Introducción
En las páginas que siguen desarrollo un estudio del autosacrificio como matriz simbólica de trato con el cuerpo que se hace comprensible desde la estructura de la vida subjetiva, en su doble determinación subjetivo/objetiva; conciencial/corporal. El autosacrificio explica esta condición en dos momentos separados: el sacrificio mítico explica la duplicidad existencial de lo humano en relación con la génesis material de la corporalidad, como parte o momento del todo de la unidad de la naturaleza; mientras, el autosacrificio humano explica esta misma duplicidad existencial a través de la génesis de la voluntad individual puesta en la asunción de lo social como norma sobre el cuerpo. El autosacrificio es el mito del cuerpo, el relato del devenir social, personal, del yo encarnado y de la encarnación de la voluntad y el devenir socializado del individuo como sujeto personal. La personalidad es encarnación, habituación experiencial y sedimentación de sentido en la carne; la personalidad implica la apropiación de la carne, la constitución del propio cuerpo como objeto en el mundo y, por tanto, ser con otros y para otros. La estilística del yo bordada sobre la carne es obra propia y en su propiedad comunitaria: esto es lo que narra o explica el mito autosacrificial, el proceso histórico de apropiación o devenir del cuerpo como haber, su constitución como objeto espiritual.
La apropiación del cuerpo es siempre apropiación intersubjetiva, y el autosacrificio humano expone la raíz de esta condición. La voluntad personal es la del individuo en el seno de la sociedad, esto es lo que asienta el autosacrificio humano como acto de una voluntad autodeterminada no a su propia anihilación sino a un reinicio. El autosacrificio humano, como metáfora1 del sacrificio de los dioses, no es destructor, sino su creador; ésta es su condición esencial, se funda en la valoración vivida de la propia corporalidad, en el cuerpo constituido como ofrenda y tiene siempre el objetivo del renacimiento y la renovación. El autosacrificio humano no es anihilante, sino en sí mismo valioso: exhibe el valor del individuo y de la socialidad que concreta en su carne su valor personal. Desarrollo esta tesis en tres partes: primero, expongo la estructura de la subjetividad que hace posible el autosacrificio, desde la base intersubjetiva del valor corporal; segundo, distingo el autosacrificio por el tipo de valoración que envuelve la materialidad y vitalidad corporal, y, finalmente, en el tercer apartado, describo la sacralización como constitución intersubjetiva de la voluntad puesta, en el sacrificio, al servicio del “valor absoluto del cuerpo”2 en cuanto órgano (espiritual) interpersonalmente constituido.
El alcance más amplio de estas páginas apunta sólo a mostrar la potencia de la fenomenología trascendental de la corporalidad, concretamente la teoría husserliana de la constitución, como instrumento antropológico, y herramienta para pensar y problematizar dimensiones de la existencia de otro modo científicamente inasequibles.
Autonomía sacrificial
El autosacrificio es el acto de un yo plenamente autoconsciente, o que alcanza, incluso, tal plenitud como la meta de su propia inmolación: su muerte tiene una meta y no es el final, sino un origen, en un sentido paralelo, más que metafórico, respecto del autosacrificio de los dioses. Me remitiré en esta primera parte a la estructura que hace pensable el acto autosacrificial como acto de un yo despierto y autoconsciente, mientras, en un segundo momento, trataré de vincular este sacrificio, concretamente humano, con el mito del sacrificio divino a través de la unidad de lo que uno y otro originan. Exploro el autosacrificio humano a través de los modelos de Sócrates y Cristo, comparando sus valores con los que instaura el sacrificio divino. El autosacrificio humano es la metáfora de la concreción de la persona como sujeto social, como autoconciencia colectiva o intersubjetivamente constituida, experienciada en sí misma desde el otro y los otros, y esta condición exhiben los casos socrático y crístico, cuyo análisis dejo para la tercera parte de este ensayo. El autosacrificio de los dioses expone, por su parte, una génesis del mundo humano centrada en la individuación anímico-material del cuerpo. El autosacrificio de los dioses narra, porque es un mito, el origen, la génesis del cuerpo humano: instaura los símbolos y valores que el autosacrificio humano moviliza. En ambos casos, la autarquía de los dioses y la de los hombres aparecen en el origen de lo social. Por el mito, el sacrificio no niega la voluntad individual (el yo, la persona), sino que la pone en el origen de lo social. El mito autosacrificial narra el devenir del yo como persona, sujeto histórico y comunitario, en un mundo con otros, co-constituido en otros, con otros, por otros, voluntad encarnada y situada. Es pues la autonomía personal lo que se propone aquí como condición del acto autosacrificial, del sacrificio humano y, por ello, la primera determinación egoica a clarificar.
La persona es yo-encarnado-espiritual, es el sujeto humano autoconsciente, y la autoconciencia es un saber de sí en un sentido que puede ser tan básico como omnipresente, o bien hacerse manifiesto en la autorreflexión: “El sujeto personal desarrollado es sujeto consciente de sí mismo: el sí mismo como objeto es un producto constitutivo, una unidad aperceptiva”,3 pero es en la objetivación en cuanto tal, en donde se concreta4 la persona humana, en el saber-se en el que se forma y autoconstituye históricamente el yo: “en el comienzo de su desarrollo, el sujeto no es objeto para sí mismo”,5 su saber de sí, siempre incompleto, tiene un comienzo, una tendencia, y nuevos contenidos continuamente.
