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Culturales

versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 no.1 Mexicali ene./jun. 2017

 

Reseñas

Vida social y vida cotidiana V

Silvestre Hernández Uresti* 

*Universidad Autónoma de Sinaloa.

Molinar Palma, Patricia; Vidales Quintero, Mayra Lizzeth. Vida social y vida cotidiana V. Gobierno del Estado de Sinaloa, Instituto Sinaloense de Cultura, Culiacán, México: 2015. 253p. ISBN: 978-607-7756-91-0.


Una de las cosas atractivas de este libro sobre Sinaloa, titulado Vida social y vida cotidiana V, son sus tópicos, que comúnmente se pensaría que estuvieran en otro rubro. Tal es el tema del carnaval que las autoras insertan en la vida cotidiana y no en el del arte, por ejemplo. Para mí es un acierto que así haya sido. En este mismo canal pongo la queja contra las autoras porque no mencionan la cuestión del turismo, a pesar de que en Mazatlán es parte de la vida cotidiana del sinaloense. Es más, puedo asegurar que el carnaval y el turismo nacieron casi al mismo tiempo en el ocaso del porfiriato. Y hasta la década de 1930 se dio forma institucional al crearse una oficina de atención y fomento turístico.

Ahora bien, el último texto que contiene la sección “Religiosidad, censura y filantropía”, firmado por Gilberto López Alanís, “De la filantropía a la asistencia reglamentada”, considero que está de más. A pesar de que López Alanís intenta concluir con una reflexión contundente sobre la filantropía en Sinaloa, no atina más que a enaltecer la realidad que suscita la acción filantrópica. Considero que la asistencia social es una manera de ocultar el verdadero problema de las sociedades modernas: su persistente desigualdad económica y marginación social. Tal situación de permanente inequidad y polarización es campo propicio para los notables y las élites que quieren remediar la penuria de grandes zonas de la sociedad. Y que a través de esa acción de filantropía no quieren darse cuenta de que, muchas de las veces, son ellos los principales provocadores de tanta pobreza y discriminación. Mientras no haya cambios de fondo en los proyectos neocapitalistas, la llamada filantropía seguirá llenando “estos huecos o insuficiencias sociales” (p. 205).

Como se puede ver, el presente volumen está interesante. Enseguida haré una descripción del texto al tiempo que intentaré comentar lo más destacado. El tomo V es el penúltimo libro que compone la colección completa de siete volúmenes de la Historia temática de Sinaloa: tomo I: Región población y salud; tomo II: Vida económica; tomo III: Sociedad y vida política; tomo IV: Cultura y arte; tomo VI: Educación y política educativa. Me enfocaré en el tomo V, que está compuesto por doce ensayos, incluyendo el comentario de introducción de las compiladoras Molinar y Vidales. Ambas autoras aclaran los orientes teóricos y críticos en que se apoyan. Su definición de vida cotidiana, nos dicen, está compuesta de lo privado y lo público “de las personas que conforman una sociedad determinada” (p. 6). Y explican que existe una interacción entre lo material y lo simbólico, a tal grado que se vuelven condicionantes. Las autoras especifican que tal metodología de la vida cotidiana dicta que se agoten las páginas de diarios, periódicos, cartas, dibujos, anuncios, filmes, además de los medios y fuentes clásicos de las ciencias sociales. Pero donde no convence es cuando verifican que la historia de la vida cotidiana y social sea funcional a la historia económica y política. Para mí, la nueva historia cultural, que es donde se inserta la historia de la vida cotidiana, a partir de la segunda mitad del siglo XX, está creando sus propios derroteros.

Considero que el escrito de Carlos Calderón, titulado “Rasgos de la modernidad en Sinaloa”, parece una extensión de la introducción. Calderón arguye que la cultura, hoy en día, se define por la economía y su política liberal, y en la modernidad, los modos de consumir moldean los sentidos de la vida cotidiana. Por mi parte, digo que la cultura como producto social y la historia cultural como punto de análisis, en conjunción con movimientos sociales a lo largo del siglo XX, tuvieron cambios en sus métodos y perspectivas. Así, el punto de vista económico fue cediendo el lugar a un análisis más simbólico, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Y en la cotidianidad, la vida material tuvo que compartir espacio con los gustos y la diferenciación social del consumo.

