobre todo, pequeños, de violencia intrafamiliar, de alimentos, de deudas, de peleas entre noviecitos, cosas así” (p. 119). “Que mire señor juez -me decían-. Que esa diligencia que usted piensa hacer en tal sitio ya no la tiene que hacer porque el comandante se encargó de todo. Por tener en cuenta este tipo de recomendaciones fue que mataron al juez que me antecedió en el cargo. Yo lo había visto un par de veces en la Universidad de Medellín. Me acuerdo que iba con el libro de la Teoría pura del Derecho de Kelsen para todas partes, y que leía ese libro como si fuera la biblia. Según me contaron, al juez… se le soltaba la lengua cuando se tomaba sus traguitos. Entonces empezaba a hablar mal de la gente, y sobre todo de las FARC. Al principio no pasaba nada. Luego los comandantes le llamaron la atención. Pero no le valió. Se tomaba un par de aguardientes y la legalidad se le subía a la cabeza. Recordaba entonces sus clases de derecho, el principio de soberanía, el monopolio de la fuerza pública y la “pirámide jurídica”… Hasta que un día apareció muerto” (p.127).
d) “Los códigos no están hechos para una realidad tan complicada como ésta. Pero la ley es la ley y hay que aplicarla. Lo que pasa es que no es fácil. Una vez me tocó procesar a un pelado de 11 años al que le cogieron 14 bultos de coca, cada uno de 72 kilos. Cuando yo le hice la indagatoria para mandarlos donde el juez de menores, el pelado llegó y me dijo: Vea señor juez, a mí no me vaya a meter con lo de la coca porque el trabajo mío no es ése. A mí me toca reclutar menores de edad en Nariño. Mire señor juez. Yo conozco tal laboratorio y también conozco al man que lo maneja y a este otro man que se encarga de sacarla, y a al que la vende. Entonces yo lo paré y le dije: -Mejor no me siga contando, que entre menos sepa yo mucho mejor para los dos” (p. 141).
III. Líneas de análisis filosófico del problema
Los testimonios que acabo de citar en la sección anterior prácticamente hablan por sí solos. Son elocuentes. Los jueces que viven -o vivían- en los municipios donde se enfrentan -o enfrentaban- en forma armada distintas facciones no parecen, en principio, preocupados por las virtudes judiciales y menos por la fidelidad a la ley que es una virtud estelar, si se quiere. Ni siquiera por ser buenos jueces en un sentido que podría llamarse técnico, es decir, el que refiere a un buen conocimiento profesional del derecho. El cuadro no puede ser más espantoso. Ni virtudes judiciales en sentido moral ni conocimiento profesional del derecho parecen requerirse. El juez del primer testimonio prácticamente tiene que rogar para que cumplan sus intentos de diligencia. Él no representa la ley. “La ley somos nosotros” le dice uno de los miembros del grupo armado. No hay por tanto jurisdicción estatal en el sentido estricto de esta palabra. En el segundo testimonio se ve que en los pequeños territorios municipales los jueces, como dicen los teóricos jurídicos críticos a menudo, son brazos del poder dominante. En este caso, bancos que imponen gravámenes impagables a los campesinos. La “justicia” la hacen las farc en defensa de campesinos y no los jueces. El tercer testimonio arroja la triste verdad de que no sólo la virtud es algo así como un libro para decorar un ambiente despojado sino que la propia teoría elaborada por juristas refinados es algo intragable. Algo tan mínimo como la metáfora del derecho como un ordenamiento jurídico escalonado; metáfora que traduce la primacía de la Constitución de un país, tal como pensaba Kelsen, es algo que prácticamente mueve a risa como lo haría una comedia de Molière. Tratar de restaurar la legalidad, paradójicamente en un juez al que se le “suelta la lengua cuando se emborracha”, termina con el resultado fatal de una muerte no querida: la del propio juez alcohólico. En el cuarto testimonio el cuadro se completa de manera terrible cuando se cae en la cuenta de que los “códigos” no sólo legales sino de aquellos que rigen la vida profesional de los jueces “no están hechos para una realidad como ésta”. Si el juez tiene que avanzar en una causa, él mismo se complica con la urdimbre de silencio tramada a su alrededor a fin de que no se esclarezca un caso de narcotráfico. El juez no parece virtuoso. ¡Pero tampoco es suicida!