Por su condición autoconsciente en la autorreflexión la vida subjetiva del animal humano está originariamente escindida entre la materialidad carnal del cuerpo, y la voluntad inmaterial que le gobierna en el saber de sí: “¿Qué significa esta escisión y esta identificación propia del yo en la reflexión, del yo objetual y simultáneamente anónimo? ¿Es ésta la sola y única posibilidad de ser consciente de sí? Pero aun escindiéndose, este yo permanece siempre el mismo”.6 Esta mismidad es numérica o formal pero heterogénea en términos experienciales, el yo es el mismo para sí en medio de sus continuas transformaciones y cambios vitales, pero deviene otro de sí en el acto mismo de autocaptación. El sí mismo es el sujeto concreto del acto autorreflexivo, mientras el yo reflejo u objetivado es, según Husserl, un “sí mismo presunto, el verdadero sí mismo es la persona misma”.7 La autoconciencia polariza la unidad en la escisión autorreflexiva: esto es, la vida de conciencia se escinde duplicándose en el acto autobjetivante.8 La autorreflexión se funda en una escisión originaria y, al mismo tiempo, la profundiza, entre la egoicidad como voluntad y el propio cuerpo en su materialidad, ésta es una condición racional, según Husserl: “La autonomía de la razón, la ‘libertad’ del sujeto personal consiste, por ende, en que yo no cedo pasivamente a las influencias ajenas, sino que me decido a partir de mí mismo. Y además en que no me dejo ‘jalar’ por inclinaciones e impulsos, sino que soy libremente actuante, y ello a la manera de la razón”.9 ¿Qué es esta mismidad de quien se decide libremente sino el carácter en que se fragua la autodeterminación de la persona? “Todo aquel que ha madurado se aprende a sí mismo, se halla a sí mismo como persona”,10 es decir, se halla a sí mismo entre los otros, para los otros. La persona es individuación socializante e histórica.
La escisión reafirmada o afianzada en el acto autoreflexivo produce un modo o nivel concreto de individuación del sujeto libre, como un modo particular del ‘yo vivo’. La capacidad de autodeterminación está en el núcleo autoconstitutivo de la persona humana y esta capacidad es corporal. En su propia génesis la autoconciencia representa el reconocimiento de la heterogeneidad ontológica entre la materialidad corporal y la voluntad. En la autoconciencia el cuerpo deviene objeto para el sujeto. En el recuerdo, por ejemplo, vuelvo sobre mis acciones y puedo verme haciendo tal o cual cosa, ayer o hace un momento. Recuerdo la vista de la ventana desde la perspectiva en la que me situé antes. La peculiaridad de este tipo de ‘desdoblamiento’ en el recuerdo es la objetivación de sí mismo como un alter, el otro que yo fui y que soy ahora. El primer otro es el sí mismo del pasado, según Husserl, esta estructura primigenia de la alteridad que alberga la identidad es un elemento constituyente de la mismidad encarnada, esa mismidad que se sabe y se reconoce en el dominio de su cuerpo y en la experiencia de otros cuerpos ajenos. Yo soy mi cuerpo y, más que mi cuerpo, soy la voluntad egoica que tiene este cuerpo, y es desde esa posición ‘excedente’, y es esa dimensión ‘extramaterial’ de mí mismo, la que reconozco en el otro. Mi identidad -este yo que no se reduce a la presencia material (extensa) del cuerpo- es lo que del otro se me a-presenta en y por su cuerpo:
¿Cómo puede ser motivada en mi esfera original la apresentación de la esfera original de otro y, con ello, el sentido de “otro”, efectivamente, en cuanto que experiencia, como ya indica la palabra “apresentación” (hacer-consciente como co-presente)? Esto no puede hacerlo cualquier presentificación; es capaz de ello únicamente si está ligada a una presentación, a una autodadidad en sentido propio. Tan sólo en cuanto que exigida por esta presentación puede tener el carácter de apresentación, de manera semejante a como en la experiencia de las cosas la existencia percibida motiva la coexistencia.11
Lo que apercibo en el otro es lo que sé de mí mismo, distinto de la mera materialidad física y extensa de mi cuerpo presente. Esto es, lo apresentado implica ya el reconocimiento de esta duplicidad objetivo-subjetiva que funda la autoconciencia en la escisión reconocida, vista, vivida en la diferencia del ser objeto y sujeto del mundo. El yo autoconsciente como apercepción de sí es medio de la apercepción del otro en su cuerpo, esto es, la autoconciencia como ser para sí, expresa la condición originariamente escindida de la vida subjetiva, anímica, entre su ser más que la materialidad cósica y causalmente puesta en el mundo -su continua apertura experiencial al mundo, motivada racional y afectivamente, etc.- y su cuerpo, sus determinaciones materiales, sus urgencias y necesidades.12
La estructura unitaria de la vida de conciencia y su condición temporal egoicamente polarizada y sedimentariamente contenida, determina la posibilidad de la autorreflexión como un acto objetivante siempre mediado por el cuerpo.13 Según Husserl, la autorreflexión (objetivación) consiste en un movimiento de iteración, desdoblamiento y repetición del yo, que se mira y objetiva a sí mismo en el mundo, pudiendo mirarse a sí mismo mirándose en el mundo, etcétera. A esta capacidad de iteración Husserl la llama, con una emotividad poco frecuente en sus escritos publicados, el “prodigio de la conciencia”:14
