Sumario
I. Introducción. II. La génesis del control preventivo de constitucionalidad: reflexiones a propósito de los casos de Estados Unidos y Europa Occidental. III. Función actual del control preventivo y su empleo en el caso del control constitucional de los tratados internacionales. IV. Las tensiones entre la Constitución nacional y el Derecho internacional: la inconstitucionalidad “sobrevenida” y la interpretación evolutiva. V. Conclusiones. VI. Bibliografía
I. Introducción
La idea de verificar la validez de una ley a través de su contraste con un sistema u orden normativo superior no es de reciente data. Existen múltiples ejemplos en los que una autoridad, en cumplimiento de una orden superior (sea el derecho natural, el common law o alguna invocación divina), ha dejado sin efecto alguna disposición o estatuto. Sin embargo, no ha sido una cuestión sencilla de dilucidar. En muchas oportunidades se sostuvo que cualquier afrenta a la voluntad del legislador era, en esencia, un atentado en contra de la nación. Esto generó que se iniciaran prolíficos debates para tratar de encontrar fórmulas de solución en los que se permitiera la afirmación y el reconocimiento de un orden superior y, al mismo tiempo, se pudiera preservar el rol del legislador en el Estado de Derecho. Este intercambio encontró su punto más álgido cuando se propuso que sean los tribunales los encargados de hacer este juicio de compatibilidad.
En efecto, el control judicial de los actos normativos del Estado se vincula con distintos obstáculos. En un primer momento, debía justificarse cómo es que un acto del Parlamento podía ser dejado de lado por un juez o un tribunal, ya que ello se veía como una conducta antidemocrática al ser la ley una expresión de la voluntad general. Del mismo modo, es bastante conocido que, en diversos países, no se otorgaron a los jueces facultades como las de interpretar o inaplicar las leyes, labor que era asignada al mismo Parlamento. Esto obedecía a un generalizado malestar respecto de la labor de los jueces, especialmente durante el Ancien Régime. Un gran ejemplo de esto es, como recuerda Blanco Valdés (2006), la institución del référé légilatif, la cual permitía la remisión del problema interpretativo al poder legislativo, para que sea este el que brinde la solución a la duda planteada (p. 262).
A este problema debe agregarse la falta de legitimidad que los jueces han tenido en una buena parte de Europa, sobre todo en los siglos XVII y XVIII (Chalmers, 2005, p. 449), lo que motivó que la labor de control se otorgara a órganos constitucionales que fueron creados en el seno de instituciones políticas para tal efecto. Es por ello que, antes que brindarles importantes atribuciones a los jueces, fue concebida como mejor idea la de crear un órgano especializado en esta labor de contraste, y que, mejor aún, naciera del mismo seno de órganos políticos como el Parlamento. De hecho, estos órganos, denominados usualmente como cortes constitucionales, tienen como una de sus características centrales el hecho de ser tribunales autónomos, pero que se diferencian de los jueces por el modo de selección de sus miembros, y porque son ellos quienes suelen erigirse como órganos de “monopolio de rechazo” de una ley cuando sea inconstitucional (Cruz Villalón, 1987, p. 33).
Estos tribunales han tenido (y tienen) múltiples competencias respecto del control de la constitucionalidad de las leyes, lo que generó distintos cuestionamientos. Una de las competencias más debatidas se relaciona con el denominado “control preventivo de constitucionalidad”. Este control, no exento de críticas, ha permitido que la labor de un tribunal o corte no sea propiamente la de invalidar un producto del Parlamento (que sería la ley votada, aprobada y publicada dentro de un orden jurídico determinado), sino la de interferir antes que este proceso se vea consumado, a fin de no atacar una disposición en vigor que contara con el consentimiento de los representantes de la nación.
Este control, como se examinará, tiene aspectos tanto favorables como desfavorables. La principal novedad es que, al menos en la actualidad, se le ha empleado de manera bastante recurrente en el caso de la ratificación de tratados internacionales, mas no así en el caso del análisis de validez de las leyes producidas por el Parlamento. Esto ha obedecido a una distinta serie de factores, como lo son el retraso en la adopción de las leyes o el hecho de convertir al tribunal o corte constitucional en cuestión en una suerte de “tercera cámara” del Parlamento, lo que supondría politizar su labor.
El empleo del control preventivo en el caso de los tratados internacionales, por el contrario, ha sido mejor recibido en la doctrina. Se le ha vinculado con principios como el de la buena fe internacional y el pacta sunt servanda. Al respecto, no debe dejarse de lado la problemática situación de un Estado cuando debe examinar la validez constitucional de un tratado ya ratificado. Si bien este escenario es claramente probable, lo cierto es que debe tratarse de una excepción y no de una regla. De este modo, los Estados, al momento de manifestar su intención de ser parte de un tratado internacional, deben verificar si su normativa interna -incluida su Constitución- no muestra ninguna contradicción con él. De este modo, es posible afirmar que, si bien en sus orígenes, el control preventivo de constitucionalidad había nacido como una forma de reconocer el importante rol de los parlamentos, en la actualidad su reiterado uso en el contexto del análisis de tratados ha supuesto una forma de seguir afirmando la idea de la supremacía de la Constitución nacional, aunque sin que ello suponga incumplir los acuerdos internacionales.
Por ello, lo que se desea reflejar en este trabajo es que, ciertamente, el control preventivo surgió como una manifestación del respeto y culto a la ley, pero que, por la evolución de las modernas sociedades, se ha desplazado más al ámbito del equilibrio entre la supremacía de la Constitución y del respeto del principio pacta sunt servanda en el marco de los tratados internacionales.
II. La génesis del control preventivo de constitucionalidad: reflexiones a propósito de los casos de Estados Unidos y Europa Occidental
El control preventivo de constitucionalidad, aunque con antecedentes también en el modelo estadounidense, es hechura principalmente del modelo europeo. Esta afirmación se sustenta en que, a diferencia de lo que ocurría en las Trece Colonias (en las que se desconfió de la labor del Congreso), en países como Francia existió una desconfianza notable frente a la labor del poder judicial, particularmente por su arbitrariedad al momento de resolver las controversias puestas en su conocimiento, y por no ser un freno adecuado frente al ejercicio del poder absoluto de los monarcas.
Sin embargo, y pese a lo expuesto, fue precisamente en Estados Unidos donde se promovió una iniciativa de control preventivo que, por ser una salida muy moderada, no llegó a aprobarse. Conviene, en ese sentido, detenerse a explicar cada uno de estos casos, pues ello permitirá conocer las razones que fundamentaron su creación.
1. El control preventivo de constitucionalidad: un antecedente importante (aunque no determinante) en las Trece Colonias
En el caso de las Trece Colonias, se ha indicado que, con anterioridad a la elaboración de la Constitución de 1787, se pensó en una suerte de órgano colegiado para evaluar, antes de su promulgación, la constitucionalidad de las leyes. Como se conoce, fue en esta parte del continente en la que la idea de Constitución trajo consigo la instauración de una judicatura facultada a invalidar las leyes que sean opuestas con ella. Esto obedeció, en buena cuenta, al recuerdo que dejaba el Parlamento de Inglaterra, no dispuesto a admitir representantes de las Trece Colonias en su seno, y al temor que se tenía de la opresión que podían ejercer los grupos mayoritarios, tiranía que, para muchos de los representantes en la Convención, era la peor de las que podían existir.
