Sumario: I. Objeto y aproximación. II. Algunos rasgos generales de la teoría del control parlamentario. III. ¿Son parlamentarismo y presidencialismo términos homogéneos a efectos de comparación en la función de control? IV. El impacto del sistema de partidos en el presidencialismo. Los peligros del entendimiento absolutista o separatista de la separación de poderes. V. Instrumentos de control. VI. Conclusiones.
I. Objeto y aproximación
Dada la amplitud del objeto, y de las diferencias entre presidencialismo y parlamentarismo y la racionalización del primero en Iberoamérica, me aproximaré a la cuestión a través del control del gobierno por el Parlamento, que es, asimismo, una forma de estudiar las relaciones entre ambos órganos constitucionales y, sobre todo, la construcción de la democracia representativa. No analizaré los distintos instrumentos de control, pues se necesitaría un tratado, me limitaré a revisar el concepto y sentido de esta función parlamentaria y a extraer consecuencias generales en el presidencialismo, pero esta perspectiva coadyuva a comprender la actividad de cualquier Parlamento desde la lógica de la división de poderes,1 y, desde esa atalaya, visualizar también cómo regular y aplicar mejor dichos instrumentos.
Tiene indudable interés estudiar la función de control tanto en el parlamentarismo como en el presidencialismo por encima de las concretas normas de cada ordenamiento. Afrontaré una reflexión fundada en principios, expuesta de forma deductiva antes que inductiva, y ubicada por encima de las fronteras, porque el problema —creo— es esencialmente el mismo en todos los Estados democráticos, el control constitucional del poder, aunque varíen las realidades, los sistemas de gobierno y las soluciones normativas.
He intentado llegar al presidencialismo iberoamericano de forma indirecta o por una carambola mediante la experiencia del parlamentarismo europeo. Me parece que tiene interés, en este contexto comparado, dar a conocer la amplísima bibliografía y el largo debate de las doctrinas italiana2 y española3 sobre la función de control, con la voluntad de divulgar las discusiones principales y permitir que autores de otros países comparen con sus propias experiencias nacionales.4 Los términos de esta controversia sobre la función de control pueden leerse con más detalle en un trabajo que he escrito en colaboración con Renato Ibrido.5
La del control parlamentario es una reflexión antigua, pero se desarrolla con intensidad en los años setenta en Italia en torno a la vieja idea de la centralidad del Parlamento. Más tarde, en los ochenta en España y en otro contexto distinto, si no opuesto, el de prolongadas mayorías absolutas de un solo partido. La controversia doctrinal en ambos países es en el siglo XXI, un debate en buena medida cerrado y con posiciones suficientemente perfiladas. De manera que cabe extraer algunas conclusiones, que —me parece— podrían tener un alcance global.6
Desde la función de control parlamentario, que nos ofrece una perspectiva democrático-representativa, pueden comprenderse numerosas actividades típicas de todas las Cámaras. No es un debate libresco y prescindible, sino esencialmente político. Es menester advertir con claridad el papel del Parlamento en cualquier división de poderes antes de crear e interpretar las normas constitucionales, así como las de los reglamentos parlamentarios, mucho menos frecuentadas por algunos, sin embargo, que tienen una importancia central. Un Parlamento es un Parlamento. Una Cámara tiene funciones principales y definitorias en cualquier forma de gobierno representativa, el control entre ellas, y también debe ser así en el presidencialismo. La función de control del gobierno es natural y consustancial a cualquier Parlamento. Otra cosa son los instrumentos previstos en las normas para ejercerla, que difieren en cada ordenamiento. Pero hace falta un momento de comprensión previa que oriente la decisión creadora de las normas y la aplicación de las mismas.
La idea de control parlamentario es parte de la idea más amplia de controles constitucionales,7 se ubica en la democracia constitucional comprendida como un sistema de controles entre órganos y poderes: de pesos y contrapesos recíprocos. Pretende asegurar la libertad de los ciudadanos y su confianza en las instituciones democráticas, impedir los abusos o irregularidades y arbitrariedades de los cargos públicos, y construir la representación política mediante el juego de los principios de transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad de los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones; porque la representación política no preexiste, sino que se construye a través de partidos y ciudadanos. Ninguna de estas cosas es posible sin un adecuado control parlamentario tanto en el parlamentarismo como en el presidencialismo. Desde el primer constitucionalismo liberal, los órganos supremos deben ser representativos y venir, por definición, moderados, esto es, limitados por otros poderes. De ahí nace el germen de la rendición de cuentas de los ejecutivos. La tendencia del constitucionalismo no puede ser configurar áreas inmunes de control, pues toda inmunidad, también la gubernamental o presidencial, reclama una justificación excepcional y reforzada en un Estado de derecho y no puede derivar en un estatuto de indemnidad o impunidad.
Esta natural extensión de la idea de control parlamentario debe abarcar no sólo los contenidos, sino también los sujetos. El tradicional control del gobierno debe extenderse hoy con prudencia a otros poderes públicos, a muy diversos tipos de administraciones y órganos o agencias independientes, e incluso en ciertos casos a algunos poderes privados cuya actividad incida en el interés general, o tenga un punto de conexión con actividades públicas.8
II. Algunos rasgos generales de la teoría del control parlamentario9
Recordemos simplemente algunas ideas bien conocidas para seguir avanzando. Durante mucho tiempo, hemos pensado que la función de control no se podía definir o sólo podía hacerse de manera residual y negativa, abarcando todo lo que no fuera función financiera y presupuestaria o función legislativa, dada la ausencia de un parámetro de enjuiciamiento, estable y normativo, de la actividad del gobierno. Pero no es así, cabe hacerlo, aunque sea de una manera flexible y algo lábil, y no resulte una definición unánime, sino mayoritaria en la doctrina científica.
Ahora bien, “control” es un sustantivo que requiere ser calificado por un adjetivo o completado por el significado de otro sustantivo: político, jurídico, información, sanción, fiscalización, verificación, injerencia, responsabilidad política. Esta indeterminación evidencia el carácter poliédrico o de geometría variable del concepto. Es así habitual diferenciar entre control-fiscalización y control-responsabilidad política, como división básica, no obstante, de que las terminologías varíen en los países.
Otro problema contemporáneo deriva de la misma amplitud del concepto de control, que corre el riesgo de cubrir toda la actividad parlamentaria en algunos análisis extensivos, algo que es poco operativo a efectos clasificatorios y conceptuales, por su excesiva amplitud, precisamente al abarcar casi cualquier herramienta. Mas, en todo caso, hemos superado un concepto estricto de control, ligado a las sanciones o incluso a las injerencias, que resulta no menos impracticable en la realidad por su pequeñez. El concepto de control debe ligarse de —forma intermedia— a dos cosas: la fiscalización de la acción del gobierno y la responsabilidad política, no obstante, admitiremos que la función de control se sustancia en actividades y actos parlamentarios con muy distinta forma y contenido.
La cuestión es bastante compleja, tanto como lo es el parlamentarismo en un Estado de partidos, desde hace mucho tiempo impulsado —y a la vez limitado— por el juego entre mayoría y minorías. El Estado de partidos ha transformado las reglas y principios del parlamentarismo.10 También lo ha sometido a una teatralización o escenificación de los debates,11 incluidos los de control, pensados en su ejercicio de cara a los medios de comunicación social antes que a la discusión en la propia sede parlamentaria. Sólo como un icono —o un mito— el parlamentarismo es ya la búsqueda de la verdad o del logos a través de procedimientos contradictorios mediante el debate entre mayorías y minorías.12
El fenómeno se resiste, por todo ello, a un análisis estrictamente jurídico, al igual que ocurre con la democracia representativa y el funcionamiento de los partidos. El control parlamentario tiene una naturaleza política y no jurídica como ocurre con el control de constitucionalidad.13 Está en manos de unos sujetos políticos, los partidos y los grupos; sobre todo carece no sólo de un parámetro de control normativo —como se ha dicho ya— sino siquiera estable. Así pueden verificarse y denunciarse los incumplimientos del programa electoral del gobierno, pero también manejarse —por sustitución— como parámetro de control el propio programa de la oposición.14
Controlar al gobierno por no hacer lo que la oposición quería hacer de estar en el poder y haber vencido las elecciones, por contradictorio que ello resulte. Cómo ponerle puertas al campo...
Cuanto he dicho puede parecer evidente, pero conviene caer en la cuenta de que muchos de los mecanismos de control actuales fueron diseñados y creados en una época en que los partidos políticos no estaban consolidados y aquí comienzan las contradicciones entre normas y realidades, y algunas de las ineficacias que conviene reparar. Para su recto funcionamiento, los instrumentos de control deben ser revisados y ajustados constantemente, corrigiendo defectos e insuficiencias y superando las tradicionales inercias parlamentarias. No es frecuente que ocurra así.