El conjunto de testimonios brindado, no obstante, merece más que la glosa esbozada en los párrafos anteriores. Es preciso ir más allá y dar con el punto problemático que intento mostrar. El mismo es el siguiente. Los éticos de la virtud judicial contemporáneos han parado mientes en las virtudes y vicios de jueces de sociedades mayormente liberales (Galston, 1988, pp. 1277-1290), democráticas (Farrelly, en prensa), estables, constitucionales y, sobre todo, pacíficas hacia adentro. Pero la situación social, jurídica y política de la Colombia que estoy delineando es muy otra. El famoso “consenso constitucional de 1991” tuvo varios enemigos, entre ellos, se incluyen varios de los juegos de negociación perversa establecidos por el ex presidente Álvaro Uribe (Hernández, 2013, pp. 49-76). Los valores constitucionales desarrollados por la Corte Constitucional no irradiaron a todos los centros sociales y culturales colombianos. Es muy problemático, entonces, que un ético contemporáneo de la virtud judicial pueda hablar de “virtudes judiciales” en un contexto de análisis como el aquí propuesto. Al menos no puede hacer esto sin las “cualificaciones” filosóficas críticas que ofreceré mediante mi propuesta de análisis conceptual. Veamos.
He dicho antes que la pregunta por el tipo de comunidad a la que pertenecen los jueces es esencial para la ética de la virtud. Esto es lo que han dejado en su camino teórico los éticos contemporáneos de la virtud judicial. Esta falta de atención al problema que denuncio es llamativa porque muestra un descuido respecto del núcleo esencial de la propia ética de la virtud aristotélica (en este caso judicial) tal como se ha desarrollado históricamente. No estoy hablando simplemente de que la clase de ética de la virtud judicial que objeto no hable de vicios de los jueces. Los vicios, siempre presuponen la virtud. La falla es más esencial. Es la falta de tematización sobre contextos de conflicto armado y ausencia de estado como los testimoniados por los jueces colombianos a los que referí de manera ejemplificativa antes.
Con todo, los éticos de la virtud como Aristóteles, por ejemplo, fueron más perspicaces. Se podría pensar que ofrecieron una teoría de la virtud completa y no incompleta como la contemporánea teoría de la virtud judicial. Esto porque, como por ejemplo en la Poética, Aristóteles da cabida al tema de la tragicidad que puede tener la vida de una sociedad o de un individuo (Trueba Atienza, 2004). Los eventos trágicos son aquellos que presentan a las comunidades y los individuos que pertenecen a ellas males inevitables y grandes sacrificios donde hay cosas valiosas que son destruidas (Williams, 2014; para el aspecto formal o literario de esta cuestión, los primeros cuatro capítulos especialmente; para la temática moral, Lariguet, 2008 y 2011).
Atento a lo anteriormente establecido, y conforme una primera línea de investigación, se podría argüir que en sociedades así pueden ocurrir dos cosas. O bien la virtud decae, se derrumba; o bien, directamente, la misma no puede florecer. La primera posibilidad se traduce en que la virtud puede ser derrotada por circunstancias “extraordinarias” o “trágicas” (Nussbaum, 2004). Por ejemplo, si alguien en la antigüedad era sometido al “toro de Falaris” era altamente probable que dejase su virtud hecha jirones adentro del toro. La segunda posibilidad equivale a pensar más radicalmente. No es que la virtud se desplome. Es más bien que, sin poder político, sin estado asegurador de condiciones mínimas para ejercer la jurisdicción, la virtud judicial ni siquiera nace. Aquí abro un inciso crítico respecto de lo que yo mismo estoy indicando en el párrafo anterior. Se podría pensar que una cosa es la existencia de bienes externos analíticamente necesarios para la adquisición del carácter (o virtud). Y otra cosa es la corrosión o pérdida de virtud por falta de bienes externos; bienes que juegan un rol causal respecto del mantenimiento de la virtud. Mientras los bienes externos, se podría afirmar para el primer caso, son una condición analítica, en el segundo caso son una condición causal. Saltando por encima de esta distinción lo que yo quiero mantener es más simple e intuitivo. En comunidades violentas como las descriptas en mi trabajo no florece la virtud (tesis analítica). Pero tampoco es esperable que se mantenga (tesis causal). Esta última tesis, aunque no es necesaria, es fuertemente esperable por un dato de la naturaleza humana. Los jueces de los municipios colombianos no forman un club de suicidas y por ello deben declinar virtudes judiciales para poder sobrevivir. Su comportamiento es prudencial y esta es una verdad que si no es conceptual sí que podría ser muy generalizable, paradigmática o representativa.