Otro temor que se advirtió respecto del Parlamento radicaba en las reformas que empezó a implementar, y que terminaron por perjudicar a un sector minoritario pudiente, por lo que se empezó a pensar en una solución que permita controlar los supuestos excesos que cometía ese poder del Estado. En ese sentido, a través de la defensa del denominado “Plan de Virginia”, se pensaron en distintos modos para limitar posibles excesos del poder legislativo, y entre los medios propuestos figuraba “un consejo de revisión, que debería estar formado por miembros del poder ejecutivo y del poder judicial, y encargado de la revisión ex ante de las leyes” (Gargarella, 2012, p. 56). Esto implicaba, como es evidente, que el control se realizara antes de la entrada en vigor de estas disposiciones, aunque con la posibilidad que el Parlamento aprobara una ley semejante, promoviendo nuevamente un contenido similar a la norma inicialmente vetada. Otra alternativa fue la creación de un poder judicial nacional, elegido por la legislatura. Esto demuestra que, entre los colonos, fue bastante común el temor respecto de las denominada “tiranía de la mayoría” (Cueva, 2011, p. 392).
En ese contexto, no fue difícil para estos representantes interiorizar la idea de que un poder ajeno al Congreso pudiese tener la facultad de anular sus actos. Es necesario añadir que, en la actualidad, es sumamente complicado que el denominado control preventivo exista en el contexto de países que se han adherido únicamente al judicial review de influencia estadounidense, y que no han incorporado un órgano que monopolice el rechazo de normas con rango de ley por ser incompatibles con la Constitución. Como sostiene Moderne (1993), es difícil imaginar que, en un país que sólo cuente con el denominado “modelo americano”, pueda existir un control preventivo de constitucionalidad, ya que “el control se realiza exclusivamente sobre normas que han adquirido un carácter definitivo y nunca sobre normas incompletas, porque la actividad ordinaria de los jueces y tribunales no tiene sentido fuera de las normas en vigor, nacionales o internacionales” (p. 409).
En efecto, un elemento característico de la judicial review es que, a propósito de la resolución de una controversia, se analiza la constitucionalidad de una disposición que sea relevante para arribar a un resultado. En ese contexto, los controles preventivos no tendrían cabida, pues en estos casos la norma que es objeto de escrutinio (que puede ser una norma con rango de ley o un tratado internacional) aún no se ha perfeccionado, por lo que no es posible de ser aplicada a un caso específico. De este modo, en los modelos que se derivan del judicial review no es nada frecuente la existencia de un control preventivo. Reconocerlo implicaría que los tribunales puedan tener una importante influencia en la labor que realiza el Parlamento, lo cual no tendría mucho asidero en virtud del clásico principio de separación de poderes. Distinto será, como se examinará, el caso europeo.
2. El control preventivo de constitucionalidad en el caso europeo y el especial rol de los tribunales y cortes constitucionales
Un escenario marcadamente distinto se dio en una parte importante de Europa. El dogma de la soberanía de la nación generó que sea el Parlamento el llamado a limitar la acción del otrora monarca absoluto. Sin embargo, los europeos cometieron el error de reemplazar a un poder absoluto por otro. En efecto, el Parlamento fue considerado como omnipotente, por lo que idear siquiera la posibilidad de una suerte de control a su labor era atentar contra la voluntad general. No se trataron de simples afirmaciones sin sustento empírico, ya que en muchos países se instauraron mecanismos efectivos de tutela de la labor del legislador. De este modo, principalmente en Francia, los tribunales no tenían competencia para interpretar el contenido de las leyes. En efecto, dentro del rígido esquema de separación de poderes que se ideó en una considerable parte de Europa, se entendía que la labor del poder judicial era simplemente la de ejecutar las leyes en la resolución de controversias, mas no la de desentrañar su contenido en caso de que este fuera oscuro o ambiguo.
Es importante precisar que la idea de que los tribunales no deberían tener la última palabra en lo que se refiere a la interpretación de las leyes y, particularmente, de los derechos fundamentales, no ha sido totalmente dejada de lado en la actualidad. De hecho, ello ha generado importantes debates que han permitido identificar las debilidades de los tribunales de justicia y cortes constitucionales.1 En ese contexto, en algunos sectores del continente europeo empezó la propagación de una idea errada respecto de que el principio de separación de poderes era de carácter absoluto, por lo que no se podía aceptar alguna clase de colaboración entre entidades del Estado, lo cual repercutió negativamente en la determinación de las competencias de ciertas entidades estatales, como ocurrió en el caso del poder judicial. Como bien expone Duguit (1996), “[d]el principio de separación de poderes [...] deriva también que el poder judicial carezca de acción sobre el legislativo y no pueda ejercer función judicial alguna” (p. 101). Esto obedeció, esencialmente, al temor de la acumulación del poder, lo cual había ocurrido en el contexto de las antiguas monarquías absolutas. De esta manera, para frenar a un gran poder se trató de moldear otro a su altura, que fue esencialmente el Parlamento.
Sin embargo, y pese a lo expuesto, también es necesario precisar que el desprestigio del poder judicial también guardó una estrecha conexión con el desempeño arbitrario de los jueces, quienes emplearon la idea de una lex superior para justificar sus fallos. Como recuerda Troper (2003), los denominados parlements del derecho francés del Antiguo Régimen, que no eran sino tribunales de justicia, apelaron a la noción de “leyes fundamentales del reino” para apartarse de determinados preceptos jurídicos (p. 103). Todo ello, en su conjunto, generó que la Revolución fuese bastante precavida respecto de las competencias de los jueces. Se temía que formasen un cuerpo aristocrático de conocedores del derecho que, en búsqueda de sus intereses, ignorasen el clamor popular. De este modo, tenía mucho sentido que fuera el Parlamento el primer y principal poder del Estado, ya que representaba directamente a la nación.
En este contexto, no sorprende que sea Europa el escenario en el que van a prosperar las primeras iniciativas relacionadas con el control preventivo de constitucionalidad de las leyes. Esto ocurre porque, según se entiende, una ley que haya culminado su proceso de formación y ha sido debidamente promulgada refleja la voluntad general, la cual no debería ser cuestionada por los órganos que administran justicia. Así, el momento ideal para impugnar la presencia de algún vicio de inconstitucionalidad tenía que ser, necesariamente, antes de la promulgación de la ley. Ahora bien, esto supone que no estemos necesariamente en un escenario de “conflicto” entre disposiciones, ya que la disposición a enjuiciar (por lo general, un proyecto de ley) no es propiamente una “ley” o algo similar, ya que aun no culmina el proceso necesario para su implementación. Lo que sí se refleja es la existencia de una futura tensión que haría ver la existencia de contradicciones dentro del ordenamiento jurídico y que debe ser, en la medida de lo posible, evitada por parte de las entidades estatales.
En el modelo francés, bastante reacio a la idea de una supervisión judicial, el cambio de paradigma se dio con ocasión de la entrada en vigor de la Constitución de 1958. De acuerdo con este texto, se instauraba un Consejo Constitucional con competencia para controlar, antes de su promulgación, la constitucionalidad de los proyectos de ley. Esto no quiere decir, evidentemente, que no se hubiesen diseñado en este país algunos prototipos de control. El problema fue, como refiere Pardo Falcón (1991), que el problema del análisis de constitucionalidad en Francia ha sido un tema “abordado con indiferencia, cuando no con el más abierto rechazo, como si se tratara de algo que casa mal con los principios más representativos de esa historia constitucional, y, en concreto, con la tradición republicana” (p. 258) .