En otro momento de su exposición, Calderón asienta que, en México, esa modernidad económica y política liberal creó un país “socialmente injusto, culturalmente dependiente y políticamente autoritario” (p. 18). Esta posición es otra muestra de que ese texto funciona como base teórica e ideológica del tomo V, razón por la cual las autoras decidieron ponerlo al principio. Calderón defiende la trayectoria de un liberalismo político creativo, pero no dialéctico, motivo por el que la modernidad tuvo un “impacto desigual”. A esto le adjudica que en el panorama actual del sinaloense, en concordancia con otros mexicanos, “convivan formas de vida tradicional con la moderna y hasta la posmoderna”. Pero que a diferencia del individuo de otras sociedades del país, “El sinaloense se ha vuelto un ser de frontera, que lo mismo le place vivir en un lado que en otro” (p. 20). El enunciado anterior es acertado porque permite entender a esa región sinaloense como una entidad fronteriza, punto híbrido y de contacto múltiple que a lo largo de la colonia y hasta nuestros días no ha dejado de funcionar como tal.

Por otra parte, en el artículo de Patricia Molinar, “La familia sinaloense: una mirada a su cotidianidad”, se diserta sobre los tipos de familia que imperan en la actualidad. De modo que se puede ver entre los sinaloenses la preponderancia de casas de fraccionamientos; dichas construcciones son un signo de los nuevos tiempos donde las familias han dejado de ser numerosas. Otra novedad tiene que ver con el incremento en los divorcios, la unión libre, la nupcialidad reincidente y jefaturas femeninas. La liberalización de la mujer avanzó en su relación con el sistema patriarcal. Ahora ella decide sobre su cuerpo, tiempo libre y laboral. Sin embargo, aún persiste el bajo salario de las mujeres trabajadoras y los famosos techos de cristal en los ascensos laborales.

En este escenario contradictorio, comparto la posición de la autora cuando nota “que los actos de violencia, poco a poco y casi sin darnos cuenta, han pasado a formar parte de la vida diaria” (p. 30). Un punto en que discrepo es que algunos grupos de feministas y demás asociaciones similares, en su efectivo rechazo por la no violencia contra la mujer, tomen a personas famosas o de moda con el fin de hacerse oír con más contundencia ante las autoridades sordas. En este sentido ha sido el caso reciente de un cantante de banda sinaloense contra quien un grupo de feministas censuró su trabajo porque, según ellas, uno de sus videos musicales hacía apología del delito contra la mujer. No se trata, desde de mi postura, ver quién la paga, sino de que haya una legítima aplicación de la ley.

En otro de los ensayos, la hipótesis con que trabaja Helena Simonett (“la desigual distribución de comodidades marcó la división entre élite y masa”) le sirve para moverse en la densidad cultural de fines del siglo XIX. Ella comprende que en el porfiriato se intensificó la separación de los individuos y grupos sociales, por lo que fue posible aludir y distinguir entre la élite y la masa. Pero Simonett no agrega que también en esa época surgieron los profesionistas y demás trabajadores calificados, ocupantes de puestos medios. A esto hay que añadir que, a diferencia de Sonora, donde había una capa indígena más visible, en Sinaloa era menor ese conglomerado indígena y, hacia el sur del estado, su mestizaje estaba rayado de pardo. La autora también ignora esa rama africana cuando traza la trayectoria del carnaval. Finca la celebración carnavalesca en la antigüedad grecorromana.

La herencia parda es importante en Sinaloa porque ayuda a entender algunas formas de la cultura popular como el carnaval. Tener en cuenta este ingrediente sociológico nos puede hacer comprender los modos de resistencia de esa gente. Simonett destaca bien que la lucha por el poder se dio en varios frentes, en los que destacaron las fiestas de carnaval. Y una de las estrategias que se adoptó fue la negociación. El carnaval fue el gran evento público donde se concentraron las fuerzas de uno y otro bando. Desde mi punto de vista, lo que salió de ese tránsito fue una fiesta de plaza pública para todos, no para unos cuantos. Simonett parece no compartir esa conclusión, pues afirma que “la élite de Mazatlán se adueñó del jolgorio, dándole en 1898 el carácter de oficial” (p. 56). Subrayo que el adjetivo “oficial” aplicado al carnaval es excesivo.