Volvamos a la cuestión central. Una objeción para esta primera línea de análisis sería que mi lectura de la ética de las virtudes aristotélicas es distorsiva. Ello porque esta ética normativa era muy exigente al punto que para Aristóteles el hombre virtuoso, que llevaba en un “largo tiempo” una vida feliz y virtuosa, podía acomodar de manera sabia los golpes de la (mala) fortuna. Un hombre “bueno y cuadrado sin reproche”, como dice Aristóteles (en 1100b, p. 67) sería apto para sobrellevar con la frente en alto circunstancias adversas como las que narro en los ejemplos dados en la sección anterior. Una vida virtuosa, mirada a lo largo de un tiempo considerable, habla de un agente moral que puede repeler los golpes de la mala fortuna en tanto se trata no de un insensible moral sino de un hombre “noble y magnánimo”, como dice Aristóteles (1100b, p. 68). Mi respuesta tentativa a la objeción es que este podría ser el caso de Príamo, pero de no de Hécuba. La pérdida de sus hijos atravesó sus mallas de virtud y destruyó su bondad.
Pensemos ahora en una segunda línea de investigación, opuesta y rival, a la que vengo brindando sobre mis jueces. Se podría decir, sencillamente, que ellos no eran ni son virtuosos. Más bien eran o son viciosos y por esto no supieron actuar correcta o virtuosamente en zonas de conflicto armado. Con todo, esta lectura alternativa podría enfrentar una doble objeción. Una es que, pensar de esta forma, podría involucrar una ética normativa “supererogatoria”, es decir, una teoría que exige comportamientos irreprochables “más allá de los umbrales normales” de lo que un agente moral puede hacer razonablemente, dadas unas circunstancias anormales como las de una guerra o conflicto armado. La otra objeción es que, recordemos, Aristóteles no habla de la virtud frente a la fortuna como un dato encerrado sobre sí mismo. Pues, como se ha visto, para el Estagirita es muy importante para acomodar los golpes de la fortuna la existencia de los llamados “bienes externos”; bienes que, en el caso de los jueces en zonas de conflicto armado, no se cumplen. Tales bienes son, por caso, la existencia de un poder político que asegure unos umbrales de jurisdicción territorial, de paz y la existencia de sociedades más o menos ordenadas. Frente a las mencionadas objeciones, una posibilidad sutilmente distinta respecto de aquella otra que habla de jueces viciosos, podría ser una que afirmase que, en estos casos de falta de estado, no resulta adecuado utilizar el lenguaje de los vicios y virtudes. No obstante, esta alternativa parece demasiado radical. Como se ha dicho líneas atrás, la alternativa podría consistir en decir que sí es utilizable este lenguaje pero para sostener que lisa y llanamente estos jueces son viciosos.
En contraste con las últimas alternativas mencionadas en el párrafo precedente, se podría aseverar, mediante una tercera línea de investigación, que estos jueces colombianos se comportan solamente de manera prudencial. Pero no por el ejercicio de la virtud de la frónesis o prudentia, tal como la entendían autores como Aristóteles o Tomás de Aquino (Michelon, 2013, pp. 29-49; Lariguet, 2014). En estos autores, la frónesis o prudentia era una virtud intelectual volcada al ámbito práctico que abría la posibilidad al agente moral, presumiblemente, de percibir de modo correcto qué hacer en cierta situación dilemática. Así las cosas, la frónesis posibilitaría el comportamiento ejemplar, incluso en situaciones difíciles o polémicas. Cuando hablo en cambio de “prudencial”, quiero referir al cálculo del “bad man”, el cálculo estratégico llevado a cabo en forma más o menos consciente, el cálculo del que tiene “miedo” a los poderes infernales desatados por los grupos facciosos, al que tiene miedo porque tiene consciencia de que su libertad está siempre amenazada por la dominación de grupos contingentemente poderosos, como diría hoy un republicanista. Aquí hay tragedia porque prácticamente no hay libertad. No hay libertad solo en el sentido de libertad negativa, concepto clásico liberal. No hay libertad, al igual que en la tragedia, porque opera la falta de libertad como “no-dominación”, es decir, como falta de seguridad respecto de la imposibilidad de que en algún momento los que detentan el poder nos dañen, tal como definen los republicanistas. Los jueces, como los individuos, están sometidos a la tiranía de la oportunidad en que los déspotas facciosos puedan ejercer su desenfreno.
