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Revista pueblos y fronteras digital

versión On-line ISSN 1870-4115

Rev. pueblos front. digit. vol.19  San Cristóbal de Las Casas  2024  Epub 21-Jun-2024

https://doi.org/10.22201/cimsur.18704115e.2024.v19.713 

Artículos

Cambio agrario y cuestión ambiental en el sureste de la selva Lacandona: Marqués de Comillas en la transición entre los siglos XX y XXI

Agrarian Change and Environmental Issue in the Southeast of the Lacandona Rainforest: Marqués de Comillas Municipality in the Transition from the 20th to 21st Centuries

Ingreet Juliet Cano Castellanos1 
http://orcid.org/0000-0003-2070-1800

1El Colegio de México, Centro de Estudios Sociológicos, México icano@colmex.mx


Resumen

La complejidad rural en Marqués de Comillas, en el sureste de la selva Lacandona, Chiapas, evidencia la brecha que sigue ampliándose entre los modos de vida de la población y las proyecciones idealizadas de la política pública ambiental. Con base en una trayectoria investigativa de media duración y de corte etnográfico, en este artículo se describe y analiza el proceso de constitución de dicha brecha y los límites de algunas acciones ambientales frente a las realidades locales. Posteriormente, se examinan las incertidumbres socioambientales en el contexto regional y se argumenta la presencia de dificultades para reconocer las tendencias globales de cambio agrario que han permeado en la sociedad rural, una miopía que deriva del actual proceso de desconfiguración y reconfiguración de la política pública ambiental en México.

Palabras clave: cambio agrario; degradación ecológica; política pública ambiental; campesinado

Abstract

The rural complexity of Marqués de Comillas Municipality in the southeastern part of the Lacandon Rainforest in Chiapas is clear evidence of the ever-increasing gap between their way of life and the idealized projections of environmental public policy. Based on a medium-term ethnographic research trajectory, this paper describes and analyzes the process that creates this gap and the limitations of various environmental actions in the face of the local realities. This paper also examines the socio-environmental uncertainties in the region’s context, arguing that there are difficulties in recognizing the global trends of agrarian change that have permeated rural society and that this short-sightedness is a spin-off from the current process of deconfiguring and reconfiguring environmental public policy in Mexico.

Key words: agrarian change; ecological degradation; environmental public policy; smaill-scale farmers

Introducción

De las cinco subregiones de la selva Lacandona, en Chiapas, la de Marqués de Comillas fue la última en ser colonizada, especialmente por agrupaciones procedentes de otros estados de México. Desde 1978, tras la creación de la Reserva de la Biósfera Montes Azules (Rebima),1 la región fue considerada como zona de amortiguamiento, y desde inicios del siglo XXI en ella se han desplegado acciones de conservación de la biodiversidad. Sin embargo, en su implementación los altos niveles de deforestación suelen quedar en un segundo plano y las transformaciones en la sociedad rural se desdibujan. Bajo tal premisa, en este artículo presento un panorama de los procesos de cambio agrario que se produjeron en esa zona en la transición del siglo XX al XXI, lo cual supone hablar de la transformación de los entornos y de las formas de lidiar con las expectativas de los agentes ambientales,2 gubernamentales y no gubernamentales.

Desde esta perspectiva, pretendo examinar la brecha que existe entre los diferenciados modos de vida de las poblaciones locales y los objetivos de conservación de la biodiversidad. En este sentido, analizo las intervenciones ambientalistas y sociales allí desplegadas considerando sus límites frente a la realidad de las poblaciones locales, pero también los aspectos de la dinámica rural que no se consideran en tales intervenciones. Asimismo, pongo de relieve algunas experiencias locales de incertidumbre frente a cuestiones ambientales palpables en la cotidianeidad, pero que no llaman suficientemente la atención de los agentes ambientales.

A nivel teórico, este trabajo se alinea con los estudios agrarios contemporáneos (Bernstein, 2004; Li y Ferguson, 2018) y los análisis de las transformaciones de las ruralidades, como parte de procesos de gran envergadura entre los que destacan la transición a regímenes posproductivos, la neoliberalización de las políticas rurales y los crecientes niveles de pobreza rural. Complemento este enfoque con los aportes de la vertiente anglosajona de la ecología política (Robbins, 2012; Watts, 2015), para la cual es fundamental entender las relaciones de poder que atraviesan problemas y conflictos ambientales, así como sus conexiones con las dinámicas globales de acumulación capitalista.

Metodológicamente, este artículo está sustentado en un trabajo de mediano aliento adelantado en la región de estudio desde 2009 hasta la actualidad. A través de este he alcanzado un conocimiento profundo sobre la transformación de los entornos, los cambios socioeconómicos y socioculturales de esta sociedad rural, así como la persistencia de la precariedad que se observa en gran parte de la población. Mucha de la información obtenida es producto de observación en campo, de la realización de más de 100 entrevistas con habitantes de distintas localidades y de una decena de entrevistas con actores institucionales. El análisis de las intervenciones gubernamentales en la región se realizó considerando los sexenios 2006-2012, 2012-2018 y 2018-presente. Este seguimiento permite poner de relieve un panorama caracterizado por una relativa desconfiguración del andamiaje institucional formado en los dos primeros sexenios y una incipiente reconfiguración de una acción federal que busca conjuntar lo social y lo ambiental en el sexenio actual.

Ocupación y formación de una sociedad regional

La historia tardía de la región inicia con su ocupación permanente (González, 1990; De Vos, 2002), lo que implicó varios procesos relativamente simultáneos, entre los que destaca la formación de asentamientos de posesión colectiva llamados ejidos.3 Otro aspecto clave fue cómo se apropiaron las cerca de 200 000 hectáreas de tierras de selva. Entre 1976 y 1986, los colonos fueron asentándose desde el río Lacantún hacia el centro del macizo forestal y desde el río Usumacinta hacia el sur. Las últimas tierras ocupadas fueron las ubicadas a mayor distancia de estos dos ríos, tanto en la parte central de la región, como a lo largo de la línea fronteriza. Quienes ocuparon las tierras ribereñas accedieron a suelos anegados y más propicios para la agricultura, mientras que quienes llegaron después se instalaron en tierras menos fértiles, de modo que, aunque había abundantes tierras, estas no bastaban para asegurar la subsistencia cotidiana. Por otra parte, es claro que quienes ocuparon las mejores tierras tuvieron más ventajas en su proceso de instalación, hecho que determinó diferencias socioeconómicas que se mantienen hasta la actualidad (Cano, 2018). Dichas diferencias también tuvieron una expresión sociocultural, ya que regionalmente fue común que se distinguiera a las poblaciones ribereñas como «mestizas no chiapanecas», y a las agrupaciones del centro y sur del territorio como «indígenas de Chiapas». En este sentido, las agrupaciones mestizas tendieron a ocupar las tierras más fértiles, mientras que las indígenas ocuparon lo que se conoce como tierras de segunda y tercera calidad.

Bajo esta lógica de ocupación territorial y de diferenciación sociocultural se formaron dos centros urbanos principales: Zamora Pico de Oro, sobre el río Lacantún, y Benemérito de las Américas, próximo al Usumacinta. Cada uno era cabecera de los ejidos más extensos en la región, y con extensiones de 11 300 y 33 891 hectáreas, respectivamente. Para 1999, la preponderancia política y económica de estos centros se tradujo en la conformación de dos municipios: uno de ellos tomó el nombre de Marqués de Comillas, con Zamora Pico de Oro como cabecera municipal, y el otro dejó el nombre de Benemérito de las Américas tanto para el municipio, como para la cabecera (Harvey, 2007). En ese momento, el municipio más cercano a la Rebima incorporó 24 ejidos, mientras que el municipio que limita con Guatemala integró 12 ejidos ubicados a lo largo de la línea fronteriza.

