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Revista de filosofía open insight

versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406

Rev. filos.open insight vol.12 no.25 Querétaro may./ago. 2021  Epub 27-Sep-2021

 

Estudios

El Sacrificio como clave de unidad en la obra de Simone Weil

Sacrifice as the key of unity in the work of Simone Weil

Alejandra Novoa Echaurren1 

1Universidad de los Andes


Resumen

El objetivo de este artículo es mostrar cómo el trabajo de Simone Weil constituye una búsqueda profunda de unidad de lo real. Proponemos que dicha unidad está dada por una lógica sacramental. Lo que significa que la relación que Dios busca establecer con su creatura configura el paradigma de toda relación verdadera, cuyo núcleo está dado por el sacrificio del yo egocéntrico. Esto implica que sólo un cambio en la sociedad, desde la lógica contractual —por tanto, transaccional— predominante a una lógica sacramental, puede constituir el medio —μεταξύ— necesario para el encuentro personal con los otros y con el Creador.

Palabras clave analogía; lógica contractual; lógica sacramental; sacrificio; Simone Weil

Abstract

The aim of this paper is to show how the work of Simone Weil constitutes a profound search for unity of the real. We propose that this unity is given by a sacramental logic. This means that the relationship which God seeks to establish with His creatures configures the paradigm of every true relationship, which core is given by the sacrifice of the egocentric self. This implies that only a change in society, from a predominant contractual logic —therefore transactional— to a sacramental logic, can constitute the necessary mean —μεταξύ — to a personal encounter with others and with the Creator.

Keywords analogy; contractual logic; sacramental logic; sacrifice; Simone Weil

Introducción

La primera mitad del siglo XX —época marcada por la contradicción entre una fe ciega en el progreso indefinido de la ciencia y de la técnica y las heridas profundas provocadas por la destrucción masiva de las guerras mundiales— conoció también la aparición pública del pensamiento femenino en las esferas culturales y universitarias. En este contexto, destacan especialmente las pensadoras de origen judío, tales como Hannah Arendt, Edith Stein, Etty Hillesum y Simone Weil. Aunque la cultura dominante aún no estaba preparada para escucharlas con la atención y profundidad que sus aportes filosóficos merecían, podían y pueden hoy con mayor urgencia aportar al curso que los seres humanos decidamos dar a nuestra historia. En un mundo dominado por la razón analítica especializada, en donde la lógica matemática pretende categorizarlo todo, circunscribir cada aspecto de la realidad a lo que podemos delimitar y medir, la visión integradora de estas filósofas contiene respuestas que —en palabras de Von Balthasar (2008) — nos permiten salvar el todo en los fragmentos.

En el presente artículo nos detendremos en la propuesta de Simone Weil sobre un orden social tributario del orden trascendente. La filosofía de Weil muestra que el orden que Dios ha querido darle al mundo y a sus relaciones con el ser humano constituyen un paradigma que la persona humana debe imitar. La verdadera imitación que la creatura puede hacer de Dios es la del sacrificio, acto más alto del Amor Sobrenatural. Analizaremos cómo la autora considera el sacrificio como clave de unidad de lo real, tanto a nivel personal como en su correlato en la vida social para que ésta constituya un verdadero puente, μεταξύ, entre el mundo creado y Dios. De esta manera, a través del sacrificio se supera la dualidad y el ser humano puede cumplir con su vocación de co-creador de una realidad cuyo fin es permitir el regreso de la criatura libre al amor de Dios.

Para cumplir con este objetivo, cada individuo debe contribuir a reemplazar la lógica contractual que regula las relaciones de fuerza en la sociedad por una lógica que llamaremos sacramental, caracterizada por el encuentro y el don. Para analizar este tipo de dinámica, comenzaremos por identificar los elementos que la persona debe imitar para ir al encuentro de sus semejantes. Explicaremos a continuación cómo, en un nivel social, se debe pasar desde un orden configurado por la fuerza de gravedad (expresada por el poder en el ámbito político) a una sociedad ordenada por la gracia, para configurar un orden tributario de la vida divina (Weil, 2005: 43). Expondremos cómo lo anterior supone ser capaz de liberar al hombre de la miseria, lo que, en una lógica sacramental, exige una correcta comprensión de la virtud de la pobreza y el sacrificio personal en favor de la comunidad. Propuesta que se distancia enormemente tanto del marxismo como del liberalismo, en los cuales el individuo se pierde en la masa social de uno u otro modo (Weil, 2007a: 193).

Nos parece que la propuesta weiliana de una sociedad que perfeccione realmente al ser humano, es de gran actualidad. Sin duda, puede iluminar la discusión que surge por todas partes junto con los conflictos sociales que estallan por doquier, en un mundo que no ha sabido dar respuestas verdaderas a los problemas acuciantes del hombre contemporáneo. El último trabajo realizado por la filósofa cuando se encontraba contratada por el gobierno de la resistencia francesa, liderado por De Gaulle en Inglaterra, fue una propuesta sobre una sociedad fundada en las obligaciones eternas de los seres humanos hacia sus semejantes. Esta propuesta no llegó a ser discutida debido a su muerte prematura, pero sin duda hubiese iluminado la reflexión de las Naciones Unidas tras las guerras mundiales. Parte del conflicto social que vivimos hoy está dado por una sociedad en que el individuo reclama sus derechos, sin considerar sus obligaciones hacia los otros hombres y hacia la sociedad en su conjunto.

Finalmente, abordaremos brevemente cómo la Iglesia debe responder con fuerza a la lógica sacramental con que Cristo mismo la fundó para ser verdadero puente entre Dios y su creatura. De lo contrario, corre el riesgo de transformarse, como ha ocurrido en ocasiones oscuras de su historia, en una mera institución social que responde no ha una lógica del don, sino a una dinámica meramente transaccional.

El anonadamiento de Dios: la búsqueda del Amado como paradigma de la búsqueda de los semejantes.

Simone Weil reconoce permanentemente que su vida individual está necesariamente ligada al destino de todos los hombres. Desde la infancia, cuando la centralidad del yo es natural y necesaria, Weil mostró una especial capacidad de empatía, particularmente, por el sufrimiento de sus semejantes y por el destino de la sociedad en general (Pétrement, 1997:33). Cuando aún no conocía a Dios, Él ya se le manifestaba mostrándole permanentemente el lazo que la unía a los otros hombres.

Weil se da cuenta de que el amor por el otro está necesariamente marcado por una renuncia voluntaria a los propios deseos, ya desde una tierna edad y a pesar de vivir en un ambiente burgués acomodado. Quizás el sufrimiento de una enfermedad temprana y, a causa de ésta, las privaciones alimentarias de los primeros años,1 sumados a una disposición natural para empatizar con el dolor de los más débiles, llevaron a la joven filósofa a juzgar tempranamente la importancia de conocer e intentar aliviar el sufrimiento de los otros.

Además de la ayuda que pueda prestarse a nivel personal para aminorar el dolor de los semejantes, Weil le da una gran relevancia a la función que la desdicha personal puede tener para entender e intentar mejorar el sufrimiento de la sociedad en su conjunto. La energía del dolor personal, liberada y ofrecida, abre las puertas del alma para una comprensión superior de la desgracia de los pueblos y de los modos de superarla. Ella lo reconoce de este modo en carta a Joë Bousquet el año 1942:

Felices aquellos para quienes la desdicha incrustada en la carne es la desdicha del propio mundo en su época, pues tiene la posibilidad y la función de conocer en su verdad, de contemplar en su realidad, la desdicha del mundo. Ésa es la función redentora. Hace veinte siglos, en el Imperio romano, la desdicha de la época era la esclavitud, y la crucifixión su límite extremo (Weil, 1995c: 55).