El siguiente texto es de Moisés Medina Armenta, “Diversiones, juegos y espectáculos en Sinaloa durante el porfiriato y la revolución”. Aquí encontramos una confirmación de lo que expresé en los párrafos dedicados a Simonett, en el sentido de que la tambora tuvo su reconocimiento en el carnaval como fiesta pública por excelencia. Medina evalúa que en la lucha por distinguirse del montón, el grupito más pudiente de Mazatlán o Culiacán hizo de todo, pero “a pesar de la pertinaz refinación de la élite, en las fiestas privadas y en las del pueblo se acostumbraba escuchar la música de la tambora y el acordeón, y a veces llegaban a convivir en los mismos espacios” (p. 64). Esto es lo que Bajtín llamó la cultura popular de la cual el carnaval, como máxima fiesta pública, era su expresión favorita.

El cine llegó a Mazatlán en 1897, esto es, a dos años de haberse descubierto en París. La circunstancia de esas primeras “vistas” es interesante porque confirma la importancia que tenía el puerto mazatleco. También afirma la intensa comunicación que había desatado el régimen porfirista con el exterior. Así, el espacio del cine, su capacidad para convocar gente y su magia de exhibición, abrió la interacción entre los individuos y demás agentes sociales. Esto coadyuvó a la apertura de las élites y a la expresión de las masas. El enojo y la protesta de la masa tuvieron otro foro de expresión. Antes del cine, algo similar pasaba durante las fiestas de carnaval. Los teatros como locales de exhibición y reunión masiva de personas, se habían vuelto elitistas, pero con la llegada del cine, su uso se diversificó.

La práctica del beisbol fue otro escenario donde se tendieron canales y entrecruzamientos sociales e individuales. El público que asistía al campo de ese nuevo deporte era diverso. En los partidos de beisbol coexistían lo rural y lo urbano, lo masculino y femenino, el auto y la carreta, el bombín y el sombrero campesino, la ropa de manta y el traje sastre. Lo local y lo extranjero se combinaban en una hibridez nunca vista en el terreno sinaloense. A fines del siglo XIX, los ferrocarrileros introdujeron el beisbol a Mazatlán y Guaymas, y en 1904 ya tenía carta de naturalización entre la juventud de Culiacán. En especial, Medina apunta que los estudiantes del Colegio Rosales y el Americano planearon los primeros encuentros beisboleros. Así pues, los sinaloenses sumaban otro pretexto para reunirse e intensificar la comunicación entre las distintas esferas sociales y personales.

El artículo de Mayra Lizzeth Vidales Quintero, “El carnaval de Mazatlán: tradición, fiesta e identidad”, apoya nuestra postura, dicha en los párrafos anteriores, que considera al carnaval como uno de los primeros medios dialógicos entre los varios segmentos sociales de fines del siglo XIX y principios del XX. El carnaval puso en circulación a la sociedad porfiriana y revolucionaria, y de acuerdo con Vidales, una de sus novedades fue la incursión de las mujeres. Su inclusión más notable ocurrió en 1900, cuando se nombró a Winnie Farmer reina del carnaval. Desde ese año, la mujer como reina de la fiesta fue adquiriendo cada vez más importancia e interés social y personal. El éxito de la reina como representante única del carnaval fue en 1929, a partir de entonces, figuró ella sola en el trono. La presencia del varón como pareja de la reina quedó abolida. No obstante el avance, Vidales explica que en la organización del carnaval, así como en la vida cotidiana de la mujer sinaloense, las mujeres seguían encapsuladas, “confinada a la elección de la reina y, por tanto, a la promoción de un tipo de belleza y por ende de una feminidad definida, acotada, en la que la subordinación resulta evidente en la medida en que era objeto más que sujeto de decisión” (p. 109).

