I. Introducción
Supongamos que un juez penal ha valorado ya todos los elementos probatorios incorporados al proceso –el debate oral está cerrado y está escribiendo la sentencia– y concluye que está probado que p (donde “p” significa que A mató a B). En ese momento, cuando está por escribir dicha conclusión sobre la cuestión fáctica, ingresa muy agitado en su oficina el secretario del tribunal, para advertirle que en la televisión acaba de aparecer una persona diciendo que no es verdad que p (es decir, que no es verdad que A mató a B), y que lo ha demostrado de modo terminante. ¿Qué puede o incluso debe hacer un juez frente a una situación así?
Con este ejemplo quiero mostrar que no es tan sencillo sostener que entre prueba y verdad no hay, en ninguna circunstancia, una relación conceptual (así Ferrer Beltrán, 2005). Si realmente no la hubiera en ningún caso, en un proceso penal sería viable decir que está probado que p aun cuando el juez sepa –y se sepa– que p es (muy probablemente) falso, y eso no parece plausible.
El objetivo principal de esta investigación es objetar esa tesis y demostrar que, dadas ciertas condiciones (a saber: que se trate de un proceso penal legítimo en términos de Estado de derecho y de prueba para condenar), la relación entre prueba y verdad puede ser conceptual, en el sentido que luego explicitaré. Llevo a cabo la demostración específica de esa tesis principal en la segunda parte de este trabajo (véase Pérez Barberá, 2020b, en este mismo volumen). En esta primera parte me ocupo de sostener y justificar algunas tesis que, si bien son secundarias respecto de aquella, resultan muy relevantes para la presente discusión.
Concretamente, explicaré por qué, en materia de verdad, asumo una posición realista, y más específicamente explicitaré que, toda vez que hable de “verdad”, lo haré en términos de verdad como correspondencia. Debe quedar claro, entonces, que aun cuando más abajo me detenga en varios de los problemas epistemológicos que genera esta noción sustantiva de verdad (infra, IV), es la correspondencia entre enunciado y mundo la referencia que, a mi juicio, determina qué puede ser tenido por verdadero en un proceso penal (aceptándose como definición de “verdadero” la fórmula semántica de Tarski). Ello implica dejar de lado –por conceptualmente incorrecta y normativamente inviable en el marco de un proceso penal legítimo– toda concepción narrativista o de cualquier otro modo relativista de la idea de verdad.
Ahora bien, como es muy usual que, a partir de la interpretación que hizo Popper de la definición de Tarski, se invoque a este último autor como una suerte de “representante sofisticado” de la idea de verdad como correspondencia, me permitiré señalar mi disenso con esa interpretación e intentar mostrar cuál es, a mi modo de ver, la conexión –meramente contingente– que puede presentarse entre la definición de Tarski y el concepto sustantivo de verdad como correspondencia (infra, II).
Finalmente, sostendré que, en los términos que luego especificaré, existe una relación conceptual entre justicia (retributiva) y verdad como correspondencia, y me ocuparé, asimismo, de otras asunciones normativas propias de lo que, en nuestro ámbito cultural, consideramos procesos penales –y sistemas probatorios– legítimos (infra, III).
II. Concepto y criterios de verdad: la neutralidad de la definición de Tarski
Un trabajo sobre la relación entre prueba judicial y verdad no puede desentenderse de la cuestión de qué significa “verdadero”, tanto en ese marco y en general, y obliga por tanto a ingresar, siquiera someramente, en la discusión sobre el concepto de verdad, y a distinguir entre concepto y criterio de verdad. Comencemos con la fórmula de Tarski.
Tarski, como es sabido, define “verdadero” del siguiente modo: “p” es verdadero si y solo si p. O con su ejemplo: “la nieve es blanca” es verdadero si y sólo si la nieve es blanca (Tarski, 1944, p. 70). Nótese que lo entrecomillado es el enunciado portador de verdad, expresado en lenguaje objeto, y que lo desentrecomillado es la referencia, expresada en metalenguaje.1 Con esta formulación, sin embargo, Tarski no toma partido por ninguna noción sustantiva de verdad. Es decir, para Tarski, el enunciado “la nieve es blanca” será verdadero si puede decirse que la nieve es blanca. Pero no le interesa en base a qué pueda decirse que la nieve es blanca. Le da igual si se piensa que ello puede afirmarse porque en el mundo la nieve es blanca, o porque “la nieve es blanca” es un enunciado coherente con otros enunciados relevantes en un contexto dado, o porque, de conformidad con un proceso justificatorio ideal, todos están de acuerdo con que la nieve es blanca, etc.
Dicho de otro modo, a Tarski no le interesa si se defiende un concepto sustantivo de verdad como correspondencia, o de verdad como coherencia, o de verdad como justificación en condiciones ideales (o como consenso ideal), etc. No le interesa si quien quiere definir “verdadero” es un realista o un idealista. Lo que él pretende es ofrecer una definición de ese término que pueda ser válida para cualquiera que utilice dicho predicado, sin que importe la noción sustantiva de verdad que considere correcta (Tarski, 1944, pp. 95 ss.).
