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Innovación educativa (México, DF)
versión impresa ISSN 1665-2673
Innov. educ. (Méx. DF) vol.14 no.64 México ene./abr. 2014
Aleph
Estilos de argumentación occidental
Western argument reasoning styles
Raymundo Morado
Instituto de Investigaciones Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México.
Recibido: 05/12/2013.
Aceptado: 18/01/2014.
Resumen
En este trabajo describo algunos estilos de argumentar que han sido populares en Occidente desde hace unos tres milenios. Cabe preguntarnos si deseamos promover tales maneras de argumentar y si proporcionan una buena explicación de lo que ocurre cuando alguien argumenta. Los estilos como el bélico, disputante, controversial, fundacional, sistematizador, epidíctico, etcétera, tienen su lugar. Ningún estilo es apropiado en todos los casos, ninguno deja de iluminar diferentes aspectos de nuestra racionalidad. Fuera de la base mínima de la argumentación, que es abogar por una tesis, los aspectos de duda, defensa, ataque, persuasión, diálogo, sistematización, encomio y demás se deben añadir a medida que se necesiten, y debemos resistir la tentación de tratarlos como elementos esenciales de la argumentación.
Palabras clave: Análisis del discurso, argumentación, lógica, metacognición, pensamiento lógico, raciocinio, razonamiento.
Abstract
In this work I describe some argument reasoning styles that have been popular in Western culture for about 3 millennia. One must ask if it is desirable to promote such styles, and whether they provide a good explanation of what happens when someone states an argument. Some style examples are: belligerent, disputative, controversial, foundational, systematizing and epideictic. None of them is appropriate for every case, yet all of them shed light on particular aspects of our rationality. At its most basic level, argument reasoning is intended for advocating for a thesis, but other argument aspects should be added to it as needed: doubt, defense, attack, persuasion, dialogue, systematization, recommendation, among others - although we should resist the temptation of treating them as essential elements of argument reasoning.
Keywords: Discourse analysis, argumentation, logic, metacognition, reasoning, rational thought.
Taarradhin (Arabic): Implies a happy solution for
everyone, or "I win. You win."
It's a way of reconciling without anyone losing
face. Arabic has no word for "compromise," in the
sense of reaching an arrangement via struggle
and disagreement.
Alex Wain
Hay tantos estilos personales de argumentación como argumentadores. A continuación describiré algunos de los estilos generales que han sido populares en Occidente desde hace unos tres milenios. Algunos empezaron, de hecho, en Asia Menor, pero han tenido gran popularidad en la Península de Europa, en África y en América. Cabe preguntarnos si son recomendables como estilos a seguir (es decir, si deseamos promover tales maneras de argumentar) y si son recomendables como estilos a atribuir (esto es, si nos proporcionan una buena explicación de lo que ocurre cuando alguien argumenta). Nuestras conclusiones deben ser cautas, porque cada caso de argumentación necesita ser juzgado individualmente. Aunque hay estilos de argumentación que se prestan para un uso en especial, sus diferentes instancias pueden exhibir características que hagan más provechoso un uso diferente; cuál estilo sea recomendable dependerá de cada situación. Los estilos, como el bélico, disputante, controversial, fundacional, sistematizador, epidíctico, etcétera, tienen su lugar. Ninguno es apropiado en todos los casos, ninguno deja de iluminar diferentes aspectos de nuestra racionalidad. Fuera de la base mínima de la argumentación, que es abogar por una tesis, los aspectos de duda, defensa, ataque, persuasión, diálogo, sistematización, encomio, etcétera, se deben añadir a medida que se necesiten, y debemos resistir la tentación de tratarlos como elementos esenciales de la argumentación.
La teoría de la argumentación, como otras partes de la lógica, puede tener tanto aspectos normativos como descriptivos. Por ello, hay dos preguntas naturales sobre cualquier candidato a modelo de la argumentación:
1. ¿Es un buen modelo a seguir? Es decir, ¿es deseable promover esta manera de argumentar?
2. ¿Es un buen modelo a atribuir? O sea, ¿es una buena explicación de lo que ocurre cuando alguien argumenta?
Al inicio de la Retórica (1358b, por ejemplo), Aristóteles reconoce que podemos tratar de convencer epidícticamente (alabando o censurando) y que argumentamos para exhortar o disuadir.
Sin embargo, considera que la argumentación forense o jurídica solamente puede ser "acusatoria o defensiva, pues los litigantes deben necesariamente acusar o defender" (1358b).1 Aristóteles añade que un hombre sometido a juicio puede reconocer lo que hizo, pero nunca puede aceptar que su acto fue injusto, pues eso haría innecesario el juicio.
Así pues, desde el inicio de los estudios sobre argumentación en Occidente es claro, por un lado, que hay varios tipos de discurso retórico argumental y que la argumentación forense puede ser muy variada. Por otro lado, también es evidente que nos es natural concentrarnos en el estilo polémico y utilizarlo para modelar toda la argumentación.
