Sumario: I. Introducción II. La psicología de sentido común y el derecho. III. El reto global. IV. El reto local. V. El situacionismo y las leyes del buen samaritano. VI. Conclusión. VII. Referencias.
I. Introducción
No hay disputa más acalorada en la naciente disciplina del “neuroderecho” que el del potencialmente devastador golpe que las ciencias de la mente1 pudieran asestarle al concepto y a la práctica de la responsabilidad jurídica. En un extremo de esta disputa se encuentran quienes, con base en los avances en el estudio científico de la mente y el cerebro, concluyen que las concepciones tradicionales de la responsabilidad jurídica y moral son una quimera y, en consecuencia, que los sistemas jurídicos existentes, y en particular el derecho penal, tarde que temprano tendrán que ser radicalmente revisados.2 En el otro extremo se hallan quienes sostienen que la evidencia actualmente disponible no pone en absoluto en peligro la integridad del derecho y, más aún, que hay buenas razones para dudar que cualquier evidencia futura pueda hacerlo.3 Una dificultad importante con esta manera de conducir el debate acerca del potencial impacto de las ciencias de la mente sobre la responsabilidad jurídica -el enfoque del todo o nada- es que oscurece una tercera posibilidad, a saber, que la evidencia científica pudiera mostrar que la psicología de sentido común en la que se basa el derecho es, si no globalmente inadecuada, sí localmente defectuosa. En otras palabras, bien pudiera ser el caso que dicha evidencia, si bien no muestra que la persona racional presupuesta en el derecho no existe, sí sugiere que, en ciertos aspectos claramente identificables, sus capacidades racionales son más limitadas de lo que ordinariamente suponemos. Más importante aún, bien pudiera ocurrir que ciertas disposiciones jurídicas no sólo no reconocen estos límites sino que, al contrario, prescriben ciertos comportamientos que los pasan por alto. Si ello es así, entonces, en lugar de una amenaza inminente para la integridad del derecho, las ciencias de la mente serían potenciales aliadas de éste en la creación de disposiciones jurídicas más realistas y justas.
En consonancia con lo anterior, el presente artículo tiene dos objetivos principales. Primero, exponer y criticar lo que llamaré “el reto global” a la responsabilidad jurídica proveniente de las ciencias de la mente. Aquí me abocaré a criticar los dos principales argumentos que suelen esgrimirse a favor de la conclusión de que la evidencia empírica refuta a la psicología de sentido común presupuesta en el derecho y, en consecuencia, que las prácticas jurídicas relacionadas con las atribuciones de responsabilidad penal son fundamentales defectuosas (al menos bajo una concepción retributiva de dichas prácticas). Mi segundo objetivo es mostrar que, a pesar de que el reto global falla, un reto más modesto -el “reto local”- a la psicología de sentido común es más plausible a la luz de la evidencia actualmente disponible. Específicamente, argumentaré, con base en evidencia proveniente de la psicología social, que uno de los supuestos centrales de la psicología de sentido común empleada en el derecho -el supuesto de que las capacidades racionales relevantes para las atribuciones de responsabilidad son estables a través de diferentes circunstancias- es falso. Sostendré, por el contrario, que dicha evidencia demuestra que las capacidades cognitivas y volitivas requeridas para detectar y responder adecuadamente a consideraciones normativas son extraordinariamente sensibles a influencias situacionales en apariencia nimias, algunas de las cuales pueden interferir significativamente con el ejercicio de dichas capacidades y, por tanto, poner en duda la corrección de ciertas atribuciones ordinarias de responsabilidad.
Ilustraré esta tesis apelando al cúmulo de evidencia “situacionista” en psicología social que muestra que factores situacionales aparentemente irrelevantes pueden afectar significativamente la propensión de las personas a prestar ayuda con independencia de cuáles sean sus convicciones morales. Sostendré además que la influencia de dichos factores sobre las capacidades racionales no sólo no es reconocida por el derecho sino que, por el contrario, existen disposiciones jurídicas que presuponen que dicha influencia no existe o no es relevante. Un ejemplo claro son las llamadas “leyes del buen samaritano” que imponen sanciones penales a quienes no auxilian a otros en situaciones de emergencia, siempre y cuando el costo de ayudar sea bajo y no exista ningún impedimento obvio para hacerlo. La conclusión que buscaré establecer es que, a pesar de que nuestras intuiciones ordinarias nos dicen que es razonable esperar de personas racional y moralmente normales que presten ayuda en dichas circunstancias y por tanto que son responsables por sus omisiones cuando no lo hacen, estas intuiciones no son confiables a la luz de la evidencia aducida. Se sigue de ello que las disposiciones jurídicas que descansan en dichas intuiciones deben ser revisadas.
La estructura del trabajo es la siguiente. En la sección 2 bosquejo los tres rasgos centrales de la psicología de sentido común -y de la persona racional- presupuesta en el derecho y, más específicamente, en el derecho penal.4 En la sección 3 expongo y critico el reto global según el cual la psicología de sentido común está fundamentalmente equivocada y, por lo tanto, no puede servir de base al derecho penal. En la sección 4 presento el reto local y en la sección 5 ilustro su relevancia para el derecho tomando como ejemplo las leyes del buen samaritano. Finalmente, en la sección 6 concluyo con un breve resumen de las principales conclusiones alcanzadas en el trabajo.
II. La psicología de sentido común y el derecho
1. Los supuestos básicos de la psicología de sentido común
Por “psicología de sentido común” me refiero al conjunto de suposiciones ordinarias acerca de los estados mentales de las personas que nos permiten explicar, predecir y evaluar su comportamiento en un amplio rango de circunstancias. Si, por ejemplo, durante una fiesta vemos a una persona acercarse a la mesa de bocadillos y tomar una servilleta, podemos explicar su comportamiento apelando a sus deseos (desea comer un bocadillo) y creencias (cree que los bocadillos están en la mesa y cree además que tomar el bocadillo con una servilleta es lo que la etiqueta exige). Este mismo modelo nos permite predecir las acciones de otros: retomando el ejemplo, el anfitrión de la fiesta sabe de antemano que si coloca los bocadillos y las servilletas en un lugar visible, los invitados se acercarán a ellos y los tomarán de cierta manera. Finalmente, este modelo nos permite evaluar el comportamiento de las personas como más o menos racional. Por ejemplo, juzgaremos como irracional a un hombre que, deseando comprar una bebida de la máquina expendedora, deposita una moneda en su sacapuntas con base en su creencia de que ello es el medio adecuado para obtenerla.5
Lo que comparten estas tres operaciones que la psicología de sentido común nos permite realizar -explicar, predecir y evaluar el comportamiento humano- es la concepción de las personas como seres racionales, es decir, agentes que actúan a la luz de sus creencias (mayormente verdaderas) para obtener aquello que desean (concebido como algo bueno). Como señala Stephen Morse, el derecho, y sobre todo el derecho penal, dependen de manera fundamental tanto de la psicología de sentido común como de la concepción de las personas como seres racionales en el sentido recién descrito.6
La psicología de sentido común descansa en tres supuestos básicos que resultan esenciales para el derecho. En primer lugar está el supuesto de causación mental, a saber, la presunción de que ciertos estados mentales de las personas (por ejemplo, sus deseos e intenciones) son causalmente relevantes en la producción de sus acciones, de lo que se sigue que la explicación de su comportamiento debe apelar fundamentalmente a dichos estados mentales.
En segundo lugar está el supuesto de sensibilidad a razones, es decir, la idea de que las personas actúan -no siempre, pero con suficiente frecuencia- con base en razones. Este supuesto juega un doble papel. Por un lado, hace posible ofrecer explicaciones racionalizadoras del comportamiento, esto es, explicaciones que permiten entender por qué determinada acción tenía sentido para el agente a la luz de sus deseos y creencias.7 Por otro lado, sustenta la idea de que las acciones son racionalmente evaluables. Volviendo al ejemplo de Nagel, es apropiado juzgar como irracional a la persona que deposita una moneda en su sacapuntas para obtener un refresco porque esta acción resulta defectuosa a la luz de las razones que ella misma posee (en este caso, relacionadas con aliviar su sed). Además, dado que tanto la moral como el derecho regulan el comportamiento ofreciendo razones perentorias para la acción,8 el supuesto de sensibilidad a razones permite evaluar a los agentes a la luz de éstas.