La definición de Tarski es semántica porque conecta un enunciado con una referencia, pero se desentiende respecto de la cuestión de cómo ha de tenerse por dada la referencia, que es precisamente lo que diferencia a las distintas concepciones sustantivas de la verdad. Hay muchas “semánticas”, o diversas variantes de lo que se propone entender por semántica (véase al respecto Corredor Lanas, 1999). Pero, fuera de ello, lo que caracteriza a toda semántica es el hecho de ocuparse del problema del significado y, por ende, de la relación entre lenguaje y referencia, o entre los enunciados y sus condiciones de verdad (Devitt el al., 1999, pp. 19 ss.). Una definición semántica de “verdadero”, en consecuencia, es aquella para la cual lo que es verdadero tiene que poder ser dicho en función de una referencia. Pero, como dije, una definición de esa índole –como la de Tarski– puede ser neutral respecto a cuál debe ser esa referencia (el mundo, un conjunto de enunciados, un determinado consenso, etc.).
Sin embargo, esta definición de Tarski (en parte por algunas expresiones suyas)2 ha sido interpretada por Popper,3 y por algunos juristas y filósofos del derecho muy influyentes que lo siguen (como, entre otros, Taruffo y Ferrajoli),4 como una suerte de versión más sofisticada de la noción aristotélica de verdad como correspondencia, que prefieren no adoptar por considerarla ingenua, a partir de, a mi juicio, una mal direccionada aversión metafísica. Es decir, consideran a la definición de Tarski como una abreviatura formalmente más adecuada de una teoría sustantiva o robusta de la verdad entendida como correspondencia entre enunciado y mundo. Dicha interpretación, sin embargo, no parece consistente con la expresa aclaración de Tarksi en el sentido de que su definición de “verdadero” es neutral respecto de todos los conceptos sustantivos de verdad.5 Su definición, por tanto, puede ser compatible con la noción de verdad como correspondencia, pero también con cualquier otra noción de verdad.6
Tal vez en general, y con más seguridad para el contexto propio de este trabajo, no tiene mayor interés intentar determinar a priori cuál es el concepto sustantivo correcto de verdad. En cambio, sí puede ser de más utilidad inferir cuál es el concepto de verdad que de hecho ha sido asumido en una práctica concreta a partir de la observación del método empleado en dicha práctica para justificar que un enunciado pueda ser considerado verdadero. Esa metodología o test que justifica tener a algo como verdadero es lo que se conoce como criterio de verdad. Corresponde, en consecuencia, ocuparse aquí brevemente de la distinción canónica entre concepto y criterio de verdad.7
Una explicación sencilla puede ser la siguiente: un concepto de verdad pretende explicarnos qué es la verdad (como lo hace, entre otros, el concepto de verdad como correspondencia), mientras que un criterio de verdad es una metodología para obtener enunciados que puedan ser tenidos por verdaderos en forma racional o justificada. Esto significa que, en rigor, los criterios de verdad se relacionan no sólo con el problema de la verdad, sino también, y especialmente, con el problema de la justificación. Los criterios de verdad más conocidos y aplicados en investigaciones fácticas estructuradas son, entre otros, el de la verificación empírica y el de la coherencia. Este último, en efecto, aunque ingresó a la discusión epistemológica como concepto de verdad, es visto
por la mayoría como un criterio de verdad (véase Rescher, 1985, pp. 495 ss. –que lo postula como concepto de verdad; Haack, 1978, pp. 110 ss.; Pintore, 1996, pp. 23 ss.).
Si el criterio de verdad utilizado es, por ejemplo, el de la verificación empírica, entonces lo que permitirá decir que “p” es verdadero es la verificación, en el mundo, de que p. Es decir, lo que habilitará decir que “A mató a B” es verdadero es verificar, empíricamente, que A mató a B. Y si es esa verificación respecto de la muerte de B por obra de A lo que permite afirmar que el enunciado “A mató a B” es verdadero, entonces es claro que, en ese marco, el predicado “es verdadero” será válido en la medida en que haya correspondencia entre enunciado y mundo.
Por supuesto que establecer si se da –o no– dicha correspondencia dependerá, en definitiva, de lo que sepamos, pero ello no altera el hecho de que sea esa correspondencia lo que nos tenga que interesar como referencia si el criterio de verdad que utilizamos es el de la verificación empírica. Si, en cambio, se sostuviese que lo único que permitiría fundar que “p” es verdadero es, por ejemplo, el logro de un consenso ideal al respecto, entonces no sería una correspondencia entre enunciado y mundo lo que habilitaría predicar la verdad de “p”, sino el logro de dicho consenso. Pero tanto en uno y en otro caso sería válida la fórmula de Tarski según la cual “p” es verdadero si y sólo si ..