Concepción Martínez ha llamado mi atención sobre el trabajo de Hugo Mercier y Dan Sperber (2011). Según ellos, la función de la argumentación no es buscar la verdad, sino defender un punto de vista (p. 57).
Es sensato postular que hay ventajas (tal vez incluso evolutivas) en ganar una discusión, lo que puede explicar en parte la tentación de aprovecharnos de artimañas y marrullerías para ganar a cualquier costa. Pero de ello no se sigue que la verdad no interese ni que su búsqueda no juegue un papel importante en la evaluación de la bondad de los argumentos. Si un mal argumento convence es precisamente porque aparenta ayudar a encontrar la verdad. Aristóteles empieza las Refutaciones Sofísticas mencionando que la belleza física puede ser falsificada; pero si el maquillaje atrae es porque parece bello. No solamente juegan un papel la belleza o la verdad para conseguir la adhesión ajena, sino que son precisamente lo que atrae a los espectadores. El engaño es útil precisamente porque la verdad importa; olvidarlo sería perder de vista el atractivo gracias al cual el engaño puede cumplir su función.
En otro artículo, Mercier y Landemore (2010) sostienen que "cuando se discuten opiniones diversas, el razonamiento grupal aventaja al razonamiento individual" (p. 243; t. a.). Esto es de esperarse si confrontar ideas ajenas nos revela otras posibles vías hacia la verdad; no es de esperarse si vamos a polarizarnos antagónicamente con quienes no comparten nuestras ideas. Mercier y Landemore ubican la mayor tendencia a la polarización en contextos individuales o de creencias compartidas; precisamente en los contextos donde no es necesario defender las ideas propias.
A menudo notamos que conocer opiniones divergentes tiende a incrementar la tolerancia. Esto no siempre ocurre, y es posible que la confrontación con ideas ajenas nos haga más dogmáticos (se dice que no hay nadie tan fundamentalista como el converso), pero, en general, exponernos a puntos de vista alternativos es benéfico para nuestra flexibilidad epistémica. Aunque toda la función de razonar fuera ganar discusiones, entrar a la lid argumentativa no impide que la fuerza de los argumentos, en casos especiales, pueda hacernos creer menos firmemente en las ideas propias. Decir que hay argumentaciones que no buscan la verdad no niega la importancia central de la verdad ni la posibilidad de la divergencia y el convencimiento de las ideas nuevas.
El orador epidíctico sordo a la argumentación ajena es sólo un ejemplo extremo del discurso polémico. Si de lo único que se tratara fuera de ganar una discusión y no de encontrar la verdad, ¿qué nos impediría polarizarnos más mientras más puntos de vista opuestos nos rodearan? Es común, sin embargo, que la diversidad de opiniones favorezca nuestra flexibilidad epistémica. A Mercier le es difícil incorporar en su teoría sistemas antagonistas ("adversariales"), como el del Congreso de Estados Unidos de América. Pero si la única medida de una buena argumentación fuera el triunfo sobre los otros debatientes, la polarización entre demócratas y republicanos que asombra a Mercier sería un resultado natural.
Necesitamos modelos de argumentación que hagan justicia a las diferentes funciones, propósitos y dinámicas argumentativos. El peligro es considerar solamente un estilo de argumentación, valioso para ciertos tipos de discurso, pero insuficiente para capturar la diversidad de los usos argumentativos posibles. Pasaremos revista a diferentes usos de la argumentación, explorando sus riquezas y limitaciones, para concluir en la necesidad de modelos incluyentes y flexibles.
La argumentación como disputa
Para van Eemeren (2010) solamente se argumenta cuando hay una diferencia de opinión. Sin esto, la argumentación carece de sentido. Como publicó recientemente, "es una perogrullada que la argumentación siempre surge como respuesta o en anticipación a una diferencia de opinión" (p. 1; t. a.).
Una versión mucho más extrema de esta opinión sostiene que argumentar es defender una posición, como en la guerra. Esta idea bélica de la argumentación es muy común en Occidente, incluidos los ámbitos académicos. Se considera muy útil, tanto para usarla como para seguirla. Muchos profesores creen que los alumnos deben combatir las ideas de otros y que ese modelo no solamente explica toda argumentación, sino que es la mejor manera de plantear cualquier estrategia argumentativa.
Esta práctica está envuelta en metáforas guerreras. En palabras de Cohen (1995), "hablamos de manera rutinaria de argumentos contundentes o letales, contraataques potentes, posturas defendibles y estrategias vencedoras, y de argumentos endebles que fácilmente son acribillados, mientras los fuertes golpean duro y dan en el blanco" (p. 178; t. a.).