Sin embargo, la cuestión de Dios y la religión no fueron una preocupación para ella hasta años más tarde. A pesar de tener una abuela judía practicante, ambos padres eran judíos agnósticos y le dieron una educación fuertemente intelectual, en la misma línea. Esto influyó, sin duda, en que su contacto con Dios no se diera sino hasta los últimos años de su vida. Tal como ella le relata a su amigo en la misma carta:

Durante todo esto, ni siquiera la palabra «Dios» tenía lugar alguno en mis pensamientos. No lo tuvo más que a partir del día en que, hace aproximadamente tres años y medio, ya no pude rechazarla. En un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme con derecho a dar un nombre a ese amor, sentí —sin estar de ningún modo preparada, pues nunca había leído a los místicos— una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible tanto a los sentidos como a la imaginación, análoga al amor que se transparentaría a través de la más tierna sonrisa de un ser amado. Desde ese instante el nombre de Dios y el de Cristo se han mezclado de forma cada vez más irresistible en mis pensamientos (Weil, 1995c: 58).

Es Dios quien viene a buscar al hombre. Como el amado busca a la amada, Él toma la iniciativa (Weil, 2003: 47). Se acerca a su alma en el momento oportuno e intenta conquistarla, pero espera que esté preparada para recibirlo. Se debe aprovechar la energía obtenida del deseo que voluntariamente se ha frustrado. Esta energía debe usarse para ofrecerse a sí mismo con el fin de sostener el vacío interior, requisito esencial para el encuentro con Dios (Weil, 2003: 212). De modo radical, el sacrificio del yo es necesario para que en el alma se produzca el espacio para ser colmado por el amor del absolutamente Otro.

Simone, educada para hallar respuestas con su inteligencia, sin duda privilegiada, es encontrada por Dios en el sufrimiento, cuando la voz de la razón está acallada, impotente, frente a la invasión del dolor físico.

Él que es omnipotente se muestra vulnerable, ruega por nuestro permiso para amarnos. No se manifiesta con todo su esplendor: “Dios llega al alma despojado de todo su esplendor. Llega sólo como algo que pide ser amado” (Weil, 2000d: 129). Dios desciende a nuestra realidad, se sacrifica, se humilla, para que respondamos a su llamado. No grita, no entra, sin que le abran, porque nos quiere a su semejanza, nos quiere libres. Dios espera que estemos preparados para responderle y para eso debemos imitarlo en su amor: descender al fondo de nosotros mismos, arrancar la mala hierba, preparar y regar la tierra, para que recién entonces se deje oír: “Hacer callar a esos animales que gritan en mí e impiden que Dios me escuche y me hable” (Weil, 2003: 161).

Los sacramentos son el medio por el cual Dios se hace presente en la vida humana y nos llama. Son símbolos reales a través de los cuales la Realidad simbolizada se hace actualmente presente para que el corazón humano pueda desear unirse a Él. No sólo en la Encarnación, sino que de modo más radical en la Eucaristía se pone de manifiesto este descenso de Dios, incluso humillación de Dios, que está en la base de la lógica sacramental. La encarnación implica asumir la condición humana; la Eucaristía, abajarse hasta un elemento material como el pan. En ambos casos, se trata de una verdadera κένωσις (kénosis).2

Dios se vacía para conquistar nuestro deseo. En la Eucaristía, se hace pan para que tengamos hambre de Él. Como explica Weil, en su «Teoría de los Sacramentos»:

La naturaleza humana está dispuesta de tal modo que un deseo del alma, en tanto no ha pasado a través de la carne por medio de las acciones, movimientos y actitudes que naturalmente le corresponden, no tiene realidad en el alma. No actúa sobre ella (Weil, 1995d: 91).

Dios busca al ser humano asumiendo su naturaleza corpórea y espiritual. Por los sentidos entran los bienes del mundo para calmar los deseos del alma y Él, que trasciende todos los mundos, que es fuente de todo bien, se anonada para encontrarnos en un pedazo de pan. Se trata de una locura de amor, en la cual, si lo deseamos, Dios nos regala el mayor de los bienes, inaccesible a nuestras fuerzas. Dada nuestra impotencia e incapacidad, Él mismo desciende y viene a nuestro encuentro mendigando nuestro amor. Dios espera atento y paciente a las puertas de nuestro corazón, para que sólo quien ha dado muerte a su yo, quien ha dejado espacio, sea alcanzado por su Amor.

Lo recibiremos infaliblemente con una sola condición. La condición es el deseo. Pero no el deseo de un bien parcial.

Sólo el deseo dirigido directamente hacia el bien puro, perfecto, total, absoluto, puede poner en el alma un poco más de bien del que antes había. Cuando un alma se encuentra en este estado, su progreso es proporcional a la intensidad del deseo y al tiempo (Weil, 1995d: 92).

La mayor actividad que nos cabe es permitir que Dios nos transforme: “No podemos transformarnos a nosotros mismos, tenemos que ser transformados, pero no podemos serlo más que si lo deseamos” (Weil, 1995d: 93). Esto implica permitir que la muerte del hombre viejo, aferrado a su yo, dé paso a un verdadero deseo de Dios. Hay que desesperar de todo lo que no es Dios, vaciar el alma de bienes parciales, para aceptar ser elevado a la verdadera vida divina. En ese Bien absoluto, perfecto y eterno están integrados y elevados los bienes de este mundo. Sólo debemos dar nuestro consentimiento. Hasta que Dios considere el καιρός (kairós), tiempo justo para ello,3 “lo máximo que un ser humano puede hacer, hasta que el momento esté próximo, es guardar intacta la facultad de decir sí al bien” (Weil, 1995c: 56).

En el diálogo que Dios entabla con su creatura a través del sacramento, la primera palabra es la de reconocimiento del Padre a sus hijos, con gran respeto por su naturaleza encarnada, se sacrifica al buscarlo en la interioridad de su cuerpo, como alimento, y en su alma como palabra de amor que modela y espera una respuesta. La respuesta humana sólo puede ser eco del verbo divino y, por lo tanto, sólo puede darse como sacrificio de los deseos más bajos del yo, para dejar el silencio que permita escuchar su voz de Amor: “El esclavo que será amado es el que se mantiene de pie e inmóvil junto a la puerta, en estado de vigilia, de espera, de atención, de deseo, para abrir en cuanto oiga la llamada del señor y deseando abrir, en el momento en que escuche tocar” (Weil, 1995d: 97).

El sacramento es ante todo sacrificio: Cristo se sacrifica en la Encarnación, en la Redención en la Cruz y en la Eucaristía para elevarnos a un nuevo orden. Y nos enseña a renunciar a nuestros deseos, como Él renunció en el Huerto de los Olivos y en la Cruz, para obedecer la voluntad de su Padre y ofrecerle nuestra salvación. El encuentro amoroso es, entonces, la unión del sacrificio; los seres humanos ofrecen “su cuerpo y su sangre, sacrificados en el curso de interminables horas de trabajo que, pasando a través del trigo y de la uva, son convierten ellos mismos en el cuerpo y la sangre de Cristo” (Weil, 1995a: 24). En la transubstanciación, Dios nos enseña la palabra y la respuesta del don.

Hemos llamado lógica sacramental a este encuentro libre entre dos realidades, en el que Dios se sacrifica para encontrar a su creatura en su propio contexto y con total respeto por su ser.4 Este tipo de relación es paradigma de toda relación verdaderamente humana. Por esto, debemos imitar su cuidado, su respeto inmenso, su anonadamiento, cuando vamos al encuentro del otro. Con el fin de alcanzar la lógica sacramental que subyace a todas las propuestas weilianas de una vida que pueda responder a la vocación divina del hombre, “El hombre que tiene contacto con lo sobrenatural es por esencia rey, porque representa en la sociedad, en forma de lo infinitamente pequeño, un orden trascendente en lo social” (Weil, 2001: 692).