Primeros procesos de cambio agrario

Durante la ocupación también tomaron cuerpo economías domésticas rurales (véase Figura 3). El conjunto de los colonizadores, independientemente de sus condiciones socioculturales, en la década de los setenta fundó sus economías domésticas en el cultivo de maíz, frijol y chigua, como alimentos básicos de las milpas. Sin embargo, las actividades para la obtención de ingresos monetarios iniciaron rápidamente con el cultivo de chile en la década de los ochenta. También en esta década se visualizó el carácter estratégico de la ganadería, pero fue hasta después de 1996 cuando dicha actividad comenzó a practicarse más extensamente, tanto por las poblaciones de los «ejidos mestizos», como por las de los «ejidos indígenas». Hoy es la principal actividad económica de gran parte de las familias con acceso a tierra, ya sea practicada directamente por estas mismas familias u otras personas a quienes les rentan la tierra (Cano, 2018; Carabias, De la Maza y Cadena, 2015).

Hacia mediados de la década de 1980, y entre 1996 y 1998, también la madera obtenida en el proceso de apertura de parcelas agrícolas representó importantes ingresos para la población regional (Cano, 2018; 2022). Sin embargo, ni en el primer periodo ni en el segundo mencionados esta práctica se logró consolidar como una especialidad económica entre los grupos que extrajeron las maderas de alto y mediano valor comercial, en gran medida debido al dominio de los intermediarios, quienes controlaban precios y las vías de comercialización. Esta misma situación ha caracterizado otras actividades orientadas al mercado, como las plantaciones de hule que se establecieron particularmente en ejidos del sur del territorio a partir de 1992 (muchas de las cuales aún persisten), mientras otras fueron establecidas en 1998, y otras más en 2008. Si bien entre la década de 1990 y la de 2000 se probaron otros cultivos comerciales, entre los que destacan los cítricos y más recientemente el café con variedades de sol, fue la palma de aceite el cultivo escogido por el mayor número de hogares con acceso a tierras y al que han dedicado trabajo por más largo tiempo (Cano, 2023).

La palma fue acogida por un amplio espectro de productores. Por una parte, se encuentran aquellos que tienen de una a cinco hectáreas, otros muchos cuentan con 10 o 20 hectáreas, una minoría tiene alrededor de 50, y unos pocos cuentan con hasta 300 hectáreas de plantación. Por otra parte, desde 2009 la mayor cantidad de productores, en su mayoría con 10 y hasta 20 hectáreas, se encuentran en los ejidos de la llamada fronteriza sur, zona ubicada en el municipio de Benemérito de las Américas. Gran parte de la importancia de esta actividad en las economías rurales radica en la adaptabilidad del cultivo a los suelos rústicos de la región, en la relativamente buena estabilidad de los precios a los que se vende la fruta y, desde 2016, en la instalación de empresas acaparadoras que aseguran la venta. En los ejidos de la fronteriza sur al menos los dos primeros factores fueron claves para abandonar completamente la ganadería.

En el proceso de consolidación de las economías rurales, en la mayor parte de los casos los productores han tendido a realizar actividades diversas para obtener ingresos monetarios. Ello implicó, en un primer momento, complementar la producción de chile con la de maíz, posteriormente el chile con la ganadería, más adelante la ganadería con la comercialización de madera o la ganadería con la producción de hule y, más recientemente, la ganadería con la palma, o el hule con la palma. De forma complementaria, desde la década de 1990 en múltiples casos también se ha recurrido a la migración laboral masculina, pero también, desde 1994 y hasta el presente, han sido importantes en casi la totalidad de los hogares rurales los ingresos monetarios provenientes de programas gubernamentales (Cano, 2022). Por lo general, el dinero obtenido por una u otra vía ha sido empleado para reactivar o ampliar las actividades agropecuarias. Así, desde la colonización, a lo ancho de esta sociedad rural se han formado economías pluriactivas, ya sea porque los hogares buscan una diversificación económica para crecer o porque hay hogares que, por diferentes circunstancias, entran en una espiral de precarización.

Teniendo en cuenta este breve panorama sobre la conformación de economías rurales heterogéneas,4 es posible exponer la forma en que los modos de vida de la población han cambiado dependiendo de los condicionamientos ambientales desde la colonización hasta la actualidad.

Incorporar o desviar la cuestión ambiental

En muchos sentidos la experiencia de las poblaciones de la región de Marqués de Comillas frente a la conservación de los ecosistemas de la selva Lacandona ha sido diferente a la de agrupaciones que habitan en el polígono de la Rebima (Trench, 2017; Megchún, 2018). Pese a ello, ocupar una zona de amortiguamiento también ha implicado enfrentar contradicciones que afectan directamente la existencia humana, y es este el motivo por el cual parte de la historia de estas agrupaciones se ha tejido en una oscilación entre la incorporación de la cuestión ambiental, y la necesidad sociocultural de desviarse de ella. Como ejemplifico de aquí en adelante, se trata de una relación de poder en la que se produjeron momentos álgidos con posiciones confrontadas y polarizadas, pero también otros en los que se encontraron puntos medios. Por lo mismo, la historia de la región se ha destacado por importantes efectos, varios de los cuales son irreparables (véase Figura 1).

Fuente: datos vectoriales de la Comisión Nacional Forestal (Conafor) y del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), coberturas de uso de suelo y vegetación series I, II, III, IV, V y VI escala 1:250,000. Recuperados en mayo de 2024.

Figura 1 Secuencia y porcentaje de degradación de la vegetación primaria en la selva Lacandona de 1985 a 2021 

Un primer momento clave de esta historia se produjo a partir de 1989, cuando la transformación de los ecosistemas de selva a escala regional aún era incipiente, en gran medida porque las condiciones materiales para desmontarla eran muy restringidas. Sin embargo, este fue un primer contexto en el que actores ambientales nacionales e internacionales expresaron sus inquietudes respecto a los riesgos de deforestación de la Lacandona y, en particular, de la Rebima (Wilkerson, 1985; Garrett, 1989). A escala estatal esto se tradujo en la imposición de una restricción generalizada a la extracción de maderas y a los desmontes, mejor conocida como «veda forestal» (Villafuerte, García y Meza, 1997), lo cual causó diferentes reacciones entre los colonizadores de Marqués de Comillas. Por una parte, hubo conflictos abiertos con las autoridades armadas debido a la necesidad de sacar madera que había sido aprovechada por desconocimiento de la restricción forestal (Cano, 2018), pero también los colonos llevaron a cabo esfuerzos organizativos, como unirse para expresar ante los medios de comunicación tanto su difícil situación, como también su «necesidad de conservar y manejar [sustentablemente[ la selva» (Hernández, Martínez y Carrillo, 1990: s.p.; Cano, 2018). A pesar de los posicionamientos locales de uno u otro tipo, las restricciones se mantuvieron y en varios casos los colonos se vieron en la necesidad de restringir la ampliación de sus economías agrícolas por temor a ser sancionados.

En 1994, tras el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), inició otro momento en las relaciones de poder entre los actores ambientales. La mayoría de la población regional permaneció al margen del levantamiento (Harvey, 2007), sin embargo, la dimensión que adquirió este conflicto redundó en la anulación de la llamada «veda forestal» y, entonces, en la posibilidad de que los colonos de Marqués de Comillas retomaran la extracción maderera. Fue en este escenario donde algunos pobladores comenzaron a inmiscuirse en la economía forestal, más aún con el apoyo de la entonces llamada Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap), la cual emitió permisos forestales y dispuso recursos para la conformación de organizaciones forestales ejidales (Cano, 2018). No obstante, ni la experiencia ni la actividad lograron consolidar una economía regional, sino, por el contrario, en algunos casos esto redundó en una sobreexplotación de las cantidades de madera permitida y en la imposición de multas por parte de las autoridades ambientales. Por otro lado, de acuerdo con las narrativas locales, a este contexto se añadieron los daños ocasionados por los incendios sucedidos en 1998, debido a los cuales varias agrupaciones pudieron ampliar sus terrenos de trabajo agropecuario.

