Quisiera intervenir con un comentario sobre la famosa frase Volver a las cosas; frase central en el pensamiento fenomenológico. Antes del comentario, es necesario hacer dos o tres aclaraciones. Aunque soy un consistente desconocedor del pensamiento de los fenomenólogos, prácticamente toda mi obra tiene a la vez como suelo y como objeto de estudio la experiencia inmediata. Me he ocupado de asuntos como el ritmo respiratorio, el fluir de las babas o el sabor de las lágrimas. El método fenomenológico no me es ajeno, aunque se ubica en otro espacio. Desde ese otro espacio hago estas observaciones que deben ser tomadas más bien como una pregunta o como una vacilación. Y si lo que digo parece un poco descaminado no se debe a otra cosa sino a mi ignorancia de la filosofía.
Es fácil suponer que la enunciación de esta frase debe ser explicada en el contexto de las discusiones habidas en la historia de la filosofía y que tomarla en sí misma implicaría sacarla de contexto y, por lo tanto, impedir una explicación filosóficamente correcta. Yo haré eso, sin embargo: la sacaré del contexto donde la instalan las discusiones de los filósofos. La sacaré de contexto o quizás la pensaré en un contexto diferente, más acorde con mi propia formación de analista del discurso. Al fin y al cabo esa frase no es propiedad de Husserl ni de Heidegger sino que ella circula aquí y allá independiente de los discursos particulares que la evocan. Volver a las cosas es la parte visible de una consigna que se completa con la expresión implícita hay que. Tomada como consigna, esta frase se muestra como de fácil comprensión, como elaborada para el hombre común, si bien el hombre común no la necesita porque se supone que de hecho vive en las cosas. La necesitan gente como los filósofos, personas que viven distraídas por sus hondos pensamientos, olvidadas de las cosas a las que parecen haber abandonado en un remoto lugar de su conciencia. Tomada en todo su valor, la consigna en este caso sería: “ya déjense de filosofar y vuelvan a las cosas”.
Observada como composición sintáctica, la frase Volver a las cosas está compuesta por dos miembros: un verbo en infinitivo que funciona como un imperativo (volver) y un sustantivo (las cosas) precedido por una preposición de dirección (a) que permite reunirlos con un sentido preciso. Pensados por separado, debo decir que me resulta igualmente preocupante tanto el primero como el segundo, preocupante tanto si se trata del volver como de las cosas.
El volver a las cosas supone que antes se estaba en las cosas y que hemos perdido esa experiencia verdadera y probablemente dichosa. ¿Cuándo estábamos en las cosas? Tal vez en algún otro momento de la historia de la filosofía, pero con más seguridad en otro momento de la vida o la conciencia. Podríamos decir que estábamos en las cosas en nuestra infancia, en nuestra casa paterna o en nuestro pueblo natal, esos paraísos perdidos que siempre nos acompañan. O podríamos decir que todos los hombres estábamos en las cosas en esa edad dorada que evoca Don Quijote en su célebre discurso a los cabreros. Si fuera así nos encontraríamos ante un mito de origen, lo que no es poco decir. Tal vez este mito pueda asociarse con el origen mismo de la filosofía. En su Teogonía, Hesíodo se demora explicando cómo los griegos sentían que la edad de oro estaba en un pasado donde los hombres alternaban con los dioses y que el presente era el resultado de una progresiva degradación.
Entonces quizá podríamos ver en el gran pensamiento reaccionario de Platón un intento de corregir la degradación del tiempo presente. Esta idea de que la perfección está en otro tiempo o en otro lugar —para Platón, sabemos, estaba en el Topos uranos— tiene una larga descendencia, como si ese sentimiento no hubiera de actuar. La literatura clásica griega y latina alimentó con fruición el tópico del Ubi sunt. Dolido, el poeta se pregunta dónde están las glorias de antaño, los hombres heroicos o galantes y las mujeres espléndidas que conocieron la vida verdadera. En el siglo XV ese tópico será recogido por Jorge Manrique quien, con motivo de la muerte de su padre, compone una muy célebre elegía en la que recurre a todos esos temas y deja estampada una reflexión poderosa: “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Este sentimiento referido al tiempo de uno o de otro modo se replica en el espacio social. Los hombres de la Corte y más tarde los hombres de la urbe declaran sentirse expulsados de una vida más auténtica y dichosa. Según ello, los campesinos comen una mantequilla más sabrosa, toman las manzanas del árbol mismo, se bañan en aguas más cristalinas, concurren a bodas suculentas donde la novia, toda ella de blanco, camina sobre un prado bajo los grandes árboles. El pensamiento romántico también cultivó este tópico y lo hizo en diferentes direcciones. “Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolado / el Príncipe de Aquitania de la torre abolida”, escribió famosamente Gérard de Nerval. Sería raro que Heidegger, quien tenía sensibilidad literaria, y vivió tan próximo a los poetas románticos no haya sido contagiado por su virus.