Esas metáforas no deben tomarse a la ligera. Las palabras reflejan el pensamiento que nos dirige. Como insisten Lakoff y Johnson (1980), "el hecho de que conceptualicemos los argumentos parcialmente en términos de batalla influye sistemáticamente en la forma que toman los argumentos" (p. 7); dicen que "el lenguaje de la argumentación no es poético, rebuscado ni retórico: es literal. Hablamos de los argumentos de esa manera, porque los concebimos así, y actuamos de acuerdo con el modo en que concebimos las cosas" (p. 5).
Seguir este modelo puede ser muy destructivo para la práctica social de la argumentación, pues conduce, a veces, a la violencia verbal innecesaria. Afortunadamente, este modelo no se aplica a todos los tipos de argumentación, muchos de los cuales no requieren atacar a otros para defender una postura. Por ejemplo, Cohen (1995) trata de liberar nuestra idea de la argumentación de sus metáforas bélicas y propone que "un argumento no es una guerra; es una negociación diplomática" (p. 185; t. a.).
De hecho, si tomamos como la base para nuestra noción de argumentación la práctica legal ateniense, la idea que emerge es en varios aspectos más extrema: es "bipolar, suma cero, y tiene un ganador y un perdedor" (Kauffman, 1991, pp. 16-19). En comparación con esto, hay guerras que se resuelven con provecho para ambos bandos, sin perdedores ni ganadores, o con más de dos contendientes. Pero el estilo ateniense de argumentar sirvió de ejemplo al romano y es visto como paradigma a seguir en la tradición occidental.
La argumentación como debate
Un segundo modelo de argumentación es concebirlo en términos de defender una postura, aunque en un sentido no bélico. Se argumenta con un oponente al que se puede estar tratando de ayudar a desembarazarse de ideas erróneas; el otro debatiente no es necesariamente un enemigo, sino tan sólo un rival. Esta idea de la argumentación es muy útil, pero hay que seguirla con cuidado, pues a veces también lleva a polarizar y excluir.
Hablar de un oponente, así sea una mera palabra, parece estimular una actitud negativa. "Cuando las personas son adversarias, incluso cuando lo son sólo en virtud de los papeles que temporalmente ocupan, otras características suelen acompañar su oposición: falta de respeto, grosería, falta de empatía, insultos, animadversión, hostilidad, falta de atención y escucha, mala interpretación, ineficiencia, dogmatismo, intolerancia, irritabilidad, ánimo pendenciero, etcétera" (Govier, 1999, p. 245; t. a.).
Es verdad que esos rasgos negativos aparecen en otros contextos, pero su presencia en ambientes tan cordiales y colaborativos, como nuestras reuniones académicas, no deja de ser preocupante. No es extraño en las reuniones universitarias occidentales que la gente se permita mayores descortesías, dado que tienen la excusa de estar debatiendo un punto, incluso cuando la postura que defienden no sea verdaderamente la suya. Parecen aprovechar incluso una defensa, "por mor del argumento", como un permiso para ser descorteses. Por supuesto, el combate de una disputa puede ser respetuoso, así como un round de debate puede ser diplomático. El problema es que estas circunstancias no se prestan para una actitud cortés.
Además, este estilo no puede usarse para modelar todos los tipos de argumentación. La oposición, a diferencia del mero desacuerdo, es más que decir algo incompatible. La añadidura de una actitud antagónica, por sí misma, no tiene valor argumentativo, aunque por supuesto puede afectar la argumentación. Por ejemplo, "impedir la argumentación sin una objeción, real o aparente, es actuar de mala fe" (Aristóteles, Tópicos, VIII, 8, p. 292, 160b).2
Govier (1999) ha criticado, con razón, el modelo proponente/ oponente de la pragma-dialéctica, debido a sus dificultades para reconciliar la oposición y colaboración entre los dialogantes. Las partes resuelven las disputas como colaboradores, aunque el modelo de diálogo las plantee como opositoras (p. 255, nota 5). Ante la justificación de que el uso del término 'oponente' es solamente "una manera de hablar", Govier responde con fundada suspicacia (pp. 201; 255, nota 8; y 256, nota 20).
Si vemos a los participantes más como colaboradores que como opositores estamos transitando de un estilo de disputa como debate a uno de disputa como controversia.
En Johnson y Blair (2006) leemos que la argumentación tiene tres funciones centrales: persuadir, reforzar creencias e inquirir (p. 246). Sin embargo, es dudoso que realmente exista una función independiente de inquirir, porque los argumentos que se proponen para esto son más explorados que adoptados. Eso nos deja dos opciones: persuadir y reforzar creencias.
La persuasión, para Johnson y Blair (2006), sigue la dialéctica clásica de, por un lado, apoyar la conclusión y, por otro, defender el argumento contra las objeciones. Los autores generalizan este esquema de persuasión para los tres tipos de argumentación y atribuyen a todos ellos dos características que en realidad son, si acaso, propias del primero: la motivación por duda o preguntas, y el intercambio entre un proponente y el antagonista que lo interroga:
Todos los argumentos tienen dos cosas en común, ya sea que se usen para persuadir, reforzar o inquirir. En primer lugar, su motivación es la duda... En segundo lugar, los tres tipos de argumentación tienden a involucrar gente que ocupa dos papeles distintos.... A veces, a quien duda se le llama también el interrogador, el oponente, o el antagonista (Johnson y Blair, 1977, p. 246; t. a.).