En tercer lugar está el supuesto de capacidades racionales generales, según el cual las capacidades racionales que poseen las personas para percatarse de, y actuar con base en, las razones pertinentes de cada caso son capacidades generales, esto es, estables a través de diferentes circunstancias.9 Ello implica, por ejemplo, que si alguien es capaz de percatarse en la situación X de que alguien necesita ayuda y es capaz además de actuar en consecuencia, entonces es razonable esperar que, ceteris paribus, dicha persona será igualmente capaz de ambas cosas en la situación Y. Ello no implica, desde luego, que sea razonable esperar que la persona en cuestión responderá adecuadamente en cualquier circunstancia posible; por ejemplo, no es razonable esperar que ayudará a otro cuando ello conllevaría poner en riesgo su propia vida o invertir la mayoría de sus recursos. Sin embargo, el supuesto de capacidades racionales generales sí implica que la clase de situaciones que interfieren con el ejercicio de éstas -en el sentido relevante para las atribuciones de responsabilidad- es limitada y, además, que es coextensiva con las exenciones y excusas reconocidas por la moral ordinaria y el derecho.10
Es importante notar que estos tres supuestos básicos de la psicología de sentido común son independientes entre sí. Por ejemplo, podríamos aceptar el supuesto de causación mental y rechazar el supuesto de sensibilidad a razones11 o, a la inversa, aceptar el supuesto de sensibilidad a razones y rechazar el de causación mental.12 Por otro lado, aceptar el supuesto de capacidades racionales generales y rechazar el de sensibilidad a razones es menos plausible ya que, al menos en el presente contexto, parte de lo que implica ser racional es precisamente ser sensible a razones.13 Sin embargo, como veremos más adelante, la posibilidad inversa -aceptar el supuesto de sensibilidad a razones y rechazar el de capacidades racionales generales- es sumamente plausible. Ello conduce a una concepción de las personas en la que éstas son sensibles a razones pero no en cualquier circunstancia y no respecto de cualquier clase de razones; en otras palabras, en dicha concepción las capacidades para detectar y responder adecuadamente a las razones pertinentes del caso no son estables a través de distintas circunstancias sino que están indexadas a contextos específicos de acción.14 Como explicaré en detalle abajo (subsección 4.3.1), una concepción precisamente de esta naturaleza resulta plausible a la luz de la evidencia aducida por el reto local a la responsabilidad jurídica. Por el momento, basta con haber notado la modularidad de los supuestos básicos de la psicología de sentido común, lo cual abre la puerta a una reforma parcial -en oposición a un rechazo tajante- tanto de ésta como de la imagen de la persona racional asociada con ella.
2. La persona racional y el derecho
Señalé antes que el derecho, y en especial el derecho penal, presuponen a la psicología de sentido común y a la imagen de la persona racional asociada con ella. A continuación sustentaré esta afirmación apelando de nuevo a los tres supuestos básicos descritos arriba.
En primer lugar, el supuesto de causación mental -el supuesto de que las personas son capaces de controlar sus acciones a través de ciertos estados mentales- es esencial para comprender la función central del derecho como guía de la acción.15 La función primaria de los sistemas jurídicos es regular la conducta de los seres humanos por medio de directrices dirigidas precisamente a aquellos agentes cuya conducta se busca influir. Para que este método de regulación tenga sentido, es necesario suponer que las personas son capaces de adecuar su conducta a los requerimientos jurídicos aplicables a través de sus acciones y omisiones intencionales; en otras palabras, es necesario suponer que sus estados mentales conscientes -sus creencias acerca de los requerimientos jurídicos aplicables y sus intenciones de adecuar su conducta a éstos- son, por lo general, causalmente efectivos en la producción de sus acciones y omisiones. De lo contrario, el derecho sería incapaz de guiar la conducta humana.
El supuesto de causación mental es esencial también para el derecho penal en particular, pues dos de los elementos básicos empleados en éste para tipificar ciertas conductas como delictuosas -el elemento de acción y el elemento de mens rea o culpabilidad- presuponen que los estados mentales conscientes de las personas juegan un rol central en la producción de su comportamiento. Por lo que toca al elemento de acción, en el derecho penal una acción se define como un movimiento corporal voluntario y, a su vez, la noción de voluntariedad se define apelando al papel que desempeña la conciencia en la producción de los movimientos de la persona.16 Aunque no suele especificarse exactamente qué papel juega la conciencia,17 sí se presume que podemos distinguir intuitivamente entre aquellos movimientos corporales producidos y guiados por la conciencia de la persona y aquellos que no. Ejemplos de estos últimos son actos reflejos, movimientos producidos durante un episodio de sonambulismo o hipnosis o aquellos movimientos causados por una fuerza exterior irresistible. El punto importante es que una piedra angular del derecho penal es la idea de que la conciencia de la persona -es decir, sus estados mentales conscientes como deseos e intenciones- es causalmente efectiva en la producción de un rango significativo de sus movimientos corporales.
Por otro lado, el elemento de mens rea o culpabilidad involucra directamente los estados mentales de la persona, pues desde el punto de vista jurídico resulta esencial saber qué estados mentales albergaba el sujeto al momento de producir un daño para poder determinar de qué tipo de conducta criminal es responsable. Un mismo movimiento voluntario -por ejemplo, mover el dedo índice para jalar el gatillo de un arma- será calificado de modo muy diferente dependiendo de si el sujeto sabía que el arma estaba cargada y de si tenía además la intención de asesinar a la persona a quien apuntaba (homicidio doloso) o si, por el contrario, el sujeto ignoraba que lo estaba y carecía además de la intención de producir daño (homicidio culposo). Nuevamente, el punto importante es que la coherencia de este aspecto del derecho penal -la distinción entre tipos penales con base en los estados mentales del sujeto- depende del supuesto de que estos últimos son causalmente eficaces en la producción de la acción que condujo al daño.
En segundo lugar, el supuesto de sensibilidad a razones está también incorporado al derecho de manera fundamental. El derecho se dirige a los agentes en tanto seres racionales, capaces de detectar y verse motivados por las razones pertinentes.18 En el caso particular del derecho penal, uno de los propósitos básicos que se persigue al tipificar cierta conducta como delictuosa es hacer patente que existen razones decisivas para evitarla. Esas razones no son puramente prudenciales (como evadir el castigo) sino también morales (en ocasiones la conducta prohibida es mala en sí misma, es decir, independientemente de su prohibición jurídica, por lo que existen razones morales decisivas para no realizarla), y se asume que los agentes son capaces de tomar en cuenta ambas al deliberar acerca de cómo actuar. Además, la práctica del juicio penal también se basa en el supuesto de sensibilidad a razones, puesto que el acusado es llamado a responder por su conducta y ello incluye la posibilidad de ofrecer razones por las cuales no debe ser condenado.19 Finalmente, y bajo una concepción reformista del castigo, el castigo penal presupone la capacidad del criminal de responder adecuadamente a razones en tanto aquél aspira a que éste reconozca que ha obrado mal, se arrepienta de lo que ha hecho y realice las reparaciones morales necesarias.20
En tercer lugar, el supuesto de capacidades racionales generales está también sólidamente arraigado en el derecho, particularmente en el derecho penal, pues una condición necesaria de la imputabilidad jurídica es la posesión de las capacidades cognitivas y volitivas requeridas para entender lo que la ley exige y actuar en consecuencia.21 Esta concepción de la imputabilidad suele ir asociada con el supuesto de que las capacidades pertinentes son estables a través de un amplio rango de circunstancias. Si bien esta suposición rara vez es articulada, mucho menos defendida, explícitamente,22 su presencia es clara en los escritos de quienes adoptan la concepción “capacitaria” de la imputabilidad. Por ejemplo, Morse afirma que:
Los agentes responsables son dejados en libertad [para actuar como mejor les parezca] bajo la teoría de que un agente racional siempre podría reconocer la incorrección y peligro para sí mismo de violar criminalmente los legítimos intereses de otros.23
La idea de que, al menos en principio, un agente racional siempre está en posición de reconocer la incorrección jurídica de su conducta -particularmente cuando se trata de actos potencialmente criminales- sólo tiene sentido bajo el supuesto de que las capacidades racionales requeridas para ello son estables a través de un amplio rango de circunstancias. Como señalé arriba, las únicas limitantes a este supuesto que son aceptadas como relevantes para las atribuciones de responsabilidad son las excusas y exenciones jurídicamente reconocidas. En ausencia de éstas, la práctica jurídica se apega a la idea de que una persona racional siempre está en posición de adecuar su conducta a las exigencias relevantes.24
Antes de proseguir, debo aclarar que el ámbito de aplicación de mi análisis concierne exclusivamente a las capacidades racionales que son necesarias y suficientes para que una persona sea objeto de lo que Hart llama “liability-responsibility”, esto es, para que sea susceptible de castigo jurídico por sus acciones.25 Este tipo de responsabilidad, según Hart, se basa en lo que él llama “capacity-responsi-bility”, esto es, en la posesión de ciertas capacidades cognitivas y volitivas que hacen a la persona capaz de entender lo que la ley exige y actuar en consecuencia.26 Mi propuesta no atañe al razonamiento moral o jurídico en general, ni mucho menos a la normatividad jurídica en su conjunto, sino únicamente a las capacidades racionales antes referidas. Además, es importante señalar que ninguno de mis argumentos guarda relación alguna con la cuestión acerca de cómo impacta el situacionismo a la agencia epistémica.27 Esta omisión es admisible dado que ambos tipos de agencia -la agencia responsable y la agencia epistémica- no sólo son distintos entre sí sino que, además, ninguno de los principales teóricos de la agencia responsable a nivel individual (tanto moral como jurídica) piensan que el análisis de ésta conlleve o presuponga un análisis de la agencia epistémica. Es cierto que un elemento esencial de la agencia responsable es la llamada “condición epistémica”,28 pero dicha condición no tiene nada que ver con la agencia epistémica sino que concierne más bien a los estados de conciencia que son relevantes para las atribuciones de responsabilidad. Si, como explico más adelante, la evidencia situacionista muestra que factores situacionales aparentemente irrelevantes pueden afectar de manera significativa el ejercicio de las capacidades constitutivas de la agencia responsable a nivel individual, ello basta para establecer su relevancia para el derecho aun dejando completamente de lado la relación entre el situacionismo y la epistemología.29
III. El reto global
Hemos visto que el derecho en general, y el derecho penal en particular, presuponen la psicología de sentido común descrita arriba y la imagen de la persona racional asociada con ella. Ahora bien, si existiera evidencia científica que pusiera en duda la adecuación empírica de ambas a nivel global ello a su vez pondría en duda la adecuación normativa del derecho, pues éste no estaría en posición de imponer obligaciones y asignar penas si las personas no fueran el tipo de agentes que pueden cumplir con aquéllas (al menos de la forma en que ordinariamente se asume que lo hacen). Los proponentes del reto global contra la responsabilidad jurídica argumentan que ya existe evidencia empírica suficiente para concluir que el supuesto de causación mental es falso y, por tanto, que también lo es el supuesto de que el comportamiento humano es producto de deliberaciones racionales.30 Si éste fuera el caso, entonces la concepción del derecho como guía de la acción sería insostenible, así como también lo sería el derecho penal basado como está en las ideas de voluntariedad y mens rea. En esta sección describiré y criticaré los dos argumentos principales que constituyen el reto global: el argumento reduccionista (3.1) y el argumento modular (3.2).