Alcanzo yo mi subjetividad plenamente concreta como horizonte, como horizonte, por ende, no de una reflexión trascendental que pueda ejecutarse en un único paso, sino en reflexión iterativa y que cobra certeza, en la experiencia del y-así-sucesivamente y del siempre-de-nuevo, de la posibilidad de la iteración con su forma-esencia, o en forma de un horizonte de reflexión infinita, siempre de nuevo posible hasta el infinito.15
En la autoconciencia el cuerpo deviene objeto para el sujeto. La estructura noética de la autorreflexión, es decir, su carácter de acto es paralelo al del recuerdo o la rememoración como modo de objetivación, y en ambos casos se mantiene la particularidad del cuerpo como elemento del polo noemático del acto. El cuerpo es lo ‘objetivado’ en el acto inapresable de otro modo que en la escisión autorreflexiva que produce tanto al ‘yo reflejo’ como al cuerpo ‘objeto’. La estructura escindida de la subjetividad autoconsciente se realiza en la iteración del yo como momento concretizante de la persona humana.16
La autobjetivación reflexiva implica un desdoblamiento de la unidad, una distensión centrífuga del yo que deviene alter para sí: “El yo constituido en reflexión remite a otro”.17 Si la autoconciencia es saber de sí, ese sí se da siempre como otro y está mediado por otros. La misma estructura es efectiva en las subjetividades de orden superior, son subjetividades autoconscientes y tienen sus propios modos de autorreflexión, de autobjetivación y de saber de sí, etcétera. “El desarrollo de una personalidad está determinado por otra, por la influencia de pensamientos ajenos, de sentimientos ajenos sugeridos, de órdenes ajenas. La influencia determina el desarrollo personal, sepa o no la persona misma más tarde algo sobre ello”.18 La mismidad que sabe de sí es una identidad intersubjetivamente traspasada, la autoconciencia no es identidad cerrada sobre sí. La identidad egoica es porosa, como la piel, es más semejante a una membrana: “Ahí yace una identificación entre el yo que encuentro en la inspección directa (como yo, que tengo enfrente mi cuerpo), y el yo de la representación ajena de mí, el yo que el otro, en actos que yo por mi parte le asigno al otro, puede comprender y poner a una con mi cuerpo como el representativamente externo a él”.19 La autoconciencia es una determinación dada por la estructura temporal de la vida de conciencia, y está ella misma en la raíz de las posibilidades activas del yo; el yo despierto es el que actúa lúcidamente desde sí, desde su libertad decisiva y electiva, pero al mismo tiempo escisiva de su propia unidad espiritual.
El centro crítico de la interpretación fenomenológica estriba aquí en que en el acto autosacrificial la autoconciencia social sacraliza y se apropia la autoconciencia individual, y esto es lo que el mito autosacrificial explica: la escisión como condición de la identidad de la persona en su devenir co-constitutivo, intersubjetivo.
El problema que se cierne sobre el autosacrificio está en relación con la constitución de la vida personal, y es que si el autosacrificio exhibe las condiciones del desarrollo de la autoconciencia de la persona humana como un sí mismo entre otros, para otros, con otros, lo que en verdad representa es la génesis de lo social desde el individuo, porque la autoconciencia colectiva es la suma de las autoconciencias individuales, pero el saber de sí individual es ya siempre una constitución colectiva o interpersonal. La persona lleva en sí su mundo social. El autosacrificio sacraliza la voluntad humana, el cuerpo como órgano de la voluntad personal, sacraliza la libertad individual, pero esta consagración social es posible porque esa libertad es ya originariamente intersubjetiva, el autosacrificio sólo la exhibe y pacta sobre ella.
Autosacrificio: sacralización del cuerpo
El autosacrificio es acto de un yo, de una conciencia egoica posible e históricamente real (ejemplificada más adelante a través de los casos de Sócrates y Cristo), radicaliza la escisión yo-cuerpo, profundiza la diferencia pensada y sentida entre la corporalidad y la temporalidad, entre el cuerpo y el yo; el autosacrificio explota esta diferencia, se anuda en la autoconciencia lúcida, despierta y escindida en lo más íntimo de su condición encarnada. El autosacrificio es el acto de un yo, y en esto se distingue de manera definitiva del sacrificio ritual sin más. El chivo expiatorio es llevado, conducido y sacrificado por otros. La colectividad es la que inmola a la víctima sacrificial. La condición objetivo-subjetiva de la vida de conciencia se polariza en el autosacrificio, mediante una valoración exagerada de la materialidad del cuerpo en su vitalidad extensa, de tal modo que esta valoración -intersubjetivamente constituida- da sentido al acto mismo de autodestrucción. Estas determinaciones nos permiten distinguir el carácter del acto autosacrificial, del suicidio y del martirio.