La instauración de este modelo de control suscitó distintas críticas, ya que se ha considerado que, en la práctica, a través del control preventivo de constitucionalidad lo que se hace en realidad es instaurar una suerte de tercera cámara en el Parlamento. Otra crítica que se ha efectuado en contra de esta forma de control radica en que no advierte que, en ciertos casos, es preciso tomar en consideración que se debe “dejar pasar cierto tiempo para que una ley despliegue todos sus efectos constitucionales” (Ferreres, 2011, p. 58). En efecto, el control preventivo se manifiesta, en algunos casos, como sumamente abstracto, ya que sólo es el cotejo de una incompatibilidad manifiesta entre un proyecto de ley y el texto constitucional. Sin embargo, como veremos con posterioridad, este método puede ser sumamente ventajoso, sobre todo si estamos en el ámbito de las relaciones internacionales.
En efecto, pese a que surgió inicialmente como una forma de respetar la soberanía del Parlamento, lo cierto es que el control preventivo de constitucionalidad también se ha ido incorporando, de manera progresiva, a distintos ordenamientos en los que el control de la constitucionalidad de las leyes es un elemento característico. Este es el caso, por ejemplo, de la Constitución de Colombia de 1991. En este país el control preventivo de constitucionalidad se ejerce por parte de la Corte Constitucional en ámbitos tales como el control de acuerdos internacionales y sus leyes aprobatorias, el de los proyectos de ley objetados por el gobierno y aquellos mencionados en el artículo 152 del texto constitucional de dicho país. Sin embargo, también tienen importante participación en el control de constitucionalidad los propios jueces e incluso el Consejo de Estado (Lösing, 2002, pp. 318-324).
También es cierto que el derecho comparado contiene soluciones que, de una u otra manera, terminan por devolver la última palabra al Parlamento. Un caso bastante interesante es el de Portugal, cuya Constitución vigente dispone que el Tribunal Constitucional, a solicitud de determinadas instancias, puede declarar la inconstitucionalidad de un proyecto, lo cual generará de manera inmediata el veto por parte del Presidente. Sin embargo, existe la posibilidad que, con posterioridad, la Asamblea de la República se ratifique en su contenido, siempre y cuando cuente con una mayoría calificada de 2/3 de los votos. Otra experiencia sumamente paradigmática es la de Inglaterra, país en el que los jueces expiden sentencia de “mera incompatibilidad” a fin de dejar la última palabra a su Parlamento respecto de la conveniencia de mantener vigente una ley contraria al Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales.2
Como se ve, no necesariamente la instauración de un modelo de control preventivo implica una suerte de “gobierno judicial”, sino que esencialmente se emplea como una herramienta para generar mayores consensos políticos en caso un proyecto pueda ser incompatible con la respectiva Constitución. En la actualidad, sin embargo, su empleo ha sido más asociado con el control de tratados, cuestión que corresponde examinar en el siguiente apartado.
III. Función actual del control preventivo y su empleo en el caso del control constitucional de los tratados internacionales
En la actualidad, el control preventivo de constitucionalidad no se limita únicamente a determinar la validez de determinados proyectos de ley. También ha permitido, como se ha dicho, afrontar el problema de la constitucionalidad de los tratados internacionales. En esta investigación se sostendrá que esta fórmula es la que, en mejor medida, permite equilibrar la idea de la supremacía constitucional con la del fomento de la buena fe internacional.
1. Vínculos y aproximaciones entre la Constitución y el Derecho internacional: la relevancia y el impacto de los regímenes constitucionales
Antes de analizar el problema concreto respecto de la forma en que debería efectuarse el control de constitucionalidad de los tratados, es necesario precisar que la idea de imaginar una incompatibilidad entre una cláusula constitucional y una internacional es de reciente data, y guarda estrecha conexión con el surgimiento de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Al respecto, como recuerda Mirkine-Guetzévitch (2008), “hasta fines del siglo XVIII, la conclusión de los tratados internacionales fue siempre prerrogativa absoluta de los monarcas; por eso no existen en tal época los problemas que han surgido con el progreso de las instituciones constitucionales. Como la voluntad del príncipe era absoluta, no había ni tratado anticonstitucional, ni regla susceptible de entrar en contradicción con el Derecho internacional” (p. 226).
En este mismo sentido, también es importante considerar que esta incompatibilidad se da precisamente por la difusión, en distintas partes del mundo, de la idea de “Constitución” como fuente suprema y directamente aplicable del ordenamiento jurídico. Al respecto, expone Mariño (1999) que “[e]l desarrollo de los regímenes constitucionales contemporáneos a lo largo del siglo XIX fue planteando progresivamente los problemas de relación entre el Derecho Internacional y el Derecho estatal que, de todos modos, no comenzaron a ser analizados extensamente por la doctrina europea continental hasta finales del siglo XIX y principios del XX [...]” (p. 515).
En todo caso, es importante recordar que el estudio del Derecho internacional público no fue tomado en serio por parte de la doctrina europea, al menos hasta bien entrado el siglo XX. De hecho, no sorprende que, sobre todo en ese continente, se desarrollaran estudios direccionados a negar la existencia de un Derecho internacional público. Como recuerda García Pascal (2015), “[e]n la respuesta al problema existencial [...] serán más numerosos los académicos, y seguramente también los políticos, que opten por negar la juridicidad de las normas que regulan las relaciones entre los Estados que aquellos que defiendan su estatuto jurídico (p. 89).
De esta manera, la cuestión relacionada con la posible incompatibilidad entre una disposición constitucional y un tratado internacional no se presentó sino hasta bien ingresado el siglo XIX. En todo caso, también es claro que las principales constituciones surgidas luego de las revoluciones continentales, como se precisó supra, no delegaron la solución de estas controversias a órganos encargados de impartir justicia, ya que, como era característico de la época, será esta una atribución del Parlamento, o al menos de algún órgano que cuente con la anuencia de este. La problemática vinculada con la facultad de que sean los jueces los que realicen esta clase de control será desarrollada aun en el siglo XX.
2. El control de constitucionalidad de los tratados internacionales: del control político al control judicial
Se ha discutido en muchos espacios académicos cuál es el valor que el Derecho internacional debería tener en los ordenamientos jurídicos nacionales. Esta situación es aún más complicada si es que se advierte que los mecanismos que los organismos internacionales han empleado con el propósito de promover la aplicación de los tratados en ciertos Estados han fracasado, lo cual tiene mucho que ver con la casi nula coacción que se deriva de esta disciplina. Sin embargo, en la actualidad los tratados internacionales, pese a las limitaciones que han tenido en la práctica, ostentan un papel importante en el ordenamiento jurídico. Es por eso que, aunque con distintas limitaciones, se comenzaron a configurar mecanismos con el propósito de incentivar la aplicación directa de los instrumentos internacionales. Esta incorporación masiva del Derecho internacional en los ordenamientos internos trajo consigo situaciones de conflicto entre distintas disposiciones, tensiones que son resueltas a veces por órganos políticos y otras por autoridades judiciales.
