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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.65 Michoacán ene./jun. 2017

 

Reseñas

Altez, Rogelio, y Manuel Chust (Editores), Las revoluciones en el largo siglo XIX latinoamericano, Madrid, Iberoamericana-Vervuert, 2015, 264 pp.

Claudia Martínez Aguilar* 

* Programa de Licenciatura en Historia. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Altez, Rogelio; Chust, Manuel. Las revoluciones en el largo siglo XIX latinoamericano. Madrid: Iberoamericana, Vervuert, 2015. 264p.


Las interpretaciones de los hechos sociales se conciben siempre en circunstancias históricas que los esperan, los envuelven o los observan. Por ello, Rogelio Altez, adscrito a la Universidad Central de Venezuela y Manuel Chust, de la Universidad Jaume i, compiladores de Las revoluciones en el largo siglo XIX latinoamericano, introducen a su apartado Nuestro largo siglo XIX definiendo que “periodizar no es otra cosa que enmarcar el tiempo en problemas”. (p. 10) Comprender la historia, es entender que ésta no es sino un producto social e histórico; en el caso de las revoluciones, los autores detallan cómo el “largo siglo XIX” (1789-1914), definido así por Hobsbawm, desacreditó —al principio— las Revoluciones de Independencia en América Latina dentro de la Historia Universal.

Para los compiladores, las ideas liberales en América Latina, en contraste con las restauraciones monárquicas europeas, el consolidado modelo económico capitalista y la Revolución Industrial fueron algunas de las transformaciones sociales que asomaron proyectos políticos, evidenciando los problemas y atenuando intereses. De este modo, las independencias revolucionaron mucho más que el Antiguo Régimen e iniciaron con la identificación de las fallas del viejo modelo dando espacio a una transformación en la sociedad que concebía a la emancipación como el génesis de la nación.

Manuel Chust, autor del capítulo Sobre las revoluciones en América Latina… Si las hubo, detalla las diferentes concepciones del término revolución en tiempos y espacios distintos, mostrando cómo las historiografías anglosajona y francesa han sido las que mayor peso han tenido al difundir y defender sus concepciones occidentales como modelos. Hacia 1917, Rusia fue el ejemplo. La Guerra Fría tuvo como arma la Historia. Estados Unidos de América y Europa Occidental se americanizaron tras el triunfo de aquel país en la Segunda Guerra Mundial y la polarización de los bloques vio nacer términos como occidental y atlántico que fueron claves en la confrontación cultural de la beligerancia en la que se discutía “la historicidad de la revolución y de las revoluciones” (p. 26) que hasta el segundo gran conflicto “eran patrimonio del occidente” (p. 27), esto cambió cuando la Revolución china de 1949 y la Revolución cubana de 1959 irrumpieron en el escenario.

La revolución y el anticolonialismo durante la Guerra Fría se expresaron en América Latina en una riña cultural. Es claro que las visiones y acepciones del término clave en la presente obra se modificaron de la mano de los momentos históricos. Para algunos intelectuales, las revoluciones latinoamericanas habían resultado un fracaso, simples revueltas o inexistentes, a partir de la concepción positiva (francesa de 1779 y estadounidense de 1776) o negativa (rusa de 1917 o jacobina de 1793); de este modo, la exclusividad continuó dentro de las “revoluciones atlánticas”.

Independencia-revolución: una sinonimia de largo efecto ideológico en América Latina, del citado Altez, inicia con una exposición de los conceptos de revolución, “semántica, descriptiva e ideológica”. (p. 43) A pesar de las connotaciones, el autor aprecia que se “está lejos de construir una categoría analítica y de decodificar realidades, pues encierra múltiples realidades”. (pp. 44-45) En el caso de las independencias de América Latina, el sinonismo proviene de los relatos nacionales y del imaginario social que las ideologías dominantes han mostrado como parte de sus postulados oficialistas.

Para desentrañar el concepto de revolución, el autor señala para el caso latinoamericano, como un “meta-concepto soportado de […] autoridad descriptiva, dotado de una irreductible eficacia ideológica que es propia del discurso nacionalista”. (p. 45) En la historiografía tradicional es vista como un fenómeno, resultado de causas externas y aisladas. En este caso, la revolución no trae consigo nuevas realidades e interpretaciones y se aleja del proceso al que está hilado y de su función, que denota las modificaciones. Sin olvidar los cuestionamientos comunes respecto a cuáles revoluciones son verdaderas, de acuerdo con Javier Fernández Sebastián, la nueva propuesta es entender “qué es una revolución”.