1. El argumento reduccionista
La afirmación principal de los proponentes del reto global es la siguiente:
Epifenomenalismo. Los estados mentales conscientes de las personas no son causalmente relevantes para la producción de sus acciones, sino que sólo acompañan a, o son subproductos de, aquellos procesos que sí lo son. Es decir, los estados mentales conscientes son meros epifenómenos.
Uno de los dos argumentos principales a favor de la tesis del epifenomenalismo es el argumento reduccionista. El núcleo del argumento es éste: puesto que las ciencias de la mente muestran que los estados mentales conscientes son instanciados por procesos neuronales, podemos concluir que las verdaderas causas de las acciones son estos procesos y no los estados conscientes mismos. Y puesto que, para efectos de las atribuciones de responsabilidad, las personas se identifican con sus estados mentales conscientes (con sus deseos, planes, intenciones, creencias, etcétera), podemos concluir también que las personas no son la causa de sus acciones y, por tanto, no son responsables por ellas.31
Joshua Greene y Jonathan Cohen emplean este argumento en el influyente artículo en el que presentan su versión del reto global a la responsabilidad jurídica. Ellos afirman que, si bien el derecho penal se concentra exclusivamente en la cuestión de si el acusado poseía las capacidades racionales requeridas para haber actuado correctamente, las intuiciones ordinarias acerca de las atribuciones de responsabilidad se basan en algo distinto, a saber: “Lo que la gente realmente quiere saber es si el acusado, y no otra cosa, es responsable por el crimen, donde esta otra cosa podría ser el cerebro del acusado, sus genes o sus circunstancias”.32 Sin embargo, continúan, es muy plausible pensar que en un futuro no muy lejano la neurociencia será capaz de mostrar vívidamente que cualquier evento mental -incluyendo las decisiones- que, en nuestra ignorancia actual, atribuimos a la persona misma, es en realidad el resultado de procesos neuronales. Para ilustrar este punto, presentan el siguiente ejemplo:
Imagina que ves una película de tu cerebro eligiendo entre una sopa y una ensalada. El programa de computadora pinta de rojo a las neuronas que están a favor de la sopa y de azul a las neuronas a favor de la ensalada. La película te permite rastrear las relaciones de causa-efecto entre neuronas individuales... hasta el punto crucial en el que las neuronas azules vencen a las rojas, tomando el control de tu corteza premotora y causando que tú digas: “Quiero la ensalada, por favor”.33
Hay dos maneras de interpretar este ejemplo y su relevancia para las atribuciones de responsabilidad. Por un lado, lo que el ejemplo sugiere es que la neurociencia será capaz de mostrar vívidamente que todas nuestras decisiones son productos causales de otros eventos (en este caso, eventos neuronales) y, por lo tanto, será capaz de mostrar que carecemos de voluntad libre concebida de cierta manera (como causa incausada, digamos). Por otro lado, lo que el ejemplo sugiere es que la neurociencia será capaz de mostrar vívidamente que nuestros procesos mentales conscientes (tales como la evaluación de razones a favor de comer sopa o ensalada) no son la causa real de nuestras acciones sino meros efectos de ciertos procesos neuronales (el “combate” entre las neuronas rojas y azules) y, por tanto, será capaz de mostrar que el verdadero responsable de las acciones no es la persona sino su cerebro.
Si bien Greene y Cohen no distinguen entre ambas interpretaciones, es claro que sólo la segunda de ellas es potencialmente relevante para la responsabilidad jurídica. Si el ejemplo se interpreta del primer modo resulta irrelevante porque, aun concediendo que todas nuestras decisiones conscientes están causalmente determinadas por otros eventos, ello no implica que dichas decisiones (y otros estados mentales conscientes) no estén ellas mismas causalmente involucradas en la producción de la acción. Esto último es todo lo que el supuesto de causación mental exige; no exige que nuestras decisiones sean producto de una voluntad que es causa incausada. Por otro lado, si el ejemplo se interpreta del segundo modo sí sería potencialmente relevante para la responsabilidad jurídica puesto que atacaría directamente el supuesto de causación mental: ciertos procesos neuronales, y no los estados mentales conscientes que supervienen en ellos, serían las verdaderas causas de nuestras acciones.
Ahora bien, ¿es convincente la segunda interpretación del ejemplo? No lo es, pues aun concediendo que en un futuro será posible rastrear minuciosamente los procesos neuronales que implementan la toma de decisiones, ello no implicaría que los estados mentales conscientes que las preceden (por ejemplo, la valoración de razones pro y contra), así como las decisiones mismas, sean meros epifenómenos.34 Sostener lo contrario es un ejemplo de lo que podemos llamar “la falacia reduccionista”, a saber, pensar que, puesto que X superviene en, o es instanciado por, Y, entonces todos los poderes causales que usualmente atribuimos a X son en realidad poderes causales de Y. Este razonamiento es claramente incorrecto. Como lo ejemplifica Eddy Nahmias, “el hecho de que los pájaros están compuestos de quarks no significa que sus alas no juegan un papel causal en su vuelo”.35 De igual manera, el hecho de que las decisiones y demás estados mentales conscientes posean correlatos neuronales no significa que aquéllas no juegan un papel causal en la producción de las acciones.
Podemos conceder, pues, que la neurociencia será capaz de explicar con cada vez mayor detalle cómo las decisiones y otros estados mentales conscientes son instanciados en el cerebro sin conceder al mismo tiempo que esto será evidencia de que aquéllas y éstos son superfluos a la hora de explicar (causalmente) la conducta de las personas. En otras palabras, el mero hecho de que el cerebro implemente los procesos mentales conscientes no quiere decir que éstos sean causalmente ociosos. Así pues, el argumento reduccionista no logra establecer la tesis del epifenomenalismo y, por tanto, deja intacto el supuesto de causación mental que es central en el derecho.
2. El argumento modular
El segundo argumento a favor de la tesis del epifenomenalismo presenta un reto mucho más serio al supuesto de causación mental. Siguiendo a Nahmias, lo llamo “el argumento modular”.36 A diferencia del argumento reduccionista, el argumento modular no se contenta con señalar que los estados mentales conscientes que acompañan a las acciones son implementados por procesos neuronales, sino que va más allá al presentar evidencia que supuestamente muestra que estos procesos neuronales son, ellos mismos, causalmente ineficaces en la producción de las acciones. Una manera de mostrar que éste es el caso es apelar a evidencia que sugiere que el módulo del cerebro encargado de producir los estados mentales conscientes que suelen acompañar a las acciones y que, aparentemente, son causa de éstas, es distinto del módulo que realmente produce las acciones (de ahí el nombre “argumento modular”). El proponente más destacado de este argumento es Daniel Wegner. A continuación bosquejo y evalúo críticamente su propuesta.