Hay algún tipo de compromiso conceptual, entonces, entre el concepto de verdad que se asume y el criterio de verdad que se usa. Si se asume como correcto al concepto de verdad como correspondencia, entonces verificación empírica y coherencia son criterios de verdad que se tienen que emplear. Del mismo modo, puede decirse que si una práctica determinada de justificación aplica de hecho, como criterios de verdad, a la verificación empírica y a la coherencia, entonces es forzoso admitir que esa práctica justificatoria asume como correcto al concepto de verdad como correspondencia.
De esto, por supuesto, no se sigue que verificación empírica y coherencia sean los únicos criterios de verdad aplicables cuando se asume como correcto el concepto de verdad como correspondencia. Todo lo que pretendo señalar es que, asumido un determinado concepto de verdad, habrá algunos criterios de verdad que se tendrán que aplicar y otros que no se podrán aplicar; o dicho lo mismo pero de un modo reconstructivo: si se aplican determinados criterios de verdad, es porque se ha asumido un determinado concepto de verdad.
Fuera de ello, que es válido en general, en el contexto específico de procesos judiciales propios de un Estado de derecho debe tenerse presente que es forzoso que ciertas prácticas procesales adopten determinados criterios de verdad (al menos si pretenden ser prácticas legítimas), y ello comprometerá a esas prácticas con un concepto de verdad. Si –al menos para determinados escenarios– un proceso penal debe obtener y ofrecer enunciados fácticos justificados que digan algo respecto del mundo y que puedan ser tenidos por verdaderos, entonces en esa clase de proceso judicial se adoptará a la verificación empírica como criterio de verdad (entre otros) y se asumirá como correcto un concepto de verdad para el cual “verdadero” sea lo que es el caso (tal como ocurre con el concepto de verdad como correspondencia) y no lo que se puede considerar justificado.
Esta es la razón por la que, a mi juicio, si se pretende describir la práctica probatoria –y su resultado– de procesos penales legítimos en términos de Estado de derecho, no puede ser acertada ninguna variante de las nociones “narrativistas” de verdad, de acuerdo con las cuales verdad sería lo que dice el juez y no lo que es el caso (paradigmático al respecto Kelsen, 1960, pp. 249 ss.). Esto, sin embargo, es lo que intentan muchos procesalistas a través de la idea de “verdad forense” u otras similares. Sobre esto volveré en la segunda parte de esta investigación (Pérez Barberá 2020b, sección II).
III. Justicia, verdad y prueba legítima
Aquí quisiera destacar, ante todo, que hay un vínculo conceptual entre justicia y verdad, en particular entre justicia retributiva y verdad entendida como correspondencia. Esa clase de justicia, arquetípica en los procesos discursivos que derivan en la aplicación de una sanción penal o de una sanción moral, está inescindiblemente ligada, en efecto, a esa idea de verdad.8
Esto es así porque retribución es “reacción merecida”, y sólo puede merecerla quien, en el mundo, haya hecho lo que justifica esa reacción, es decir: quien realmente lo haya hecho. Precisamente en esto, en reaccionar contra alguien porque se lo merece y en la medida de su merecimiento, es en lo que consiste el núcleo normativo de la retribución.9 Dicho a modo de ejemplo, sólo si es verdad que el acusado de un crimen cometió –en el mundo– ese crimen, merecerá un reproche penal y moral (y un castigo penal y una sanción moral), y por tanto será justo el reproche e injusta la ausencia de reproche. La relación entre justicia retributiva y verdad como correspondencia (porque interesa lo ocurrido en el mundo, y no –o no solamente– lo ocurrido en el proceso) es conceptual, por tanto, ya desde una perspectiva intrínseca o definicional: no hay merecimiento sin verdad –en ese sentido correspondentista– de lo que se atribuye.
Es entonces este vínculo interno entre verdad y culpabilidad, entre verdad y merecimiento, lo que explica la duda planteada en la introducción a partir del ejemplo con el que comienza: si “p”, allí, significa que el acusado es culpable, no sería justo que, en un proceso penal en el que la justicia retributiva juega un papel (como es el caso en los procesos penales de los Estados de derecho), pueda decirse que está probado que p si se sabe ya, de un modo público y serio, que p es falso o probablemente falso.
Cabe preguntarse, no obstante, por qué en un Estado de derecho puede reputarse legítimo, aunque sea injusto desde un punto de vista retributivo, que en un proceso penal se absuelva a un acusado respecto del cual se conoce su culpabilidad. Si el único output legítimo de un proceso penal fuese un enunciado consistente con la idea ya descripta de justicia retributiva, entonces una solución de esta clase sería ilegítima, porque absolver a quien se sabe es culpable es retributivamente injusto.
Sin embargo, en esa clase de procesos la justicia retributiva no es todo lo que importa en términos de legitimidad. Además de ello resulta dirimente, entre otras cosas, el respeto a ciertas reglas vinculadas con la prueba, en especial con la incorporación y la valoración de la prueba. En esa línea se entiende que, para que una condena penal en un proceso de esas características pueda ser tenida como legítima, es indispensable no sólo que se pruebe la culpabilidad del acusado, sino que se la pruebe de conformidad con determinadas normas, como por ejemplo –entre otras– las que prohíben la incorporación o la valoración de prueba obtenida ilícitamente, al menos en circunstancias crasas.