Antes de continuar con el análisis de los estilos será provechoso hacer un breve paréntesis sobre el aspecto de la duda, que aunque no es una condición necesaria para ninguno de ellos en Occidente a menudo se la asocia y presenta como una de sus motivaciones.
Sin embargo, lo anterior no es siquiera verdad siempre de la persuasión. Podemos tratar de persuadir a personas que aún no han tomado una postura. En estos casos, la argumentación más bien trata de llevarlas a que adopten una primera postura. También podemos tratar de reforzar creencias sobre las que no hay dudas ni preguntas; continuamente ocurre esto en los salones de clase. En otras palabras, aunque la función de reforzar creencias apoya la conclusión, puede ser que no involucre una defensa contra ningún ataque.
Hay investigación sin desasosiego. Pierce creía que toda argumentación empezaba tratando de acallar una duda. Es común creer que el espíritu filosófico requiere que pongamos todo en duda. Se nos recomienda cultivar la aceptación socrática de una ignorancia total o una duda "cartesiana" que se previene del engaño dudando de todo. Esto no es completamente correcto.
En ningún momento duda Descartes que exista él o Dios o el mundo. Pero por razones de metodología investiga qué pasaría si no lo creyera. Es decir, su duda no es una verdadera duda, sino una duda metódica. Está dudando por método, y no por falta de creencia.
Yo puedo creer que el paracaídas que llevo en mi mochila ha sido correctamente empacado. Aun así, debo verificarlo por método antes de lanzarme del avión. Es decir, un buen científico no tiene que dudar que el paracaídas esté bien empacado, pero debe dudar metódicamente, debe verificar. La filosofía, la ciencia y el espíritu racional, tan estimados en Occidente, nos exigen que verifiquemos, no que dudemos. Y nos exigen que verifiquemos en los casos importantes, cuando vamos a dar un salto de importancia. Cuando vamos a saltar a una conclusión importante es crucial que no lo hagamos sin haber revisado nuestro bagaje.
La duda metódica no es duda. El espíritu científico exige que examinemos la evidencia antes de considerar algo como conocimiento, aunque ya lo creamos. Por ejemplo, nada en la ciencia nos impide creer que hay vida en otros planetas o que existe una cura para el cáncer. Lo que el método científico nos exige es que no confundamos estas creencias con conocimiento, que no pretendamos que sabemos, cuando lo único que tenemos son creencias firmes.
La ciencia, como se entiende en Occidente, no prohíbe las meras creencias, pero nos prohíbe confundirlas con saberes. No nos exige que tengamos razones para cualquier creencia, pero sí que tengamos razones cuando consideremos algo como sabido. El espíritu racional no exige razones para todo, pero sí demanda que tengamos razones, evidencia, para lo que creemos antes de llamarlo conocimiento.
Ningún científico, incluidos los filósofos, tiene que ser escéptico, alguien que no cree o que duda. No debe dar nada por consabido ni pretender que sus opiniones infundadas son algo más, y debe exigir razones, apoyo racional y evidencia pertinente antes de dictaminar algo como conocimiento. Por ello, la persona que en el laboratorio obtiene el resultado de que un paciente tiene cáncer debe repetir y confirmar el diagnóstico. Aunque tenga una confianza total en sus instrumentos, debe revisarlos metódicamente.
Así pues, la duda es un elemento importante en la formación y dinámica de los argumentos, pero no es un elemento necesario en ninguno de los estilos que estamos revisando. Si acaso, muestra que la defensa de las posturas adoptadas con antelación puede dar paso a una práctica argumentativa como exploración de posibles maneras de responder a una duda inquietante.
La argumentación como controversia
Los problemas suscitados por los estilos de guerra y de debate han hecho que se proponga una variante interesante. Según este tercer modelo, argumentar es defender una postura, aunque en un sentido no bélico, pues se argumenta con un oponente que no necesariamente es adversario; en una controversia, nuestro interlocutor puede incluso ser un colaborador.
El estilo de controversia es un progreso respecto del estilo bélico o de disputa, porque éstos tienden a producir posturas antagónicas excluyentes. En cambio, la controversia admite muchas posturas que se traslapan y pueden beneficiarse parcialmente de otras, aunque sean excluyentes consideradas en su totalidad. Por supuesto, la controversia puede ser externa, con otros participantes, o interna. Se pueden asumir posturas opuestas a las propias creencias para explorarlas o, como en el caso señero de la demostración en Occidente, la Reductio, para atacarlas mejor.