En su libro The Illusion of Conscious Will, Wegner sostiene que la voluntad consciente, entendida como la experiencia ordinaria de sentir que uno mismo ha causado los movimientos corporales propios, es una ilusión, en el sentido de que dicha experiencia no es, como usualmente se supone, un indicador de que la persona misma -identificada aquí con su conciencia- sea de hecho la que causa y controla las acciones.37 En otras palabras, si bien la experiencia de ser el autor de nuestras acciones suele acompañar a éstas, la experiencia misma, incluyendo los estados mentales concomitantes como creencias, deseos e intenciones, no está causalmente involucrada en la producción de las acciones. Así pues, la voluntad consciente sería un mero epifenómeno.38
Para sustentar esta sorprendente afirmación, Wegner ofrece lo que él llama “la teoría de la causación mental aparente”. De acuerdo con ella, la voluntad consciente no es la causa de las acciones sino el efecto de una serie de mecanismos interpretativos que ligan los pensamientos conscientes de la persona con sus movimientos corporales. En particular, la experiencia de autoría emerge cuando los pensamientos de la persona (relacionados con sus deseos, creencias e intenciones) satisfacen las siguientes tres características: 1) ocurren durante un intervalo adecuado antes de la acción; 2) son consistentes semánticamente con la acción que tiene lugar, y 3) no hay una explicación alternativa de qué pudo haber causado dicha acción. Cuando los pensamientos satisfacen estos requisitos de prioridad, consistencia y exclusividad, la persona experimenta la sensación de autoría sobre sus movimientos. Por ejemplo: deseo una bebida y creo que puedo obtenerla si me aproximo a la máquina expendedora (prioridad); a continuación me observo a mí mismo caminando precisamente hacia allá (consistencia) y, finalmente, la única explicación que tengo a la mano de por qué estoy haciendo esto apela justamente a mis deseos y creencias conscientes (exclusividad). En consecuencia, experimento la sensación de autoría sobre la acción que observé: caminar a la máquina expendedora y comprar una bebida. Sin embargo, dado que esta experiencia es, según la teoría, producida por una serie de procesos interpretativos que nada tienen que ver con los mecanismos causales que de hecho producen las acciones, el nombre “causación mental aparente” resulta apto: dicha experiencia nos hace creer que nuestros pensamientos causan nuestras acciones, pero éste no es el caso.
La propuesta de Wegner, así como la evidencia empírica que aduce a su favor, son complejas y no pretendo hacerles justicia aquí.39 Me limito a presentar dos objeciones generales a su teoría de la causación mental aparente y a las consecuencias que pretende derivar de ella.
La primera objeción es acerca de la interpretación que hace Wegner de la evidencia que, según él, demuestra que la experiencia de autoría es ilusoria. Esta evidencia proviene mayormente de experimentos que muestran que dicha experiencia puede producirse artificialmente (o inhibirse artificialmente) siempre y cuando los principios de prioridad, consistencia y exclusividad se vean satisfechos (o bloqueados). Por ejemplo, en un experimento similar a un ejercicio de pantomima, los sujetos sienten que controlan unas manos que no son suyas pero que están posicionadas exactamente donde estarían las propias, siempre y cuando escuchen las instrucciones que el experimentador dicta en voz alta a quien de hecho las mueve (y quien se encuentra oculto).40 En este caso, la experiencia de autoría se produce artificialmente gracias a que los pensamientos de los sujetos -inculcados por las instrucciones del experimentador- satisfacen los tres principios citados. A la inversa, el fenómeno de la “comunicación facilitada”, relacionado con una terapia demostradamente falsa en la que una persona autista supuestamente tecleaba ciertos mensajes con ayuda de un facilitador quien creía sinceramente que era el paciente y no él quien realizaba la acción, muestra que la experiencia de autoría puede bloquearse artificialmente (en el caso del facilitador) si uno de los principios que la producen (aquí el de exclusividad) no se ve satisfecho.41
Wegner presenta muchos casos más de disociación entre la experiencia de agencia y la agencia misma, los cuales, piensa él, claramente demuestran que dicha experiencia es en general ilusoria.42 El problema, sin embargo, es que del hecho de que la experiencia de agencia en ocasiones no refleje verdadero control agencial no se sigue que ordinariamente no lo hace. A la inversa, del hecho de que el control agencial pueda darse sin la experiencia de agencia (como en el caso de la comunicación facilitada) no se sigue que, por regla general, no vayan de la mano. Más importante aún, tampoco se sigue que, cuando van de la mano, los estados conscientes de la persona -los cuales contribuyen a la sensación de agencia- no sean causalmente relevantes para el control agencial.43 Así pues, bien puede ser el caso que ordinariamente suceda lo siguiente: ciertos pensamientos conscientes de la persona de hecho causan sus acciones y, además, puesto que dichos pensamientos satisfacen los requisitos de prioridad, consistencia y exclusividad, la persona experimenta la acción como producto suyo. Si esto es así, entonces lo que la teoría de Wegner en realidad consigue es, por un lado, explicar cómo se produce ordinariamente la experiencia (y no la ilusión) de autoría y, por otro, mostrar que los mecanismos que la producen son falibles, es decir, que están sujetos al tipo de distorsiones ilustradas por los experimentos descritos arriba. Sin embargo, que dichos mecanismos sean falibles no significa que, en general, no sean fidedignos.44
Confrontado con esta objeción, Wegner respondería que aquello que la evidencia indudablemente muestra es que la experiencia de autoría y las acciones mismas son producidas por módulos cerebrales independientes. Si ello no fuera así, sería difícil explicar la divergencia observada en los experimentos entre experiencia de autoría y control agencial. Pero -continuaría Wegner- si aceptamos que el módulo que genera la experiencia de autoría es diferente del módulo que de hecho produce las acciones, entonces debemos aceptar que el agente no es la causa de éstas, lo cual es otra manera de mostrar que la voluntad consciente es ilusoria. Wegner parece tener esta línea de respuesta en mente cuando escribe lo siguiente:
La creación de nuestra sensación de agencia es sumamente importante para una gran cantidad de procesos personales y sociales, aun cuando este agente percibido no sea la causa de la acción... Al realizar estas inferencias [que producen la sensación de agencia], obtenemos la imagen de un agente virtual, de una mente que aparentemente guía la acción.45
Mi segunda objeción a Wegner es que éste se equivoca al concluir, a partir de la aparente modularidad de los mecanismos que producen la experiencia de agencia y las acciones mismas, que los agentes no son la causa de éstas. En efecto, del hecho de que la experiencia de agencia sea producida por un módulo distinto del módulo que causa las acciones no se sigue que la autoría de éstas no pueda ser atribuida a la persona misma. A este respecto, resulta crucial hacer la distinción entre la experiencia de agencia y la agencia misma (o entre la experiencia de voluntad consciente y la voluntad misma). Con base en esta distinción, podemos conceder a Wegner que la experiencia de agencia no es la causa de las acciones sino que, tal como él sostiene, dicha experiencia es producto de ciertos mecanismos interpretativos que son distintos de los mecanismos causales que producen el comportamiento. Sin embargo, ello no nos impide identificar la agencia misma con estos mecanismos causales (o con un subconjunto de ellos). Por ejemplo, una propuesta plausible es identificar al agente con un mecanismo que detecta y responde a consideraciones racionales.46 Cuando este mecanismo es causalmente efectivo en la producción de la acción, entonces estamos autorizados a atribuirla a la persona como un producto suyo.47 Además, dado que es razonable asumir que un mecanismo como el descrito opera, al menos parcialmente, a través de estados mentales conscientes (por ejemplo a través de la valoración de consideraciones en pro y en contra de cierto curso de acción), podemos sostener que la conciencia del sujeto sí es causalmente relevante en la producción de la acción. De este modo, podemos reconciliar la modularidad a la que Wegner alude con la suposición de sentido común de que los agentes mismos son causa de sus acciones.