La idea de que el control de constitucionalidad se encuentre en manos de órganos políticos es propia de Europa, particularmente de Francia. Este modelo será exportado a los países americanos, quienes encontraron en la Revolución Francesa de 1789 no solamente una inspiración para sus ideales de independencia, sino también el influjo de distintas instituciones para proteger a la Constitución de sus adversarios. Algo curioso fue que Simón Bolívar, en la denominada “Constitución Vitalicia”, implementó un órgano político de control no solamente encargado de velar por la protección de la supremacía de la norma fundamental, sino que también responsable de velar si es que el gobierno observaba escrupulosamente los denominados tratados públicos. Este órgano, que sería en realidad la tercera cámara del denominado poder legislativo, era la Cámara de los Censores (Fernández, 1999, p. 413).
Por otro lado, se ha debatido de manera constante la competencia de los tribunales locales (especialmente, de los constitucionales) para analizar la validez de los tratados. De hecho, en muchos países se recurrió a la conocida figura de las cuestiones políticas no justiciables (political questions) para justificar su falta de competencia para cuestionar la política exterior adoptada por el Gobierno. Así, en países como Estados Unidos, la jurisprudencia sobre este punto ha sido tan oscilante que es difícil determinar cuáles asuntos de las relaciones exteriores están fuera de los controles judiciales y cuáles no (Bianchi, 1992, p. 315). No es difícil comprender esta situación si es que se advierte que, en muchos países, el principio de separación de poderes fue constantemente invocado a fin de no invadir las competencias de otro órgano del Estado.
Esto también supuso que, en un inicio, los ordenamientos jurídicos guardasen un silencio bastante enigmático en relación con la posibilidad de controlar la constitucionalidad de los tratados internacionales. Ahora bien, fue bastante entendible que el silencio del legislador sobre esta materia condujese a que los tribunales se declarasen como incompetentes para emitir un pronunciamiento de fondo. Sobre esto, Cruz Villalón (1982) destaca que, en el caso de la Constitución de Checoslovaquia de 1920, existió un importante vacío en relación con la situación de los tratados, lo que ameritó que el Tribunal Administrativo Supremo, a través de sentencia de 29 de marzo de 1921, declarase que estos deberían estar excluidos de cualquier clase de control constitucional (p. 127).
En el continente americano operará una situación semejante, por lo que Abello y Quinche (2006), a propósito del caso colombiano, recordarán que, entre los años 1910 y 1985, prevalecerá en ese país la idea de que los tratados internacionales no podían ser sometidos a control judicial, lo cual se relacionaba con la idea de que ejercer tal atribución suponía una vulneración del principio de separación de poderes, en la medida en que la celebración de tratados públicos era una competencia exclusiva del poder ejecutivo (p. 16). Todo ello supuso que, en una considerable parte del mundo, se entendiera que los tribunales de justicia no tenían competencia para conocer de demandas en contra de tratados celebrados en el marco del Derecho internacional.
En todo caso, en la actualidad ya no es un asunto muy problemático el relativo a la legitimidad de los jueces para efectuar esta clase de controles, sino que los problemas se han extendido a cuestiones como el grado o rango que debe otorgarse a los tratados en el derecho interno. En realidad, incluso antes de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, un importante sector de la doctrina estimaba que los conflictos entre disposiciones internacionales e internas debían resolverse a favor de estas últimas. Así, se ha sostenido que “el principio de la aplicabilidad inmediata del D.I.P común por los tribunales estatales no significa que estos puedan aplicar una norma del D.I.P común aún en el supuesto de que se oponga a una norma estatal” (Verdross, 1963, pp. 69 y 70). También se puede advertir que autores más contemporáneos comparten la idea de considerar que al menos la Constitución es una norma formal y materialmente superior, por lo que no procedería que alguna disposición -aunque fuese del propio Derecho internacional- sea contraria a ella. En ese sentido, como apunta Oyarte (1998), “se debe tener en cuenta que los compromisos asumidos por un Estado pueden ser susceptibles de un control de constitucionalidad de dichos instrumentos internacionales. La autoridad del poder público no puede celebrar compromisos internacionales atentatorios a la Carta Política, pues de lo contrario superaría el ejercicio de facultades que le otorga la propia Constitución” (p. 79).
Sin embargo, los distintos desarrollados que han experimentado el derecho constitucional como el internacional han permitido presenciar ciertos escenarios llamativos en el ámbito comparado. Por tratarse de un tema considerablemente novedoso, conviene detenerse a examinar qué justificaciones se han empleado para el control de la validez de los tratados.
IV. Las tensiones entre la constitución estatal y el derecho internacional: la inconstitucionalidad “sobrevenida” y la interpretación evolutiva
Las tensiones entre las Constituciones y los tratados son cada vez más recurrentes. Estas pueden obedecer a que la celebración del acuerdo no ha observado los cánones dispuestos en la ley fundamental o a que este puede ser contrario a algún principio o derecho reconocido en la Constitución. En líneas generales, se han adoptado dos clases de mecanismos para salvar estas contradicciones: los controles preventivos o ex ante y los represivos o ex post. Los primeros suelen detenerse a explorar cualquier clase de vicio que pudiera concurrir en el caso que el tratado sea ratificado, y tienen la ventaja de evitar el surgimiento de responsabilidad internacional para el Estado. Sobre ellos se detendrá esta investigación.3
Sin embargo, también es importante no evadir que, en la actualidad, existen una estimable cantidad de países que permiten el control ex post. Al menos en dos escenarios es bastante factible que se configure alguna clase de tensión entre la Constitución nacional y un tratado luego de la entrada en vigencia de este último, y estos son los de la “inconstitucionalidad sobrevenida” y la interpretación evolutiva de los documentos. Evidentemente, el control de constitucionalidad de los tratados en esta clase de escenarios está supeditado a que se reconozca, en el orden interno, que los tratados se encuentran, desde un punto de vista jerárquico, en una posición inferior al de la Constitución estatal. El abordaje de estos puntos no es el foco central de esta investigación -el cual, como se advirtió, se encuentra más relacionado al control ex ante-; sin embargo, merecen un breve abordaje para entender que, en el derecho comparado, el control represivo o ex post no ha sido completamente descartado para los tratados internacionales. En todo caso, lo que sí permite advertir es que, en algunos casos, su uso excesivo puede ser contraproducente para la imagen del Estado.
Ahora bien, en relación con el primer punto, es evidente que, aunque se implementen todas las reformas posibles antes de la ratificación de un tratado, es probable que también se pueda presentar una situación de “inconstitucionalidad sobrevenida”. Este fenómeno se presenta “cuando la Constitución es posterior a la norma declarada inconstitucional, y cabe la ultraactividad de una norma derogada con relación a hechos ocurridos antes de la derogación” (Ezquiaga, 2001, p. 76). Esto se puede presentar, sin inconveniente alguno, en el caso de los tratados internacionales. En efecto, en virtud del principio de “unidad” o “conservación”, vigente en el Derecho internacional, los gobiernos se suceden, más siguen constituyéndose como integrantes de un Estado. De este modo, puede ocurrir que, en el contexto de una Constitución “a”, un tratado internacional no tenga ningún vicio de inconstitucionalidad. Sin embargo, de adoptarse una Constitución “b” en este mismo Estado, es probable que el tratado internacional sea, en esta oportunidad, contrario a alguna de sus cláusulas, lo cual también nos coloca frente a la problemática del control de constitucionalidad de estos instrumentos.