Esta idea de la argumentación es muy útil, pero debe ser usada con cuidado. La controversia sigue teniendo un elemento de oposición, así sea mínimo, pues requiere que haya algún desacuerdo. Govier (1999) llama a esto "minimal adversariality" (p. 244), y puede dar lugar a conductas dañinas:
Las controversias a menudo involucran grosería, falta de respeto, hostilidad, animadversión, descalificaciones, burlas, insultos, ataques ad hominen, malas interpretaciones, digresiones hacia temas innecesarios e irrelevantes, intolerancia, dogmatismo, energía desperdiciada, fallas en la comunicación y desperdicio de tiempo y talento. . . . nuestra capacidad de actuar puede ser inhibida. (p. 248; t. a.)3
El uso de este modelo también es peligroso. La controversia puede ser un debate público donde la importancia del auditorio es de primera importancia y esto puede llevar a relativizar exageradamente la bondad de la argumentación en cuanto al efecto que tiene sobre alguna audiencia específica. Cuando incorporamos a este modelo que la aceptabilidad de las premisas es siempre respecto a intereses, costumbres o exigencias de individuos particulares o grupos de ellos logramos que el modelo se aplique a muchos argumentos cotidianos, pero tiende a esconder los defectos argumentativos cuando a todos los auditorios relevantes les parecen aceptables las premisas. Incluso cuando esto no ocurre, este estilo presupone la diversidad de opinión como condición esencial para dar sentido a la argumentación.
Para algunos autores, el desacuerdo es un elemento esencial de la noción mínima de argumentación. Escribe Willard (1987): "Entiendo por argumento un proceso de interacción sin consenso; una conversación que involucra desacuerdo" (p. 145; t. a.). Pero Govier (1999) deja claro que defender una postura no implica atacar otras: "Aunque este deslizamiento de categorías de la diferencia al desacuerdo, al conflicto y la oposición es natural, es indeseable y conceptualmente innecesario" (p. 54; t. a.).
Desgraciadamente, Govier (1999) no menciona la posibilidad de que estemos haciendo una argumentación no defensiva. Dice: "Quien ofrece un argumento reconoce abiertamente el hecho o la posibilidad del desacuerdo o la duda . . . la práctica argumentativa implica un reconocimiento de que puede haber dudas legítimas" (p. 47; t. a.). Poco después añade que "una persona que ofrece un argumento para una aserción reconoce la existencia o la posibilidad de una disputa sobre tal aserción y responde a diferencias de creencia y opinión reales o anticipadas, tratando de persuadir o convencer a la audiencia sobre la base de evidencia y razones proferidas, tratando de justificar la aserción citando evidencia y razones que la apoyen" (p. 50; t. a.).
Incluso llega a decir que "es posible argumentar sin confrontación. . . . La ubicuidad de las metáforas del tipo 'la argumentación es una guerra' es profunda y, en mi opinión, lamentable. Pero esto no muestra que la argumentación deba ser entendida en términos militares y de confrontación" (p. 55; t. a.).
Trudy Govier (1999) nota que algunos argumentos que nos damos a nosotros mismos llegan a conclusiones que sostenemos de antemano. La explicación que encuentra es que usamos los argumentos para investigar cómo justificar alguna tesis importante (p. 46). Esto no es mucho avance, pues quien cree que toda argumentación es defensiva podría preguntar: "¿para qué buscar cómo justificar una posición, si no es como preparación para su defensa?". Para Govier, argumentar nunca puede ser "predicar al ya converso" (p. 47; t. a.), pues no se alcanza a ver que en tal discurso también hay argumentos.
En la pragma-dialéctica se ha dicho que sin antagonista no hay argumento:
Un argumento no consiste en un individuo aislado que llega en privado a una conclusión: es parte de un procedimiento discursivo por el cual dos o más individuos que tienen una diferencia de opinión tratan de llegar a un acuerdo. Un argumento presupone la participación de dos papeles discernibles: el de la persona que 'protagoniza' un punto de vista y el del 'antagonista', ya sea éste real o proyectado. (Van Eemeren y cols., 1996, p. 276; t. a.)
La argumentación como fundamentación
Algunas veces, argumentar es defender una posición, como en la guerra, el debate o la controversia. Otras veces, es simplemente defender, sin sentido bélico, sin oponente adversario y sin colaborador o controversia alguna.
Tal defensa se describe mejor como una construcción o fundamentación que puede, eventualmente, servir para colaborar, defender e, incluso, atacar. Seguir este modelo no excluye ninguno de los otros, pues se circunscribe al único uso esencial de la argumentación, que es el de fundamentar una postura.
Los modelos de argumentación con más elementos -como diálogo, controversia, debate, etcétera- son muy útiles para construir y analizar gran cantidad de discursos. Incluso, tal vez, son útiles para todas las instancias normales de argumentación, pero no para todas las instancias de argumentación reales ni mucho menos para todas las instancias posibles. La diferencia entre las instancias y las instancias posibles es importante, porque hay una necesidad de estimular -en ámbitos donde es frecuente la confrontación, como el derecho y la filosofía- formas de argumentación no adversarias.