Pero lo que para mí es más difícil de explicar es este tema de las cosas. Si nos dicen que volvamos a las cosas, eso quiere decir que las hemos descuidado u olvidado y que las cosas, aun olvidadas, siguen permaneciendo ahí, intactas, como materia ensimismada y perdurable. Pregunto: ¿Qué son las cosas? ¿Son una materia amorfa que existe antes de los nombres y diríamos también antes de la percepción? ¿O son los objetos que tengo delante: mesa, libro, vaso, esto es, objetos recordados y familiares? En el primer caso las cosas existirían antes de los nombres, antes del lenguaje articulado y, por lo tanto, antes de la percepción. Pero, a mi modo de ver, no puedo percibir lo que no puedo nombrar. Aquello que no puedo nombrar carece de articulaciones, y es en definitiva un objeto de la sensación. ¿Serían las cosas una sensación más o menos inestable? ¿O serían esto que está ante mí y que puedo nombrar?
Nombrar es articular, discernir, establecer categorías, construir redes de asociaciones y de oposiciones. Pues si reconozco a este vaso como vaso (un vaso que veo ahora por primera vez) es porque se trata de un individuo representativo de una clase, la clase de los vasos, asociada a la clase de las tazas y las mesas, para simplificar mucho el enunciado de estas operaciones. Tales operaciones me permiten decir: “Este vaso es azul” o bien “Mañana beberemos un vaso de buen vino” o bien “Hay que mirar el vaso medio lleno y no medio vacío”. Como se ve, el vaso en cada aparición tiene su propio juego de semejanzas y diferencias.
Nunca veo, nunca puedo ver un objeto y darle nombre si no tengo en mi memoria la clase en la que está comprendido. Esto quiere decir, creo, ni más ni menos, que no hay objeto si no hay lenguaje pues el lenguaje es, entre otras cosas, un sistema de clasificaciones. Un objeto que no pueda nombrar, que no esté comprendido en una clase, no sería propiamente un objeto aunque en la experiencia práctica el lenguaje puede dar lugar a una torsión del discurso que permita sugerir lo innombrable. La literatura es pródiga en esta torsión que satisface un deseo irrenunciable: nombrar lo que no puede ser nombrado. Para compensar esa imposibilidad del espíritu es que existen la literatura y el arte en general.
Pero hay otra cosa aún más preocupante. Si la frase Volver a las cosas predica la existencia de cosas que persisten ensimismadas aun si el sujeto las ha olvidado, ello quiere decir que las cosas son algo real, algo dado a la consciencia pero cuya existencia está definida sin necesidad de la consciencia. En lingüística y luego en semiótica se ha planteado con frecuencia el problema de lo dado y lo construido. Muchos nos hemos acostumbrado a pensar que, por desgracia, no hay lo dado sino lo construido. El sostén de lo construido es el lenguaje y no hay nada antes ni más allá del lenguaje porque las nociones de antes y de más allá son construcciones del lenguaje. La pregunta es: ¿la realidad está dada o es construida, es un constructo? Esto nos lleva a la discordia que enfrentó rabiosamente a realistas y nominalistas.
Personalmente y a pesar de que mi interés como investigador y desde luego como escritor ha sido del orden de lo fenomenológico, yo me siento más cerca del nominalismo. Pienso que la realidad es un constructo humano y que lo real —mi propio cuerpo tan hecho de materia resistente que no puede atravesar una pared— necesita ser nombrado por mí en sus más pequeñas partes.
El lenguaje es nuestro reino y también nuestro exilio. Así, ubicado en esta posición, tengo que decir que para mí la frase Volver a las cosas no puede ser pensada sino como un juego de lenguaje, es decir palabras que conducen a otras palabras. Al cabo los filósofos a quienes se recomendó o encomendó volver a las cosas seguramente entendieron que no se les pedía volver al sabor de la mantequilla o al olor del cilantro sino volver a pensar en ese tipo de cosas, ocuparse de lo concreto, de la singularidad. Hacerse, al cabo, como los escritores que son profesionales de lo concreto. Leyendo a Merleau-Ponty uno tiene la impresión de leer a un escritor. Y tal vez podría leerse de ese modo a Heidegger, el oscuro. En síntesis, a los que quieren volver a las cosas tal vez habría que recomendarles, podría recomendárseles: háganse escritores.