El autosacrificio no es suicidio ni se corresponde estrictamente con las formas históricas más comunes del martirio. La distinción fundamental entre estos modos de trato destructivo del cuerpo radica, bien en sus orientaciones valorativas, bien en la diferencia misma entre el valor y el disvalor de la vida y del cuerpo propio para el yo. El suicidio deviene de una infravaloración de la existencia humana o de una sobrevaloración de sus determinaciones emocionales negativas, como en ciertos casos o decisiones de la praxis estoica y cínica.20 Las motivaciones del suicidio estoico tienen su raíz en este modo negativo o limitado de la valoración de la vida y del cuerpo en ciertos aspectos,21 tanto, como en la necesaria afirmación de una individualidad libre que consiste esencialmente en su autodeterminación contra la convención, hasta el límite del suicidio:
[…] Cércida de Megalópolis, que en sus versos coliámbicos dice así:
No, ya no está el de antes, el de Sinope,
Aquel paseante de bastón, de veste doblada, vividor a cielo raso
Porque ya partiose, hincando los dientes en el labio,
Y deteniendo el aliento de un mordisco. En verdad fue
Diógenes de la estirpe de Zeus, un celeste perro.22
El espesor simbólico de la apnea expone la naturaleza del suicidio cínico como superación voluntaria del cuerpo, voluntad encarnada pero irreductible al régimen de la necesidad corporal, al grado de sobreponerse a ella en su aniquilación mutua. El suicidio diogénico23 es un acto de rebeldía, una crítica y abierta protesta contra lo social-normativo que se impone sobre el cuerpo, y es por ello mismo individual e individualizante. La libertad pretendida en el suicidio está motivada por la desvaloración de la existencia, y por la convicción de un empeño individual autoconsciente. El hombre deshonrado que se suicida tiene la deshonra como valor negativo o ruinoso de su propia vida. Una vida deshonrada, o sin honor, no vale la pena de ser vivida, ante eso es preferible la muerte por mano propia, que es, por otro lado, una forma de recobrar el honor. La desvaloración de la existencia -o de una existencia en determinadas circunstancias- que impera en el suicidio es la más profunda de sus diferencias con el autosacrificio, pero también con el martirio.24
El martirio tiene una motivación individual semejante a la del suicidio, aunque una meta distinta, pues el que se flagela no persigue la muerte o la aniquilación absoluta de su propia vida. El mártir no quiere morir, sino expiar la culpa mediante el dolor físico que, al igual que el placer sensible, es un sentimiento enteramente individual e individualizante. Es evidente la valoración negativa del cuerpo de quien se martiriza; el significado de la carne como sustancia del pecado y de la culpa se reafirma en el martirio, y su expiación es individual. No obstante, nos permite ver la diferencia entre las muertes autárquicas, entrañada en el significado que el cuerpo, en el valor que su materialidad cobra para el sujeto, o bien en la actitud que el individuo mantiene ‘ante’ su cuerpo en cada caso. Este ‘ante’ supone la diferencia entre el estrato carnal autosintiente del cuerpo, y el cuerpo como tema y objeto del mundo y del yo.25 Tal disociación moviliza todo un aparato simbólico en el que cada elemento -fluido y milímetro de piel- tiene un sentido concreto. El cuerpo martirizado, a diferencia del cuerpo suicida, es un objeto pleno de sentido, simbólicamente cargado hasta la médula, pero sus símbolos son, en su mayoría, negativos: “Dicen que Santa Catalina de Siena, con ánimo más exaltado, se hizo amargos reproches a sí misma por sentir repugnancia a la vista de las heridas que estaba curando […] por esta razón deliberadamente se bebió un recipiente lleno de pus”.26 Santa Catalina de Siena no busca aliviar el dolor de los enfermos con su martirio, sino alcanzar su salvación mediante el castigo de la carne.
El cuerpo sacrificial tiene por sí mismo un valor inalcanzable en el martirio o el suicidio; frente al cuerpo aniquilado en el suicidio y la carne despreciada en el martirio, el cuerpo sacrificial es ofrenda; es cuerpo que vale y lo que vale en él es la vida, es decir, la vida cuyo fondo pasivo el que se martiriza desprecia y el suicida rechaza. La ofrenda debe estar viva, porque sólo lo vivo puede morir y completar con su muerte el ciclo del movimiento universal, la continuidad, el orden de lo esperado entre la composición y la descomposición de lo real, es decir, de lo vital. Al igual que en el martirio, la materialidad corporal en el autosacrificio se constituye como plena de significado, simbólicamente conformada en cada pliegue y fluido, en cada expresión, y cada elemento del cuerpo tiene un valor específico que se ordena en relación con esa estructura simbólico-corporal, pero a diferencia del sentido negativo que se asocia a los símbolos de la carne en el martirio, en el autosacrificio esa misma materialidad es sobrevalorada en su vitalidad, que es el núcleo de su constitución como ofrenda. No se ofrenda basura, no se sacrifica, pues, lo que no vale, lo que no tendría eficacia alguna en la continuidad del orden o la perfección de su idealidad.27 El cuerpo sacrificial es carne valiosa porque es carne viva y representa la vitalidad del universo pleno del sentido que aporta la conciencia mítica, como disposición experiencial precientífica, pero no-ordinaria; natural, pero no cotidiana sino distinta, primaria, bajo la que se constituye el cuerpo sacrificial. El valor del cuerpo sacrificial se objetiva en un ámbito más amplio y profundo que el de la “mera naturaleza” o la pura causalidad. El cuerpo-ofrenda es el que constituye la conciencia mítica.
Podemos decir conciencia mítica, o “actitud mítica”. Para Husserl el concepto de ‘actitud’ refiere una disposición (registro) experiencial. Al ser disposición, la actitud es un modo de actuar habitual. Actitud viene de actum, lo hecho es disposición a hacer consecuente con un valorar determinado y un mirar concreto desde unos intereses concretos. La actitud implica un modo del darse de los objetos que nos aparecen en el mundo, en sus tramas de sentido y sus relaciones: “Predado está el mundo en cuanto mundo cotidiano y en su interior surge para el hombre el interés teórico y las ciencias referidas al mundo, entre ellas, bajo el ideal de las verdades en sí, la ciencia de la naturaleza”.28 La actitud natural u ordinaria es el modo inmediato en el que estamos en el mundo y tenemos los objetos en sus significados heredados y sus relaciones comprendidas y por comprender. En contraste, la actitud naturalista consiste en un vaciamiento de los contenidos espirituales o simbólicos, afectivos, históricos, de los objetos de la naturaleza, de la materia en el sentido más amplio, que queda así limitada a lo meramente causal. Frente a estas dos actitudes podemos distinguir, con Cassirer, una actitud o conciencia mítica, que mantiene en un primer plano de experiencia esos contenidos simbólicos y espiritualmente significativos.