Debemos estimular estas formas de argumentación en ámbitos colaborativos, como la diplomacia y la negociación, formas argumentativas imparciales que no están a favor ni en contra de las partes que argumentan. Sea esta imparcialidad psicológicamente posible o no, es metodológicamente un provechoso ideal normativo.4
Hay que estimular todas las formas dialógicas de la argumentación y, también, sus formas no dialógicas, cada una de acuerdo con el contexto de uso, sin excluir de antemano ninguna.
Usar este modelo es útil, porque no requiere haber tomado una postura previa. Existe la idea de que una opinión sólo puede ponerse a prueba exponiéndola a objeciones y críticas. Esta idea es falsa. Muchos argumentos que constituyen demostraciones de opiniones o creencias en geometría o lógica se pueden poner a prueba con un verificador automático de teoremas, fácil de construir y carente por completo de opinión adversa a lo que está examinando. Aunque, desgraciadamente, esto no es posible en toda argumentación, lo es respecto a suficientes demostraciones sobre temas importantes (al menos para los geómetras y los lógicos) como para reivindicar la noción y la realidad de un tipo de argumentación sin oposición en ningún sentido sustantivo. Con un mínimo de imaginación, siempre es posible crear alguna metáfora o analogía para extender la noción de "oposición", incluso en casos para los que no usaríamos esta palabra normalmente. Este ejercicio lingüístico es de poco interés teórico. La cuestión de fondo es que, a veces, no estamos justificando nuestra postura frente a opiniones distintas ni estamos buscando cómo hacerlo.
Por ello, el punto de partida de la argumentación no tiene por qué ser el desacuerdo. Cuando otras personas no comparten nuestras ideas, puede ser por una gran cantidad de causas. Toulmin, Rieke y Janik (1979) identifican tres: porque creen otra cosa, no ven cómo justificar nuestra posición, no tienen bases para tomar una postura determinada (p. 24). Pero también puede ser el acuerdo. Después de todo, "el desarrollo de la argumentación, así como su punto de partida, implican la aprobación del auditorio" (Perelman y cols., 1958, p. 119).
En el campo de la ciencia, se ha dicho que ésta avanza paradigmáticamente mediante lucha de opuestos (Mill, Popper). Pero también se ha dicho que una teoría científica no triunfa por convencer a los contrarios, sino porque los contrarios mueren sin ser reemplazados por nuevos creyentes. En palabras de Pascal, "tous les différends de cette sorte demeurent éternels si quelqu'un ne les interrompt, et qu'ils ne peuvent être achevés si une des deux parties ne commence à finir" (citado en Granger, 1985, p. 343).
Entonces, ¿para quién se está argumentando en la ciencia occidental? Puede ser para los colegas que no han adoptado todavía una postura, a quienes la nueva teoría puede ganar como adeptos, no porque tengan una postura contraria, sino porque están indecisos.
En la ciencia, lo que parece una argumentación polémica suele ser en realidad una argumentación apologética o una didáctica, especialmente cuando no hay esperanza de convencer a quienes ya han adoptado una postura opuesta.
La argumentación como sistematización
En su artículo "Axioma/Axiomatización", Concepción Martínez Vidal (2012) nota que si ampliamos nuestra noción de axioma, más allá de las verdades autoevidentes, podemos incluir proposiciones que prometen ser fructíferas, aunque no sean obvias. En este caso, pueden ser los teoremas los que den apoyo a los axiomas: "Los axiomas se aceptan o no por parte de la comunidad matemática en virtud del interés de los teoremas que se pueden probar a partir de ellos" (p. 81). Esta idea de escoger nuestros principios o premisas por su fertilidad no es extraña a la historia de la lógica occidental. Por ejemplo, la encontramos en las propuestas de definiciones analíticas de Frege (Morado, 1989).
La lectura de Martínez Vidal sugiere que a veces el propósito de la argumentación no es defender ni atacar; ni siquiera instruir. Puede ser sistematizar una teoría y explicitar posibles relaciones estructurales entre términos y principios. Por ejemplo, con nuestros argumentos en geometría no estamos discutiendo, estamos explicando. Esto muestra que puede haber explicaciones argumentadas, sin diferencia de opinión, y exige un sentido más amplio de la argumentación. No se trata tan sólo de que la argumentación en la Ética de Spinoza pueda ser un monólogo, sino de que su lectura polémica es más un artefacto cultural que una necesidad inherente al texto. Es posible presentar argumentativamente un sistema para realzar el apoyo teórico y los compromisos inferenciales, aunque tal sistematización esté dirigida a los ya convertidos.