Las situaciones que estoy relatando son conocidas en la literatura trágica clásica. Grandes héroes, o personas de virtud, son arrasadas por eventos que están más allá de su control, tal como acontece en los casos narrados. El contexto colombiano de estos municipios en que actúan los jueces es de tal violencia que las personas son solo un cuerpo. La compasión es una virtud aleatoria y contingente. Los jueces no pueden ser más que prudenciales (más no prudentes en los términos de ética de la virtud aristotélica). Y son así porque ellos no están asociados a un club de suicidas.
Alguien podría replicar con un dardo del diablo, diciendo que estos jueces podrían ser virtuosos igualmente. Ésta sería una cuarta línea de investigación a tenor de la cual y contra todo pronóstico favorable para sus vidas, estos jueces podrían comportarse con coraje, haciendo lo debido. Esto comportaría, para la propia ética de la virtud, una conducta virtuosa consistente en el autosacrificio. Es decir, si deciden actuar conforme a derecho, saben que arriesgan con ello su propia vida (como al juez que se le “soltaba la lengua” con el tema de la legalidad cuando tomaba aguardiente). Sin embargo, si lo que he transmitido con mis ejemplos es vívido, esta alternativa parecería poco realista. Además de ello, llevaría a una consecuencia tan supererogatoria que diluiría el poder imperativo razonable que cualquier clase de ética debería pretender tener en cualquier vida moral.
Supóngase ahora, por mor de mi análisis, que los jueces de mis ejemplos son jueces sin estado (civil). Son más bien, sujetos, si se me permite, a una suerte de estado de naturaleza. Apartando ahora el hecho de si pudiese haber algo que cuente como “virtudes naturales” en un estado de naturaleza, las virtudes en una concepción clásica de las virtudes, como la de Aristóteles, por ejemplo, requieren de una comunidad cohesionada hacia adentro.(4) Y no cualquier cosa cuenta como virtud. No es la astucia -por ejemplo en términos maquiavelianos- para adaptarse a situaciones violentas, por ejemplo. Además, aunque Aristóteles no habla de estado de naturaleza en términos modernos y hacerlo sea un anacronismo consciente, es verdad que para él la virtud requiere de ciertos “bienes externos”, como una situación de relativa organización y paz hacia adentro.
El análisis que estoy esbozando podría aplicarse a la Colombia de facciones. Citaré a Hobbes para mostrarlo. La descripción que hace Hobbes del estado de naturaleza parece cuajar bien con lo narrado por estos jueces. En el Leviatán, Hobbes (1982), recordemos, dice:
En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe… (p. 104).
Contestes con lo anterior, la conclusión sería que en tal situación hobbesiana, o cuasi hobbesiana, dependiendo del grado de violencia y falta de estado existente, no se puede hablar en forma inteligible de “virtudes judiciales”. Esto reinstauraría la línea de investigación que sostiene que no podemos aquí aplicar el lenguaje de las virtudes.
Sin embargo, alguien podrá responderme que la realidad colombiana es más compleja. No sólo por la existencia actual de persistentes diálogos de paz con los grupos armados. También porque hay ciudades centrales, como por ejemplo Bogotá, donde las cortes judiciales parecen actuar en formas que luego son susceptibles de evaluación en términos de virtudes y vicios. Concedo. Pero esto no haría más que reforzar este punto. Esta evaluación es posible porque “Bogotá” es un nombre propio que designa -en este caso en forma contingente- una comunidad más o menos ordenada en términos rawlsianos y relativamente pacífica. Pero en zonas violentas de conflicto armado tal no es -o no era- la situación. Así, podría decirse, a lo largo de estos últimos 50 años Colombia ha combinado estados no hobbesianos como el de Bogotá” con estados hobbesianos como el de los municipios atravesados por conflictos armados facciosos. En el medio, quizás, también haya -o haya habido- estados graduales de estados “cuasi-hobbesianos”. Pero, insisto, una teoría de la virtud judicial no puede preterir la pregunta por el tipo de comunidad, so riesgo de convertirse en una teoría incompleta.