La conciencia mítica es íntimamente cercana a lo que Imanishi llama [conciencia del] “mundo de las cosas vivientes”,29 pero quizá exaltada, exagerada: “Para el pensamiento mítico tampoco hay una separación tajante entre la esfera de la vida y la muerte. Ambas se comportan no como ser y no ser, sino como partes iguales y homogéneas de un mismo ser”.30 Los polos de estas relaciones, en la conciencia mítica, no son opuestos lógicos sino correlatos de una dialéctica vital. En la ciclicidad vital no son estados equivalentes la vida y la muerte, pero sí momentos de una unidad que los trasciende y una continuidad de la que son sólo un momento de reconversión o transmutación de lo uno en lo otro, de lo muerto en lo vivo, y de lo vivo en su opuesto: “Los cuerpos sin vida mantienen la estructura de las cosas vivientes porque una vez estuvieron vivos”.31 En realidad, la physis puede interpretarse como un ámbito de sentido propio de la conciencia mítica,32 pues señala esa continuidad viviente-no-viviente.
El sacrificio sacraliza la carne, la reconoce interpersonalmente como fuente y momento del continuum vital en el que se funda su valor. La constitución del valor del cuerpo-ofrenda se funda directamente en su materialidad como physis: lo valioso del cuerpo es la vitalidad que le hace partícipe del todo de relaciones de su mundo entorno; pero en este punto debemos detenernos y distinguir entre dos niveles comprensivos del autosacrificio como matriz de sentido espiritual o trama simbólica de trato con el propio cuerpo. El primero es el nivel del sacrificio divino; el segundo, el sacrificio humano. Como veremos, entre estos dos planos el autosacrificio es una suerte de anomalía o atipicidad respecto de ambos.
Según el mito el sacrificio de los dioses tiene sentido porque el cuerpo de los dioses es la materia de la naturaleza, la extensión viva de su sangre y su semen que fluye a través del universo de lo vivo: “La leyenda dice que Xipe Tótec se autosacrificó en beneficio de la humanidad, sacándose los ojos y desollándose en vida para alimentar a las personas con su piel […] esta leyenda es una metáfora, pues el desollamiento se refiere a quitarle el totomoxtle -hojas- a la mazorca”.33 El sacrificio divino es una metáfora que sintetiza el conocimiento de los ciclos y del orden de la vida, clasifica el entorno, contiene, mantiene y transmite este saber del tiempo del mundo -como el tiempo originario- y lo cifra en parte en el ritual, concretamente en el ritual sacrificial de manera especialmente sustantiva debido a la fuerza simbólica de la sangre.34 La sangre es el vínculo unificante viviente-no-viviente en el sistema simbólico sacrificial; la sangre es la materia que -según Imanishi- reclama su existencia: “Así, la existencia de lo que llamo nuestra propiedad autónoma o vegetativa, tan extraña como suena es comparable a la existencia de la materia”.35 La sangre es extensión viviente, materialidad viva no meramente mensurable ni meramente causal, algo más que ‘pura materialidad’, su constitución simbólica abraza lo viviente en su amplitud y esencial vinculación con lo no viviente.36 En el sacrificio de los dioses lo que en verdad importa es la materia, la fuerza espiritual de la materialidad corporal. Es la sangre de los dioses la primera materia fértil, la condición predada de lo humano en su propio origen, el principio de su afinidad material con esa primera naturaleza37 presente a la conciencia mítica.
La asociación del semen y la sangre, como sustancias en sí mismas vivas, al polvo de los huesos o las cenizas de los muertos expresa esta continuidad dinámica que la actitud naturalista clausura y la actitud ordinaria vela episódicamente, pero que para la conciencia mítica es tan evidente como inexpresable de otro modo que mediante metáforas y símbolos. Éste es un lenguaje, tanto mítico como ritual, que sintetiza esta compleja intuición de la unidad vital del mundo. La unidad es vinculación efectiva entre los ciclos estacionales38 y la reproducción de los animales, los ciclos lunares, las sequías y las inundaciones, etcétera. En el relato mítico el autosacrificio no sólo funda el mundo humano, sino que lo separa de otros mundos y distingue en él sus partes: el mundo de los vivos, el mundo de los muertos, el de los dioses y el de los mortales, etcétera. El autosacrificio de los dioses ordena la unidad solidaria de lo vivo y lo muerto en el todo vital del universo. ¿Qué es lo que consigue el autosacrificio humano entonces? ¿Qué distingue el sacrificio de los dioses del autosacrificio humano?