Tanto lo relativo a qué prueba debe ser considerada no incorporable ni valorable por ilícita, como lo vinculado a los fundamentos morales de esas exclusiones o prohibiciones de incorporación o, si hubo ya incorporación, de valoración probatoria, son cuestiones cuyo tratamiento excede el marco de este artículo, dado que requieren trabajos monográficos específicos (véase al respecto, por todos, Guariglia, 2005). Sin perjuicio de ello, basta aquí con dejar sentado, a modo de resumen, que existen al menos dos tipos de argumentos a través de los cuales puede justificarse moralmente que, en casos como estos, sea legítimo apartarse del mandato retributivo que obliga a condenar al culpable. Dejaré de lado justificaciones consecuencialistas porque, aunque no puedo detenerme aquí para fundarlo, me parecen implausibles.10 Sí tomaré en cuenta dos clases posibles de argumentos deontológicos.
Un primer grupo de argumentos deontológicos puede ser caracterizado como procedimental y tiene base contractualista. Conforme a éstos, si el proceso penal está diseñado de forma tal que sus reglas no admiten prueba ilícita, entonces es moralmente obligatorio que esas reglas sean respetadas, porque no hacerlo implicaría incumplir la promesa que el Estado hace a los ciudadanos de juzgarlos en función de tales reglas (Nanzer, 2014, pp. 284 ss.). Esta clase de argumentación explica bien por qué es moralmente correcto que los jueces acaten esas reglas, pero no da cuenta de por qué éstas son moralmente correctas y por qué, por tanto, es correcto incorporarlas a un sistema procesal, pese a que, como se dijo, su acatamiento implica consagrar una injusticia en términos de retribución (a saber: la absolución del culpable).
El otro grupo argumental de esta clase, que podría ser caracterizado como sustantivo, sí sería apto, en cambio, para justificar la corrección moral incluso de la incorporación de reglas de exclusión probatoria en el sistema normativo que regula un proceso penal. Estos argumentos se vinculan, en especial, con la posición de dignidad que se le reconoce al imputado, de acuerdo con lo cual no es admisible que el cumplimiento de la finalidad de dar con la verdad justifique cualquier medio que permita esa averiguación. De esto derivan una serie de derechos fundamentales de los que goza un imputado en un Estado de derecho que, en la práctica, actúan como límites infranqueables para la búsqueda de la verdad.11
Ahora bien, esta posibilidad de dejar de lado la verdad es moralmente admisible sólo si la verdad perjudica al acusado o, mejor expresado: sólo si la verdad puede implicar su condena. Básicamente porque ninguna realización del valor justicia puede estar justificada si eso ha tenido como costo una vulneración seria de la dignidad del culpable. Dicha seriedad, por su parte, dependerá de una ponderación acerca de cuán cruenta tiene que ser la ilicitud de la prueba y cuán grave el delito investigado para que la exclusión de aquella esté moralmente justificada (véase al respecto, por todos, Kühne, 2007, pp. 516 ss.).
Si, por el contrario, la verdad puede implicar la absolución del acusado porque ratificaría su inocencia, entonces el principio retributivo no admite ninguna flexibilización. Esto último requiere, por supuesto, su propia justificación moral. En particular es dependiente de una teoría de la justificación del castigo que pueda dar cuenta de la corrección moral de una práctica penal que no admita en ningún caso la condena del inocente pero que sí admita, en ciertas ocasiones, la absolución del culpable. He desarrollado una teoría así en otro lugar y corresponde, por tanto, remitir ahí (Pérez Barberá, 2014, pp. 1 ss. y 13).12
Por otro lado, hay razones conceptuales por las que, en un proceso penal, es necesario que “p” sea verdad si significa la culpabilidad del acusado. En efecto, si, como correctamente lo propone Caracciolo, corresponde distinguir entre decisión judicial como acto y decisión judicial como norma (individual), entonces una sentencia de condena estará justificada como norma individual sólo si es verdad que p (Caracciolo, 1988, pp. 41 ss.), porque sólo en ese caso habrá subsunción correcta. Mientras que, como acto, para que una condena esté justificada bastará con que el enunciado fáctico que resume la premisa menor del silogismo judicial esté probado, aunque no sea verdadero.
Una decisión absolutoria, por su parte, por supuesto que estará justificada como norma (y como acto) si en el proceso se constata que no p; pero también estará justificada (como acto p como norma) si en la sentencia se acaba afirmando que no está probado que p. Porque en tal caso la norma sustantiva que –a contrario sensu– se aplica es la norma constitucional que exige prueba de la culpabilidad para condenar,13 y el sustento empírico de la aplicación de esa norma puede ser tanto la comprobación efectiva de la inocencia del acusado cuanto la no comprobación de su culpabilidad.