Ahora bien, hasta ahora vengo refiriendo a la posibilidad conceptual o no de hablar de virtudes en los contextos de violencia antes reseñados. Mi orientación analítica hasta el momento parece responder que no. Sin embargo, esta respuesta por la negativa podría ser susceptible de dos importantes críticas que voy a considerar a continuación. Ambas constituyen una quinta línea de investigación del problema tratado en este trabajo.
La primera crítica es que, quizás, no se pueda hablar de virtudes en los términos de la teoría aristotélica. En realidad, la crítica diría que no hay una única y homogénea teoría de la virtud. Si, por caso, uno pensara en las virtudes estratégico-prudenciales del Príncipe de Maquiavelo, la astucia, o la prudencia entendida como ponderación de bienes en conflicto, etc., permitirían pensar que mis jueces a veces pueden ser virtuosos en estos otros términos teóricos sin tener que rememorar a Aristóteles.
La segunda crítica es que mi pensamiento hasta ahora parece obedecer a una lógica binaria. O hay virtudes o hay vicios en forma disyuntiva excluyente. Aquí se abren dos alternativas. La primera es decir, de nuevo, que no es conceptualmente posible siquiera usar el lenguaje de las virtudes o los vicios. Pero la dificultad de este paso teórico es que estos jueces quedan en un “limbo teórico” en el que no sabríamos cómo ejercitar acciones evaluativas de censura o merecimiento de sus conductas o (in) conductas. Si no hay ningún lenguaje evaluativo, en este caso de virtudes o vicios, ellos quedarían lejos de poder ser evaluados en su función. Así las cosas, podría aseverarse que este lenguaje debe postularse a fin de poder evaluar también a estos jueces. Empero, esta forma de reflexionar ya encerraría una forma binaria de representar el problema, tal como se ha dicho líneas atrás. Como no son virtuosos, entonces por acción de un silogismo disyuntivo, diríamos que son viciosos de manera semejante a como Aristóteles pensaba que lo eran los soldados persas en comparación con los soldados atenienses.
Pues bien, atendiendo a las dos críticas anteriores considero que el panorama es más complejo de lo que se podía intuir. Respecto de la primera crítica todo el tiempo circunscribí mi universo del discurso a la teoría aristotélica clásica y contemporánea. Pero es verdad que si se toman en cuenta otras teorías de la virtud uno podría especular que los jueces de los municipios atravesados por conflictos armados ejercen al menos algunas virtudes. Para sostener esto, la crítica argumentaría que habría que dejar el marco aristotélico. No sólo por el tipo de virtudes que la teoría aristotélica admitiría sino también por la noción de “unidad” de las virtudes que la teoría aristotélica vindica para sí y otras teorías dejan a un lado.(5) Conforme esta crítica, se podría decir que otras teorías admitirían que los jueces pueden ser virtuosos de acuerdo a un marco y no virtuosos de acuerdo a otro. Con lo cual, todo parece depender del marco ético que se escoja para describir la conducta de estos jueces. Con todo, esto no quitaría del medio el hecho de que la mayoría de los éticos de la virtud judicial contemporáneos son pronunciadamente aristotélicos. De aquí se explica mi delimitación con relación a esta teoría ética.
En lo que concierne a la segunda crítica, habría que señalar que la teoría aristotélica de la virtud es en “apariencias” binaria. Mostrando esta apariencia es que surge, por fin, la sexta línea de análisis que es la que defiendo por parecerme más plausible, luego de haber ponderado las anteriores. Veamos.