El autosacrificio creador
El autosacrificio de los dioses sacraliza el cuerpo en su materialidad como parte y momento del todo de la naturaleza. El autosacrificio humano sacraliza la voluntad en su inmaterialidad como parte y momento del todo social.39 El sacrificio de los dioses explica y ordena la continuidad natural, su cíclica ritmicidad eslabonada a la existencia de los humanos, y exhibe el valor esencial de la materialidad del cuerpo sacrificial, la sangre y la carne en su viviente concreción. El sacrificio de los dioses es creador en la renovación, y el renacimiento desde la decadencia y lo muerto. El autosacrificio humano -que se comprende en su sentido mítico- pretende ser renovador, no de la ‘continuidad’ sino de la legitimidad de un orden de sentido personal. El autosacrificio tiene una meta reformadora, y explícitamente renovadora de lo social, que mantiene agarrado por las venas el fondo de sentido de la materialidad corporal mítica o simbólicamente constituida, es decir, la acción sacrificial está intersubjetivamente cifrada desde su génesis sensible, desde el orden de valoraciones simbólicamente contenidas en su carnalidad y básica vitalidad orgánica. No obstante, como autosacrificio y en cuanto acto, es el sujeto en su individualidad quien asume la meta sacrificial como lo mejor, no sólo para él, sino para su comunidad. El último de los elementos definitorios del acto autosacrificial es el hecho de que, a diferencia del sacrificio, no es la comunidad la ofrendante, ni la víctima es en verdad víctima o chivo expiatorio. Ni Sócrates ni Cristo40 (modelos históricos del autosacrificio originario -creador- del mundo occidental) son en verdad chivos expiatorios,41 pues no son ofrendados por otros, no son llevados a la muerte en el sentido de ser conducidos pasivamente a la muerte, sino que ambos han abrazado antes su destino autónomamente, y es este ‘auto’ del sacrificio legal -ritual, en ambos casos- lo que desestabiliza las posiciones del proceso sacrificial. En el autosacrificio la voluntad del sujeto se identifica absolutamente con la idealidad de una normativa social que da sentido a su individualidad, porque en esa idealidad que la norma representa se funda la hipervaloración simbólica de su cuerpo, su vida y su individualidad. Si el auténtico valor de la carne de los dioses es su correspondencia material con la continuidad vital de la naturaleza, el valor del cuerpo autosacrificial humano estriba en la reafirmación de la norma social y socializante que le da sustento a la carne en su identidad egoica concreta.
Ni Sócrates ni Cristo se suicidan, tampoco se martirizan, de hecho, ninguno se ha propuesto la muerte como un fin primario de sus acciones, pero ambos abrazan su destino ante la posibilidad de optar por la huida. La decisión de permanecer es el primer acto sacrificial. Abrazar su destino significa en ambos casos abrazar la ley como principio básico de la socialidad: abrazar la ley como principio de justicia. Es la pureza de su decisión la que hace de su cuerpo ofrenda, es decir, es la determinación histórica e intersubjetiva de la carne lo que da valor al cuerpo como ofrenda, su condición como órgano social.
Los prisioneros tlaxcaltecas de las guerras floridas [Tlacaxipehualiztli],42 que por centenas o millares eran ofrendados a Huitzilopochtli, no llegaron por su propio pie a la piedra ni se pusieron conformes bajo la navaja de obsidiana del sacerdote -travestido, además, con la piel de otra víctima sacrificial-.43 Es posible replicar que tampoco Sócrates preparó su cicuta, ni Cristo se puso solo en la cruz, pero ambos, teniendo la oportunidad de escapar a su destino lo abrazaron con autónoma convicción, algo que no podemos decir de las víctimas de las guerras, como las guerras floridas ni de ningún chivo expiatorio.
Sócrates no desprecia su cuerpo como lo desprecia el mártir; ni Cristo desprecia la carne, su carne, que pide a los suyos comer, apropiarse, etcétera. Ambos tienen su propia vida y la vida humana por algo bueno y valioso, pero también corrompido, no en ellos sino en su comunidad. Y es justo en este diagnóstico donde la problematicidad del prefijo sacrificial ‘auto’ ordena las diferencias. Aquí la carne autosacrificial representa la caducidad de un orden moral y la mirada de la sociedad que se reconoce en esa descomposición, que deviene activamente autoconsciente en la aplicación de la ley sobre sí misma, representada en uno de sus individuos: la carne autosacrificial representa a la comunidad.
Según Durkheim, toda sociedad cuenta con una imagen ideal de sí misma: “Pues una sociedad no está compuesta por la masa de individuos que la componen, ni por el territorio que esos individuos ocupan […] sino principalmente por la idea que tiene de sí misma”.44 Esta idealidad está vívidamente presente en la experiencia ordinaria a través de pautas morales e higiénicas incuestionadas; en realidad, toda sociedad mantiene una consciencia de sí misma, una autoconciencia social45 como efectivo saber de sí, de su origen, su desarrollo, su carácter identitario, etcétera. Para Husserl las cosas no son en verdad muy distintas, las comunidades son subjetividades de nivel superior, y las concibe desde las relaciones interpersonales como entrelazamiento de voluntades en el dejarse motivar, en la acción vinculante, etcétera. Las subjetividades de orden superior o sujetos de múltiples cabezas (nótese que esto equivale a voluntades) son, en efecto capaces de actos colectivos, manifiestos o expresados en creaciones espirituales: “que surgen desde actos y actividades subjetivas -por lo que se refiere a su ser y realidad en cuanto objetos culturales. Tales objetos se pueden considerar A) como una realidad temporal dada […] B) como una realidad racional”.46 El ritual sacrificial es una realidad racional, es un acto y una obra espiritual, porque implica un código permanente, unas reglas de larga duración conforme a significados por naturaleza incuestionados e incuestionables, que se reactivan en acciones individuales, y el autorreconocimiento de los sujetos en sus funciones dentro de la colectividad que el ritual recrea. Esto es que, pensado como pretende Durkheim, el ritual es un acto de autoconciencia social, donde la comunidad se hace presente para sí, porque cada individuo cobra conciencia de sí en la colectividad: “El sujeto permanente de un aspirar en múltiples modalidades, se convierte en un yo, y con ello en un sujeto personal, gana una autoconciencia personal, en la relación Yo-Tú, en la comunidad de aspiraciones y voluntades que la comunicación hace posible”.47 La relación Yo-Tú es uno de los elementos sacralizados, es decir, censurados, normados, puestos bajo la interdicción colectiva, pero también la relación nosotros (la humanidad) -la naturaleza; nosotros- lo divino. Nada de esto está libre de tensiones ni violencia, pero la condición esencial que, como hemos visto, se asienta en la voluntad, nos exige atender a lo más fundamental que permanece a ras del sujeto.