Ivana Frasquet, de la Universidad de Valencia, contribuyó en este libro con Estados y revoluciones en Iberoamérica. A propósito de las Independencias de la década de 1820, en cuyas líneas explica la función de la independencia en los mitos fundacionales. El periodo en cuestión se caracterizó por el cambio en las estructuras jurídicas, políticas, sociales y económicas. La construcción de los estados nacionales republicanos es parte de la revolución de Independencia, proceso largo con continuidades y rupturas, con nuevos lenguajes y escenarios. La educación dio paso a la asimilación de la nueva situación que fue acompañada por la separación de poderes, la constitución, la soberanía nacional y la libertad de imprenta.

La participación política dotó de sentido nacional, que justificaba acciones y dotaba de derechos. La privatización de la tierra, la secularización del Estado y de la iglesia y la búsqueda del mercado internacional, fueron parte de las acciones liberales que intentaron ser minimizadas por la reacción de los antiliberales.

Por su parte, Raúl O. Fradkin, de la Universidad Nacional de Luján, propuso Paradigmas en discusión. Independencia y revolución en Hispanoamérica y en El Río de la Plata, en cuyas líneas iniciales evoca las concepciones y tipos de revolución que han sido aceptados en diferentes momentos históricos, concluyendo en la existencia de una falta de consenso. El caso Latinoamericano fue tratado por diferentes generaciones de intelectuales, quienes buscaron que lo acontecido en nuestro continente, tuviera cabida en los modelos promovidos. Por muchos años, independencia y revolución estuvieron unidos y fueron empleados para dotar de sentido a los mitos nacionales, hasta que se postuló la crisis monárquica como el inicio de la revolución política y cultural que llevó a la modernidad. La emancipación encaminó, por su parte, a la descolonización según Fradkin, quien apuesta también por el carácter a pequeña escala y a nivel local de las insurgencias hispanoamericanas.

El Río de la Plata fue el escenario de la formación de guerrillas rurales como autodefensas y autogobiernos, de acuerdo con Démera. Los indígenas intervenían formando alianzas con los grupos en riña, expresando así una politización de las relaciones étnicas. El autor señala la peculiaridad de Buenos Aires que “ofrece […] una experiencia útil para examinar cómo se combinaron independencia, revolución política y activa movilización popular”. (p. 99) El capítulo se cierra valorando los cambios sociales en todas sus presentaciones, y argumentando que “la crisis de independencia puede pensarse como una crisis orgánica que se convirtió en una crisis hegemónica”. (p.102) Fradkin apunta que la diversidad del proceso revolucionario exige la consideración de todas sus partes y momentos para una mejor interpretación.

Inés Quintero, quien forma parte de la Universidad Central de Venezuela y actualmente directora de la Academia Nacional de la Historia, y Ángel Rafael Almarza V. del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, aportaron Una segunda oportunidad. Representación y revolución en la República de Colombia: 1819-1830. Su propuesta es estudiar la historia de la República de Colombia de manera que sus partes sean analizadas dentro del todo que dio forma a dicha nación, sustentada en un gobierno republicano, representativo y popular.

La adhesión de la Nueva Granada al proyecto iniciado por Venezuela, fue resultado de la emancipación de su territorio a cargo del Ejército Libertador. El Congreso Nacional de Colombia sancionó la Carta Fundamental y los reglamentos que darían forma a la nueva república presidida por Simón Bolívar, misma que había sido vislumbrada años atrás por el antes mencionado. La posibilidad se vio latente conforme el Libertador fue tomando el control de diferentes espacios y llevando el mensaje de unidad y de representación política como garante del gobierno colombiano.

La creación del planeado nuevo Estado “forma parte de una decisión política cuyo objetivo fundamental era garantizar el triunfo de la independencia; uno de los propósitos […] fue que la unión […] permitiese sumar recursos humanos, materiales y económicos para el sancionamiento y extensión de la guerra hacia el Sur”. (p. 120) La representación política legitimó los poderes públicos; se debatía la mecánica y las bases que la fundamentarían; la elección indirecta ordenaría, controlaría y disciplinaría a la sociedad abatida por la guerra. La revolución se institucionalizó en la llamada tradicionalmente por la historiografía Gran Colombia, república centralista, dando vida a una nueva cultura política que se albergó en las provincias de Cundinamarca, Venezuela y Quito, sin olvidar el caso de Panamá.