De forma complementaria, sólo unas pocas de estas herramientas suelen estar en las manos de los parlamentarios a título individual (preguntas, solicitudes de información, enmiendas…), por el contrario, la mayor parte pertenecen —de forma creciente— a los grupos parlamentarios o bancadas, al igual que el tiempo de participación en los debates. Si bien la intensidad o grado difiere en los diversos reglamentos, el fenómeno de la “agrupación” excesiva es el mismo, pero la solución no es tan sencilla como atribuir todos los mecanismos a la titularidad de los grupos, en cuanto personificación parlamentaria de los partidos, desaprovechando los esfuerzos individuales de los representantes y su libertad de mandato libre y no vinculado. Es menester encontrar un adecuado equilibrio entre parlamentarios y grupos en los reglamentos parlamentarios15 si no queremos desaprovechar esfuerzos y capacidades, y alcanzar un parlamentarismo huero, mediocre, predecible.
Por otro lado, las herramientas y procedimientos parlamentarios tienden a poseer un carácter versátil, intercambiable16 y multifuncional.17 Sirven para varias cosas en la actividad o el funcionamiento de las Cámaras, y no siempre para lo mismo, ni siquiera al tiempo, si estos instrumentos se analizan con realismo. Así, no es extraño que los parlamentarios formulen preguntas no para recibir información, que no esperan realmente obtener, o abrir una rendición de cuentas, que no siempre se consigue, sino simplemente para mandar el texto a la prensa y permitir que el representante contacte con su electorado. También es frecuente que las enmiendas individuales se presenten no con la voluntad de participar en la función legislativa, pues no se espera que sean aceptadas, sino como una técnica de control de las minorías sobre la dirección política de la mayoría con la voluntad de mantener informada a la opinión pública y denunciar los excesos o errores de la mayoría. Otro tanto semejante ocurre con el control en materia presupuestaria, que es parte de igual forma de la función presupuestaria y financiera, y pese a que esta función se monopolice por los gobiernos tanto en la iniciativa como en la aprobación. O con las comisiones parlamentarias de investigación donde más que pretender esclarecer los hechos, cosa que harán los tribunales más adelante al dilucidar la responsabilidad jurídica, las minorías tienden a contentarse con dar publicidad a algunos escándalos en la acción de gobierno y dañar a la imagen pública de sus responsable; con eso puede bastar.
¿Cuál es la ocassio? La oportunidad o circunstancia que provoca el control puede variar. En España, la reflexión sobre el control comenzó a mediados de los años ochenta en tiempos de largas mayorías absolutas del PSOE. La hegemonía gubernamental de un partido muy disciplinado y con un fuerte liderazgo presidencial hizo pensar en la necesidad del control parlamentario ante el interés general en mantener un equilibrio en la división de poderes, ya que sin control parlamentario no existe democracia representativa. La proposición es más cierta cuando mayor sea el predominio gubernamental según ocurre en el presidencialismo.18
Esta situación española de fuerte desequilibrio de poderes en provecho de la preeminencia del gobierno, si no del presidente directamente, por la ausencia de contrapesos parlamentarios eficientes —una primacía gubernamental es inevitable— coincide de alguna manera con la del fuerte hiperpresidencialismo iberoamericano que tiende a crear un tipo de democracia más elitista y menos participativa. Los propios orígenes liberales del presidencialismo en los Estados Unidos del siglo XVIII son —lógicamente— elitistas.
En otro escenario distinto, en Italia, la permanente existencia de gobiernos de coalición de centro izquierda, a causa de la fragmentación de la representación, y siempre con exclusión del partido comunista, llevó igualmente a incrementar las posibilidades de ejercicio del control parlamentario.19 Una oposición excluida permanentemente del gobierno y sin posibilidades reales de alternancia debía tener al menos como sede natural de su actividad el Parlamento. La situación no era la misma que en España, ya que el gobierno no era tan poderoso en Italia, pero la fragmentación de la representación política llevó igualmente a incrementar el control parlamentario.
Estos dos escenarios hacen pensar que control y Parlamento son, en una democracia representativa, el hábitat natural de la oposición y las minorías, y un contrapeso imprescindible del eje mayoría-gobierno. En suma, el debate sobre el control puede surgir con gobiernos monocolores o de coalición y desde la —perdida— centralidad del Parlamento o desde un parlamentarismo o un presidencialismo con robusto liderazgo presidencial.
¿Qué tiene entonces el fenómeno en común? Concluiremos que lo realmente relevante es la finalidad. Todo control parlamentario supone una decidida voluntad de un Parlamento de frenar los excesos del poder público y al tiempo contribuir a crear una opinión pública libre, mediante una constante fiscalización de la acción gubernamental, que obligue al gobierno a informar a la Cámara y rendir cuentas, permitiendo el derecho de los ciudadanos a recibir información.20
Es verdad que el presidencialismo fue diseñado, como ilustra El Federalista, para concentrar mucho poder en un solo hombre.21 Pero es no menos cierto que los padres fundadores no pretendieron edificar una forma de gobierno desprovista de controles, todo lo contrario, intentaron sobre todo escapar de la monarquía absoluta mediante un sistema de contrapesos presidenciales.
Dejaremos a un lado los decisivos controles jurisdiccionales independientes, así como los derivados de la concurrencia de los medios de comunicación social en una situación de pluralismo externo. Ahora bien, sin este trípode de controles —parlamentario, judicial e informativo— el control parlamentario por sí mismo sirve de muy poco. Por eso en las repúblicas donde la independencia judicial se viola o está seriamente amenazada, no suele tampoco existir pluralismo informativo, el control parlamentario es débil o inexistente, y los derechos políticos de las minorías tienden a desaparecer. Son vasos comunicantes amenazados por la lógica autoritaria o totalitaria de un gobierno que impide el control de su poder. El descenso de los niveles de uno de ello provoca antes o después el de los otros dos, por las conexiones que existen en el flujo de todo poder.
Por último, mas en directa conexión con cuanto precede, la participación de las minorías (como verdaderos sujetos o titulares del control),22 y la atribución por los reglamentos de las Cámaras de iniciativas y facultades de control a los parlamentarios y los grupos es una condición necesaria para la existencia del control, pero dista de ser suficiente, su eficacia requiere de la colaboración de la mayoría,23 que debe colocar a la oposición y a las pequeñas minorías en una situación en la que puedan ejercer el control:24 todo un estatuto constitucional de la oposición.25
Esta actitud democrática constituye la misma cultura política del parlamentarismo —en realidad de todo Parlamento, también en el presidencialismo— y es parte indefectible de una dirección política de Estado. Conforme a esa cultura democrática, es menester, primero, introducir lógicas previsiones normativas en los reglamentos que faciliten las iniciativas de las minorías, ejemplo, en la creación de las comisiones parlamentarias26 o en la presentación de preguntas y mociones, aunque las decisiones posteriores queden en manos de la mayoría. Más adelante, son precisas decisiones regulares de los órganos de dirección de las Cámaras —que controla la mayoría— en la organización de los trabajos: la admisión y calificación de los escritos, la formación proporcional de las comisiones, la negociación de las agendas y programas, las admisiones o rechazos de las comparecencias, etcétera.
En España, el Tribunal Constitucional ha hecho una labor impagable en el control en amparo constitucional de la regularidad de muchas de estas decisiones parlamentarias de la mayoría, con cobertura en el derecho fundamental de los cargos públicos representativos al ejercicio del cargo y a desempeñar sus funciones (artículo 23.2, CE), para permitir a los parlamentarios construir su relación de representación política de los ciudadanos.27 Mediante diversos procesos constitucionales y técnicas existen ya propuestas fundadas de trasladar a Iberoamérica este control externo, limitado y judicializado del Parlamento en defensa de los derechos políticos, según hemos auspiciado desde el Instituto de Derecho Parlamentario de la Complutense.28
La mayoría no es todo el Parlamento. El Parlamento es la casa de las minorías, de la oposición, a diferencia del gobierno y la Presidencia que es el lugar de la mayoría.29 El debate italiano y español sobre el control ha concluido señalando que el verdadero sujeto activo son necesariamente las minorías parlamentarias.
III. ¿Son parlamentarismo y presidencialismo términos homogéneos a efectos de comparación en la función de control?
¿Son parlamentarismo y presidencialismo contextos tan distintos? ¿Hasta el extremo que no quepa comparar los instrumentos de control?30
Tradicionalmente hemos explicado que el presidencialismo entraña una separación rígida de poderes, fundada en el poder de una persona que personifica la nación,31 mientras el parlamentarismo supone una división de poderes flexible basada en la integración de gobierno y Parlamento mediante un conjunto de relaciones que arrancan de una previa relación de confianza.32
Una explicación clásica y articulada en torno a varios ingredientes muy conocidos. Así, el presidencialismo entraña la elección directa del presidente por el pueblo, lo que refuerza su legitimidad y autoridad. Un ejecutivo monista donde el presidente de la República es jefe del Estado y también presidente del gobierno. La imposibilidad de disolución anticipada de las Cámaras, y una elección de las mismas y del presidente que no son contemporáneas, en consecuencia, pueden no ser simétricas las mayorías. La ausencia de una moción de censura que derribe al presidente y por ello al gobierno. La inexistencia de la cuestión de confianza a instancias del presidente. La incompatibilidad de los cargos de secretario de Estado o ministro y parlamentario. Instrumentos de control parlamentario específicos como son la ratificación por el Senado de ciertos nombramientos y actos presidenciales, controles presupuestarios y sobre la deuda pública, y, en su caso, el impeachment o la acusación y juicio político por una violación grave de la Constitución como única forma de provocar una salida anticipada del presidente.33 También la facultad presidencial de veto de las leyes y un largo etcétera de diferencias de las que se han ocupado muchas veces la doctrina científica en ambos hemisferios. En definitiva, un presidente y un gobierno separados del Parlamento.