En suma, ni la teoría de la causación mental aparente que defiende Wegner, ni la evidencia que ofrece a favor de ella, muestran que la tesis del epifenomenalismo es correcta. Por lo tanto, el argumento modular tampoco socava el presupuesto de causación mental que es piedra angular de la responsabilidad moral y jurídica.48
IV. El reto local
1. La falsedad del supuesto de capacidades generales
Argumenté en la sección anterior que los dos argumentos principales que componen el reto global fallan. Si ello es así, entonces la evidencia actual proveniente de las ciencias de la mente no apoya la afirmación de que el derecho -y en particular el derecho penal- debe ser radicalmente revisado. Ello no quiere decir, sin embargo, que las ciencias de la mente no tengan nada que enseñarnos acerca de la adecuación empírica de la psicología de sentido común empleada en el derecho. Por el contrario, como argumentaré en esta sección y la siguiente, ciertos descubrimientos acerca de los límites de nuestras capacidades racionales sugieren que la psicología de sentido común y la concepción de la persona racional asociada con ella deben ser localmente revisadas y, junto con ambas, ciertas disposiciones jurídicas que pasan por alto dichos límites deben ser revisadas también.49
En la subsección 2.2 sostuve que uno de los supuestos básicos de la concepción de la persona racional empleada en el derecho penal es el supuesto de capacidades racionales generales. Como expliqué ahí, éste es el supuesto de que las capacidades cognitivas y volitivas requeridas para percatarse de, y actuar con base en, razones son estables a través de diferentes contextos y que aquellos contextos en los que no lo son (es decir, aquellos contextos en los que dichas capacidades no funcionan como deberían) coinciden con las excusas y exenciones reconocidas por la moral y el derecho. Este supuesto apoya, por un lado, la convicción de que en ausencia de factores como demencia o coerción cualquier adulto normal siempre tiene la posibilidad de reconocer cuáles son sus obligaciones morales y jurídicas50 y actuar en consecuencia; y apoya, por otro, la convicción de que cualquier adulto que viole algunas de estas obligaciones, y carezca además de una excusa moral o jurídicamente reconocida, es moral y/o jurídicamente responsable por dicha violación.
A continuación argumentaré, con base en evidencia proveniente de la psicología social situacionista, que el supuesto de capacidades racionales generales es falso: lejos de ser estables a través de un amplio rango de circunstancias, las capacidades para detectar consideraciones normativas relevantes y actuar en consecuencia están indexadas a contextos específicos de acción. Sostendré además que las circunstancias que afectan de manera significativa a la agencia responsable van más allá de las excusas y exenciones moral y jurídicamente reconocidas. Me enfocaré en particular en evidencia que muestra que presiones situacionales en apariencia nimias conducen a muchos sujetos a obviar demandas altruistas básicas o incluso a cometer acciones moralmente aberrantes, independientemente de cuáles sean sus convicciones morales. Buscaré mostrar que dichas presiones situacionales interfieren con el ejercicio adecuado de las capacidades racionales relevantes para las atribuciones de responsabilidad y son, por tanto, similares a las excusas moral y jurídicamente reconocidas. Describo a continuación de modo sucinto el conjunto de evidencia empírica en el que se basan estas afirmaciones para después mostrar su relevancia para el derecho.
2. La evidencia situacionista
La psicología social situacionista es una tradición en psicología experimental que enfatiza la importancia de factores situacionales para explicar y predecir la conducta de las personas y que sostiene, al mismo tiempo, que las disposiciones y rasgos de carácter individuales tienen comparativamente menor relevancia explicativa y predictiva. Las tesis centrales del situacionismo, todas ellas respaldadas por evidencia empírica sustancial, son las siguientes tres.51
a. El poder y sutileza de las situaciones. La tesis básica del situacionismo es que factores situacionales aparentemente nimios -tales como presiones de tiempo, ruidos potentes, olores agradables, la presencia de otras personas, triviales golpes de buena suerte, órdenes de parte de un experimentador, etcétera- tienen efectos sustanciales sobre el comportamiento de las personas, incluyendo comportamiento moralmente relevante. Lo que resulta especialmente sorprendente de la evidencia situacionista es la desproporción entre el input situacional y el output conductual. Por ejemplo, Isen y Levin encontraron que colocar una moneda en la ranura de devoluciones de una cabina telefónica tuvo un efecto sustancial en la propensión de las personas a ayudar a alguien a recoger unos papeles: 87 por ciento de los sujetos ayudó tras encontrar la moneda, mientras que sólo 4 por ciento ayudó tras no encontrar nada.52 En otro experimento clásico, Darley y Batson descubrieron que la principal variable que explicaba la diferencia entre un grupo de seminaristas que ayudó a una persona aparentemente enferma y otro grupo que no lo hizo fue la prisa que tenían los miembros de cada uno por completar una tarea asignada por el experimentador: 63 por ciento de los sujetos ayudó sin prisa contra 10 por ciento con prisa.53 Por su parte, Latané y Darley, descubridores del llamado “efecto del espectador” (bystander effect), encontraron que la propensión de las personas a prestar ayuda en situaciones de emergencia disminuye considerablemente por la mera presencia de otras personas, sobre todo si éstas se muestran impasibles.54 En una de las variantes del paradigma experimental, sólo 7 por ciento de los sujetos ayudó a la supuesta víctima cuando un cómplice del experimentador en actitud impasible se hallaba presente contra 70 por ciento cuando los sujetos se hallaban solos.55 Finalmente, en los perturbadores experimentos de Milgram sobre obediencia a la autoridad, en promedio 65 por ciento de los sujetos administraron supuestos electrochoques potencialmente mortales a un cómplice del experimentador siguiendo las instrucciones de éste, quien, firme pero educadamente, los alentaba a seguir con la prueba que presuntamente tenía por objeto averiguar la relación entre castigo y aprendizaje.56 En todos estos casos, el aparentemente insignificante factor situacional bajo estudio -trivial, buena suerte, prisa, presencia de otras personas, órdenes de un experimentador- explicaba en buena medida las dramáticas diferencias observadas en el comportamiento de los sujetos.57
b. La comparativa irrelevancia explicativa y predictiva de las diferencias individuales. La tesis de que las diferencias en el comportamiento de los sujetos en estos experimentos se deben a factores situacionales y no a rasgos de carácter se ve reforzada por la poca o nula correlación entre dichos rasgos y la conducta observada. Como parte de los experimentos, los sujetos son sometidos a pruebas estándar en psicología (usualmente cuestionarios) para detectar ciertos rasgos de personalidad que pudieran estar implicados en el comportamiento de interés. Los experimentadores controlan también por variables sociodemográficas como sexo, edad, nivel educativo y de ingresos. El resultado usual es que tanto las variables de personalidad como las variables sociodemográficas resultan de escaso valor explicativo y predictivo en relación con el comportamiento que se busca estudiar, lo cual realza la importancia de las variables situacionales. Dos consecuencias importantes se extraen de este descubrimiento. Primero, dada la comparativa fuerza explicativa y predictiva de las situaciones frente a las disposiciones individuales, se concluye que la consistencia conductual de las personas a través de distintos tipos de situaciones es baja. En el caso del comportamiento altruista, por ejemplo, la inferencia es que las personas no prestan ayuda de manera consistente aun cuando la asistencia requerida sea poco costosa para el sujeto y sin importar mucho las disposiciones altruistas individuales, sino que más bien esta clase de comportamiento varía en un grado importante de acuerdo con ciertas características situacionales claramente identificables. Segundo, se concluye que las personas suelen responder de manera relativamente uniforme a las situaciones que enfrentan, independientemente de sus diferencias en cuanto a disposiciones y rasgos de carácter.58
c. El error fundamental de atribución. La tercera tesis del situacionismo es que las personas, al ignorar tanto el poder de las situaciones como la relativa irrelevancia de las diferencias caracterológicas individuales, suelen cometer el “error fundamental de atribución” al explicar y predecir el comportamiento de otros. Este error consiste “en pasar por alto las causas situacionales de las acciones y enfatizar las causas disposicionales”;59 en otras palabras, las personas suelen sobreestimar la contribución de los rasgos de personalidad en la producción del comportamiento y, a la vez, suelen subestimar la contribución de factores situacionales. El error fundamental de atribución se manifiesta con particular agudeza cuando el comportamiento en cuestión es atípico, por ejemplo cuando una persona en apariencia normal no ayuda a otra en una situación crítica en la cual el costo de ayudar es bajo. En tales circunstancias
la gente suele no reconocer que las acciones y los resultados, en particular los que son sorprendentes o atípicos, no son indicativos de disposiciones únicas de parte del agente sino, más bien, indicativos de los factores situacionales objetivos a los que el agente se enfrentó y de las interpretaciones subjetivas que éste hizo de aquellos factores. En efecto, la gente rápidamente reinterpreta a la persona (esto es, infiere que es diferente de las personas ordinarias) y muy rara vez reinterpreta la situación, esto es, rara vez infiere que la interpretación original que se hizo de la situación es errónea o, cuando menos, significativamente diferente de la del agente.60
Como explicaré en la subsección 4.3, estas tres tesis -el poder de las situaciones, la comparativa irrelevancia de las diferencias individuales y el error fundamental de atribución-, así como la evidencia empírica en la que se sustentan, constituyen un reto muy importante a las prácticas de atribución de responsabilidad moral y jurídica. Antes de pasar a ello, sin embargo, ahondaré en el efecto del espectador aludido antes, debido a que éste será central en la discusión sobre la relevancia del situacionismo para el derecho que me ocupará en la sección 5.