En suma, si por razones normativas no es admisible, en ningún caso, condenar a un inocente, y si por ello es exigible, para toda sentencia condenatoria, que sea verdad –entendida como correspondencia– que el acusado es culpable y que ello esté probado, entonces, desde un punto de vista institucional, es necesario que el proceso penal tenga como meta la averiguación de la verdad, así entendida. Desde un punto de vista objetivo, por su parte, para condenar es necesario que el acusado seaculpable y que eso esté probado. Y desde el punto de vista del juez esto implica que, para condenar, él tiene que poder decir que cree justificadamente que el acusado es culpable o que acepta su culpabilidad únicamente por razones epistémicas (sobre esto vuelvo con más detalle en la segunda parte de este trabajo: Pérez Barberá 2020b, sección III). Esto implica la ausencia o el desconocimiento de razones epistémicas que, de modo razonable, pongan en duda dicha culpabilidad. Sólo en tales circunstancias se podrá tener por verdadera –y el juez podrá tener por verdadera– a la culpabilidad del acusado del modo en que lo exige la justicia retributiva.
IV. Verdad y justificación
La relación entre prueba y verdad es, en rigor, una instanciación específica de la relación entre justificación y verdad (como correspondencia). Es pertinente, entonces, revisar esta última relación con algún detenimiento. Porque mucho de lo que se concluya respecto de este vínculo más general será aplicable a la relación más específica entre prueba (judicial) y verdad. Además, la idea misma de verdad como correspondencia –en especial cuando se la contrapone con lo que se entiende por justificación– obliga a efectuar una serie de distinciones, porque de lo contrario se produce confusión.
A. Prueba equivale a justificación
Es sabido que la noción de verdad como correspondencia viene afectada por una carga ontológica14 que, por sus características, provoca considerables dificultades epistemológicas. La primera que cabe señalar es la siguiente: dado que la referencia a tomar en cuenta es el mundo objetivo, por muy elementales cuestiones de lógica inductiva no es posible saber con certeza si un enunciado fáctico es verdadero. Un ejemplo simple: no podemos decir que es seguro que, si caliento un trozo de metal, éste se dilatará; porque mi conocimiento de que se dilatará proviene de la experiencia, y de la experiencia no se obtienen conclusiones definitivas (Hempel, 1945, pp. 1 ss. y 97 ss.). Lo mismo cabe para enunciados singulares, del tipo “. mató a .”. Se trata de conocimiento inductivo, no deductivo, y por lo tanto la verdad de las premisas no se traslada a la conclusión, que en consecuencia será forzosamente probable (Röhl, 2001, pp. 117 ss.; González Lagier, 2018, pp. 25 ss.).
Sin embargo, una determinada clase y grado de probabilidad puede autorizar a tener a algo –al menos provisoriamente– por verificado (o cuanto menos por confirmado: Hempel, 1945, pp. 2 ss.), y, por tanto, por no falso, y en ese sentido provisorio por verdadero. Quien tenga preferencia por concepciones pragmatistas de la verdad puede referirse a esto como el “uso de respaldo” (endorsinguse) del predicado “verdadero” (Rorty, 1991, pp. 127 ss.).
Ahora bien, en determinados ámbitos, para lograr esa probabilidad debe trabajarse metódicamente, de forma tal que dicho resultado pueda ser apreciado como racional según determinados parámetros intersubjetivamente admitidos y, por ello, como fiable. Ese procedimiento mediante el cual, con apoyo en datos o evidencias y en razones argumentalmente articuladas, se intenta demostrar que algo es verdadero (si se trata de un discurso teórico) o correcto (si se trata de un discurso práctico), es lo que en teoría del conocimiento se denomina “justificación” (por todos, Grundmann, 2008, pp. 223 ss. y 277 ss.), sin perjuicio de que, como se verá enseguida, también puede haber justificación casual o no metódica.
Es claro, entonces, que en un contexto judicial la prueba equivale a la justificación, no a la verdad. Porque no es la prueba, obviamente, sino lo que es el caso lo que determina la verdad o falsedad de los enunciados fácticos; la prueba simplemente posibilita que, por el modo en que aquellos han sido obtenidos, pueda racionalmente tenérselos por verdaderos. Sea, entonces, que se hable de prueba en el sentido de “resultado probatorio”, sea que se lo haga en términos de “actividad probatoria” (véase al respecto Ferrer Beltrán, 2005, pp. 31 ss., 41 ss., 56 y passim ), se estará haciendo referencia siempre a diferentes instancias de un proceso de justificación: o bien a su resultado o conclusión, o bien al apoyo de esa conclusión.15 El enunciado “está probado que p” expresa, precisamente, la conclusión o resultado de un acto o proceso de justificación tendiente, en última instancia, a dar razones para creer en la verdad de p.