Por nuestra parte, diremos que en el carnaval de Guaymas la reina obtuvo su independencia varios años después que la de Mazatlán. Este hecho singulariza la historia y la interpretación de ambos carnavales. Al comparar las dos festividades, se puede resumir que mediante su figura y belleza femenina se intenta dominar e imponer ese modelo de mujer y no otro. Esto es un hecho que las grupitos pudientes quisieron imponerse, también, a través del carnaval. En Guaymas y Mazatlán se aprecia la mujer como objeto y adorno. Esto se muestra más en Mazatlán que en Guaymas. En el puerto sonorense, el rey cuenta como pareja real; en cambio, en el puerto sinaloense, como lo certifica Vidales, la reina fue capaz de presentarse sola. Por último, en Mazatlán parece haber más apertura a los estratos medios y empresariales; en Guaymas, por el contrario, hay una prolongación de las antiguas familias en el reinado efímero del carnaval.

Por su parte, Marcela Camarena Rodríguez, en su ensayo “Decencia, saber y buenas maneras. Hombres y mujeres en Sinaloa, siglos XIX y XX”, hace un recorrido desde la Colonia hasta el siglo XX de la trayectoria social de hombres y mujeres. Las conclusiones no parecen muy alentadoras por el poco avance logrado, sobre todo por el lado de las mujeres. La sucesión en el poder público de nuevos grupos (independencia, liberales y conservadores, porfiriato, revolución mexicana, partidos político), lejos de transformarse de un periodo a otro, presentan una continuidad en su conservación de riqueza e influencia, de tal manera que los cambios registrados en los últimos cien años en Sinaloa, y México, apenas si son unas pocas concesiones hacia el adversario.

La Constitución de 1917 no le otorgó a la mujer el derecho al voto. El cardenismo promovió la igualdad de oportunidades educativas entre hombres y mujeres. Fue así que en 1953 se aprobó su derecho al voto y a ser votadas. Esta situación convivió con otras situaciones que trajo consigo la vida moderna de la segunda mitad del siglo XX. La Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS) vino a sumarse a la diversificación educativa del estado. No obstante, Camarena advierte que no fue fácil su incursión en ese campo universitario. La segregación femenina continuó al interior de la UAS porque “todos los puestos de decisión [...] eran dirigidos por varones”.

En el siguiente ensayo, el supuesto que mueve a Enrique Vega es que en Sinaloa hubo, desde la Colonia, “un catolicismo endeble en este territorio”. En particular, Vega Ayala puntualiza que en la región sur de Sinaloa hubo “una apatía hacia las prácticas religiosas presentes sobre todo en la principal comunidad, el puerto de Mazatlán” (p. 112). Los pardos decidieron vigilar el puerto mazatleco en 1792, pero fue hasta 1842 cuando se erigió el primer templo llamado San José. Así pues, ante un panorama de escasos referentes religiosos, donde las cosas del credo eran lentas y distantes, se fue creando una sociedad poco pía e indiferente en tales asuntos. Para Vega Ayala, esa realidad de ambivalencia católica se desarrolló más en Mazatlán que en Culiacán, capital de Sinaloa. Según el autor, de aquí se desprenden al menos dos acciones interesantes: la primera tiene que ver con el surgimiento de un tipo de sociedad tolerante en términos de creencias; y la segunda, se formó un individuo social más proclive a las ideas liberales. Todavía en 1940 se registró la preocupación de la Iglesia católica por la impiedad de los mazatlecos. Esa religiosidad de baja intensidad abonó a favor del carnaval, cuya práctica festiva nació casi desde la fundación del puerto. Y también sería propicia a otros cultos populares del siglo XX, como el de Jesús Malverde, el santo patrón de los narcotraficantes.