3. El efecto del espectador
Mencioné arriba que Latané y Darley descubrieron que la propensión de las personas a prestar ayuda en emergencias disminuye considerablemente por la mera presencia de otras personas, sobre todo si éstas reaccionan pasivamente ante el suceso.61 A este fenómeno se le conoce como “inhibición social de la intervención del espectador” o, más brevemente, como “efecto del espectador”.62 Latané y Darley identificaron dos procesos psicológicos que explican el efecto del espectador: la difuminación de la responsabilidad y la ignorancia plural. La difuminación de la responsabilidad ocurre cuando la sensación de responsabilidad personal para intervenir ante un suceso disminuye debido a la presencia de otras personas; en el caso que nos ocupa, mientras más personas sean testigos de una emergencia, menos responsabilidad sentirá cada una de ellas por hacer algo al respecto. La ignorancia plural ocurre cuando la ambigüedad de la situación -ya sea acerca de la gravedad de la emergencia o acerca de cuál es la respuesta más apropiada a ésta- hace que las personas busquen pistas en sus reacciones mutuas para definir qué tan grave es la aparente emergencia y qué reacción es apropiada. En la medida en que los demás parecen reaccionar pasiva o despreocupadamente, el sujeto tiende a reinterpretar la situación de modo que la no intervención parece la opción adecuada, ya sea porque aparentemente no se trata de una situación grave o porque resulta más prudente no intervenir. Cuando la difuminación de la responsabilidad y la ignorancia plural se combinan, la inacción de los sujetos se potencia: nadie se siente obligado a ser el primero en intervenir y, al mismo tiempo, la pasividad del grupo es interpretada por sus miembros como una señal de que no es necesario hacerlo. Nótese la naturaleza situacionista de esta explicación: en lugar de apelar a rasgos de carácter tales como apatía, indiferencia o egoísmo, se invocan factores situacionales -la presencia de otras personas y sus reacciones ante la emergencia- para explicar el comportamiento no altruista.
Además de la difuminación de la responsabilidad y la ignorancia plural, otro factor situacional que ha mostrado ser relevante para explicar el comportamiento no altruista tiene que ver con las características de la víctima. Específicamente, hay evidencia de que una persona tiene sustancialmente menos posibilidades de ser socorrida en comparación con otra que sufre exactamente el mismo percance si la primera sangra como consecuencia de su accidente, si padece una desfiguración facial o si se encuentra en estado de ebriedad.63
En suma, a la luz de la evidencia disponible podemos concluir que la inacción de los sujetos ante una emergencia será más frecuente cuando se conjuntan los tres factores situacionales descritos, esto es, cuando: a) la responsabilidad personal se diluye debido a la presencia de dos o más personas en el lugar de la emergencia; b) la ambigüedad de la situación provoca ignorancia plural acerca de cuál es la respuesta adecuada; y c) la persona necesitada de ayuda padece un estigma físico o moral. En la sección 5 estudiaremos el caso real de una emergencia que conjuntaba estos tres factores y en el que las personas que no prestaron ayuda fueron sancionadas por la autoridad. Plantearé ahí la pregunta de si la evidencia acerca del efecto del espectador es relevante para determinar si dichas personas eran moral y/o jurídicamente responsables por su omisión y, por tanto, si la sanción que les fue impuesta era apropiada o no.
4. Situacionismo y responsabilidad
¿Qué relevancia tiene la psicología social situacionista para la teoría de la responsabilidad jurídica y moral? Sostengo que es relevante por dos razones principales. Primero, la evidencia situacionista muestra que el supuesto de capacidades racionales generales es falso, dado que las capacidades relevantes para las atribuciones de responsabilidad -las capacidades para detectar y responder a consideraciones normativas- no son estables a través de distintas circunstancias sino que, por el contrario, están indexadas a contextos específicos de acción. Segundo, dicha evidencia sugiere que las atribuciones ordinarias de responsabilidad (moral y jurídica) son nsuficientemente sensibles a la influencia de factores situacionales sobre el comportamiento. Explicaré ambos puntos en las subsecciones respectivas.
5. Capacidades generales vs. capacidades indexadas a circunstancias
La evidencia situacionista muestra que, lejos de ser estables a través de un amplio rango de circunstancias, las capacidades para detectar consideraciones normativas relevantes y actuar en consecuencia están indexadas a contextos específicos de acción. Ello implica dos cosas importantes: primero, que las personas son capaces de detectar y responder a cierta clase de consideraciones en cierto tipo de circunstancias; segundo, que no podemos inferir del hecho de que una persona detectó y respondió a cierta clase de consideraciones en cierto tipo de circunstancias que es razonable esperar que la persona será capaz de hacer lo propio en una situación diferente. En otras palabras, aquello que es razonable esperar de las capacidades de las personas para detectar y responder a consideraciones moral y jurídicamente relevantes varía de acuerdo con las consideraciones y situaciones de las que se trate.64
El situacionismo provee amplia evidencia para sustentar ambas afirmaciones. Piénsese, por ejemplo, en los experimentos de Milgram sobre obediencia.65 Los sujetos que, según lo creían ellos mismos, aplicaron el máximo castigo de 450 voltios a otra persona en una supuesta prueba de aprendizaje simplemente porque el experimentador así se los exigía fueron incapaces de responder a la consideración moral (y jurídica) de que es impermisible dañar a una persona inocente por una razón comparativamente trivial como proseguir con un experimento.66 Al mismo tiempo, sin embargo, dichos sujetos sí respondieron a la consideración moral -de menor peso pero de cualquier modo no desdeñable- acerca de la importancia de completar la parte que le corresponde a cada quien en un curso de acción previamente acordado. Ello sugiere que las presiones situacionales presentes en los experimentos de Milgram, si bien afectaron la capacidad de la mayoría de los sujetos para responder a la consideración moral de mayor peso, no los incapacitaron globalmente para detectar y responder a consideraciones normativas relevantes.67 En otras palabras, dichas presiones afectaron la capacidad de la mayoría de los sujetos para responder a cierta clase de consideraciones en cierto tipo de circunstancias. La evidencia disponible hace razonable suponer que los sujetos obedientes carecían de rasgos de personalidad inusuales que los llevaran a dañar a otros por motivos comparativamente triviales de manera rutinaria, lo cual refuerza la tesis de que la capacidad de las personas para responder adecuadamente incluso a una consideración moral tan básica como la de no producir daño gratuitamente se ve constreñida por factores situacionales.68 De ello se sigue, además, que inferencias del tipo “dado que Manuel es una persona de bien jamás se contaría entre los obedientes en un escenario tipo Milgram” suelen ser ilegítimas:69 el hecho de que Manuel se abstenga regularmente de dañar a inocentes por razones triviales no implica que sea razonable esperar que lo hará en cualquier situación, incluyendo situaciones tipo Milgram en las que no existe coerción o algún otro factor que sea reconocido por la moral o el derecho como un atenuante de responsabilidad.
La evidencia acerca del efecto del espectador sustenta también las dos implicaciones derivadas del situacionismo mencionadas antes, a saber, que 1) las capacidades racionales relevantes para la responsabilidad están indexadas a consideraciones y circunstancias específicas; y 2) las inferencias transituacionales acerca de lo que es razonable esperar de dichas capacidades suelen ser ilegítimas. En apoyo de la primera implicación basta notar que la difuminación de la responsabilidad y la ignorancia plural que, al conjuntarse, producen el efecto del espectador afectan únicamente la capacidad de los sujetos para responder a cierta clase de consideración (la necesidad de socorrer a otros) en cierta clase de circunstancias (cuando hay dos o más personas presentes y la situación es ambigua). No hay razones para pensar que los sujetos que participaron en estos experimentos eran inusualmente insensibles a la consideración de prestar ayuda a otros en cualquier contexto, ni tampoco para pensar que las presiones situacionales estudiadas en estos experimentos afectaron globalmente las capacidades de los sujetos para reconocer y responder a todo tipo de consideraciones morales. De lo anterior podemos concluir -en apoyo de la segunda implicación- que es ilegítimo inferir que una persona que suele ayudar a otros lo hará también en situaciones de este tipo y, a la inversa, es ilegítimo inferir que una persona que no respondió adecuadamente en ellas posee rasgos de carácter inusuales que lo vuelven regularmente insensible a las necesidades de otros en la mayoría de los contextos.