Un tercer momento del proceso de oscilación entre incorporar o desviar la cuestión ambiental se produjo en la segunda mitad de la década de 1990. Hacia 1996 los colonos de la región empezaron a beneficiarse de las transferencias de dinero provenientes del Programa Apoyos Directos al Campo (Procampo).5 Si bien dichas transferencias estaban dirigidas a resguardar la agricultura de subsistencia en un contexto nacional de apertura económica, en la práctica contribuyeron a una ampliación de la ganadería en los hogares rurales que aún no habían incursionado en ella y favorecieron las condiciones de aquellos que ya la practicaban (Cano, 2022). Por otra parte, la ganaderización de las economías y de los paisajes regionales también recibió un impulso a partir del Programa de Certificación de Derechos Parcelarios (Procede),6 el cual, si bien despertó desconfianza en un inicio, paulatinamente fue considerado como una oportunidad para ampliar, con mayor certeza jurídica, la actividad ganadera de algunas familias que adquirieron más tierras en sus ejidos o en otros. Otro efecto no esperado del Procede se produjo incluso antes de su inicio en la región, pues algunas asambleas ejidales, mientras evaluaban si acogían o no el programa, decidieron al margen de la ley no solo repartir sus tierras de uso común, sino desmontar las selvas que allí se encontraban. Así, zonas de selva de distintas extensiones desaparecieron y poco tiempo después se transformaron en potreros. De forma complementaria, a medida que se certificaban los derechos parcelarios en la región, también se favoreció la ganaderización, específicamente a partir de 2002 con la puesta en marcha del Programa de Producción Pecuaria Sustentable y Ordenamiento Ganadero y Apícola (Progan)7 (Cano, 2018).

Tras más de 20 años de colonización, la consolidación de los modos de sustento seguía generando inquietudes locales, entre las cuales vale la pena destacar el debate entre razonamientos económicos y ecológicos, tema que resultó clave para la emergencia de un cuarto momento, que se produjo entre 2000 y 2005. A pesar de, o justamente por, la intensa transformación de los entornos, hubo quienes al haber mantenido extensas superficies de selva tuvieron la oportunidad de interactuar con agentes ambientales que promovían la conservación ecológica como una fuente de ingresos monetarios (Cano, 2018). Paralelamente, a través de conexiones con agentes agroindustriales, hubo quienes visualizaron la adopción de la palma de aceite como una actividad estratégica, tanto ambiental como económicamente, puesto que desde su punto de vista ayudaría a la reforestación de potreros y se convertiría en una fuente de empleos directos e indirectos. Así, unos colonos lograron hacer coincidir el potencial de sus selvas con las expectativas conservacionistas o ecoturísticas de los agentes ambientales, pero solo a condición de regular, mas no de eliminar, las explotaciones ganaderas en sus respectivos ejidos, o bien en ejidos con una deforestación más avanzada. Quienes apostaron por la palma de aceite, por otra parte, no encontraron respaldo en los agentes ambientales nacionales, aunque más adelante sí entre los actores del gremio palmero, quienes se cobijan en el discurso ambientalista manejado internacionalmente por la Roundtable on Sustainable Palm Oil (RSPO) (véase Figura 2).

Fuente: elaborado por Edith Mondragón, ECOSUR 2020, Proyecto Forest2020.

Figura 2 Coberturas de uso de suelo en la región de Marqués de Comillas en 2019 

Como es evidente, la fluctuación entre incorporar la cuestión ambiental o no ha contribuido a importantes transformaciones en los entornos. Por otra parte, teniendo en cuenta el recuento hasta ahora elaborado, lo que no resulta tan evidente es que este proceso no contribuyó a generar mejores o más estables condiciones de vida para la mayoría de la población. Esta contradictoria situación alude justamente a la brecha que ha existido entre lo que son y buscan ser las formas de vida de los hogares rurales, y lo que han esperado de ellas particularmente los agentes ambientales. Con base en este planteamiento, en la siguiente sección analizo aspectos concretos en los que esta brecha o disrupción, característica de la historia y el presente de esta sociedad regional, ha quedado en evidencia.

La brecha económico-cultural manifiesta

Cuando los colonizadores comprendieron que para el Estado mexicano las tierras apropiadas no solo estaban destinadas para satisfacer necesidades agrarias, indudablemente experimentaron una fuerte contradicción. De hecho, esto los hizo rápidamente conscientes de sus incoherencias. Para entonces, la brecha consistía en la imposibilidad de hacer coincidir las aspiraciones de los colonizadores de acceder a tierras trabajables, con las expectativas de los actores ambientales, para quienes el valor de la región radicaba en la selva que allí abundaba. De este modo, la población colonizadora rápidamente se familiarizó con la idea de que todo lo que hiciera para garantizar su subsistencia, incluso su misma presencia en estas tierras, iba en contra de la «naturaleza» (Hernández, Martínez y Carrillo, 1990:s.p. ); es decir, que desde esta perspectiva el simple hecho de continuar con la práctica de la agricultura itinerante afectaría irremediablemente los ecosistemas naturales. Sin embargo, ante la urgente y patente necesidad de sobrevivir en una selva que resultaba adversa porque afectaba la salud y la existencia misma, las poblaciones colonizadoras no dudaron en abrir el monte y trabajar la tierra en la medida de sus posibilidades.

Una vez los colonos generaron condiciones básicas para su subsistencia, fue claro que resultaba imposible permanecer en el territorio sin fuentes de ingresos monetarios que les permitieran acceder a bienes procesados de los que ya dependía su forma de vida. De ahí que en sus narrativas sobre ese tiempo se hable recurrentemente de su necesidad de obtener sal, aceite, jabón o gasolina, así como de obtener dinero para salir de la región a conseguirlos. Muy tempranamente este aspecto concreto permitió que la población colonizadora se percatara de que esa necesidad también contribuía a afianzar la brecha que separaba su realidad de la de quienes no vivían en la región, de modo que es sobre esta certeza que se han emprendido las actividades productivas que están al alcance de sus manos: desde cultivar productos completamente orientados al mercado, hasta recurrir a la migración internacional.

Aunque hasta la actualidad el trabajo de la tierra es el más valorado en la región, ello no ha estado en contradicción con aspiraciones de crecimiento económico, es decir, de ir más allá de la subsistencia. Indudablemente esta idiosincrasia compartida no supone que todos los hogares ni todas las poblaciones ejidales hayan estado en igualdad de condiciones para llevar esto acabo, sin embargo, sí forma parte de su concepción de vida. Así, en múltiples hogares dichas aspiraciones han llevado a emprender estrategias de ahorro de capital y de diversificación económica, aunque no siempre con éxito o de forma progresiva.

Bajo esta lógica fue como las inversiones en dinero y la organización del trabajo familiar en muchos hogares se orientaron al desarrollo de la ganadería, actividad que, a pesar de las variaciones socioeconómicas entre los hogares y de las condiciones geofísicas de los terrenos, se ha reconocido como mucho más efectiva incluso que la producción de alimentos como el maíz o el frijol. Desde esta perspectiva, el que la ganadería implicara una transformación general de los entornos fue algo que la población paulatinamente puso en un segundo plano, lo cual se vio favorecido por el contexto de cambios de política pública rural, como planteé anteriormente. En este proceso de naturalización, adicionalmente las poblaciones han encontrado interlocutores foráneos convencidos de la rentabilidad de la ganadería, los cuales hablan incluso de la «vocación ganadera de la región». En este sentido, la ganaderización indudablemente también permite que gran parte de la población de la zona experimente una brecha con aquellos que insisten en recordar que en la región predominan suelos de selva.

Escolarización, vestuario, salud, electrodomésticos, motocicletas, camionetas, tecnología de comunicación, materiales de construcción de vivienda, solares y parcelas ejidales son algunos de los principales rubros en los que se emplea el dinero ahorrado principalmente en los hogares con acceso a tierras (propias o rentadas), específicamente cuando ya han permitido cubrir los gastos que implica la pluriactiva base agropecuaria; esto, ya sea que la posición central en la economía la ocupe la ganadería o, como en los ejidos de la fronteriza sur, que sea el hule el que la ocupe (particularmente a finales de los años 1990, cuando el precio de esta materia prima superó los 2 000 pesos por tonelada).