Hay que aclarar, sin embargo, la relación misma entre la determinación autónoma y absolutamente individual del acto sacrificial de sí y, por otro lado, su contenido absolutamente social, comunitario y socializante; esta aparente oposición es resuelta en el ritual: el autosacrificio humano es el ritual de lo social. El ritual es un ‘acto social’ en el sentido en que podemos comprender fenomenológicamente tales tipos de actos como el enlace de voluntades en la “unidad de una meta de asociación”.48 Positiva o negativamente, los actos sociales se fundan en la voluntad como condición estructural de la socialidad humana. El ritual autosacrificial (el juicio de Sócrates, la sentencia de Poncio Pilatos) exhibe la voluntad individual que da sentido a lo social. Sin sujetos de una voluntad libre la socialidad es imposible; ni siquiera la esclavitud, como un modo inauténtico o artificial de socialidad es concebible sin individuos cuya voluntad quede sometida.49 Las voluntades encarnadas son los sujetos de los actos sociales, pues en tal voluntad se funda la posibilidad de la idea meta común: la asunción concretizante de esta meta es lo que el autosacrificio humano contiene como sentido.
La autonomía es lo que el autosacrificio creador sacraliza, si lo sagrado es lo socialmente interdicto, la sacralización consiste en una exhibición y afirmación colectiva y simbólica de la norma y el fundamento de la prohibición (sea éste un falso fundamento como la violencia o los motivos de una comunidad artificial) puesto directamente sobre la libertad personal, tal como se muestra en los modelos socrático y crístico. En ambos casos el ofrendante da su propia muerte como afirmación renovadora de una ley o principio social fundamental.
El acto de quien envuelto en un traje explosivo se hace estallar en un sitio público no es una violencia final y continente -como se seguiría erróneamente de la tesis de Girard-,50 y está más allá de toda capacidad de control o canalización social como violencia estructural; se trata más bien de una pura fuerza destructora que, desde el centro de la individualidad que la ejecuta, es simplemente suicida. Los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial tampoco buscaban crear o reafirmar un orden; ése no puede ser un objetivo bélico, pues la guerra es generación de caos en el mundo enemigo, y la enemistad es lo que posibilita la venganza que Girard pone en el corazón de la violencia estructural.51 Si nos atenemos a sus determinaciones formales y estructurales, ni el kamikaze ni el hombre-bomba se autosacrifican. La fanatización, por un lado, y la entrega de la voluntad individual a una institución suprapersonal, como es el ejército, por otro, implican una neutralización de la decisión del sujeto sobre sus acciones,52 y ésta es la crucial diferencia del autosacrificio, el mantenimiento (vertical) de una voluntad individual que se ofrenda desde su individualidad, esto es, exhibe la individualidad personal como condición de la socialidad. El kamikaze sigue una instrucción marcial como el hombre-bomba, quizá, una decisión divina; en ambos casos se produce una negación de la voluntad, su neutralización en la unidad corporada, se antepone el corpus de la sociedad a la propia voluntad,53 mientras Sócrates afirma en su voluntad la ley como principio de lo social. La alienación de la voluntad del kamikaze sobre el acto anula la posibilidad del autosacrificio en su sentido creador, aunque opere un principio autosacrificial en el hecho primario de la deposición de la voluntad en otro o un algo superior (el ejército o la fe). Los peones pueden ser la ofrenda sacrificial de la guerra en la primera línea de fuego, pero a condición de ser puestos ahí, en ese sacrificio marcial el peón depone su voluntad al poder de la milicia, suma su autarquía voluntaria y activamente a la institución; en adelante su deber es el activo deber de cumplir esa promesa de entrega de la voluntad de acción. El soldado suicida obedece una instrucción conforme a un principio que le es propio por elección, pero que consiste en deponer esa elección vital en otro.