Sostengo, pues, que la evidencia situacionista demuestra la falsedad del supuesto de que las capacidades racionales relevantes para las atribuciones de responsabilidad son capacidades generales.70 ¿Qué consecuencias tiene esto para la concepción tradicional de la responsabilidad moral y jurídica? A continuación exploro una de las consecuencias importantes.
6. Situacionismo, excusas y exenciones
Afirmé antes (subsección 2.2) que el supuesto de capacidades racionales generales está detrás de la asunción, usual en el derecho y la moral, de que las personas siempre están en posición de reconocer lo que la ley, y en particular el derecho penal, les exige (o prohíbe) y actuar en consecuencia y, por tanto, que son jurídica y moralmente responsable por acciones tipificadas como criminales a menos que esgriman exitosamente alguna de las excusas o exenciones legal y moralmente reconocidas.71 Se asume, pues, que los límites de las capacidades racionales, y por tanto los límites de aquello que es razonable esperar moral y jurídicamente de las personas, están demarcados adecuadamente por las excusas y exenciones tradicionales. Sostengo, sin embargo, que la falsedad del supuesto de capacidades racionales generales pone en entredicho la validez de esta asunción: si, como he argumentado, factores situacionales aparentemente nimios afectan sustantivamente las capacidades para detectar y responder a consideraciones normativas, es posible que algunos de los estándares en la moral y en el derecho acerca de lo que es razonable esperar de las personas sean infundados. En otras palabras, es posible que las categorías de exenciones y excusas deban ensancharse para incluir al menos algunos de los factores situacionales descritos arriba.
La respuesta habitual a esta sugerencia es que la mera presencia de factores causalmente relevantes en la producción de una acción no basta para concluir que el agente no es responsable por ella.72 De acuerdo con esta posición, sólo cuando alguno de esos factores socava la capacidad del agente para actuar racionalmente (como ocurre, por ejemplo, con las compulsiones irresistibles) o cuando vuelve demasiado costoso para éste hacer lo moralmente correcto (por ejemplo en el caso de las amenazas extremas) podemos admitirlo como una exención o una excusa.73 Así pues, dado que los factores causales identificados por el situacionismo no hacen ni lo uno ni lo otro, puede descartarse de inmediato la sugerencia de que al menos algunos de ellos deben ser considerados como eximentes de responsabilidad.74
El problema con esta respuesta es que incurre en una petición de principio, pues parte del supuesto de que los factores causales que socavan las capacidades para actuar correctamente son únicamente aquellos que ya se cuentan entre las excusas y exenciones usuales. Sin embargo, precisamente lo que el argumento esbozado arriba (4.3.1) pretende mostrar es que factores situacionales que no son reconocidos como excusas o exenciones afectan sustantivamente dichas capacidades. La respuesta a este argumento pierde de vista que al menos algunos de los factores identificados en los experimentos situacionistas tienen algo importante en común con las excusas y exenciones moral y jurídicamente reconocidas, a saber, que tanto aquéllos como éstas afectan aquello que es razonable esperar de las personas con respecto al cumplimiento de las obligaciones morales y jurídicas dado que interfieren con sus capacidades para detectar y/o responder a consideraciones normativas relevantes.75 Es cierto que dichos factores situacionales operan más sutilmente que otro tipo de causas -como la demencia o la compulsión- que se admiten como exenciones, y también es cierto que aquéllos no imponen costos excesivos al cumplimiento de ciertas obligaciones del modo en que la coerción -una de las excusas por excelencia- en ocasiones lo hace; pero, aun así, al disminuir significativamente la oportunidad de los agentes para adecuar su conducta a las exigencias morales y jurídicas pertinentes, al menos algunos de los factores identificados por el situacionismo parece que deberían aceptarse como condiciones que mitigan, e incluso eximen, de responsabilidad moral y jurídica.
Nótese que matizo mi conclusión: no he dicho que al menos algunos de aquellos factores situacionales deben aceptarse como excusas o exenciones en la moral y en el derecho; he dicho sólo que parece que deberían aceptarse. Defender la conclusión en su forma más fuerte requeriría más trabajo del que puedo realizar aquí.76 Por el momento, me conformo con haber mostrado que la suposición de que las excusas y exenciones tradicionales definen adecuadamente los límites de las capacidades racionales y por tanto los límites de la responsabilidad moral y jurídica es seriamente puesta en entredicho por la evidencia situacionista. En la siguiente sección exploro la relevancia de esta conclusión para evaluar un tipo particular de disposiciones jurídicas: las leyes del buen samaritano.
V. El situacionismo y las leyes del buen samaritano
1. Las leyes del buen samaritano
Las leyes del buen samaritano son disposiciones jurídicas de carácter penal que exigen a quien presencie una emergencia prestar ayuda a la víctima siempre y cuando ello no conlleve un riesgo de daño físico severo.77 Las penas contempladas en caso de no prestar ayuda van desde una multa hasta varios años de prisión.78 Dichas disposiciones son mucho más comunes en el derecho continental que en el derecho anglosajón:79 mientras que en Europa continental y América Latina la mayoría de los países han adoptado algún tipo de ley del buen samaritano, el grueso de los países que se rigen por el common law no contempla este tipo de disposiciones.80
El deber de rescate impuesto por las leyes del buen samaritano es bastante mínimo. Usualmente, contactar a las autoridades o al personal médico competente basta para cumplir con él.81 Lo que estas disposiciones sancionan es la omisión de prestar algún tipo de ayuda cuando la gravedad de la situación es patente, el potencial rescatista cuenta con las habilidades mínimas para ayudar o buscar ayuda de otros y no existe además peligro alguno para él mismo. Sin embargo, y a pesar de estos modestos requisitos, muchos teóricos anglosajones cuestionan la validez del supuesto deber jurídico de rescate. Ellos objetan, por un lado, que prestar ayuda en estos casos equivale a un acto de beneficencia y que es ilegítimo emplear el derecho para forzar a los ciudadanos a concederse beneficios mutuos; por otro, objetan que es imposible demarcar de manera no arbitraria aquellos casos en los que el supuesto deber de prestar ayuda entra en juego de aquellos casos en los que no.82 En lo que sigue, asumiré sin mayor discusión que estas objeciones pueden solventarse y asumiré por tanto que las leyes del buen samaritano son conceptualmente aceptables. Mi pregunta será, más bien, si estas leyes son empíricamente aceptables a la luz de la evidencia situacionista, en particular la evidencia acerca del efecto del espectador. Para enfocar la discusión, a continuación describiré un caso de aplicación de la ley del buen samaritano ocurrido hace unos años en Alemania.
2. Un caso reciente
El 3 de octubre de 2016, en la ciudad de Essen al noroeste de Alemania, un hombre de 83 años entró en un kiosco de cajeros automáticos y resbaló antes de llegar a uno de ellos; la fuerte caída le hizo perder la conciencia. Al poco tiempo, cuatro clientes arribaron en sucesión al lugar para realizar alguna transacción. A pesar de que el hombre se hallaba tendido a plena vista en mitad del kiosco, ninguno de los clientes se detuvo para auxiliarlo o siquiera para constatar que se encontrara bien. De acuerdo con el reporte policial basado en las grabaciones de las cámaras de seguridad, los clientes pasaron muy cerca de la víctima e incluso alguno de ellos pasó sobre ella (sin pisarla) para realizar sus transacciones. No fue sino hasta veinte minutos después que un quinto cliente finalmente llamó a una ambulancia; la víctima murió en el hospital una semana después. Once meses más tarde, en septiembre de 2017, tres de los cuatro clientes83 fueron sancionados con multas de entre 2,300 y 3,500 euros por haber infringido la sección 323c del Código Penal alemán que versa sobre “omisiones de efectuar un rescate sencillo” y que impone penas de hasta un año de prisión. En su defensa, los acusados sostuvieron que, dado que los vagabundos suelen dormir en los kioscos de cajeros automáticos de la ciudad, ellos asumieron que la víctima simplemente buscaba refugio. “No se dieron cuenta de que se trataba de una emergencia; juzgaron mal la situación”, dijo el abogado de uno de ellos. Sin embargo, el juez rechazó esta explicación debido, primero, a que la apariencia del hombre no correspondía con la de un vagabundo y, segundo, a que incluso si fuera un vagabundo los acusados tenían la obligación de socorrerlo.84 El caso provocó un gran revuelo en Alemania, donde se discutió si constituía “el símbolo de una sociedad indiferente donde nadie se preocupa por su vecino”.85
3. El deber de prestar ayuda en emergencias y el efecto del espectador
A la luz de la evidencia acerca del efecto del espectador descrita arriba, ¿es razonable concluir, como lo hizo el juez de distrito de Essen, que las personas que no socorrieron a la víctima en este caso eran moral y jurídicamente culpables por su omisión? La respuesta afirmativa se basa en la idea de que un adulto normal siempre está en posición de reconocer una situación de emergencia y de actuar apropiadamente ante ella; se basa, por tanto, en el supuesto de capacidades racionales generales. Sin embargo, si, como he argumentado arriba (4.3.1), tenemos buenas razones para rechazar este supuesto, entonces resulta menos claro que los clientes (aparentemente) indiferentes ante el predicamento de la víctima fueran moral y jurídicamente responsables por la omisión de prestar ayuda. Esta duda cobra mayor fuerza si notamos que en este caso se conjuntaron los tres principales factores que, de acuerdo con la evidencia descrita antes (4.2.1), inhiben la propensión de las personas a intervenir ante una emergencia: difuminación de la responsabilidad a causa de la presencia de otros, ignorancia plural debida a la ambigüedad de la situación y aversión a socorrer a una víctima estigmatizada moralmente.