Por mi parte. diré que cierto carácter de los mazatlecos tiene que ver con una defensa de su individualidad y pertenencia al terruño, y, por supuesto, con esa fe a medias. Hay que decir que no se trata de un respeto hacia las leyes y normas institucionales, pues es sabido que, desde su fundación, el puerto estuvo marcado por el contrabando y la vida placentera de los sentidos más que del intelecto y la legalidad, circunstancia que en el siglo XX resultó propicia para el narcotráfico. Este deleite de los sentidos y la fe negociada también explica la existencia de bandoleros carismáticos como Heraclio Bernal y la permanencia del carnaval. El nativo o el residente de Mazatlán se empeñan en diferenciarse del habitante de otras ciudades. Una muestra de esa situación es la famosa rivalidad entre Culiacán y Mazatlán a lo largo del siglo XIX. Se trata de una actitud política y cultural, de amplia resonancia en la vida diaria e histórica del mazatleco.

Otro ensayo que integra la sección “Religiosidad, censura y filantropía” es de Liliana Plascencia: “Culiacán en los años sesenta: jóvenes, censura y moralidad”. El documento de Plascencia se ocupa, precisamente, de los años sesenta y setenta. De esta manera, el tomo V se mueve de lo antiguo a la actualidad sinaloense. La idea que permea en el ensayo de Plascencia puede resumirse en que la represión contra los jóvenes de 1968 fue un evento anunciado desde varios frentes. Desde los años cuarenta y cincuenta se empezó a atacar a la juventud del país entero, como consecuencia de un mayor efecto del mundo moderno y urbano entre las familias mexicanas y sinaloenses, pero adquirió una virulencia especial desde los primeros años de la década de los sesenta.

Pasamos de esta forma a la última sección, “Comunicación y nuevos mitos”, que contiene un texto de Nery Córdova, “El mito del narco desde la iconografía y la cultura”, y otro de Luis Martín Padilla Ordoñes, “Consumo y tráfico de drogas en Sinaloa: una visión de la prensa de mediados del siglo XX”. Es innegable que desde la segunda mitad del siglo XX la imagen del sinaloense como una persona dedicada al narcotráfico se fue sedimentando. Desde que en los años 1925 y 1931 se reglamentó el uso de drogas como actividad ilícita, el gobierno se mostró ambivalente. De esta forma, el comercio y consumo de marihuana, opio y sus derivados se incrementó tanto porque también estaban involucrados las autoridades y demás funcionarios de gobierno. Así se pasó del estigma al emblema. El mundo de la transgresión contaminó los rubros de la sociedad, la política y la cultura. La imagen se consolidó a través de diversos medios de rápido consumo y comprensión. Por ejemplo, en la música regional se comercializó el corrido y el narcocorrido. En la literatura de ficción pasó algo similar. Los nuevos ricos del pueblo y la urbe no eran ya los clásicos notables, sino individuos y grupitos que se dedicaban al negocio de la droga en todas sus facetas. Surgió una geografía sinaloense del narco: Badiraguato, Culiacán, Mazatlán. Y una narcocultura: el uso de camionetas último modelo, residencias tipo griego, leyendas musicales con tambora y acordeón, mujeres bellas, consumo de ropas de marcas reconocidas y exhibición de armas de alto calibre. Desde 1980, Sinaloa representó el epicentro de esa subcultura de la riqueza súbita, la industria del narcótico, la transgresión y la violencia. Por tanto, coincido en que el mercado del narcotráfico es adecuado a un Estado neoliberal.

La Historia temática de Sinaloa en seis tomos fue publicada en octubre del 2015, pero sus ejemplares apenas si han circulado entre unos pocos a partir del año 2016, de ahí que solamente algunos saben de su existencia y, por tanto, no se ha leído y, mucho menos, se ha profundizado en su lectura y propuesta.

Mi objetivo no fue examinar la colección completa de los seis tomos, sino comentar el libro dedicado a la Vida social y vida cotidiana V. Excepto lo señalado, sus aspectos analizados identifican con claridad los problemas que han formado a esa entidad del Pacífico norte mexicano: las mujeres, el narcotráfico, la religiosidad, el carnaval, el beisbol, la música de banda, sus puertos. Hacemos una atenta invitación a leer el tomo V completo y, en general, la colección completa, para profundizar y ampliar el diálogo en torno a la sociedad sinaloense y mexicana de ayer y hoy.

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