En lo que respecta al segundo problema, esto es la aplicación de la idea de la interpretación evolutiva, puede advertirse que esto se relaciona con la posibilidad que un organismo internacional o regional establezca una interpretación del tratado que no había sido concebida por los Estados que fueron parte en él, y que podría generar, en los hechos, una potencial incompatibilidad entre la Constitución y el instrumento respectivo. Esta clase de interpretación se relaciona con la posibilidad que los tratados (sobre todo los de derechos humanos) deban entenderse como un “living tree”,4 a través del cual estos documentos se adaptan a la vida moderna como medio para asegurar su propia legitimidad. En estos escenarios, nada le impediría a los Estados presentar una denuncia del tratado respectivo, o que, en todo caso, procedan a realizar la reforma constitucional respectiva para adaptar su ordenamiento a lo dispuesto internacionalmente.
Sin perjuicio de ello, para comprender en mejor medida cómo se han desenvuelto algunas experiencias en el derecho comparado, conviene explorar las fórmulas adoptadas en los Estados Unidos y en algunos países europeos. Esto permitirá desarrollar las razones por las cuales se recomienda que, en principio, se active el control ex ante en el caso de los tratados internacionales.
1. La situación del control de constitucionalidad de los tratados internacionales en los Estados que siguen el modelo de la judicial review de Estados Unidos
Una mención aparte merece el problema del control de constitucionalidad de los tratados internacionales en los modelos cercanos al judicial review estadounidense. Por lo general, estos países no reconocen sistemas de control preventivo, el cual carece de sentido debido a que los tribunales inaplican las disposiciones a propósito de la existencia de un caso particular. Sin embargo, ello no quiere decir que en el escenario estadounidense no se hayan presentado tensiones entre algunos tratados internacionales (ya ratificados) y la Constitución Federal. En efecto, salvado el problema respecto de la entrada en vigor de la disposición impugnada, sí es factible que se presente un caso de posible tensión, lo que nos colocaría en el contexto del denominado control represivo o posterior. Así, la jurisprudencia norteamericana ha tenido, en más de una ocasión, la oportunidad de enfrentarse a este dilema, no sin pocos cuestionamientos.
Un caso trascendental, y que marcó el hito del enfoque judicial sobre la problemática de la relación de los tratados internacionales con la Constitución, se presentó en el caso Chae Chang Ping vs. Estados Unidos (1889). En aquella oportunidad, la Corte Suprema fue enfática en precisar que los tratados internacionales requerían de la implementación de legislación nacional para poder ejecutarse de manera exitosa, a lo que añadió que también es factible que estos acuerdos puedan ser modificados por leyes posteriores (Gonzáles, 2014, p. 544).
Posteriormente, en Reid vs. Covert (1957), la Corte Suprema hizo uso del criterio lex posterior derogat legi priori para resolver una supuesta contradicción entre un tratado internacional y una ley interna. En aquella oportunidad, como bien recuerda Paradell, la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares fue dejada parcialmente de lado por la entrada en vigor de la denominada “Anti-Terrorism and Effective Death Penalty Act”, lo cual supuso, como es evidente, que una norma interna desplace a una de carácter internacional (Paradell, 2000, p. 179). Es posible notar que el fallo se encuentra en una posición bastante parecida a la que se adaptó en Chae Chang, ya que supedita las obligaciones asumidas a nivel internacional con el cumplimiento de sus disposiciones nacionales.
Actualmente, la tendencia de este tribunal se puede advertir a propósito de lo resuelto en el caso Medellín vs. Texas (2008), fallo en el que la Corte Suprema de Estados Unidos indicó que, si bien se pueden asumir obligaciones internacionales a través de tratados, estas no son exigibles hasta que exista una ley aprobada por el Congreso Federal que permita su implementación. De hecho, para el referido tribunal las disposiciones de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas que disponen que los Estados “se comprometen” a cumplir con los tratados no implican que se pueda exigir responsabilidades inmediatas. Sin embargo, esta lectura del fallo no es, en realidad, compartida por toda la doctrina, ya que algunos autores plantean que el fallo, examinado en su totalidad, da a entender que la no auto-ejecutabilidad del tratado se debió a cuestiones propias del caso particular, mas no de una regla de carácter general (Vásquez, 2008, p. 168). En todo caso, lo que sí es definitivo es que para muchos la sentencia dejó más dudas que respuestas.
En este sentido, se puede concluir que la política internacional de los Estados Unidos ha sido bastante clara en este punto desde hace muchos años, ya que no encontró ningún freno por parte del poder judicial, órgano que incluso validó esta forma de concebir el Derecho internacional. Ahora bien, pese a que se aplicó un principio de sucesión de normas que no es recomendable en esta clase de escenarios, lo cierto es que la sentencia también deja en claro cuál es la posición de la Constitución estadounidense en un escenario de tensión. Como bien recuerdan Vanossi y Dalla (2000), en esa sentencia se reconoce que la aprobación de un tratado contrario a la norma fundamental implicaría que el texto pueda ser reformado con un procedimiento distinto al contenido en el artículo V de la norma suprema federal (p. 247). De esta forma, los límites sustantivos que se imponen al gobierno federal también incluyen al denominado “treaty power”, esto es, a la competencia que ostenta para promover la celebración de acuerdos internacionales (Levin, Remy y Chen, 2012, p. 260).
En la actualidad, salvo alguna que otra excepción, la percepción general del Derecho internacional no ha sido modificada considerablemente. De hecho, un considerable sector de la doctrina aún estima que el derecho interno y el internacional pertenecen a ámbitos distintos, por lo que siempre se requerirán normas internas para la aplicación de los convenios. Como ya se ha advertido, la Corte Suprema ha tenido un rol ambivalente en todas las cuestiones vinculadas con la internalización del Derecho internacional, lo que ha incidido en la idea de auto-ejecución que las disposiciones contenidas en tratados deberían generar (De Búrca, 2016, p. 988).
Justo es también decir que ni siquiera con la elaboración de la Convención de Viena de 1969 se solucionaron todos los problemas que, a nivel comparado, engendraba la idea de que exista una contradicción entre las cláusulas locales y las internacionales. Sobre ello, se puede notar que, en distintos países, las cuestiones acerca del rango de los tratados no han merecido un trato similar. Esto presenta múltiples inconvenientes, ya que, al menos a nivel interno, esta situación coloca al juez nacional en una complicada encrucijada cuando se topa, por ejemplo, con una disposición constitucional que es contraria a un tratado internacional o, por qué no, a una norma con carácter de ius cogens. Sobre ello, recuerdan Gutiérrez y Cervell (2012) que unos Estados adoptan el principio de “equivalencia” entre tratado y ley (Estados Unidos de Norteamérica; Italia, Alemania o Portugal en Europa; o Turquía entre Europa y Asia); otros consagran el rango “supralegal” del tratado (Francia, Grecia, España Bélgica, Países Bajos), y muchos otros, incluso, guardan silencio sobre esta cuestión (p. 275).
En este mismo orden de ideas, la propia Convención de Viena consagra cláusulas que otorgan cierto nivel de trascendencia a las disposiciones del derecho interno de los Estados. Así, el artículo 46 dispone que
...el hecho de que el consentimiento de un Estado en obligarse por un tratado haya sido manifiesto en violación de una disposición de su derecho interno concerniente a la competencia para celebrar tratados no podrá ser alegado por dicho Estado como vicio de su consentimiento, a menos que esa violación sea manifiesta y afecte a una norma de importancia fundamental de su derecho interno.