Ahora bien, es evidente que los tres factores recién mencionados no se hallan en pie de igualdad por lo que toca a su impacto sobre las atribuciones de responsabilidad moral y jurídica. Si, por ejemplo, alguno de los acusados no ayudó a la víctima simplemente porque le dio asco acercarse a quien creía que era un vagabundo -a pesar de haber reconocido que requería asistencia médica urgente- o porque pensó que no merecía ayuda al considerarlo parcialmente responsable por su predicamento, difícilmente (y con razón) aceptaríamos esto como una excusa. Lo mismo ocurriría si uno o varios de los acusados se hubieran percatado de la potencial gravedad de la situación pero no intervinieron debido a que no consideraron que era su deber hacerlo. Por otro lado, el proceso psicológico de ignorancia plural resulta más pertinente para evaluar la responsabilidad de quienes no prestaron ayuda puesto que es directamente relevante para responder a la pregunta crucial: dada la situación tal como ha quedado descrita, ¿era razonable esperar que las personas percibieran la situación como una emergencia en primer lugar?86
Considérese la siguiente explicación situacionista del caso. Los clientes entran en sucesión al kiosco de cajeros automáticos y ven que al menos otra persona está llevando a cabo sus transacciones con normalidad a pesar del hombre tirado en la entrada (esto, obviamente, con excepción del primero de los cuatros clientes). Ninguno de los clientes piensa que le incumbe directamente a él o ella cerciorarse de la condición del hombre y, a su vez, la inacción de los otros refuerza la interpretación de la situación como una no emergencia, especialmente porque es del dominio público que vagabundos utilizan el kiosco para refugiarse y dormir en él. Como señala Darley, uno de los descubridores del efecto del espectador:
Las emergencias no traen consigo un anuncio que dice “Soy una emergencia”. Para interpretar un evento como una emergencia, uno se fija en las reacciones de los otros y desentraña el significado detrás de dichas reacciones.87
En este caso, el significado obvio detrás de la reacción de los otros clientes -continuar tranquilamente con sus transacciones a pesar del hombre tirado en el vestíbulo- era, precisamente, que no había emergencia alguna. Si, como muestra la evidencia experimental, resulta usual interpretar una situación ambigua como una no emergencia cuando los individuos la atestiguan en presencia de otros quienes se muestran despreocupados, ello sugiere que no era razonable esperar que los acusados se dieran cuenta de la gravedad de la situación y actuaran en consecuencia.88
Hay tres maneras alternativas de explicar por qué la ausencia de esta expectativa razonable mitiga, o incluso elimina, la responsabilidad de los acusados.89 Una primera explicación es que los factores situacionales degradaron (localmente) la capacidad de los agentes para percatarse de la gravedad de la situación y formular un plan de acción apropiado, y lo hicieron más allá del límite por debajo del cual cesan de contar como agentes responsables en dichas circunstancias y con respecto a las consideraciones pertinentes. Si éste es el caso, entonces los factores situacionales referidos exentarían de responsabilidad.90 Una segunda explicación es que estos factores situacionales, si bien no son lo suficientemente potentes como para degradar la capacidad cognitiva de los sujetos por debajo del umbral crítico, sí vuelven muy difícil para éstos percatarse de las consideraciones relevantes (que se trata de una emergencia, que es imperativo pedir ayuda). En este caso, dichos factores excusarían, quizá parcialmente, de responsabilidad, al producir en los sujetos un estado de ignorancia no culpable respecto de las consideraciones relevantes. Finalmente, una tercera explicación es que los factores situacionales involucrados excusan porque muestran que los acusados no actuaron con mala voluntad al no prestar ayuda, esto es, su inacción se explicaría por factores situacionales y no por disposiciones individuales moral y jurídicamente censurables. Para los propósitos de este trabajo, no es necesario decidir cuál de estas tres explicaciones es la correcta; basta con señalar que cualquiera de ellas ofrece buenas razones para dudar de la culpabilidad moral y jurídica de los acusados.
Si ello es así, la inacción de estas personas no necesariamente reflejó, como lo creyó el juez del caso, indiferencia ante el sufrimiento ajeno, sino muy posiblemente tan solo su percepción (razonable, dada la naturaleza de la situación) de que su ayuda no era requerida o quizá su incapacidad local para percatarse de las consideraciones relevantes. De ser éste el caso, entonces la evidencia empírica refuta las dos consideraciones que justificaron la sanción impuesta por el juez: por un lado, la supuesta expectativa razonable de que cualquier persona normal habría reconocido la situación como una emergencia y, por otro, la interpretación de su omisión de prestar ayuda como reflejo de un rasgo de carácter moralmente reprobable. En la medida en que las violaciones a las leyes del buen samaritano ocurran en contextos similares a éste, la evidencia empírica socava de manera general la justedad de las sanciones aplicadas con base en ellas.91
VI. Conclusión
En este trabajo he defendido dos tesis principales. En primer lugar, he argumentado que el reto global de las ciencias de la mente contra la responsabilidad jurídica, según el cual aquéllas muestran que la psicología de sentido común presupuesta en el derecho es simplemente falsa y por tanto la responsabilidad jurídica es una quimera, no es exitoso. Sostuve, en particular, que la evidencia actualmente disponible no muestra que el supuesto de causación mental es falso y, por tanto, no muestra que las personas somos incapaces de guiar nuestra conducta con base en intenciones formadas a la luz de nuestras razones. En pocas palabras, la evidencia disponible no muestra que no somos agentes. Pero, en segundo lugar, he argumentado que sí existe evidencia convincente de que no somos exactamente la clase de agentes que creemos ser. En particular, he sostenido que el supuesto de capacidades racionales generales incorporado en el derecho y, particularmente, en el derecho penal, es falso: las capacidades moral y jurídicamente relevantes para las atribuciones de responsabilidad -las capacidades para detectar y responder a consideraciones normativas- no son estables a través de diferentes circunstancias. Más bien, dichas capacidades están indexadas a contextos específicos de acción, lo cual significa que las personas somos variablemente capaces de detectar y responder a ciertas consideraciones en ciertos contextos. Ello implica que, contra lo que asumen las teorías tradicionales de la responsabilidad moral y jurídica, los límites de las capacidades relevantes para las atribuciones de responsabilidad no coinciden con las excusas y exenciones usualmente reconocidas. Por último, ilustré la relevancia de esta conclusión para el derecho discutiendo las leyes del buen samaritano. Argumenté que, en muchos casos, la aplicación de sanciones con base en ellas corre el riesgo de ser injusta precisamente porque se basa en el supuesto de capacidades racionales generales que el situacionismo contribuye a desmentir.
No obstante, podría objetarse que este ejemplo es más bien periférico dentro del derecho penal y por tanto que su relevancia es limitada para la comprensión adecuada de éste. En respuesta, si bien concedo que las leyes del buen samaritano no necesariamente ocupan un lugar prominente en el derecho penal, sostengo que el ejemplo sí cumple a cabalidad con el propósito central del artículo, a saber, mostrar cómo la evidencia empírica es relevante para el derecho. Desde luego, quedan por explorar las repercusiones que pudiera tener el rechazo del supuesto de capacidades racionales generales en casos de mayor envergadura, como por ejemplo crímenes cometidos siguiendo órdenes de personas en posiciones de autoridad.92 El punto esencial que he buscado defender, sin embargo, es que, antes que una amenaza inminente para la integridad del derecho, las ciencias de la mente y del comportamiento tienen el potencial de convertirse en aliadas de éste para establecer disposiciones -e imponer sanciones- más acordes con las peculiaridades de la agencia humana.93