Por otro lado, Juan Luis Ossa Santa Cruz escribió Independencia y Revolución. Algunas (pocas) reflexiones sobre la historia política de Chile entre 1808 y 1826, preguntándose “si las revoluciones deben alcanzar necesariamente algún grado de radicalidad específica para ser caracterizadas como tales”. (p. 134) Tras sus cuestionamientos, comenta que revolución e independencia no pueden ser conceptos de significado igual. Aprecia la realidad y las múltiples formas en las que se presenta lo real, ve en las revoluciones objetivos e intereses distintos, asegurando que no buscaban la independencia, sino modificar los medios de los que se valía la Corona para gobernar. Los intermediarios eran rechazados.

Adentrado en el espacio chileno, explica los cambios en el poder, apreciables en las acciones políticas de comerciantes y hacendados santiaguinos, miembros de la Junta Gubernativa, quienes excluyeron al virrey —y lo que su figura simbolizaba— de los procesos electorales: hecho insólito. La crisis de la monarquía se relejó en Chile en el faccionalismo que acompañó a las luchas, en la militarización masiva y en la activa participación de los sectores populares, que resintieron un cambio en su forma de vida.

La centralización del poder por parte de la Corona, dotó de autoridad a los autonomistas que se habían manifestado contra los símbolos despóticos. “Así pues, lo ‘revolucionario’ de la revolución chilena está en el cambio de régimen que supuso pasar de un sistema supuestamente absolutista a un gobierno juntista”. (p. 147)

Uma revolução interditada: esboço de uma genealogia da ideia de “não independência” do Brasil, por João Paulo Pimenta y Mariana Ferraz Paulino, ambos de la Universidad de São Paulo, fortalece la propuesta de la existencia de una variedad de presentaciones en las revoluciones de independencia cuestionando la negativa que muchos autores defendieron. Al rastrear el hilo histórico de estas prohibiciones, resaltan Pimenta y Ferraz, se facilita la comprensión de la lógica que ha enlazado a la continuidad sobrepuesta a la ruptura que trajo consigo la transferencia de la Corte Portuguesa a Brasil y la subsecuente abdicación de D. Pedro.

La innegable nueva realidad que trajeron consigo las modificaciones políticas exige que se replanteen los obsoletos argumentos defendidos y difundidos por las historias oficiales. La autenticidad que envuelve el caso de Brasil respalda mediante su experiencia un sinfín de elementos revolucionarios que cuestionan la larga negación de independencia en dicha nación. Así pues, su historia, más que subestimar los hechos, debe resaltar y demostrar esta nueva propuesta que revalora la dinámica de aquella coyuntura histórica.

Antonio Santamaría García, investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales y Silfrido Vázquez Cienfuegos, adscrito al Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad Carolina, son los autores de Cuba a principios del siglo XIX y su proyecto no revolucionario. La especificidad de este caso radica en su decisión de no adentrarse en el proyecto de revolución independentista latinoamericano: la oligarquía cubana optó por mantener su relación colonial elaborando un proyecto propio de una economía competitiva que equilibró los poderes.

La élite criolla y los agentes gaditanos se encargaron de los asuntos económicos evitando los monopolios. Lo anterior se desarrolló con mayor facilidad porque la Iglesia no ejecutó las mismas funciones que en resto de Hispanoamérica. En este espacio las decisiones eran tomadas por el Consulado. Los autores señalan que la tecnología dio ventaja a la élite criolla abriendo paso a su participación en el poder, en gran medida, por las legislaciones que los respaldaban y que favorecían a la agricultura y a la ganadería.

A pesar de que la Iglesia estaba lejos del ámbito financiero, no lo estaba de la educación, turbando las investigaciones que pretendían encontrar las óptimas técnicas y métodos para mejorar la producción. Los proyectos dieron paso a la movilización demográfica hacia las zonas más activas. Así pues, el artículo concluye externando que “la importancia de las redes de poder es clave en este sentido, pues la conexión más importante y que consagró su hegemonía en Cuba, fue la autorización casi permanente de […] facto del comercio con extranjeros”. (p. 186) En este sentido, los conflictos externos fortalecieron las duraderas redes comerciales que alejaban de las ideas emancipadoras.