De esta cláusula se desprende, como apunta Diez-Picaso, que existe tanto una regla general como una excepción. La general se relaciona con que no sería viable, desde la perspectiva del Derecho internacional, la invocación de un vicio que se derive de una cláusula constitucional para incumplir un tratado. Por otro lado, la excepción se relaciona con tres extremos: (i) deben tratarse de normas constitucionales anteriores a la celebración del tratado internacional respectivo; (ii) que la cláusula constitucional invocada no debe ser cualquiera, sino únicamente aquella relacionada con la competencia para celebrar tratados; y, que (iii) se trate de una infracción a una cláusula de importancia fundamental, por lo que deben descartarse vulneraciones de escaso impacto o gravedad (Diez Picaso, 2006, p. 14).
Ahora bien, lo que debe entenderse por cláusula de especial impacto es un asunto que, creemos, debe ser acreditado por el Estado que alega la existencia del vicio, y supone una carga importante a través de la cual se acredita que el cumplimiento de dicha cláusula es trascendental para el ordenamiento respectivo. En todo caso, es importante recordar, como lo hace Roznai (2017), que esta disposición de la Convención de Viena ciertamente reconoce una superioridad del Derecho internacional sobre el interno, pero esto sólo es posible de ser invocado en la esfera o espacio de carácter internacional. Esto supone que el artículo 27 no genera una obligación internacional para que, en la esfera interna, las constituciones nacionales también deban otorgar prevalencia a los tratados respecto de las leyes fundamentales de los Estados (p. 89). En este mismo orden de ideas, ya señalaba Paul de Visscher, en su clásico ensayo sobre las tendencias de las Constituciones modernas, que, políticamente, puede ser peligroso permitir a los órganos responsables de conducir las relaciones internacionales a proceder, por vía de los tratados, a conceder excesivas cuotas de soberanía, ya que ello podría suponer una suerte de revisión de facto de la Constitución estatal, lo cual despoja a los órganos responsables de ciertas atribuciones sin que exista alguna autorización o delegación por parte del poder constituyente (De Visscher, 1952, p. 547). No sorprende, en este sentido, que en la actualidad diversas Constituciones regulen un control preventivo de constitucionalidad de los tratados con la finalidad de advertir si es que, antes de su ratificación, se requiere alguna posible reforma constitucional.
Por lo expuesto, bien podemos afirmar que ni siquiera el mismo Derecho internacional se admite como automáticamente prevalente, ya que en algunos casos sería posible invocar cláusulas internas respecto de una situación problemática desde el punto de vista del Derecho internacional5. La cuestión puede reducirse a lo que expresa Teodoro Ribera (2007), en el sentido que “[s]i la Constitución es la expresión jurídica del pacto social, la norma básica del Estado de Derecho, el pilar para la defensa de los derechos fundamentales, sostener que una norma que la contraviene puede subsistir en su seno es una antinomia de términos, pues entonces la Constitución perdería sus atributos fundamentales” (p. 116). A esto debería añadirse que, por lo general, la cuestión relativa al rango de los tratados suele resolverse por la calificación que de este asunto hace la propia norma fundamental, documento que, al ser fuente de fuentes del derecho, regula el proceso de producción del resto de disposiciones jurídicas.
Es importante recordar, además, que el reconocimiento del rango en el derecho interno es una cuestión que tiene un fuerte impacto en la concepción que existe en un Estado respecto del Derecho internacional. De este modo, como recuerdan Vanossi y Dalla (2000), existen múltiples corrientes de pensamiento respecto de esta problemática, y que esencialmente se derivan de las corrientes monistas y dualistas. Así, “[p]ara los monistas absolutos, siempre prevalece el tratado, aún por encima de la Constitución. Para los monistas atenuados o relativos, el tratado tiene prioridad sobre la ley pero no prevalece sobre la Constitución. Para los dualistas, el tratado debe seguir a la Constitución y, en lo que la ley se refiere, prevalecerá la norma más reciente, ya que la posterior deroga a la anterior” (p. 237). Esto se puede advertir en muchos Estados, ya que, en realidad, el fenómeno de la regulación del régimen de los tratados ha merecido tratamientos distintos por parte de los ordenamientos jurídicos nacionales. El reconocimiento de su importancia se deberá, en gran medida, al nivel de apertura que el Estado en cuestión demuestre en relación con el Derecho internacional, por lo que es bastante difícil concebir la idea de que, por un ejemplo, un gobierno autoritario muestre un importante nivel de predisposición en esta materia.
Es por ello que distintos autores han planteado la idea de que el mismo concepto de soberanía estatal debería redefinirse a la luz de lo dispuesto en el Derecho internacional público. Así, se ha precisado que la soberanía “es precisamente la conditio sine qua non de la existencia de obligaciones internacionales, y entonces de limitaciones jurídicas, para los Estados” (Guastini, 2007, p. 121). Incluso no han faltado autores que consideran que, en la evolución actual del Derecho internacional, es posible identificar obligaciones que limitan el ámbito de deliberación que existe a nivel doméstico, lo cual ocurre, principalmente, en el caso de las normas ius cogens, las cuales son de obligatorio cumplimiento por parte de la comunidad internacional, por lo que los Estados no podrían, al menos no jurídicamente, insertar cláusulas en sus constituciones que sean contrarias a estas obligaciones (Trejo, 2017, p. 122).
En virtud de todo lo expuesto, existen diversos ordenamientos que admiten tanto un control preventivo como uno represivo en relación con el control de constitucionalidad de los tratados. Consideramos que recurrir, de forma reiterada, al control represivo de constitucionalidad es especialmente nocivo para la imagen internacional que pretende proyectar el Estado. Sobre ello, bien ha anotado Bazán que esta clase de mecanismos “somete al Estado a la posibilidad de incurrir en responsabilidad internacional por la vulneración de sólidos principios generales del derecho de las naciones civilizadas, tales como el de pacta sunt servanda, cumplimiento de buena fe e imposibilidad de alegar normas de derecho interno [...] para exonerarse del cumplimiento de las normas de un tratado [...]” (Bazán, 2003, p. 100).
De esta manera, estimamos que la mejor forma de poder equilibrar la idea que la Constitución estatal es la norma suprema del ordenamiento, con la impostergable necesidad de reafirmar la buena fe internacional y el respeto de principios como el de pacta sunt servanda, es a través del uso del control preventivo de constitucionalidad. Conviene, por ello, desarrollar con mayor detenimiento este punto.
2. Una solución intermedia: la inserción del control preventivo de constitucionalidad de los tratados internacionales como mecanismo de protección de la buena fe internacional y de la supremacía constitucional
Pese a todas las dificultades que existen a nivel de derecho interno, quizás uno de los principales motivos por los cuales en muchos países se ha encargado a los tribunales o cortes constitucionales el control preventivo de los tratados internacionales se relaciona con que los órganos políticos (como ocurre en el caso de una de las cámaras del Parlamento o de un órgano designado por este) difícilmente aprecian las controversias constitucionales que suscita la ratificación de un instrumento internacional. De esta manera, se incorporan al ordenamiento nacional distintas disposiciones que, aunque fueron introducidas de conformidad con el iter establecido en la Constitución, pueden ser lesivas de algunos principios, valores o derechos contenidos en ella. De ahí que deban ser las cortes constitucionales las que, en su calidad de intérpretes finales del texto constitucional, definan si un tratado es o no incompatible con las disposiciones internas. La introducción de mecanismos preventivos de control de constitucionalidad de los tratados internacionales es deseable por múltiples razones, y acaso la más relevante de ellas se relacione con la salvaguarda de la buena fe en el desarrollo de las relaciones internacionales. De hecho, distintos órganos se han pronunciado sobre la viabilidad de esta solución. Así, el Tribunal Constitucional de España ha indicado que “[m]ediante la vía prevista en su art. 95.2 la Norma fundamental atribuye al Tribunal Constitucional la doble tarea de preservar la Constitución y de garantizar, al tiempo, la seguridad y estabilidad de los compromisos a contraer por España en el orden internacional” (Tribunal Constitucional de España, 1992, fundamento 1).