B. Verdad no equivale a justificación
La cuestión relacionada con el vínculo entre verdad y justificación es la segunda particularidad –y complejidad– con la que nos compromete la idea de verdad como correspondencia (véase Rorty, 1998, pp. 1 ss.; Habermas, 1999, pp. 230 ss.). Ferrer Beltrán sostiene que prueba no equivale (metafísicamente) a verdad, y en eso, sin dudas, acierta (véase Ferrer Beltrán, 2005, pp. 31, 35 ss. y passim; más en detalle sobre esto Pérez Barberá 2020b, sección II). Prueba, como ya dije, en todo caso equivale a justificación, asumiéndose, por las razones que enseguida daré, que verdadero y justificado no son predicados coextensivos (así Wright, 1994, pp. 71 ss.). En efecto: concluir que está probado que p no implica afirmar que es verdad que p, sino que, en un contexto determinado, está justificado afirmar que p.
Esta tesis de la separación entre verdad y justificación, no obstante, ha sido cuestionada por los partidarios de las denominadas concepciones epistémicas de la verdad, que en tanto tales se oponen al concepto de verdad como correspondencia.
Algunas obras de nombres ilustres ([primer] Habermas, 1972; Putnam, 1981;16 Rescher, 1985; Rorty, 1991, 1998, entre otros) se asocian automáticamente a este punto de vista. Se las llama concepciones “epistémicas” de la verdad porque, según éstas, la verdad deja de ser algo relacionado con una referencia externa a nuestras mentes (lo que implica, como se dijo, rechazar la idea de verdad como correspondencia, que precisamente asume esa externalidad) y pasa a ser algo vinculado únicamente con nuestro conocimiento (véase Davidson, 1990, pp. 305 ss.). Conforme a este punto de vista, entonces, no hay diferencia entre verdad y justificación, porque verdad no sería otra cosa que afirmabilidad justificada. Es decir, verdadero sería lo que podemos afirmar justificadamente, en condiciones ideales o factuales, según cuál sea el punto de vista que se asuma al respecto.
Para quien, en concordancia con la intuición más generalizada, asume el concepto de verdad como correspondencia, la afirmación de que justificación (y prueba) no implica verdad es trivialmente cierta. Si, en cambio, se asume un concepto epistémico de verdad, entonces deja de ser trivial la discusión referida a la diferencia analítica entre prueba y verdad; lejos de ello, en tal caso, asumiéndose una carga argumentativa especial porque se trata de una concepción menos intuitiva, se tiene que demostrar que ambos términos son equivalentes o que tienen la misma extensión.
Las concepciones epistémicas de la verdad no resisten, a mi juicio, una objeción contundente: quienes opinan que verdad equivale a justificación fáctica (como Rorty), se ven sorprendidos por la rudeza de la historia de la ciencia o por hallazgos simples ocurridos durante nuestra vida cotidiana: múltiples afirmaciones en su momento justificadas han quedado evidenciadas luego como falsas, y ello seguramente continuará ocurriendo. Y quienes, para escapar de esta objeción simple, incrementan la exigencia a una justificación en condiciones ideales (como Putnam, Rescher y el primer Habermas), no advierten que ello importa negar el carácter falible de nuestro conocimiento. Porque, como ha señalado Lafont, tal tesis entraña admitir que, alcanzadas esas condiciones ideales de justificación, lo que resulte de ésta no sería ya discutible ni falsable. Y ello implicaría asumir la no falibilidad del conocimiento humano, algo manifiestamente falso también a la luz de la historia de la ciencia y de nuestra experiencia cotidiana (Lafont, 1994, p. 1017).17
En tanto, entonces, se esté en contra de cualquier concepción epistémica de la verdad, sea que se prefiera un concepto de verdad robusto (como el de verdad como correspondencia) o uno deflacionado,18 lo que se adopta es una concepción realista respecto de la verdad, tal como de hecho lo asumo en este trabajo. Porque, en definitiva, tanto para una posición robusta como para una deflacionaria que algo sea verdad no depende de la justificación, sino de lo que es el caso (por todos, Grundmann, 2008, p. 58).
Cualquiera de estas opciones realistas admite, en efecto, que verdadero y justificado son predicados con significado y extensión diferentes, y que, aunque los dos cumplen una función “normativa” (en la medida en que determinan qué se puede y qué no se puede afirmar en un discurso asertórico: así Wright, 1994, pp. 12 ss.), ambos refieren, no obstante, a normas distintas. Esto implica, ciertamente, defender una tesis –metafísica– de la separación entre verdad y justificación. Pero, como enseguida se verá, no implica sostener que, epistémicamente, la verdad no afecta a la justificación.
Verdad –como correspondencia– y justificación circulan por vías discursivas diferentes, o más precisamente: el contexto que permite aseverar que un enunciado está justificado (como resultado de una actividad justificatoria) es siempre más acotado que la referencia que permite afirmar que un enunciado es falso; precisamente por eso una afirmación puede estar justificada –o probada, que es lo mismo– y sin embargo ser falsa.19 La justificación, en efecto, es dependiente de un contexto, no así la verdad. Los predicados “verdadero” y “falso” no están sometidos a ninguna exigencia de justificación –ni metódica ni no metódica– para poder ser proferidos.