La argumentación como discurso epidíctico
Ciertamente, es común argumentar para atacar y defender, pero a veces la argumentación en Occidente aparece en tipos de discurso en los que no se está discutiendo. Por ejemplo, en una boda, cuando se alaba o encomia a los novios; en un funeral, al hacer la apología de la persona de quien se despide uno; en los festejos deportivos o académicos, donde se elogia a los triunfadores o a quienes se gradúan, a sus padres, profesores y autoridades. Toda esta clase de discursos se reúnen, a veces, bajo el rubro de discurso "epidíctico". La visión polémica de la argumentación dificulta entender la inclusión de pasajes argumentales dentro de un discurso epidíctico, los panegíricos, los encomios y prácticamente todos los brindis de todas las bodas en todas las naciones.
El orador epidíctico "presentaba un discurso al que nadie se oponía, sobre temas que no parecían dudosos y de los que no se sacaba ninguna consecuencia práctica" (Perelman, 1958, p. 95). No hablamos de la famosa oración fúnebre, frente a un público hostil, que Shakespeare imagina para Julio César, sino del discurso conmemorativo que argumenta la importancia de Turing en un congreso de lógicos en Inglaterra. No de la controversial exaltación de Augusto expresada por Virgilio, sino del reconocimiento de las habilidades de Aristómenes por Píndaro.
Como nota Perelman (1958), el género epidíctico, con todas sus argumentaciones, lo prefieren quienes "defienden los valores tradicionales, los valores admitidos, los que constituyen el objeto de la educación, y no los valores revolucionarios, los valores nuevos que suscitan polémicas y controversias. . . . el orador se hace educador" (p. 100). Para Perelman, al educar se argumenta lo no controvertido: "lo que va a decir no suscita controversia . . . no se trata de defender o de atacar" (p. 101).
"Los discursos epidícticos tienen como finalidad aumentar la intensidad de adhesión a los valores comunes del auditorio y del orador" (Perelman, 1958, p. 102). Hablan de "la comunión de los espíritus" (p. 105). Esta función de la argumentación se distingue de otras, porque en vez de incrementar la intensidad del convencimiento (que bien puede ya ser total) trata de armonizar tal convencimiento con las actitudes de la persona, lo que involucra tanto aspectos emotivos como intelectuales o actitudinales. Esta unificación del auditorio se da tanto en términos de creencias como de predisposiciones a la acción. De lo que se trata es de reforzar no tanto un punto de vista como una manera de ver y de apreciar.
"El discurso epidíctico -y cualquier educación- persigue menos un cambio en las creencias que una argumentación de la adhesión a lo que ya está admitido" (Perelman, 1958, p. 104). Mientras tenemos el modelo del agresor en el debate y el del colaborador en la argumentación inquisitiva, lo que tenemos en el argumento epidíctico es la figura del protector frente a otros sistemas de valores: "se parecerá al guardián protector de los diques que sufren sin cesar el ataque del océano" (Perelman, 1958, p. 105). Pero hay que notar que no se trata de atacar otros valores o defenderse de ellos, sino de confirmar los propios, reforzar los diques.
Perelman (1958) describe la argumentación como un intento "de influir, por medio del discurso, en la intensidad de la adhesión de un auditorio a ciertas tesis" (p. 48). Eso me recuerda un hermoso pasaje de Agustín en el que describe su angustia por su indecisión de vivir como cristiano: "encontré la perla maravillosa, pero dudaba" (Confesiones, libro VIII). Su duda no es intelectual, sino práctica. Ya estaba convencido de la verdad de la fe cristiana, pero no estaba completamente persuadido de encarnarla. Siguiendo una distinción semejante a la de Perelman (1958, pp. 65-71), podríamos decir que la argumentación puede ser usada para convertir la convicción (creencia en la verdad de una tesis) en persuasión (la adhesión práctica y personal). Le predicamos al ya converso, convencido, pero a menudo aún no persuadido.
A. C. Baird (citado en Perelman, p. 81), distingue la discusión en que se busca heurísticamente la verdad, del debate partidista en que solamente se trata de presentar erísticamente (de manera antagonista) un lado de la cuestión. Al respecto, Perelman comenta que tanto el diálogo heurístico como el erístico son excepcionales. Lo normal no es argumentar para buscar la verdad o vencer al adversario, sino para motivar a la acción (Perelman, 1958, p. 83).
Llegamos a nuestras conclusiones de muchas maneras, a veces incluso mediante argumentos, pero estos argumentos, cuando existen, suelen ser malos, producto a menudo de la improvisación, la racionalización y los prejuicios. En Occidente necesitamos otros mejores si hemos de presentar nuestros resultados públicamente, como en el caso de algunas sentencias judiciales, decisiones políticas y teoremas matemáticos. La argumentación puede racionalizar (en más de un sentido) intuiciones previas. Esta técnica puede devolver a alguien el "orgullo, el equilibrio, la confianza, el consuelo; pone en orden sus ideas, encuadra la decisión y, por consiguiente, la refuerza. Actúa como el teólogo que proporciona las pruebas racionales de un dogma en el que todos los miembros de la Iglesia creían ya con anterioridad" (Perelman, 1958, p. 89).