En el contexto internacional actual, el control preventivo permite que los Estados no se vean expuestos a incurrir en responsabilidad al disponer la no aplicación de un tratado que sea incompatible con la Constitución. Por ejemplo, en el caso de Costa Rica, la Ley de Jurisdicción Constitucional (Ley 7135) dispone que, con ocasión de la declaración de inconstitucionalidad de un tratado, le corresponde a la autoridad jurisdiccional ordenar su desaplicación general (artículo 73.e). Similar situación se advierte en países como Estonia, ya que la Constitutional Review Court Procedure Act establece que, con el fallo de la Corte Suprema que advierte la inconstitucionalidad de un tratado, este ya no puede ser aplicado a nivel interno (artículo 15).
Como es posible de notar, el control posterior, en algunos escenarios, puede generar la responsabilidad internacional del Estado al reconocerse la facultad a los tribunales de disponer que un tratado no sea aplicado en el orden interno. Evidentemente, esta clase de acciones no sólo habilitan la posibilidad que el Estado involucrado sea denunciado ante algún órgano o tribunal de carácter internacional, sino que también involucra, de forma severa, la imagen que este proyecta ante el resto de la comunidad. No debe soslayarse que los Estados requieren “la necesaria imagen de seriedad y confiabilidad hacia la comunidad internacional sustentada en la garantía de la seguridad jurídica fronteras adentro y la solidificación de la política de cumplimiento de los compromisos internacionales que acometa el Estado de que se trate” (Bazán, 2003, p. 13).
Sin embargo, al mismo tiempo que cautela la buena fe internacional, el control preventivo permite la protección misma de la Constitución como norma suprema. Esto obedece a que, antes de la inserción del instrumento internacional, se realizarán todas las reformas pertinentes al texto constitucional para que no tenga ninguna incongruencia con la normatividad internacional. La doctrina estima que al menos dos aspectos se promueven con la inserción en las constituciones de un modelo de carácter preventivo: por un lado, el logro relativo a la seguridad jurídica al garantizarse la constitucionalidad de los tratados que entran en vigor, lo cual refuerza la inviolabilidad de la Constitución; y, por otro, el respeto al orden jurídico internacional, así como el retiro de cualquier clase de impedimento para su cumplimiento a nivel interno (Verdugo, 2010, p. 462). Esto, por difícil que parezca, más que el debilitamiento de la Constitución es una suerte de refuerzo, ya que se le seguirá reconociendo como la norma suprema en el ámbito interno. En efecto, “[e]l afán por proteger los preceptos constitucionales debería conducir a todos los Estados a establecer controles preventivos de la constitucionalidad de los tratados, experimentables antes de que se proceda a la manifestación del consentimiento” (Remiro, 2010, p. 267).
Ahora bien, un problema bastante recurrente en los ordenamientos jurídicos es que se asume la idea de que el control preventivo es más una fiscalización al contenido material de las leyes que una protección de la Constitución, aspecto bastante vinculado con los criterios de oportunidad o conveniencia que son propias del ámbito parlamentario. De este modo, se cree que esta clase de control promueve una excesiva “judicialización de la política”, por cuanto un tribunal de justicia forma parte, en la fase final, del proceso deliberativo. Sobre ello, es pertinente la observación de Villaverde (2014), en el sentido que “[e]sta resistencia a dotar al TC de instrumentos como el recurso previo tiene que ver, en definitiva, con una cierta duda larvada aún sobre la legitimidad democrática de la jurisdicción constitucional y su percepción como un cuerpo extraño dentro de la democracia representativa” (p. 40).
Sin embargo, esta clase de temores deberían ser matizados. Una de las labores de los tribunales o cortes constitucionales radica, precisamente, en evitar que alguno de los órganos de poder constituido se arroguen poderes o atribuciones propias del poder constituyente. En el caso particular de los tratados, es posible agregar que, con los avances que ha experimentado el Derecho internacional en los últimos años, existe una cada vez mayor cesión de facultades a los gobiernos, y que ha pasado desapercibida. Si a ello agregamos que, a diferencia de lo que ocurría en los siglos XVIII o XIX, en la actualidad los tratados regulan diversas materias que afectan directamente a la ciudadanía, no nos deberíamos encontrar frente a atribuciones incontrolables. Es así que el control constitucionalidad de los tratados puede permitir no sólo que los procedimientos de la norma fundamental sean considerados en serio (Méndez, 2017, p. 109), sino también que no existan abusos de poder por parte de las autoridades que integran la rama gubernamental. En esa medida, no debe ser un control temido o postergado en una sociedad democrática. Lo que, en todo caso, debería promoverse es que su uso no sea enteramente discrecional, ya que ello podría hacer peligrar la imagen internacional del Estado.
En todo caso, como se ha expuesto con anterioridad, el control preventivo -en términos generales- ha sido cuestionado por generar que las cortes constitucionales hagan las veces de una suerte de “tercera cámara” dentro de los parlamentos. No sorprende, por ello, que en el desarrollo del control de constitucionalidad de tratados, existan autores en la doctrina que hayan enfatizado la necesidad que los órganos judiciales deberían abstenerse de fiscalizar asuntos estrictamente políticos al interior de los acuerdos internacionales, ya que ello podría generar que, de forma indebida, estos tribunales sean los que, en los hechos, den forma a la política exterior de los Estados (Rupp, 1977, p. 302).
Sin perjuicio de ello, el control preventivo permite, por un lado, que se respete el principio pacta sunt servanda al propio tiempo que resguarda la tesis de la supremacía constitucional. En primer lugar, la obligación de que los tratados sean cumplidos en sus propios términos no se ve alterada por la inserción de mecanismos de control ex ante, ya que ellos se activan antes que el tratado internacional se encuentre en vigor para el Estado respectivo. Esto supone que aún no ha nacido una obligación que deba ser observada. Por otro lado, también se respeta la supremacía constitucional. Sobre ello, es un hecho que la mayor cantidad de constituciones a nivel general admite la tesis que su rango es superior al de los tratados (Roznai, 2017, p. 94). Esto es natural, ya que el treaty-making power es desarrollado por el gobierno, esto es, por un órgano de poder constituido. En ese sentido, no sorprende que se regulen medidas para garantizar que dichos tratados no sean contrarios a la ley fundamental.
En el derecho comparado actual es posible advertir la presencia de múltiples ejemplos en los que se regula el control preventivo. Lo llamativo de este fenómeno es que no todos los países han implementado mecanismos similares frente a la existencia de alguna cláusula del tratado que sea incompatible con la Constitución nacional. En países como Argelia, por ejemplo, el texto constitucional de 1989 dispone que si, en el marco de un control preventivo, se detectara algún vicio de inconstitucionalidad, el tratado no será ratificado. Esta clase de fórmulas son ciertamente drásticas, ya que limitan el natural desenvolvimiento de los órganos que conducen la política exterior del Estado. Debe recordarse que, aunque aún el tratado no se encuentre formalmente en vigor, el hecho que se adopten fórmulas de este tipo también puede perjudicar la imagen internacional del Estado, ya que las negociaciones pueden verse súbitamente anuladas o interrumpidas por un fallo de un tribunal interno.