Esto se debe al “excedente” que siempre es propio de la verdad en relación con la justificación.20 Es por ese excedente característico de la verdad que una justificación puede suceder a otra e incluso coexistir con otra. Por eso enunciados que expresan el resultado de una justificación y que han sido logrados merced a un proceso justificatorio sofisticado pueden, de pronto, dejar de estar justificados si, por afuera de ese proceso, un dato aislado –y hasta azaroso–, pero terminante, demuestra su muy probable falsedad, tal como ocurre en el ejemplo con el que comienza este artículo.
Esa información aislada y no metódica tiene el mismo estatus epistemológico que la información obtenida a través de un proceso justificatorio riguroso: ambas expresan el resultado de una justificación.21 La verdad, sin embargo, excede a las dos y valida sólo a una; tiene, por tanto, poder revocatorio respecto del resultado justificatorio que no valida. Y lo mismo sucede si dos resultados justificatorios provienen de procesos metódicos sofisticados pero fundados en creencias diferentes: es perfectamente posible que, finalmente, sólo uno de ellos sea verdadero.22 La verdad, en suma, metafísicamente no depende de la justificación. Pero esto que se acaba de indicar muestra a su vez que la justificación como resultado, aunque metafísicamente tampoco depende de la verdad, en ciertos casos sí tiene respecto de ésta una dependencia epistémica.
La verdad es una propiedad incondicionada, que un enunciado tiene o no tiene y que, si la tiene, no puede perder.23 Es decir: un enunciado que hoy es verdadero o falso lo habrá sido y lo será siempre (a esto se hace referencia cuando se habla de “verdad absoluta”). Por el contrario, el “estar justificado” es una propiedad que un enunciado, sea verdadero o falso, puede tener en algún momento y, en otro, perder, según cómo evolucione lo que consideramos una justificación correcta o –como se acaba de señalar– si de pronto se conoce su falsedad. La justificación, en definitiva, si está fundada sólo en razones epistémicas puede colapsar frente a la verdad.24 Esa incondicionalidad (o no relatividad, u objetividad) es una de las características esenciales de la noción correspondentista de la verdad. Por eso no es factible asumir esa noción y, a la vez, sostener que el concepto de verdad es relativo a un contexto, o que no hay una verdad “absoluta”, etc.25
Expresiones como “la verdad absoluta es inalcanzable”,26 o “la verdad… ‘objetiva’ o ‘absoluta’ representa siempre la ‘expresión de un ideal’ inalcanzable” (Ferrajoli, 1989, p. 50, cursivas agregadas) son, pues, incorrectas. Porque del déficit epistemológico irreducible que nos impide saber si hemos alcanzado o no la única verdad posible (que es la verdad objetiva o absoluta) no se sigue que no podamos alcanzarla (terminante, en ese sentido, Carnap, 1946, p. 223; también Grundmann, 2008, p. 56). Esto fue enfáticamente señalado hasta por Popper, quien fue el que acuñó la idea de verdad como ideal regulativo (luego adoptada también por Ferrajoli y otros entre los juristas). Para Popper, en efecto, si la verdad podía cumplir esa función regulativa –o normativa– era precisamente en virtud de su carácter objetivo e incondicionado (o absoluto: Popper, 1960, pp. 169 ss.).
De hecho, seguramente alcanzamos incontables veces la verdad (objetiva o absoluta, si se prefiere mantener esa terminología), sólo que no tenemos modo de saberlo con seguridad. Ferrajoli sostiene que “[l]a idea… de que se puede conseguir y aseverar una verdad objetiva o absolutamente cierta es en realidad una ingenuidad epistemológica” (Ferrajoli, 1989, p. 50, cursivas agregadas). La ingenuidad epistemológica, sin embargo, reside en no distinguir entre “conseguir” y “aseverar”. Es cierto que no podemos aseverar que hemos conseguido (o alcanzado) la verdad objetiva o absoluta, porque, como quedó dicho, a eso nunca podremos saberlo con certeza; pero –otra vez– de eso no se sigue que no podamos conseguirla o alcanzarla.27
Es precisamente esa incondicionalidad y atemporalidad que caracteriza a la verdad como propiedad de un enunciado lo que permite que aquella pueda ser (siempre) la instancia objetiva que, desde esa posición no perspectivista, condiciona o constriñe a la justificación como resultado, obligando a que ésta sea corregida si se constata, siquiera provisoriamente, su probable falsedad.28 En este “poder de corrección” o revocatorio que tiene la verdad respecto de la justificación como resultado se aprecia ya con toda claridad cómo, epistemológicamente, hay una relación de necesidad entre verdad y justificación, que bien puede ser considerada conceptual en el sentido indicado en Pérez Barberá, 2020b, sección II (en este mismo volumen). Porque si “p” está justificado, necesariamente dejará de estarlo si se constata su falsedad. Y si esto es válido en general para la relación epistémica entre verdad y justificación, también lo será para analizar el vínculo epistémico específico que existe entre prueba judicial y verdad.