La propuesta de Weil no se trata de una mística aislada en la que el individuo realice un esfuerzo ascético para producir el encuentro del alma con su Creador para trascender y librarse de este mundo material. Ser elevado a la gracia de Dios requiere de una renuncia personal, pero esta no basta. Debe darse un movimiento relacional continuo entre el desapego del propio yo, el descenso de Dios al alma para llenarnos con su voz de Amor, el reconocimiento y alivio de cada uno de los individuos que nos requieran personalmente y la contribución de todos estos elementos al orden social para que el ser humano pueda cumplir con su verdadero fin. Esto implica un cambio de lógica, desde una dinámica contractual a una lógica sacramental.

Lógica contractual: la fuerza como configuradora del orden social

Weil propone que dos fuerzas configuran el orden de la realidad. Por un lado, aparece el reino de la necesidad, de los mecanismos causales ciegos de la materia, el cual es ordenado mediante la fuerza de gravedad. Esta fuerza opera de manera que lo más pesado prevalece sobre lo más liviano y lleva necesariamente a la destrucción. En contraposición con este mundo, está el mundo del espíritu y la libertad, ordenado por la gracia, fuerza que atrae mediante una conquista amorosa. La gracia permite transformar las relaciones impuestas por el mecanismo ciego de la causalidad, para elevar la realidad humana a la vida trascendente. Las lógicas de ambas fuerzas son opuestas. La gravedad toma en cuenta las simples causalidades humanas e intenta preverlas y dominarlas a través de una lógica de cálculo racional y cientificista:

Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad. Gravedad. De un modo general, lo que esperamos de los demás viene determinado por los efectos de la gravedad en nosotros mismos; lo que recibimos de ellos viene determinado por los efectos de la gravedad en ellos. A veces se da la coincidencia (por casualidad); normalmente, no (Weil, 2007a: 53).

A diferencia de la gravedad, la gracia, atrae con un yugo suave y una carga liviana (Mt 11: 30). La gracia que invita a una respuesta libre del hombre logra superar la oposición, la dualidad impuesta por la fuerza, para entablar un diálogo, en el cual toda la realidad, carne y espíritu, son elevados e integrados en la vida divina. Al comentar el Fedro (246d),5 Weil afirma:

La propiedad natural del ala es elevar lo pesado. Ser atraído del cielo a la tierra no por la gravedad, sino por el amor, por unas alas a la segunda potencia. Una dimensión nueva, una más. La anchura, la largura, la altura y la profundidad. El conocimiento de la caridad de Cristo supera toda ciencia. El verdadero amor al prójimo sería una asimilación de este amor, un amor descendente. ¿Cuántos serían capaces de ellos? (Weil, 2001: 525).

El problema está en cómo se realiza el paso de una lógica a otra, desde la lógica de la fuerza a la lógica del amor. Weil propone que el verdadero camino de la persona humana, y de las sociedades que funda para alcanzar el fin de este recorrido, está dado por la operación de este cambio desde la fuerza que se impone al alma y la oprime a la libertad que le permite ascender. Para la autora, este es un camino personal, en primer lugar, una senda de conversión6 que el individuo debe proyectar a lo social.

En el ensayo «La Ilíada o el poema de la fuerza» (2005) y en Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social (2018), Simone Weil da cuenta del mecanismo de la fuerza como configuradora de las relaciones humanas. En ellos, propone que, en el origen de la vida social, existe un acuerdo de los seres humanos para superar las fuerzas de la naturaleza que exceden el poder físico de los hombres para sobrevivir. Con este objetivo, dividen el trabajo, aumentando así la producción y mejorando sus condiciones de vida.

En resumen, respecto a la naturaleza, el hombre parece pasar, por etapas, de la esclavitud a la dominación. Al mismo tiempo, la naturaleza pierde gradualmente su carácter divino y la divinidad asume, progresivamente, forma humana. Por desgracia, esta emancipación es sólo una aduladora apariencia. En realidad, en estas etapas superiores, la acción humana continúa siendo, en general, pura obediencia al aguijón brutal de una necesidad inmediata, sólo que, en adelante, en lugar de estar acosado por la naturaleza, el hombre está acosado por el hombre. Por lo demás, la presión de la naturaleza sigue haciéndose sentir, aunque indirectamente; porque la opresión se ejerce por la fuerza y, a fin de cuentas, toda fuerza brota de la naturaleza (Weil, 2018: 41).

Todavía sin organización más que la familiar, los hombres sólo dependen de su trabajo para sostenerse. Viven independientemente, sin embargo, en realidad están sometidos a la naturaleza que se impone frente a su debilidad física. Para sobrevivir, los seres humanos ceden parte de su aparente libertad para intercambiarla por la vida social capaz de protegerlos de las fuerzas naturales que podrían destruirlo: “entonces, este gran animal, como todos los animales se define principalmente por el modo en que se asegura la comida, el sueño, la protección del medioambiente, en unas pocas palabras, la vida” (Weil, 2007: 112). La búsqueda de seguridad que procura el contrato social no solo se establece para proteger al individuo de las fuerzas naturales, sino también y, sobre todo, para impedir la guerra continua de los hombres entre sí, por la escases de bienes y la gran codicia de los seres humanos.

El problema está en que, cuando el individuo se libera de la sumisión a la naturaleza —de la fuerza bruta que lo confronta con las necesidades vitales— se reconoce oprimido nuevamente. Esta vez por el mismo hombre: “El ser humano que se siente a sí mismo en todo lugar el más débil de todos está en el centro de la ciudad más solo que un individuo perdido en medio del desierto” (Weil, 2005: 22).

Sólo un uso moderado de la fuerza le permitiría al hombre superar su miseria en este nivel. El problema es que eso “exigiría una virtud más que humana, tan poco habitual como una constante dignidad en la debilidad” (Weil, 2005: 29). Tal moderación en el uso de la fuerza no parece realista, porque el país que no usa la fuerza disponible cae en el riesgo de ser considerado débil por sus enemigos: “si Príamo y Héctor hubiesen devuelto a Elena a los griegos, se hubiesen arriesgado a inspirar el deseo de invadir una ciudad…” (Weil, 2007d: 364).

Tal como afirma la autora (2007d: 364), la contradicción de este contrato social es que requiere de un balance de fuerzas, que ningún miembro de la sociedad imponga su poder sobre el otro. Sin embargo, esto no es posible, porque el poder social se basa en el prestigio, en el honor, y no parece haber verdadera satisfacción en estos deseos, ya que siempre aparecen como ilimitados. El político que obtiene el poder, incluso con la intención de hacer el bien, siempre se ve atrapado por este deseo ilimitado de honor. Es lo que identifica Weil al sostener: “toda satisfacción del prestigio es un ataque al prestigio o a la dignidad de otro” (Weil, 2007d: 364). Esto produce que los seres humanos tengan que elegir constantemente entre la anarquía y todo tipo de guerras originadas por la lucha de reputaciones.7

La búsqueda de este poder que nunca puede ser satisfecho del todo es lo que lleva a que unos seres humanos sean oprimidos por otros. El que ostenta el poder se hace de unos privilegios que sólo quiere seguir aumentando. De acuerdo a la autora, esto se produce por la dinámica natural de la fuerza como configuradora de lo social. Tal como ella afirma:

La opresión procede exclusivamente de condiciones objetivas, entre las cuales la primera es la existencia de privilegios: no son las leyes o los decretos de los hombres los que determinan los privilegios o los títulos de propiedad, es la naturaleza misma de las cosas. Ciertas circunstancias, que corresponden, sin duda, a etapas inevitables del desarrollo humano, hacen surgir fuerzas que se interponen entre el hombre común y sus propias condiciones de existencia, entre el esfuerzo y el fruto del esfuerzo, y que son, por su misma esencia, monopolio de algunos, por el hecho de que no pueden repartirse entre todos; desde entonces, estos privilegiados, aunque dependen para vivir del trabajo de otros, disponen de la suerte de aquellos de los que dependen y muere la igualdad.