También, más recientemente los recursos obtenidos de la palma de aceite han contribuido a cubrir estos mismos rubros (Cano, 2022). Por supuesto, no todos los hogares han podido satisfacer todas las necesidades mencionadas, pero lograr cubrirlas forma parte de las aspiraciones de la población regional. Resulta relevante mencionar estos rubros no solo porque proporcionan una idea de los influjos modernizadores o mercantilistas a los que está expuesta la población, sino también porque reflejan cómo la mayoría de la población ve favorablemente la monetización de sus economías, a la vez que le resulta difícil comprender cómo se podrían satisfacer estas necesidades sin transformar los entornos. De este modo, varios estilos de vida que han tomado cuerpo a través de las generaciones claramente se posicionan del lado de la brecha que impulsa el cambio, y no necesariamente la preservación de los ecosistemas de selva.

Cuando iniciaron las transferencias en dinero procedentes de distintos programas de apoyo gubernamental, muchos más hogares pudieron sumarse a esta tendencia de monetización de las economías rurales, así como a la idiosincrasia de lograr aspiraciones materiales. De hecho, como mencioné anteriormente, en algunos hogares eso fue aprovechado para financiar actividades agropecuarias orientadas al mercado, aunque en muchos otros las transferencias representaron más bien la monetización de la subsistencia (Cano, 2022). Este es el caso de las familias en circunstancias económicas más precarias debido a que no disponen de parcelas ejidales o las han perdido, a la mala calidad de los suelos, a la carencia de mano de obra familiar masculina, a los endeudamientos por enfermedades o a la dificultad para administrar recursos, tanto monetarios como organizativos. En estos casos, la persistencia de condiciones de sobrevivencia que se sobrellevaban a través de la agricultura de subsistencia y/o de la venta de mano de obra (dentro y fuera de la región), por lo general hace más ajenas las expectativas de sustentabilidad que los agentes ambientales proyectan en la población.

Entrado el siglo XXI la brecha frente a la cuestión ambiental se experimentó porque fueron más claros los límites económicos y ecológicos de las actividades productivas elegidas en la mayoría de los hogares (Cano, 2021). Este ha sido el caso principalmente de la ganadería, pero también de las plantaciones de hule. Por una parte, los límites de estas actividades fueron de tipo comercial; es decir, que debido a que se dependía de los vaivenes en los precios del hule y la ganadería, llegaba un punto en que para la mayoría de los hogares resultaba poco rentable o muy costoso seguir trabajando, pues tenían que invertir sus ahorros o conseguir créditos para desarrollar estas actividades. Por otra parte, específicamente en el caso de la ganadería también hubo zonas donde se experimentó con límites de tipo ecológico. Allí donde se introdujo tardíamente esta actividad, después de un periodo de tres a cinco años resultó evidente que los suelos y pastos no ofrecían los nutrientes necesarios para mantener vacas y becerros, además de que se enfermaban y morían (Cano, 2021). Este contexto redundó en el interés por la palma de aceite, el cual fue creciendo paulatinamente, cuando en 2009 se instalaron viveros de la especie en distintos puntos de la región (Castellanos-Navarrete y Jansen, 2017).

Tras el proceso de acogida de la palma de aceite, la brecha frente a la cuestión ambiental se ha experimentado de dos formas. Inicialmente, cuando hacia 2006, el argumento —sostenido en especial por líderes regionales— de que la palma de aceite permitiría simultáneamente frenar la deforestación, mejorar las economías de los ejidatarios y crear empleos entre la población sin tierra no encontró eco entre las instituciones ambientales. Años después, hacia 2018, cuando las empresas privadas instaladas en la región empezaron a difundir la idea de que la palma de aceite debía y podía seguir parámetros de sustentabilidad dado el contexto internacional de exigencia de responsabilidad social y ambiental (Cano, 2023). Los pequeños productores más comprometidos con este cultivo, principales receptores y reproductores de este discurso, al no encontrar interlocución con los actores ambientales presentes en la región experimentan como una contradicción el que la palma de aceite no sea valorada como una alternativa económica y ecológicamente sustentable para la región.

Así, desde la colonización y hasta la actualidad la brecha en cuanto a las expectativas de los actores ambientales no solo ha permanecido, sino que se ha experimentado de nuevas formas de acuerdo con las tendencias globales de cambio agrario con las que se alinean las poblaciones de la región. En este sentido, teniendo en cuenta la continuidad y la complejización de la experiencia de la brecha, en la siguiente sección revisaré los cambios más importantes en el ejercicio de la política ambiental considerando sus límites en relación con las realidades de distintos actores de la población.

Variaciones y límites en las políticas ambientales

En la región se ha transitado de una política de condicionamientos a una que paulatinamente ha implicado más involucramiento de las poblaciones locales (véase Figura 3). En efecto, en 1978, al crearse la Rebima, lo más importante era resguardar las superficies del polígono de conservación e impedir el avance de la deforestación desde las zonas de amortiguamiento, como Marqués de Comillas. Entre 1989 y 1994, de manera semejante, las medidas del gobierno de Chiapas fundamentalmente estaban dirigidas a detener el ritmo creciente de extracción maderera. No obstante, tras el levantamiento zapatista surgió con claridad otra forma de acción gubernamental respecto a las poblaciones y los recursos forestales de la Lacandona (Cano, 2018; Megchún, 2018).

Fuente: elaboración propia.

Figura 3 Línea de tiempo de cambios e intervenciones institucionales en la región de Marqués de Comillas 

Hay que recordar que el primer esfuerzo de política forestal participativa en Marqués de Comillas, hacia 1996, no impidió el descreme de la selva ni el avance de los desmontes en distintos puntos de la región. Sin embargo, este fue el antecedente de un periodo de acciones ambientales que, entrado el siglo XXI, estaban dirigidas a combinar mayores niveles de participación comunitaria, con nuevas estrategias de intervención en entornos ecológicamente estratégicos. Este fue el contexto en el que la Semarnap se transformó en Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), en el año 2000, así como el contexto en el que se crearon la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y la Comisión Nacional Forestal (Conafor), en 2001. También fue un contexto en el que muchas organizaciones ambientales no gubernamentales tomaron cuerpo o se instalaron en Chiapas con los objetivos de tener mayor presencia en las regiones, servir de receptores de financiamientos internacionales e intermediar en las relaciones entre autoridades o agentes ambientales y poblaciones locales.

Con este andamiaje institucional se introdujeron algunos cambios necesarios para la implementación del paradigma de política pública de los servicios ambientales8 (Ortiz et al., 2015). Se trazaron, por una parte, directrices que ampliaron el espectro de activos a través de los cuales se valoraban ecológica y económicamente los bosques y selvas del país y, por otra, estrategias mediante las cuales se involucraba a las poblaciones locales, simultáneamente como beneficiarios directos y como responsables de la prestación de dichos servicios. Si bien dichos paradigmas resultaban interesantes para regiones con procesos históricos de aprovechamiento forestal, también lo eran para territorios que experimentaban importantes grados de deterioro ambiental, como Marqués de Comillas, esto porque permitían dar incentivos económicos a los actores locales con el fin de evitar la transformación de relictos de vegetación nativa, independientemente de que ya se hubiera perdido su riqueza maderera.

Con esta lógica, entre 2000 y 2005 dos ejidos de la región fueron los primeros en recibir compensaciones financieras a cambio de realizar monitoreos comunitarios de conservación de superficies forestales de más de 500 hectáreas (Cano, 2018). De hecho, en esta primera experiencia la Federación Internacional del Automóvil (FIA) contribuyó con el financiamiento, la Cooperativa Ambio de Chiapas se encargó de administrarlo y un aproximado de 90 ejidatarios recibieron el pago. En un siguiente periodo de cinco años, y tras opiniones favorables sobre el proceso, los mismos ejidos fueron seleccionados como beneficiarios del programa Pagos por Servicios Ambientales (PSA), el cual había iniciado en el país en 2002, operaba con financiamientos internacionales y era administrado localmente por la Conafor gracias a la intermediación de la Cooperativa Ambio, que conocía directamente a las poblaciones ejidales.9

Desde entonces y hasta la actualidad tanto la Conafor, como la Cooperativa Ambio y Natura Ecosistemas Mexicanos, han trabajado para ampliar la cobertura de superficies forestales ejidales financiadas, así como el número de personas beneficiadas (Ortiz et al., 2015). Debido a esta iniciativa, en 2019 eran 21 los núcleos agrarios beneficiarios del programa PSA, de un total de 36 en la región, que se dedicaban a conservar relictos de selva que abarcaban desde 300 hasta casi 2 000 hectáreas. No obstante, en la actualidad el impacto económico y social de la política de servicios ambientales en la región y en la sociedad rural ha sido bastante restringido, principalmente por causas que van más allá de la escala local (Deschamps, Zavariz y Zúñiga, 2015; DevHint, 2015). En este sentido, en las escalas regional y local lo que interesa resaltar es la dificultad o la imposibilidad de gran parte de los actores locales para integrar la conservación ecológica en sus modos de vida, como ejemplifico a continuación.