Las últimas palabras sobre este tema merecen ser las de Perelman:
Nuestra tesis consiste en que, por una parte, una creencia, una vez establecida, siempre puede intensificarse y en que, por otra, la argumentación está en función del auditorio al que se dirige. Desde ese momento, es legítimo que quien haya adquirido cierta convicción se dedique a consolidarla con respecto a sí mismo y, sobre todo, con relación a los ataques que puedan venir del exterior; es normal que examine todos los argumentos susceptibles de reforzarla. Estas nuevas razones pueden intensificar la convicción, protegerla contra ciertos ataques en los que no se había pensado en un principio, precisar su alcance. (Perelman, 1958, p. 90)
Dos conclusiones
Empezamos mencionando por lo menos dos sentidos en los que se puede calificar un estilo de "bueno": como un modelo bueno para usarlo en la construcción de las argumentaciones, y como un modelo bueno para representar la estructura de las argumentaciones ya hechas y poner en evidencia sus características importantes.
Tanto para construir como para reconstruir los argumentos debemos considerar la diversidad de las funciones de la argumentación. Aplicar el modelo bélico a la argumentación matemática confunde tanto como aplicar el modelo de la fundamentación a los debates políticos. Cada caso de argumentación debe ser juzgado individualmente y, aunque hay tipos de argumentación, como la jurídica, que tienden a responder preferentemente a un estilo, sus diferentes instancias pueden exhibir características que hagan más provechoso usar uno diferente.
Por ejemplo, la argumentación jurídica en Estados Unidos de América sigue de cerca el modelo de adversarios, con abogados opuestos, de los que socialmente se espera que usen cualquier marrullería legal para convencer a un auditorio de pares; mientras que en la tradición francesa se busca que la argumentación tenga rasgos fundacionales, de modo que la o el juez pueda aplicar imparcialmente la ley sin utilizar un jurado. Otro ejemplo de cómo cada caso requiere adecuar el modelo es considerar al auditorio, pues la presencia o ausencia de la audiencia plural cambia en aspectos importantes el modelo que debemos aplicar. Similarmente, hay que ajustar nuestro modelo en los muchos casos en que el auditorio es incapaz de responder al "diálogo" argumentativo, o bien cuando la argumentación es epidíctica, como hemos visto.
Tanto los estilos bélico, disputante, de controversia y de fundamentación tienen su lugar. Ciertamente, es difícil modelar la refutación sin oposición, y desde Aristóteles la reconocemos como un tipo indiscutible de argumentación,5 pero ningún modelo se aplica a todos los casos, ninguno deja de iluminar diferentes aspectos de nuestra racionalidad.
Finalmente, podemos ver que la base mínima de la argumentación es abogar por una tesis; pero los aspectos de defensa, ataque, persuasión, diálogo, etcétera, se deben añadir a medida que se necesiten, y resistir todo el tiempo la tentación de tratarlos como elementos esenciales de la modelación.
Referencias
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1 Traducción del autor. En adelante: t. a.
2 La palabra que usa Aristóteles para "mala fe" de hecho es "dyskolaínein", "estar malhumorado". W. A. Pickard-Cambridge lo traduce como "ill-temper".
3 Hay que notar que Govier, quien señala tantos peligros en la controversia, está propugnando su uso.
4 Esta idea se la debo a la Dra. Ana María de los Ángeles Ornelas Huitrón.
5 En palabras de Aristóteles: "Es completamente absurdo discutir acerca de la refutación sin hacerlo antes acerca del razonamiento, pues la refutación es un razonamiento" (171a , p. 333; t. a.). En la traducción de W. A. Pickard-Cambridge: It is, too, altogether absurd to discuss Refutation without first discussing Proof: for a refutation is a proof" (Parte 10, On Sophistical Refutations, Aristotle, 350 B.C.E.).
INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:
Raymundo Morado Estrada. Doctor en Filosofía (Ph.D) por la Universidad de Indiana en Bloomington. Su Maestría en Filosofía la obtuvo por la Universidad de Indiana en Bloomington. Recibió el Premio a la excelencia académica de la Escuela de Posgrado de la Universidad de Indiana, en 1988. Es maestro en Ciencias de la Computación por la Universidad de Indiana en Bloomington. Actualmente es profesor-investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha sido presidente de la Asociación Filosófica de México y de la Academia Mexicana de Lógica; ha participado en diversos congresos en el mundo y recibido premios y distinciones, entre otras, de la Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en el área de Docencia en Humanidades. Su obra publicada incluye artículos, libros, capítulos de libro, como "Logical inference and rationality" (con Leah Savion), en Logic and philosophy of sciences.