Aristóteles también pensaba en sujetos morales que no eran ni una cosa ni la otra sino que eran simplemente “enkráticos”. Estos sujetos, a diferencia de los dos extremos antes referidos (virtuosos y viciosos), son un poco una mezcla de ambas cosas. Para ese caso la teoría clásica de las virtudes sí que dispondría de un marco para evaluar a los jueces de mis ejemplos. Por ejemplo, alegando que un juez en dichas zonas, aunque no sea “estrictamente” la voz de la ley, puede “mediar” entre partes en conflicto y que dicha mediación, inclusive, es un paso previo o concomitante a la idea de justicia transicional. También podría afirmarse que quizás estos jueces no puedan resolver todas las cuestiones “conforme a derecho” pero algunas sí. Es decir, y tal como se advierte, aquí no hay el binarismo de todo o nada: o son virtuosos, o son viciosos. Más bien, la idea es centrarse en detalles más minúsculos del accionar judicial. Para esto, diría esta crítica, es necesario emplear, si se me permite usar ahora una categoría metodológica contemporánea utilizable en teorías de la justicia, una “teoría no ideal de las virtudes”. Un tipo de teoría que admita que los jueces pueden exhibir en los contextos antes indicados algunas virtudes y no todas.
A esta interesante sugerencia, sin embargo, se le podría contradecir diciendo que la propia teoría clásica aristotélica de la virtud tiene una respuesta para el problema sin tener que perder su supuesto carácter “ideal”. Esta respuesta descansa en la idea mencionada párrafos atrás: me refiero a la “frónesis”. La frónesis es una virtud intelectual aplicable al dominio práctico, esto es, al vinculado a cómo cabe comportarse. Esta vinculación es posible merced a la capacidad perceptual del agente -o juez- fronético. En efecto. La teoría aristotélica sostiene que este juez puede percibir e imaginar soluciones relativamente frescas para resolver de un modo apropiado casos conflictivos. Un juez entrenado en la frónesis puede ver los rasgos sobresalientes (‘saliences’, en inglés) de un caso complejo (McDowell, 1998, pp. 52-53).
Así, desde el mencionado punto de vista armado, un juez fronético y “justo” “sabría”, aun en zonas de conflicto armado, cuándo dejar que las facciones “decidan” por él y cuándo introducir el derecho objetivo para resolver cuestiones prácticas. La frónesis constituiría una manera de no autosacrificarse mediante una aplicación total del derecho a los casos que le competen. En algún sentido, sería esta misma frónesis la que le indicaría que, dado que su contexto es trágico por los males que se presentan, la salida más sabia no es inmolarse o ser un vicioso sino buscar intersticios en los que mediar o aplicar el derecho, intersticios en los que elegir, de todos los males inevitables, el mal menor. Seguir esta estrategia de análisis podría ser fértil a la hora de retener un lugar explicativo para la teoría de la virtud judicial de estirpe aristotélica sin tener que abrazar, como pide la primera crítica, otras teorías rivales de la virtud. Por ende, a la carencia de tematización del problema del conflicto armado que traté en este trabajo, no le sigue, analíticamente hablando, una falta de recursos teóricos en la propia teoría de la virtud enjuiciada para afrontar el mentado problema.
IV. Conclusiones
En este trabajo me he centrado en un tema en boga: la teoría de las virtudes aplicada al ámbito judicial. Al respecto, he argüido que la teoría contemporánea de la virtud judicial, centrada en una clasificación de los tipos de virtudes y vicios que pueden formar parte de un esquema evaluativo del carácter de los jueces, es incompleta. Es una teoría que mayormente se centra en comunidades democrático-liberales, pacíficas y más o menos ordenadas. Se concentra en jueces con estado y olvida a los jueces sin estado. Con otras palabras: se centra solamente en el juez de la corte constitucional alemana o española y no en los jueces de humildes municipios que experimentan conflictos como los relatados.
Lo anterior no es más que una falla en cuanto a la ausencia de tematización y no en cuanto a carecer de recursos teóricos, lo que no es el caso.
En un primer momento del trabajo, y siguiendo la línea de Aristóteles, he sostenido que se puede admitir casos en que la virtud, o bien no florezca, o bien se destruya. Además, el Estagirita daba importancia a los bienes externos y el poder político era uno de ellos. Tal poder político estatal no está asegurado como respaldo para los jueces sin estado examinados por Mauricio García Villegas. La hipótesis complementaria de mi análisis es que lo relevante es la pregunta no solo por las virtudes o vicios de un individuo -llamado juez- sino por el tipo de comunidad política a la que pertenece. He sostenido que en el caso de Colombia se han combinado estados de naturaleza hobbesianos o cuasi hobbesianos con algunas excepciones en estados no hobbesianos.