Esto ocurrió en los asentamientos que repartieron la totalidad de la dotación ejidal en tiempos de la colonización y desde entonces carecían de relictos de selva primaria, pero también en los ejidos que repartieron las tierras de uso común antes de aceptar el Procede y desmontaron informalmente los relictos de selva primaria que conservaban desde la colonización. Ninguno de estos ejidos puede aplicar a las convocatorias anuales del programa PSA y, por lo general, no son contemplados en las agendas de trabajo de los actores ambientales, tanto no gubernamentales como gubernamentales. Por lo anterior, en estos ejidos, la mayoría alejados de la Rebima y ubicados en el municipio de Benemérito de las Américas, prácticamente se desconoce el andamiaje institucional ambiental del Estado mexicano, los apoyos financieros que ofrece y, por supuesto, el discurso ecológico que maneja.

Por otra parte, este también es el caso de las personas sin acceso a tierra asentadas en los ejidos, como avecindados o esposas, hijas o hijos no primogénitos de los cabezas de familia a nombre de quienes están tituladas las tierras. Puesto que la política de servicios ambientales está alineada con la política agraria, en el sentido de que solamente pueden beneficiarse de los apoyos ambientales quienes son reconocidos como sujetos agrarios, una importante cantidad de población ha permanecido ajena a los apoyos institucionales destinados a conservación ecológica. No se puede negar que el proceso de certificación de derechos parcelarios localmente fue utilizado en parte para repartir entre los hijos (y en ciertos casos también las hijas) fracciones de la parcela ejidal. No obstante, por lo general estas tierras ya han sido desmontadas en su totalidad y, como consecuencia, no califican para ser atendidas por los agentes ambientales.

Por supuesto, este también es el caso de los palmicultores, aunque sus circunstancias son distintas. En primer lugar, es importante mencionar que una minoría de estos se ha beneficiado de los pagos por servicios ambientales gracias a que son miembros de los ejidos donde se conservan las selvas de las tierras de uso común o porque cuentan con relictos de selva de propiedad particular y han sido sujetos de interés para los agentes ambientales al encontrarse en las inmediaciones de la Rebima. No obstante, esto no quiere decir que en su caso se haya llevado a cabo una estrategia de gestión ambiental que tome en cuenta la presencia de estas plantaciones y sus posibles efectos, más bien se trata de productores aislados que resultaron beneficiados por situaciones fortuitas. De hecho, la postura de los agentes ambientales ha consistido en no involucrar a, ni involucrarse con, los palmicultores, pues consideran la expansión de este cultivo como un factor adverso a sus objetivos. Desde esta perspectiva, quienes carecen de relictos de selvas en sus parcelas o ejidos, que son la mayoría, tienen muchas menos posibilidades de interactuar con los agentes ambientales. En este sentido cabe añadir, por otra parte, que los palmeros que también tienen plantaciones de hule, así como los que solamente se dedican al hule, de igual modo han quedado en una situación de externalidad no contemplada por la política de servicios ambientales.

Dado este panorama, se podría pensar que los únicos que no tendrían dificultades con esta política serían sus beneficiarios, pero incluso en estos casos se experimentan importantes límites. El simple hecho de acomodar sus modos de vida para garantizar la conservación de las selvas en áreas que podrían utilizar según sus formas de trabajar la tierra o que podrían repartirse entre las generaciones jóvenes representa costos no contemplados en los pagos por conservación. Por otra parte, dado que los pagos son inferiores al valor obtenido fundamentalmente por la ganadería, para las familias que accedieron a mantener las selvas de su territorio resulta muy difícil imaginar un horizonte en el que ya no cuenten con hatos ganaderos. De manera semejante, las sociedades comunitarias que, además de conservar sus relictos de selva, comenzaron a prestar servicios ecoturísticos, no dudan en reconocer las demandas financieras, organizativas, administrativas y de gestión que implica estar a expensas completamente de las actividades de conservación, pero también de los agentes ambientales que intermedian en la atención gubernamental y la demanda turística.

Si bien los límites mencionados son particulares a las circunstancias de los actores de Marqués de Comillas, es posible decir que están conectados con los identificados en otras regiones y arenas de discusión del país. En concreto, una crítica extendida a la política de servicios ambientales es que, aunque haya contrapartidas nacionales, dependen de financiamientos internacionales y hacen dependientes a los beneficiarios, además de que los pagos no se diferencian de otros subsidios que otorga el gobierno ni generan bases de economías capaces de mejorar las condiciones de vida rural (Durand, 2014). De forma complementaria, se ha cuestionado la idea de pensar los pagos por servicios ambientales básicamente por la necesidad de competir con pagos que inducen cambios de uso del suelo, como es el caso de los subsidios ganaderos, puesto que ello ha impedido comprender de modo integral las formas de vida en los contextos rurales y, por lo tanto, visualizar la sustentabilidad no solo en términos ecológicos, sino también económicos (Figueroa y Caro-Borrero, 2019; Trench y Libert, 2019).

En este sentido, aunque en ciertos casos se ha valorado positivamente el impulso dado a la conservación ecológica, mediante el andamiaje institucional y jurídico, así como a través de la incorporación de poblaciones locales a este objetivo, también se considera que estos esfuerzos no han resultado suficientes para superar los altos y muy altos niveles de pobreza que caracterizan aún a las regiones ricas en biodiversidad (Legorreta, Márquez y Trench, 2014). Este es el contexto de discusiones que condujo a un viraje significativo de la política gubernamental a partir del ascenso de la presente administración nacional (2018-2024).

Aunque desde finales de 2018, y hasta la fecha, el programa de PSA se ha mantenido y gran parte de los ejidos de Marqués de Comillas se han seguido beneficiando de él, también en este periodo se desplegaron la logística, el personal y la dinámica de intervención de Sembrando Vida (SV) .10 (Cano, 2022). En la región esto ha significado que se han inscrito beneficiarios de la mayoría de ejidos de ambos municipios —aunque solamente 100 o menos personas por cada ejido—. También ha significado el establecimiento de parcelas agroforestales de 2.5 hectáreas por beneficiario, generalmente en las parcelas ejidales, muchas de las cuales con anterioridad habían estado destinadas a usos agropecuarios (ganadería, palma o hule), aunque también en otros casos se trató de terrenos en regeneración temprana (matorrales) o medianamente avanzada (quemadales).

Por otra parte, aunque la mayoría de los beneficiarios son sujetos de derecho agrario, incluidas algunas mujeres ejidatarias, también se encuentran beneficiarios aparceros, la mayoría de los cuales (mujeres y hombres) suele tener relaciones de parentesco con los arrendadores (hijas o hijos). Ahora bien, de forma sintética, un último aspecto que se puede mencionar es el aumento de las derramas monetarias que periódicamente dinamizan las economías ejidales y regionales. Si otras transferencias lograron hacerlo, pese a ser de menor cantidad, los pagos del SV (de 5 000 a 6 000 pesos mensuales) indudablemente han incrementado la circulación local y regional de dinero en efectivo, el consumo de mercancías y la intensificación de las relaciones económicas vecinales, entre otras prácticas.