En efecto, deberían considerarse factores como si el instrumento internacional es bilateral o multilateral, ya que bien las autoridades podrían salvar la inconstitucionalidad simplemente acudiendo a la figura de la reserva.6 Un supuesto llamativo en este punto es el de la República Checa, país que admite, en virtud de lo dispuesto en la Constitutional Court Act (182/1993), que a la Corte Constitucional le corresponde identificar las cláusulas del tratado que con contrarias a la ley fundamental, de lo cual se desprende que ya es labor de los órganos políticos el determinar cómo se debe superar este obstáculo para la ratificación del tratado.
Por otro lado, el control preventivo también debería permitir una participación responsable de sujetos legitimados para efectuar el pedido relativo a la inconstitucionalidad del tratado. En este punto, es importante que, por un lado, no se perjudique la celeridad que el contexto internacional requiere a través de alguna clase de intervención obligatoria de las cortes constitucionales. Se recomienda, por ello, que es más viable que estos casos sean examinados a propósito de un pedido de parte. En todo caso, debe fomentarse la participación de grupos minoritarios, ya que si sólo se garantiza la intervención de la mayoría parlamentaria o del propio gobierno, es elevadamente probable que ellos no se muestren necesariamente preocupados de respetar los procedimientos constitucionales. Se puede citar, en este caso, lo que dispone el artículo 272.e de la Constitución de Guatemala de 1993, la que reconoce que la solicitud para evaluar la constitucionalidad de los acuerdos internacionales puede ser activada por cualquier organismo estatal. Existen, además, otras experiencias como la de Costa Rica, cuya Ley de Jurisdicción Constitucional habilita al Defensor de los habitantes a solicitar que se ejerza un control de carácter preventivo (art. 96.ch).
Finalmente, es importante enfatizar la relevancia del control preventivo de constitucionalidad de los tratados en un mundo cada vez más globalizado. Sobre este punto, es importante enfatizar que los acuerdos internacionales cada vez tienen un impacto más directo en la vida de las personas. Esto supone, a su vez, que existe un creciente poder en manos del gobierno de comprometer internacionalmente al Estado en facetas que, hasta hace algunas décadas, no hubiera podido regular. Ello implica, como no podía ser de otro modo, que exista cierta postergación de los parlamentos nacionales en la configuración de la política exterior nacional, lo cual es aun más notorio cuando los textos constitucionales son particularmente ambiguos respecto de la regulación de las cláusulas que determinan la participación de cada uno de estos órganos en la configuración de la política exterior (Wildhaber, 1971, p. 181). El control preventivo es, en este contexto, un importante instrumento para evitar que exista alguna clase de desbordamiento de poder por parte de las autoridades investidas del treaty making power.
Pero, por otro lado, tampoco debe olvidarse que los tribunales deben observar una especial deferencia a las decisiones que adopten los órganos responsables de la política exterior, sobre todo cuando lo que intenta enjuiciarse es la conveniencia u oportunidad para suscribir un acuerdo internacional. Ciertamente, los tribunales ostentan un importante rol en verificar que las autoridades no inobserven los procedimientos constitucionales, pero ello no debe conducir hacia conductas de revisión o escrutinio estrictos. En ese sentido, la aceleración de las negociaciones internacionales invita a considerar que sólo en aquellos casos en los que no exista margen de duda sea posible declarar que un tratado es incompatible con la Constitución nacional.
Por su parte, los tribunales deben ser conscientes de la gran responsabilidad de ejercer este tipo de controles. Se ha dicho, con razón, que cuanto menos facultades de revisión ostenten las cortes, es más probable que un tratado que sea contrario a la Constitución termine, en los hechos, reformándola (Deener, 1964, p. 30). Esto supone reflexionar sobre múltiples tópicos, como qué ocurre cuando un acto de un poder constituido termina colocándose por encima del pacto fundamental de la sociedad. También invita a repensar las bases sobre las que se configuran las relaciones entre el derecho interno y el internacional, y qué rol deberían desempeñar las constituciones para facilitar la labor de las cortes de justicia. Si es que el constituyente no adopta criterios que permitan orientar su labor, es más probable que estos actúen con importantes márgenes de discrecionalidad.
V. Conclusiones
El control preventivo de constitucionalidad de las leyes fue creado con el propósito de ser una apuesta intermedia entre la idea de la judicial review estadounidense y el principio de soberanía de la nación, el cual, en los hechos, suponía que el Parlamento ostentaba una posición privilegiada en el armazón estatal. De esta forma, se intentó velar por el principio de supremacía de la Constitución sin que esto suponga que se pueda controlar leyes efectivamente aprobadas.
Este equilibrio ha sido trasladado al ámbito del control de constitucionalidad de los tratados. Y es que, en la medida en que es necesario, por un lado, proteger la idea de la Constitución como norma fundamental, también es cierto que los Estados deben velar por cumplir sus compromisos internacionales. La evolución de la globalización, y el aumento de tratados a nivel internacional generan que se deba fomentar la imagen de ser un país que cumple sus compromisos. Sin embargo, este no debe ser un fenómeno que deba ser aceptado acríticamente, sobre todo por los cada vez mayores poderes que se brindan a los gobiernos en las negociaciones internacionales.
En ese sentido, en esta investigación se ha destacado que, en este contexto de internacionalización de asuntos anteriormente domésticos, el poder de los gobiernos ha aumentado en relación con el de los parlamentos. En ese sentido, para evitar un desbordamiento de poder, es indispensable que existan mecanismos de control para que los procedimientos establecidos en las constituciones no sean ignorados. Se ha estimado que el control preventivo de constitucionalidad de los tratados es una herramienta que permite un justo equilibrio entre el respeto al principio pacta sunt servanda y la tesis de la supremacía constitucional. Sin embargo, este debe ser realizado bajo ciertos parámetros, como el hecho que los tribunales no invadan el natural espacio de desenvolvimiento político con el que cuentan las autoridades investidas del treaty making power, o que se garantice la intervención de entes que puedan representar a grupos minoritarios. Esto último resulta relevante ya que, como se explicó, se ha defendido un control facultativo y no obligatorio de constitucionalidad, ya que, en este último escenario, se podría perjudicar la fluidez de las relaciones internacionales.
De este modo, y bajo estas condiciones, el control preventivo puede constituirse como una nueva herramienta de conciliación entre dos nociones que, generalmente, suelen verse en conflicto: la idea de Constitución como suprema norma del ordenamiento, y el principio de pacta sunt servanda. La necesidad que se resguarden los preceptos constitucionales debe ser aun más enfatizada en una era en la que, por los avances de la globalización, los tratados impactan de forma más inmediata y directa a la ciudadanía, la cual debe contar con mecanismos de defensa frente a una eventual vulneración de sus derechos. Evidentemente, esto no descarta el uso, como ocurre en algunos países, del control represivo de constitucionalidad para los tratados. Lo que se desea enfatizar es que, como se pudo advertir a propósito de la regulación de algunos países, su uso en algunos escenarios puede comprometer severamente la responsabilidad internacional del Estado.