Es lo que sucede, ante todo, cuando los ritos religiosos con los que el hombre cree conciliarse con la naturaleza, al hacerse demasiado numerosos y complicados como para que todos los conozcan, se convierten en el secreto y, en consecuencia, en el monopolio de algunos sacerdotes; el sacerdote dispone entonces, aunque sea por una ficción, de todos los poderes de la naturaleza y manda en su nombre. Nada esencial ha cambiado cuando este monopolio ha pasado a estar constituido no ya por ritos, sino por procedimientos científicos y los que lo detentan han pasado a llamarse, en lugar de sacerdotes, sabios y técnicos (Weil, 2018: 42).

La renuncia del interés individual y la libertad personal en aras de una sobrevivencia común que no está garantizada para todos los miembros, no es realista ni deseable para Weil. El peligro para la dignidad humana es mucho mayor que la de estar sometida a las fuerzas naturales, cuando el ser humano se desprende de su condición personal para ser parte de un grupo social, insertándose como una parte dentro del todo del cuerpo social. El hombre pierde en este caso su condición de individuo en la que se funda verdaderamente su dignidad inalienable. Si la dignidad se funda únicamente en un acuerdo entre los hombres, en una convención adoptada entre los países —aunque sean la mayor parte de los países del planeta— nada asegura su permanencia en el tiempo. Una nueva relación de fuerzas podría cambiarlo todo.

Marx buscó liberar al pueblo de la miseria en que se encontraba, sometido a la materialidad ciega de los medios de producción y al deseo inagotable de creación de riquezas de los dueños de dichos medios. Sin embargo, Weil sostiene que no se trata sólo de liberar al hombre de la opresión del dueño de los medios de producción o del capital, se trata en realidad de eliminar la sujeción a toda fuerza, de cualquier orden. La fuerza es por sí misma injusta. La fuerza es opresión de la cantidad sobre el espíritu del ser humano. La fuerza reduce lo humano a lo meramente material. Por esto impide la libertad. El gran problema de la sociedad contemporánea es que se encuentra organizada por la fuerza de la cantidad y la fuerza sólo puede llevar a la destrucción:

Los términos de opresores y oprimidos, la noción de clase, todo esto está muy cerca de perder toda significación, mientras son evidentes la impotencia y la angustia de todos los hombres ante la máquina social, convertida en una máquina para destrozar los corazones, para aplastar los espíritus, una máquina para fabricar la inconsciencia, la necedad, la corrupción, la debilidad y, sobre todo, el vértigo. La causa de este doloroso estado de cosas es muy clara: vivimos en un mundo donde nada es a la medida del hombre; hay una monstruosa desproporción entre el cuerpo del hombre, su espíritu y las cosas que constituyen actualmente los elementos de la vida humana; todo esto está desequilibrado […] Este desequilibrio es esencialmente una cuestión de cantidad. La cantidad se transforma en cualidad, como dijo Hegel, y, en particular, una simple diferencia de cantidad basta para conducir del dominio de lo humano al de lo inhumano (Weil, 2018: 73).

Este es el origen de la miseria para Weil: el sentirse impotente no sólo frente a la naturaleza, sino sobre todo frente a los otros hombres, porque le arrebata su condición de persona. Al miserable se le ha arrebatado la dignidad, porque no se toma en consideración su carácter espiritual; se le arrebata su nombre para reemplazarlo por un número.

El ser humano que, aun estando entre los hombres, no cuenta con lo básico para cubrir sus necesidades biológicas, vive de modo inhumano, porque ha perdido su independencia y no dispone de más energías que aquellas que requiere para sobrevivir. El hambre en el nivel básico de la vida orgánica oscurece en ese estrato la percepción de las necesidades espirituales de un nivel superior: “Tan inhumana es la miseria, que el hombre que la padece ni siquiera echa en falta esos valores, porque sólo se ocupa —tan necesitado está de ellas— con las cosas materiales” (Peña, 2007:18). Hombres y mujeres sometidos a la necesidad extrema, sufren la desgracia de sentirse objetos inertes, indignos incluso de recibir misericordia, porque el alma queda anulada por la fuerza material con que el más poderoso la somete. Se vuelve una cosa más entre las cosas del mundo; no reconoce su propia humanidad.

La fuerza manejada por otros se impone al alma, como el hambre extrema, porque consiste en el poder perpetuo de la vida y la muerte. Y es una imposición tan fría, tan dura como la ejercida por la materia inerte (Weil, 2005: 21-22).

La miseria —la malheur, como la llama Weil— más que ser un asunto exclusivo de satisfacción de necesidades materiales, es en realidad una carencia extrema que sufre el espíritu. El sentimiento de impotencia surge por el reconocimiento de haber perdido toda libertad, todo despliegue de las potencias altas del espíritu. La miseria es estar sometido a la lógica de la fuerza, en el escalón más bajo, oprimido, reducido a pura materialidad. Es realmente un estado de des-gracia, porque se está sometido a la lógica opuesta a la libertad y la gracia: “Que un ser humano sea una cosa es, desde el punto de vista lógico, una contradicción; pero cuando lo imposible se ha hecho realidad, la contradicción se hace desgarro en el alma” (Weil, 2005: 19).

El hombre no se siente miserable frente a la naturaleza – los animales no son nunca desgraciados en este sentido. El ser humano puede sentir temor frente a las catástrofes naturales, experimentar su debilidad, pero no sufre miseria. Sólo se trata de la necesidad ciega de la materia, del orden natural del mundo. Por esto, el hombre recibe la enfermedad propia o de un ser querido con mayor resignación que cuando es víctima de un crimen. El dolor físico busca alivio y consuelo. El crimen clama justicia. Frente a las causas naturales, el hombre no siente la intensidad de la rebeldía, porque están dentro de un orden que el ser humano comprende que él no ha dispuesto. En cambio, la miseria es propiamente social, porque es provocada por la acción del hombre sobre el hombre. La verdadera miseria se vive en las ciudades, cuando en el mismo orden que el ser humano se ha dado entre iguales, el hombre le arrebata a su semejante la dignidad. Esto ocurre sobre todo por la forma en que el hombre ha organizado el trabajo a partir de la modernidad, en la cual “las cosas desempeñan el papel de los hombres y los hombres desempeñan el papel de las cosas; ésa es la raíz del mal” (Weil, 2007c: 135).

Weil había vivido rodeada de comodidades. Sin embargo, su mirada acerca del otro, del ser humano que aparece ajeno a su realidad, es completamente diferente. Weil considera que la respuesta al fenómeno real del sufrimiento no puede darse desde la teoría a la que se adhiere, ya que quien no desciende a la realidad del sufrimiento del otro, no puede conmoverse verdaderamente con su dolor. No puede considerar que el dolor del que tiene hambre se produce porque no puede pensar en otra cosa más que en la satisfacción de la necesidad más básica. Por tanto, no posee libertad para pensar qué quiere hacer de su vida, qué sentido quiere darle. En cambio, Weil se aproxima poniéndose en el lugar del que sufre. Llora incluso sus lágrimas. Desde la realidad del otro, reconoce su necesidad y sólo entonces plantea una posible solución. Por esto, el pobre es también sacramento.