Por varias de sus características, como la orientación comercial de lo sembrado, y por el carácter de la institución federal desde la cual es operado el programa (la Secretaría de Bienestar), particularmente los agentes ambientales, gubernamentales y no gubernamentales, no consideran que el SV se trate de una política ambiental. Por otra parte, para sus creadores y sus operadores, tanto en las instancias administrativas como sobre el terreno, el SV busca ser más que una política ambiental, en el sentido de que intenta integrar finalidades económicas (seguridad alimentaria y economías solidarias), sociales (organización comunitaria en las escalas local y microrregional) y ecológicas (reforestación y agroecología). Sin embargo, en la práctica dicho programa está concentrando mayores niveles presupuestales a aquellos con los que han trabajado la Conafor y la Conanp. Adicionalmente, ha desplegado sobre el territorio una mayor cantidad de agentes que las mencionadas instituciones ambientales durante sus más de 20 años de existencia. De forma complementaria, ha desplegado un discurso en el que la conservación ecológica ya no ocupa la misma posición y en el que nociones como seguridad alimentaria, agroecología y economía solidaria son las nuevas puntas de lanza en la interlocución con los actores locales (Cano, 2022).

Si bien los impactos a corto, mediano y largo plazo de esta política pública están por ser exhaustiva y extensamente evaluados, ello no impide analizar brevemente lo que local y regionalmente se experimenta. Tras muchos años de esfuerzos de asentamiento y consolidación de un espacio de vida en estas otrora tierras de selva, particularmente los fundadores de los ejidos consideran el SV como una política paliativa de la que se pueden beneficiar sobre todo los sectores de población que se encuentran en situaciones económicas más adversas, ya sea por estar en una etapa inicial de formación de familia o por tratarse de población avecindada. Aunque algunos de los fundadores son beneficiarios, esto no les impide reconocer que para sus economías, mucho más consolidadas y hasta diversificadas, problemas como la intermediación comercial o los vaivenes en los precios de los productos cultivados aún no se están atendiendo. Esta es una percepción que comparten algunos palmeros-huleros, varios de los cuales también son beneficiarios del SV, a lo que añaden el cuestionamiento de por qué el actual gobierno se abstiene de apoyar el cultivo de palma de aceite a pesar de que esta actividad ha logrado sostenerse y ha generado réditos para un amplio espectro de hogares rurales. Entre las familias que aún se benefician del PSA algunas lamentan no contar con más apoyos para sostener y desarrollar actividades de conservación, mientras otras, a fin de cuentas, no ven del todo desligados la finalidad del programa SV y los objetivos de conservación, puesto que ambos procesos dependen de su participación activa. Por último, en este sintético panorama vale la pena mencionar el punto de vista de algunos jóvenes que han regresado a sus ejidos para beneficiarse del SV. En su caso, indudablemente el apoyo ha constituido un incentivo para emplearse en sus hogares paternos, no obstante, como muchos otros beneficiarios, también se preguntan hasta cuándo ello será posible.

Teniendo en cuenta este recorrido por las políticas ambientales y sus límites, a continuación me referiré a aspectos que están lejos de ser considerados por los agentes ambientales, así como a algunas expresiones locales de incertidumbre que han emergido recientemente.

Miopías ambientalistas e incertidumbres locales

A casi 50 años de la llegada de los primeros colonizadores, ciertos cambios en la región de Marqués de Comillas han sido más complejos de lo que posiblemente pudieron imaginarse algunos actores estatales. Uno de estos cambios fue el incremento demográfico de la población, pues, mientras en 1972 se calculó la cantidad de población colonizadora en aproximadamente 1 000 personas, en 1990 la población en la región alcanzó los 15 000 habitantes, y recientemente, en 2020, ascendió a 36 495 personas (INEGI, 2020). En comparación con otras zonas de la Lacandona y del estado, la densidad demográfica sigue siendo baja, pero la tendencia de crecimiento alude a una dinámica rural que difícilmente fue asimilada en los modelos de intervención de la década de 1990 y que lo sigue siendo en los primeros años de la segunda década del siglo XXI.

La dinámica poblacional, poco considerada por los agentes ambientales, creció de manera importante después del levantamiento zapatista dado el contexto estatal de movimientos de población en búsqueda de tierras. En la región se produjeron también algunas reubicaciones, pero, sobre todo, y en línea con el Procede, se activó un mercado de parcelas ejidales entre familias de estratos económicos relativamente semejantes, lo que favoreció la salida de familias de colonos fundadores, en su mayoría considerados «mestizos», que buscaban mejores tierras o diferentes oportunidades económicas de acuerdo con las aspiraciones de las nuevas generaciones. Esta dinámica también permitió la instalación de numerosas familias procedentes de las zonas norte y costa de Chiapas, las cuales aún encontraron en Marqués de Comillas tierras abundantes y accesibles. Desde una perspectiva de movilidad socioeconómica, aproximadamente entre 1999 y 2009 la región favoreció otra ola de cambio agrario para un flujo de población chiapaneca que no tenía opciones de crecimiento económico en otras regiones rurales y que no consideraba viable migrar a contextos urbanos. Por supuesto, esto significó cambios en los usos del suelo, tanto en tierras previamente trabajadas como en zonas en regeneración vegetal.

Otro aspecto llamativo de esta dinamicidad rural es que hoy se encuentra desdibujada la imagen de la región, en la cual dominan los colonos procedentes de todo el país, mientras que en los hechos resulta significativo el incremento de la población indígena. Al respecto, en cuanto a los primeros puede decirse que, entre las familias originarias de Veracruz, Tabasco, Oaxaca, Sinaloa o Michoacán, gran parte de las nuevas generaciones perdieron el contacto con los lugares de origen de sus padres y sus trayectorias de vida han transcurrido en contextos chiapanecos. Y sobre la población indígena cabe resaltar que el incremento de su número se debió, entre otros factores, a que desde la colonización aumentaron los flujos migratorios de poblaciones mono o pluriétnicas que manejaban varios idiomas, incluido el español. Tal tendencia de crecimiento poblacional no significa que se hayan invertido las relaciones de poder que se estructuraron desde los tiempos de la colonización, pero sí que las poblaciones indígenas han contado con condiciones más favorables para su reproducción social, en lo cual han influido las políticas dirigidas a las poblaciones con altos y muy altos niveles de marginación desde 1996 hasta la actualidad.

Ahora bien, este contexto de dominio demográfico de los ejidos con población indígena apunta a otra faceta del dinamismo rural regional que no necesariamente está siendo considerada por los agentes ambientales interesados en la región: que en gran medida se trata de personas jóvenes, muchos de ellos avecindados, y que en su mayoría no cuentan con posibilidades de acceso a tierra, por lo que suelen salir de la región en busca de trabajo. Sin embargo, la mayoría de estos jóvenes tienden a conformar nuevos núcleos familiares que en principio buscan sustentarse a partir del trabajo de la tierra, ya sea en calidad de mano de obra familiar y/o en el jornaleo para empleadores de sus ejidos o de ejidos vecinos. Aunque su modo de vida presenta más facilidades que en los tiempos de la colonización, con otra intensidad en la monetización y la mercantilización, también se forja a través de una agricultura de roza-tumba-quema que persiste porque constituye una estrategia de sustento en medio de la precariedad. En este sentido, algo que no es completamente asimilado desde las expectativas ambientales es que una parte importante de la sociedad regional está lejos de transitar hacia modelos de vida económica y ecológicamente sustentables, sino que más bien se encuentra en el inicio de un nuevo ciclo de cambio agrario, en el cual los cambios económicos previos no han facilitado fuentes de sustento para superar la sobrevivencia. Por esta razón, las poblaciones apelan a sus históricas estrategias de reproducción, sin necesariamente reconocer la degradación actual de los ecosistemas.

Puesto que la sobrevivencia persiste en esta heterogénea historia de cambios, muy a pesar de los programas de transferencias condicionadas, ambientales o no, no resulta sorprendente que hayan sido los mismos actores locales y regionales quienes se hayan empeñado, en numerosas ocasiones, en encontrar alternativas de generación de ingresos. Esta ha sido la clave por la cual un amplio espectro de población asumió la producción de palma de aceite (Cano, 2021), y también permite comprender por qué la población recurre a la migración laboral fuera de la región. Como mencioné anteriormente, migrar se convirtió en una opción para activar o ampliar las actividades agropecuarias. En sus inicios migraron colonos que tenían condiciones para financiar el traslado ilegal a Estados Unidos, por lo general a contextos urbanos, para trabajar en la construcción. Posteriormente, considerando el contexto de nuevos flujos de personas que se instalaron en la región tras el levantamiento zapatista, comenzaron a migrar personas de hogares en los que el cabeza de familia había regresado recientemente de Estados Unidos y que disponían de capacidad para comprar una o más parcelas ejidales en Marqués de Comillas. Sin embargo, aunque la migración se mantiene desde entonces, esta práctica ha experimentado modificaciones relacionadas con los cambios demográficos anteriormente mencionados.