La Reforma en México: modos en el ejercicio del poder y transformaciones legislativas. Cuatro calas historiográficas, a cargo de Silvestre Villegas Revueltas del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, es un análisis de cuatro obras, la primera Memorias sobre la revolución de diciembre de 1857 a enero de 1858, un texto que expresa la negativa de su autor al radicalismo en las reformas liberales y propone una evolución paulatina en las modificaciones a la sociedad y sus instituciones, pues acabar con ellas abruptamente traería consigo caos. Manuel Payno, a quien se debe la obra, afirmaba que México había vivido tres calamidades: la conquista, la independencia y las reformas. En relativa sintonía con Manuel Payno, Andrés Molina Enríquez analizó la desintegración, transición e integración vivida en México, como base de la construcción de una nacionalidad mestiza promovida por Juárez.

Daniel Cosío Villegas, escribió La constitución de 1857 y sus críticas para mostrar la necesidad de dicha ley suprema en un país que debía ser organizado de acuerdo con las políticas juaristas. Hamett externó su preocupación respecto a la “táctica (de Juárez) por implementar un ‘presidencialismo’ dentro de una constitución”, (p. 212) considerando la reelección como una maniobra política que respaldara lo novedoso de sus propuestas, disimulando el centralismo administrativo que buscaba.

Otra sección del libro, llamada La larga marcha: de la revolución a la posrevolución en México, de Ariel Rodríguez Kuri quien forma parte del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México sugiere que “entre 1913 y 1917 presenciamos […] el acto fundacional de una nueva sociedad política”, (p. 220) pues, mediante la guerra se construyó una realidad distinta a partir de la militarización de la vida cotidiana. La historiografía reúne, por un lado, la experiencia del conflicto armado y por otro, la economía y la población. El autor cita a Smith quien supone una debilidad como constante estructural a lo largo del siglo: la situación fiscal del Estado Mexicano.

El cacicazgo fue el elemento político receptor de demandas locales y regionales a raíz de conflictos entre las élites y también entre grupos. La inserción del país a las políticas y al orden geopolítico internacional tras la Segunda Guerra Mundial dio paso a la creación de los planes de defensa nacional, dentro del margen de la Guerra Fría. Sin embargo, éstos fueron creados y empleados para resolver las dificultades internas, principalmente en las zonas rurales que atentaban contra el orden. En este contexto, la Revolución rusa no era el modelo más aceptado en México, por ello Rodríguez Kuri proyecta el anticomunismo del oficialismo en la negativa a las manifestaciones sociales.

Tal cual, en esa trama “manipuladora” un nuevo imaginario fue promovido hacia 1910. Las conmemoraciones denotaron una nueva preocupación e intereses del Estado. Los escenarios de 1910 y la reconstrucción de la Historia, capítulo de Tomás Pérez Vejo de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, muestra el objetivo de los grupos dominantes al reproducir memorias y evocar hechos históricos. Respecto a los centenarios, aprecia la función que se les fue encomendada: atestiguar el fin de una era y el comienzo de otra como “parte del complejo proceso de legitimación política que permitió afirmar justo lo contrario de lo ocurrido: la preexistencia de naciones como causa y origen de las guerras de independencia […]”. (p. 239) Claro está, por lo dicho en las primeras cuartillas, que 1810 no es el inicio de la revolución emancipadora; así pues, el objetivo de afirmar aquel error expresa lo ocurrido e “inventado” años después.

La modernidad y el progreso, fueron preocupaciones acompañadas por la necesidad de dotar de identidad y de origen a las naciones y a sus habitantes, considerando las complejidades biológicas y culturales del caso. El centenario significaría la “reconciliación” con la raíz hispana, aunque con ello se subestimara la herencia indígena.

La creencia de la superioridad europea y la renuencia a olvidarla promovió la “raza mestiza” como nacional. La cultura material producida en el centenario tenía explícitos tintes europeos en las expresiones fenotípicas mostradas. “[…] los monumentos a la independencia, sirvieron […] para ijar una memoria nacional unívoca sobre el significado de las guerras […] y un panteón de héroes nacionales”. (p. 251)

A través de la esclarecedora narrativa y elocuencia de las experiencias y evidencias presentadas por los especialistas, Las revoluciones en el largo siglo XIX latinoamericano, persuade a un crítico pero acertado recorrido que revalora los más recónditos rincones históricos, dando a América Latina el protagonismo que los desgastados paradigmas negaron.

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