Finalmente, el modelo socrático y crístico se afirma sobre un marco de valores universales que, a diferencia de cualquier forma de inmolación en un contexto bélico, no tiene una intención de confrontación étnica central, por lo menos, no en el mito,54 sino que exhibe principios humanos más básicos, o ético-universales, lo que a la larga permite su instauración como modelo ético. Por esto no es precisamente un ‘nosotros’ el sujeto ofrendante: el valor subversivo del autosacrificio humano estriba en denunciar la ilegitimidad de un orden social dado, pero la legitimidad contrapuesta rebasa los límites étnicos. Lo más universal que sobre la etnicidad puede haber es la injusticia, que se expresa en el modelo autosacrificial como imposibilidad del individuo en lo social. El sujeto social es la persona (el yo encarnado autoconsciente) que asume la ley sobre sí, que se asume como momento de la sociedad, o nada más allá de su ser social, de su ser con otros, para otros, interactuando con otros conforme a ciertas normas. La tensión entre el individuo y la sociedad se resuelve en la elección (legal), tanto socrática -en su última conversación con Critias- como crística -en el saber de Jesús en la última cena-.55 El sujeto elige asumir el dictum legal (ritual), se autodetermina socialmente en su individualidad: lo que hace posible la socialidad, o reinicia la socialidad en su esencia, el sacrificio de un interés puramente individual que se sacrifica al renunciar a una posible huida. El autosacrificio representa la voluntad, la irrenunciable individualidad como voluntad encarnada; el acto autosacrificial exhibe la correspondencia de la voluntad con el orden social, como el sacrificio de los dioses exhibe la participación del cuerpo en la unidad y el todo de la vida. El autosacrificio es la metáfora de un originario para-otros y en otros, esto es, su ser social, político, histórico, bélico y amoroso. El sacrificio de los dioses hace comprensible la materialidad de la condición humana, la explica en su vitalidad y su amplia dynamis orgánica. El autosacrificio humano es una matriz de sentido, un marco de comprensión de esa duplicidad que enfatiza, sobre la explicación de la materialidad física del cuerpo (en su doble estatuto), la voluntad egoica en su génesis inmaterial desde los vínculos intersubjetivos y el estar en el mundo con otros.
La sacralidad auténtica del autosacrificio radica en su poder creador o reordenador, un poder en el que la vida renace, no individual sino intersubjetivamente, primero, por el poder y la fuerza de la naturaleza; segundo, por el dictum de la ley como expresión de una voluntad colectiva, una interdicción por todos reconocida, en cada uno encarnada. La capacidad de autodeterminación de los sujetos está en la génesis de los actos sociales. La socialización concretiza la individualidad en el autodescubrimiento, o descubrimiento autoconsciente de la voluntad, que es el modo humano de la encarnación;56 es esta condición la que se hace visible en el autosacrificio: el origen social del cuerpo, la génesis espiritual de su materialidad viviente y vivida. El autosacrificio no polariza la unidad egoico-social, sino que asienta su unidad en la ‘persona’ como sujeto autoconsciente, esto es, el concepto de persona como sujeto concreto no explica lo social como un orden que reposa armónicamente sobre lo individual, ni da por sentado, en sí mismo, el todo social en el que se constituye. La persona no se comprende sino en la socialidad en la que actúa, y la socialidad es nada más que la trama de acciones interpersonales que ella se apropia y que en la persona se encarnan. El autosacrificio es el mito del cuerpo porque su relato es el de la encarnación o socialización del cuerpo, como sujeción de la carne a la ley.
Conclusiones
El sacrificio de los dioses narra el origen de la materialidad del cuerpo y su distinción de la voluntad como principio inmaterial. Del barro, el maíz, las plumas y las cenizas se hacen las piernas, las vísceras, la cabeza y las costillas: se da forma a cada parte. Del semen divino, el sudor de los primeros padres, su sangre o su saliva, nace la voluntad, la autonomía que está en adelante en la génesis de la socialidad: Encarnación significa en este plano devenir carnal de los símbolos naturales, es decir, sociales, devenir del cuerpo desde sí como un símbolo natural, apropiación comprensiva del cuerpo como parte de la naturaleza. Las cenizas de los muertos, del trigo o el barro, aunque con diferentes valores, cada materia terrestre implica ya un modo de socialidad; aun en la mayor de las simplezas es la materia que se moldea, que se hace en la forma no siempre perfecta que el dios le da. Lo que el dios aporta es la sangre, es decir, la vitalidad que trasparece en la extensión, el movimiento en que se traman las relaciones que integran lo primero real-natural, la primera naturaleza, la más básica estructura de coherencia y continuidad temporal-unitaria. Ésta es la encarnación que el mito sacrificial describe, la correspondencia del cuerpo al todo unitario y dinámicamente unificante de la naturaleza.
El autosacrificio humano, por su parte, explica la correspondencia de la voluntad encarnada, autoconsciente, con el todo de la unidad social, histórica, interpersonal. No queda aquí resuelta la problemática relativa a la relación misma entre los dos niveles del autosacrificio, apenas se aclaró en algo la fuente de su vinculación más básica en la socialidad simbólica del cuerpo propio. El autosacrificio humano es un modo de apropiación del cuerpo que se caracteriza por exhibir ritualística mente las raíces intersubjetivas de su sentido, incluso como posibilidad. Es un modo radical de trato con el cuerpo porque reconduce su sentido de propiedad a una fuente histórico-concreta, al sí mismo de la persona: es el trato del Estado con el cuerpo. El yo que se inmola a sí mismo es una persona libre, plenamente autoconsciente, su saber-se está atravesado por un saber-se social o interpersonal (la norma) que orienta y da sentido a sus acciones, de tal modo que en el acto autosacrificial coinciden (se concretan, de hecho) la autoconciencia de la colectividad, de la comunidad, y la autoconciencia del individuo que se reconoce primariamente como miembro de una comunidad humana: la persona deviene el sitio de la autoconciencia social. El autosacrificio reduce la propiedad -el sentido objetivo del haber corporal- a su sentido interpersonal en la asunción de la norma. La asunción es encarnación, devenir sujeto personal, devenir yo-libre.