Por eso, en términos de Crispin Wright (que como vimos se refiere a la justificación y a la verdad como “normas”), habría que decir que la actividad de justificar está sometida únicamente a la norma de la justificación, mientras que la justificación como resultado, al menos si se trata de justificación exclusivamente epistémica, está sometida también a la norma de la verdad. Porque la verdad opera allí como parámetro objetivo de validación –es decir: externo a la justificación e independiente de ésta– de aquel enunciado conclusivo.29
Todavía tendría sentido distinguir entre verdad y justificación incluso si se asumiera, como lo hace Rorty, que en toda praxis investigativa lo único que interesa es la justificación (Rorty, 1998, pp. 3 ss.). En efecto: dadas nuestras representaciones actuales acerca de cuál es la única clase de justificación que aceptamos como válida (brevemente: dar y exigir razones),30 y nuestras intuiciones a favor de la existencia de desacuerdos genuinos y de la posibilidad de procesos de aprendizaje (sobre esto véase Habermas, 1981, p. 44), resulta necesaria una instancia independiente de la justificación para, en función de aquella, aunque sea en forma provisoria y siempre a partir de razones poder dirimir, precisamente, disputas de justificación.
Como ya dije, es esa instancia independiente lo que denominamos “verdad” (así Lafont, 1994, pp. 1017 ss.; también Wellmer, 1989, pp. 340 ss.). Y la idea de verdad como correspondencia, en un marco justificatorio dominado por la verificación empírica y la coherencia como criterios de verdad, tiene la virtud de que, al menos, satisface esa exigencia. Por supuesto que, por el irreducible déficit epistémico que nos impide saber si hemos alcanzado la verdad, no hay manera de dirimir en forma definitiva disputas de justificación. Pero es en función de la verdad, como instancia independiente de la justificación, que se determina qué razones han de ser cruciales para, siquiera provisoriamente, resolver tales disputas.
Se ve, entonces, que tenemos que admitir un concepto de verdad así porque eso es lo que requiere la única clase de justificación que estamos dispuestos a tomar en serio o que tenemos que adoptar, según el caso. En tal sentido, no deja de resultar curioso que el concepto más tradicional de verdad, es decir, aquel ligado a la antigua intuición aristotélica31 (pero a la que hasta Tarski quería “hacer justicia” con su definición semántica de “verdadero”),32 sea el que acabe brindando la noción de verdad que más se ajusta al sofisticado modo de concebir la justificación que es característico de la práctica científica contemporánea en investigaciones empíricas.
V. Conclusión
Las distinciones y especificaciones efectuadas hasta aquí permiten ingresar ya al abordaje del argumento central de esta investigación, vinculado a la discusión de si hay, o no, algún tipo de relación conceptual entre prueba y verdad. Como ya dije, desarrollo mi posición al respecto en la segunda parte de este trabajo (Pérez Barberá, 2020b, en este mismo volumen). Pero esa argumentación principal tiene apoyo no sólo en su fundamentación específica, sino en varias tesis secundarias relevantes para esta discusión. Esas tesis secundarias fueron desarrolladas en esta primera parte y son las siguientes:
Admití que, por razones normativas, los procesos penales que hoy consideramos legítimos asumen como correcto al concepto de verdad como correspondencia, y que, consecuentemente, aplican criterios de verdad consistentes con ese concepto, como, fundamentalmente, el de la verificación empírica y el de la coherencia.
Objeté, no obstante, cualquier intento à la Popper (como el de Ferrajoli y el de Taruffo, entre otros) de considerar a la fórmula de Tarski como una definición más sofisticada de verdad entendida como correspondencia. Consideré, por tanto, neutral a la definición tarskiana de “verdadero”, y apta, en consecuencia, para definir cualquier concepto sustantivo de verdad.
Me opuse a lo sostenido por Ferrajoli, Taruffo y otros en el sentido de que la verdad absoluta sería inalcanzable, o que la verdad que importa en los procesos judiciales sería irreduciblemente relativa, etc. Mostré que estos autores no han diferenciado adecuadamente el problema epistemológico de no poder saber con certeza si hemos alcanzado la verdad, de la cuestión ontológica (y semántica) de si, de hecho, la hemos alcanzado.
Sostuve que hay disputas de justificación genuinas y que, por tanto, pueden dirimirse. Enfaticé que por eso es necesario reconocer en la verdad un parámetro objetivo (esto es, incondicionado y externo a la justificación) en función del cual aquellas disputas pueden ser resueltas, siquiera provisoriamente y, por cierto, con base en razones. Insistí en que el concepto de verdad como correspondencia, en tanto postula a la verdad como una propiedad genuinamente externa a la justificación, es consistente con dicha función.
Defendí, en suma, una tesis de la separación entre verdad y justificación, es decir, una tesis que niega que ambos predicados sean coextensivos. Como “verdad”, entonces, no equivale a “justificación”, rechacé cualquier concepto epistémico de verdad. Adherí, por tanto, a quienes defienden una intuición realista en materia de verdad. Conforme a ello, especifiqué que la verdad no depende de la justificación, pero que la justificación (como resultado) colapsa si se detecta su falsedad. Dije entonces que, en ese sentido, sí existe una dependencia de la justificación respecto de la verdad.