Existen en la práctica tantos presidencialismos —y semipresidencialismos y parlamentarismos— como países. Así ocurre desde luego en Iberoamérica.34 Hay bastantes rasgos actuales de los diversos presidencialismos iberoamericanos muy distintos del modelo original estadounidense.35
Recordemos algunos: las amplias facultades de iniciativa legislativa de los presidentes en muchos países, a veces exclusiva en materia de gasto público y presupuestos.36 Los poderes extraordinarios en los Estados de emergencia que permiten al presidente suspender garantías y disponer de prerrogativas. La amplitud del veto presidencial —total o parcial— de las leyes, que le ofrece una mayor discrecionalidad que en Estados Unidos. La habilitación legislativa del presidente que le permite dictar decretos con fuerza de ley en una suerte de delegación legislativa.37 La necesidad del refrendo de los actos presidenciales, aunque no parece sea un verdadero control. El desfallecimiento de los controles judiciales independientes en bastantes casos. La debilidad de los controles senatoriales. La flaqueza del federalismo como división vertical de poderes y, ligado a ella, los problemas en la financiación de los Estados. La debilidad de los parlamentos y su escasa auctoritas frente a la fortaleza del presidente. La facultad de los ministros de participar —sin voto— en los debates parlamentarios. La elección al mismo tiempo, pero de forma separada, del Parlamento y del presidente en algunas repúblicas. El debate sobre la supresión de la regla de no reelección, que podría generar presidencias indefinidas o demasiado prolongadas, y un largo etcétera de cosas. Algunos de esos ingredientes —pero no todos— son reflejos de una vieja tendencia al caudillismo —de herencia hispánica— o al autoritarismo en unos países38 y al hiperpresidencialismo en otros.
Una diferencia esencial entre los presidencialismos —de gran relevancia para este estudio— es que muchas Constituciones de Iberoamérica han introducido facultades típicas del sistema parlamentario como límite al hiperpresidencialismo. América Latina parece presentar “un clima menos propicio para el desarrollo del régimen presidencial que los EEUU”.39
Del mismo modo, existen importantes divergencias en las regulaciones presidenciales en cada país de esa amplia región que es Iberoamérica. No todas esas notas diferenciales que he enunciado antes con carácter general están presentes en todos los Estados. Algunos desarrollos normativos desiguales son inevitables ante tantos poderes de reforma constitucional, plenamente soberanos, que no vienen obligados a seguir un único tipo ideal de presidencialismo. Así, es notoria la existencia en Argentina de un jefe de Gabinete de Ministros40 que puede ser censurado por el Congreso. Un control de responsabilidad política típicamente parlamentario.
Me pregunto si esta distinción clásica, parlamentarismo versus presidencialismo, sigue siendo una summa divisio o, por el contrario, estamos cada vez más ante un continuum: un mismo fenómeno jurídico con distintos escalones en la parlamentarización de la división de poderes y diferencias de grado. Al igual que se ha construido la teoría de la descentralización territorial y de las formas de Estado según la posición de Hans Kelsen en su Teoría general del Estado.
La presencia de dos modelos distintos de partida, uno en cada extremo de la escala, es, sin embargo, un criterio relevante. Muchos autores han sostenido, con razones de peso, que esta diferencia permite por sí misma disociar ambas cosas, dada la entidad de sus diferencias;41 recomendando profundizar en la filosofía o el espíritu de cada uno de ellos para perfeccionarlos en vez de afrontar la imposible mezcla de agua y aceite como magnitudes de distinta densidad. Quizá debiera ser así, reconstruyendo la erección del dogma, y así lo he creído durante mucho tiempo. Pero cada vez albergo más dudas respecto de la oportunidad de esta tesis, y en todo caso no parece que las normas constitucionales iberoamericanas recientes anden en ese camino. No deberíamos seguir construyendo una teoría de los sistemas de gobierno alejada de la realidad y de las normas.
Diferenciar presidencialismo y parlamentarismo hasta disociarlos, por otro lado, obliga a hacer inagotables y complejas tipologías internas a uno y otro modelo. Diversos tipos de presidencialismos de contornos imprecisos y convencionales que no dejan de generar confusión. ¿Cuántos presidencialismos existen en Iberoamérica y cuántas clasificaciones se han hecho?
Acaso es más realista concluir que puede haber tantos escalones del binomio parlamentarismo-presidencialismo como países y regulaciones, y, en consecuencia, numerosos híbridos o sistemas mixtos. De la misma manera, la doctrina ha renunciado a ofrecer un tipo universal de Estado federal, ante la multiplicidad de variantes, y advierte que federal es cualquier Estado descentralizado conforme a un principio federal. Admitiré, no obstante, que estas tesis gradualistas son lábiles y presentan algunos inconvenientes, si bien —estimo— que de menor entidad. Me contentaré por ahora con afirmar que es perfectamente posible comparar ambos sistemas, parlamentarismo-presidencialismo, al estudiar la función de control tras decantar algunos imprescindibles límites.
El dato normativo de que normalmente no exista en el presidencialismo la censura ministerial o la cuestión de confianza, como herramientas extraordinarias de control-responsabilidad política del presidente, no impide que puedan existir otras muchas herramientas de control-información muy semejantes en ambos modelos como son, entre otras, comparecencias o solicitudes de información de los miembros del gobierno, de uso mucho más frecuente que las primeras.42
Por lo demás, basta un sencillo cambio de las normas constitucionales o del reglamento parlamentario, para que algunas de las diferencias de ambos sistemas desaparezcan o se amortigüen como ya ha ocurrido en varios países de la región que establecen una investidura del presidente del Consejo de Ministros (figura diferente al presidente de la República), incluso acompañado de los demás ministros43 después de ser nombrados por el presidente, o admiten la moción de censura del Consejo de Ministros o de los ministros por separado o del vicepresidente,44 o de los funcionarios que no comparecieren, o establecen preguntas e interpelaciones y la obligatoriedad de la comparecencia de los ministros,45 o admiten la disolución anticipada del Congreso por el presidente de la República en ciertos casos tasados.46
Ahora bien, es evidente que no deben perderse de vista estos dos diferentes contextos y sistemas de gobierno. La rígida separación de poderes —y el personalismo— que entraña el presidencialismo “dificulta una interacción cercana” entre el Congreso y la Presidencia,47 pero no siempre la impide.
En suma, las reflexiones comparadas en materia de control en uno y otro sistema son metodológicamente posibles y muy útiles, primero, por la similitud de buena parte de los instrumentos en que el control se articula en los reglamentos parlamentarios, sin embargo, no de todos, y desde luego por la semejanza de los supuestos de hecho y experiencias en numerosos conflictos políticos: los abusos inherentes a todo poder.
No obstante, también es así, puesto que la misma diversidad de ambos modelos teóricos se ve seriamente atenuada por tres tendencias en la evolución de ambos sistemas de gobierno que intentaré sintetizar:
1. La parlamentarización del hiperpresidencialismo iberoamericano
Los diversos presidencialismos iberoamericanos llevan tiempo parlamentarizándose como un remedio para frenar el hiperpresidencialismo. Esto es un dato normativo fácilmente demostrable. Es una tendencia creciente en las normas constitucionales iberoamericanas, ya muy estudiada, más aún en los reglamentos parlamentarios y no hará falta que me detenga en ello.
Baste con señalar que en las Constituciones de algunos países de la región se acepta la censura o el rechazo de la confianza de los ministros de forma individual o colectiva; o existe un jefe del Gabinete o Consejo de Ministros distinto del presidente que es políticamente responsable ante el Congreso; o cabe la disolución de las Cámaras en ciertos supuestos tasados pero de amplio entendimiento;48 o se admite que los ministros puedan ser legisladores, o ser interpelados, o recibir solicitudes de datos e informes.49 Hay casi tantas variantes nacionales como regulaciones.
Ha habido de hecho distintas intensidades o grados de parlamentarización del presidencialismo iberoamericano, como ha señalado Nogueira: la adopción del parlamentarismo en periodos de la historia de algunos países, o la organización de un semipresidencialismo,50 o, mucho más frecuentemente, la introducción de herramientas propias del parlamentarismo, lo que parece ser la tendencia más general.
Tal orientación, limitar el hiperpresidencialismo con herramientas parlamentarias, lleva a la creación de sistemas híbridos. Al igual que ha ocurrido en otros escenarios constitucionales del continente latinoamericano con la hibridación de la inicial jurisdicción constitucional “difusa” agregando aditamentos propios de la “concentrada” como en México o Perú.