Esta capacidad de ir al encuentro del otro, con total respeto por su ser particular y su contexto concreto, supone la renuncia a la imposición de los propios deseos, lo que permite el silencio necesario para escuchar la necesidad del que se encuentra frente a mí. Si no se sacrifica la propia posición en el mundo, los propios deseos y necesidades, no hay teorías sociales posibles que den verdadera respuesta al sufrimiento de los seres humanos y de los pueblos. Paradójicamente, sólo el que es pobre de espíritu, el que vive desasido de los bienes parciales, materiales y culturales, puede reconocer la necesidad del otro y sanar su miseria. Aquel que tiene el alma cargada ya de respuestas es sordo a la carencia de sus semejantes

El rico que atesora codiciosamente los bienes materiales es miserable también, porque no es libre, se encuentra atado a las cosas y no puede acceder a los bienes del espíritu. El problema esencialmente humano es el de la miseria y la pobreza, porque es, en realidad, un problema de libertad. El miserable es el que no puede disponer de su vida, desde lo que su inteligencia le muestra como verdadero, porque su voluntad se encuentra anulada por la dependencia, por la sujeción a la acción de otros. En este sentido, el siervo es tan esclavo como el amo, porque ambos dependen del otro para saciar sus necesidades materiales. Los dos viven presos del miedo. El pobre teme perder su vida por la falta de alimento o de abrigo; el rico teme perder sus comodidades. El rico no es más libre porque no realice esfuerzo para conseguir lo que desea (Weil, 2018: 64).

La libertad verdadera no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción, sino por una relación entre el pensamiento y la acción; sería completamente libre el hombre cuyas acciones procediesen, todas, de un juicio previo respecto al fin que se propone y al encadenamiento de los medios adecuados para conducir a este fin (Weil, 2018:57).

El miserable es el que vive apegado a los bienes parciales y, por tanto, no es libre para orientar el alma hacia el verdadero Bien. El pobre de espíritu, del que hablan las Bienaventuranzas, es aquel que no confunde los bienes finitos con el único Bien trascendente. El miserable es aquel que confunde los medios con el fin. Se puede ser, en realidad, un desgraciado, viviendo en la más estricta austeridad y es quizás la miseria más difícil de superar, ya que su atadura es el orgullo (Weil, 2000c: 86).

Para la persona humana, puede significar un obstáculo mucho menor el desprenderse de lo material, porque lo material es real y la acción que el hombre ejerza sobre lo material, cambiará efectivamente cosas en el mundo. Puedo desprenderme de casi toda mi ropa y quedarme solo con un vestido. Al poco tiempo, ya no pensaré en qué ponerme cada mañana, porque no habrá más vestidos a mi disposición, no necesitaré detenerme en ellos. En este sentido, pueden ser obstáculos mucho mayores los bienes parciales del espíritu, porque provienen de mi propio yo, de la obstinación de mi voluntad, de las respuestas que yo mismo me he dado, de la idea que me he forjado de mí mismo. Todos estos son bienes ilusorios mucho más difíciles de eliminar, porque no son reales. Su destrucción sólo provoca un vacío interior, casi imposible de soportar si el alma no es colmada por el verdadero Bien trascendente.

Este es el sentido de las palabras de Jesucristo en el Evangelio: “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt 19, 23-30). El joven rico no podía seguir al Maestro, no sólo porque no quería vender sus cosas, sino porque creía ser alguien bueno y generoso. Estaba apegado a esa imagen falsa se sí mismo.

Dos maneras de renunciar a los bienes materiales: Privarse de ellos en aras de un bien espiritual. Concebirlos y tenerlos por condiciones de bienes espirituales (ejemplo: el hambre, el cansancio y la humillación ofuscan la inteligencia y entorpecen la meditación), y, con todo, renunciar a ellos.

Sólo esta segunda clase de renuncia es desnudez espiritual. Es más, los bienes materiales apenas serían peligrosos si aparecieran solos y no vinculados a bienes espirituales. Renunciar a todo cuanto no sea la gracia, y no desear la gracia (Weil, 2007a: 63).

La virtud de la pobreza consiste, sobre todo, en ser libre de sí mismo. Es tener el alma disponible para Dios. No es libre aquel que desprecia los bienes materiales y que se jacta de no depender de ellos. Ese desprendimiento puede ser sólo un disfraz de una idolatría mucho más peligrosa, la idolatría del propio yo. Si el alma no se encuentra dirigida al Bien Supremo, en palabras de Millán-Puelles, “la pobreza voluntaria es una necedad o una soberbia o, mejor, las dos cosas a la vez” (1974: 328).

El bien del espíritu que nos abre a la trascendencia, el único que puede librarnos de la miseria, no es el bien que se busca para sí mismo, sino el bien que se persigue para satisfacer la necesidad del otro. Buscar el bien del otro implica el sacrificio, en primer lugar, de la imposición de los propios deseos, para satisfacer el deseo del otro. Weil lo ejemplifica con un hermoso relato oriental: “La historia del Buda que, en una existencia anterior, siendo liebre, se había ofrecido como alimento a un monje saltando a su cazuela puesta al fuego. Si se tratara, como parece, de un tema del folclore, eso confirmaría mi suposición sobre el sacrificio” (Weil, 2001: 763).

La suposición a la que se refiere Weil es que el verdadero sacrificio encuentra siempre su sentido en la donación al otro. Sacrificarse sólo por la propia salvación o por alcanzar un nivel espiritual mayor, no tiene sentido. Es sólo un engaño del orgullo. La pobreza de espíritu permite no sólo reconocer la necesidad material y cultural del otro, sino ante todo permite reconocerse a sí mismo como un ser necesitado de Dios; permite reconocerse como criatura. Esto implica comprender también que no se puede aliviar al otro desde las propias energías del yo, ya que esto establecería una nueva relación de fuerza. Este es el caso de la caridad mal entendida, que aplasta aún más al miserable. Lo vuelve un pedigüeño que recoge las migajas de quien se cree fuerte y generoso, pero que sólo está dispuesto a dejar caer al suelo lo que le sobra. Sólo el que es pobre de espíritu, es decir, aquel que vive desprendido de la riqueza material, de los bienes culturales, de su posición de poder en el mundo y, sobre todo, de la imagen de sí mismo, sólo el que se reconoce como instrumento divino, puede ayudar a otros a superar la miseria:

Vaciarse de la falsa divinidad, negarse a sí mismo, renunciar a ser en la imaginación el centro del mundo, comprender que todos los puntos podrían serlo igualmente y que el verdadero centro está fuera del mundo, es dar el consentimiento al reino de la necesidad mecánica en la materia y de la libre elección en el centro de cada alma. Este consentimiento es amor. La forma en que este amor se muestra cuando se orienta hacia las personas pensantes es la caridad hacia el prójimo […] (Weil, 2009b: 99).

Esta nueva lógica presupone ayudar a salir de la miseria y de todas las necesidades básicas, satisfacer el hambre del otro. Jesús nos enseña esto en muchas partes del Evangelio. Cristo viene a alimentarnos con su palabra y su perdón, porque somos seres necesitados, dependientes y libres a la vez. Weil afirma que esta obligación de atender al otro en su necesidad está presente en todas las conciencias humanas, porque es una obligación eterna:

Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarlo sufrir hambre teniendo oportunidad de asistirlo. Esta obligación que es la más evidente debe servir como modelo para hacer una lista con todos los deberes hacia el ser humano. Para establecer estrictamente esta lista debemos proceder desde el primer ejemplo por vía de analogía (Weil, 2000e: 21-22).