Probablemente, la famosa idea del consenso constitucional de 1991 muestre un rasgo aspiracional hacia una sociedad no hobbesiana. De la otra punta de esta deshilachada madeja, las nociones de post-conflicto y justicia transicional quizá apunten a sociedades no hobbesianas donde sea posible y tenga sentido hablar de jueces con virtudes y vicios alabables y censurables, respectivamente. Esto porque el post-conflicto apunta a una etapa superadora del conflicto donde la política, la negociación, la tolerancia, etc., adquieren primacía sobre la violencia pura, sobre la idea de ver al otro solo como un cuerpo que podemos maltratar sin compasión ni límite. La completa idea, por otra parte, de justicia transicional, en un sentido no menor, apunta a la búsqueda de equilibrio entre la identificación soberana o local de criterios de negociación y justicia con los estándares de un derecho penal internacional y un derecho internacional de los derechos humanos; derecho, en este último caso, elevado a baremo de evaluación de la corrección -no de la eficiencia- de la justicia transicional, normalmente establecidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Pero con lo establecido en el párrafo precedente no acaban las cosas. Pues, como se ha visto, en el trabajo he mostrado la gran complejidad filosófica del problema puesto por los contextos de decisión judicial en zonas de conflicto armado. A las opciones más obvias de que no es posible usar el lenguaje de las virtudes o los vicios, o a la opción, contraria, de que los jueces son viciosos, he opuesto dos críticas que operan como correctivos de tal simplismo. Por ejemplo, he mantenido que la lógica de mi análisis inicial del problema de las virtudes de los jueces en zonas de conflicto armado podría ser de tipo binario con las consecuencias “rígidas” que esto comportaría para evaluar el desempeño de los jueces en tales zonas. Por esto he sugerido la posibilidad original hasta ahora de pensar la teoría aristotélica de la virtud en términos de una teoría no ideal. Sin embargo, a pie seguido, he reconocido que la propia teoría aristotélica podría contar con los recursos teóricos necesarios para evitar hablar en términos de teoría “no ideal”. Esto porque los aristotélicos no dirían necesariamente que los jueces para evitar ser viciosos deben autoinmolarse. Dirían más bien, que antes de ello, deben ejercer al máximo su frónesis y el sentido de la justicia a fin de saber cuándo mediar o ponderar bienes de manera sabia. Esto podría ser una forma, así, de introducir la teoría del mal menor. En contextos de conflicto armado, los jueces no serían simples jueces sin estado, que no son en absoluto la voz de la ley. Más bien, en ciertos casos, a la par de jueces viciosos, podría haber jueces fronéticos que, sabiendo lo trágico de su situación, buscan los males menores. Si esto es así, no solo que no sería necesaria una “teoría no ideal de las virtudes” sino que tampoco habría que acudir a otras teorías de la virtud en boga. Es por ello que la falta de tematización del conflicto armado por parte de la teoría de la virtud judicial contemporánea no se traduce en la necesaria falta de recursos teóricos para lidiar con el problema referido.
Coda
He usado el caso del conflicto armado colombiano como un ejemplo testigo que permitiera poner en evidencia su falta de tematización en la teoría contemporánea de la virtud. Pero el caso colombiano reviste un interés per se, más allá de lo que se acaba de señalar. En este sentido, mi tratamiento del conflicto armado, la justicia transicional y el llamado posconflicto, término este último reforzado por las negociaciones en la Habana, no le hace justicia a un tema que en sí mismo reviste tanta complejidad. De alguna manera, mi acercamiento al tema es el de uno de los persas de las Cartas persas de Montesquieu. El de una especie de extranjero que ve -posiblemente- las cosas con mayor distancia que los propios colombianos involucrados en sensaciones de dolor y humillación, y también de esperanza generada por la posibilidad de ponderar en forma equilibrada las aspiraciones políticas a la paz y las aspiraciones jurídicas a la verdad y reparación de las víctimas (Gómez Sánchez, 2014). Se trata de una ponderación difícil por la naturaleza exigente y diferente de cada valor (paz, justicia). Se trata, además, de un conflicto aun no terminado sobre el que se usa insistentemente el término “esperanzas”. Cuán fundadas estén las mismas depende de un complejo juicio empírico. Es difícil hacer análisis filosófico sobre la marcha de acontecimientos que cambian hora a hora. Los colombianos -y nosotros- tendremos claridad cuando el “búho de Minerva levante su vuelto al atardecer”.