2. La presidencialización del parlamentarismo europeo
En el otro continente y extremo de la comparación, Europa, existe una tendencia creciente hacia un fuerte liderazgo del canciller, presidente o primer ministro. Esto ha ocurrido en Alemania, Reino Unido, Italia y España. Especialmente en España donde existe un fuerte principio de liderazgo presidencial,51 frente a los complementarios principios de colegialidad gubernamental y autonomía departamental de los ministerios52 y, sobre todo, frente a la perdida centralidad del Parlamento —si alguna vez existió— que languidece en manos de la mayoría. Una preeminencia y jerarquía presidenciales —un todopoderoso líder del gobierno y de la mayoría parlamentaria— que se han visto robustecidas hasta ahora en España, pero parecen frenarse en 2015 con el nuevo escenario que entraña lo que podemos llamar un “tetrapartidismo imperfecto”. Así ha ocurrido por la ausencia de gobiernos de coalición a nivel nacional —sólo ha habido pactos de legislatura, a diferencia de Alemania— merced a un sistema electoral que se llama “proporcional”, no obstante, que en la realidad otorga fuertes primas de sobrerepresentación a los dos primeros partidos; por una menguada responsabilidad política, a causa de la fuerte disciplina de partido que producen las listas electorales cerradas y bloqueadas; y, sobre todo, por la ausencia de una arraigada cultura parlamentaria donde se engaste confortablemente como un hábito la vinculación a la responsabilidad política según ocurre en el Reino Unido y otros países. Todo buen parlamentarismo demanda una cultura repleta de usos y convenciones y al cabo de principios jurídicos y no sólo reglas.
El modelo europeo es además en muchos casos un parlamentarismo racionalizado o fuertemente formalizado, así ocurre en España y en otros países que siguen las pautas de Alemania; un modelo diseñado en el periodo de entreguerras, entre otros por Mirkine-Guetzevitch,53 sin embargo, construido más tarde en la Ley Fundamental de Bonn por reacción a lo que ocurrió en el periodo de Weimar, y que intenta asegurarse a toda costa de la gobernabilidad. Se asocia estabilidad constitucional con estabilidad gubernamental54 y, en consecuencia, se hace muy difícil la exigencia de la responsabilidad ministerial a través de mecanismos de control parlamentario y sanción. Diego Valadés ha advertido que la restrictiva regulación de la moción de censura “constructiva”, que demanda la presencia de un candidato alternativo a la presidencia, tiene un “efecto inhibitorio”55 del parlamentarismo, que de algún modo se presidencializa; y lo mismo podríamos perfectamente decir de otros mecanismos “racionalizados”.
La “racionalización”, por cierto, no deja de ser una palabra mágica con efectos taumatúrgicos,56 tal y como los españoles hemos podidos constatar con diversas leyes así intituladas desde la Gran Recensión que comenzó en 2007. Se incluye racionalización en el título de una ley y el legislador se siente habilitado para hacer cualquier cosa bajo el impulso ilustrado de la razón económica y de la austeridad, prescindiendo de ponderar otros principios no menos constitucionales. Puede que no sea tan buena la obsesión por “racionalizar” el parlamentarismo, y que resulte mejor incrementar el debate parlamentario y la responsabilidad política como siempre se hizo. Racionalizar el parlamentarismo ha acabado por devaluarlo, embridarlo y el coste en la función representativa es muy alto.
Un parlamentarismo racionalizado y frenado en algunos países europeos, y, en todos ellos, de fuerte liderazgo presidencial, parece coincidir en su rigidez con un hiperpresidencialismo iberoamericano por más que la separación de poderes sea en el segundo caso mayor. Ya no es tan cierto que, en el parlamentarismo, el motor del sistema sea el Parlamento y no realmente el gobierno, o directamente el presidente, que ya no es un mero primus inter pares, sino un superior jerárquico.57 Algunos de los trabajos que comparan ambos sistemas en Iberoamérica y defienden las diferencias mantienen una visión idealizada y obsoleta del parlamentarismo europeo.
3. Continuidad e influencias recíprocas de los reglamentos parlamentarios
Existe una fuerte tendencia —en Italia, España e Iberoamérica y probablemente sea universal— de los reglamentos de las Cámaras a permanecer por debajo de las Constituciones, prolongando la validez y aplicación de sus normas, y a recibir influencias recíprocas de los reglamentos parlamentarios de otros ordenamientos más o menos homogéneos, ya sean parlamentarios o presidenciales: un rasgo mucho menos destacado al hablar de la fusión de ambos sistemas.
Las bases del Parlamento mexicano y de otros países de Iberoamérica arrancaron en parte de la influencia de la Constitución española de 1812 y de la experiencia de las cortes de Cádiz,58 que diseñaban un sistema parlamentario ciertamente liberal pero basado en una división de poderes extremadamente rígida —de influencia francesa— y recelosa del Ejecutivo que representaba el monarca. Un recelo que no era de extrañar en ese contexto histórico, no obstante, esta separación rígida tan doceañista pronto dejó de existir en Europa, para flexibilizarse las relaciones entre gobierno y Parlamento, y, probablemente, de haberse mantenido no habría podido funcionar. Muchos de estos rasgos permanecen aún en Iberoamérica: la existencia de una mesa —que no existen en otros modelos europeos— y que en varios países se renueva todavía constantemente; el refrendo ministerial de los actos del presidente; en ocasiones, la designación de los ministros o secretarios sin la intervención del Senado y un largo etcétera.59
Del mismo modo, recordemos que el primer comentario al Reglamento del Senado de los Estados Unidos de América arranca de la influencia parlamentaria del Reino Unido. No podría haber sido de otra manera. Es natural que uno busque fuera y donde mejor conoce soluciones para los problemas que tiene dentro y no sabe cómo solventar. En efecto, el clásico Jefferson’s Manual on Parliamentary Practice,60 que todavía se reedita, se basa en una colección de precedentes y prácticas del parlamentarismo inglés. Thomas Jefferson lo escribió siendo vicepresidente de la República y presidente del Senado de 1797 a 1801. En 1837 la propia Cámara declaró la aplicabilidad de este manual siempre y cuando no estuvieran en colisión con the rules and orders of the House. De manera que hubo al principio una cierta continuidad de las prácticas parlamentarias entre Estados Unidos y el Reino Unido por encima de continentes y modelos parlamentarios o presidenciales.61
Esta misma perspectiva, fundada en considerar términos de comparación homogéneos parlamentarismo y presidencialismo a efectos de controles, sigue un informe publicado por la Unión Interparlamentaria en 2007 sobre “Instrumentos de control parlamentario. Estudio comparativo de 88 parlamentos nacionales”,62 que incluye información sobre un compendio de prácticas parlamentarias en países como México o Brasil junto a otros como el Reino Unido, Suiza, Canadá o Japón. Si bien no se molesta en justificar esta metodología, y evidencia una cierta despreocupación sistemática que se advierte en un acusado desorden en la exposición de numerosos instrumentos, en simple acumulación o commixtio, algunos de los cuales no suelen identificarse habitualmente como técnicas de control.
Finalmente, el excelente estudio histórico de Fernández Sarasola sobre los Reglamentos parlamentarios españoles demuestra la relativa continuidad de mucha de sus normas y de las prácticas parlamentarias por encima de los frecuentes cambios constitucionales.63 Parafraseando a un clásico alemán del derecho público, podríamos decir: las Constituciones pasan, los reglamentos parlamentarios quedan.
A la vista de estas tendencias, es perfectamente válida una reflexión con voluntad comparatista sobre el alcance de la función parlamentaria de control en el parlamentarismo europeo y el presidencialismo iberoamericano.64 Cabe una microcomparación e influencias recíprocas en materia de controles, aunque ambos modelos no sean cosas idénticas, pero de ahí nace precisamente el interés de toda comparación.65 Debe eso sí actuarse con prudencia y no con mimetismos ni trasplantes automáticos que rechacen la naturaleza del órgano de acogida por la brusquedad del injerto, o las limitaciones al control parlamentario propias del presidencialismo.
Al cabo los sistemas parlamentarios son fruto de una constante evolución histórica, y no de tipos ideales, y otro tanto cabe decir de los presidencialismos iberoamericanos. Ninguno es mejor que el otro, no obstante, desde luego no son ya compartimentos estancos. El presidencialismo iberoamericano tiene en muchos países tendencias parlamentarias. Eso es un hecho.