Es iluso pensar en cambiar la sociedad si no se transforman sus integrantes, personal y libremente. De esta manera, se produce una enconada dialéctica entre una visión materialista y una espiritualista del hombre. En la primera, se busca el bienestar, entendido hedonísticamente como un estado orgiástico o carnavalesco. Sus participantes despliegan energías ajenas al bien propiamente humano. En este nivel, la igualdad es aparente, todos parecen jugar juntos sin ataduras en la fiesta de la libre expresión de los deseos. Sin embargo, cada uno se encuentra atado a ellos y bajo su mandato se siente autorizado para destruir cualquier tipo de orden que limite la fuerza del instinto.

Cuando la eliminación de la miseria se entiende como un mero bienestar material, no se soluciona realmente la desgracia del hombre. La miseria consiste esencialmente en la falta de libertad, en que se le arrebate al hombre lo propiamente humano. La libertad sólo se consigue cuando podemos fijar la atención en bienes espirituales. No podemos encontrarla ni en la falta absoluta de bienes materiales ni en la total disponibilidad de éstos, porque la relación de dependencia es la misma. Sin embargo, en la visión puramente espiritualista tampoco se logra superar la miseria, porque el hombre queda atado a sí mismo y esto constituye un peligro mayor: “esta descalificación del bienestar [material] suele ir acompañado por un gran aprecio de sí mismo que formalmente es un desprecio de Dios” (Peña, 2007: 17). Es por esto que, paradójicamente, sólo la virtud de la pobreza puede liberarnos de la miseria, porque ésta consiste en desapegarse de los bienes parciales, sean materiales o inmateriales, en ser libre de ellos. La virtud de la pobreza permite el vacío del alma necesario para recibir el único Bien que puede colmarnos.

Después de pasar por el bien absoluto, encontramos los bienes ilusorios y parciales, pero dentro de un orden jerárquico que impide que nos permitamos ir en pos de un bien si no es dentro del límite por la apetencia de otro determinado. Este orden es trascendente respecto de los bienes que agrupa, y constituye un reflejo del bien absoluto (Weil, 2001: 763).

No se trata, pues, de eliminar todos los bienes parciales, sino de ordenarlos adecuadamente. Esto significa dejarlos ordenar por el Bien Absoluto. Para lograr un orden social real, en el que pueda darse un encuentro verdadero entre seres humanos, cada ciudadano debe ser transformado personalmente por la lógica del don. De otro modo los hombres reclamaran libertad para que la vileza florezca impune. Sólo un milagro puede liberarnos de esta situación. Un milagro que no implica una única y rara intervención divina en asuntos humanos, sino que implica un cambio real de la lógica que se maneja en las relaciones sociales. La superación de la fuerza que se impone en lo social sólo puede lograrse desde la dinámica del don propia del sacramento, con su gracia que no genera una dialéctica, sino un diálogo verdadero, un encuentro.

Lógica sacramental como superación de la lógica contractual: diálogo social como analogía y puente entre Dios y los hombres.

La gracia es el modo como Dios se comunica con su creatura humana a través de los sacramentos. Sólo ella es capaz de liberar la fuerza ciega de la gravedad. La acción de la gracia exige y presupone el libre consentimiento de la persona movida por un deseo desinteresado y exclusivo de unión amorosa con Dios: “Dios nos ha creado sin que nosotros lo hayamos querido. Es preciso ahora que nos vuelva crear con nuestro consentimiento, porque no desea violentarnos en absoluto” (Weil, 2001: 757).

Sin embargo, Dios le permite al hombre levantar barricadas contra la invasión de la gracia. Efectivamente, la sociedad contemporánea llena de ruido y estrépito, bombardeada con imágenes y acosada por abundancia informativa, no deja espacio ni tiempo necesarios para escuchar a Dios y cultivar la vida interior. Pareciera que todo está dispuesto, tanto en las actividades cotidianas, en las condiciones del trabajo, como en los siempre nuevos medios tecnológicos, para impedir que esto ocurra.

A pesar de ello, Dios irrumpe en el mundo humano a través de los sacramentos. La encarnación de Dios en el tiempo y la historia permite superar la lógica contractual, surgida de la necesidad y de las fuerzas mecánicas, e instaura una nueva fuerza transfiguradora de la realidad: la gracia que permite un orden sacramental.

Esta lógica sacramental configura de modo nuevo las relaciones sociopolíticas, cuando es asumida por los seres humanos. Surgen relaciones fraternales y se impide que una fuerte minoría se haga con el poder, explotando a los demás miembros de la sociedad.

En sus últimos escritos, Weil considera necesaria una reorganización de los Estados modernos para reducir la miseria de los más débiles. Su texto Raíces del Existir (Weil, 2000e) constituye una propuesta a De Gaulle con este propósito. El cambio que propone hacia un nuevo orden exige la sustitución de la lógica contractual por un orden que es tributario de lo trascendente. Esto, porque la esencia de la lógica contractual es transaccional. Por el contrario, en la lógica sacramental, los seres humanos se dan a sí mismo de una manera incondicional para buscar el bien del otro. Esta nueva lógica no es colectiva, anónima e impersonal, sino es fruto de un encuentro personal y libre, en virtud de la cual cada uno de los involucrados, al darse a sí mismos, al sacrificarse por el otro, acceden a un nivel de realidad más alto. Esta realidad trascendente transfigura a su vez la realidad social:

El objeto de la obligación, en el dominio de las cosas humanas, es siempre el ser humano como tal (…).

Esta obligación no se basa en ninguna convención. Todas las convenciones son modificables según la voluntad de los contratantes, y ningún cambio en la voluntad de los hombres puede modificar la obligación.

Esta obligación es eterna. Responde al destino eterno del ser humano. Sólo el ser humano tiene un destino eterno. Las colectividades humanas no lo poseen. Por eso no hay para con ellas obligaciones directas que sean eternas. Sólo es eterno del deber hacia el ser humano como tal (Weil, 2000e: 20).

A todos los seres humanos nos une una común referencia e igual afán por entrar en comunión con el Bien trascendente. Por esto, no puede haber una salvación aislada, exclusivamente individual. Tampoco la respuesta puede estar sólo en lo social, obviando la acción personal, porque el todo y sus miembros están ordenados por el Bien único que los trasciende. Por esto mismo, no existe verdadera justicia sin la referencia de todo el organismo social a un orden sobrenatural:

No hay otro móvil posible del respeto universal a todos los seres humanos. Cualquiera sea la fórmula de creencias o incredulidades que los seres humanos hayan elegido, todo aquel cuyo corazón se incline a practicar el respeto por los demás, reconoce de hecho una realidad distinta a la de este mundo. Aquel para quien este respeto es ajeno, la otra realidad es extraña también (Weil, 2000b: 64).

Este nuevo orden no puede ser impuesto de modo extrínseco, sino que cada persona debe acogerlo en su interior de modo personal. Una educación consciente puede intencionar el cambio, favorecer la conversión mediante la educación de la atención, el desapego y el diálogo, pero el cambio de mirada sólo puede producirse a nivel personal. Sólo así podrá influir luego en otros integrantes de la sociedad y en la sociedad en su conjunto.

La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: «¿Cuál es tu tormento?». Es saber que el desdichado existe, no como unidad más en una serie, no como ejemplo de una categoría social que porta la etiqueta de «desdichados», sino como hombre, semejante en todo a nosotros, que fue un día golpeado y marcado con la marca inimitable de la desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber dirigirle una cierta mirada.

Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el ama se vacía de todo contenido propio para recibir al ser que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien es capaz de atención (Weil, 2009a: 72-73).