En efecto, en la actualidad los flujos migratorios están conformados por poblaciones de jóvenes de los ejidos indígenas, hombres y mujeres, aunque los destinos de trabajo se han diversificado y ha cambiado también a qué se asignan los ingresos, puesto que ya no necesariamente se invierten en la economía rural. Entre los destinos actuales destacan las ciudades de Cancún y Playa del Carmen, pero también Monterrey, lo cual refleja no solo las restricciones migratorias para trasladarse a Estados Unidos, sino la intención y la posibilidad de encontrar opciones de empleo más seguras en contextos nacionales. Por otra parte, el hecho de que los ingresos obtenidos no se envíen a la región tiene que ver con la intención de los y las jóvenes de salir de Marqués de Comillas; sin embargo, con el tiempo dicha intención resulta difícil de sostener en la práctica, por lo que suelen retornar al hogar parental. En algunos casos, el hecho de que las personas retornen complementa las facetas de la pobreza en los ejidos, ya que el acceso restringido a la tierra orilla a estilos de vida desconectados con el «trabajo del campo», pero en medio de la ruralidad. En tal sentido, estos sectores de población y sus escenarios cotidianos suelen quedar fuera del foco de los agentes ambientales, pese a que para conocerlos basta alejarse apenas unos kilómetros de la Rebima.

Además de poner de relieve los aspectos mencionados de la dinamicidad rural contemporánea es necesario referirse a algunas incertidumbres locales frente al cambio ambiental que han surgido más recientemente. Para ello, primero es importante reiterar que casi todos los sectores de esta sociedad rural enfrentan dificultades para mantener las economías rurales; aún más, intentan no entrar en espirales de precarización cuando se conjugan situaciones como la aparición de enfermedades, la caída de los precios de los productos de los que dependen, la falta de empleo entre los y las jóvenes o el pago de deudas, pero también la incursión en negocios ilícitos y la adquisición de vicios (alcoholismo y drogas). Por otra parte, es claro que los modos de vida de la mayor parte de la población, más allá de sus diferencias económicas, culturales o políticas, dependen de la transformación de los entornos, y que en la reivindicación del derecho a vivir del trabajo (directo o indirecto) de la tierra radica la legitimidad de su permanencia en este territorio. Por ello, como he sugerido desde el principio, generación tras generación los integrantes de esta sociedad rural han lidiado entre la incorporación de las inquietudes y expectativas de los agentes ambientales y el desviarse de ellas. No obstante, esto no quiere decir que hayan tenido ni tengan claridad sobre los efectos derivados del intenso cambio ambiental.

Indudablemente, cuando la escala de la transformación era menor, sus efectos eran tema de los ambientalistas, pero en los últimos años esto ha cambiado porque los discursos sobre el cambio climático se han popularizado, porque en lo local se ubican elementos que potencialmente pueden afectar los recursos de los que se depende (tierra y agua) y porque se perciben eventos ambientales que resultan inéditos. En este contexto, ocupan un lugar importante las incertidumbres que genera particularmente la producción de palma de aceite, y también otras como las derivadas de la sequía de mediados de 2019. Al respecto, es preciso decir que dichas incertidumbres no las experimenta la sociedad en su totalidad, y que en su manifestación pública no solo llama la atención el uso de argumentos ambientales, sino también la poca claridad que existe sobre los procesos que, de forma concatenada, inciden en la degradación ambiental. Por ello, para la mayoría de la población regional comprender estas incertidumbres es un tema complejo.

La incertidumbre frente a la producción de palma de aceite se remonta a las fechas en las que inició este cultivo y ha sido expresada públicamente en dos ocasiones (2005 y 2022) por habitantes de la región que no trabajaban en esta actividad (Cano, 2023). En dichas manifestaciones resulta relevante la apropiación de los discursos internacionales que asocian la palma de aceite con la degradación de suelos y fuentes de agua, y es muy llamativo el papel que han jugado miembros de la Iglesia católica como intermediarios entre las organizaciones ambientales anticapitalistas y los feligreses de la región de Marqués de Comillas. Vista desde la cotidianeidad de los manifestantes, por otra parte, la expresión de esta incertidumbre es significativa porque pone en evidencia cómo el riesgo ambiental se percibe de forma más efectiva cuando se identifica la proximidad del agente amenazante. Lo paradójico de la situación es la poca atención que los manifestantes han otorgado a otras actividades que han sido más importantes en los procesos de degradación ambiental de la región, como la ganadería. En lo que concierne a los palmicultores, dichas manifestaciones de incertidumbre resultan difíciles de comprender no solo porque el trabajo directo con el cultivo hasta cierto punto ha despejado las dudas sobre sus impactos ambientales, sino porque muchos de ellos han encontrado en la palma «su motor de desarrollo».

Ahora bien, considerando la posición de los palmicultores, en la actualidad es posible describir lo que sí les ha generado incertidumbre. En su caso, como en el de los ganaderos, la sequía sucedida a mediados de 2019 fue una causa importante de incertidumbre porque ocasionó una inquietud generalizada en las zonas donde había mayor número de productores, en una región que se caracteriza por la intensidad de las lluvias, las cuales, por cierto, son altamente favorables para las cosechas de palma de aceite. En aquel año, a esa atmósfera se sumó el malestar generado por los bajos precios de las cosechas: 1 100 pesos/tonelada, cuando en otros momentos la producción alcanzó 2 200 y hasta 2 800 pesos/tonelada. Esta caída del precio condujo a que los productores organizaran un paro y a que surgiera un conflicto con las empresas acaparadoras que duró tres semanas aproximadamente (Cano, 2023). Desde la perspectiva de los productores, la sequía y la pérdida de valor del aceite de palma no estaban relacionadas, de modo que en su discurso no incluyeron argumentos ambientales. No obstante, independientemente de que se pueda demostrar o no la relación entre ambos fenómenos globales, la movilización de los palmicultores revela sus dificultades para vincular la incidencia del cultivo de palma y de otras actividades productivas que han transformado los entornos, con la variabilidad de los regímenes pluviométricos de Marqués de Comillas y de gran parte de la franja centroamericana que está expuesta al fenómeno de El Niño.

A pesar de que las incertidumbres expresadas en los últimos años están fuertemente permeadas por aspectos ambientales, resulta llamativa la ausencia de interlocución entre los productores y los agentes ambientales. Por supuesto, no se puede obviar que parte de esta falta de interlocución está relacionada con la transición que experimentó el campo ambiental mexicano durante los sexenios de la llamada transición democrática, y aún más con el ascenso de la Cuarta Transformación al poder gubernamental federal. Sin embargo, dicha ausencia también apunta de forma directa a la dificultad de los agentes ambientales, tanto anteriormente como en la actualidad, para entender la brecha que los separa de los actores rurales, pues les resulta difícil comprender sus necesidades, aspiraciones y estrategias para afrontar sus sueños agrarios en estas otrora tierras de selva, pero también sus maneras de experimentar incertidumbres ambientales, mientras que constatan que las situaciones de sobrevivencia persisten a pesar de sus esfuerzos.

Consideraciones finales

De acuerdo con lo planteado en las discusiones contemporáneas, en los estudios agrarios es fundamental seguir analizando las complejidades de las ruralidades. Si bien las investigaciones ambientales de fines del siglo XX han incidido en las recientes maneras de estudiar y gobernar estas complejidades, no puede desconocerse que en la transición de los siglos XX al XXI los cambios agrarios se han seguido presentando, lo cual se ha debido a reconfiguraciones económicas de gran envergadura, a la limitada absorción laboral de poblaciones rurales en los contextos urbanos y a la persistencia de la pobreza a pesar de numerosas intervenciones de desarrollo (económico, sostenible). En este sentido, con la mirada de gran angular sobre la región de Marqués de Comillas que he presentado, en tanto que zona de amortiguamiento de la Rebima, he buscado dar cuenta de los cambios que se produjeron, para posteriormente plantear que, a pesar de las intervenciones de política pública ambiental, la brecha histórica entre los diferenciados modos de vida de las poblaciones y las proyecciones ambientalistas institucionales idealizadas se ha seguido ampliando.