IV. El impacto del sistema de partidos en el presidencialismo. Los peligros del entendimiento absolutista o separatista de la separación de poderes
En sentido contrario de cuanto precede, es patente que las relaciones entre mayoría y minoría son diversas en el presidencialismo que en el parlamentarismo y que el impacto en ambos del sistema de partidos, a efectos de control, puede ser diferente.66
Debemos prevenirnos frente a dos serias amenazas, sendos excesos que conviene desechar y que actúan justamente en sentido contrario. Primero, un entendimiento absoluto y separatista de la separación de poderes presidencial, desprovisto de lógica democrática alguna, que lleve a impedir los controles parlamentarios. Segundo, una excesiva proporcionalidad en la representación, que genere un sistema de partidos y un asamblearismo de las Cámaras que impida la estabilidad del gobierno presidencial.67
En el parlamentarismo un mismo partido o coalición domina por definición ambos órganos constitucionales, de no tratarse de un “parlamento colgado” (hung parliament)68 o desaparecer la confianza inicial por causas sobrevenidas, dos supuestos excepcionales respecto de la situación natural. En efecto, la mayoría gubernamental, tras la investidura parlamentaria del presidente y el otorgamiento de la confianza, es necesariamente también mayoría parlamentaria y por ello el interés de la Cámara en controlar al gobierno que ella misma ha creado corre el riesgo de debilitarse. La mayoría tiende con naturalidad en proteger al gobierno y a los ministros contra cualesquiera sanciones, preguntas, informes o posiciones críticas del Parlamento. La protección es más fuerte cuanto más serio es el escándalo y la amenaza de una petición de responsabilidad política. La literatura británica lleva décadas advirtiendo de este funcionamiento mayoritario del parlamentarismo en la realidad. Así funcionan las cosas desde hace tiempo. Se produce normalmente un control parlamentario extenso o capilar, pero poco intenso y casi siempre desprovisto de sanciones. Esta ha sido la regla general en España: “mucho ruido, pocas nueces… y escasa responsabilidad política”.
Por el contrario, en un sistema presidencial, si el presidente no goza del apoyo de la mayoría de la Cámara, o los apoyos con que cuenta derivados de gobiernos de coalición o acuerdos de legislatura son inestables y los grupos mantienen constantes disensos, el control del Parlamento al presidente puede ser muy intenso. Puede incluso transformarse en serias obstrucciones y bloqueos69 a la acción de gobierno presidencial hasta correrse el riesgo de llegar a detenerla en un impasse.
La posterior acomodación de las posiciones, como la ingenua e ilustrada “esperanza de Madison” pretendía, puede no ser sencilla. El presidencialismo iberoamericano —advierte Gargarella— tiende a “desalentar” las posibilidades de cooperación y de acuerdos, porque la oposición no puede erigirse en gobierno dada la rigidez del término presidencial.70 Este bloqueo ocurre con alguna frecuencia en Estados Unidos según hemos presenciado con el llamado fiscal cliff o abismo financiero.
Me temo que con todo este escenario se advierte bien que el presidencialismo liberal —temeroso de la democracia— diseñado por los padres fundadores estadounidenses en el siglo XVIII no podía prever el posterior impacto del sistema de partidos. Puede que el presidencialismo iberoamericano pague aún los intereses y costes de esa hipoteca. Un sistema de gobierno, el estadounidense, donde es manifiesto que no basta con la mayoría presidencial, sino que debe ser refrendada con mayorías posteriores en las dos Cámaras. Sortear este doble freno y alcanzar una triple confianza se revela casi imposible para cualquier mayoría y dificulta sobremanera la acción de gobierno.
Quizá este modelo presidencial estadounidense, tan rígido en su separación de poderes y frenado, no debiera ser mantenido en la evolución del presidencialismo en Iberoamérica, y sería conveniente efectuar modificaciones en algún caso tendentes a que no sean tan dispares las tres mayorías entre las dos Cámaras y el presidente. Bastaría con que las elecciones del presidente y la Cámara baja del Parlamento fueran contemporáneas —ya ocurre así en varios países de la región— o próximas en el tiempo para favorecer el gobierno de la mayoría. ¿Cuántas elecciones generales debe una mayoría ganar durante un lustro para poder gobernar?
Conviene traer a colación que el propio Bruce Ackerman considera no exportable el presidencialismo estadounidense: el estilo norteamericano de separación de poderes;71 una experiencia que califica como excepcional.72 Este autor estadounidense asevera —con provocación y rotundidad— que no puede servir como modelo en otros países. Llega a afirmar que no debería reproducirse una segunda vuelta de “la desastrosa experiencia latinoamericana del siglo XIX siguiendo el modelo estadounidense”.73 Se decanta por sugerir que se adopte un “parlamentarismo restringido”, controlado o limitado (constrained parlamentarism) y asimétrico (one and-a-half house solution), al modo de Alemania, Italia, España, Canadá, Japón, Sudáfrica, India y otros muchos países. Este modelo moderno y creciente —afirma— trata de controlar el poder del gobierno por el Parlamento y, a su vez, el poder de ambos por otros órganos independientes como son los tribunales constitucionales. Un modelo de controles institucionales y de parlamentarismo restringido —concluye— ofrece “a more promising path to constitutional development than the American approach”. Pues permite garantizar mejor la democracia, la profesionalidad y la protección de los derechos fundamentales, precisamente los tres grandes principios que motivaron en su día la doctrina de la separación de poderes.74
Ackerman nos recuerda la conocida experiencia del semipresidencialismo de la República de Weimar donde la Constitución de 1919 diseñó un presidente elegido directa y prácticamente libre de controles parlamentarios. Una solución que se reveló como un gran error después de que Hindenburg eligiera como canciller a Hitler.75
Consideraciones críticas semejantes se han hecho sobre el modelo de doble confianza de la Constitución de 1931 de la II República española a la vista de la experiencia de sus dos presidencias; un sistema del cual la Constitución de 1978 trató de escapar.
Sea como fuere, el camino del constitucionalismo occidental —comparto la reflexión de Ackerman— tanto en el presidencialismo como en el parlamentarismo debería consistir en asegurarse de un sistema de controles, internos y externos, y de muy diverso tipo, que embriden el poder y garanticen los derechos fundamentales y el federalismo donde sea necesario. No se trata de mantener una separación de poderes absoluta y rígida hasta el punto de impedir razonables pesos y contrapesos, porque no se advierte que otros bienes y valores constitucionales preserva esta alternativa. “Separations of power on behalf of what?”, se pregunta Ackerman, y concluye que con la tentación del separatismo corremos el riesgo de erigir el Ejecutivo en un enemigo del Estado de derecho.76
Del mismo modo, carece ya de sentido un modelo Westminster fundado en la soberanía del Parlamento, desprovisto de controles —otra versión del separatismo—, entre otras muchas razones, porque el control de constitucionalidad-convencionalidad que entraña el Tribunal Europeo de Derechos ha erosionado seriamente ese dogma, y otro tanto semejante ocurre con la Corte Interamericana. Por otro lado, y desde la lógica interna, ningún órgano constitucional puede ser titular de toda la soberanía por definición. La idea de soberanía del parlamento es tan vieja y obsoleta como la exacerbación del poder presidencial.
La rigidez y el absolutismo en la separación de poderes, en definitiva, no funcionan y es menester asegurarse de la existencia de controles que impidan presidencialismos desbordados y autoritarios. Los hiperpresidencialismos77 son en parte consecuencia de una exégesis separatista de aquel principio desprovista de un fundamento axiológico. Cualquier organización constitucional se funda en la colaboración de órganos y entes territoriales y en la existencia de controles y no en un choque de legitimidades separadas.
Por otra parte, conviene distinguir la situación del presidencialismo conforme a dos tipos de sistemas de partidos con diferentes incidencias en la función de control. Primero, un presidencialismo ligado al bipartidismo como consecuencia de un sistema electoral mayoritario: el modelo estadounidense clásico, parece resultar un diseño más estable de relaciones, aunque depende de la lealtad o disciplina de los parlamentarios respecto de sus partidos.
Segundo, diversos presidencialismos iberoamericanos en los que ha acabado por imponerse la representación proporcional y existe un pluripartidismo más o menos polarizado o extremado.78 La estabilidad de estas relaciones entre órganos deviene entonces que sea más problemática y las soluciones más complejas. Al cabo compaginar presidencialismo y la previsión constitucional de gobiernos de coalición, como ocurre ya en México tras la reforma constitucional de 2014,79 hubiera sido difícilmente imaginable hace décadas, pues se trata de una herramienta típicamente parlamentaria en su origen. No menos atípico es el presidencialismo de Argentina con un Ejecutivo dual y responsabilidad política ante el Congreso del jefe del gobierno.
Claramente, el riesgo de una obstrucción o impasse se intensifica con la unión de presidencialismo y pluripartidismo. Una pluralidad de partidos —más de cinco o seis— que no puede convertirse en mayoría gubernamental y derribar al gobierno —como ocurriría en el parlamentarismo—, puede bloquear todas las iniciativas presidenciales, exagerando o desproporcionando el control.80 Una muestra de minorías negativas que impiden el funcionamiento del sistema sin poder erigirse en alternativa ante el tiempo cerrado del mandato presidencial.
Representación proporcional y pluripartidismo son, pues, una aventura y desafío en Iberoamérica respecto del original modelo presidencialista y la de separación rígida de poderes. El diseño liberal y presidencial de los padres fundadores estadounidenses fue pensado ignorando la moderna idea de sistema de partidos y de competición entre esas fuerzas, de hecho, desconfiaban de los partidos como facciones, y poseían una filosofía política “wary of democracy”.81 Las interrelaciones entre pluripartidismo y presidencialismo, de un lado, limitan el hiperpresidencialismo y conducen a algún grado de parlamentarización, a la introducción de técnicas parlamentarias de control; y, de otro, coadyuvan a un cierto abandono del viejo entendimiento separatista o absolutista de la separación de poderes.