Sólo transformando la lógica que subyace la organización sociopolítica —es decir, cambiando el objetivo de sobrevivir a las fuerzas naturales por el fin de alcanzar un verdadero respeto humano— el hombre puede alcanzar su bien real. Este bien trascendente aceptado y ofrecido configura a la sociedad como puente, μεταξύ, entre Dios y su creatura.

Cuando se reconoce que la relación de responsabilidad hacia el otro es la que funda mi actuar en el mundo, cambia toda la perspectiva del orden social. El motor principal de la acción es el Amor que a través de estas relaciones es participado. Weil (2000e: 19-48),8 muestra cómo se transforma y modifica el enfoque del orden social desde una sociedad fundada en los derechos individuales adquiridos por el contrato social, a una sociedad fundada en mi obligación hacia el otro. Si bien las leyes positivas que emanen de ambas concepciones suelen coincidir en su mayoría, la perspectiva ética se altera radicalmente. Weil propone que las normas concretas que una sociedad se dé deben emanar de obligaciones eternas de la naturaleza humana y no de un mero contrato social, que es modificable de acuerdo a los deseos de quién ostente el poder. Esto es parte de un debate actual de suma relevancia.

La noción de obligación está situada por encima de la de derecho. Éste debe considerarse como derivada de la primera, dependiente de ella y relativa (Weil, 2000e: 19). Los derechos, expresados en normas concretas, pueden tomar diversas formas, porque no están separados de la realidad contingente. El derecho se configura “cuando la obligación desciende al terreno de los hechos; por tanto, implica siempre en cierta medida la consideración de estados efectivos y situaciones particulares” (Weil, 2000e:19).

Por el contrario, las obligaciones son eternas, al radicar en la misma naturaleza humana. De allí se deriva un respeto incondicionado hacia todo ser humano exclusivamente por el hecho de serlo, sin que importe ninguna otra consideración. Estas obligaciones no se basan en volubles convenciones, modificables por la voluntad del soberano o del pueblo, sino que son eternas, porque radican en las intrínsecas necesidades de la naturaleza humana:

El hecho de que un ser humano posea un destino eterno sólo impone una obligación: el respeto. La obligación se cumple cuando el respeto se expresa efectivamente, de manera real y no ficticia, y únicamente puede serlo a través de las necesidades terrestres del hombre (Weil, 2000e: 21).

Para identificar las necesidades del alma humana, debe procederse a modo de analogía a partir de las necesidades del cuerpo (Weil, 2000e: 22). La primera necesidad del cuerpo humano es la de ser alimentado, por tanto, la primera obligación que deriva de esta necesidad de nuestra naturaleza corpórea es la de no dejar a otro pasar hambre. De esta obligación analógicamente se desprende el alimentar el alma humana para que pueda sostener y llevar a su plenitud la vida que le corresponde de acuerdo a su naturaleza racional y libre. Por tanto, de esta necesidad se desprendería a su vez la obligación de dar a los otros orden, libertad, educación, cultura, participación social, etc.

Es destacable que este documento fue redactado antes de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”,9 anticipándose a las crisis políticas actuales.10 Estos conflictos surgen en países dominados ya sea por una cultura capitalista fuertemente individualista, ya sea por un tipo de socialismo populista, donde la iniciativa individual es anulada por el Estado en aras de una igualdad que tampoco satisface las necesidades básicas del cuerpo ni las del alma.

El descontento de los ciudadanos se da en relación con distintos ámbitos de la vida social, en los que exigen el cumplimiento de una serie de derechos, sin duda de importancia radical, pero sin considerar las obligaciones que fundan y de los cuales derivan estos derechos. Esto transforma las reivindicaciones sociales en un diálogo de sordos con el sistema político, porque se pone el énfasis en lo que la sociedad o el Estado me debe, en las injusticias y violaciones a mis derechos, antes que en mis deberes. Con ello, no queremos afirmar que los derechos no deban respetarse. No se trata de la imposición de la voz de uno de los actores sociales sobre el otro mediante la coerción (ya sea la imposición de los representantes del Estado por sobre el ciudadano o de unos ciudadanos sobre otros iguales o sobre el Estado, como en el caso de las manifestaciones violentas), sino que la única forma efectiva de que puedan respetarse los derechos es que se produzca un cambio de perspectiva que permita un verdadero diálogo personal.

Únicamente se logra un consenso sobre los derechos, que a su vez se expresan en leyes y normas sociales concretas, si se fundan en las obligaciones eternas que dimanan de la naturaleza humana. El primer paso para reconocer dichas obligaciones es mirar al otro en su necesidad y, desde mi particular posición en la sociedad, ser capaz de escucharlo, de acogerlo y respetarlo. Esa escucha atenta y respetuosa reclamará de mi obligación por el otro, solicitará mi responsabilidad y exigirá que me ponga al servicio del otro. Sólo desde estas básicas convicciones podré establecer un diálogo que expresen derechos a través de normas y leyes concretas. Dicho temple moral no proviene de leyes que la sociedad extrínsecamente pueda imponernos, sino que brotan de la reforma personal de cada cual. Abandonar la inevitable posición céntrica que adopta cada persona, no nos debe hacer olvidar que requiere de una verdadera conversión orientada tanto hacia el bien del otro como hacia el Bien trascendente. Sólo entonces la virtud de la justicia, coincide con la generosidad y la más alta virtud de la caridad:

Aquel de quien procede el acto de generosidad no puede actuar como lo hace si no se introduce en el otro por el pensamiento. Él también, en este momento, está compuesto solo de agua y espíritu.

La generosidad y la compasión son inseparables y ambas tienen su modelo en Dios, es decir, creación y pasión (Weil, 2009b: 92).

Ese diálogo con las otras personas que configura el tejido de las relaciones sociales exige la conversión personal, una muerte de mi posición egocéntrica, que me permita mirar a mis semejantes, desde la luz que brinda el Amor sobrenatural de Dios: “Es negarse a sí mismo. Y negándose a sí mismo se hace uno capaz, con Dios, de afirmar al otro por una afirmación creadora. Uno se ofrece como rescate por otro. Es un acto redentor” (Weil, 2009b: 93).

Desde esta perspectiva, una de las principales críticas que Weil hacía a la Iglesia, a pesar de desear ardientemente poder participar en los sacramentos, es que algunos miembros de la Iglesia, actuando como cualquier otra sociedad humana dominada por la fuerza, han operado bajo una lógica contractual. Esta crítica es, sin duda, la misma que reclamaba al pueblo judío. Siendo religiones, cuya misión es constituir puentes para la salvación y trascendencia del ser humano, han caído en la tentación de conducirse por la lógica inmanente del poder. Guiados por este afán han cometido graves injusticias contra individuos concretos y contra pueblos y comunidades enteras. Han rechazado de este modo la lógica del amor por dejarse conquistar por la dinámica de la fuerza. La Iglesia, como institución divina y humana, sólo puede ser un puente entre Dios y el ser humano, con todas sus imperfecciones. Si se absolutiza su poder terrenal, se comporta como cualquier Imperio y se transforma, de este modo, en una idolatría. Tal como explican Perrin y Thibon, en su libro sobre Weil:

Existe, sin duda, una tentación —y es aquí donde la crítica de Simone Weil encuentra su verdadero objetivo— hacer de este puente un fin y su morada, para permitir que el cuerpo visible de la Iglesia ponga un velo a su alma invisible, y para practicar «la Fe» en un partido orgulloso y agresivo – en síntesis, una tentación que permite a lo temporal sofocar a lo eterno, y a lo social sofocar lo divino. Es una tentación tan antigua como el pecado de idolatría, una ante la cual, ya sea individualmente o en grupo, los miembros de la Iglesia han sucumbido contantemente (2003: 150; traducción propia).