Esto supone reconocer que las aspiraciones locales de crecimiento económico han respondido a la necesidad y a la disposición de entablar desiguales relaciones capitalistas, y que gran parte de las políticas de atención a las ruralidades marginadas han contribuido a este proceso, mientras las intervenciones ambientales, aunque relevantes, no han logrado asumir el flujo de cambios agrarios que han experimentado tanto la población con derechos agrarios, como las nuevas generaciones de actores rurales (con o sin acceso a tierras). Esto, indudablemente, también está relacionado con la desconfiguración e incipiente reconfiguración de los términos de incorporación de la cuestión ambiental en las políticas de Estado. Es decir que, si intervenciones como el programa de PSA presentaron límites en cuanto a promover mejores condiciones de vida para mayores cantidades de población rural, el programa Sembrando Vida, correspondiente a la llamada Cuarta Transformación, tampoco ha atendido de manera concreta las condiciones de cambio agrario en las que están inmersas las poblaciones rurales.

Considerando estos aspectos del contexto regional y del momento actual del campo ambiental en el país, desde una perspectiva de ecología política que invita a entender los entramados de poder que conducen a incrementar la degradación de los entornos, en el artículo revisé de manera general recientes incertidumbres expresadas desde distintos sectores de las poblaciones locales. Al respecto, es importante resaltar que dichas incertidumbres están lejos de ser consideradas en las agendas ambientales, pese a que resulta urgente reconocerlas.

Agradecimientos

Agradezco a El Colegio de la Frontera Sur y al proyecto Forests 2020 por la cartografía sobre la distribución de bosques y plantaciones en Marqués de Comillas de 2019, y a los dictaminadores anónimos por su detenida lectura y sus recomendaciones para mejorar este trabajo.

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1En México, y en el estado de Chiapas, la Reserva de la Biósfera Montes Azules es una de las más importantes no solo por la particularidad de sus ecosistemas de selva alta perennifolia, sino porque marca la pauta de un modelo de conservación de superficies de gran extensión (contadas en cientos de miles de hectáreas), en las que se procura el involucramiento de poblaciones asentadas en su interior. Si bien este modelo ha sido valorado de forma positiva internacionalmente, también en numerosas investigaciones se han cuestionado los límites no tanto de sus objetivos de conservación, sino los de bienestar de las poblaciones locales. Desde tal perspectiva crítica, en este artículo se tratan estas cuestiones sobre una de las zonas de amortiguamiento de esta reserva.

2Considero agentes ambientales a aquellos actores que hacen parte de un campo social específico, en el sentido que Bourdieu da al término, que ha tomado cuerpo en México a través de las interacciones relativas a problemáticas vinculadas con el ambiente producto de la interacción entre sociedades y entornos biofísicos. Debido a que el propósito de este artículo es ofrecer un enfoque de gran angular sobre la región, los detalles históricos y contextuales de los agentes ambientales que han hecho presencia en Marqués de Comillas son limitados. No se pretende homogenizar a los agentes ambientales, pero sí señalar los puntos que comparten acerca de sus expectativas sobre las poblaciones en este territorio.

3En México, el régimen de propiedad ejidal constituye uno de los baluartes del Estado posrevolucionario. Si bien desde la Revolución las propiedades ejidales presentaban muchas variaciones en la práctica, en su mayoría compartían una organización colectiva en la que se distinguían: el comisariado ejidal (compuesto por un presidente, un tesorero y un secretario) y la asamblea ejidal (compuesta por los sujetos de derecho agrario, conocidos como ejidatarios). A partir de 1992 dicho régimen de propiedad se modificó jurídicamente, y desde entonces se dio la posibilidad a las asambleas ejidales de disolver el régimen de usufructo colectivo de la tierra, pero también la posibilidad de seguir siendo un órgano de organización colectiva. Marqués de Comillas es una región ejemplo de la acogida extendida de la certificación de derechos agrarios individuales y de la gran influencia que aún conservan las asambleas ejidales sobre la gestión de territorios y recursos locales.

4Es importante precisar que en este panorama no se menciona la influencia que ha tenido en algunas poblaciones las economías ilegales, con las cuales suele asociarse la región en ciertas esferas de discusión pública. A diferencia de otras regiones del país que destacan por la influencia del narcotráfico y otras economías ilegales, hasta la actualidad no se cuenta con investigaciones dedicadas exclusivamente a este tema en Marqués de Comillas. Mi trayectoria investigativa, por otra parte, me ha permitido constatar que este aspecto no necesariamente marca la cotidianeidad de la mayoría de los hogares de la región. Si bien el contexto chiapaneco actual deja claras las confrontaciones de grupos armados asociados a economías ilegales, la escasa expresión de estas en Marqués de Comillas no apunta a la ausencia de este tipo de grupos, sino a un estado distinto de la distribución de estas fuerzas en el territorio. En tal sentido, se requieren más investigaciones al respecto.

5En México, el Procampo fue uno de los primeros programas diseñados para amortiguar los efectos de la neoliberalización económica del país. Estuvo dirigido a ejidatarios de sectores rurales en situación de pobreza, pero también benefició a productores de sectores de clase rural media.

6De acuerdo con lo mencionado en la nota 3, el Procede fue el programa a través del cual se buscó, de común acuerdo con las asambleas ejidales, la disolución del régimen de usufructo colectivo de la tierra y la emisión de títulos individuales. Si bien los impactos de este cambio agrario fueron diversos, es importante precisar que también fueron parte de las acciones neoliberalizadoras que guiaron las relaciones de los gobiernos federales con los organismos económicos internacionales.

7En línea con la tendencia de Programas de Transferencias Condicionadas, propios de las políticas neoliberales de atención a las ruralidades del país, el Progan fue un esquema de intervención en el sector productivo del aparato de Estado mexicano que buscaba incentivar la ganaderización en sectores rurales en situación de pobreza, pero también en sectores rurales medios.

8Dentro del paradigma de los servicios ambientales incluyo varias intervenciones gubernamentales que confluyeron y se desplegaron en la región desde 2005 hasta la actualidad, como la primera etapa de Pagos por Servicios Ambientales (2005-2010), pero también el llamado Programa Especial de la Selva Lacandona (PESL), incluido en las Acciones Tempranas REDD+ de la Conafor, las cuales se extendieron hasta 2015. No se contemplan otras acciones, como los programas de la Conanp o el llamado Corredor Biológico, por su menor presencia e impacto en la mayoría de los ejidos de la región. Cabe añadir que el PSA corresponde a la intervención de Transferencias Condicionadas del sector ambiental del aparato de Estado mexicano. Aunque guarda especificidades con respecto a otros programas de transferencias, sí pone en práctica los principios de condicionamientos a las ayudas gubernamentales.

9Es importante precisar que la primera compensación otorgada a ejidos de la región correspondió al concepto de captura de carbono y fue posible por los esfuerzos de distintos actores que operaban desde la escala internacional, a la escala global (Cano, 2018). En el contexto del programa federal PSA los conceptos de pago correspondieron a Conservación de la Biodiversidad y Servicios Hidrológicos.

10Sembrando Vida es el primer programa de atención a las ruralidades en situaciones de pobreza que afirma romper con los principios neoliberales de varios de los programas anteriormente mencionados. Sin embargo, ha mantenido la lógica de las Transferencias Condicionadas e intenta incrementar la participación y organización colectiva, aunque con efectos que aún están por analizarse..

Cómo citar este artículo: Cano Castellanos, Ingreet Juliet. (2024). Cambio agrario y cuestión ambiental en el sureste de la selva Lacandona: Marqués de Comillas en la transición entre los siglos XX y XXI. Revista Pueblos y fronteras digital, 19, pp. 1-30, doi: https://doi.org/10.22201/cimsur.18704115e.2024.v19.713

Recibido: 19 de Febrero de 2024; Aprobado: 06 de Mayo de 2024

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