La ruptura de la ecuación bipartidismo-presidencialismo transforma la forma originaria de gobierno en Iberoamérica, pero no sé si llega a ser una mutación. En todo caso, no creo pueda mantenerse un coctel explosivo de ingredientes: presidencialismo, representación proporcional, multipartidismo extremado, y un entendimiento absolutista de una separación de poderes rígida que impida los controles parlamentarios.82
La reducción más sencilla de esa tremenda complejidad consiste en flexibilizar la separación de poderes rígida hasta donde se pueda en un modelo presidencial basado en una lógica personalista e introducir serios controles de las Cámaras.83 También el parlamentarismo europeo de presidente conlleva un fuerte liderazgo presidencial, mas no excluye los controles parlamentarios, usando la separación de poderes como una patente de inmunidad ni lleva a una peligrosa politización de una administración profesionalizada.84
V. Instrumentos de control
¿Es indefectible una previsión constitucional, su expresa atribución a las Cámaras, para ejercer la función de control? ¿También una regulación sistemática y separada de dichos instrumentos en los reglamentos de las Cámaras? Ni una y otra cosa son imprescindibles, aunque sean convenientes. La función de control del gobierno es inherente a todo Parlamento, por encima de las formas de separación de poderes, pues se deduce de las ideas de responsabilidad y representación política. Por otro lado, la técnica defectuosa de los reglamentos parlamentarios, incluso su obsolescencia, no debe conducir a restringir necesariamente al ejercicio de los instrumentos allí previstos; si bien en la realidad tiende a hacerlo, porque la mayoría que no se preocupa de codificar y mantener actualizado un buen reglamento que permita los debates no suele tampoco tener la voluntad de permitir ser controlada. Pero qué duda cabe de que es deseable la atribución expresa al Parlamento en la Constitución de la función de fiscalización del gobierno, al modo de un recordatorio y mandato. Tan deseable como que un moderno reglamento parlamentario codifique con voluntad sistemática algunas experiencias propias y de otros países que se estimen buenas prácticas de control.
Cabe pensar que ocupándonos de una norma atributiva de competencia a la Asamblea su naturaleza debe ser expresa y no implícita, en buena técnica hermenéutica, no obstante, este argumento olvida que la función de control puede reconducirse a concretas atribuciones de instrumentos que sí vengan previstas. De hecho la construcción de la función es doctrinal y posterior al uso de las herramientas. La ausencia de una norma expresa no es un obstáculo insalvable.
El texto de la más antigua Constitución italiana en 1947 no mencionaba expresamente la función de control. A diferencia de como lo hace el más moderno artículo 66.2 de la Constitución española de 1978. Una y otra son muestras de reconocimiento tácito e implícito y de previsión expresa. Recientemente, la Ley constitucional núm. 1 de 2012, del 20 de abril, que desarrolló el principio de equilibrio presupuestario en la Constitución italiana, atribuyó la función de control a ambas Cámaras, si bien circunscrita a la función financiera y presupuestaria. Mas esto no quiere decir que no se deba proyectar sobre el resto de la función, en todo caso, esta reforma constitucional explicita la tendencia a incluir la función de control en normas constitucionales.
Los reglamentos parlamentarios de bastantes países han desarrollado de forma conjunta los instrumentos de control según parece conveniente. En España, el Reglamento del Congreso de los Diputados no dedica un único título al control, sin embargo, aborda con continuidad y de forma seguida las diversas variantes de control tras disciplinar el procedimiento legislativo. En cambio, en Italia el Reglamento de la Cámara de los Diputados en su parte III regula en un mismo título los procedimientos de dirección política, control e información con bastante exhaustividad.
En Iberoamérica, la Constitución de Bolivia reconoce la función fiscalizadora de las comisiones y el control de otros órganos competentes (artículo 158.I.19), la de Ecuador dedica la sección 2a. del capítulo segundo del título IV (artículos 129 a 131) al control de la acción del gobierno, y la de Venezuela el artículo 222.85 La Constitución de Chile atribuye a la Cámara de los Diputados la facultad de “fiscalizar los actos del Gobierno” (artículo 52.1) y, a continuación, enuncia con detalle varios instrumentos de control. Asimismo, el Reglamento de la Cámara de los Diputados de ese país, con buena voluntad sistemática, dedica el libro tercero a la información, fiscalización y otros mecanismos de control, también el Reglamento del Congreso de Perú regula de forma unitaria y sistemática (capítulo VI, sección 2a.) el “procedimiento de control político” (artículos 82 a 92).
En cambio, el Reglamento de la Cámara de los Diputados de la República Dominicana si bien afirma en su exposición de motivos que la función de fiscalización está ligada al principio representativo, se refiere luego a la función de fiscalización de las comisiones y la obligación de los funcionarios de suministrar informes y documentación (artículos 131 y ss.), así como recoge algunas herramientas de control, sin embargo, no efectúa un tratamiento sistemático y unitario de la función de control como me parece aconsejable por razones de unidad temática y tratamiento exhaustivo. No obstante, la propia Constitución dominicana (artículo 93.2) reconoce atribuciones al Congreso Nacional en materia de fiscalización y control, y regula separadamente instrumentos como son comparecencias o invitaciones a las Cámaras, solicitudes de información e interpelaciones ¿Acaso todo ello pudo servir de apoyo para un desarrollo más sistemático en el mencionado Reglamento?
No obstante, de todas estas diferencias en las normas, en las que no podemos detenernos, puede que no se desprendan en la práctica diferencias tan relevantes, aunque los matices sean esenciales en derecho.
Existe una larga convención comparada, muy extendida, por la cual reconducimos a la función de control toda una serie de instrumentos que pueden usarse, según los casos, ya sea en Pleno o en comisiones o en ambos a la vez, en la Cámara baja o en la alta o sólo en la primera o sólo en la segunda. Es una distinción por preferencia, porque algunas de estas herramientas inciden en varias funciones y prima la faceta del control en ellas.
Mencionaré algunas de estas prácticas bien conocidas:
— Preguntas, con respuesta oral o escrita, sobre cuestiones concretas, e interpelaciones sobre políticas generales que suelen abrir un debate más amplio y permiten concluir con la aprobación de una moción, ambas variantes del derecho a la interrogación y de confusa distinción en la práctica; suelen ser de menor periodicidad en el presidencialismo o venir limitadas en su frecuencia;
— Comparecencias ministeriales, exposiciones a cargo de los miembros del Ejecutivo sobre el estado del gobierno, o de otras autoridades, o incluso de ciertos funcionarios superiores responsables de esferas de decisión, o de directivos de empresas públicas o agencias independientes;
— Comparecencias, consultas y audiencias a solicitud de las comisiones, pueden servir no sólo para escuchar al gobierno, sino también a expertos o a miembros de la sociedad civil, fomentando la participación ciudadana;
— Comisiones parlamentarias de investigación creadas ad hoc y dotadas de algunas facultades para esclarecer ciertos hechos de importancia política y, en realidad, para transferir información a la opinión pública; serán previsiblemente parcas en su creación y más magras aún en su eficiencia, si la iniciativa de su erección y su funcionamiento no se deja en manos de las minorías;
— Solicitudes de información y documentación bien a instancias de los parlamentarios o de los grupos o bancadas; son controvertidos los límites a estas solicitudes derivadas del obstruccionismo de las minorías, o de la tutela de derechos fundamentales de terceros u otros bienes constitucionales por el gobierno a la hora de formular sus respuestas;
— Mociones de censura o de reprobación de los ministros por la gestión de sus competencias (responsabilidad individual frente a la solidaria) mediante distintas fórmulas, ya estén expresamente previstas en normas constitucionales o en los reglamentos parlamentarios, o generadas espontáneamente mediante usos y costumbres;
— Acusaciones constitucionales del presidente de la República, los ministros y otras autoridades por graves infracciones a la Constitución y las leyes;
— Proposiciones no de ley o mociones de impulso en las que las Cámaras manifiestan al gobierno su posición y seleccionan fines en la dirección política, participando en la acción de gobierno;
— Intervenciones inaugurales del periodo ordinario de sesiones o informes por el presidente, seguidos o no de un debate;
— Controles financieros como son la aprobación de la Ley de Ingresos y del Presupuesto de Egresos, la revisión de la cuenta pública nacional, o las bases para celebrar empréstitos o la deuda nacional;
— Controles sobre nombramientos presidenciales que deben ser ratificados por el Senado y la tradicional autorización para viajar al extranjero al presidente de la República;
— Informes de órganos auxiliares del parlamento, independientes en el ejercicio de sus funciones (defensores del pueblo,86 contralorías87 o tribunales de cuenta u órganos externos de fiscalización, consejos de radiodifusión), que coadyuvan a la labor parlamentaria de control en cuestiones específicas, y cuya presentación suele abrir un debate e impulsar la toma de decisiones;
— Comisiones mixtas o bicamerales de relación con órganos o entes;
— Y, en definitiva, un largo etcétera de procedimientos, incluso controles intraprocedimentales,88 internos a los procedimientos parlamentarios, mucho menos estudiados, como pueden ser el Comité para Legislación, o algunas labores de la Comisión de Presupuestos y la Oficina Presupuestaria, que son materialmente controles del gobierno.