Weil reconoce en la Iglesia a una institución divina, custodia de la verdad, que tiene “la misión de formular decisiones sobre puntos esenciales, como depositaria de los sacramentos y guardiana de los textos sagrados…” (Weil,1995e: 99). El problema está en que, en muchas ocasiones históricas, la jerarquía ha sucumbido a la tentación de actuar como un gran animal social, esperando que los creyentes renuncien a su libre voluntad y a la autonomía de su pensamiento y conciencia para obedecer, no a Dios, sino a sus propios deseos. Esta lógica contractual, en la cual los fieles asisten a los sacramentos para recibir la salvación y la paz del alma a cambio de entregar su conciencia libre es lo que ha conducido a la Iglesia a grandes crisis, hoy y en otras épocas.11 En estos tiempos, algunos miembros de la Iglesia han actuado con la lógica en la cual una minoría usa todo su poder para reducir a las personas a una esclavitud espiritual, a meros objetos que pueden satisfacer sus propios intereses. Weil creyó que esta lógica de poder es la que corrompió al pueblo de Israel también (Weil, 1995b: 37-45). Y, ciertamente, es la que, con gran dolor, podemos reconocer en algunos de nuestros sacerdotes y laicos cristianos que han vuelto miserables a quienes tenían a su cargo y, por tanto, debían respetar y ofrecerles, como fieles instrumentos, el Amor de Dios.

La violación es una caricatura horrenda del amor, de la que está ausente el consentimiento. Después de la violación, la opresión es el segundo horror de la existencia humana. Es una caricatura horrenda de la obediencia. El consentimiento es tan esencial para la obediencia como para el amor (Weil, 2000a: 43).

Sólo un muy consciente regreso a una lógica sacramental —lógica fundada por Cristo— puede recuperar este espíritu para la Iglesia, como el principal μεταξύ a través del cual Dios nos encuentra en sus sacramentos. Una Iglesia guiada por este tipo de lógica es, sin duda, la comunidad a la cual Simone Weil quiso pertenecer.

Simone Weil deseó con toda el alma ser llenada por el amor de Dios a través de los sacramentos y a través de verdaderas relaciones humanas. La filósofa soñó con una sociedad estructurada con esta lógica y lo propuso a una sociedad que estaba sorda y ciega por la arrogancia de la razón y de la fuerza horrorosa de la guerra. Su propuesta filosófica y social aún nos interpela con gran fuerza, nos invita a entrar en un diálogo. Esperamos poder superar la sordera.

Referencias

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1A los seis meses de edad, sufrió una intoxicación con la leche materna, porque su madre la siguió amamantando a pesar de estar tomando fuertes medicamentos, lo que provocó que se intoxicara y que, por los dos años siguientes, no fuera capaz de recibir alimentos sólidos (Pétrement, 1973: 20-21).

2El significado de κένωσις (kénosis) es vaciamiento, renuncia.

3Así como la palabra υπομονή (hupomoné), que tanto le gustaba a Weil, καιρός (kairós) es también una palabra hermosa y plena de significado, ya que une los de bien y tiempo. Se puede traducir por «tiempo oportuno», pero me parece que es más que eso. Con todo, considero que es la palabra justa en este contexto. Jorge Peña (2002) lo expone del siguiente modo: “En cambio kairós es el momento propicio, la estación, un punto en el que el tiempo está lleno de significación y cargado de sentido precisamente por su relación con el fin. Por un lado, tenemos el simple tiempo en su homogéneo y constante discurrir temporal (chronos) y, por otro, el tiempo decisivo del advenimiento de Dios, el cumplimiento del tiempo (kairós, Mc 1, 15) y el de los signos de los tiempos (kairós, Mt. 16, 2-3)” (127).

4Hemos elegido llamar a este tipo de relación dinámica, marcada por el encuentro con el término de «lógica», porque revela un cierto orden de la realidad que debe ser estudiado y expresado con un tipo de método específico. Este tipo de lógica se expresa de mejor manera a través del método dialéctico que la autora escoge permanentemente en el desarrollo de su pensamiento, ya que éste logra asumir las contradicciones de lo real. Una lógica analítica abstracta no es capaz de captar la vida misma presente en la realidad del encuentro, fundamentalmente, porque esta realidad envuelve la paradoja, el misterio de que, para alcanzar la plenitud del ser en el Ser divino, es necesario perderse a sí mismo. Es necesario, por tanto, el sacrificio.

5El texto de Fedro 246d es el siguiente: “Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue. El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consuma y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose» (Platón, 2010).

6El profesor Vetö (2014: 4, 5) afirma que el concepto central de la obra de Weil es el de conversión. Tal como expongo en mi tesis doctoral: “Para el profesor Vetö, dicha conversión es la clave de la comprensión de su metafísica, ya que tanto su antropología, como su ontología y teología «se revelarían a sí mismas como interdependientes y determinadas por la Caída». Por tanto, en el contexto de una naturaleza caída, lo central de la propuesta weiliana sería, para Vetö, «un estudio conceptual de la conversión (en sentido Platónico) y su contexto metafísico y teológico»” (Novoa, 2020: 25).

7Los estallidos sociales que se repiten por todas partes del mundo en estos días nos ponen frente a este dilema. Por esta razón, no pueden resolverse fácilmente. No basta con acceder a las demandas que se multiplican, porque la dignidad no puede ser satisfecha en un nivel puramente material y social. La solución del problema pasa por una mirada más alta, por un cambio de la lógica subyacente.

8 L’ Enracinement —obra a la que hace referencia la cita indicada arriba— es un volumen que reúne los escritos que Simone Weil escribió durante su último año de vida en Londres por encargo de De Gaulle, junto al cual trabajaban un grupo de intelectuales y políticos, quienes, mientras luchaban por la liberación de su patria, pensaban cómo debían reorganizar el Estado francés, una vez recuperado su territorio. La traducción del título al español, en la edición del 2000 de la Editorial Sudamericana, como Raíces del Existir, no me parece ajustada al título original en francés, ya que tiene una connotación distinta. El título «Enraizamiento» me hubiese parecido más adecuado, porque expresa esta necesidad del alma humana de pertenecer a un lugar y a una colectividad. El nombre traducido en Editorial Trotta, Echar Raíces (2014), se acerca más a esto.

9La «Declaración Universal de los Derechos Humanos» fue realizada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ver https://www.un.org.

10En los convulsionados años de las Guerras Mundiales, como también en nuestro tiempo, urge el desarrollo de personas conscientes, abiertas a la luz divina, que se transformen en los μεταξύ necesarios para superar la crisis. Se trata de momentos en la historia en que se aplica con toda su intensidad la frase del evangelio “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 13), lo que nos da la clave para reconocer más allá de las ideologías comprometidas, a los héroes que la sociedad necesita para recuperar la paz.

11A Simone Weil le horrorizaban particularmente las violentas Cruzadas contra los herejes y, por supuesto, la Inquisición. Hubiese, sin duda, sufrido muchísimo con la crisis actual de abusos. Pero creemos que su develamiento le traería, como nos trae a nosotros, gran esperanza, de una recuperación de la lógica sacramental, realmente predicada por Cristo, en la cual el respeto por el otro es lo primordial, fundante de toda relación. Cristo dice de manera radical en sus evangelios que el que viole el respeto esencial al otro, sobre todo al niño, al más débil, se condena irremediablemente: “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar” (Mt 18, 6).

Recibido: 25 de Septiembre de 2019; Aprobado: 20 de Noviembre de 2020

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