El análisis de la idoneidad, eficacia y oportunidad, de cada uno de estos instrumentos de control-responsabilidad política o control-fiscalización requeriría de todo un tratado. Subrayaré simplemente algunas consideraciones generales, y, más adelante, las aplicaré a algunos ejemplos problemáticos de control en el presidencialismo mexicano.
Todos estos controles forman un sistema, responden a fines complementarios, y puede que no todos ellos sean necesarios a la vez, y que, por el contrario, resulte conveniente seleccionar y fortalecer unos frente a otros, de acuerdo con las diversas realidades y experiencias de cada país. No existe más control por simplemente acumular herramientas, que es la solución más sencilla, pero no la más eficiente.
El poder es por naturaleza “dinámico” y tiende a desbordarse, y sus malas prácticas se transforman de tiempo en tiempo, de manera que la regulación de estas herramientas no puede ser “estática”.89 Las normas de procedimiento que regulan los instrumentos de control deben ser permanentemente actualizadas en los Reglamentos parlamentarios, para impedir que queden obsoletos o vengan decodificados en provecho de la potestad reglamentaria de los órganos de dirección.
Si bien esta transformación puede igualmente producirse en usos y costumbres parlamentarias, una forma espontánea de creación del derecho, muy típica de una corporación como son las Cámaras y harto flexible. En España, la reprobación individual de los ministros no viene prevista en la Constitución ni en los reglamentos del Congreso y Senado, no obstante, estas iniciativas se tramitan y recopilan en la web del Congreso, reflejando un uso parlamentario muy consolidado; también en Italia y Alemania tuvieron una génesis espontánea.90
La lamentable experiencia de la comisión parlamentaria de investigación del caso Banesto y la actuación del señor Mario Conde, quien luego sería condenado criminalmente, pero se dirigía a los parlamentarios displicentemente o con altivez desde la Mesa, llevó a cambiar la situación de los comparecientes, bajándoles del estrado y modificando la escenografía de las comisiones, para que quedara claro quien estaba siendo investigado y respondiendo de actos presuntamente irregulares. La negativa a comparecer en las comisiones de investigación tuvo que ser tipificada como delito para asegurarse de la autoridad del Parlamento, y un largo etcétera de asuntos. Basten estas muestras de dinamismo y trasformaciones.
También la regulación de los controles debe aprovechar las oportunidades que ofrecen los nuevos medios tecnológicos —que ya no son nuevos, sino fácilmente disponibles—, para facilitar algunas cuestiones. Como puede ser la presentación de preguntas urgentes; o las relaciones de los ciudadanos con sus parlamentarios, permitiendo que les sugieran preguntas, solicitudes de información o enmiendas, o recibir información especializada mediante listas de correo; o la adecuada información institucional a los ciudadanos de la actividad de las Cámaras en sus respectivas webs; o la muy deseable aplicación parlamentaria del principio de transparencia mediante medios informáticos.
Por último, mas no en importancia, si en virtud del principio presidencial, que pospone o difiere la responsabilidad política al término del mandato, haciendo controlador de la misma al electorado y no al Parlamento,91 no se desea trasladar mecanismos de control-responsabilidad política (censura, remoción de ministros…) a Iberoamérica, muy probablemente podría bastar con reforzar e implementar con eficiencia otro tipo de controles más cotidianos y ordinarios del ejecutivo.92 Son harto habituales en la región,93 los instrumentos que solemos llamar control-fiscalización o información.94 Reforzar y consolidar estos instrumentos en el presidencialismo iberoamericano, para mantener informadas a la minoría y a la opinión pública, puede ser una vía para perfeccionar la democracia representativa y limitar los excesos.95 Al cabo, tampoco la responsabilidad política ligada a la censura y al cese funciona tan bien en buena parte de los parlamentarismos europeos.
La función del derecho constitucional, tanto en el presidencialismo como en el parlamentarismo y en cualquier fórmula de división de poderes, no es otra que controlar al príncipe: fiscalizar al poder. El gobierno constitucional es un gobierno moderado y representativo desde sus orígenes liberales en ambos hemisferios (Madison, Hume, Locke, Montesquieu…). Este razonamiento no se altera aunque los mandatarios y gobernantes sean fruto de una mayoritaria elección democrática. Un axioma que quizá algunos de los llamados “nuevos constitucionalismos” o constitucionalismos del sur o transformadores y diversos populismos96 no advierten con suficiente propiedad. Sin controles, la democracia constitucional no existe; no basta con la regla de la mayoría. El control parlamentario y la responsabilidad política son centrales, junto a los principios de independencia judicial y separación de poderes en un esquema de gobierno democrático, incluso frente a las emanaciones o esquejes del poder constituyente, que no puede actuar cotidianamente realizando funciones ejecutivas —como un poder constituido— sin violar aquellos principios. Hay una división de poderes entre poder constituyente y poderes constituidos y sus funciones no deben mezclarse.
Reseñemos ahora algunos ejemplos, sin afán alguno de exhaustividad, sino de utilizarlos como banco de pruebas de la metodología propuesta. Se trata no de solventar los problemas, sino más modestamente de advertir la necesidad de mantener la lógica de esta función parlamentaria de control a la hora de debatir sobre las regulaciones y aplicaciones más adecuadas.
En México, es clásica la controversia sobre el formato del informe presidencial.97 La Constitución (artículo 69 en su versión original de 1917, varias veces modificada) establecía que a la apertura ordinaria de sesiones, ordinaria o extraordinaria, del Congreso asistirá el presidente de la República y presentaría un informe por escrito; en el primer caso, sobre el estado general que guarda la administración pública del país; y en el segundo, para exponer las razones que hicieron necesaria su convocación.98 Una técnica con origen tanto en la Constitución de los Estados Unidos (artículo II, sección 3) que no dispone trámites de procedimiento y simplemente permite al presidente dar “información del estado de la Unión” al Congreso “de tiempo en tiempo”, como en la Constitución de Cádiz.
Se admite generalmente que el informe presidencial mexicano representa un ejercicio de rendición de cuentas al pueblo, pero hasta ahora no había llegado a configurarse como una modalidad de control-información del Parlamento. Una larga polémica se ha mantenido99 acerca de si la lectura del informe escrito debería abrir un debate parlamentario, y aceptarse preguntas o interpelaciones de diputados y senadores; o, por el contrario, se trata de un trámite formal y solemne —se ha tachado de ceremonia faraónica—, meramente protocolario tanto en la llegada como en la salida del presidente, que no viene obligado a responder, por más que los parlamentarios tiendan en la práctica a interrumpirlo con frecuencia y se resistan a escuchar como meros convidados de piedra. Algunos defienden que la inclusión de un trámite parlamentario violentaría la separación de poderes presidencial, pues se trata originariamente de un intercambio entre el presidente y el pueblo y no con las Cámaras, siguiendo la tradición de los Estados Unidos. Pero muchos entienden que difícilmente en un sistema representativo el primer representante de la nación puede no dar respuestas a los demás representantes del pueblo100 y que la ordenación del procedimiento debería transformarse.
Este segundo razonamiento me parece sólido y me hace pensar que algún mecanismo de relación entre órganos debería regularse, entre otras razones, para no ningunear a la opinión pública. Porque el pueblo en realidad no puede dialogar con el presidente, sino es mediante sus representantes ni siquiera votar en ese momento ni hasta la próxima elección presidencial; y porque cualquier procedimiento parlamentario supone por definición oralidad, publicidad y discusión. Todo ello frente al viejo discurso británico y español101 del Trono o la Corona del que emanó este instrumento presidencial, respectivamente, en Estados Unidos y en México, pero que no puede tomarse ya como modelo en el siglo XXI. En esto como en tantas otras cosas la Constitución estadounidense se ha quedado vieja. De no ser así, el presidente podría perfectamente contactar con el pueblo directamente a través de los medios de radiodifusión sin necesidad de la mediación de todo el Congreso.
Esta herramienta mexicana debería evolucionar y transformarse como ya lo hizo en sus inicios Estados Unidos, cuando Woodrow Wilson volvió a leer personalmente el informe escrito en 1913 en vez de contentarse con enviarlo, o, más tarde en 1923, cuando empezó a transmitirse por los medios de comunicación. De hecho desde 1970, la oposición emite allí una respuesta al discurso presidencial a través de los medios. Me pregunto ¿por qué seguir leyéndolo fuera de la casa y para qué sirve entonces un Parlamento? ¿No es esto una ficción? Las técnicas parlamentarias no pueden permanecer inmóviles según hemos razonado antes en línea de principios.
Restaría por resolver todo lo demás, pues la Constitución en el texto de 1917 no especificaba un procedimiento. Me pregunto ¿qué tipo de procedimiento parlamentario debería preverse? Probablemente un debate muy general y no pormenorizado ¿Quién debe ofrecer esas respuestas? El presidente o más tarde los secretarios, y ¿con qué extensión? Porque es cierto que la discusión de un informe anual no puede sustituir los controles habituales de cada periodo de sesiones, y el debate debería ser relativamente breve. No falta quien cree que son mejores comparecencias frecuentes a informes anuales de carácter extraordinario. Asimismo, ¿con qué intensidad debería producirse la información y el control? Quizá debería contentarse con una información general y el debate, un breve intercambio de opiniones con los legisladores. La separación de poderes no puede querer decir ausencia de control-información, pero caben diversas soluciones. El presidencialismo iberoamericano no debería impedir las relaciones entre órganos siguiendo un entendimiento rígido y separatista de la separación de poderes.
Sin embargo, tras distintos conflictos políticos (algunos diputados impidieron en 2006 que el presidente Fox entrara en el Congreso), la evolución del informe presidencial en México no ha ido en este sentido lógico, sino todo lo contrario. Desde ese incidente, el presidente dejó de comparecer en el Congreso para dar lectura al mismo, el informe simplemente se entrega por escrito por el secretario de Gobernación, y la máxima autoridad se comunica directamente con la nación a través de spots en radio y televisión. ¿Es esto razonable en nuestros días o supone un estilo presidencial autoritario? La presidencia de la Cámara ha pedido que el presidente vuelva a la Cámara y se alcance una forma de diálogo y no de enfrentamiento de poderes.
No obstante, el artículo 69 de la Constitución fue finalmente reformado en 2008 y posteriormente en 2014, estableciéndose que, en la apertura de sesiones ordinaria del primer periodo de cada año del Congreso, el presidente de la República presentará un informe por escrito en el que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país y en las sesiones extraordinarias informará de los motivos de la convocatoria. Se agrega que cada una de las Cámaras realizará el análisis del informe y podrá solicitar ampliaciones mediante preguntas escritas y citar a los secretarios de Estado y a otras autoridades para que comparezcan y rindan informe; la regulación del procedimiento se deja a la Ley del Congreso y a sus reglamentos.
A mi parecer, la nueva previsión de procedimiento es en abstracto bastante correcta y supone un avance frente al texto anterior, siempre y cuando se interprete por convención en el sentido de que no baste con la presentación escrita del informe —lo que sería una transgresión de las normas de corrección o cortesía entre órganos constitucionales—, volviéndose a la lectura y comparecencia inicial, aunque las respuestas gubernamentales a las preguntas parlamentarias las realicen los miembros del gobierno y no el presidente. Es un camino en el medio de dos entendimientos.
Otro problema semejante ocurre respecto de las comparecencias ministeriales en México. La Constitución (artículo 93) obliga a los secretarios de despacho a dar cuenta del estado de sus respectivos departamentos; y permite a la Cámaras citarlos para que informen “bajo protesta de decir verdad” o para que respondan a preguntas e interpelaciones; y estas obligaciones no se someten a limitaciones constitucionales expresas.102 En la práctica, los miembros del gobierno informan a las comisiones del Congreso, pero —al parecer según Valadés—103 la aplicación ha sido discontinua y se discute si debería normalizarse. Podría bastar —afirma— con generar un uso o una costumbre.
Si volvemos la vista a la lógica de un gobierno constitucional moderado y representativo, cómo puede justificarse en el siglo XXI que los departamentos ministeriales y secretarías no informen continuadamente al Parlamento sobre la acción de gobierno y se sometan a la discusión con las minorías. De no ser así, un Parlamento no merecería el nombre de Parlamento, su nomen iuris, al carecer de las facultades que hacen reconocible a la institución. Ese entendimiento separatista del presidencialismo ha devenido obsoleto y responde a argumentos del primer liberalismo y propios de otros siglos cuando la sociedad apenas tenía un Estado. La Constitución no establece expresamente diques o frenos y con ello debería bastar, sin embargo, la verdadera razón democrática creo es de más peso. Sin información no puede construirse por los parlamentarios la relación de representación política con los electores ni generarse opinión pública, y este no puede ser un resultado querido por una separación constitucional de poderes, aunque sea rígida. El gobierno no puede colocar al Parlamento en una situación en que no pueda ejercer sus funciones mediante un entendimiento de las competencias propias que impida ejercer sus competencias al otro. La presidencia y el gobierno deben colaborar en el ejercicio de las funciones de las Cámaras salvo excepciones razonables que reclaman una motivación reforzada.
En todo caso, si el presidente no comparece en el Congreso para leer su informe anual y los ministros obstaculizan sus comparecencias, o las normas limitan en exceso la frecuencia de este instrumento, es fácil percibir que se produce una situación de bloqueo institucional que no beneficia a nadie. Si no se quiere que el presidente responda ante el Parlamento en virtud de su elección directa y legitimidad popular, al menos deberían hacerlo con habitualidad los miembros del gobierno, que carecen de esa legitimidad democrática directa, para mantener una relación fluida entre los órganos supremos. Por lo demás, la responsabilidad diferida, difusa del presidente y pospuesta hasta las nuevas elecciones por el término tasado, no solventa bien el problema de qué hacer mientras tanto, como se evidencia cuando la presidencia mengua en legitimidad y apoyos según las encuestas.
De forma complementaria, el mismo artículo 93, párrafo 3o., de la Constitución mexicana prevé la creación de comisiones parlamentarias de investigación a instancias de las minorías (una cuarta parte de los diputados y la mitad de los senadores), pero sólo en relación con “organismos descentralizados y empresas de participación estatal mayoritarias”, debiendo enviarse el resultado de las investigaciones al Ejecutivo federal.
Son evidentes las restricciones que este complejo precepto constitucional contempla. Pese a la evolución que han supuesto varias reformas del mismo, hasta el punto de que autores como Valadés y Barceló califican esas transformaciones de verdadera “parlamentarización” del sistema presidencial,104 siguen existiendo obstáculos al control. ¿Qué sentido constitucional tienen esas confusas restricciones? ¿A qué bien constitucional sirve mantener áreas de la acción de gobierno exentas de control? “On behalf of what?”, como hemos visto se preguntaba Ackerman.
VI. Conclusiones
Es metodológicamente posible —y deseable— comparar presidencialismo y parlamentarismo en materia de controles parlamentarios, pese a las diferencias tradicionales, y construir normas e interpretarlas con voluntad de mejorar los instrumentos de control, muchos de ellos semejantes en ambos sistemas, así como intercambiar experiencias enriquecedoras en la solución de conflictos. Bastantes normas constitucionales y muchas normas de los reglamentos parlamentarios reflejan ya esta tendencia en Iberoamérica. Por más que deba operarse con cautela.
Esta conclusión hace que el debate sobre ambos sistemas de gobierno deba contemplarse de una manera más matizada y realista. El deslinde del binomio presidencialismo-parlamentarismo, como tipos ideales, debe tener en cuenta la multiplicidad de sistemas presidenciales y semipresidenciales, de confusa diferenciación, que diseñan actualmente las normas constitucionales y parlamentarias en Iberoamérica en una convergencia de modelos. El presidencialismo originario estadounidense es antiguo y difícilmente exportable, y el presidencialismo iberoamericano se ha ido parlamentarizando en diversos grados. Esta evolución hace pensar en la existencia de un continuum en la comprensión del binomio presidencialismo-parlamentarismo donde caben distintos escalones y diferencias de grado.
Se advierten tres tendencias: la presidencialización y racionalización del parlamentarismo europeo, la parlamentarización del presidencialismo iberoamericano, y la relativa continuidad e influencia recíproca de los reglamentos y prácticas parlamentarias por encima de fronteras.
Pero un sistema de partidos con pluripartidismo extremado, representación proporcional, y un entendimiento absolutista o separatista de la división de poderes presidencial, que impida los controles parlamentarios, son rasgos que pueden resultar disfuncionales; componen un escenario demasiado complejo que puede generar riesgos de gobernabilidad y peligros para la democracia representativa. La solución más sencilla es deshacerse del tercer ingrediente y abandonar un entendimiento personalista y separatista del exceso de la división de poderes en el presidencialismo —que no garantiza bien constitucional alguno—, flexibilizando su entendimiento hasta donde sea posible.
Es precisa una colaboración y solidaridad entre poderes en cualquier esquema de gobierno constitucional. El Parlamento debe, por definición, controlar al gobierno en una democracia representativa, también en el presidencialismo moderno. La duración fija del mandato presidencial y la voluntad de que el presidente responda de forma diferida ante el electorado hacen difícil la presencia de mecanismos de control-responsabilidad política, pero podría bastar con reforzar o implementar mecanismos parlamentarios de control-fiscalización a instancias de la oposición. Hay un amplio elenco de herramientas de control posibles y deben seleccionarse las más adecuadas a las necesidades de cada país. Ya se está haciendo así y toda buena teoría debe integrar la realidad. El derecho constitucional debe acomodarse a este nuevo escenario. Responsabilidad política de los miembros del gobierno no quiere decir necesariamente el “cese” del titular del cargo, rendir cuentas —someterse al control— supone comparecer en el Parlamento, explicarse, contestar y debatir con las minorías, con la oposición, con contradicción y publicidad, para verificar la acción de gobierno y mantener informados a los ciudadanos, creando opinión pública libre.
Pero sin control parlamentario no puede existir democracia representativa; tampoco en el presidencialismo iberoamericano contemporáneo que ha sufrido una seria transformación.